6

A la mañana siguiente dormí hasta tarde. Soñé que una etérea y misteriosa presencia me acariciaba el rostro con dulzura. Cuando empezaba a despertarme, demasiado despabilada ya para tratar de regresar a ese agradable estado de ensueño, abrí los ojos y descubrí que la suave brisa de la mañana hacía ondear las cortinas blancas sobre mi rostro. Sonreí y me desperecé voluptuosamente contra las almohadas, recordando la noche anterior.

Joe me había esperado fuera del club mientras yo informaba a Anthony de que esa noche no ofrecería un segundo número. Le había cerrado la puerta del camerino en las narices y la había bloqueado con una cómoda, me había cambiado de ropa, enfundándome unos tejanos y un jersey fresco, mientras Anthony permanecía en el pasillo amenazando con despedirme.

Al bajar presurosa por las escaleras para encontrarme con Joe, que me aguardaba con su Harley, experimenté de nuevo esa extraña sensación de estar flotando. Tras subir a la moto, juntos nos difuminamos en el anonimato de la noche, a toda velocidad y como si fuéramos un solo ser. Ignoraba adonde nos dirigíamos, y tampoco me importaba. Sólo sabía que me sentía libre y que, al menos así lo pensaba entonces, estaba decidida a disfrutar de más momentos como ese.

Bostezando, me volví de lado en la cama al tiempo que revivía el maravilloso paseo que habíamos dado a lo largo de la autopista de la costa del Pacífico y por los caminos poco transitados de los desfiladeros del interior. La luna se hallaba en mi fase favorita, la que yo denomino «luna de uña», cuando únicamente muestra una fina porción plateada que ilumina un retazo de la vasta oscuridad de la noche. Tenía la impresión de que, en cierta manera, la presencia de Joe en mi vida surtía el mismo efecto: alumbraba un pequeño retazo de esperanza en mi corazón.

Apenas sí habíamos mediado palabra, pero no cabía duda de que nos habíamos comunicado en silencio. Nunca antes había experimentado algo así, y me sentía conmovida por la paz interior que me invadía. Debimos de recorrer todas las playas de Los Ángeles hasta adentrarnos en el desierto por Riverside. Las montañas, el desierto y el cielo sembrado de estrellas formaban un paisaje grandioso. Intuí que Joe permanecía callado para que percibiera las maravillas que nos ha concedido y en las que normalmente no reparamos.

Me dejó ante la puerta de mi casa poco antes de medianoche. Mientras me recordaba que habíamos acordado ir a la playa al día siguiente, depositó un beso en su dedo y lo colocó con suma delicadeza sobre mis labios. Antes de que yo hubiera traspasado el umbral de la puerta, ya se había alejado.

Eché un vistazo al despertador y me sobresalté al observar que ya eran las once de la mañana. Me levanté de un brinco de la cama y me dirigí hacia la ducha, maldiciendo mi excesiva somnolencia a causa de la diferencia horaria. Debía apresurarme si quería tomar una taza de café antes de que Joe me recogiera a las doce.

El rugido inconfundible de la Harley penetró por la ventana de la cocina cuando daban las doce.

—¿Siempre eres tan puntual? —exclamé asomándome. Él se limitó a reír y a dar más gas a la moto para apremiarme.

Metí dos toallas de playa en mi capazo y crucé la puerta. Subí detrás de él, cogí el casco que me pasó y me lo ajusté, aunque no entendía por qué debía llevarlo estando Joe al mando de todo.

—Da buen ejemplo —dijo volviéndose hacia mí.

Le dediqué una sonrisa y até mi capazo en la barra del asiento.

—¿Tienes hambre? —vociferó por encima del estruendo de la moto.

—¡Estoy desmayada! —respondí a voz en cuello.

—Bien. Conozco un sitio estupendo para comer; luego iremos a la playa. Supongo que llevas puesto el bañador —bramó—. ¡El agua está divina!

—Bueno, báñate tú, si quieres —repuse—. Yo no estoy dispuesta a congelarme en ese charco de agua fría.

—Ya veremos —se limitó a replicar, apretando el embrague. Nuestras cabezas se inclinaron hacia atrás con el cambio de marcha y nos sumergimos a toda velocidad en el radiante día estival.

Hicimos un alto en uno de mis restaurantes favoritos, situado cerca de Marina del Rey, y almorzamos en el patio, bromeando y riendo a ratos, o enfrascados en conversaciones profundas. Finalmente nos dirigimos hacia la playa, donde llegamos a tiempo de ver las barcas de pesca regresar con las capturas del día. Paseamos largo rato por la arena, contemplando las embarcaciones que volvían, parándonos en ocasiones a charlar con los pescadores, que nos mostraron las piezas que habían conseguido. ¿Quién iba a pensar que los pescadores eran tan afables? Todos parecían sentirse muy a gusto con Joe, a pesar de que era un completo desconocido para ellos.

Caía la tarde cuando extendí las toallas sobre la arena para sentarnos en ellas. La playa estaba casi vacía, sólo quedaban unas pocas personas entusiastas del bronceado que intentaban absorber hasta el último rayo ultravioleta antes de que el sol se ocultara en el horizonte.

Permanecimos unos minutos callados, observando el vuelo de las gaviotas y el movimiento de las olas. El sol comenzaba a adquirir ese brillo anaranjado de la caída del día, sumiendo el lugar en un resplandor mágico. Me invadió un agradable sentimiento de satisfacción.

—Me alegra verte tan relajada —afirmó Joe, dándome una palmada en la rodilla.

—Y a mí me alegra observar que eres la clase de tío que puede limitarse a estar sentado en la playa —repliqué ásperamente—, sin sentir la necesidad de correr tras una pelota de fútbol o lanzar un disco.

El comentario le produjo risa, una risa tierna y abierta que sonaba mejor que cualquier música que haya escuchado. Era incapaz de apartar la vista de Joe, cuyas gafas oscuras reflejaban mi rostro contemplándole. Dios mío, era tan hermoso y perfecto.

—No creas, también tengo defectos —me advirtió, leyéndome una vez más el pensamiento.

—¿Qué defectos? Muéstrame siquiera uno —le desafié con vehemencia.

Me miró divertido, y de pronto su voz adquirió un tono sombrío.

—No pensaste lo mismo la primera vez que me viste —recordó con cierto retintín—. Si no me falla la memoria, pensaste que necesitaba un poco de ejercicio y moldear mi cuerpo para convertirlo en una obra de arte.

—Entonces no te conocía realmente —protesté, aunque de hecho tenía toda la razón. ¿Cómo podía haber sido tan cegata, tan superficial?

Alzó la vista hacia el horizonte o incluso más allá. Advertí que la marea comenzaba a subir y que nos hallábamos demasiado cerca de la orilla, y él aún no había hecho ademán de quitarse sus omnipresentes zapatillas de deporte o arremangarse los tejanos.

—Creí entender que querías bañarte —dije, pensando que sería una pena que se le mojaran las caras Nike. No habló, pero en sus labios se dibujó una leve sonrisa.

El agua del océano lamió sus pies. Me pareció lógico; si yo fuera ola también lo haría. Ese hombre no sólo resultaba atractivo y encantador, sino que además era mucho más complejo que cualquiera de los individuos que hasta entonces había conocido. Y eso que creía conocer a los hombres, sobre todo por mi trabajo. Joe era, ¿cómo definirlo?, «especial».

—Oye, Heather, debo decirte algo —me previno, volviendo hacia mí su curtido rostro, que el sol bañaba en su suave luz anaranjada.

—No, por favor, no me digas que eres gay —repuse, suspirando con los ojos cerrados al tiempo que me rodeaba con los brazos.

Lo oí reír, y no podría describir el alivio que sentí. Bueno, ya sé que Dios no debería inspirarme deseos carnales, pero me temo que todavía no he evolucionado lo suficiente. Además, sospecho que concebía esas fantasías sexuales precisamente porque sabía que me hallaba a salvo. Era consciente de que Joe nunca permitiría que nada de eso sucediera entre nosotros, y ahí residía parte del encanto, supongo. Joe era el único hombre con quien había pasado tanto tiempo sin que hubiera intentado ponerme las manos encima. Siempre ocurre lo mismo: anhelamos lo que sabemos que no podemos conseguir. No falla.

De pronto tuve una revelación crucial: en realidad nada de eso importaba. Joe era más hombre que ninguno de los tipos que había conocido, fuera gay, normal, bisexual, o aunque alguien hubiera hecho de él un hombracho a lo John Wayne. No me importaba. Joe representaba la esencia masculina, y me gustaba como era; con eso me bastaba.

Joe se incorporó y se quitó la camiseta de esa manera tan viril, cruzando los brazos por detrás de la cabeza y tirando de la tela con un movimiento suave. La arrojó sobre la arena y permaneció sentado. Como supuse que no se bañaría con los tejanos y las zapatillas puestos, esperé a que se los quitara, pero parecía sentirse intimidado.

—¿Qué, Joe? —murmuré—. ¿Qué tenías que decirme?

—Me temo que te impresionará —anunció mirándome a los ojos.

—¡Venga, pues! —le urgí—. El suspense me está matando.

Se produjo un largo silencio. Decidí no insistir más. Si de verdad quería compartir su secreto conmigo, no tendría más remedio que coger al toro por los cuernos, pues yo no estaba dispuesta a sonsacarle. En su lugar, desvié la vista hacia la última barca que regresaba a la playa, seguida de una ruidosa estela de gaviotas que graznaban y luchaban entre sí, anunciando la llegada.

—Perdí una pierna en un accidente de barco hace diez años —confesó apesadumbrado.

La revelación despertó mi interés.

—No quería decírtelo así, de sopetón —añadió, con la mirada clavada en el sol, ahora vestido de lentejuelas doradas—. Siempre que lo explico, la gente se compadece de mí. Y a partir de ese momento, cada vez que me ven piensan en mi desgracia.

—Pero tú eres Dios —repuse—, puedes arreglarlo.

—Incumpliría las reglas —se limitó a decir, y comprendí que no quería hablar más de ello.

No pronuncié palabra porque tenía la vista clavada en sus largas piernas extendidas en la arena húmeda. Eso explicaba por qué no se había quitado las zapatillas de deporte a pesar de lo cerca que nos hallábamos del agua. Me quedé de piedra.

No acostumbro a sonrojarme fácilmente, pero tal vez por primera vez en mi vida me sentí un poco avergonzada. Lo miré con timidez a los ojos y me senté más cerca, a su izquierda. Posé la mano sobre su rodilla y palpé una superficie dura bajo la pernera del pantalón.

No quería dejar de sostenerle la mirada, pero tampoco estaba dispuesta a quedarme quieta como una lela. Recorrí la pierna hasta el pie, desaté el cordón blanco y, sin apartar la vista de sus ojos, le quité con delicadeza la zapatilla y el suave calcetín de lana. Sólo entonces desvié la mirada hacia lo que ahora era su pie.

Se trataba de una pieza de plástico de color carne que no resultaba ni grotesca ni repulsiva.

—Quiero verla entera —anuncié armándome de un valor repentino—. ¿Llevas puesto el bañador, verdad? —pregunté—. Pues ¿a qué esperas? ¡Vamos a bañarnos!

En sus ojos centelleó una chispa de duda que enseguida desapareció. De inmediato se quitó los tejanos mientras yo me desprendía de los pantalones cortos y la camiseta. Nos quedamos sentados, yo con el bañador verde botella y él con unas bermudas de color aguamarina. No pude evitar posar la vista en la prótesis que empezaba en la rodilla y a duras penas imitaba la calidez y la vida de un miembro.

Apoyé la mano en el plástico frío e inerte y me sorprendí cuando acto seguido le pedí en un susurro:

—Quítatela.

Me miró de hito en hito.

—¿De verdad quieres?

—Hazlo —ordené con un tono semejante al que emplean los hombres que contemplan mi número en el club.

—Heather, ¿estás segura de que quieres verlo? No me gustaría causarte asco.

—Forma parte de ti —afirmé con vehemencia—. Quiero conocerlo todo de ti.

—Verlo no resulta agradable, te lo advierto.

Desplazó con lentitud la mano hacia el borde del aparato sin apartar la vista de mi rostro, atento al más ligero asomo de repulsión. Estaba segura de que si llegaba a detectarlo, se detendría en el acto. Con un movimiento rápido tiró de la prótesis y la depositó a su lado en la arena, dejando al descubierto una rodilla de apariencia normal seguida de una espinilla rematada por un muñón suave y blando de forma cónica que encajaba perfectamente en la pierna artificial que acababa de quitarse. No había nada de repulsivo en ello. Formaba parte de Joe, y yo le amaba. No era muy distinto de mirar mi propio codo cuando lo mantengo doblado con la mano apoyada en el hombro.

Las gaviotas chillaban mientras volaban en círculo por encima de nosotros. El sol se hundió rápidamente en el horizonte, y el cielo vespertino se tiñó de un rosado tenue. En silencio examiné la antigua herida de Joe, emocionada por el hecho de que hubiera accedido a mostrarme su punto vulnerable. No recordaba que ningún hombre me hubiera revelado jamás lo que en su día le había hecho sufrir.

Observé unas líneas longitudinales que sobresalían en su piel y recorrían la circunferencia de la amputación.

—Son las cicatrices de las operaciones a que me sometieron para conseguir que la prótesis encajara mejor. Los cirujanos las llaman «ajustes de muñón».

Me horrorizó la frialdad del término.

—Con todos los tecnicismos que gustan de usar los científicos, cabría esperar que hubieran encontrado una expresión mejor que «ajustes de muñón» para designar eso —observé—, algo menos arcaico, ya me entiendes.

—¿Como qué? —Se echó a reír.

—No lo sé —reconocí pensativa—, pero tiene que haber un modo más poético de describirlo.

—Sí, claro, la próxima vez que acudas a un cirujano que se dedique además a escribir poesía, no dudes en informarme —bromeó y de nuevo prorrumpió en carcajadas.

Me complació que riera de ello, y sólo deseaba reconfortarle, estrecharle entre mis brazos y decirle lo mucho que lo sentía. ¿Cómo era posible que una persona tan inflexible y superficial como yo hubiera experimentado un cambio de personalidad tan radical? Quiero decir que siempre me he mantenido firme en mi decisión de no aceptar hombres que no alcanzaran la perfección física ni sentir compasión por ninguno de ellos. Y ahí estaba yo, enamorada de un cojo. Pero ¿qué estaba ocurriendo?

Al ver que Joe empezaba a colocarse la prótesis, me apresuré a apartarle la mano.

—No, todavía no —dije.

No sé muy bien qué me sucedió, pero un sentimiento desconocido para mí emergió de las profundidades de mi corazón, y cogí el muñón entre las manos para observar detenidamente las viejas cicatrices. No experimentaba compasión o pena, sino un sentimiento de identificación con el dolor que había soportado y de reconocimiento por la valentía que había mostrado al permitirme entrar en su intimidad de esa manera. Me llevé dos dedos a los labios, deposité en ellos un tierno beso y los posé en el extremo del muñón. Joe emitió un sonido que parecía proceder de lo más profundo del alma y que yo no supe interpretar.

Cuando alcé la vista, sus ojos centelleaban con lágrimas, y me conmovió que el mismísimo Dios se hubiera emocionado por un gesto tan simple.

—Tu gesto no ha sido simple en absoluto —musitó turbado—. El amor que has demostrado es el que siempre he predicado. Sólo un amor como este salvará al mundo.

No supe qué decir. Me resultaba increíble que Dios aprobara todos mis actos y, por expresarlo llanamente, no sabía cómo tomármelo.

—¿Por qué no nos damos un baño? —sugerí, totalmente desconcertada.

Joe me miró con afecto y volvió a colocarse la prótesis.

—Necesito que, una vez en el agua, me ayudes y la envuelvas en la toalla, ¿de acuerdo? —Y meneando la cabeza agregó—: Nunca me baño con esto puesto.

—Como quieras —exclamé antes de echar a correr para sumergirme en el salitre iridiscente del océano.

Joe permaneció unos instantes en la orilla contemplándome mientras las olas me arrastraban hasta sus pies. Hacía años que no me bañaba en el océano y había olvidado lo agradable que resultaba. Me incorporé y salvé los escasos metros que me separaban de las toallas en el momento en que una señora de mediana edad pasaba por delante de Joe y le sonreía.

—¡Tírala aquí! —urgí sin pensarlo.

Una expresión traviesa surgió en el rostro de Joe, que, agachándose, se quitó la pierna artificial y la lanzó por delante de la sorprendida señora. Conseguí cogerla al vuelo con firmeza y la envolví respetuosamente en la toalla, que a continuación deposité al borde del agua.

Joe me esperaba haciendo equilibrio sobre una pierna. Aunque supongo que habría podido adentrarse en el océano sin mi ayuda, me alegré de que me hubiera esperado.

Caminé hacia él y pronuncié estas palabras, quizá por primera vez en la vida:

—Yo te ayudo, apóyate en mí.