PRÓLOGO

Félix de Azúa

Así como en las costas se alzan los rascacielos para ver cómodamente la playa y el mar, pero al precio de destruir la playa y el mar que pretenden contemplar, así también la literatura sobre literatura cumple a veces esa por lo menos paradójica función. Mi intención no es, desde luego, ponerme como una barrera delante del texto, ocultando la vista de lo que yo pretendo ver. Más bien, a ras de suelo, voy a dejar algunas pistas que puedan servir de guía al excursionista. Garabatos de tiza sobre una piedra, trazados por alguien que ya hizo ese recorrido y cuyo único mérito es haber pasado antes. Por tal razón, quienes deseen seguir leyendo este prólogo, son humildemente invitados a hacerlo después de haber leído los cuentos.

Nadie que en 1961 hubiera hojeado aquel feo libro cuya cubierta gris se adornaba con una fotografía de mala calidad en la que aparecían cuatro ramales del ferrocarril de la estación de Lugo de Llanera en tan pésimo estado que sólo podían pertenecer a un monopolio español, habría dado un duro por su autor. De hecho, nadie lo dio. Ni el editor, ni la crítica, ni los posibles lectores, los cuales, por aquellos años, preferían leer a Ignacio Agustí o a Álvaro de Laiglesia. Y sin embargo, aquel era el primer libro del mayor talento literario de la postguerra. Se trataba, además, de una extraordinaria colección de relatos sobre la que no caería el tiempo y buena prueba de ello es la presente edición, a treinta años de la primera, más fresca que nunca.

Hasta tal punto no es exagerado decir que nadie hubiera dado un duro por Nunca llegarás a nada que fue el propio Benet quien hubo de proveer las doce mil pesetas que importaba la impresión de los mil y pico de ejemplares de aquella primera edición. El propietario de la editorial Tebas, don Vicente Giner, que con excelente criterio comercial se había negado en redondo a imprimir el libro, incluso pagándolo su autor, antes de compadecerse del mismo y liquidar, con las doce mil pesetas, una deuda contraída en cierta cafetería de la Cuesta de Santo Domingo, consiguió vender un centenar de ejemplares, aunque un cliente de León le conminó a devolver el importe del libro {sesenta pesetas) tras leerlo. Sólo dos críticos saludaron al nuevo autor; Melchor Fernández Almagro, muy favorablemente, en ABC; y Santos Fontenla, sañuda y despectivamente, en Ínsula.

Es comprensible que así sucediera. A comienzos de los años sesenta algunos españoles cultos —muy pocos, quizás mil o dos mil— leían novelas de Robbe Grillet y veían películas de Antonioni. En ambos casos el protagonista solía ser un muro desconchado o, con mucha suerte, un ventilador. Se trataba de un mundo sólido, sin sujetos, y muy indicado para el análisis marxista. La parálisis en que había quedado el continente, tras una guerra mundial en la que el predominio de la maquinaria había sido absoluto, tenía trazas de prolongarse.

Pero el primer libro de Benet no cuadraba con esa imagen de hormigón. No traslucía la más mínima preocupación existencial, moral o ideológica. Era literatura en estado puro. No exponía convicciones éticas, sino juicios estéticos. En su primera aparición pública, Benet pudo ser tachado (pero nadie le tachó ni de eso ni de nada, porque a nadie se le ocurrió que aquello fuera tachable) de formalista o experimentalista. Habría sido un error. Lo que en aquellos años se denominaba «experimentación formal» era un juego de hipótesis cuya finalidad se agotaba en la mera representación de un sujeto, y no es de extrañar que su éxito quedara reducido a las artes plásticas. Un Picasso o un Warhol son el espejo provisional y siempre cambiante del juego individual, y de ahí nace la enorme importancia de la firma y la fecha, sin la cual no son nada. Pero el esteticismo, a diferencia del formalismo, huye del planteamiento «genial» y «original» porque no juega con hipótesis, sino que propone juicios. El esteticismo no experimenta; construye con una gramática única y monótona. No juega con las formas; las somete a un juicio. Esa es la diferencia entre Picasso y Mondrian, el uno siempre cambiante y juguetón, obsesionadamente igual a sí mismo el otro; o bien entre Warhol y Giacometti, supermercado de ocurrencias el primero, implacable juez de nuestra conciencia el segundo.

En Benet no hay formalismo de ningún tipo, por muchas que sean las novedades formales que invente; no hay ni sombra de juego, ni un ápice de «genialidad». Cada libro repite tercamente el juicio iniciado por Nunca llegarás a nada, aplicándolo una y otra vez con el propósito de ofrecer el mayor número de perspectivas posible. Esta peculiaridad ha sido malinterpretada con frecuencia. Se le acusa de ser un autor monótono, cuando esa es su virtud; se le acusa de provocar el tedio.

¡El tedio! De existir algo a lo que podamos llamar «obra de arte», nada indica que su función sea, fatalmente, la de producir distracción y diversión. Aun cuando algunas de las más excelentes narraciones son concebidas por sus autores como espectáculos de masas (Dickens, por ejemplo), no por ello lo narrativo está condenado a proporcionar diversión a un número muy elevado de clientes. Muchas narraciones pretenden, por el contrario, ser como los ejercicios espirituales: un esfuerzo que, de proporcionar placer, éste sea de una substancia enteramente distinta al que proporcionan los entretenimientos masivos. Tal pretensión no es sólo, claro está, la que caracteriza al Nuevo Testamento o a las obras completas de Kafka, sino también, aunque de modo distinto, la que subyace en novelas como Don Quijote y Molloy, por poner dos ejemplos muy similares entre sí.

Las novelas de Benet pertenecen a esa estirpe, y del mismo modo que Kafka o Beckett son permanentemente iguales a sí mismos, también Benet permanece inalterable y al margen de cualquier experimentalismo. He ahí lo más chocante de este primer libro: su extraordinaria decisión. Puede afirmarse sin exageración que en estos relatos de un hombre apenas llegado a los treinta años (los cuentos fueron escritos entre 1959 y 1960, cuando Benet residía en Oviedo por razones profesionales), se encuentra aproximadamente el 78 por ciento de los recursos técnicos —estilísticos, si se prefiere— que configuran sus huellas dactilares hasta el día de hoy.

No ya en el primer libro, sino en el primer cuento, nacido a raíz de unos viajes veraniegos por el norte europeo en 1953 y 1954, se encuentra ya el modelo perfectamente horneado. Observará el lector con qué descaro se destruyen las pistas desde la primera página: «un inglés borracho al que encontramos no recuerdo dónde...», «en el curso de cualquiera sabe qué mortecina... conversación...», «empeñados en viajar sin sentido...», «probablemente no le hicimos caso...». Desde la primera línea el lector se encuentra embarcado en un viaje sin destino, acompañado por un extraño de quien ignora el nombre y desconoce cuándo o cómo le conoció, con el cual habla de no se sabe qué, y cuya peripecia carece de dirección, necesidad o relevancia. Poco después Benet cierra la puerta a cualquier explicación causal: «nunca me acordaré por qué emprendimos aquel viaje». La frase no expone una duda sino que afirma una voluntad: el autor se niega a recordar; el lector tendrá que arreglárselas por sí mismo.

Es típico de Benet frustrar las expectativas (comprensibles por otra parte), que cualquier lector habituado a la prosa naturalista posee en el punto de arranque de la lectura. Con Benet es muy aconsejable aplicar la regla de oro que Adorno recomendaba a quienes deseaban iniciarse en la música dodecafónica: no esperar el acorde o la tonalidad a que nos tiene habituado un siglo de música; no escuchar con inercia, no anticiparse a lo que el artífice quiere ofrecernos en el orden que él ha decidido. Para leer a Benet hay que ser sumiso, pero hay que tener iniciativa; la iniciativa debe conducirnos más allá del naturalismo, pero la sumisión ha de proveernos de paciencia para aceptar los datos en el orden (o desorden) en que se nos ofrecen.

Junto al habitual oscurecimiento del espacio y del tiempo narrativos (una técnica que Benet aplica con maestría en todas sus novelas) también en este primer relato hace uso de la frase desmesurada, tortuosa, levemente construida, que introduce al lector convencional en un laberinto del que sale completamente confundido. La primera gran frase de Benet (pág. 6) comienza así: «Jamás se le vio discutir un ejercicio...» y continúa, implacable, hasta «tras una tarde en las afueras en compañía de unas amigas amaneradas». Para el habitual de Benet, la frase posee una música inequívoca, tan personal como la coloración orquestal de Brahms o la paleta de Rembrandt; su aparición, en medio del relato, llega como momento de emoción (no de diversión) y se la espera del mismo modo que esperamos de nuestro actor favorito ese instante en el que se enfrenta lentamente con el público para recitar su fragmento de bravura.

La belleza de estas turbulencias no es sólo musical, sino también arquitectónica, ya que Benet aprovecha la carrera de obstáculos (paréntesis, guiones, digresiones, notas a pie de página...) para marear al lector y, cuando ya lo tiene en posición de tiro, descargarle su artillería lírica, la cual nunca habría sido aceptada por un lector con la cabeza fría y el sentido de la orientación intacto. El habitual de Benet estima las inacabables frases como el cazador sus cotos; aquellos lugares en donde con toda seguridad cobrará una presa. Véase, si no, más adelante, la segunda gran exhibición, desde «Para aquellas personas que lo tienen...» hasta «el vuelo de una mosca en torno a una tulipa verde» (pág. 12), de una calidad lírica muy infrecuente en la literatura castellana. Eran estos los primeros tanteos de un alargamiento que, años más tarde, con la experiencia adquirida, alcanzarían proporciones monstruosas: hay en Saúl ante Samuel algunas frases que, como saurios prehistóricos, han llegado al tamaño previo a la extinción.

Otro rasgo característico aparece muy pronto en el relato: la resolución caricaturesca de un personaje, mediante un apunte grotesco que lo decapita en cuanto aparece. En este caso es un capitán del ejército, frustrado cónyuge de la tía Juana, muerto de cólico la noche previa a la boda; el militar, celoso de su deber, tira de la cadena del retrete en plena agonía, lo que le vale, en la esquela, una mención extraordinaria: «muerto en acto de servicio». La presencia constante del humor (frecuentemente negro) es uno de los aspectos menos resaltados por los comentaristas, pero el pudor, fuente de los sarcasmos, no falta en ninguna de las más trágicas (o aparentemente trágicas) escenas. Es más: precisamente son los momentos emotivos los que contienen mayor dosis de comicidad; procedimiento, de otra parte, constante en Kafka, Dostoievsky, Faulkner, Beckett y tantos otros novelistas asqueados por el sentimentalismo.

Hay en este primer relato muchos más rasgos personales, que luego se harán perpetuos, pero acabemos subrayando uno de cierta importancia. Se trata de la aparición de dos o más escenas que se superponen como veladuras y que en Volverás a Región, la obra maestra, juega un papel muy notable. Reparará el lector en que otro de los inexplicables personajes del cuento, una mujer, comienza un relato sobre su padre (quizás mexicano, quizás cuatrero, quizás violador), relato que se superpone a la narración principal. Este solapamiento se asemeja al efecto producido por una voz externa que recreara acontecimientos enteramente distintos a los que el espectador tiene ante sus ojos. El narrador principal está describiendo el cabello de la mujer («en aquel terrible y estupefaciente remolino de color epiceno junto a la oreja pequeña») pero se ve constantemente interrumpido por la voz externa (la de ella) que continúa con su relato («estamos en el momento en que mi padre y Joel...»); de inmediato el narrador recupera su propia voz («tratando de llegar a aquel mechón...»), y ambas voces se van alternando, no a la manera de un dúo sucesivo, sino en el único contrapunto que permite la literatura, la cual no puede mezclar dos voces en un sólo tiempo.

Ahora bien, alguien puede preguntar, con todo derecho, qué finalidad persigue tanta maniobra de cocina literaria. O bien, por emplear una expresión benetiana: de quoi s’agit-il? En efecto, ¿qué relata este relato? Muchos lectores se ven frustrados en el puro acceso a lo más inmediato, acostumbrados como están a historias que «imitan la vida», aun cuando la imiten de un modo ideal o, en ocasiones, perverso. Pero lo que se relata es siempre lo mismo: un viaje a París, una historia de amor (trágica), una huida por la Westfalia, el Mecklenburgo y Dinamarca, una precipitada boda en Hamburgo, un crimen, y un final desdichado en Colonia. Los ingredientes clásicos de toda narración, sumergidos aquí en una atmósfera que sólo puedo comparar con la que caracteriza a los mejores artífices del género negro. También los personajes femeninos son de la série noire: «Ella tenía un paso lento, inalterable, y no le importaba quedarse atrás; no le importaba comer patatas y dejar pasar las horas mirando las gabarras, escondida tras las gafas oscuras, las manos metidas en los bolsillos del abrigo canela, con el cinturón muy apretado y el pañuelo anudado en la nuca.» Es aquella atmósfera de hollín, exaltada y patética, del invierno europeo de la postguerra, con un destello dorado: los cabellos de una muchacha que pasea por el quai des brumes, presa del hastío, absorta en las oleosas aguas del Sena. La quintaesencia.

Baalbec, una mancha, es un cuento casi lineal y de aspecto más tradicional, en el que se propone, de nuevo, un viaje a ninguna parte. En esta ocasión el lugar inalcanzable, imposible de localizar, quimérico, maldito, es Región, un lugar que no pertenece a la fantasía (como Jauja) sino a la imaginación (como la Sierra Morena de Cervantes, por mucho que ésta última figure en los mapas actuales). Siempre que surge Región en las novelas y cuentos de Benet, la única fuerza viviente es una entidad abstracta: la ruina. No se trata, sin embargo, de una ruina económica o social, sino de una potencia que ha tomado encarnadura terrestre, se ha autobautizado «Región», y somete a sus habitantes (hombres, animales, vegetales, pero también minerales) a una dominación trituradora. En esta primera configuración del mito, el paisaje está ya concluido con la precisión característica del arte descriptivo de Benet; fluye el Torce, decae Macerta y sólo de milagro no aparece la casa de Mazón.

La importancia que, con el paso de los años, tomará esta geografía literaria da al cuento su aureola de acto inaugural e iniciático. La borrascosa historia del tío Enrique, con unos trazos de exotismo valleinclanesco, y las siete inscripciones funerarias de la tumba de los Benzal, poseen ya la carga de romanticismo finisecular que impregna la crónica, aún inacabada, de Región. Ahora bien, sería tarea inútil buscar una coherencia entre las numerosas historias de Región: aun cuando en diversos libros aparezcan los mismos nombres y lugares, nada más lejos de esta saga que la configuración histórica o generacional. Región no es un espacio físico y humano en el que puedan reconocerse los personajes en tránsito, sino un lugar del espíritu dominado por un dios maligno que todo lo reduce a escombros, incluida la personalidad de los caracteres. Por ser un lugar del espíritu, Región está en todas partes y ningún personaje puede aspirar a tener la duración del ente que lo destruye. El París de Balzac se transforma con el paso de los años; el Londres de Dickens crece y se desarrolla; pero Región es inmutable como el Ser parmenideo. Sólo los personajes desaparecen tras una breve salida a escena. Son notas musicales; vienen del silencio y regresan al silencio.

Señalemos, como curiosidad, un pentimento significativo. En la edición original (pág. 97), Benet utiliza un recurso que luego empleará con frecuencia y que insiste en ese imposible contrapunto musical al que antes hacíamos referencia. Consiste el recurso en la introducción de un paréntesis dentro de otro paréntesis, como si una voz narrativa se engastara sobre otra. En la segunda edición (1969) Benet suprimió este doble paréntesis (aunque no otros). Puede parecer una impertinencia, pero no lo tengo por una decisión acertada: aquel primer doble paréntesis era el mayorazgo de una generosa descendencia, y aunque hubiera nacido algo esmirriado, tenía un derecho, por decirlo así, bíblico, a la existencia.

También Duelo relata un suceso de Región —la horrenda muerte de Rosa y el sádico duelo de don Lucas— con tintas mucho más cargadas que Baalbec. Todo en este cuento es desproporcionado y grotesco, incluida una coloración en amarillo y rosa que Benet usa muy infrecuentemente. La narración se desarrolla en secciones alternadas y heterogéneas. De una parte se presentan en escena dos supervivientes (don Lucas y Blanco) que se agitan como monigotes beckettianos, mientras la voz externa comenta los acontecimientos, a veces con un descaro extraordinario: «Pero aquella mañana especialmente tranquila», dice en un momento dado (pág. 100); «especialmente tranquila» y punto; el comentario queda allí truncado, inconexo, tan extravagante y abortado como los mismos protagonistas. Y, de otra parte, las secciones dedicadas a la difunta Rosa, quizás las más barrocas y exaltadas del primer Benet. Tan exaltadas que, en algún momento, rozan la autoparodia, como en ese desmesurado párrafo entre guiones, de la segunda sección (pág. 109), tremendista y muy bello, que separa dos mínimos pero esenciales cuerpos de frase: «Cuando murió su padre» (aquí empieza la interrupción) y «solamente Rosa asistió al funeral». El ímpetu rapsódico del relato, su coloración chillona y la embriaguez lírica que a veces llega al delirio, quizás recuerden a algún lector la Noche transfigurada de Schönberg.

Pero aún hay otro aspecto del relato que merece ser subrayado. Benet ha inaugurado, él solo, la literatura contemporánea en lengua castellana. No voy a defender este aserto. Sería largo, inadecuado para este lugar, quizás pedantesco, pero sobre todo... innecesario. Sólo juro que puede ser demostrado. Poner al día una lengua literaria quiere decir: permitir en ella la expresión de lo que nosotros sabemos o conocemos, distinto de lo que se supo y conoció en el pasado (lo que nosotros consideramos nuestro propio pasado). Algún narrador contemporáneo, a quien un despiste esquimal encumbró basta hacerle estallar la boina de vanidad, continúa escribiendo con una prosa en la que sólo cabe el pensamiento de un labriego carlista, por respetable que éste sea. Sin embargo, algunos periodistas lo tienen por el más «literario» de los narradores castellanos. Es, naturalmente, grotesco, y una de las mejores pruebas de su inanidad es la seriedad con la que toma sus propios chascarrillos. Pero dar a la lengua literaria su máxima capacidad, como hacen Benet o Joyce o Bernhard, impide todo tipo de chascarrillo; es más, les condena a lo opuesto al chascarrillo: a la parodia. Muy rara vez las historias de Región evitan la farsa. El trabajo lingüístico es de tal envergadura que los sucesos del relato, su materia épica, resultan irrelevantes. Las historias, los avatares, las aventuras o los caracteres están supeditados a una función de mero soporte para el ejercicio del virtuosismo técnico. De ahí que Benet acuda a los arquetipos y a los lugares comunes (o a los mitos) seguro de que nadie busca en su prosa la edificación moral o el conocimiento psicológico. Pero, por tratarse de lugares comunes, los acontecimientos y los personajes están distorsionados paródicamente, ya que en ningún momento deben ser tomados con la circunspección moral o filosófica con la que se han de tomar, por ejemplo, los personajes de A la recherche, de Proust, o los protagonistas de las novelas de Tolstoy.

Quizás ahora se contemple con menos prejuicios el calificativo de esteticista que pusimos al comienzo del prólogo sin la menor sombra de reproche. Otro asunto sería discutir si en un juicio estético como el de Benet no va implícito, también, un juicio moral. Cuestión ésta que todavía no ha recibido una argumentación convincente, a favor o en contra, desde que Wittgenstein la dejó sobre el quirófano como quien abandona un cadáver y una acusación.

Recorrido por la incertidumbre, Después, último relato del libro, está construido con pinceladas engañosamente dubitativas («parecía haber iniciado...», «debían beber bastante...», «pocas personas, acaso sólo una...», «tal vez se quedaba muy cerca...», «puede incluso que no pase nada...», «este es seguramente tu primer...», etc.) y brochazos de un lirismo exasperado y caótico. Una vez más, la historia es mero soporte —más defunciones, un heredero idiota, la visita al burdel, una llamada misteriosa...— porque lo esencial es la asfixiante agonía de los indígenas de Región, la cual está expresada con un vigor y una audacia incomparables. Si antes poníamos un símil de Schönberg, ahora deberíamos ponerlo de Alban Berg.

Este será, seguramente, el cuento que más perplejidades produzca en el lector novato, acostumbrado a una disposición más cómoda o rutinaria del tiempo, del espacio y del sujeto narrativos; una disposición que suele calificarse, muy equivocadamente, de «realista», como si hubiera tal cosa como una «realidad» a la que se puede acudir a tomar vistas. Pero también será uno de los favoritos de quienes ya tengan el oído hecho a la nueva música, y de quienes le robamos lo que podemos. Porque lo extraordinario de Benet no es sólo el impresionante conjunto de novelas que lleva escritas; lo más extraordinario es el conjunto de novelas que pueden escribirse gracias a que Benet ya ha escrito ese impresionante conjunto de novelas. Decía Eduardo Mendoza, en una noche de pindárica exaltación, que ahora debería traducirse de nuevo todo Conrad y todo Thomas Mann, y todo Kafka y todo James (así como Miguel Sáez ha traducido a Bernhard), y todo Dickens y todo Flaubert, aprovechando el aprendizaje que se adquiere (y es casi gratuito) por el mero hecho de leer los libros de Benet. Y nadie que no haya leído los libros de Benet debería traducir a los autores antes mencionados, porque entonces corre el peligro de convertirlos en pseudobarojas y pseudogaldoses.

Es bien cierto. Hace ya muchos años, a finales del siglo pasado, escribió Burckhardt que los maestros pertenecen a dos categorías. Los de la primera categoría son aquellos que con minuciosa exactitud, mucha paciencia y admirable sabiduría te muestran todas y cada una de las calles de la ciudad, y en cada calle te hacen ver el edificio más notable, y en el edificio su detalle más significativo. Pero los otros, los de la categoría suprema, te agarran del cuello, te arrastran ladera arriba pisando espinos y zarzales, si manifiestas fatiga o desesperación te ignoran, intentas descansar y te empujan a codazos, pero llegados al punto más alto de la montaña, con un solo gesto brusco muestran la ciudad extendida a tus pies desde la única y más rica perspectiva, aquella que evidencia las grandes líneas de crecimiento y los motivos del constructor. «Y ahora, dicen, eres libre de elegir lo que te convenga.» Benet pertenece a esta categoría magistral. A todos aquellos que puedan tragarse el orgullo y tengan verdadera necesidad de aprender, les ha llegado su oportunidad. Gracias a este primer libro, por ejemplo.

Barcelona, 1990