Dirigido a los supervivientes
Rousa era de una raza a la que llaman Abondance por uno de los tres ríos hermanos que discurren entre profundas cañadas hasta el lago formando a su paso un sinfín de cascadas. Era marrón rojiza con manchas blancas. Las manchas aparecían sobre todo en la parte posterior de las patas, el vientre y la papada, de modo que daba la impresión de que era una vaca marrón que acababa de cruzar un río de leche. Había parido cuatro veces. Cuatro veces un animal perfectamente formado —con el pelo marrón rojizo y blanco, los cuernos incipientes, las pezuñas, las pestañas, los dientes, las orejas, los órganos sexuales— había crecido en la matriz entre sus anchas caderas y había sido expulsado. Cuatro veces el nacimiento había traído un torrente de leche a su inmensa ubre, que parecía una luna llena surgiendo tras las colinas.
Martine tenía seis vacas, y de las seis, Rousa era la que daba la mejor leche. Después de parir llegaba a tener hasta veinte litros diarios.
«Las vacas son como las destilerías», decía Martine. «Para tener buena leche, lo que se necesita son buenos pastos».
Su chalet estaba en los pastos más altos. Y se decía que la mantequilla que ella hacía era la mejor del pueblo.
Martine había entrado ya en la cincuentena. Su marido trabajaba en una de las serrerías del valle. Allí arriba, en el alpage, su único compañero era un hombre ya mayor a quien todo el mundo llamaba Joseph, aunque su verdadero nombre era Jean-Louis.
Joseph no tenía familia y procedía de otra región de las montañas. Afirmaba que había sido vaquero toda su vida, lo que probablemente era cierto, pero nadie se lo creía mucho porque solía hablar de ello cuando estaba un poco bebido. Vivía con Martine y su marido, y les pagaba el alojamiento trabajando para ellos. Si alguien en una conversación preguntaba: «¿Qué Joseph?», siempre se le identificaba como Joseph, el Criado de Martine.
«Rousa se ha vuelto loca», le anunció Joseph una noche.
«¿Por qué dices eso?»
«Le hemos hecho tres inseminaciones y ninguna ha prendido».
«Lo intentaremos una cuarta».
«Estará en celo dos veces al mes y se volverá loca. Tenía que haberla vendido ya», murmuró. «Se lo dije antes de que subiéramos a los pastos».
«Es la mejor vaca que tenemos».
Martine tenía una voz suave, melodiosa.
«Llevo cincuenta años cuidando vacas», farfulló él, «cincuenta».
«Espero que no te quede más vino».
Dijo esto levantándose de la mesa. Ella no le dejaba tocar el vino que guardaba para su propio uso o para el visitante ocasional. Y él, por su lado, nunca acumulaba mucho. Prefería aprovechar cada vez que bajaba al pueblo a llevar los quesos o a comprar el pan para volver con cuatro o cinco botellas en la mochila.
Él ignoró el comentario sobre el vino.
«¡Mujeres!», continuó. «Cuando estaba solo en las montañas, ponía a un lado los trabajos que quedaban por hacer, y al otro los que ya estaban terminados, y así era fácil. ¡Las mujeres lo complican todo!»
«¡Vaya por Dios! ¡Pobre Joseph!»
«¡Y ahora Rousa se ha vuelto loca!»
El chalet tenía una pequeña habitación oscura, construida en madera, que recordaba al camarote de un barco.
En el extremo opuesto de la puerta había una tarima también de madera que hacía las veces de cama.
Él se acercó mohíno a la puerta y se fue sin más palabras. Su humor cambiaba con mucha facilidad. Cuando estaba contento, antes de salir, en el umbral, daba unos pequeños pasos de baile. Cuando estaba desanimado, dejaba la habitación como abandonando al mundo a su propia suerte.
La habitación estaba situada al lado del establo, solo separada de este por unas planchas de madera. Desde la cama, Martine oía orinar a las cabras. Pero si la pared hubiera sido cien veces más gruesa, habría oído igualmente el gran golpe que la despertó a medianoche. Todo el chalet vibró como si algo hubiera chocado contra ella.
Los dos llegaron al establo al mismo tiempo.
«¿Qué ha pasado?», preguntó Martine.
Había cierta excitación en los ojos del viejo, y se diría que volvía a estar contento.
Rousa estaba de pie mirando a la luz de la linterna. Las otras cinco vacas reposaban tranquilas en el suelo de madera. Las cabras miraban con su contradictoria expresión habitual de sorpresa y burla.
«No fue un trueno», dijo Joseph. «El cielo está…»
«¿Qué tipo de ruido era?», le interrumpió Martine. «¿Lo oíste tú también?»
«Sí, claro que sí».
«¿Estabas dormido?»
«No».
«Entonces tienes que saber de dónde salió».
«Sonó como si alguien estuviera intentando romper las tablas del suelo. Pensé que había sido usted. Pero no oía su voz. Algo le ha pasado al ama, me dije. Seguramente me necesita. Voy a ver qué pasa».
«Ve fuera y mira si puedes descubrir algo».
Él salió con ligereza; su andar ya no era mohíno: era el de un hombre con un objetivo que cumplir.
«Está todo tranquilo como un estanque», anunció cuando volvió. Tenía la costumbre de utilizar giros bastante inapropiados al lugar y la ocasión, como si se refiriera a algo de su propio pasado.
«Es un misterio», dijo ella.
«Yo le digo que ha sido la Rousa».
«Estaba soñando con ella cuando me despertó el estruendo», contestó Martine.
El viejo se acercó un poco más. Tenía la frente, las mejillas, el puente de la nariz llenos de arrugas, como la nata de la leche hervida. Ella vaciló un instante, como si fuera a preguntarle algo. Luego, al parecer, decidió no hacerlo. Su pasado no era un secreto porque él se negara a responder a las preguntas que se le hacían, sino porque las preguntas nunca eran las adecuadas.
«Sí. Estaba soñando. No estábamos en el alpage, sino abajo, en el pueblo. Yo me había acostado en la cocina. Esto sucedía en mi sueño. Pero antes te había pedido que me ayudaras a empujar la cama —era la gran cama de nuestro dormitorio, la cama en la que nació el amo—, para ponerla perpendicular a la ventana. La empujamos juntos. Quería impedir que la Rousa saltara. La cama haría de barrera. Y, sin embargo, cuando me desperté tuve la sensación de que Rousa se había ido».
«La mayoría de los sueños no tienen ni pies ni cabeza», dijo él.
A la mañana siguiente, mientras él llevaba las vacas a pastar, ella examinó el establo para ver si encontraba algún signo que le indicara qué era lo que les había despertado durante la noche.
La queja de Joseph de que las mujeres siempre complicaban el trabajo era injustificada. Tras diez veranos juntos en los pastos, nunca tenían que hablar sobre lo que había que hacer cada día. Él sacaba y encerraba las vacas y las cabras, limpiaba el establo, cortaba la leña, cuidaba del caballo. Lo trataba como si fuera suyo y no del amo. Tal vez en razón de la edad, pues el caballo tenía treinta años, y él setenta y seis. «Para lo que viven los caballos», decía, «es más viejo que yo». Martine ordeñaba, hacía la mantequilla y los quesos y cocinaba para los dos.
Inspeccionaba ahora Martine las paredes del establo, las puertas en ambos extremos de este, la reguera de madera, que comunicaba con el exterior a través de una abertura en el muro por donde Joseph sacaba el estiércol, las vigas, tan bajas que él tenía que agachar la cabeza y ella casi las rozaba al pasar, el pesebre y las cadenas para atar a las vacas, y no pudo encontrar ninguna pista que le aclarara qué había podido ser lo que les había despertado.
Subió al pajar, encima del establo. Nada se había caído allí. El heno hacía una profunda hondonada en el lugar donde dormía Joseph. Sus escasas ropas colgaban de una viga. Cuando estaba a punto de bajar, observó el cuello de una botella de vino rota al alcance del lecho de heno. Se arrodilló para buscar el resto, pero no encontró nada. De rodillas, veía lo que había dejado por las rendijas que quedaban entre las tablas.
Volvió al establo, se subió la falda y se abrió de piernas sobre la reguera en donde orinan las vacas. Mientras se aliviaba, miró hacia arriba. Las tablas estaban resquebrajadas, y una de ellas totalmente abierta encima del sitio que ocupaba la Rousa.
Cuando Joseph volvió, ella le mostró las grietas de la madera.
«Eso es justo debajo de donde yo duermo», dijo él, «ya le digo que se ha vuelto loca».
«¿Cómo pudo embestir así con la cabeza si estaba atada?»
«Usted no sabe de lo que son capaces las vacas cuando se vuelven locas. Pueden abandonar su piel y regresar a ella luego».
«Tal vez las maderas ya estaban resquebrajadas antes».
«Puede que sí».
«¿De dónde venía el ruido entonces?»
«¡La Rousa!» Joseph hizo una mueca que contorsionó toda su cara, harto ya de que ella no quisiera ver lo que era evidente.
Unos días después la vaca trató de montarlo.
«La vi venir por detrás. Menos mal que se me ocurrió volverme y la vi. Venía lanzada hacia mí colina abajo, ¡apenas llegaba a pisar el suelo con las patas delanteras! Me podría haber roto la espalda; quinientos kilos cayéndome de golpe encima. Durante setenta y seis años, la espalda me ha sostenido sobre las piernas, y no tengo malas piernas».
«¿Qué hiciste?», preguntó Martine.
«Son las piernas de un hombre».
«Pero ¿qué hiciste?»
«Corrí a un lado y me tendí».
«¿Te tendiste?»
«En el suelo. Para que no tuviera un objetivo al que dirigirse. Ni siquiera una vaca loca puede montar a una sombra alargada en la tierra».
Ella se dio una palmada en el regazo riéndose. Estaban sentados a la mesa, terminando la sopa.
«De todos modos, estás tan delgado que pareces una sombra».
Tenía los hombros anchos, pero el resto de su cuerpo siempre parecía escondido entre los pliegues de la ropa.
«Sabía que estaba más seguro en el suelo».
«Podría haberte pisado».
«Si me hubiera montado, me habría roto la espalda».
«¡Dios no lo quiera!»
«Ya soy viejo. Estoy más cerca del hoyo que del agujerito por el que vine al mundo».
«Pero ese agujerito todavía te interesa».
«Mañana bajaré», dijo él, sin reconocer ningún tipo de complicidad y terminando el agua que quedaba en el vaso. «Mañana por la tarde».
«Puedes llevar los quesos», respondió ella.
Él estaba a gusto sentado en la oscuridad, fumando un cigarrillo y levantándose de vez en cuando para ir a la puerta a escupir. Pero a ella, la oscuridad la irritaba, a no ser que estuviera en la cama. Si estaba sentada, quería leer. Los libros que más le gustaban eran los que hablaban de otras partes del mundo: la China, París, Tahití. Casi no se distinguía la cara de Joseph en la penumbra. Las arrugas y las bolsas en las caras de los demás viejos del pueblo podían atribuirse a sucesos y experiencias que tenían fecha y se podían relatar en detalle; las de él eran misteriosas, no estaban relacionadas con acontecimientos o hechos conocidos, como los surcos en la corteza de un árbol.
«Estaba pensando», dijo él, «que puede que me haya olido, porque duermo encima de su sitio en el establo».
Martine asintió con la cabeza. En el silencioso establo, las vacas dormían echadas. Fuera, las montañas oscilaban bajo las estrellas. Esa noche Joseph salió de la habitación con uno de sus pasos de baile.
Ella se quitó casi toda la ropa. Los dos compartían un trozo de espejo, del tamaño de una carta de la baraja, que estaba colgado fuera en el muro. Por las mañanas, ella lo utilizaba para peinarse; y una vez a la semana Joseph se afeitaba delante de él. Arriba, en los pastos, nadie sabe qué aspecto tiene. Ella estaba de pie, descalza, cuando él volvió a entrar en la habitación.
«Le digo que se ha vuelto loca», dijo.
«No importa, Joseph; si es como dices, la venderemos en otoño».
Ella se subió a la plataforma de madera encorvándose porque el techo era muy bajo. Desde donde él estaba, veía una forma blanca, indefinida pero completa, como un cúmulo, que arrastraba unas piernas también blancas.
«No voy a dormir en el mismo rincón», afirmó él, «eso la provoca».
«Haz lo que te parezca mejor».
«Sería mejor que durmiera fuera. Me huele».
«Venga, Joseph, que no eres un toro».
«Un toro viejo. Muy viejo».
Al fondo de la habitación de madera, ella se rio bajito.
Al día siguiente por la tarde, antes de bajar, él le dijo entre dientes que echara un vistazo a las vacas. Tal vez una de las razones por las que casi nunca se obedece a los viejos es que ellos insisten muy poco en la verdad de sus observaciones; y esto se debe a que todas esas verdades particulares son para ellos pequeñeces, comparadas con la verdad única e inmensa de la que nunca pueden hablar.
Cuando volvió, con tres hogazas de pan y cinco botellas de vino, tenía los ojos muy abiertos bañados de lágrimas. Eso significaba que durante las dos horas que llevaba el ascenso se había bebido una botella. Fue a recoger las vacas y se balanceó una o dos veces en la pendiente, como si fuera a dejarse caer en los brazos abiertos de un nuevo amigo. No obstante, al bajar, un cuarto de hora más tarde, solo con cinco vacas, estaba casi del todo sobrio.
«Rousa se ha ido», anunció gravemente.
«Puede que se haya alejado un poco montaña arriba».
«He mirado. No hay signo de ella por ningún lado, ni tampoco la oí».
«Tú no oyes bien», respondió ella. «Yo iré».
«Puedes estar sordo o ser muy fino de oído», replicó él, «pero si no hay nada que oír, te dará lo mismo».
«Nunca se había escapado antes».
«Nunca se había vuelto loca antes. Ayer intentó montarme. ¿Y le dije lo que hice? La vi venir y me eché en el suelo. Hoy ha olido un toro en el aire».
Después de ordeñar a las otras vacas, los dos se encaminaron a buscar a la Rousa. Los saltamontes, con las patas traseras levantadas, no paraban de silbar como culebras. Se podía ver a una distancia de veinte, treinta kilómetros. Ella avanzaba con un paso más rápido que Joseph, quizá porque estaba más sorprendida por lo que había sucedido. Los cencerros de los rebaños que pastaban más abajo sonaban exactamente igual que todas las tardes. Pero Rousa no apareció.
En invierno es imposible recordar con exactitud el sonido de los cencerros. Uno se olvida, por ejemplo, de que por la noche suenan como un tintineo de estrellas. Del mismo modo, una vez que han pasado, es imposible recordar lo largas que son las tardes de junio, cuando la luz y las montañas parecen permanentes por igual. En esa luz horizontal e interminable, hacia las diez, Joseph encontró a Rousa tendida en la hierba, a unos cien metros del chalet. Al verla, tan cerca y con un aspecto tan calmo, se asustó.
«¡Jesús!», susurró. «¿Cuánto tiempo llevas aquí?»
Durante una hora o así a mediodía, las vacas se suelen tender y rumian la comida. Cuando se levantaron aquella tarde, Rousa se había apartado de las demás y había subido hasta la cresta de la montaña, por encima del chalet. En su descarrío había ya un fin desconocido. Desde la cima se fue abriendo paso por la otra ladera, en donde crecen rododendros y en donde llega a haber un desnivel de treinta grados en algunos puntos. Una vaca de las llanuras se habría matado. Pero Rousa había pasado ya seis veranos en las montañas. Incluso sabía abrir ella sola la puerta del establo si no había allí nadie para hacerlo; ella abría la puerta, y las otras vacas la seguían. Al llegar al fondo del siguiente valle, Rousa cruzó el bosque, mirando bien en dónde pisaba, pues las grietas en las rocas y las raíces de los abetos son como trampas naturales en las que pueden caer y romperse una pierna los animales pesados. Cruzado el bosque, subió la otra cresta, y desde allí divisó un tercer valle.
En este valle había un rebaño de ochenta vacas y dos toros. Estos eran blancos y pertenecían a la raza charolesa. Rousa mugió. No tuvo que hacerlo dos veces para que uno de los toros advirtiera que la vaca que se destacaba en el horizonte estaba en celo. Subió decidido hacia ella. El segundo toro lo siguió.
¿Intentó Rousa apartarse bruscamente del segundo gran toro blanco? ¿Estaba mirando monte abajo o monte arriba? ¿Se duplicó su locura y esperó que llegara un tercer toro o que volviera el primero? ¿Se sació un poco su apetito después de recibir al primer toro de modo que su espaldar ya no era capaz de soportar tanto peso? Un toro puede llegar a pesar mil kilos. Estas preguntas nunca serán contestadas. Los dos toros se alejaron para reunirse con la manada, y Rousa inició el viaje de vuelta.
Cuando vio a lo lejos la puerta del establo le venció la fatiga y se echó. Puede que en este momento de su triunfo todavía estuviera ilesa. Después de descansar, se arrodilló sobre las patas delanteras para levantarse y llegar al establo, pero no pudo con sus cuartos traseros. En lugar de elevarse, esos cuartos traseros, cuya insistente demanda la había forzado a cruzar la montaña, volcaron y arrastraron con ellos al resto del cuerpo. De repente estaba rodando ladera abajo. Una y otra vez, sus patas dobladas siguieron el arco celeste y volvieron a golpear el suelo; ella intentaba hincarlas en la tierra, pero una y otra vez el impulso de su cuerpo macizo y pesado la superaba, y daba una vuelta más; y con cada vuelta iba ganando velocidad.
Joseph midió los pasos y descubrió que había bajado rodando unos cien metros. Cómo consiguió detenerse era otro misterio. Joseph se encogió de hombros. Sin embargo, se había parado justo a tiempo. Unos cuantos metros más abajo, el declive aumentaba hasta alcanzar casi cuarenta y cinco grados, y entonces nada habría podido salvarla. Se habría golpeado contra las peñas situadas al pie de la ladera: una masa invendible de carne y huesos rotos.
«¡Rousa vuelve!», gritó.
Martine llegó corriendo, y se paró en seco al ver a la vaca tendida sobre la hierba.
«¿Se ha roto una pata?»
Joseph dijo que no con la cabeza.
Juntos empujaron y tiraron para poner a la vaca de pie. Rousa no se movió.
«Los dos solos no podemos levantarla».
«Por la mañana bajaré a buscar ayuda».
«No la voy a dejar sola toda la noche», insistió Martine.
«Una vaca es un animal», dijo él.
«Me voy a quedar con ella. Podría caer rodando hasta las rocas».
Él se alejó con el andar propio de cuando estaba desanimado.
«En veintisiete años esta es la primera vez que una de mis vacas tiene un accidente». Martine dijo esto para sí, calladamente, mientras acariciaba los cuernos y las orejas del animal. «Un accidente estúpido. Un accidente estúpido».
Con ojos complacidos, Rousa seguía los movimientos de la mujer. Tenía una frialdad enfermiza en los cuernos.
Joseph volvió con unas mantas colgadas al hombro. Algo le había hecho cambiar de opinión.
«Yo me quedaré con ella», dijo.
«En cualquier caso no podré dormir», contestó Martine.
Taparon a Rousa con unas mantas, y luego extendieron las suyas.
«Sabe lo que pasa», dijo Martine.
Las vacas raramente emiten sonidos cuando tienen dolor. Como mucho exhalan profundos resuellos por sus narices inmensas.
Debajo de sus mantas, los dos miraban las luces que brillaban a lo lejos, en el valle. El cielo estaba despejado; la Vía Láctea, como una nebulosa gran oca blanca picoteando el borde de una jarra.
«Solo con que se moviera un poco, podría ordeñarla», susurró Martine.
Se había tendido junto a la cabeza de la vaca, con el ronzal atado a la muñeca. Él estaba echado entre las patas.
«Las luces se quedan encendidas toda la noche en los pueblos», dijo él. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, pero ninguno de ellos es el mío».
De uno de los bolsillos sacó una armónica. Hacía cincuenta años que la tenía, desde que había hecho el servicio militar. Por entonces, cuando era joven, solía hacer que tocaba una trompeta invisible utilizando solo las manos y los labios. Cuando se le pedía, divertía a todo el barracón tocando aquella trompeta inexistente. Una noche, un sargento comprensivo le dijo: «Tocas suficientemente bien como para tener algo con lo que hacerlo de verdad. Toma esto. Yo tengo dos». Y así fue como llegó a sus manos la armónica.
Ahora según tocaba iba marcando el ritmo con el pie y contemplaba los diminutos grupos de luces desparramados por el valle, no mayores que los granos de azúcar que caen de una cuchara.
Tocó una polka, una cuadrilla, un vals, «El ruiseñor del bosque», un rigodón. Ni ella ni él podrían decir luego cuánto tiempo había estado tocando. La noche se hizo más fría. Al mismo tiempo que su pie llevaba el compás golpeando la ladera de la montaña, sus manos, iluminadas por la luna, suavizaban y erizaban cada melodía, como si esta fuera un pájaro milagrosamente posado sobre el instrumento. Toda la música trata de la supervivencia; se dirige a los supervivientes. Una vez, pareció que Rousa se revolvía, pero no pudo mover sus entumecidas caderas.
Cuando él dejó de tocar, Martine habló muy suavemente, como si lo estuviera haciendo acerca de un bebé que está a punto de nacer. «Recuerdo que solías tocar al principio de llegar a nuestra casa».
«Hace doce años».
«El amo te preguntó —se reía ahora— si sabías tocar La encantadora Rosalía».
«Doce años y dos meses».
«¡Recuerdas hasta el mes!»
«Sí. Era abril. Aún había nieve. Llamé a la puerta y pregunté si podía dormir en el granero. Usted me dijo que sí. Al día siguiente desheló, y al otro, ayudé a plantar las patatas. Si no hubiera deshelado aquel día, hoy no estaría aquí».
«Solo teníamos hijas», dijo ella a modo de explicación.
Los dos escucharon la fatigosa respiración de la vaca.
«El amo era astuto como un zorro. ¡Vaya sí lo era! Solía dejar dinero encima de la mesa. ¿Sabía usted esto? Lo dejaba por la noche para ver si yo era honrado. Un día le dije: «¡No se preocupe! Me como mi dinero, pero no me voy a comer el suyo o el del ama»».
El pensamiento de esta respuesta de hace diez años le hizo romper a cantar:
«Bon Soir! Bon Soir
Me diste la luna…»
Cuando ya no se acordaba de más, siguió con la armónica. Le estaba dando una serenata. Se dirigía a ella por encima de la cabeza de la Rousa, que yacía en el suelo. De vez en cuando, por tacto, miraba hacia otro lado, a la cumbre que tenía enfrente. Tocaba para la montaña y para la mujer. Para los muertos y para los no nacidos.
Luego, riendo, volvió a cantar:
«Bon Soir! Bon Soir
Me das la luna…»
Al llegar a la última nota su voz se quebró como un pino en una tormenta. En la ladera no soplaba ni una brisa de aire. Entonces se ladeó la boina y reposó la cabeza para dormir.
Cinco minutos después, Martine dijo: «Si pudiéramos levantarla mañana en el establo, tendría una posibilidad de sobrevivir. Quiere ponerse de pie, Joseph, sé que quiere».
Él ya estaba dormido con las rodillas levantadas. Una de sus manos, abierta con la palma hacia arriba, estaba caída sobre la ubre de la vaca. Una botella de vino, que debía de haber traído oculta entre las mantas, estaba vacía a su lado.
A la mañana siguiente subieron ocho vecinos y, atando una soga a cada una de sus patas, arrastraron a la Rousa por el prado y la metieron en el establo. Hablaron de utilizar una polea para levantarla, pero el techo era demasiado bajo. Cuando se habían ido, Martine siguió devanándose la cabeza pensando cómo podría salvar a la vaca.
Le metió planchas de madera por debajo con la esperanza de apalancarla. Pidió a Joseph que se pusiera de pie en uno de los extremos de la plancha. Él empezó a saltar con todas sus fuerzas hasta que tuvo que parar para subirse los pantalones. Pero nada podía mover a la vaca. Su mirada de complacencia empezaba a volverse indiferente. Las manchas de su piel habían dejado de ser blancas debido a los excrementos y al barro por el que había sido arrastrada.
Joseph llevaba a cabo las instrucciones de Martine meneando desaprobatoriamente la cabeza.
Ahora a ella se le había ocurrido la idea de clavar bloques de madera en el suelo al lado de las patas traseras, de modo que si intentaba levantarse por sí sola, tuviera algo contra lo que apoyarse. Joseph cortó los troncos de madera y los clavó.
El día que vino el camión del matadero, Rousa fue acarreada hasta la puerta y luego por la rampa hasta el interior. No emitió ningún sonido. Se limitó a poner los ojos en blanco, volviéndolos de tal forma que solo se podía ver el azul grisáceo de la parte inferior del globo ocular.
Una vez dentro, intentó por última vez mover el peso muerto de su cuerpo, los músculos, tejidos, órganos, conductos y vasos, que la habían vuelto loca por un toro y que habían hecho de ella una vaca que producía veinticinco litros de leche. El frío de la montaña se había deslizado en su espalda.
Martine se subió al camión e introdujo una brazada de paja entre el lomo de Rousa y las puntiagudas piezas de metal que recubrían la rueda trasera. La carretera estaba llena de baches, y no quería que el animal, inmóvil como estaba, sufriera al rozar su piel contra ellas.
«No es más que una vaca», dijo uno de los hombres mientras cerraba las puertas posteriores del camión.
«Una pobre bestia», dijo otro.
Joseph vio marcharse el camión y se quedó allí parado en medio de la desolada carretera hasta mucho después de que se hubiera perdido de vista.
«¡Eh, Joseph!», le gritó un vecino.
Él se volvió, le saludó con la mano y dio tres pasos de baile.
«¡Ven a tomar un trago!»
Joseph desapareció dentro del establo, en donde observó largamente al caballo, que era más viejo que él.