CAPÍTULO XI

 

Pese a no esperarlo, Buck Nolan reaccionó con la suficiente celeridad como para sostener a Cynthia Keith y evitar que la desvanecida muchacha se estrellara contra el suelo.

—Pobre Cynthia... —musitó, tomándola en brazos.

Le dio un beso en la mejilla y la llevó al salón, depositándola suavemente en el sofá.

Allí le dio varios besos más y le acarició el rostro, muy pálido, y el cabello.

Como la joven no volvía en sí, Buck fue al mueble bar, cogió la botella de coñac, y llenó un par de copas.

El también necesitaba un trago, después de lo sucedido.

Vació su copa de golpe y cogió la otra, la cual acercaba segundos después a los entreabiertos labios de Cynthia Keith, cuya cabeza levantó el escritor cuidadosamente.

—Esto te reanimará, pequeña —dijo, y echó un poco de coñac en la boca de la muchacha.

El fuerte licor, en efecto, hizo volver en sí a la periodista.

Lo malo es que también la hizo toser.

Y con mucha fuerza, además.

Buck Nolan apuntó el techo con el dedo e indicó:

—Mira para arriba y verás un pajarito.

Lo dijo sin pensar, con el solo propósito de que Cynthia Keith levantara la cabeza y así se le pasara la tos, pero la periodista creyó que se había colado otro murciélago en la casa y se volvió a desmayar.

—¿Qué le habrá pasado ahora...? —se preguntó en voz alta el escritor, sin relacionar lo de pajarito con murciélago.

Echó otro traguito de coñac en la boca de Cynthia.

La joven volvió nuevamente en sí, y tuvo otro acceso de tos, provocado por el licor, como la otra Vez.

Antes de que Buck se lo indicara, Cynthia levantó la cabeza y miró el techo, tranquilizándose no poco al ver que no había ningún murciélago revoloteando por él.

Cuando se le pasó el golpe de tos, preguntó:

—¿Dónde está, Buck?

—¿El qué?

—El murciélago que revoloteaba en el techo.

Buck Nolan miró hacia arriba, asustado.

—¿Había un murciélago en el techo, Cynthia?

—Tú lo dijiste, ¿no?

—¿Qué yo...?

—Recuerdo muy bien tus palabras: «Mira para arriba y verás un pajarito».

El escritor respiró tranquilo al oír aquello.

—Ahora comprendo por qué te volviste a desmayar —sonrió.

—¿No había ningún murciélago, Buck...?

—Claro que no.

—¿Y por qué dijiste lo del pajarito...?

—Bueno, es lo que se suele decir, cuando alguien tiene tos y quieres que se le pase —carraspeó Nolan.

La periodista apretó los labios.

—Debería darte una bofetada.

—Lo siento, Cynthia. Yo sólo quería ayudarte.

—Si vuelvo a tener tos, dame palmaditas a la espalda, porque como me vuelvas a asustar diciéndome que si miro para arriba veré un pajarito, te aflojo la muela del juicio de un tortazo —advirtió la joven.

Buck Nolan sonrió contagiosamente.

—Lo tendré en cuenta, cariño.

—¿Por qué me llamas cariño?

—¿No te gusta que te llame así?

Cynthia Keith desfrunció el ceño y sonrió suavemente.

—Sí, sí que me gusta. Me gusta mucho.

Se besaron, aprovechando Buck Nolan la ocasión para deslizar su mano por debajo del suéter de la periodista y acariciar su vientre, liso, suave, cálido.

Cynthia Keith, que seguía echada en el sofá, se estremeció dulcemente y devolvió los mordisquitos que el escritor le daba en los labios.

La mano de Buck ascendió y alcanzó los senos de Cynthia, oprimiéndoselos deliciosamente.

Separaron un instante sus bocas y se miraron a los ojos.

—Me siento feliz a tu lado, Cynthia —confesó Nolan.

—Lo mismo me sucede a mí, Buck —respondió la joven, acariciándole el pelo.

—Nos seguiremos viendo cuando todo esto haya pasado, ¿verdad?

—Si quieres...

—¿Tú no?

—Por supuesto que sí. Me gustas, Buck. Más que ningún otro hombre de los que he conocido. Muchísimo más.

—Tú a mí también me gustas, Cynthia. Y siento una gran admiración por ti.

—¿Por qué?

—Jamás había conocido una mujer tan valiente.

—No te burles.

—¿Burlarme...?

—Me desmayé por dos veces.

—Sí, pero cuando ya todo había pasado. Si estoy vivo es gracias a ti, Cynthia. Elizabeth Holmes me tenía inmovilizado, iba a morderme en el cuello cuando tú le aplicaste el crucifijo en el trasero.

—¿Viste las quemaduras tan horribles que le produjo?

—Sí.

—¿Y cómo el fuerte olor de los ajos dificultaba su respiración y la de William?

—Sí; parecían un par de asmáticos.

—No pueden luchar contra ninguna de las dos cosas. Lo dicen los libros de vampiros y es verdad.

—Eso fue lo que nos salvó, el que tú hubieras leído varios libros sobre vampiros.

—Sí, fue una suerte.

—Te debo la vida, Cynthia. Puedes hacer conmigo lo que quieras.

La periodista sonrió maliciosamente y respondió:

—Prefiero que seas tú el que haga algo conmigo, Buck.

—¿Además de besarte y acariciarte los senos?

—Además.

—Te complaceré con mucho gusto —dijo Nolan, y la tomó en brazos.

Ella le rodeó el cuello con los suyos.

Se dieron un beso y Buck Nolan echó a andar hacia la escalera que conducía a las habitaciones.

 

* * *

 

A través del cristal de la ventana de la caseta, dos hombres vigilaban el cementerio de Layton.

Uno de ellos, el de más edad, llamado Harold Birney, era el vigilante de día, a quien, por la muerte de William Daly, se le había pedido que prestara servicio aquella noche.

El otro hombre, joven, alto y fuerte, se llamaba Crown, y era detective de Scotland Yard.

El inspector Felton lo había dejado de guardia en el cementerio de Layton, para proteger a Harold Birney, quien sólo así había accedido a pasar la noche en el sagrado recinto.

Harold tenía miedo.

Mucho miedo.

La misteriosa muerte de William Daly...

La posterior desaparición de su cadáver...

La muerte del médico forense que debía practicarle la autopsia, tan misteriosa como la de William Daly...

Harold Birney estaba enterado porque el inspector Felton había telefoneado al detective Crown y le había informado de lo sucedido.

Desde ese momento, el miedo del vigilante se acentuó, mostrándose terriblemente nervioso.

El detective Crown, en cambio, ponía de manifiesto una envidiable serenidad.

Era un hombre valiente.

Decidido.

De los que no se asustan por nada.

Sus ojos recorrían continuamente las silenciosas tumbas y los altos cipreses que rodeaban el cementerio.

De pronto, vio aparecer dos pájaros por encima de la hilera de cipreses, los cuales fueron a posarse detrás de unas tumbas.

—¿Ha visto eso, Harold? —preguntó, la mirada fija en el lugar donde se habían posado el par de ratas voladoras.

—Si se refiere a los pájaros, sí —respondió el vigilante.

—Parecían dos murciélagos, ¿no?

—Sí, eran murciélagos.

—¿Qué diablos habrán venido a hacer?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

El detective Crown siguió con los ojos fijos en aquel punto del cementerio.

Súbitamente, vio asomar una cabeza por detrás de una de las tumbas, enmarcada en larga cabellera negra.

Si.

Era la cabeza de Elizabeth Holmes.

La mujer vampiro se ocultó rápidamente.

Ya había conseguido lo que pretendía: llamar la atención del detective de Scotland Yard.

Ahora, a esperar que el saliese de la caseta y caminase hacia aquella parte del cementerio.

Entonces...

El detective Crown, que había respingado levemente al ver asomar la cabeza de una mujer joven y hermosa por detrás de una de las tumbas, preguntó:

—¿La ha visto usted, Harold?

—¿Qué?

—¿No ha visto a la mujer que se ha asomado por detrás de aquella tumba? —Crown la señaló con el brazo.

El vigilante dio un nervioso respingo.

—¿Una mujer...?

—Sí.

—Yo... yo no he visto nada...

—Pues, yo sí. Una mujer joven, guapa, morena. Se esconde detrás de la tumba.

—No es posible, Crown.

—Le digo que sí, Harold. Hay una mujer allí, y voy a averiguar quién es y qué diablos hace en el cementerio.

—¡No me deje solo, Crown!

—Si no quiere quedarse solo, venga conmigo.

—¡Tampoco me seduce la idea!

—Haga lo que quiera, Harold —rezongó el detective, empuñando su pistola y saliendo de la caseta.

Harold Birney dio un saltito de terror.

—¡Espere, Crown! ¡Voy con usted! —gritó, saliendo también de la caseta.

El detective de Scotland Yard caminaba ya hacia el punto del cementerio en donde se ocultaban Elizabeth Holmes y William Daly.

Harold Birney iba detrás, casi pegado a la ancha espalda del policía, con los ojos muy abiertos y la respiración contenida.

Estaban ya muy cerca del lugar, cuando Elizabeth Holmes y William Daly surgieron de pronto.

Ella, con su blanco camisón; él, completamente desnudo.

El detective Crown y Harold Birney se quedaron paralizados por la sorpresa, pues ambos habían visto aquella mañana a William Daly muerto, sin una sola gota de sangre en el cuerpo, y ahora lo tenían ante sus asombrados ojos, vivo.

Harold Birney se llenó de terror.

—¡Ha resucitado...! ¡William Daly ha resucitado...! —chilló, y echó a correr como un loco.

—¡Ve por él, William! —ordenó Elizabeth Holmes.

El pequeño y canijo William Daly se disparó como una flecha en pos del aterrado Harold Birney.

Era increíble.

Ni siquiera Jesse Owens, en sus mejores tiempos, llegó a correr tan rápido.

El detective Crown, saliendo de su perplejidad, apuntó a la espalda de William Daly y gritó:

—¡Deténgase, Daly! ¡Deténgase o disparo!

Como William Daly no se detuvo, Crown apretó el galillo.

Envió tres balas, y las tres se incrustaron en la espalda del que fuera vigilante nocturno del cementerio, pero William Daly no acusó los impactos.

Siguió corriendo con asombrosa velocidad, alcanzó a Harold Birney, lo derribó de un empujón, y saltó sobre él como una fiera.

El atónito detective de Scotland Yard hizo ademán de correr en ayuda de Harold Birney, quien chillaba como una rata, pero entonces oyó la voz de Elizabeth Holmes:

—¡Quieto!

Crown se volvió hacia la hermosa mujer morena.

Un ramalazo de frío le estremeció el cuerpo al descubrir los feroces colmillos de Elizabeth Holmes.

La mujer vampiro avanzó hacia el detective.

Lentamente.

Siniestramente.

Con un brillo satánico en los ojos.

Crown, instintivamente, retrocedió.

—Detente... No te acerques, maldita...

Elizabeth Holmes siguió avanzando hacia él.

El detective apretó nuevamente el gatillo de su arma.

La bala se alojó en el pecho femenino, pero no pasó nada.

La mujer vampiro continuó avanzando hacia el aterrado Crown.

Este disparó otra vez.

Y otra...

Ya no pudo disparar más.

Había utilizado todas las balas.

Y Elizabeth Holmes, tan fresca.

El detective Crown, presa del pánico, intentó huir, pero la mujer vampiro cayó sobre él como una pantera, lo derribó, y lo inmovilizó.

Pocos segundos después, los temibles colmillos de Elizabeth Holmes se clavaban en el cuello del policía y hacían brotar la sangre, que la boca femenina absorbió con avidez.

No lejos de allí, William Daly estaba haciendo lo propio con Harold Birney, aunque menos ávidamente que Elizabeth Holmes, porque él ya había tomado una buena ración de sangre: la de Richard Forrest, médico forense.