Dos

Un día recibí una carta del nuevo propietario de San Quintín invitándome a visitarle y descansar unos días en la casa. El hombre solicitaba además mi ayuda para definir ciertos lindes cuyas referencias se habían perdido y nadie lograba recordar, así como para resolver algunos requerimientos de ciertos propietarios que estaban a punto de promover una demanda judicial. En ningún momento pasó por mi cabeza la idea de excusarme. Hacía tiempo que estaba pensando en algún pretexto para hacer aquel viaje, visitar la casa y la tumba de mi madre. Quería volver a ver Región, aunque estuviera deshabitada y agonizante, volver a pasear por el curso del Torce y bajo los olmos de San Quintín, volver a sentarme en la cerca, frente a la casa de Cordón, junto a los pilonos de la entrada que había cruzado por última vez... cuarenta años atrás. Tan sólo me aterraba y detenía la idea del viaje: era penoso llegar a Macerta en un tren sin comodidades ni calefacción, que en cuarenta años no había sido capaz de ahorrar ni una de las nueve horas de un viaje abrumador. Para un hombre de mi edad llegar a Región desde Macerta se había hecho imposible. No había ninguna línea regular ni coche de alquiler que se aviniese a adentrarse por aquella carretera. Se podía alquilar una tartana, avisando con una semana de anticipación al recadero de Región que por quince duros se decía dispuesta a hacer el viaje cuando no estaba cerrado el puerto. Pero, aun escribiendo al recadero, era rara la vez que la tartana se presentaba en Macerta a la hora convenida o a cualquier otra. El viaje se había hecho tan poco usual que muy rara vez el postillón podía dar crédito al aviso; si no era persona muy conocida para él (y las tales personas que no estaban descansando bajo dos metros de tierra en el cementerio de El Salvador, llevaban varios años paseando su delirante soledad por las cantinas abandonadas de la ribera del Torce) tenía que mandar adelantado la mitad del importe si verdaderamente quería que él —él y el viejo carro rechinante arrastrado por un mulo desconfiado y cínico, que debía saberse de memoria todas las leyendas de la tierra susurradas por las cunetas y las avalanchas traicioneras de un puerto hostil— se pusiera en camino. Pero desdichado aquel que intentase mandar los siete o diez duros que, con toda probabilidad, jamás habrían de alcanzar su destino. Hacía tiempo que en Región había desaparecido la oficina de Correos (que en vano se había mantenido abierta desde la guerra civil, quién sabe si tratando de hechizar la voluntad de un corresponsal anónimo para que volviera a despertar un soplo de interés por aquel pueblo) y no quedaba más sistema de comunicación que el antiguo teléfono del ferrocarril, que algunas noches (por el tiempo de la Pascua o en el aniversario de aquellas fiestas estivales que preludiaron toda la decadencia) descolgaban los aburridos ferroviarios de Macerta para oír silbidos, ayes y lamentaciones; historias cavernosas de fantasmas malheridos, y guardas vigilantes, y entrecortados disparos en la noche, y ronquidos de camionetas perdidas en una vereda de la Sierra, sin dejar huellas en la hierba ni rastro de sus ocupantes. Pero, aun llegando a suponer que un día el postillón lograra superar su incredulidad para ponerse en camino —un capote con esclavina, cortado por un sastre aragonés antes de la guerra del 14, una botella de castillaza en el bolsillo y la cara oculta tras un tapabocas italiano procedente del despojo de los soldados que murieron en la acción de Soceamos, y en los labios una canción rutera de la bella época—, es muy poco probable que pudiera llegar a Macerta si, siguiendo su costumbre y ateniéndose a los rigores de la amistad y el amor a la pequeña tierra, tenía que aprovechar el viaje para saludar al paso a los viejos amigos, borrachos de tristeza y aguardientes, desdentados y amnésicos, cubiertos de pieles blancas y perdidos por los rincones de la Sierra, los lugares amados de su juventud.

Cuando el nuevo propietario de San Quintín —un tal Ramón Huesca, o Ramón Fernández Huesca, un nombre nuevo para mí— se ofreció para recogerme en Macerta y trasladarnos en su coche hasta Región todas las reservas que oponía el reumatismo crónico fueron superadas por un estado de ánimo más propio para un examinando que para un viejo achacoso y egoísta. No tuve, pues, mejor cosa que hacer que dejar pasar las últimas ráfagas de un invierno excepcionalmente crudo y disponer las cosas para el viaje que iba a efectuar con la llegada del buen tiempo.