CAPÍTULO VI

Rory Brennan se asomó cautelosamente por la ventana.

Como no vio a ninguno de aquellos seres, pasó por ella y saltó al suelo, con la pistola de rayos láser fuertemente apretada.

—Rápido, Melba —apremió, sin alzar la voz.

Melba Rischer saltó también por la ventana.

Rory la cogió nuevamente de la mano y tiró de ella, llevándola hacia los árboles. Estaban a punto de alcanzarlos, cuando vieron aparecer a dos extraterrestres por un lateral de la casa, armados también con fusiles.

Los alienígenas no se lo pensaron y dispararon sobre los terrestres.

—¡Al suelo, Melba! —gritó Rory, empujándola.

La muchacha cayó de bruces.

Gracias a ello salvaron los dos la vida, porque los rayos azulados que escupieron los fusiles de aquellos pequeños seres de piel verdosa y cabeza de pera pasaron por encima de sus cuerpos, yendo a chocar contra sendos árboles.

Pobres árboles...

Sus troncos y sus ramas se tornaron azulados y se secaron en un santiamén. Melba pudo verlo perfectamente, puesto que miraba hacia allí, y la sangre se le heló en las venas.

Rory, por el momento, no se enteró.

Estaba respondiendo al ataque de la pareja de extraterrestres, desde el suelo, bien pegado a la tierra. Efectuó varios disparos seguidos, porque ahora la distancia era mayor y no estaba seguro de acertar a las primeras de cambio.

Pero alcanzó a los alienígenas.

Y antes de que dispararan de nuevo sus temibles fusiles.

Los dos extraterrestres se desplomaron, emitiendo sendos ronquidos de muerte, y quedaron desmadejados en el suelo.

Rory se pudo en pie de un salto y agarró del brazo a su novia.

—¡Arriba, Melba!

Ella se irguió también.

Echaron los dos a correr y se metieron por entre los árboles.

Rory volvió un instante la cabeza, pero no descubrió más hombrecillos verdes armados con fusiles.

—¡No te pares, Melba!

—¿Nos siguen, Rory?

—¡Por el momento, no! ¡Pero nos conviene alejarnos lo más posible de la casa de tu tío!

—¡Desde luego!

Siguieron corriendo los dos.

Rory miraba continuamente hacia atrás, para asegurarse de que no eran perseguidos por los extraterrestres.

A unos cuatrocientos metros de la casa de Norbert Fellner, había otra casa. Y tenía las luces encendidas.

Rory y Melba la alcanzaron, jadeantes por la veloz carrera que se habían pegado. Frente a la casa, se veía posado un helimóvil.

El periodista estuvo tentado de tomarlos sin pedir permiso a su dueño., pero se dijo que las personas que estuviesen en aquella casa corrían peligro, por la proximidad de los seres que habían capturado al profesor Fellner y asesinado a Viviana Sanford.

Debían avisarles y pedirles que abandonaran la casa, por si aparecían los alienígenas. Y seguramente aparecerían, porque los estarían buscando a él y a Melba como locos, para impedirles informar a la policía de lo que sabían.

Rory y Melba corrieron hacia la puerta de la casa.

El periodista llamó.

Tardaron apenas medio minuto en abrir, pero a ellos les pareció una eternidad, porque temían ver surgir de un momento a otro a algunos de aquellos horribles seres.

La puerta había sido abierta por un hombre de unos cuarenta años.

Y el tipo, que iba en bata, se asustó al ver que Rory esgrimía una pistola de rayos láser.

—¿Qué es esto, un atraco...? —exclamó, dando un salto hacia atrás.

—No, tranquilícese —respondió Brennan, bajando el arma—. Entremos, Melba.

Penetraron los dos en la casa y cerraron la puerta, no sin antes echar una nerviosa mirada a los alrededores.

—¿Les persigue alguien...? —preguntó el cuarentón.

—Nos tememos que sí —respondió Rory.

—¿Por qué?

—Sería largo de explicar, amigo. Y no tenemos tiempo.

En aquel momento apareció una mujer rubia, de unos treinta y cinco años, que iba también en bata.

—¿Qué sucede, Eric...?

El tipo explicó:

—Es Karin, mi mujer. Yo me llamo Eric Wallace.

—Mi nombre es Rory —se presentó el periodista—. Ella se llama Melba, y es mi novia.

—¿Qué podemos hacer por ustedes? —preguntó Eric.

—Llevarnos a la ciudad. Nuestro helimóvil estalló.

Los Wallace cambiaron una mirada.

—Oímos una explosión, no hace mucho —murmuró el marido.

—Era nuestro helimóvil, que estaba saltando en pedazos.

—¿Cuál fue la causa? —preguntó la mujer.

—Está bien, me vestiré y les llevaré —accedió Eric.

—Pero, vamos los dos en bata...

—No importa.

—¿Por qué tenemos que ir los dos? —preguntó Karin.

—Correría usted peligro si se quedara en la casa, señora Wallace.

—¿De veras? —se asustó la mujer.

—Sí, un gran peligro, créanos —intervino Melba.

Los Wallace volvieron a mirarse.

Eric cogió del brazo a su mujer y dijo:

—Vamos, Karin. Debemos hacer lo que nos dicen.

—Sí.

—Esperen, debo echar un vistazo antes —dijo Rory, y entreabrió la puerta cautelosamente.

Escrutó los alrededores, pero no vio a ninguno de aquellos horribles seres de cuerpo verdoso y un solo ojo en medio de la frente.

—Podemos salir —indicó, abriendo más la puerta.

Salió de la casa, con la pistola de rayos láser presta a disparar.

Tras él, salió Melba.

Luego, lo hicieron los Wallace, visiblemente preocupados.

—Subamos al helimóvil, rápido —dijo Rory.

Corrieron los cuatro hacia el aparato volador.

Y fue precisamente entonces cuando surgieron los extraterrestres.

Cuatro, exactamente.

Disparando sus fusiles.

—¡Al suelo todos! —rugió Rory, derribando a Melba.

Los Wallace fueron incapaces de reaccionar.

El aspecto de aquellos pequeños seres verdosos los había dejado absolutamente paralizados, lo cual resultó fatal para ellos, porque fueron alcanzados por los temibles rayos azulados.

Eric y Karin lanzaron sendos alaridos y cayeron al suelo, entre estremecedoras convulsiones, mientras la piel de sus cuerpos se tornaba azulada y se llenaba de rugosidades.

Melba también chilló, pero de horror, porque estaba contemplando la espantosa transformación de los Wallace.

Rory, por su parte, respondía al ataque de los alienígenas, enviando una serie de rayos láser contra ellos.

Dos de los extraterrestres habían sido alcanzados ya y se habían venido abajo, entre agónicos ronquidos.

Los otros dos intentaron acabar con Rory y Melba, pero el periodista logró anticiparse en los disparos. Y, como no falló, la pareja de seres se desplomaron, con el pecho destrozado por los poderosos rayos láser.

No aparecieron más extraterrestres, por lo que Rory se puso en pie y ayudó a su novia a levantarse. Hizo bien en ayudarla, porque ella no tenía fuerzas suficientes para levantarse por sí misma.

Estaba muy pálida.

Absolutamente demacrada.

Rory temió que se derrumbara y la abrazó.

—Trata de sobreponerte, cariño.

—No puedo... —musitó, sin apartar los ojos de los cuerpos de Eric y Karin Wallace.

Habían dejado de convulsionarse.

Eran ya cadáveres.

Dos cadáveres azulados y rugosos.

Horribles.

Eric y Karin, al igual que Viviana, habían muerto con los ojos extremadamente abiertos. También tenían la boca abierta, mostrando sus ahora azulados dientes y su también azulada lengua.

Las manos, horriblemente crispadas, arañaban la tierra.

Bueno, ya no.

Con la llegada de la muerte, sus cuerpos se habían quedado espantosamente rígidos y sus uñas, aunque clavadas en la tierra, ya no se movían.

Rory comprendía perfectamente el estado de su novia, porque él se sentía igual, pero no podía dejarse dominar por el horror, así que la empujó hacia el helimóvil de los Wallace.

—Vamos, Melba. No podemos seguir aquí, esperando que nos maten también.

Subieron los dos al vehículo volador.

Rory lo puso rápidamente en marcha y el aparato se elevó, alejándose de la casa de los infortunados Wallace.