7

Si bien Joe y yo no habíamos estado fuera hasta muy tarde la noche anterior, al día siguiente llamé al club para informar de que me encontraba enferma. Ya no me sentía con ánimos de volver a ese antro, o al menos no ese día.

Joe y yo habíamos planeado comer en el campo, y cuando él me había preguntado a qué hora debía regresar para acudir al trabajo, había contestado que no pensaba ir. No me había preguntado la razón ni cómo pensaba pagar las facturas; se había limitado a hacer un gesto, sonriendo de esa manera suya tan encantadora, y había anunciado:

—Te recogeré a las doce.

Puntual como siempre, a las doce Joe me esperaba ante la puerta, subido a la Harley. Me pasó un casco, cogió la cesta que yo llevaba con la comida y la ató en la parte posterior de la moto. Arrancó con un rugido atronador, y por un momento se me ocurrió la idea de que me había muerto y que me hallaba en el paraíso. Por lo visto la compañía de Joe me producía ese efecto.

Circulamos por la costa hasta un pequeño desfiladero boscoso situado en las montañas de Santa Mónica.

No sé si el día era tan perfecto como me parecía; tal vez todo adquiría siempre un aire especial cuando estaba con Joe. El caso es que el sol nos envolvía con una suave calidez y el cielo aparecía tan claro y despejado que casi deseaba sentirme engullida en él.

Encontramos un pequeño claro en el bosque y extendimos una manta sobre la hierba tierna, charlando y bromeando. A continuación procedimos a dar cuenta de las provisiones que había preparado en la cesta. Hablamos de toda clase de cosas, cosas en que rara vez me había parado a pensar. Sin embargo, cuando abordamos el tema de por qué Joe había entrado en mi vida, empecé a ponerme nerviosa.

—No tienes por qué inquietarte —observó—, pues estoy aquí para ayudarte. Es decir, para enseñarte los principios que debes seguir para sentirte feliz y satisfecha.

—No me preocupa eso —farfullé con la boca llena de ensalada.

—Ah, ¿no? Entonces ¿qué te pone nerviosa?

—Pensar que un día me dejarás para dedicarte a otra persona, como me comentaste que harías. —Noté que me temblaba la voz, y me esforcé por reprimir el llanto. No podía creer que el pensamiento de que un hombre me abandonara podía, todavía, hacerme llorar. Cualquiera habría supuesto que a esas alturas ya debería estar acostumbrada.

—¡Vaya, conque es eso! —exclamó Joe, masticando una patata—. Bien, hay mucha gente en este mundo que necesita de mi ayuda. Además, no os abandono. Simplemente me mantengo en un segundo plano y os guío desde otra dimensión. Eso es todo. No debes preocuparte.

Entendí su explicación, pero el caso es que yo vivo en «esta» dimensión, y no estaba segura de poder arreglármelas sin tener a Joe cerca. Me sentía tan bien a su lado… La vida es muy dura, y le necesitaba para que me recordara las lecciones y me guiara por el camino apropiado.

—Cuando me separe de ti —me aseguró convencido—, serás capaz de apañártelas por ti misma con lo que te haya enseñado.

—Pero es que me es imposible olvidar ciertas cosas, Joe —musité, y mi voz surgió atenazada por una profunda angustia que me desconcertó y me hizo sentir incómoda.

—¿Qué cosas? —inquirió paciente, con el tono que un maestro comprensivo emplearía con un niño asustado.

—El pasado, mi infancia —contesté cabizbaja, dominada por una timidez inusual en mí—. En fin, ya sé que todo eso sucedió hace mucho tiempo y, por muy horrible que fuera, forma parte del pasado. Ya sé que debería hacer borrón y cuenta nueva, pero a veces me resulta imposible.

—No siempre es fácil olvidar, Heather. —Su voz reflejaba ternura y afecto, y mi corazón devoró las palabras como si fueran deliciosos pastelitos rellenos de suave crema. En lugar de aconsejarme que fuera fuerte y siguiera adelante a pesar del dolor, como habría supuesto que haría, se ponía en mi lugar, y eso me confortaba.

Noté con asombro que una lágrima resbalaba por mi cara y caía en el suelo. No podía creer que estuviera llorando. Nunca lo hago. La única emoción que siempre me había costado controlar era la risa. Pero ¿las lágrimas? ¡Si nunca habían sido un problema para mí!

—Tal vez hayan sido un problema mayor de lo que crees —me susurró Joe al oído—; las lágrimas son tan legítimas como la risa, Heather. Has de aceptarlas, pues te estás perdiendo una parte de ti. —Se interrumpió y, mirándose la pierna izquierda, añadió—: Y yo sé qué representa perder una parte de uno mismo.

Dirigí la vista hacia su pierna artificial, oculta bajo los téjanos y su inseparable Nike.

—¿Qué? —pregunté de pronto, intrigada—. ¿Cómo se siente uno sin una pierna? ¿Se echa en falta, o acaba uno por acostumbrarse a su ausencia?

—Uno termina por acostumbrarse a todo —respondió volviendo la vista hacia mí con una sonrisa de complicidad—, incluso a una infancia traumática.

—Sí; supongo que así es —concedí apoyando la barbilla en la mano.

—Por supuesto que se siente el dolor de una amputación, y no creas que siempre desaparece —añadió—. Sencillamente, al final se consigue sobrellevarlo.

—¿Significa eso que todavía sientes dolor físico por la amputación? —pregunté, incapaz de creer que se pudiera soportar semejante sufrimiento tantos años después del trauma inicial.

Con sus largos dedos me cogió del mentón y orientó mi cara como si fuera una antena de televisión para que recibiera la sabiduría que emanaba de sus ojos.

—¿Acaso no acabas de reconocer que aún te lastima tu infancia —inquirió—, aunque ya forma parte del pasado?

De acuerdo. Ya estábamos otra vez. Joe acababa de darme otra lección, y me había pillado desprevenida.

—Sí, claro, pero no es comparable al dolor físico que se siente cuando te cortan una pierna, ¿no te parece? —objeté, considerando que sólo tenía parte de razón.

No contestó, y me dio la impresión de que un silencio sobrecogedor invadía el bosque. De pronto cesaron el trinar de los pájaros y el chasquido que producían las ardillas al saltar a las ramas de los árboles; ni siquiera se oía el molesto zumbido de las moscas. Alguien me comentó una vez que el primer signo de la llegada de un terremoto es la inmovilidad de los pequeños animales del bosque y los pájaros. Estos son, en teoría, los primeros en percibir las incipientes sacudidas de la tierra, y de pronto me sorprendí examinando la zona en busca de un lugar donde protegerme de la caída de los árboles.

—Los médicos lo llaman «dolor fantasma» —prosiguió Joe en voz baja, libre de preocupaciones menores, como un posible terremoto, y ajeno al pánico que me crispaba el rostro—. Les ha costado mucho llegar a comprender cómo algo que ya no está puede seguir causando dolor, pero tú y yo lo sabemos de sobra. Lo que ha sido irremediablemente amputado, ya sea un brazo, una pierna… o la infancia, deja siempre un rastro de sufrimiento.

«Dolor fantasma.» Qué fenómeno más curioso. Ya había oído hablar de ello, pero nunca se me había ocurrido relacionarlo con mi pasado.

—¿Lo comprendes ahora, Heather? —continuó con su razonamiento—. Es lógico que des rienda suelta a esas lágrimas que durante años has reprimido. Tu sufrimiento es tan real como el que a mí me produce la pierna amputada; llega a ser tan real que en ocasiones tengo la sensación de que se me retuerce la pierna izquierda y que sólo si me la colocaran bien remitiría el dolor. Por descontado, soy consciente de que ya no la tengo, pero no intentes convencer de ello a determinadas zonas de mi cerebro, porque esa pierna siempre será una parte de mí.

Estaba fascinada por sus palabras y el paralelismo que había establecido entre su situación y la mía. La certeza de que mi incapacidad para olvidar mi infancia no se debía a la locura o a un gusto morboso por recrear aquel período me produjo un gran alivio. Bien, ¿y ahora qué? ¿Significaba eso que nadie puede recuperarse de los traumas? Desde luego, no me complacía la perspectiva de ser una eterna víctima de mi infancia.

Una leve palmada de Joe en el hombro me sacó de mis pensamientos, y cuando nuestras miradas se cruzaron me pareció que sus ojos me lanzaban dardos de amor. Y sin duda daban en el blanco.

—Ámate tal como eres, Heather —dijo con una sonrisa—. Ama todo cuanto forma parte de ti. Ninguna desgracia podrá herirte si descifras la lección que encierra en ella. Recuérdalo.

—La lección —repetí con parsimonia mientras intentaba grabar esa información en mi mente. Deseaba estar segura de que había entendido todas sus enseñanzas—. Entonces, ¿cómo llevas tú lo de la pérdida de la pierna? —le apremié—. ¿Vale la lección el precio que has pagado por ella?

—Sí —asintió, golpeando el plástico hueco que había sustituido a su pierna—. La lección fue que, en el fondo, nuestros cuerpos no son nada más que un recipiente para contener lo que realmente somos.

Estaba impresionada. Y avergonzada. De nuevo me había hecho entender la frivolidad de mi constante aspiración por tener un cuerpo perfecto y mi estupidez al exigir tanto de los hombres que habían pasado por mi vida. Por eso no era de extrañar que nunca hubiera encontrado relaciones significativas.

—Y en cuanto a mí, ¿qué? —pregunté sincerándome—. ¿Qué finalidad tuvo que me criara en una familia de alcohólicos perturbados? ¿Cuál es la lección?

—¿Quieres hacerme creer que todavía no lo has adivinado? —inquirió a su vez con un destello de malicia en sus tiernos ojos pardos—. ¿Qué pasa? ¿Tengo que dártelo todo mascado?

No reí la broma. Aquello me parecía demasiado importante.

—Venga —le urgí, fingiendo que hacía pucheros—, dímelo.

—De acuerdo —concedió sonriendo—. De momento te has portado muy bien. Supongo que te has ganado una propinita. —Miró en derredor a las hojas que crujían con la brisa del fin del verano y a la colonia de hormigas que escalaban por el tronco del árbol sobre el que estábamos sentados—. No vuelvas a angustiarte pensando que va a haber un terremoto. —Mientras hablaba, cada ser vivo sobre el que posaba su mirada parecía quedar inmóvil en el acto, incluso la brisa y el murmullo del agua del riachuelo cercano. Observé detenidamente el paisaje sumido en el silencio, incapaz de articular palabra, y por fin miré a Joe, quien se encogió de hombros y susurró—: Te ayudará a concentrarte. Esta es una lección muy importante para ti, Heather, y no quiero que te distraigas. ¿Estás preparada?

Me sentía más que preparada, de modo que cerré los ojos e intenté concentrarme para estar lo más receptiva posible a lo que se disponía a enseñarme. Ansiaba comprender qué significado podían poseer mi sufrimiento durante la infancia y mi falta de autoestima. ¿Qué finalidad tenían?

—Abre los ojos —ordenó con suavidad—. Quiero ver en tu interior y hablar directamente a tu corazón.

Obedecí, y de repente Joe concentró toda la energía en sus ojos, para luego verterla sabia y dulcemente en los míos, como un pájaro coloca con destreza un gusano recién cogido en la boca ávida y abierta de su polluelo.

—La historia no es irreversible —explicó mientras sus ojos me mantenían cautiva—. No importa cuál es tu origen —prosiguió—, pues siempre puedes cambiar los senderos y encontrar la luz en tu vida.

Parpadeé repetidas veces, tragué el nudo de lágrimas que me atenazaba la garganta y amenazaba con desbordarse en un río sin fin, derramando todo el sosiego que me invadía por el suelo del bosque.

—¿Significa eso que no acabaré mis días desvistiéndome en un local de striptease? —pregunté a punto de romper a llorar, sorprendida de que al fin admitiera ante mí misma…, y ante Joe, lo mucho que odiaba mi trabajo.

Los ojos de Joe se tornaron vidriosos mientras me mantenía como hechizada con el poderoso magnetismo de su mirada. Entonces advertí que no había límites en la profundidad de esos ojos castaños que me engullían, sino sólo un espacio infinito en todo lo que él decía o pensaba.

Alzó la mano con parsimonia y puso dos dedos sobre mis labios, acallando mi voz y mi mente a un tiempo.

—Chist. ¿Oyes algo? —preguntó en un susurro.

No oía nada, y me apresuré a decírselo. No deseaba que nada interrumpiera ese momento de comunicación interior tan íntimo, y quién sabe si crucial en mi vida, que mantenía con Joe.

Fue entonces cuando yo también lo oí. El sonido era inconfundible. En algún lugar no muy distante había un bebé llorando.

Pero, no era posible, ¿qué hacía un bebé allí, en medio de la nada? ¿En medio del bosque? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Y qué clase de padres llevarían a un niño de tan corta edad a un entorno infestado de insectos como ese?

Dondequiera que estuviese la criatura, sus lamentos empezaban a ser más insistentes. Interrogué a Joe con la mirada en lugar de, por una vez, hacerlo con la boca.

—Hay que encontrarle —dijo Joe con calma—. Los gritos parecen proceder de allí —añadió, señalando por detrás de mí.

Nos levantamos a la vez, y de súbito me percaté de que no me sentía enojada. Después de todo no era más que un niño inocente el que nos había interrumpido. ¿Cómo habría podido molestarme la intrusión de un niño desvalido y necesitado?

Una especie de radar misterioso se puso en funcionamiento en mi interior y adiviné dónde se encontraba el bebé aun antes que Joe. Así pues, me dispuse a dirigir la marcha, a sabiendas de que seguramente más tarde me preguntaría cómo había adivinado algo antes que Joe; en todo caso, carecía de importancia en ese momento. Los lamentos del niño reflejaban desesperación, y encontrar a esa criatura frágil y desamparada en este entorno cruel era prioritario. Ya habría tiempo más tarde para que me enseñara cómo conocerse a uno mismo.

Seguí el sonido de los sollozos y aparté una gran rama verde y espinosa que me impedía el paso. La rama rebelde me arañó la cara interior del brazo, dejándome una raya larga y roja, y por primera vez en la vida no me preocupé por mi aspecto o por el daño que había sufrido mi sumamente cuidada piel de alabastro.

Como una mujer enloquecida, aparté otra rama de espino, y otra y otra hasta que al fin me detuve ante un recién nacido envuelto en una manta rosa que yacía en un lecho de juncos secos y tiernas hojas verdes. No era necesario que el color de la esponjosa manta me indicara que se trataba de una niña. Enseguida lo intuí, pues el candor y la inconfundible femineidad que emanaban de ella no podían pasar inadvertidos.

Al instante sentí un afecto irreprimible por ese minúsculo sorbo de vida. Tomándola del suelo entre mis brazos, la estreché contra mi pecho como si hubiera estado buscándola desde hacía largo tiempo. Algo me decía que, más que otra cosa en el mundo, era a mí a quien necesitaba; ninguna otra persona sino a mí. Una parte de mi ser se extrañaba de la compenetración instantánea y el amor que me inspiraba la pequeña, pero otra parte no se mostraba en absoluto sorprendida.

En cuanto la cogí en brazos dejó de llorar, como si se hubiera dado cuenta de que había encontrado su lugar. La arrullé cariñosamente y mis brazos parecieron descubrir su razón de ser. Cerré los ojos y aspiré su aroma dulce e inocente. He de reconocer que en aquel instante todo lo demás carecía de importancia.

Incluso las pequeñas perlas de sudor que brillaban en su fina frente desprendían un olor dulce y perfecto. Recordé todas las esencias artificiales que durante un tiempo había usado, las velas perfumadas, los ambientadores y las flores secas, y en ese instante me percaté de que, en resumidas cuentas, esa era una fragancia que nunca podría ser imitada. Era algo real, bello y único. Por fortuna, lo auténtico es irreproducible.

—Cógela fuerte —oía a Joe hablar desde algún lugar cercano—, cógela fuerte, Heather, y nunca permitas que te abandone.

Cerré los ojos de nuevo e hice lo que me decía. Besé la suave e inocente piel de la pequeña cabecita aterciopelada, y tuve la certeza de que nadie antes que yo había sentido el éxtasis que experimenté.

—¿Quién eres? —susurré a su pequeña oreja bien formada—. ¿Quién ha podido dejarte sola aquí?

—¿No lo adivinas? —interrogó Joe en un susurro a mi espalda.

Me volví hacia él, con los ojos rebosantes de preguntas sin respuesta.

—¿Quién? —inquirí indignada—. ¿Quién se atrevería a abandonar a un ser tan pequeño y débil?

En lugar de responder, tendió una mano para acariciar el terciopelo rubio de la suave cabecita de melocotón al tiempo que la niña gorjeaba de contento.

—Joe, dímelo —insistí yo—. Tú debes saberlo. ¿Quién es ella?

De nuevo mi pregunta sólo obtuvo un silencio magistral por respuesta.

Contemplé el minúsculo y tibio bulto que mecía entre mis brazos, y de pronto me invadió una sensación de familiaridad, de que existía un vínculo muy lejano entre nosotras.

—¡Oh, Dios! —acerté a mascullar.

—Exacto, Heather —dijo Joe—. Eres tú.

Lo comprendí. De alguna manera, lo había comprendido aun antes de que me lo revelara. La reconocí. Era tierna y vulnerable, y por el motivo que fuera ya habían sucedido cosas terribles en su corta existencia. Nadie la había protegido. Nadie había cuidado de ella ni la había educado. No la habían tratado como la criatura necesitada de afecto que era.

Era consciente de la presencia de Joe, aunque, en cierto sentido tenía la impresión de que en ese momento no había nadie más en el mundo que esa niña indefensa y yo. Y nosotras éramos un solo ser.

Observé detenidamente sus rasgos, recorrí su cuerpo con la vista y me maravillé de la tersura de su piel, su diminuto cuerpo sin defectos, la virginidad de su mente pura que no conocía la timidez. Recordé que siempre me habían resultado feos los bebés, sin dientes y sin cabello. En absoluto, son perfectos. Reclaman nuestra atención mostrando única y exclusivamente lo que son. A diferencia de la mayoría de adultos, carecen de pretensiones y no se esfuerzan por aparentar, impresionar o competir.

Sus descoordinados deditos se enredaron en un mechón de mi cabello y su pequeña boca rosada se entreabrió. Por un instante que se me antojó demasiado breve me ofreció una de esas sonrisas trémulas y mágicas que esbozan los bebés. Nunca he sentido una alegría más pura que la que entonces me invadió.

Oí el eco apagado de la voz de Joe, como si me encontrara en el interior de una cueva.

—Exacto, Heather. Ámala. Ya es hora. Ella es… Hacía mucho tiempo que… necesitabas. Las dos habéis sufrido mucho. Abrázala. Ámala. Es una criatura que no recibió lo que necesitaba. Ofréceselo ahora. Compénsala.

En aquel preciso instante me convencí de que ese inocente ser y yo éramos la misma persona. La amaba y sentía la apremiante necesidad de protegerla… de ser todo para ella.

Fijé la vista en la profundidad de los ojos azules de un recién nacido, y en ellos vislumbré los contornos de un mundo muy distinto de este. Un mundo que me cautivó por su total franqueza, su amor sin límites, sus posibilidades inexploradas. Contemplé las simientes de toda una vida en esos ojos y deseé desesperadamente proteger, ayudar y alimentar esa frágil porción de humanidad.

Lloré de emoción, y algunas lágrimas se deslizaron por mi rostro y cayeron en las delicadas mejillas rosadas de la niña. Comprendí entonces que había puesto punto final a uno de los episodios inconclusos de mi vida. Satisfecha, reconfortada, me pregunté cómo era posible que esa pequeña y frágil presencia ejerciera tanto poder sobre mí. En cualquier caso me sentía feliz de que así fuera.

—¿Lo ves, Heather? —oí a Joe susurrarme al oído—. Has curado tus heridas y has conseguido que las dos volváis a cobrar vida.

—Y ahora, ¿qué? —pregunté dichosa, cerrando los ojos.

—Estréchala contra ti —me indicó—. Estréchala contra tu corazón tan fuerte como puedas.

La besé en la frente y la apoyé contra mi corazón. Recostó su cabeza contra mi pecho, amoldando su perfecto cuerpecito a los contornos del mío. Sentí que una especie de aleteo de mariposas me recorría la piel, que el suspiro de ángeles me acariciaba. Nadie me habría nunca convencido de que aquello no era un ángel encarnado en su cuerpecito. Ella contenía toda la belleza, la esperanza y la verdad del mundo, y entendí que, dondequiera que la vida la llevara, ese halo de perfección siempre la acompañaría por muy oculto que estuviera. Sentí que se disolvía en mí y nos fundíamos en una sola persona. Esa fue la experiencia más abrumadora y gratificante de toda mi vida.

—¡Fabuloso, esto es fabuloso! —oía a Joe exclamar exaltado—. Abrázala, Heather, ámala. Así, muy bien. Sí, sí, es fabuloso.

Se produjo un prolongado silencio mientras recorría los veintinueve años de amor y distancia que me separaban de esa pequeña fuerza de vida que una vez fui. La estreché contra mí, absorbí su esencia que iba desvaneciéndose, la engullí en mi corazón y, cuando finalmente abrí los ojos, sólo hallé mis manos vacías. De inmediato volví la mirada, expectante, hacia Joe para encontrar una explicación.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté algo aturdida—. ¿A dónde ha ido?

—Está dentro de ti —contestó Joe con calma—. Ha regresado al lugar adonde pertenece. Ámala y cuida siempre de ella porque nunca dejará de necesitarte.

Alguna antigua y profunda herida hizo que en mis ojos brotaran lágrimas que se deslizaron por mis mejillas.

—Ya sé que he de hacer a partir de ahora —afirmé, convencida—, ya va siendo hora de que empiece a cuidar de mí misma como es debido. Es hora de mimar a la verdadera Heather Hurley… quienquiera que sea —concluí enjugándome las lágrimas.

Joe me tendió un pañuelo blanco, sin mácula.

—Te aseguro —susurró—, que Heather Hurley es una persona maravillosa.

Acto seguido me tomó de la mano y me guio en silencio hasta que hubimos salido del bosque.