También aúlla el viento

A veces, cuando oigo el viento aullar en la noche, recuerdo. Había muy poco dinero en el pueblo. Durante ocho meses trabajábamos en la tierra y sacábamos el mínimo necesario para comer, vestirnos y calentarnos durante todo el año. Pero en invierno la naturaleza moría, y era entonces cuando la falta de dinero se hacía crítica. No tanto porque lo necesitáramos para comprar cosas, sino porque apenas podíamos trabajar en nada. Por esto, y no por el frío o la nieve o porque los días fueran tan cortos o por pasar el tiempo sentados en torno a la estufa de leña, era por lo que en el invierno vivíamos en una suerte de limbo.

Muchos de los hombres dejaban el pueblo y marchaban a París a ganar jornales como cargadores, porteros, deshollinadores. Antes de partir, los hombres se aseguraban de que el heno, la leña y las patatas eran suficientes para durar hasta después de Pascua. Atrás quedaban las mujeres, los viejos y los jóvenes. Durante el invierno, el hecho de no tener padre no era algo excepcional; la mitad de los niños de mi quinta carecían temporalmente de padre.

Aquel invierno, mi abuelo me estaba haciendo una cama para que no tuviera que seguir durmiendo con mi hermana que era ya una chica casadera. Mi madre estaba haciendo un colchón de crin. La crin se saca del pelo de las colas de las yeguas y las vacas. Todas las mañanas, cuando había nevado durante la noche, mi madre nos daba la noticia de la misma manera. «Nos han servido un poco más», decía. Hablaba de la nieve como si fuera un alimento incomestible.

Después de ordeñar las vacas, mi abuelo y yo quitábamos la nieve del patio. Una vez hecho esto, él se iba a su banco de carpintero, y yo, antes de bajar a la escuela, comprobaba que la nieve no cubría el zueco de piedra. Y si estaba cubierto, lo barría.

El zueco de piedra estaba en el patio pegado al muro, junto a la puerta de la bodega abovedada en donde se guardaban las patatas y los nabos y unas cuantas calabazas. Cuando limpiábamos el patio no siempre llegábamos a los extremos, y por eso el zueco corría el riesgo de quedar sepultado bajo la nieve. El invierno era la estación de las desapariciones. Los hombres se iban. Las vacas estaban escondidas en los establos. La nieve cubría las laderas, los huertos, los montones de estiércol, los árboles. Y los tejados de las casas, cubiertos por la misma nieve, apenas se distinguían de la pendiente. Desde que lo había encontrado, nunca había dejado que el zueco desapareciera.

Era así. La piedra era blanquecina con manchas azules. Tenía un tamaño adecuado para un hombre. A mí me iba grande cuando metía el pie en él. La primera vez que lo vi, intenté cogerlo para compararlo con los zuecos de madera de nogal que estaban debajo del armario. El hombre que había hecho el armario había pasado todo un invierno trabajando en él, y mi bisabuelo le pagó cortando toda la piedra para su casa nueva. Las iniciales del hombre eran A. B. y mi bisabuelo las labró encima de la puerta de la casa. Yo las había visto. De joven, A. B. gastaba muchas bromas. Posteriormente se volvió pensativo y terminó suicidándose en aquella casa nueva que tenía sus iniciales grabadas sobre la puerta. Cuando intenté levantar el zueco, no pude moverlo.

«Pépé, ¿por qué hay un zueco de piedra en el patio?», pregunté a mi abuelo. Él era la autoridad que me aclaraba todos los misterios. Pasaron varios meses antes de que contestara a mi pregunta.

Una noche, me contó, su padre, mi bisabuelo, había salido del establo, y entrando por la puerta de la cocina, la misma cocina en la que nosotros vivíamos, había anunciado: «Néra me ha sacado un ojo». «¡Ay!», gritó su mujer, pero cuando lo miró, dijo: «No, no lo tienes fuera». Tenía los ojos muy azules. «Me ha embestido», insistió él, «al ir a echarle la comida».

Pépé observó la cara de su padre. Durante los cinco minutos siguientes, y de un modo cruel y doloroso, el ojo se le fue cubriendo de sangre hasta quedar totalmente encarnado, y nunca volvió a ver por él. Tampoco se recobró nunca del hecho de haberlo perdido. Se creía repulsivamente desfigurado.

No era fácil encontrar ojos de cristal. Un día, un amigo fue en carro hasta A…, y allí en la barbería había un frasco lleno de ellos. «Deme el más azul que tenga», dijo el amigo. El padre de Pépé no se lo puso nunca. En su lugar, cada vez que salía, Pépé, que era el más joven de los tres hermanos y el favorito de su padre, tenía que acompañarlo, caminando unos pasos delante de él, para advertir a quienes se cruzaran por el camino que no le miraran a los ojos.

Un año después Pépé anunció a la familia que se marchaba. Iba a París. Toda la familia no podía vivir de lo que producían cuatro vacas. Sus hermanos no lo discutieron, pues alguno tenía que irse, ya fuera él o uno de ellos. Para entonces tenía quince años. Su padre le ordenó que se quedara.

Al hacer el hatillo, encontró un par de zapatos de su padre. Eran los más nuevos y los más fuertes que había en la casa, y se los puso. Su padre estaba trabajando en una pequeña cantera un poco más arriba de la casa. Subió la cuesta para despedirse. Luego señaló a sus pies, a los zapatos, y, corriendo ya ladera abajo, gritó: «¡Los buenos se van! ¡Los malos se quedan!».

En París trabajó durante varios años sin volver nunca al pueblo. El último trabajo que tuvo fue en las obras del Grand Palais, que iba a alojar la gran Exposición Universal que celebraría el inicio del nuevo siglo.

Durante la ausencia de Pépé, su padre, como pudo con un solo ojo, labró una cruz de piedra y la lápida para su propia tumba. En esta grabó su nombre y la fecha de su nacimiento, 1840, el año en que el cuerpo de Napoleón fue trasladado desde Santa Elena a los Inválidos. Luego grabó la fecha en que suponía que iba a morir. Y no se equivocó, pues murió antes de que terminara ese año. He visto la tumba en el cementerio. Y la fecha de la vuelta a casa de Napoleón la aprendí en la escuela.

Al volver de París, Pépé encontró el zueco de piedra en el patio. Dijo que su padre lo había puesto allí como un signo de que le había perdonado por llevarse los zapatos.

Eso era todo.

«¿Cómo sabes que tu padre te perdonó?», le pregunté pasado bastante tiempo.

«Nadie se puede llevar el zueco de piedra», me explicó. «Está pegado a la roca. Sobrevivirá a la casa. Y eso es lo importante. Los zapatos que me llevé no tenían ninguna importancia. Quería que lo supiera».

Por el modo de contarme la historia, supuse que Pépé nunca se la había confiado a nadie. El contármela a mí era un privilegio. Y porque me daba cuenta de ello mantenía el zueco limpio de nieve. Cuando me veía agachado junto a él, sonreía.

Los domingos pasaban. Llegaba un momento en que no sabíamos muy bien en qué día estábamos. En el limbo uno pierde la noción del tiempo. Mi madre seguía repitiendo, «¡nos han servido un poco más!». Seguíamos limpiando el patio. El montón de nieve de la esquina iba creciendo hasta hacerse tan alto como una habitación. Todos los días dos parejas de cuervos se posaban sobre los mismos manzanos. Mi abuela los odiaba porque intentaban comerse el grano que ella echaba a las gallinas. Pépé afirmaba que uno de los cuervos era más viejo que él: «Daría todo lo que tengo», murmuraba, «por ver lo que ha visto él: las peleas, las batallas legales, los zuavos, los inventos, las parejas en el bosque…».

Una noche de enero mi abuelo tomó la decisión. «Mañana», dijo, «vamos a matar el cerdo». El día que matábamos el cerdo todo el mundo tenía una tarea. Y desde ese día sabíamos que, por muy lejos que estuviera todavía, la primavera empezaba a acercarse. Las mañanas serían más claras. No siempre, solo cuando no estaba nublado.

Fui con mi abuelo a echar un vistazo al cerdo.

«Es tan grande como un banco de la iglesia», dijo Pépé con orgullo.

«Es más grande que el del año pasado», dije yo deseoso de compartir su alegría.

«Es el más grande que recuerdo. Son todas esas patatas que le ha dado Mémé. Se quedaría sin comer por él, si tuviera que hacerlo».

Pasó su mano por el lomo del cerdo, como celebrando en él las virtudes de mi abuela.

Mémé había tardado en decidirse a casarse con Pépé. En su dormitorio había una fotografía de la boda. Con el dinero que había ahorrado mientras trabajaba en París, Pépé había comprado a sus hermanos la parte que les correspondía a cada uno de ellos, y la granja de la familia pasó a ser suya. En el retrato, la cara de mi abuelo y mi abuela eran redondas como manzanas, sin arrugas. Incluso en la fotografía de su boda Pépé aparecía con una mirada astuta. Tenía los ojos de un zorro, vigilantes, cautelosos, con una llama en la oscuridad. Tal vez era esta mirada lo que hacía dudar a mi abuela.

Pépé le confió a su amigo Marius que Mémé no acababa de decidirse a casarse con él. Después de la historia del zueco de piedra, me contó muchas más cosas de su vida. Los dos amigos planearon una broma. Exactamente eso. Una broma que resultara útil.

El domingo antes de Pascua, Pépé sugirió a su amada que fueran a dar un paseo juntos por el bosque. Por esa época ya han salido las violetas y las anémonas. Un día puede hacer bastante calor para estar en manga corta, y al siguiente puede nevar. La tarde de su paseo hacía frío. Él la llevó hasta una ermita abandonada, en cuyo interior estaban protegidos del viento. La besó al tiempo que posaba una mano sobre su pecho. «La capilla no estaba consagrada», me confesó muy serio. Ella empezó a desabrocharse la blusa. Él no me lo dijo así. Dijo: «Empecé a acariciarla». Cuando me contó esta historia yo me imaginé el pecho.

De repente oyeron girar una llave en la cerradura de la puerta, y encima de ellos, la campana empezó a tocar a rebato: el repique con el que se avisaba a los vecinos cuando había un incendio y también el que se utilizaba para alejar los rayos durante las tormentas. La pareja estaba atrapada dentro de la ermita. Pépé hizo como que buscaba una salida. Mi abuela se arregló la blusa, lo empujó hacia la puerta y se pegó a su espalda. Estaba convencida de que habían sido sorprendidos por unos ladrones, y el ruido de la campana apenas le dejaba oír lo que él le decía.

Los vecinos acudieron corriendo por el bosque y vieron a Marius sentado a horcajadas sobre el tejado de la ermita tocando la campana como un loco. Le gritaron, pero él no oía nada. Todo lo que veían era que estaba llorando o riendo. Cuando bajó, se llevó solemnemente un dedo a los labios en señal de silencio y abrió la puerta de la ermita. Cuando la pareja salió, dijo: «¡Hay dos cosas que nadie puede ocultar: la tos y el amor!». Al domingo siguiente se leyeron en Misa las primeras amonestaciones para la boda.

En el establo, Pépé empezó a hablar con el cerdo. Se dirigía a cada animal con una voz diferente, haciendo sonidos diferentes. A la yegua le hablaba con un tono suave y monótono, y cuando se repetía, era como si estuviera charlando con un compañero que se hubiera vuelto sordo. Con los cerdos su lenguaje estaba lleno de sonidos abruptos, agudos, mezclados con los gruñidos que lanzaba al exhalar el aire. Cuando hablaba con los cerdos, la voz de Pépé sonaba como un pavo.

«¡Ahir ola ahira Jesús!»

Al mismo tiempo que hacía estos sonidos, pasó un dogal en torno a la jeta del cerdo, cuidándose de que no quedara demasiado ceñido. Obediente, el cerdo le siguió, pasó por delante de las cinco vacas y la yegua, llegó hasta la puerta del establo y salió a la luz súbita y cegadora de la nieve. Allí vaciló.

Durante toda su vida, el cerdo había acatado las reglas. Mémé lo había alimentado como si fuera un miembro de la familia. Y él, por su parte, había engordado un kilo diario. Ciento cuarenta kilos. Ciento cuarenta y dos kilos. Ahora, por primera vez, vacilaba.

Vio cuatro hombres parados enfrente con las manos, no en los bolsillos para protegerse del frío, sino extendidas hacia delante. Vio a mi abuela esperando en el umbral de la puerta de la cocina sin el cubo de la comida. Tal vez vio a mi madre mirando anticipadamente por la ventana.

En cualquier caso, bajó la cabeza y con las cuatro manos enanas en que terminaban sus inmensos jamones dio un paso atrás. Pépé tiró de la soga, y, al hacerse más prieto el dogal, el cerdo chilló y trató de escabullirse. Por un momento Pépé retuvo él solo al animal. Nada podía arrastrarlo contra su voluntad. Un instante después los vecinos estaban tirando de la soga con él.

Marius, el amigo de Pépé, y yo empujábamos desde atrás. Todos los rasgos del cerdo, salvo la boca, son pequeños. Su ano tiene el tamaño de un ojal en una camisa. Yo lo agarraba por la cola.

Tras cinco minutos de arrastrar y empujar, conseguimos llevarlo al otro lado del patio, junto a la gran narria de madera. Esta era la narria que había matado a mi padre.

Pépé y mi abuela habían esperado un hijo durante cuatro años. «El tiempo y la mujer», decía Pépé, «no se pueden prever». Mi padre nació el primero. Dos años después llegó mi tía. No tuvieron más hijos. Y así, casi no había dejado la niñez cuando Pépé tuvo que echar mano de él para el trabajo. La narria lo mató cuando él tenía treinta años y yo dos. Estaba bajando el heno desde los pastos. Era un recorrido de unos tres kilómetros por un camino muy empinado. En unos sitios estaba cortado en la roca; en otros, cubierto de fango; y, a veces, en los puntos en donde hacía escarpados recodos, estaba empedrado con cantos grandes e irregulares. Era el camino que utilizábamos para subir a las vacas al alpage en junio y bajarlas al final de septiembre. Cuando ayudaba a Pépé a subirlas, nunca se detenía en el lugar en el que había muerto su hijo. Había allí una inmensa roca gris, abultada como el flanco de una ballena, que sobresalía por encima del camino. Nunca al subir; cuando descendíamos, en otoño, siempre nos parábamos bajo esa roca, y Pépé decía: «Aquí es donde tu padre perdió el valor para seguir adelante».

Teníamos que levantar el cerdo hasta la narria y tumbarlo sobre el costado derecho. Durante la lucha que habíamos mantenido para hacer que cruzara el patio, había hincado las pezuñas con todas sus fuerzas en la tierra para impedir que lo arrastráramos con la soga y lo empujáramos por detrás. Cuando sintió que lo estábamos volcando, empezó a patalear buscando el suelo con una energía y una rapidez desesperadas, al tiempo que sus gañidos eran cada vez más fuertes. Nunca hasta entonces había descubierto la fuerza que tenía.

Los hombres se lanzaron sobre él. Por un momento quedó oculto, quieto, bajo el montón de cuerpos. Yo veía uno de sus ojos. El cerdo tiene ojos inteligentes, y su miedo ahora era inteligente. De repente, embistiendo y coceando, luchaba como un hombre; un hombre defendiéndose de unos bandidos.

Durante los doce meses siguientes, daría cuerpo a nuestra sopa y sabor a nuestras patatas; rellenaría nuestras coles y nuestras salchichas. Sus jamones y su lomo, salados y secos, se colocarían en la rejilla colgada del techo sobre la cama de Pépé y Mémé.

Resoplando, con toda la fuerza de nuestros puños y rodillas conseguimos que se quedara quieto, Pépé ató tres de sus patas a las estacas laterales de la narria. En cuanto tuvo atada la primera, el cerdo empezó a tirar del nudo intentando deshacerlo. Yo me encaramé para sentarme sobre sus caderas. Los hombres juraban y reían. Vi a Mémé cruzando el patio y la saludé con la mano.

El día que murió, mi padre había bajado ya tres cargamentos de heno. Era noviembre; justo antes de que comenzaran las nieves. El heno se apila en la narria y se ata. Arriba de todo, antes de empezar el descenso, uno se coloca entre las dos varas, tira con fuerza una vez, y luego va frenando la narria conforme esta se desliza sobre las piedras y las hojas y el polvo durante los tres kilómetros del recorrido. Para frenarla tienes que clavar los talones con fuerza en la tierra al tiempo que te reclinas contra la carga. Si cuando todavía estás arriba consideras que la carga es demasiado pesada, atas unos troncos a la parte posterior de la narria y los arrastras camino abajo a fin de que actúen de freno suplementario.

Nadie sabe lo que sucedió cuando mi padre bajó con la narria cargada por cuarta vez. Lo encontraron muerto bajo ella. La gente decía que debería haber podido empujarla para que no le aprisionara el pecho. Tal vez aquella tarde de noviembre, antes del invierno, su cansancio o su tristeza eran tan grandes, que le faltó la voluntad de hacerlo. O, tal vez, la narria le golpeó primero dejándolo sin sentido.

Mi abuela me gritó: «¡Tú ten cuidado, no vaya a darte una patada!». Luego le pasó a Pépé el cuchillo, un cuchillo pequeño, no más largo que los que se usan en la mesa, y se arrodilló en el suelo con el barreño entre las manos.

Abajo, Pépé hizo un corte pequeño, y la sangre salió a borbotones, como si hubiera estado siempre esperando para hacer exactamente esto mismo. El cerdo intentó luchar sabiendo que ya era demasiado tarde. Los cinco éramos demasiado pesados para poder desasirse. Sus chillidos se convirtieron en profundas inspiraciones. Su muerte era como un barreño que se vaciara.

El otro barreño se llenaba. Mi abuela, en cuclillas, revolvía y agitaba la sangre para que no se cuajara. De vez en cuando sacaba las fibras blancas que se formaban en la superficie y las tiraba.

El cerdo tenía los ojos cerrados. El espacio que dejaba la sangre se rellenaba ahora con algún tipo de sueño, pues todavía no estaba muerto. Subido a la narria, Marius bombeaba suavemente la pata delantera izquierda a fin de vaciar el corazón. Pépé me miró. Y yo pensé que sabía lo que estaba pensando él: un día, cuando yo sea demasiado viejo, tú matarás el cerdo.

Acercamos la artesa. Era lo bastante larga para que un hombre pudiera reclinarse dentro. Antes de meterlo en ella, pasamos una cadena alrededor del cuerpo del animal, a modo de cinturón, con la idea de poder agarrarlo para darle la vuelta cuando estuviera mojado. Para llenar la artesa y convertirla en una bañera necesitamos dos lecheras llenas de agua caliente. El cerdo quedaba casi totalmente cubierto. Lo afeitamos rascando su piel con unas cucharas, y cuanto más apurábamos el afeitado, más se parecía su piel a la de un hombre. No parecía un campesino, pues estaba demasiado gordo y blanco, sino un hombre desocupado. Las partes más difíciles de afeitar eran las rodillas, en donde la piel estaba encallecida.

«Rezó más que un cura», dijo Marius. «Día y noche rezaba frente al pesebre».

Cuando estuvo perfectamente limpio, incluso con las cutículas de los dedos cortadas, Pépé le introdujo un gancho en la jeta, y todos tiramos de la polea para levantarlo. La polea estaba fijada a un balconcillo de madera en el que yo solía jugar a menudo cuando era un niño pequeño. La única manera de llegar hasta él era a través de una puerta que se abría en el pajar; no había escaleras, así que mi madre sabía que cuando estaba allí, jugando y gateando sobre el patio, no corría peligro. El cerdo era más grande que cualquiera de nosotros. Los hombres le echaron cubos de agua por encima y, para celebrarlo, se bebieron su primer vaso de gnôle.

Una vez Pépé me había hablado sobre la muerte. «Anoche», dijo, «estaba bajando la yegua cargada con un poco de leña, cuando sentí que la muerte estaba a mi espalda. Así que me volví. Y allí estaban el trecho de camino que habíamos bajado, el nogal, las matas de enebro, las peñas cubiertas de musgo, unas cuantas nubes en el cielo, la cascada a un lado. La muerte se ocultaba detrás de alguna de estas cosas. Se escondió en cuanto yo me di la vuelta».

Las patas traseras del cerdo estaban a unos diez centímetros del suelo.

«¡Fuera con la cabeza!», gritó Pépé, y la cortó con un largo y único tajo de su pequeño cuchillo.

El cuerpo cayó.

«¡Tuya es!» y apuntó hacia mí. Yo sabía lo que tenía que hacer. La cogí y, corriendo a todo correr, con tanto ímpetu que iba dejando esculpidos unos escalones, trepé al montón de nieve apilada en el patio y llegué arriba de todo. Y allí en la blanca cumbre deposité la cabeza del cerdo.

Los hombres bebían su segundo vaso de gnôle.

En cada una de las patas traseras, entre los dos huesos, Pépé insertó un gancho pequeño. Esta vez alzamos el cuerpo del cerdo, con el cuello hacia abajo. Los cuervos no se acercaban a la cabeza puesta sobre el montón de nieve por miedo a los hombres que iban y venían por el patio.

Empezando en el ano y bajando por el centro del estómago hasta el pescuezo, Pépé retiró la piel y la grasa con un delicado movimiento del cuchillo. «¡André!» Susurró mi nombre entre dientes porque estaba muy concentrado en lo que hacía.

Había sacado a la luz todo lo que hace del cerdo un animal vivo y en constante desarrollo. Todo salvo el cerebro y la cabeza que estaban sobre el montón de nieve. La disposición de los órganos, calientes, humeantes, era la misma que dentro de un conejo. Lo que impresionaba era su tamaño. El vientre abierto parecía la entrada de una cueva.

Una vez Pépé me confesó que en algún momento había excavado en busca de oro. Durante un verano, él y un amigo se habían levantado dos horas antes todas las mañanas para ir a picar a aquel sitio. No encontraron nada; pero me enseñó la galería, por si alguna vez yo quería continuar trabajando en ella. Estaba oculta tras una morrena en una ladera del bosque; las peñas, las raíces de los árboles y la misma tierra estaban cubiertos por una espesa capa de musgo. Todo lo que tocabas allí era como la piel de un animal.

Yo sostenía la batea de zinc por un lado, y Marius por el otro, esperando que cayeran las tripas y el estómago. Utilizando solo la punta del cuchillo, como lo hacen las mujeres con las tijeras para levantar las puntadas de una costura, Pépé las fue separando. Las tripas grises se salían de la batea y teníamos que agarrarlas con las manos. Estaban tibias y olían a matanza.

El hígado del cerdo, los pulmones del cerdo, blancuzcos con motas rosadas como dos ramas de un peral en flor, el corazón del cerdo, Pépé los sacó por separado.

Yo me subí otra vez al montón de nieve y volví la cabeza del cerdo de modo que mirara hacia su cuerpo abierto en canal. La sangre había derretido un poco la nieve por debajo formando una pequeña oquedad encarnada. De pie, sobre el montón de nieve, mi propia cabeza quedaba a la altura del balconcillo de madera en el que había jugado cuando empezaba a caminar. Abajo, los hombres echaron más cubos de agua al cuerpo del animal y lo limpiaron por dentro y por fuera con un paño. Luego entraron en la casa a comer.

En el centro de la mesa, colocadas en fila, había varias hogazas de pan recién hecho y unas grandes botellas de sidra. Había dos tipos de sidra: la sidra dulce que habíamos prensado hacía tan solo dos meses, y la del año pasado, que era más fuerte. La vieja era fácil de distinguir porque era más turbia. Casi todas las mujeres bebían de la dulce.

Mi madre llenó la sopera con la sopa que hervía en un gran puchero de hierro sobre el fogón, y la llevó a la mesa. Para celebrar la matanza del nuevo cerdo, íbamos a comer lo que quedaba del anterior.

En la sopa, hecha con trozos del costillar en salazón, había también zanahorias, nabos, puerros, chirivías. Se fueron pasando las hogazas alrededor, y cada uno por turno apoyó la suya contra el pecho y se cortó una rebanada. Luego, cuchara en mano, nos lanzamos a comer.

Algunos de los hombres empezaron a hablar de la guerra. Hacía unas semanas se había descubierto el cuerpo de otro soldado alemán oculto en una grieta del terreno, arriba en los bosques. Era el invierno de 1950.

«Si se hubiera quedado en casa, hoy dormiría en su cama al lado de su mujer».

Yo bebía de la sidra fuerte y escuchaba todas las conversaciones.

Todos los años, cuando matábamos el cerdo, invitábamos a comer a todos los vecinos, al señor cura y al maestro. El maestro estaba sentado al lado de Pépé, en la cabecera de la mesa. Yo tenía miedo de que le contara a Pépé lo del erizo. El erizo había sido descubierto en el armario en el que colgaba él su abrigo al llegar a la escuela. Le habíamos puesto de apodo El Erizo porque el pelo le salía de punta en la coronilla. Además tenía unas manos muy pequeñitas. Y llevaba gafas. De pie, delante de toda la clase, invitó a quien hubiera puesto el erizo en el armario a que lo quitara. Nadie se levantó. Nadie se atrevió a mirarme. Luego preguntó: «¿Quién sabe por qué huelen los erizos?». Como un tonto levanté la mano y dije que olían cuando estaban asustados.

«Entonces, puesto que sabes más cosas sobre los erizos que el resto de la clase, haz el favor de sacar el erizo del armario». Los otros empezaron a reírse y algunos gritaron ¡bravo! de tal manera que él se dio cuenta de que había pillado al culpable. Como castigo, me hizo aprender y recitar una página sobre las costumbres de los erizos. Al día siguiente trajo el libro, y me tuve que quedar en la escuela hasta que me la aprendí. Todavía me acuerdo de cómo empezaba: «El zorro sabe muchas cosas pequeñas, pero el erizo sabe una fundamental». Me pregunté si él mismo se habría leído el texto primero, pues unas cuantas líneas más abajo explicaba que, debido a las espinas, los erizos no se podían aparear como el resto de los animales, sino que tenían que hacerlo de pie y cara a cara, como el hombre y la mujer.

Me tranquilicé al ver que el maestro estaba haciendo reír a Pépé. Enfrente de mí, La Fine, que vivía un poco más abajo de nuestros campos y podía curar las quemaduras, estaba contando una historia de Joseph, su cuñado. Este había ido a C… a una verbena en la que tocaba una banda. Regresó muy entrada la noche convencido de que en uno de los cafés había orinado en un retrete de oro. ¡Después resultó que lo había hecho en uno de los trombones de la banda!

Mi madre no se sentaba nunca. Daba vueltas alrededor de la mesa sirviendo a todo el mundo. Cuando trajo las coles rellenas, todos aplaudimos. «¡Esperad a probarlas!», dijo totalmente confiada. Habían estado cociendo desde la mañana temprano en una redecilla dentro de una olla grande. Primero ponía una fuente en el fondo de la redecilla y la cubría con hojas de col; encima de estas extendía una capa del relleno, hecho con carne de cerdo picada, huevos, chalotas y mejorana, y lo tapaba con más hojas de col; luego otra capa de relleno, y así sucesivamente hasta que la redecilla estaba tan atiborrada y tan gruesa como un ganso. Cuando era pequeño había estado con ella mientras lo preparaba. Ahora bebía la sidra del año pasado como un hombre.

«Me gustaría saber cómo era la vida hace diez mil años», estaba diciendo Pépé. «Pienso en ello muchas veces. La naturaleza debía de ser la misma. Los mismos árboles, la misma tierra, las mismas nubes, la misma nieve cayendo siempre de la misma manera y fundiéndose en primavera. La gente exagera los cambios que ha habido en la naturaleza para que parezca más suave». Hablaba con el hijo de un vecino que estaba de permiso de la mili pasando unos días en el pueblo. «La naturaleza se resiste a los cambios; si algo cambia, espera y observa si ese cambio puede durar, y si no puede, lo aplasta con todo su peso. Hace diez mil años, las truchas del torrente debían de ser exactamente iguales a las de hoy día».

«¡Los cerdos seguro que no!»

«¡Por eso me gustaría retroceder en el tiempo! Para ver cómo se descubrieron las cosas que hoy conocemos. Por ejemplo, el chevreton. Pues es algo bien sencillo. Ordeñar a la cabra, calentar la leche, cuajarla y prensar el requesón. ¿Pero cómo descubrieron que la mejor manera de cuajar la leche era coger el estómago de un cabrito, inflarlo como un globo, dejarlo secar, remojarlo en ácido, molerlo y añadir una pizca de este polvo a la leche caliente? ¡Me gustaría saber cómo descubrieron esto las mujeres!»

En el otro extremo de la mesa, los huéspedes escuchaban a Mémé que estaba contando una historia. Había dos primos en un pueblo cercano al nuestro que vivían uno al lado del otro porque habían heredado la misma propiedad…

«Eso es lo que me gustaría saber si fuera un cuervo, colgado de la rama de un árbol mirando», decía Pépé. «¡Todos los errores que se tienen que cometer! ¡Y paso a paso, lentamente, el progreso!»

Los dos primos tienen una riña y llegan a las manos. Uno de ellos le arranca al otro un trozo de nariz de un mordisco. Los dos se quedan demasiado asustados para continuar peleando. Unos días después, el herido está cavando en su huerto; lleva la nariz tapada con un paño. Ve al primo salir de su casa al otro lado de la cerca. «¡Eh, eh!», le grita. «¿Tienes hambre hoy? ¿Por qué no vienes y terminas con el resto?»

Cada vez que un plato quedaba vacío, mi madre apilaba en él más col rellena.

«El filón del conocimiento que la naturaleza no aplasta, como el filón de oro en la roca», continuaba Pépé.

Las caras brillaban con el calor, y la mesa estaba cada vez más desordenada. Mi madre trajo una tarta de manzana del tamaño de una pequeña rueda de carro.

«Y luego me gustaría avanzar varios miles de años por el futuro».

«Entonces ya no habrá campesinos».

«¡No estés tan seguro! No he dicho cuarenta mil; ¡dije varios miles! Los observaría como el viejo cuervo nos observa a nosotros».

A no ser que me concentrara en detenerlas, las paredes de la cocina no paraban de dar vueltas a mi alrededor. Sobre la mesa, con la tarta de manzana, había tazas de café y botellas de gnôle. Bebí un trago largo de café.

«Todas las granjas estarán en las llanuras», afirmó el maestro.

El aire frío del patio me despejó la cabeza. Cuando terminó la comida, los vecinos empezaron a marcharse y al salir decían: «Hasta el año que viene».

Yo quería encontrar un pretexto para no ir a la escuela. No tenía muchas probabilidades, pues la única excusa posible era que se me necesitara para el trabajo, y ya no quedaban muchas cosas que yo pudiera hacer. Sostuve las patas delanteras mientras Pépé serraba en dos por detrás el cuerpo abierto en canal.

Se colocó bajo una de las mitades, y yo la desenganché. Tras acomodar el peso a su espalda, atravesó el patio, pasó por delante del zueco de piedra, y subió la escalera exterior de madera que llevaba a una habitación situada encima de la bodega abovedada. El cerdo era más largo que él. Caminaba despacio, y se detuvo una vez al subir. Al transportar la segunda mitad se paró tres veces.

Al día siguiente despiezaría la carne y la dispondría bien ordenada, como un parterre de grandes flores rosas, sobre la mesa de caballete. Todos los años la colocaba así.

Luego mi madre salaría la carne en el saloir de madera, y pasadas seis semanas Pépé y yo iríamos a buscar ramas de enebro para ahumar los jamones y el tocino.

La cocina había vuelto a su orden de trabajo habitual. En la mesa bien fregada, las mujeres estaban limpiando las tripas del cerdo y preparando todo para hacer morcillas con su sangre. De mala gana bajé la empinada cuesta hacia la escuela.

Cuando volví, la nieve caía tan intensa que me obligaba a fruncir los ojos. Mémé no me recordó que me sacudiera las botas antes de entrar en la cocina, porque estaba llorando. Ella y mi madre habían echado a Pépé en la cama.

Se había caído desmayado en el patio. Mañana, los mismos vecinos que habían comido con nosotros vendrían a presentarle sus últimos respetos.

No había una montaña en el mundo más inmóvil ni más fría que su cara. Esperé que hiciera algún movimiento. Me dije que aguardaría toda la noche. Pero me venció su quietud.

Salí y crucé el patio para mirar el zueco de piedra. Había bastante luna.

Volví a oír a Pépé diciendo: «Eso es lo que me gustaría saber si fuera un cuervo, colgado de la rama de un árbol mirando…».

Siguió nevando durante la noche, y por la mañana, sobre el montón del patio, vi una forma inesperada, oculta bajo una capa blanca. Me había olvidado de la cabeza del cerdo. Una vez más me encaramé corriendo hasta arriba. Sacudí la nieve que la cubría. Los ojos estaban cerrados; y la piel, fría como el hielo. Fue entonces cuando empecé a aullar. No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, sobre el montón de nieve, aullando.