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Tan pronto como entré en el aparcamiento y franqueé la puerta posterior tuve la sensación de no haber abandonado nunca ese antro. Supongo que siempre es un palo regresar al trabajo, pero esta vez me resultaba aún más duro que de costumbre, sobre todo porque me negaba a admitir que una simple semana de diversión veraniega en la costa de Jersey hubiese bastado para abrir una pequeña brecha en mi ánimo. Esto no significa que deseara volver a mi anterior estilo de vida, de empleo sin porvenir como camarera del Vinnie’s Diner y de salidas con el hatajo de perdedores reciclados de siempre. Sin embargo, durante la semana anterior no me había preocupado en absoluto de gustar a nadie más que a mí misma, y me deprimía saber que eso había acabado. Lo único que me ayudaba a soportar mi regreso era la certidumbre de que Joe se hallaba ahí, y cada rato que pasaba junto a él era como otras minivacaciones.

Era consciente de que, en cuanto pisara el escenario esa noche, tendría que reanudar el proceso de disociar la mente del cuerpo y consagrarme por entero a la tarea de entretener al público. En realidad no me molesta tener que vestirme con ropa sexy y exhibir mi cuerpo sobre un escenario mientras a los tíos se les cae la baba mirándome. Las normas de la casa establecen que tienen derecho a mirar tanto como quieran, pero les está prohibido tocar, lo que en cierto modo resulta una situación ideal. De esta manera únicamente mi ego sale algo salpicado, y eso no me importa demasiado, aunque algunas noches no estoy dispuesta a consentir la más mínima rozadura a mi ego. Sería bonito contar con una alternativa, pues por mucho que Joe hubiera afirmado que la elección estaba en mis manos, me temo que ignora por completo lo que cuesta sobrevivir en este planeta.

Pero no me malinterpretéis. Considero que nos pagan muy bien por exhibirnos medio desnudas en ese ambiente brumoso, de luz tenue y bien protegido, por no mencionar las propinas que suelen embutirnos en las ligas de las medias. Claro está que algunas reciben mejores propinas que otras, en función de lo buenas que estemos y de lo provocativas que resulten las fantasías que les vendemos. No me gusta alardear de nada, pero todos saben que una noche saqué lo suficiente para abonar un mes de la hipoteca y una letra del coche.

Además, si los clientes quieren una actuación «especial» han de soltar doce talegos extra. Entonces bajo del escenario (o el «escaparate» como lo llamamos las de la profesión) y ejecuto un número lento y sensual sobre su mesa para que me vean de cerca y contemplen la perfección de mi cuerpo. No todas las chicas pueden exigir tanto, pero como soy la más solicitada, Nick, el propietario, dice que eso va bien para el negocio. Además, comparte el extra conmigo.

Conseguir que los hombres se creen una fantasía es la clave de mi profesión. Aun así, siempre me asombra la cantidad de clientes que, siendo inteligentes, hombres de negocios boyantes en el mundo real, se dejan llevar por ese camino de rosas cuando empezamos a estimular su fantasía desde el escenario. Debemos dar gracias a Dios por la testosterona. Y si a eso se le suma el alcohol, el resultado es fácilmente imaginable… y rentable.

Así pues, ya estaba de vuelta, en el camerino del club, la primera noche después de las vacaciones, tratando de elegir un atuendo que consiguiera levantarme el ánimo. Incapaz de decidirme, opté por maquillarme primero bajo la insoportable luz de los focos que enmarcaban los espejos de nuestro cutre y minúsculo vestuario. Sólo un sádico podía haber concebido una iluminación como esa, probablemente el mismo tipo que diseñó la de los probadores de la mayoría de grandes almacenes.

Así pues, examiné y corregí con el maquillaje cada pequeña irregularidad de mi rostro con la esperanza de que mi aspecto final me inspirase para una actuación creativa y seductora. De hecho, mi personaje de Heather Harley siempre es el más aplaudido. Funciona muy bien con los tipos ricachones, conservadores de pacotilla. Debe de ser cierto eso que se dice de que la libertad absoluta de conducir a toda velocidad en una buena carretera despierta el lado salvaje e indómito que hay en ellos y que ansían dominar.

Revolví en el cajón donde guardo los complementos hasta encontrar lo que buscaba. Cogí un pendiente alargado que representa las alas plateadas del logotipo de Harley-Davidson y me lo coloqué en la oreja izquierda; en la otra llevaba una sencilla circonita cúbica. Me puse una larga peluca negra tras recogerme el cabello con un broche en forma de hoja de cuchillo plateada, cuidando de dejar que unos mechones cayeran provocativos por la nuca. Perfecto.

Regresé al armario y por fin escogí un modelito que debo reconocer resultaba atrevido. Empecé por ponerme un tanga de piel y cadenas, elementos sobre los cuales construí el conjunto. A continuación me enfundé un liguero negro de piel y encaje y unas medias con costuras. Cubrí mis sinuosas caderas con una minifalda ceñida de piel negra y me calcé un par de zapatos de tacón de aguja de diez centímetros con tiras en los tobillos unidas por unas pequeñas alas plateadas de Harley-Davidson. ¡Vaya si estaba sexy!

Examiné mi aspecto en el espejo de cuerpo entero y tuve que admitir que había recorrido un largo camino desde mis tiempos de alumna en una escuela católica. Pensar en aquellos años de represión, tanto en el colegio como en casa, me produjo escalofríos. Me crie entre el alcohol y la locura de mi familia y el terror que me producía un hatajo de monjas perturbadas, lo que, cuando menos, convirtió mi infancia en una pesadilla. ¿Es de extrañar, pues, que no tuviera grandes aspiraciones en la vida? Como máximo, llegué a ambicionar casarme y tener hijos. Lo más curioso era que cuando pensaba en cómo le había ido a mi madre, no alcanzaba a entender por qué pretendía encauzar a sus hijas hacia las mismas desgracias.

Recordé un día de mi infeliz niñez, cuando rondaba los siete años. Tras salir de la escuela entré dando brincos en casa por la puerta trasera y exclamé: «Hola, mamá, ya estoy en casa.» De inmediato me hicieron callar porque mi padre estaba durmiendo. «Durmiéndola» sería más apropiado, pero por aquel entonces ya había descubierto que no se podía llamar a las cosas por su nombre. En cambio mi hermano Danny no se mordía la lengua cuando mi padre regresaba a casa de madrugada, tambaleándose, vomitando en las paredes y despertando a toda la familia. Por lo general se limitaba a insultar, a gritar a nuestra madre, lanzándole improperios terribles que yo me guardaba mucho de repetir. En algunas ocasiones, en las peores noches, encendía todas las luces y nos sacaba de la cama para que le saludáramos puesto que él era «el rey del castillo».

Pronto aprendí que era mejor seguirle la corriente que desafiarle como a menudo hacía mi hermano mayor, Danny. Una noche contemplé horrorizada como mi hermano y mi padre se las tenían mientras mi madre se agazapaba en un rincón con mi hermana, chillando y suplicándoles que pararan.

Por lo que a mí respecta, nunca recibí la ira de mi padre, probablemente porque era la más pequeña, de modo que no tenía necesidad de esconderme como los demás. Y no es que no le temiera, sino que mi odio podía más que mi miedo. Por muy asustada que estuviera, nunca me permití llorar en su presencia. Danny aseguró en cierta ocasión que quien consiente que alguien le haga llorar puede acabar convertido en su esclavo, y yo no deseaba ser la esclava del corpulento y apestoso hombre que me aterraba por las noches.

Representaba un misterio para mí que jamás se comentara nada de lo ocurrido a la mañana siguiente, durante el desayuno. Nadie se atrevía a sacar el tema. Mi madre se apresuraba a recordarnos que todos los hogares tenían sus problemas y sus secretos, y que no por eso había que hablar de ellos, y mucho menos contárselos a alguien ajeno a la familia. Afirmaba que lo mejor era hacer ver que no había sucedido nada, sobre todo cuando mi padre se levantaba resacoso e irritable al día siguiente.

Me asombraba nuestro empeño por ignorar el terror de la noche anterior; ahora comprendo que ese era el único modo de que pudiéramos soportarlo. Tal vez conseguí, como los demás, hacer caso omiso de aquellas broncas, pero nunca las olvidé y ni siquiera intenté convencerme de que no habían ocurrido.

Recuerdo que a veces me moría de sueño en la escuela después de haber pasado la noche en vela presenciando una de esas violentas escenas. Sor Mary Margaret me obligaba a permanecer de pie al fondo de la clase todo el día a fin de evitar que me durmiera y luego me mandaba a casa con una nota, que mi madre debía firmar, para informar de que yo era indisciplinada y que, como castigo, debería prohibirme mirar la tele.

Eso sucedió el año en que Danny estudiaba en el instituto y mi madre no dejaba de rellenar solicitudes para que le admitieran en la universidad. Cuando le pregunté por qué no se encargaba él de eso, contestó que si se lo pedía lo haría de cualquier manera ya que no le interesaba en absoluto.

Naturalmente, le pregunté por qué tenía Danny que matricularse si no quería, y respondió que los chicos deben ir a la universidad porque han de ocuparse de «mantener a la familia»; no lo entendí. Fuera lo que fuera, le planteé si un día yo también podría ir a la universidad, y, sonriendo, mi madre afirmó que las muchachas sólo deben preocuparse por estar guapas y casarse con un joven que haya ido a la universidad. Habría seguido conversando con ella de no haber oído a mi padre salir del dormitorio arremetiendo contra todo y quejándose porque la cena aún no estaba lista.

Sabía muy bien el jaleo que se armaría acto seguido y también conocía la manera de ahorrármelo. Así pues, corrí a mi habitación, me eché en la cama cubriéndome la cabeza con la almohada y comencé a entonar mis canciones favoritas lo más fuerte que pude para ahogar los insultos, las acusaciones y las palabras desagradables. Tal vez nunca estudiaría en la universidad, pero decidí que nunca sería la esclava, la esposa, o como se quiera llamarlo, de un hombre. Jamás en la vida.

Y ahora estaba ensimismada ante el espejo del vestidor de un local de striptease. Ya era una mujer adulta y no tenía que rendir cuentas a nadie, tal como había determinado. De acuerdo, tal vez hacer striptease no es la profesión más respetable del mundo, pero para mí representaba una considerable mejora respecto al mundo de donde vengo. Quién sabía si un día me iría mejor, pero de momento era mi propio jefe.

El curso de mis pensamientos fue interrumpido por Anthony, quien se supone actúa de presentador y que siempre entra en los camerinos sin avisar para comprobar el aspecto de las bailarinas antes de salir a escena. Permaneció en el umbral y soltó un largo silbido al verme.

—No me vengas con piropos, Anthony —espeté secamente, enfadada por su irrupción—. Ser hijo del dueño sólo te da derecho a mirar sin tener que pagar —continué, evitando su mirada devoradora y volviéndome hacia el espejo para echar una última ojeada a mi aspecto—. Di a los chicos que Heather Harley está de nuevo en la ciudad —añadí mientras cogía una cazadora negra de piel del perchero y se la pasaba por delante de la cara.

Al cabo de unos minutos oí sonar Leader of the Pack, la música que anunciaba mi actuación, y a Anthony presentar mi número. Salí contoneándome al escenario e intenté divertirme examinando al público masculino tan detenidamente como ellos me observaban a mí.

Como de costumbre, la iluminación era, en el mejor de los casos, tenebrosa, y la música sonaba demasiado alta para inspirarme cualquier clase de expresión artística. Por enésima vez tendría que fingirla. Alcé un brazo para apoyar la mano en el falso techo, lo que a las bailarinas nos permite pasear de forma seductora por el «escaparate» sin perder el equilibrio. Di unos pasos por la pasarela sin enseñar nada, echando sólo unas migas para despertar la imaginación a los tíos. Carly Simón tiene razón; sólo se trata de insinuar. Observé el patetismo y la avidez en sus rostros mientras regresaba al punto de partida, donde empezaría a desnudarme lentamente, prolongando el tormento.

En el instante en que arrojaba la cazadora de piel a una mesa cercana y empezaba a desabrocharme la minifalda por un lado, reparé en una cara nueva en la sala llena de habituales. Estaba sentado solo en un rincón, ante una mesa con varios vasos vacíos, y por un instante me inspiró cierta compasión, no sé bien por qué. ¿Qué me ocurría últimamente? Quizá se debía a que parecía fuera de lugar en ese local, pues tenía un aspecto demasiado cuidado, demasiado respetable.

La compasión desapareció enseguida al verle tomar otro lingotazo, y me vino a la memoria el dolor que los hombres alcohólicos me habían causado. No, gracias. De modo que me concentré en mi actuación, ejecutando algunos de mis mejores movimientos, incluido el descarado «golpe de cadera», al tiempo que me quitaba los guantes negros de piel que me había enfundado justo antes de salir a escena. No sé si fue porque antes había rememorado todos esos recuerdos de infancia, pero el caso es que tuve la impresión de estar realizando uno de mis mejores trabajos artísticos.

Acabé mi número con más pasión de la que había sentido en años, y he de decir que mis ligas estaban tan repletas de billetes que me sentía incómoda. En cierta manera, resultaba un tanto embarazoso que mis admiradores vieran la cantidad de dinero que estaba ganando simplemente por venderles una fantasía, y consideré que debía saludar y apresurarme a esconder las ganancias en algún lugar seguro tras el escenario antes de timarles a todos con otro asalto.

Así lo hice. Sonreí, mostrando una dentadura perfectamente empastada de dos mil dólares, e hice un guiño fingiendo el grado de intimidad necesario para que cada uno de los presentes pudiera creer que iba dirigido a él. Aprendí este truco de una corista vieja y triste que vino una noche y me comentó que pasaba de los hombres y que las mujeres eran mucho más dignas de amistad y amor. Tuve que darle la razón intelectualmente, aunque sabía que en el aspecto carnal nunca dejaría de considerar a los hombres como el único sexo que me provoca cierta atracción.

Cuando acabé con las reverencias me esfumé para contar el fajo de billetes. Y eso estaba haciendo, sentada ante mi tocador, cuando Anthony dio unos golpecitos e irrumpió en mi camerino, como de costumbre, sin esperar a que lo invitara a entrar.

—Si alguna vez te preguntas por qué las mujeres no te encuentran atractivo —espeté sin levantar la vista de mi botín—, piensa que tal vez es porque tienes los modales de un orangután en celo.

—¡Has estado fenomenal, Heather! —exclamó Anthony, ignorando por completo mi insulto—. Ahí fuera hay, por lo menos, un millón de tíos esperando tu próximo número. ¡Vamos a arrasar, nena!

Oír a Anthony llamarme «nena» bastaba para hacerme vomitar la miserable cena que había tomado, pero era consciente de que necesitaba las calorías para resistir la siguiente actuación. Nunca he logrado digerir que, mientras yo realizaba todo el trabajo, Anthony y su padre, sin mover un dedo, ganaran tanto dinero como yo. ¿Cómo es posible que los hombres hayan encontrado el modo de sacar provecho de algo que sólo una mujer guapa puede ofrecer? ¡Que alguien me lo explique!

—A propósito —observó Anthony despreocupadamente—, hay un tipo que me ha pagado doce talegos por visitarte en el camerino; te aviso para que no te sorprendas cuando venga.

—Lárgate de aquí, Anthony —gruñí—. ¿Quién te ha dado permiso para vender mi tiempo? Más vale que me entregues esos doce, ¿te enteras?

Dicho esto, aparté la silla ruidosamente al tiempo que me levantaba, empujé a Anthony fuera del camerino y con gesto teatral eché la llave de la vieja quincalla que teníamos por cerrojo. Había empezado a retocarme el maquillaje cuando oí el inconfundible y molesto ruido de los nudillos de Anthony al golpear de nuevo. Dejé escapar un profundo suspiro, me pregunté qué querría esta vez y avancé hacia la puerta en plan amenazador.

—¡Como vuelvas a interrumpirme, te arreo dos bofetadas! —exclamé enfurecida al tiempo que abría la puerta de par en par. De pronto me topé con una camiseta de color negro algo descolorido. De inmediato mi vista ascendió en busca de la cabeza, recorriendo cada detalle en el camino hacia un rostro que me era familiar y querido.

—Joe —musité con voz quebrada—, ¿qué haces aquí? —añadí, intentando recuperarme de la sorpresa.

—¿Me voy? —inquirió sonriente al advertir mi repentina timidez—. No sé por qué te avergüenza que te vea aquí —prosiguió—. Al fin y al cabo es tu trabajo.

Tenía razón, claro, pero por algún motivo me sentí muy incómoda, algo nada frecuente en mí. En fin, por supuesto que no me avergüenzo de mi profesión, pero habría preferido que Joe no me viera en esas circunstancias. En cierto modo, me sentía casi como una pecadora vestida de aquella manera.

—¿Sabes?, tenemos que hablar en serio sobre el tema del pecado —afirmó con tono tranquilizador—. No me culpes por todo ese rollo que alguien escribió en el catecismo —aclaró tras una risita divertida.

Su risa tenía una cadencia musical que me recordó las notas más profundas del xilófono de mi infancia. Por extraño que parezca, la música machacona de la orquesta y el estrépito de los platos en la cocina quedaron apagados por el sonido melódico y apacible de su risa. Todo pareció discurrir a cámara lenta cuando contemplé la sonrisa en sus labios y sus risueños ojos; por un momento quedé prendada de su encanto. Esos ojos castaños me envolvían en una dulce calidez, como el sol en un atardecer estival, y una vez más fundían la helada tundra de mi corazón.

—Me gusta que disfrutes de tu sensualidad, Heather —reconoció con franqueza—. No debe inquietarte que yo te vea exhibirla.

—¿No? —pregunté un tanto sorprendida.

—Claro que no —concedió sonriendo—. Te la di para que la disfrutaras. Es mi regalo.

Supuse que habría un «pero», y no me equivocaba.

—Pero tu sensualidad —prosiguió— es sólo uno de los dones de que dispones. Me gustaría que también desarrollaras los otros. Estoy seguro de que te harán disfrutar.

—Debo reconocer que tengo bastantes habilidades —admití—, pero esta es la mejor pagada.

—No sospechas las grandes cosas que puedes hacer —afirmó sonriendo de nuevo—. ¿Qué te parece si salimos un rato? Podemos dar una vuelta, si te apetece —propuso, cambiando repentinamente de tema—. He venido en la Harley, y creo que ya estás preparada para subir a ella —agregó, refiriéndose a mi traje de chica Harley.

—Sí, claro —respondí, saliendo de mi arrobamiento—. Es una buena idea. Espera un momento a que me refresque y avise a Anthony que no volveré para la siguiente actuación. —Aún intentaba recomponerme frente al sobrenatural encanto de Joe, y el mejor método que conocía para regresar al presente consistía en concentrarme en los detalles—. Además, él y su padre ya han ganado una fortuna gracias a mí esta noche —añadí.

En sus labios se dibujó una sonrisa misteriosa cuyo significado no acerté a entender.

—Nos vemos en el aparcamiento —dijo girando sobre sus talones para desaparecer por la puerta.