de heridas!
Y para demostrar que no amenazaba en broma, pinchó las posaderas de Sylvie, haciendo brotar la sangre.
La morena dio un grito y se apresuró a moverse como una artista de «strip-tease». Lo mismo hizo la rubia Sylvie, antes de que la pincharan con los tridentes.
Ahora, su forma de bailar sí fue del agrado de Lionel y los suyos, por lo que no recibieron más pinchazos.
Abby Guinness murmuró:
—Las están humillando.
—Sí, pero no tienen más remedio que obedecer, para que no las lastimen con los tridentes — repuso Trevor Buckley, con voz ronca.
—¿Me obligarán a mí a hacer lo mismo?
—No lo sé.
La azafata bajó la cabeza y sollozó.
—Creo que no podré soportarlo, Trevor.
—Tienes que ser fuerte, Abby. Sólo conservando nuestra entereza tendremos posibilidades de escapar de aquí.
—No podremos escapar, lo sé.
—No pierdas la fe, te lo ruego.
Abby continuó sollozando, con la cabeza hundida en su pecho.
No quería ver bailar a Sylvie y Simone, porque tal vez ella tendría que bailar también, completamente desnuda, para divertir al falso Satanás y a sus no menos falsos demonios con movimientos sensuales y voluptuosos, como si fuera una profesional del erotismo o la pornografía.
Trevor sí miró a las francesas, aunque no porque su total desnudez y sus eróticos movimientos le excitaran. La situación era demasiado grave y dramática como para pensar en ciertas cosas.
Lo que el chófer quería saber era cómo acababa el espectáculo.
¿Lastimarían más a las muchachas...?
¿Las someterían a nuevas humillaciones...?
¿Abusarían de ellas...? Cualquier cosa podía suceder.
Y Trevor nada podía hacer por evitarlo, con las manos fuertemente atadas a la espalda y el cuerpo dolorido.
Nadie podía hacer nada por Sylvie y Simone.
Estaban las dos condenadas a satisfacer los deseos de Lionel Hughton, a soportar sus humillaciones, a sufrir en sus carnes las torturas físicas que el falso Satanás quisiera aplicarles.
De momento, las infortunadas francesas seguían moviéndose sensualmente al compás de la canción que cantaban los falsos demonios, y que sonaba claramente a melodía pagana.
Pero el cansancio empezó a hacer mella en Sylvie y Simone. Tenían el rostro brillante, a causa del sudor.
También sus cuerpos desnudos brillaban, lo cual excitaba aún más a Lionel y su gente.
La primera en derrumbarse, absolutamente agotada, fue la rubia Sylvie. Casi al mismo tiempo, se desplomaba la morena Simone, igualmente extenuada.
Trevor contuvo la respiración, mientras se preguntaba qué iba a pasar ahora, porque intuía que Lionel y los suyos no habían acabado todavía con las dos chicas francesas.
Y, por desgracia para ellas, el chófer no se equivocó.