CAPÍTULO XIII

 

Algunos minutos después, el inspector Felton y sus hombres montaban en sus coches y se marchaban, para volver al día siguiente, al amanecer, y emprender la búsqueda de Elizabeth Holmes y William Daly.

Una búsqueda que debía dar sus frutos antes de que anocheciera, porque si no...

El inspector Felton había sugerido a Buck Nolan y Cynthia Keith que regresaran a Londres con ellos, pero el escritor y la periodista prefirieron quedarse en la casa, manifestando que, habiendo ristras de ajos y crucifijos en la puerta y en las ventanas, no corrían ningún peligro.

Felton los llamó valientes a los dos y no insistió.

Tan pronto como los coches de los policías se perdieron de vista, Buck Nolan cerró la puerta y él y Cynthia Keith regresaron a su habitación, deliciosamente caldeada ya por el fuego de la chimenea.

—Ahora sí que se está bien aquí, Buck —dijo la periodista.

—Antes también estábamos bien, pero nos interrumpieron —respondió el escritor.

Cynthia rio.

—Yo me refiero a la temperatura, tonto.

—Y yo a lo otro, que es mucho más interesante —repuso

Buck, abarcándola por la cintura, atrayéndola hacia sí, y besándola fogosamente en los labios.

Así se reanudó lo que antes se vieron obligados a interrumpir.

Tan sólo cinco minutos después, yacían los dos en la cama, totalmente desnudos.

Besos...

Abrazos...

Caricias...

Algún que otro mordisquito...

Y, finalmente, la unión sexual, con la que gozaron los dos extraordinariamente, durmiéndose después el uno en brazos del otro, plenamente satisfechos.

 

* * *

 

Todavía faltaban unos minutos para las cinco, cuando Buck Nolan despertó a Cynthia Keith.

Como lo hizo con tiernos besos y dulces caricias, la periodista preguntó:

—¿Te apetece hacer nuevamente el amor, cariño?

—Sí, pero no tenemos tiempo.

—¿Qué hora es?

—Casi las cinco. El inspector Felton y sus hombres no tardarán en llegar, y debemos estar a punto.

—Sí, tienes razón. Es una lástima, pero el deber es antes que el placer.

—¿También a ti te apetecía repetir lo de anoche?

—¡Claro! Fue realmente maravilloso, Buck.

—Tú sí que eres maravillosa —repuso el escritor, y la besó en los labios.

Sin recrearse demasiado, porque no quedaba tiempo para ello.

Tras el beso, saltaron los dos de la cama y empezaron a vestirse, abandonando la habitación poco después.

El desayuno fue muy ligero: café y tostadas con mermelada.

Estaban apurándolo, cuando llegaron el inspector Felton y sus hombres.

Felton, en esta ocasión, llegó acompañado de una docena de detectives.

Y, si iba pasando el tiempo, y no lograban encontrar a Elizabeth Holmes y William Daly, haría venir más hombres.

Todos los que fuesen necesarios.

Tenían que hallar a la pareja de vampiros antes de que llegase la noche, costase lo que costase.

Buck Nolan y Cynthia Keith se pusieron a las órdenes del inspector Felton, después de enfundarse la periodista su chaquetón de piel y el escritor una cazadora de cuero negra.

Felton distribuyó a su gente por parejas y él se unió a la formada por Buck y Cynthia.

Armados todos con estacas y martillos, se dispersaron, tomando cada pareja una dirección distinta, aunque continuamente estarían en contacto por medio de los transmisores.

Dio comienzo la batida a la región.

Parecía una cacería.

Y, en cierto modo, lo era.

Una cacería de vampiros.

Si un par de días antes le hubiera dicho alguien al inspector Felton que él iba a organizar y dirigir una cacería de vampiros, se hubiese mondado de risa.

Ahora, sin embargo, ni siquiera sonreía.

La cosa era demasiado seria.

 

* * *

 

Llevaban ya más de tres horas batiendo los alrededores de Layton, registrando cada cueva, cada casa abandonada, cada posible escondite, pero todavía no habían dado con Elizabeth Holmes y William Daly.

El inspector Felton, que empezaba a ponerse nervioso, consciente de su responsabilidad, ordenó ampliar la zona de la batida y se prometió a sí mismo que, si en las próximas tres horas no daban con la pareja de vampiros, llamaría a dos docenas más de hombres.

Estaba a punto de cumplirse la sexta hora de batida, cuando el inspector Felton, Buck Nolan y Cynthia Keith descubrieron un viejo molino.

Caminaron los tres hacia él.

La periodista de La Gaceta Londinense no quiso decir nada, pero un sexto sentido parecía advertirle que Elizabeth Holmes y William Daly se escondían allí, en aquel viejo y solitario molino, y eso la hizo palidecer.

Buck Nolan, dándose cuenta de ello, la tomó del brazo y preguntó:

—¿Te ocurre algo, Cynthia?

—No, nada.

—Te has puesto pálida.

—¿De veras?

El inspector Felton observó a la muchacha.

—Sí, es cierto. Está usted pálida, Cynthia. ¿No se siente bien?

—Un poco cansada, sólo eso —respondió ella.

—Esto es muy duro para usted, lo comprendo.

Cynthia forzó una sonrisa.

—No se preocupe, inspector. Estoy bien.

—Entremos en este viejo molino, pues.

Felton, Nolan y Cynthia penetraron en el molino y empezaron a registrarlo. Al fondo, descubrieron una especie de trampilla, que el miembro de Scotland Yard se encargó de levantar, procurando causar el menor ruido posible.

Quedó visible una corta escalera de madera.

—Bajemos —indicó Felton, a media voz, como si también él intuyera que por fin habían dado con el escondrijo de la pareja de vampiros.

Fue el primero en descender a aquella especie de cueva que el viejo molino tenía bajo su suelo, perfectamente disimulada.

La oscuridad allí abajo, de no ser porque la trampilla estaba levantada, hubiese sido absoluta.

Buck Nolan fue el segundo en bajar a la cueva.

Finalmente, lo hizo Cynthia Keith.

Felton y Nolan tenían los ojos fijos en el bulto blanco que se vislumbraba al fondo de la cueva.

Podía ser el camisón de Elizabeth Holmes.

Cautelosamente, el inspector de Scotland Yard, el escritor y la periodista, se adentraron en la cueva, cuyo suelo estaba cubierto de paja, húmeda, porque húmedo era aquel magnífico escondrijo.

Los ojos de los tres se acostumbraron a la penumbra de la cueva, y ya pudieron distinguir claramente los cuerpos de Elizabeth Holmes y William Daly, el de éste sin ropa alguna.

Dormían los dos profundamente, tumbados sobre la paja, boca arriba, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, las piernas muy juntas.

El inspector Felton, Buck Nolan y Cynthia Keith los contemplaron durante casi un minuto, en silencio, el aliento contenido.

Después, sin musitar palabra alguna, hablando sólo por señas, Felton y Nolan se acercaron aún más a la pareja de vampiros, colocaron sus respectivas estacas sobre el pecho de aquellos hijos del Mal, sin llegar a rozarlo con las afiladas puntas, y levantaron los martillos.

Miraron un instante a Cynthia Keith.

La joven asintió con la cabeza.

El inspector Felton y Buck Nolan descargaron los martillos a un tiempo, con todas sus fuerzas.

La estaca de Felton se incrustó en el pecho de William Daly; la de Nolan, en el de Elizabeth Holmes.

Los dos vampiros abrieron los ojos de golpe y lanzaron sendos y espeluznantes aullidos, cuando ya de sus perforadas cajas torácicas brotaban sendos chorros de sangre, que salpicaban los rostros y las ropas del inspector de Scotland Yard y del escritor.

Cynthia Keith también chilló, pero de horror.

Felton y Nolan golpearon de nuevo con sus martillos, hundiendo más las estacas en los pechos de los vampiros, quienes las aferraron con sus manos, con intención de arrancarlas.

No pudieron.

Ya no tenían fuerzas suficientes.

Felton y Nolan siguieron descargando sus martillos, y las estacas se clavaron más y más, atravesando totalmente las cajas torácicas de los vampiros.

William Daly murió muy pronto, y con la muerte desapareció la fiereza de su expresión, el brillo diabólico de sus ojos, así como también sus feroces colmillos de vampiro, que recobraron su tamaño normal.

El fin de Elizabeth Holmes fue muy distinto, porque ella no llevaba solamente dos días muerta, como William Daly, sino más de doscientos años. La sangre que brotaba impetuosamente de su pecho se tomó oscura, hasta volverse muy negra, y un hedor repugnante impregnó el aire de la cueva.

La sangre de la mujer vampiro olía a excrementos.

A podredumbre.

A descomposición.

Elizabeth Holmes, con las fauces abiertas de par en par, aullaba y aullaba como un animal.

De pronto, la blanca y tersa piel de su rostro se arrugó, tornándose amarillenta, y de cada uno de sus poros empezó a brotar un jugo pestilente.

Todo su cuerpo empezó a descomponerse.

La carne de sus labios desapareció en sólo unos segundos, dejando al descubierto sus encías, que también se deshicieron, desprendiéndose todos sus dientes.

Los huesos de su nariz estaban al descubierto.

Y los de sus pómulos.

Y los maxilares...

El rostro de Elizabeth Holmes era ya una pura calavera.

Su largo y hermoso pelo negro se había tornado blanco y tieso, y se le iba desprendiendo poco a poco del cráneo.

Muy poco tiempo después, el cuerpo de la mujer vampiro era sólo un esqueleto.

Un esqueleto que también desapareció, al descomponerse los huesos y convertirse en polvo.

Eso fue lo único que quedó de Elizabeth Holmes: polvo.

Fue el fin de la pesadilla.

El fin del horror.