Cinco
Los primeros disgustos debieron llegarle a mi abuelo a causa del mismo ferrocarril, a cuya construcción había contribuido en su juventud. Mi abuelo, empujado tanto por su familia política como por su propio y maligno interés en superarla, ayudarla e incluso subordinarla, había dividido su fortuna entre la casa, las minas y el ferrocarril, creyendo que jugaba a tres paños distintos. A los cuatro años sabía que los dos últimos eran de la misma paridad (y de color rojo); pero, al menos, murió creyendo, convencido ya de que todo el paquete de acciones del ferrocarril y de la Consolidada Metalúrgica valía tanto como los cartones que pintaba su hija mayor, que dejaba una casa y una finca que permitiría vivir más que desahogadamente a diez generaciones de Benzales si se sabían mantener arrimados a la tierra, apartando de sus cabezas todas las lucubraciones industriales. A este respecto, las primeras inquietudes que asaltaron al viejo vinieron del lado de su hijo mayor, el famoso tío Enrique. Cuando se convenció de que Enrique había muerto, debió quedarse más tranquilo, considerando que con la desaparición del único hijo derrochador, jugador sin fortuna y cabeza perdida de la familia, la continuidad de la casa y la fortuna estaban aseguradas y garantizadas por las virtudes domésticas de las mujeres.
El tío Enrique había abandonado el hogar paterno antes de que yo naciera. Su nombre no se pronunciaba en la casa más que cuando mi abuela o mis tías se veían obligadas a hacer uso de las palabras supremas para reconvenirme y mantenerme a su lado.
—Estate quieto. A ver si vas a salir como el tío Enrique.
Cuando mi madre venía a San Quintín a pasar tres o cuatro días de descanso yo la recibía con todo el repertorio de preguntas:
—Mamá, ¿qué le pasó al tío Enrique?
—Se fue, hijo; se fue muy lejos. Ahora a dormir.
—¿Adónde se fue, mamá?
—A América, hijo; a ver si te duermes.
—¿Dónde está América?
—Al otro lado del mar. Muy lejos.
—¿Y por qué se fue el tío Enrique a América?
—¿Es que no te vas a dormir en toda la noche, hijo?
—¿Es que era malo?
—¿Quién?
—El tío Enrique. ¿Por qué era malo?
—No era malo, hijo. Quiero que te duermas, ¿eh?
—¿Por qué dice la abuela que era malo?
—Voy a apagar la luz, y no quiero oír una palabra más. Buenas noches, hijo, que descanses.
Mi madre y el tío Enrique debieron ser los dos hermanos que se querían. Eran el mayor y la menor separados, como las riberas de Italia, por una cordillera de hermanas huesudas y tiesas que les cerraba la vista y apenas les dejaba moverse. Pasando por alto las locuras que debió cometer el tío Enrique y la serie de complicaciones en que debió meterse —y que al llegar a un punto de ebullición debieron obligarle a abandonar su propio hogar—, lo cierto es que fueron las únicas personas de aquella familia que quisieron vivir con un poco de alegría: eran los únicos, ya de niños, que se escapaban de la casa, se iban a la vendimia o cogían el caballo al trote por el camino, con el mozo en la grupa saltando como un pelele; porque, como decía mi abuela, «nunca ni Emilia, ni Blanca, ni Carmen le dieron el menor disgusto». Carmen era la anterior a mi madre; una belleza desgraciada, frágil y nerviosa, que se comía las uñas, padecía insomnio y mantuvo a la casa toda su vida en permanente alerta farmacéutica, pero que, por paradoja, llegó a ser la última superviviente, acaso porque había logrado a fuerza de dramatismo musical —para el que se creyó predestinada desde los dieciséis años y que se inoculó el resto de su vida— convertir sus entrañas en parafina; murió el año 44, heredera universal de todas las deudas contraídas por los Benzal, sin haber logrado interpretar correctamente una sola vez el adagio de la sonata Waldstein.
La época más feliz de mi madre —acaso la única— corrió entre los últimos años del siglo pasado y los tres o cuatro primeros de éste, y no tanto porque entonces tuviera ella sus diecisiete o sus veintidós años, sino porque su juventud coincidió con el despertar de aquella primera generación nacida en un momento único. Eran los hijos de los primeros colonizadores que («¿y qué es una generación, señor Huesca, a la vista de lo que les espera, sino un grupo de gente condenada a nacer en el mismo momento, condenada a sufrir la misma época y la misma suerte? ¿Qué puede ser una generación sino la premonición, prefiguración y colectiva demostración de un fracaso? ¿Es que no se da cuenta, señor Huesca, que lo poco que escapa al fracaso escapa también a las generaciones?») podían empezar a reírse de las locuras de sus padres, portavoces inconscientes de un destino que empezaba a insinuar en ellos las primeras muecas atroces de la burla. No en los salones del Casino ni en los bailes de juventud organizados por eructantes tías que ingerían el té, sin tener adaptado el organismo, por razones civiles, sino puertas afuera: corrían entre los alcornoques de San Quintín, sacaban de noche los caballos de las cuadras paternas y... se bañaban en el Torce. Incluso mi madre y mi tío Enrique subieron más de una vez al automóvil que se había comprado un joven de Región (se debían subir unas quince personas) para hacer excursiones por la carretera de El Salvador hasta aquel famoso balneario... Y, sin duda, vivieron más de una de aquellas noches insensatas que había de acabar con la fortuna de sus padres y todos los afanes civiles de las tías empolvadas y eructantes. Por lo mismo que no fueron los bailes del Casino y las fiestas de beneficencia, a donde los hermanos acudían estrechamente vigilados por la tía Emilia y la tía Blanca, «la pareja de servicio», fueron las noches de aquel meteórico falso balneario donde se condensó toda la electricidad suficiente para cargar la tormenta que había de arrasar Región y toda la comarca, sepulta bajo dos palmos de barro y ceniza. Allí se conocieron mis padres. Los dos hermanos escapaban de noche, refugiándose en casa de Cordón, donde escondían los trajes de noche y los disfraces, para vestirse en la pequeña alcoba del matrimonio y acudir a la cita con el automóvil, ocultos en el carro del viejo guarda. Más de una vez mi madre entró en el salón con el pelo salpicado de paja, mi tío Enrique sacudiéndose el grano de las perneras. Un día, o más de un día, llevaron también a Eulalia, la hija de Cordón, que miraba boquiabierta el traje de mi madre, sosteniendo la vela; mi madre le dejaba un vestido, la peinaba y empolvaba a toda prisa, aconsejándola que no se quitase los guantes, «y no harás esto y no harás lo otro, y en cuanto al joven Adán, le tienes que decir que...», mientras le apretaba el talle, entre el asombro y la connivencia del viejo matrimonio. Entraba en el salón principal boquiabierta y un poco colorada (con unos ojos profundos de una belleza repentina) del brazo de mi tío Enrique, para volver al amanecer a casa de los guardas, riendo y dando vueltas todavía. Mientras se volvían a cambiar de ropa la señora Cordón les preparaba un poco de leche caliente o un almuerzo ligero, algo que desde aquel primer «¿por qué no pasáis a tomar algo?» fue convirtiéndose para toda la gente del automóvil en una imprescindible prolongación, desayuno y epílogo y hasta segundo y más íntimo baile en la cocina del viejo Cordón.
Cuando mi madre decidió casarse —no había cumplido aún los veinte años— sólo encontró el apoyo del tío Enrique. Él fue el primero que habló del asunto a su padre, el que intentó por todos los medios llevarle a la razón, el que —abandonada ya toda esperanza de comprensión— trató de arbitrar un paso sobre el abismo de dos actitudes obstinadas. Por desgracia, el juego y la bebida y el desinterés por los asuntos paternos habían aureolado, a los ojos de mi abuelo, de tal forma a mi tío Enrique que todo su interés no sirvió más que para ensanchar el abismo y encerrar a los abuelos en la actitud más ridicula. Pero, a la postre, él le ayudó a procurarse un modesto ajuar, facilitó su salida de la casa y apadrinó su boda en una parroquia humilde de los arrabales de Región.
Cuando a los cuatro años mi madre tuvo que volver a San Quintín viuda y con un hijo que no tenía el año, el tío Enrique ya había desaparecido y el abuelo había muerto. Tuvo que hacerlo obligada por su carencia total de recursos y el precario estado de mi salud, necesitado de aire puro y alimentos frescos. Cuando a los cuatro años ya estaba familiarizado con la casa y las tías, empezaba a leer y mi salud se había robustecido al lado del viejo José, mi madre no vaciló en dejar la casa de nuevo y buscarse un trabajo en la capital, que nos había de permitir, en su día, vivir independientemente y costear mis estudios. Por eso, a partir del momento en que tuvimos que vivir separados, no viéndonos más que sesenta días al año, mi cariño hacia ella fue creciendo hasta un punto quizás exagerado y enfermizo.
Con la muerte del abuelo y la desaparición de los dos hijos alegres la casa entró en su declive. No quedó allí más servidumbre que el viejo José, a punto de perder el habla y todas las expresiones faciales, y Vicenta, una cocinera semisorda y tan beata que todavía me asombro de que en aquella casa se pudiera cenar otra cosa que cirios y calvarios; bien es verdad que la sopa que allí se ingería, en un silencio de sacristía —bajo la luz de una lámpara de flecos que había sustituido a la gran araña— acompasado por los sorbos de mi abuela y coreado por las tías al igual que el rosario familiar, no tenía más sustancia —como llegó a decir no recuerdo quién— que el gusanillo del escapulario que todas las noches introducía la vieja Vicenta en la olla cuando el agua empezaba a subir. Desaparecieron muebles y se cerraron habitaciones inútiles; toda la casa se redujo a cuatro dormitorios, un comedor y el cuarto de estar, así como el salón de sesiones, siempre cerrado, preparado y conservado para la media docena de recepciones anuales y veladas de buen tono con que mi abuela pretendió alejar durante algunos años el espectro de la ruina. La casa se fue ahuecando, abarquillando y agrandando; se fue cubriendo de polvo y manchas de humedad, las escarpias mortíferas aparecieron por los pasillos en penumbra, y unos visillos agujereados se hinchaban y deshinchaban al compás de los torturados adagios, los malogrados ecos de Weber y Beethoven con que mi tía Carmen se demostraba capaz de adelantar a su antojo la hora del crepúsculo.
En la casa de Cordón no quedó más que una pobre mujer repentinamente envejecida y craquelada. Mi abuela me había prohibido rondar la casa; era un espectro color lana cruda que por las mañanas salía a recoger manojos de leña y fajina bajo los olmos, corriendo a refugiarse en la cabaña tan pronto como se oían unos pasos sobre la hojarasca; que dejaba pasar las tardes sentada en un rincón del suelo, contando una y otra vez el dinero que guardaba en la vieja caja de frutas, vestida con un viejo traje de noche deshilachado, de amplio escote y color azulón, o mirando al techo, meneando la cabeza desgreñada y canturreando entre risas convulsas y violentos hipidos, meciendo en el aire el fantasma de un niño.
Una tarde que había acompañado a José a recoger unas patatas —unas patatas pequeñas y negras como higos secos que él cultivaba en la antigua alberca— vimos un hombre a caballo que se acercaba lentamente hacia la casa. Había estado lloviendo y las gotas brillaban aún en las ramas; llevaba un sombrero ancho y claro, un grueso abrigo con el cuello subido, y se dejaba llevar por el caballo, con los ojos casi cerrados. Cuando llegó a nuestra altura José se adelantó al camino, dejándome al cuidado de las patatas. Sólo vi una cara muy negra, pequeña y arrugada como la de un chino y una voz que le hablaba a José con un acento cantarín que yo no había oído nunca. Aquella tarde hubo gran agitación en la casa antes de cenar; mi abuela se paseaba por el comedor y el cuarto de estar retorciendo entre sus dedos una punta de la mantilla mientras la tía Carmen tocaba el piano más traspuesta, equivocándose más que de ordinario, hasta que la abuela le cerró el piano de un manotazo, no pillándole los dedos por un pelo.
Me dieron de cenar solo, en la cocina, mientras a través de los tabiques se oía el traslado de muebles; me acostaron en la habitación de la tía Carmen, en un colchón en el suelo junto a su cama. Una detrás de otra vinieron las tías y a la tercera logré convencerlas de que dormía. Luego las oí cenar y sorber y suspirar más hondo que de costumbre; mi abuela levantó la voz un par de veces. Muy tarde —pero yo seguía a la escucha, contando con los dedos para mantener la atención despierta— se oyó el ruido de un coche en el jardín y las cuatro mujeres se levantaron de la mesa a espiar detrás de las persianas.
—Vete a ver si el chico duerme.
No pude verle llegar por el camino, porque la tía Emilia se quedó mirándolo desde la ventana hasta que mi abuela la llamó quedamente, asomada al quicio de la puerta.
—Baja, Emilia; alumbra la escalera.
Era un coche cubierto, de un solo caballo. Reconocí al que había llegado aquella tarde, que ayudaba con sumo cuidado a bajar del coche a otro hombre más corpulento que él; se cubría también con un sombrero muy ancho y un gran capote que casi le llegaba a los tobillos y se diría que no le quedaban fuerzas ni para subir los tres escalones. Pegado al cristal, casi podía oír su respiración jadeante más alta que los bufidos y el piafar del caballo. Cuando llegó ante la puerta —el pequeño le sostenía a su izquierda, pasándole la mano bajo el brazo— levantó la vista hacia la casa. La puerta se había abierto y el umbral se iluminó con el farol de la tía Emilia; una cara barbuda, comida por la fiebre, sosteniendo con las orejas un sombrero que le venía grande, un gesto inquieto, extrañamente vacilante y contradictorio como si tratara de avanzar con un paso atrás hacia la celda del olvido.
Durante algunos días permanecieron cerradas la puerta y la ventana de mi cuarto. Mi abuela no me dejaba acercar a él, vigilándome de cerca para impedir cualquier indiscreción, pero incapaz de una explicación más satisfactoria que el dedo índice en los labios de una tía, cuando llamaba con los nudillos a la puerta del cuarto, con un vaso de leche caliente y un plato con una pastilla.
—¿Verdad que es el tío Enrique, José?
José había dejado de hablar. A lo más, lo único que sabía hacer era soltarme un codazo cuando me ponía muy pesado, siguiéndole a dos pasos con una pregunta insistente:
—Se lo preguntaré a mamá cuando venga.
Un día, al fin, las cuatro mujeres cosían; de improviso levanté la vista abandonando la lectura de un cuento anticuado que habían colocado en mis rodillas y pregunté: «Abuela, ¿por qué no se levanta el tío Enrique?» La costura se detuvo; mi abuela se levantó dejando la labor en la silla para pasear una mirada de represalia por encima de las tres cabezas humilladas. Pero a partir de aquel momento de alguna manera se admitió mi complicidad en el secreto. Se suspendieron los conciertos y volvimos a cenar todos juntos; pero la abuela no abandonó la casa ni para ir a misa los domingos.
El otro hombre también vivía allí. Por la tarde, antes de oscurecer, bajaba a la cocina a pelar unas patatas o hacer una especie de puré blanco con una harina especial que llevaba en un saco pequeño. Tenía unos ojillos vivos de animal de monte y siempre se sentaba en el suelo, con una manta sobre los hombros aunque fuera verano, a darle vueltas a la papilla con una cuchara de palo o a afilar un palo o a tallar una tabla mientras cocía la papilla a fuego lento. Un día que nadie me veía llamé a la puerta con el mismo tono que mi tía, casi a la misma hora; la puerta se abrió despacio, sólo lo suficiente para que yo metiera la cabeza; la habitación estaba a oscuras, la persiana echada. Había un olor muy penetrante a medicinas y pomadas, y apenas pude llegar a vislumbrar el bulto en la cama, que jadeaba en la oscuridad, porque cuando el pequeño me vio asomar —se sentaba junto a la puerta con la manta sobre los hombros— me plantó toda la mano en la cara y me echó fuera.
Más tarde me enteré de que era indio, creo que de Méjico. Tenía la cabeza muy pequeña y andaba muy deprisa por el monte; más de una vez le seguí —aunque él cada diez pasos se volvía para rechazarme, queriendo asustarme con gruñidos y caras raras—; buscaba unas hierbas silvestres que se llevaba en manojos a la habitación y cortaba unos tallos de arbustos que luego picaba en la cocina en trozos muy pequeños, los machacaba en un almirez, dejándolos secar, quemándolos y haciendo no sé qué cosas más para sacar un poco de líquido transparente que guardaba en una botellita de barro cocido. Pero raras veces se separaba del cuarto, nunca de noche; dormía con la espalda en la puerta, sentado en el suelo con los brazos cruzados y la manta sobre los hombros, hincando la barbilla como un pájaro y sosteniendo en la mano derecha, bajo el sobaco, aquel cuchillo curvo que no dejaba a nadie, cuyo filo pasaba y repasaba mil veces con el pulgar, traspuesta su mirada, mientras hervía la papilla.
Sólo le vi una vez, un instante entre dos sueños. Era de noche todavía, aunque ya empezaba a clarear. Me desperté sabiendo que junto a mi cabecera había una sombra muy alta que jadeaba como un perro despidiendo un aliento caliente, dulzón y fermentado como un pepino en vinagre. No tuve miedo; sólo sé que no tuve miedo; tenía el pelo alborotado, la barba le salía por todas partes, el capote echado sobre los hombros y el cuello abierto, por donde asomaban unas canas. Me estaban mirando unos ojos hundidos y sombríos, retrocediendo y ocultándose en su vértigo tenebroso, tambaleándose como una conjurada aparición, cuando a mi lado surgió la voz de la tía Carmen: «¿Qué haces ahí, Enrique; pero qué haces ahí? Vete ahora mismo de aquí», incorporada sobre el costado de su cama.
Más tarde fue José, mientras el indio afilaba un palo, quien me advirtió que no lo dijese a nadie, porque mi tío estaba muy enfermo. Se decía que había matado a un hombre en América y que le estaban buscando para vengarse. Por eso se había escondido allí, sin salir de la habitación, acompañado siempre de un indio fiel que le cuidaba y le protegía.
No volví a verle; desaparecieron a los pocos días, aquel mismo otoño de 1915, sin que yo me enterara cómo ni cuándo, y su nombre no volvió a repetirse en San Quintín hasta el día que toda la familia —mi madre y Eulalia, llorando, vinieron a San Quintín sólo a eso— asistió a sus desiertos funerales en la abandonada capilla de la casa, último oficio que se celebró en ella. No supe nunca dónde murió ni si al final fue víctima del apetito de venganza que le perseguía. Recuerdo que se dijo algo de un manicomio, un sanatorio o no sé si un penal. Mi abuela reclamó después su cadáver y le enterraron en la fosa familiar, en el terreno que había cedido mi abuelo para cementerio de la futura comunidad de San Quintín.