CAPITULO PRIMERO
La Latto-300, velocísima nave terrestre diseñada en forma de disco, capaz de alcanzar los límites del Sistema Solar en sólo cuatro días, había partido de la Tierra seis horas antes.
A bordo, solamente siete personas.
El teniente Len Clarke, piloto y máximo responsable de la nave.
Tatsuo, copiloto.
La doctora Dalia Kent.
Hans y Yuri, guardias de seguridad.
Y, finalmente, Marcus Holcer y Reid Moss, dos peligrosos asesinos que viajaban esposados en la celda de la Latto-300.
El destino de la nave, Neptuno.
La misión del teniente Clarke no era otra que trasladar a la pareja de criminales al moderno y seguro recinto penitenciario construido cinco años antes en el penúltimo planeta del Sistema Solar; en el año 2046, concretamente.
En todo ese tiempo, ni uno solo de los reclusos había conseguido escaparse de la prisión, pese a haber sido numerosos los intentos de fuga.
Todos habían fracasado.
Era imposible huir del recinto penitenciario de Neptuno.
Marcus Holcer y Reid Moss lo sabían.
De ahí su mal humor.
En la Tierra, albergaban la esperanza de fugarse de la prisión en la que habían sido recluidos de forma provisional, en espera de su posterior traslado a la prisión de Neptuno.
En el lejano planeta, no tendrían la menor posibilidad de recobrar la libertad; estaban seguros de ello.
Los dos habían sido condenados a cadena perpetua.
Morirían en la prisión de Neptuno...
Mientras Marcus Holcer y Reid Moss pensaban en todo esto, tendidos en la doble litera de su celda, el teniente Len Clarke pilotaba con mano firme y segura la Latto-300.
Len Clarke contaba veintinueve años de edad, y era un tipo alto y atlético, moreno, no mal parecido. Vestía un mono espacial, plateado y brillante, muy cómodo y ligero. De su cinto, ancho y dorado, pendía una pistola de rayos láser.
Tatsuo, el copiloto, tenía veintiséis años y una cara simpática, como casi todos los orientales. No era muy alto, pero sí corpulento. Su vestimenta era idéntica a la del teniente Clarke.
Este consultó el reloj digital de la cabina de mandos y comentó:
—Llevamos más de seis horas de vuelo, Tatsuo.
—Así es, teniente —sonrió el copiloto, que sonreía por todo, como buen oriental.
—¿No crees que deberías retirarte a tu camarote y dormir unas horas?
—¿No prefiere descansar usted primero, teniente?
—No, yo haré el primer turno, Tatsuo. Me sustituirás cuando te levantes.—Como usted diga, teniente —respondió el copiloto, levantándose de su sillón y abandonando la cabina de mandos.
Len Clarke alargó la mano y oprimió un botón.
Al instante, en la pequeña pantalla de televisión instalada en el panel de mandos, apareció la imagen de la celda en la que permanecían encerrados Marcus Holcer y Reid Moss.
Los dos estaban muy quietos y tenían los ojos cerrados.
Parecían dormir.
El teniente Clarke oprimió otro botón y ahora, en la pantalla, aparecieron Hans y Yuri, los dos guardias de seguridad que vigilaban la celda de los reos,
Los dos eran altos y fornidos.
Empuñaban sendos subfusiles de rayos láser.
También portaban pistolas, igualmente de rayos láser.
Len Clarke abrió el micrófono y llamó:
—Hans.
El guardia se cuadró al oír la voz de su superior.
—A la orden, teniente.
—Retírate a descansar, Hans, dentro de seis horas, reemplaza a Yuri.
—Sí, señor.
El llamado Hans se separó de su compañero y se dirigió a su camarote.
Len Clarke cerró el micrófono y apagó la pantalla.
Fijó los ojos en el mirador de la nave.
Llevaba algunos minutos contemplando la maravillosa grandiosidad del espacio sideral, los miles y miles de puntitos luminosos que lo tachonaban, cuando un leve ruido le hizo volver la cabeza.
—Doctora Kent...
—Hola, teniente —le sonrió suavemente Dalia Kent, una preciosa mujer de cabellos dorados, suaves y luminosos, ojos muy claros, grandes y orlados de sedosas pestañas, nariz fina, elegante, labios sonrosados, carnosos y húmedos.
Pero, si hermoso era su rostro, más hermoso aún era su cuerpo.
Largo.
Estilizado.
Flexible...
Un prodigio de perfección y belleza.
El ajustado traje espacial que vestía, de una sola pieza y color carne, realzaba sus maravillosas formas, perfectamente marcadas bajo el ligero, pero resistente tejido.
La mirada de Len Clarke se paseó sin el menor disimulo por la fascinante silueta de la doctora Kent, que permanecía de pie en la puerta de la cabina de mandos, sin decidirse a cruzarla.
Dalia Kent se turbó un poco, pero en el fondo le halagaba que el joven y apuesto teniente Clarke la contemplará tan fijamente y con evidente admiración.
—¿Molesto, teniente? —preguntó, sin borrar aquella suave sonrisa de sus labios.
—¿Molestar...? Todo lo contrario, doctora Kent —respondió Len Clarke, sonriendo a su vez—. Vamos, no se quede ahí; pase usted y siéntese.
—Gracias, teniente.
Dalia Kent entró en la cabina y ocupó el asiento del copiloto.
Contempló el espacio sideral.
—Es hermoso, ¿verdad?
—Muy hermoso —respondió Len Clarke, sin apartar los ojos del rostro de la doctora.
Ella le miró.
—Me refería al Universo, teniente Clarke.
—Yo también.
—¿Seguro?
Len Clarke rió y tomó su cajetilla de cigarrillos, tendiéndosela a Dalia Kent.
—¿Le apetece fumar, doctora?
—¿Son con o sin nicotina? —preguntó ella.
—Sin.
—Así los fumo yo —sonrió Dalia Kent, cogiendo un cigarrillo y llevándoselo a los labios.
Len Clarke cogió otro, dejó la cajetilla y tomó su encendedor, accionándolo. Acercó la llama al cigarrillo de la doctora Kent.
Esta aspiró el humo, lo expulsó por los orificios de la nariz, y volvió a sonreír.
—Gracias.
—No las merece —repuso Len Clarke, encendiendo su cigarrillo.
Dalia Kent volvió a fijarse en la grandiosidad del Cosmos.
—Cuando más lo miro, más me gusta —suspiró.
—Lo mismo me sucede a mí —confesó Len Clarke.
La doctora Kent lo miró, sorprendiéndolo nuevamente con los ojos fijos en ella.
—¿También ahora se refería usted al Universo, teniente Clarke?
—Claro.
—Grandísimo embustero.
Len Clarke rió.
—De acuerdo, confesaré. En ambas ocasiones me refería a usted, doctora Kent.
—Me siento muy halagada, teniente, pero le ruego que no siga piropeándome o tendré que abandonar la cabina.
—¿Por qué?
—Me pone nerviosa.
—Ya lo estaba cuando entró en la cabina.
Dalia Kent respingó levemente.
—Se dio cuenta, ¿eh?
—Sí.
—Es usted muy observador, teniente Clarke.
—Bastante.
—¿Sabe cuál es la causa de mi nerviosismo?
—No.
—Marcus Holcer y Reid Moss.
—¿Qué teme de ellos?
—Son dos peligrosos asesinos.
—Viajan esposados y encerrados en una celda, que es permanentemente vigilada por los guardias de seguridad.
—Lo sé.
—No tienen la menor posibilidad de escapar, se lo aseguro.
—No, pero...
Len Clarke alargó la mano y tomó la barbilla de Dalia Kent, con delicada suavidad.
—Tranquilícese, doctora Kent. Cuando Marcus Holcer y Reid Moss salgan de esa celda, será para ingresar en el recinto penitenciario de Neptuno, de donde no saldrán jamás. Dalia Kent asintió levemente con la cabeza.
—Ya me siento mejor, teniente.
—¿De veras?
—Sí, sus palabras me han tranquilizado.
—Me alegro.
—¿Piensa quedarse con mi barbilla?
—No.
—Entonces, suéltemela.
Len Clarke obedeció.
—¿Cuántos años tiene usted, doctora?
—Veinticinco.
—Es una doctora muy joven.
—Sí.
—¿Casada...?
—Soltera. ¿Y usted, teniente...?
—Tampoco estoy casado.
—¿No le gusta el matrimonio?
—Sí, claro que me gusta. Es bonito regresar a casa y encontrarse a la esposa, dulce, amante, cariñosa... Y un par de niños, correteando por ella.
—¿Por qué sigue soltero, entonces?
—La respuesta es simple, doctora: todavía no he encontrado la mujer ideal. He conocido muchas mujeres que me han gustado, pero sólo físicamente. Espiritualmente, no he llegado a conectar con ninguna.
—Entiendo.
—¿Y usted, doctora?
—¿Yo qué?
—¿Por qué no se ha casado? Una mujer tan atractiva como usted, debe tener docenas de proposiciones.
Dalia Kent rió.
—La verdad es que no me han faltado, no.
—¿Entonces...?
—Mi caso es parecido al suyo, teniente. He conocido bastantes hombres, algunos de ellos me han gustado, pero... no lo suficiente como para unirme en matrimonio con ninguno. Sigo esperando, como usted.
—Estaría bueno que usted fuera la mujer que yo estoy buscando, y yo el hombre que usted está esperando, ¿eh, doctora Kent? —sonrió Len Clarke.
Dalia Kent se turbó nuevamente y rehuyó la mirada del teniente Clarke. Se puso en pie y dijo:
—Me voy a dormir, teniente.
—¿Le aburre mi conversación, doctora?
—Oh, no, todo lo contrario. Pero estoy un poco cansada y tengo ganas de echarme en mi litera.
—Lo comprendo, doctora Kent. Le deseo un feliz descanso. Y, si sueña, sueñe conmigo. ¿Lo hará?
—Lo intentaré —sonrió Dalia Kent, y salió de la cabina de mandos.