Una mujer independiente

Catherine abrazó a los dos hombres. Con sus largos brazos los atrajo hacia su cuerpo espigado. Primero a Nicolas, su hermano, y luego a Jean-François, el vecino. Los besó en ambas mejillas, cerca de la boca. Con setenta y cuatro años, ella era por escasa diferencia la mayor de los tres.

«Está enterrada a un metro de profundidad», dijo Catherine. «Todavía estoy oyendo a Mathieu diciéndomelo. A un metro».

Dos meses antes, cuando fue a ayudar a su hermano a segar el último heno, le había comentado que el agua que bajaba hasta el pilón pegado a la casa había dejado de manar. Después no había vuelto a hablar de ello. No quería depender de nadie. Sin embargo, su mirada revelaba ahora cierta excitación, como si hubiera deseado mucho que los dos hombres vinieran.

«El manantial debe de estar arriba de todo», dijo Jean-François, y se lanzó prado arriba, desapareciendo en la niebla.

«Jean-François», gritó ella, «vuelve antes de que te pierda de vista».

De haber nacido en otra casa, Catherine se habría casado, pero cada año de su vida eran más los hombres que abandonaban el valle, y ella misma había heredado demasiado poco para proponerle a alguno que se quedara.

Tomó a Jean-François por el brazo. «No deberías haber venido. Vas a perder un día entero de trabajo».

«Haremos una zanja de un metro de hondo perpendicular a la línea. Si empezamos por arriba y vamos bajando hacia la casa, daremos de todas todas con la conducción».

«¡Y la tubería nos llevará hasta el manantial! ¡Jesús, María y José! A mediodía habremos terminado».

Empezaron a cavar. Bajo la nieve, la tierra todavía no se había helado.

Cuando Catherine salió de la casa con unos vasos, una jarra de vino caliente y pan y queso en una bolsa de lona, oyó a los hombres antes de verlos. A una distancia de veinte metros, la niebla blanca se confundía con la nieve que cubría la tierra. Cada vez que doblaba la espalda para clavar el pico en la tierra, Jean-François emitía un gruñido. Y oyó cómo Nicolas arrastraba la pala desprendiendo la tierra que se apelmazaba en ella.

Hacía mucho tiempo, Catherine había trabajado en un café junto a la Gare de Lyon, en París. Ella y su hermano Mathieu, el que había instalado la tubería y a quien posteriormente matarían los alemanes durante la Ocupación, fueron los primeros miembros de la familia que ganaron un sueldo. Y para ello, ambos se fueron a París. Él era portero. Ella camarera. La impresión de la capital que había conservado para siempre era la de un lugar en el que el dinero está cambiando continuamente de mano. Allí sin dinero no se podía hacer nada. Ni siquiera beber agua. Con dinero podías hacer todo. El que podía comprar valor era valiente, aun cuando fuera un cobarde.

Los dos hombres habían cavado una zanja de un metro exacto de profundidad; la habían ido midiendo de vez en cuando. Era recta, limpia e impecablemente trazada. A un lado estaba amontonado el mantillo; al otro, la tierra. Todas las piedras sacadas estaban apiladas juntas.

Nicolas salió trepando de la zanja, y Jean-François clavó la pala en el montón de tierra, como esperando que esta se la tragara. Vivía solo en una esquina del valle, bajo la montaña, y tenía la costumbre de hacer movimientos violentos; en su soledad, esos movimientos le hacían un tipo de compañía. Catherine sirvió el vino. Entre sorbo y sorbo, los hombres mantenían los vasos pegados a la cara, con la nariz en el vapor que salía de ellos despidiendo un olor a clavo y canela.

«Tiene que estar aquí», gruñó Nicolas.

«Como que hay infierno, te digo yo que es en este prado».

Durante la segunda parte del día, Nicolas continuó con la larga zanja que habían empezado. Jean-François cavó otra un poco más arriba. Y Catherine empezó una tercera junto al par de manzanos. Cuando hubo desprendido el mantillo, le quitó la nieve a puntapiés antes de levantar los trozos. Le desagradaba tener las manos y los pies fríos. Por la noche se llevaba a la cama tres ladrillos calientes; uno para cada pie y otro para los riñones. Al subir y bajar el pico, junto con su aliento se escapaba un silbido, muy diferente del gruñido de Jean-François.

Después de trabajar en el restaurante junto a la Gare de Lyon, entró de criada en casa de un médico. Este trabajaba en el hospital de St. Antoine y vivía a unas cuantas manzanas, en la Rue Charles V. Las principales tareas de Catherine allí eran limpiar las chimeneas, fregar los suelos y lavar la ropa. El primer día, antes de empezar a lavar, le preguntó a la cocinera en dónde se guardaba la ceniza para la colada. «¡Ceniza!», repetía la cocinera incrédula. «Para blanquear las sábanas», le explicó Catherine. La cocinera le dijo que se volviera con sus cabras. Era la primera vez que Catherine oía la palabra campesina utilizada como un insulto.

Cavaron hasta que la niebla absorbió la tarde.

Jean-François observó su zanja, que ya tenía sus buenos quince metros de largo.

«A lo ancho no cabría un ataúd».

«Los tres somos delgados», dijo Catherine.

«Tres tumbas, una para cada uno».

«¡Una tumba para cada uno!», gritó Nicolas enfadado.

Al volver de París, Catherine encontró a su cuñada moribunda por las fiebres pauperales. Durante los quince años siguientes crio a sus dos sobrinas como si fueran sus hijas.

Jean-François cogió de repente una piedra y la lanzó hacia la oscuridad.

Catherine empezó a empujar a los dos hombres en dirección a la casa. Fuera de la puerta de la cocina puso una palangana con agua caliente para que se lavaran. Agarró a Jean-François por las muñecas y sumergió sus manos en el agua. Luego le echó una toalla sobre los hombros.

La última vez que se habían sentado juntos alrededor de la mesa de la cocina fue cuando Catherine creyó que estaba a punto de morir. El médico le dijo que era pleuritis. Se negó a ir al hospital. Si iba a morir, quería que fuera entre las cosas que conocía. Sus dos habitaciones tenían lo imprescindible; no había sillón, ni alfombras, ni cortinas. Pero había ciertos objetos que le eran íntimos: la cafetera amarilla, el fogón, que siempre tenía brillante como un caballo negro recién cepillado, su alta cama, la imagen de la Virgen encima de ella, su costurero. La muerte tendría que vérselas con ellos. Todas las noches antes de meterse en la cama, dejaba preparada ropa y medias limpias para que Nicolas supiera exactamente cómo amortajarla.

Una noche que se llegó a verla, Nicolas se fijó en la ropa dispuesta sobre la cama.

«¿Para qué es esto?»

«Para que me vistas por la mañana si estiro la pata durante la noche». Hablaba con un susurro ronco.

En ese momento se oyó algo arañando la puerta y una voz que entonaba, como un lamento:

«¡Cuatro osos salvajes! ¡Los he visto con mis propios ojos embistiendo colina abajo!»

Y entró Jean-François tambaleándose con un rifle en la mano. Borracho se subió a la cama.

«Catherine, ¿qué vamos a hacer sin ti? Me han dicho que estás muy enferma».

«¿Está cargado el rifle?», susurró ella.

Él se lo dio y Catherine sacó los cartuchos.

Cuando estaba trabajando en la casa del médico, recibió una carta de Mathieu que le decía que su mujer estaba muy enferma y que ella debía volver de inmediato. Al marcharse así de repente perdió el sueldo de dos meses. Ella protestó diciéndole a la mujer del médico que nadie podía prever una enfermedad. Para las enfermedades están los hospitales, fue la respuesta. Catherine cogió uno de los atizadores que había abrillantado cada mañana. La mujer del médico chilló pidiendo ayuda. La cocinera acudió en su auxilio; encontró a la señora de la casa agarrada a las cortinas como si la hubieran sorprendido desnuda. Y a la alocada doncella saboyana de pie mirando el fuego con un atizador en la mano.

«Mañana», dijo Jean-François, «vendremos a ponerte las ventosas. ¿Eh, Nicolas?».

«Estaría mejor muerta», dijo ella.

«¡Señor!», gritó su hermano. «Deja ya de decir esas cosas. Mañana venimos».

Cuando llegaron los dos hombres, pusieron leña en la estufa. Ella se desnudó hasta la cintura y se sentó en un silla. «No es la primera vez que ves a una mujer», le dijo a Jean-François.

«¿Qué más da?», preguntó Nicolas. «Vamos a curarte».

Sobre la mesa había un juego de vasos y una vela. Jean-François la encendió, limpió un vaso, rasgó un trozo de papel de periódico y lo acercó a la vela. Cuando empezó a arder lo metió en el vaso. Nicolas apretó con fuerza el borde de este contra la espalda de su hermana. La llama se apagó casi inmediatamente. La piel bajo las paletillas era blanca y suave, no muy diferente de cuando era joven. Con mucho cuidado, Nicolas separó su mano inmensa del vaso, para comprobar si se había hecho el vacío de modo que este se sostuviera contra la carne. Vaso y carne resistieron.

Jean-François preparó el fuego en el segundo vaso.

«Ponlo», dijo, «en donde haya mucha carne».

«Nunca en la columna vertebral», recitó Nicolas.

«Dije que en donde hay carne».

Aplicaron cinco vasos. La piel de Catherine se hinchó dentro de ellos, como los bizcochos en el horno. Se agarraba a la mesa con las dos manos intentando aliviar su dolor.

«No quiero que me oigáis llorar».

«Pues cantaré», dijo Nicolas.

Y cantó:

La vie est une rose

La rose piquera

Cuando llegó el momento de levantar los vasos, lo hizo Jean-François, porque las uñas de Nicolas eran demasiado cortas. Jean-François pasó una uña por el borde del vaso, haciendo una pequeña zanja de carne, para dejar que entrara el aire.

«¡Ah!», suspiraba Catherine conforme iban saliendo los vasos. «Gracias, amigo mío». Dos días después estaba curada.

Ahora, juntos en la misma cocina, los tres estaban alicaídos tras un día de trabajo infructuoso.

«Hay una máquina», musitó Jean-François, «que detecta el agua; como la vara de los zahoríes, pero electrónica. Y encuentra en dónde hay agua sin marrar más de veinte centímetros».

«¿Y en dónde está esa máquina?», preguntó Catherine sentada al borde de la silla.

«La alquilan por setenta mil francos».

«Merde de merde», dijo Catherine.

A la mañana siguiente, los tres inspeccionaron las tres zanjas. Durante la noche, como alentados por todo el trabajo del día anterior, los topos se habían apresurado a levantar sus pequeños montículos por todo el prado. El cavado de las zanjas parecía así menos sistemático.

«En esta tierra», dijo Nicolas casi gritando —y recalcaba cada frase clavando el pico en ella—, «en esta maldita tierra de este maldito prado cubierto por esta maldita niebla, tengo una cita con el diablo».

Por la tarde seguían sin encontrar rastro alguno de la conducción. De vez en cuando, Catherine oía sus voces desde la cocina. No distinguía las palabras, pero el tono, la manera de gritar, le bastaba para saber lo desanimados que debían de estar. «Si no la encuentran hoy no volverán mañana».

Puso más leña en el fogón, sacó las zapatillas del horno y después lo dejó cerrado. «Han perdido dos días por mi culpa», murmuró. Preparó todo para amasar. Cuando tuvo extendida la masa, la cortó en forma de pequeñas bolsitas, lo bastante grandes para alojar una moneda de cinco francos, y las rellenó con puré de manzana. Hizo veinticinco.

Metió los pastelillos, junto con la cafetera, el gnôle y las tazas, en la bolsa de lona, y atravesó el huerto a grandes zancadas. Antes de que los hombres aparecieran entre la niebla, se paró y se arregló el pañuelo que le cubría la cabeza. Les alargó el azucarero, para que cada uno de ellos endulzara el café a su gusto. Ella misma les sirvió un buen chorro de aguardiente en las tazas. Los hombres las sostenían entre las manos, con la vista clavada en la niebla que les envolvía.

«¡Mathieu!», farfulló Nicolas. «Mathieu era un terco. Podría haber tendido la tubería a ochenta centímetros y seguiría estando protegida de las peores heladas. ¡Pero no! ¡Mathieu tenía que enterrarla a un metro!»

«Los topos se la han comido».

«Se ha ido a hacer puñetas. ¡Te lo digo yo!»

Catherine desató las esquinas de la servilleta que envolvía los pastelillos. Estaban ligeramente tostados y todavía humeaban. El aroma hizo que los dos hombres se miraran e intercambiaran una sonrisa de complicidad.

«Solíamos comerlos por Navidad, después de la misa del gallo», dijo Nicolas sin apenas levantar la voz.

«Me vuelve la sangre al cuerpo», dijo Jean-François.

Entre trago y trago de café los fueron comiendo todos.

Cuando se terminaron, Catherine dio la orden: «Se acabó el trabajo por hoy».

Los dos hombres se pusieron los abrigos, y, por común acuerdo, nadie habló de mañana.

Se despertó cuando todavía no había amanecido. No esperaba que los hombres volvieran a trabajar por tercer día. Cuando acabó de echar de comer a las cabras y de limpiar el establo, el cielo estaba tan azul y tan despejado como solo puede estarlo en las montañas. En el valle, a través de la bruma transparente de la madrugada se veía la iglesia, la vaquería, el cementerio, dos cafés, la oficina de correos: el pueblo. Lo peor de la niebla, cuando es de verdad espesa, es que cuelga opaca como un telón. A lo largo y a lo ancho. Lo mejor de cuando se levanta es que aparecen todas las pendientes, y todo es escarpado.

Fue a buscar el agua, colina abajo, atravesando dos prados. Había hecho esto mismo desde que había dejado de manar arriba. Durante toda la vida de su padre y la de su abuelo, el sonido del agua había marcado el punto bajo el cual era fácil llenar los cubos.

Lo que la asustaba era el hielo. Pronto empezaría. Solo cien metros más arriba, hacia La Roche, los pinos estaban cubiertos de escarcha; ni una aguja, ni una tela de araña se había librado del blanco cargamento. Temía resbalar llevando los cubos cuando el camino se helara, y romperse una pierna y quedarse allí todo el día sin que la encontraran.

«Por otro lado, no tendría cabras que cuidar, ni patatas que arrancar, ni gallinas que alimentar. Tendría todo el tiempo del mundo, y podría hacer las visitas que no hago ahora. Pero no quiero morir fuera de casa. Quiero ver cómo pasa la muerte entre las cosas con las que he vivido. Así no me distraeré y podré concentrarme».

En el aire diáfano, un aire en el que los sonidos ya no se percibían amortiguados, oyó la voz de Jean-François, arriba, en el prado pegado al huerto.

«Te voy a decir en dónde. ¡Aquí! Me apuesto algo a que es aquí. Ya lo verás. Caí en la cuenta ayer por la noche. Aquí es donde está. A medio metro de aquí».

Dejando atrás los dos cubos, subió la cuesta casi a gatas. «¡No puedo creerlo!»

No empezaron a cavar por donde Jean-François había hincado la pala para señalar el lugar de la apuesta. Extendieron sistemáticamente la zanja larga y terminaron llegando al punto que él había indicado.

Pasadas dos horas, Nicolas dijo: «Aquí la tierra está removida. Hace cincuenta años, tal vez, pero ha sido removida».

Su impaciencia se traslucía únicamente en que las pausas entre un golpe del pico y el siguiente iban siendo cada vez más cortas.

«¡Ya te lo decía yo!»

Señaló a una marca rojiza del tamaño de una flor pequeña en el fondo de la zanja.

«¡Orín!»

«¡Orín!»

«¡Catherine!»

Los tres observaron la tubería.

«Está bien conservada».

«Es una tubería bien hecha».

Jean-François saltó dentro de la zanja y la rascó con la navaja.

«El metal está todavía brillante por abajo».

«Me lo suponía al ver el óxido».

«¡Ha estado aquí todo el tiempo!», gritó Nicolas.

«Aquí estaba, bajo el prado que decíamos».

«Enterrada a un metro exactamente. Mídela».

Jean-François la midió.

«Un metro justo».

«Ahora no tenemos más que seguirla».

«El manantial no debería andar muy lejos».

Los tres se quedaron mirando a la hierba espesa.

«La habríamos encontrado ayer si hubiéramos continuado», dijo Nicolas contento. Lo inspeccionaba todo: las cumbres nevadas, los riscos, el bosque blanco, los salientes de tierra, el valle. «La habrías encontrado tú, Catherine, si hubieras cavado dos metros más junto a los manzanos». Levantó la vista hacia el inmenso cielo azul. «¡La habría encontrado yo, si hubiera cavado hacia arriba en lugar de hacia abajo! ¡Y Jean-François la encontró en donde había dicho que estaba!»

Impaciente, Catherine empezó a cortar la capa de mantillo. Los dos hombres se alejaron con calma, se desabrocharon la bragueta y orinaron.

Tras cavar media hora más desenterraron el depósito.

«¡Qué tapadera más grande!», exclamó Nicolas. «Debe de tener dos metros de ancho la losa esta».

Nicolas examinó la piedra plana que acababa de descubrir. «De dónde pudo haber sacado semejante piedra. ¡De La Roche, seguro!»

«Necesitamos una palanca para levantarla».

«¿Es una sola piedra?»

«La puso bien puesta Mathieu; él tenía que haber sido. Ya os decía yo que era un terco».

«Va a pesar una tonelada».

«¿Cómo la traería hasta aquí?»

«¡Madre mía! Es grandísima».

«Grande como un sepulcro».

«¡Es el sepulcro de Cristo!»

«El sepulcro de Cristo», repitió Catherine.

Jean-François restregó la piedra con las manos casi tocándola con su barba de varios días.

«Tendremos que empujarla».

Catherine fue al establo a buscar todo lo que se pudiera utilizar como palanca. Consiguieron calzarla con dos barras de hierro, y utilizaron una tercera como palanca. La losa no se movió. Los tres estaban en tensión, al máximo de sus fuerzas.

«¡El sepulcro de Cristo!»

«Estamos abriéndolo».

«¡Abrién-do-lo!»

«¡Arriba!»

«¿Qué hay dentro?»

Jean-François miró por la estrecha rendija bajo la piedra apalancada.

«¡Porquería!»

«¡Dice que la tumba de Cristo está llena de porquería!»

«La mierda de cincuenta años», dijo Catherine.

«Córrela ahora».

«Despacio».

«¡Ahí está!»

En la precipitada corriente de su risa triple, emergían, viraban, desaparecían en un remolino, reaparecían y eran arrastradas, inmersas en la risa, palabras que ya habían utilizado.

«¡Jesús, María y José!»

«¡Mathieu sabía lo que se hacía!»

«No le costaba trabajo».

«Cabría de sobra un cordero».

«El sepulcro de Cristo, eso es lo que es».

Metieron los brazos hasta la altura de la axila buscando la salida de la tubería. Cuando los sacaron estaban totalmente negros. Empezaron a vaciar los sedimentos con un cubo, hasta que el agua dejó de rebosar.

«Corre al pilón, Catherine, y mira si sale el agua».

«¡Ya sale!», gritó. «Sale marrón como el café».

Cuando terminaron de dragar el depósito, el sol ya se había puesto.

Los hombres llevaron las herramientas hasta la casa. Por la tubería pegada al muro, al abrigo del alero, salía un gran chorro de agua. Al caer, formaba una madeja plateada.

La cocina estaba caliente. Catherine se apresuraba de un lado al otro de la habitación, entre el fogón y la mesa, sirviendo a los hombres.

«¡Pero siéntate ya, mujer!»

«Nunca habría pensado que ibais a volver hoy», dijo.

«Esta noche va a helar».

«El agua del manantial no se hiela nunca», respondió ella.

«Hoy era el último día que podíamos haber cavado».

«Si me hubieran preguntado esta mañana, nunca habría dicho que ibais a venir los dos».

«Siempre has esperado demasiado poco, Catherine», dijo Jean-François.

«¡Escuchad un momento!», interrumpió Nicolas alzando la voz.

Los tres dejaron el cuchillo sobre la mesa y escucharon el frívolo sonido del correr del agua al otro lado de la ventana.