Dos

La casa se hallaba en las afueras del pueblo, en un lugar a trasmano solamente visitado algunos domingos templados por unas pocas parejas de excursionistas. Una quinta residencial desplazada de lugar y de estilo que nunca —pese a la buena voluntad de tantas balaustradas, y florones, y terrazas, y gozosas pérgolas que allí amontonó un maestro aragonés, famoso en Región hacia los años 80— acertó a representar el papel de formal frivolidad a que sus infantiles amos un día la destinaron; rodeada de una pequeña huerta baja, que hoy es una selva de corpulentos matorrales; erigida sobre una terraza de años ha desaparecido jardines italianos trazados con macizos de boj y mirabel muy pronto devorados por la violenta jara y el correoso y enfermizo yezgo, donde se ocultaba una caldera abandonada color minio y unas aletas de automóvil, obsequios de la guerra. Empero se conservaba todavía un antiguo cenador estilo floreal, un montón de herrumbre junto a una fuente con el agua más pura y fría de la comarca dignificada en otro tiempo por leyendas paganas, y cerrada por cuatro higueras estériles, donde aún se jugaba a prendas y se abrían sandías aquellas tardes de meriendas dominicales que preludiaban el sacramento, y donde algunas veces colgaban bragas rosas y delantales de niños gitanos.

Un día empezó a salir humo, antes de la muerte de Rosa.

Se pensaba que un algo remanente que a duras penas podía llamarse orgullo le había impedido colocar un cartel de venta, aun cuando la casa hubiera pasado a la propiedad de ratas y gatos famélicos y esporádicos mendigos que dormían junto a la caldera, y familias de gitanos que extendían sus mantas comidas por los ratones en las oxidadas pérgolas.

Pero un día se encontró la entrada cerrada por un alambre espino sujeto a dos tablas.

Se había obstinado en no manifestar públicamente la puesta en venta de la casa, aun cuando los restos de la familia —dos mujeres de diferentes edades, cuya mutua relación nadie era capaz de abonar— se vieron obligados a retirarse a dos habitaciones sombrías de una casa arrabalera, pintada de azulete, que el doctor Sebastián les había proporcionado por un alquiler de unas pocas pesetas mensuales. Ella había rehusado desde un principio la hospitalidad del doctor, a quien ni siquiera atendió, ni vio, ni escuchó, ni toleró que le acompañase y le ayudara en la mudanza, una pálida y boreal mañana del invierno de mil novecientos treinta y tantos. El propio doctor hubo de contentarse con verla a través del cristal: un carro cargado con dos arcas grandes como dos sarcófagos, dos testeros de cama metálica y un rollo de colchones, a donde se agarraban las dos víctimas zarandeadas por los bandazos del carro, mirando al frente con la altiva y jaque y pretenciosa indiferencia de un par de aristócratas condenadas por el terror, conducidas a la guillotina. Tampoco le abrió la puerta una vez instalada en la nueva casa, continuando la labor —junto a la ventana— que había suspendido por unas pocas horas aquella misma mañana para recoger los bártulos y cerrar la casa definitivamente, por primera vez desde el origen de la labor.

Era algo más allá o más acá del orgullo, una suerte de irresponsable y anacrónica indiferencia que le impedía toda relación y cualquier movimiento, por lo menos abrir la puerta e introducir en una casa a un caballero —por mucha que hubiese sido su amistad con la familia—, cuya visita a esas alturas ni siquiera podía estar justificada por razones profesionales. Ni contestó —la cabeza color lana caída sobre su pecho, un destello de los lentes de plata— al devoto saludo conservado intacto desde los tiempos del Casino, haciendo referencia al intacto estado virginal, puesto un día a prueba; otro, en entredicho.

Pero tampoco, que se supiera, había recibido nunca una oferta de compra.

A partir de aquel momento se empezó a sentir en el pueblo cierta ola de afecto por la señorita Amelia, una de las más significativas reliquias de las grandes familias, de un pasado que incluso había perdido la facultad de ser tema de conversación en las vespertinas tertulias y los juegos de cartas invernales. Ahora, desalojada de su arruinado castillo y expuesta en una ventana a la pública luz de una bombilla mortecina en una encrucijada arrabalera —pisadas de caballos y ladridos lejanos y gallos que cantaban por el estiércol—, era capaz de despertar entre los nuevos nombres (los nombres que no decían nada y que en diez años se habían hecho sinónimos del poder a fuerza de recorrer todas las presentes y futuras secciones de periódicos regionales y provinciales, desde las presidencias de jurados y concursos de atletismo y juegos florales hasta las delegaciones provinciales, pasando por todas las presidencias de duelos) esa mezcla de compasiva curiosidad y reservada satisfacción que provoca un fakir en un escaparate, para reclamo de unos almacenes.

Ella nunca admitió los encargos. Parecía que su misión en esta vida era coser y bordar indefinidamente, deshaciendo y reanudando con la ciega energía de un Sísifo la labor de 1930 ó 40 ó 50 en aquellas largas temporadas de penuria en que era imposible adquirir nuevo género. Fue Rosa quien, en la idea de no perturbar la quimérica y frágil existencia de la señorita Amelia con un nuevo problema económico, tuvo que aceptarlos inventando historias de apresuradas prometidas compañeras de novena y falsas catequesis para las que la fecha de la ceremonia era todavía, como en los buenos tiempos del Casino, pura cuestión de ajuar.

Rosa era una muchacha alta y nariguda y desprovista de gracia, que a la sazón había entrado en una misteriosa edad, no joven ni madura, ni bien conservada ni avejentada, de marcado carácter piadoso. No tenía edad, exenta del paso de los días y los años por obra y gracia de un eterno hábito negro y un delgado cinturón de cuero negro, un buen número de rosarios y triduos que la hicieron acreedora de la plena indulgencia terrenal. Había nacido junto a la señorita Amelia, de manera espontánea, y a su lado había surgido días después, vestida ya con el hábito negro y rematada por el moño, despidiendo un tufillo personal y adoptando la postura de la máxima supervivencia —indiferentes, inmemoriadas y quietas— para formar la polvorienta, hosca y sobresaturada estampa de una ayer inmóvil e intangible, completando, por un lado, la insuficiente realidad de todo un pueblo desarraigado, impugnado, desde sus dos sillas bajas de esparto, la sentencia del tiempo irreflexivo y torpe, entre aromas de ropa blanca recién lavada y suelos de estiércol y pisadas de caballos, muy lejos de las luces fluorescentes y los aparatos de radio y los camiones de pescado. Un resto de otra edad, un sepulcro andando —se había dicho en Región—, el último vástago de toda una rama degenerada, reducida hoy al estado fósil por no haber sabido abandonar a tiempo aquellas ideas de nuevo cuño que un día germinaron y encumbraron la familia. Una pobre tonta engañada por una sociedad en quiebra y obligada ahora a saldar la cuenta a los nuevos acreedores, hombres y nombres de nuevo cuño que sabían olvidar, que a sí mismos se consideraban tan lejos del orgullo como para saber perdonar y socorrer a una pobre vieja ñoña, tan necesitada de la consideración y la estima de sus vecinos como de las quince o veinte pesetas que podría sacar de las toquillas mañaneras para las embarazadas de turno. Y en verdad se habían creído superiores en otros tiempos, cuando ni siquiera sabían sus nombres ni se atrevían a aparecer en público ni pregonaban ideas de reivindicación social que nunca alimentaron.

Un día se supo que tampoco era orgullo lo que le quedaba. Probablemente no recordaba nada de lo que podía enorgullecerse ni se había formulado jamás una comparación entre sus semejantes; no había llegado a comparar más que algunos colores muy próximos: rosas y cremas crudos y anaranjados, diferentes clases de hilos y lanas guipur para encajes reticella y Richelieu, y un día —algo más tarde— la figura recortada detrás de la persiana verde con un tránsfuga del ayer. Hubiera necesitado demasiada memoria y buena voluntad para mantener semejante orgullo; era como mantener la casa de Nueva Elvira, tres plantas, y huertas, y jardines, y establos, y caballerizas, y salas de cazadores, y fuentes, y chimeneas, con la pensión vitalicia que, a nombre de Rosa García, su padre le dejó en un banco de Macerta, y que Rosa estaba encargada de cobrar una vez cada dos años para no consumirla en los doce viáticos anuales. Sin duda, su cabeza estaba hueca (delegada en el interminable coser y bordar y pespuntear las interminables sábanas y juegos de mesa que pasaban por su regazo —como hubieran pasado chapas de palastro por una cizalla eléctrica— para ir a aumentar el contenido de dos arcones de madera trabajada protegidos con centenarias bolitas de alcanfor y papeles de periódicos y anacrónicas y descaradas maculaturas que aún voceaban en el fondo de la caja todas sus guerras, y victorias, y sus crisis, y sus catástrofes, y todas sus solemnidades, y homenajes sin fin, y sucesos sangrientos, y centenarios, y coronaciones marianas, y ecos de la provincia, y discursos inaugurales, que aún trataban de salir a la superficie y abandonar el vergonzoso cautiverio de un arca arrinconada, destacando sus letras sobre las planchadas sábanas) transferida de los débiles pliegues cerebrales a los blancos pliegues de la ropa impoluta atesorada y protegida en dos arcas que constituían todo su patrimonio. Un antiguo olor a alcanfor, una mancha ocre, casi rosa, en uno de los pliegues cimeros. Pero eso fue más tarde.

Antes se supo que la casa no estaba en venta no porque aún quedara un remanente de orgullo que la impidiera poner el cartel, sino porque desde mucho tiempo atrás, antes de la mudanza, una parte o la totalidad de la finca no le pertenecía. Siempre se había dicho que, aun cuando su padre no la había dejado un céntimo al morir, al menos había legado una finca que, bien administrada, le hubiera permitido algo más que un buen pasar para el resto de sus días.

Cuando murió su padre —los que le habían conocido (y sin dejar de considerarse sus amigos, habían dejado de frecuentar la casa) encargaron, a sabiendas de que en su casa no iban a encontrar un clavo, una caja para un hombre de 1,80 de talla; debajo de la cama mortuoria había lo menos un centenar de botellas vacías, y en ella, apenas cubierto con una sábana, con la misma indumentaria y postura con que exhaló su último suspiro, el cadáver del viejo Gros del tamaño de un escolar, un sonriente y colorado esqueleto cubierto en parte por una delgada piel con manchas rojas, rota en el cuello y en la barbilla; cuando lo depositaron en la caja sobraban más de dos palmos, y para evitar que bailara durante su transporte tuvieron que rellenar el hueco con unas cuantas pelotas de papel que la señorita Amelia —sin levantar la vista, sin abandonar la labor— les autorizó a coger del arca donde ella las guardaba; ella no abandonó su habitación en la planta baja; no les abrió ni les saludó, vuelta a la luz cuando entraron por el papel, sentada y reclinada sobre la ropa, la mano roja pequeña moviéndose bajo la cabeza color lana detrás del cristal cuando la caja, a hombros de unos cuantos verdaderos amigos, se perdió de vista —solamente Rosa asistió al funeral.

A partir de aquel momento comenzaron a correr por el pueblo, entonces agonizante, toda suerte de historias sobre la familia Gros. Se decía que ella era una santa; su padre, un monstruo. Su padre, un hombre débil; ella, la encarnación de la crueldad; su padre, un histérico, comido por la envidia, un histérico de pueblo; ella, una resignada, arrastrando la resignación hasta los límites de la crueldad. Al parecer, padre e hija habían suspendido toda relación a raíz de un acontecimiento pueril, inadvertido incluso para aquellos que hoy lo contaban al detalle en la reposición de un drama de 1910: ella, la esquiva y atolondrada heredera, abandonó la celda de la virtud para buscar la compañía de un cazador de dotes, una tarde de paseo por el camino de Macerta, ensayando los primeros lances; los primeros y balbuceantes giros y artificiales sorpresas ante un hombre moreno que acababa de inventar la sonrisa, una mirada sombría y agresiva, hablando de sí mismo y de las grandes pasiones con singular aplomo y gravedad. Y al instante siguiente su padre, enmarcado en el umbral de su habitación (su hermano, el violento, detrás, clavaba sus ojos a la altura de los hombros de su padre). Y al siguiente, una ardiente noche de lágrimas. Y al siguiente, un intento de fuga. Y un día, unas voces de noche, una entrevista clandestina, un cambio de reliquias y un principio de juramento que había de provocar la segunda fuga abortada. Y de repente, sus puños golpeaban furiosamente la puerta cerrada, mientras su hermano, el violento, corría con sus perros hasta derribar en el camino al fugitivo prometido; las lágrimas en el suelo; el dolor en el cuello y el hambre; la luz debajo de la puerta y los pasos que volvían por la alfombrada escalera, sellando una era de dolor: un primer pliegue de un velo impoluto depositado con cuidado funeral en el fondo de un arca tan profunda como una fosa donde descansaban los no-restos, los gestos frustrados de un doliente ayer, la relación de las ilusiones fallidas a la memoria que se negaba a considerarlas.

No se trataba, pues, de orgullo: eran unos cuantos créditos firmados por Tomás Gros y comprados al veinte por ciento de su valor por una enésima persona a los antiguos acreedores —desde los tenderos de ultramarinos hasta los banqueros de Macerta—, contentos de haber salvado el sesenta por ciento de su dinero, abonable en dos años, sin necesidad de provocar el desahucio y la venta pública de los bienes de Nueva Elvira en vida de la señorita Amelia. Ella no les recibió. Eran ocho o diez, sin acompañamiento notarial, que estimaron oportuno retirarse y volver a guardar sus pagarés cuando Rosa abrió la puerta y un tufo a podredumbre les alcanzó las narices: unas sillas sin patas tiradas por el recibidor y un despojo de gasa agujereada trataba de suplir la ausencia de cristales en el ventanal de la escalera, hinchándose con la brisa vespertina para medir como un balón de oxígeno la agonía de la casa, tanto o más elocuentes que el informe de un tasador oficial de la Caja de Ahorros.

Cuando el doctor Sebastián y el oficial del Juzgado fueron a visitarlas, solamente lograron hablar con Rosa (un hábito negro, el peculiar aroma de su virginidad). Ella debió comprenderlo y se lo repitió a sí misma —no a la inteligencia desaparecida ni a la memoria cerrada con llave, sino a las pequeñas manos rojas que por un instante suspendieron el trabajo—, se lo dijo; para colocar en sus manos abiertas la bobina de lana nueva con que había de formar una nueva madeja, como toda respuesta.

No hubo lanzamiento. Se dijo que el nuevo propietario respetaba la presencia de la señorita Amelia como la habían respetado los acreedores de su padre. Pero un día salieron, montaron en el carro y atravesaron el pueblo, bamboleándose, con la mirada estúpidamente clavada en el frente, tranquilas y tiesas como dos imágenes paseadas en procesión por un gremio de borrachos, para ser entronizadas en la nueva enjalbegada capilla arrabalera de donde habrían salido cinco o diez o mil kilómetros de sábanas bordadas, si, como decían las curiosidades de los almanaques, se hubieran colocado una detrás de la otra.