VI

En el cruce del camino a San Mamud con la carretera de Bocentellas a Ferrellán existía de siempre una alquería semiabandonada donde pocos meses después de la incorporación a la Compañía del reemplazo con que sirvió Luis Barceló empezó a despertarse cierta animación. Situada en la cuesta y con unos pocos pastos en la parte de la vega, la alquería consistía en una casa de mampostería y ladrillo de una planta, con la cubierta a tejavana en su mayor parte hundida, unas cercas y unos establos y apriscos en completo estado de abandono. Allí más o menos a fecha fija solían acampar los gitanos muleros de La Mancha —en su migración primaveral hacia las ferias gallegas y asturianas—, los segadores salmantinos que con sus hoces recorrían la comarca durante todo el verano, los machaquines zamoranos que perseguían las reparaciones de los firmes y las tribus de acemileros sin nacionalidad que andaban siempre a lo que cayera.

Por aquellas fechas, se inició una insólita restauración; unos de esos albañiles de cuerda por plomada, poco cemento y mucho perpiaño, reparó los muros y la cubierta, limpió el pozo, tiró tres o cuatro panderetes, encaló las fachadas y —quizá lo más importante— al tiempo que orlaba los huecos con bandas de azulete, los protegió con rejas de redondo de diez que encargó a un herrero de Ferrellán. Asimismo acondicionó el establo con chapas de bidones, bloques de cemento y unas cuantas uralitas viejas y sobre el portalón escribió con resonantes letras verdes un CANTINA DE SAN MAMUD que apenas duró tres semanas. Tal vez la autoridad militar —propietaria del toponímico— impuso su disciplina y al cabo de un mes, sobre una nueva capa de cal que no llegó empero a borrar por completo la injuria, apareció un extraño BAR DORIA que nadie acertó a explicar y por consiguiente nadie se atrevió a impugnar. Poco tiempo después en el mismo cruce aparecieron pilas de cajas de refrescos y botellas vacías de cerveza y por las mañanas se veía merodear por allí un cojo, «con traza de náufrago de zarzuela», que llevó a algunos —los pocos que pasaban por allí, nadie se detenía— a relacionar la apertura del negocio con una reciente tragedia del mar.

Luis Barceló se había incorporado al fuerte para cumplir su plazo, en compañía de otro muchacho, escoltado por la pareja de la Guardia Civil en conducción ordinaria. Tenía veinticuatro años cuando ingresó en filas, había sido declarado prófugo y fue tallado no en la Caja de Reclutas sino en la enfermería de la cárcel de Ocaña donde cumplía su tercera condena. Tal vez fue sorteado y le tocó Macerta, el Regimiento de Ingenieros; tal vez las autoridades penitenciarias insinuaron la conveniencia de ese destino para despacharlo, sin otros expedientes, tras el período de instrucción y la jura de bandera, a la fortaleza de San Mamud donde serviría en condiciones muy semejantes a las que había disfrutado en Ocaña. Tenía en su haber tres condenas por diversos delitos, algunos a mano armada, con reincidencia y agravantes, por lo que la autoridad militar quedaba encomendada de la custodia del reo hasta el momento de su licencia en que debería trasladarlo para ponerlo de nuevo a disposición de la autoridad judicial.

Jamás —decía— le había faltado un clavel; tenía buenos amigos en todas partes y aseguraba, a los pocos días de ingresar en filas y a quien le quisiera escuchar, que antes de un mes estaría en la calle. En el Regimiento debieron tomarse la cosa en serio y Luis Barceló —que no dormía en la Compañía ni tenía derecho al paseo— no pudo traspasar las tapias durante todo el período de instrucción. En contraste, al poco tiempo de llegar al cuartel empezó a recibir paquetes y a establecer contactos a través de breves mensajes escritos que sus compañeros de armas escondían, al cruzar la guardia, en la bocamanga del capote.

Antes de la llegada de aquel verano, La Tacón y su pequeña corte se habían instalado en una casucha de la carretera de Región, en un suburbio donde menudeaban huertos, chabolas y solares en venta, almacenes de materiales de derribo y acopios de chatarreros, ferrallistas y chamarileros. Poco después la casucha contaba con un alpendre anterior y un almacenillo posterior, formado con cuatro chapas, cuatro tablas y un mallazo, y un sangriento letrero con letras rojas y goterones que decía «Se despachan bebidas» con las eses escritas al revés.

La Tacón apenas se dejaba ver por los militares: dormía en un piso en otra parte de la ciudad y bajaba al establecimiento —que durante el día regentaba el cojo— a la caída de la tarde, después del paseo, y hasta la hora del cierre. Un taxi acudía a recogerla todas las noches con puntualidad y no era raro verla de vuelta a su domicilio en compañía de una chica.

Un mes antes de la jura de bandera —en la primera quincena de julio— había empezado el acondicionamiento del DORIA y un mes después, una vez trasladado Barceló a San Mamud, fue clausurado el local de Macerta que nunca habría de conocer la reapertura.

Con todo, su breve existencia sirvió para que Barceló rehiciese en parte su capital. Aseguraba que había llegado al ejército arruinado. Despachaba vales para los diferentes servicios en el chiringuito —que cobraba intramuros— e incluso para determinados artículos del mercado negro que a precios muy ventajosos tentaron a algunas clases. Cuando fue trasladado a San Mamud tenía encima cerca de veinte mil pesetas, de aquéllas.

El otro joven que acompañó a Barceló en su traslado a San Mamud en conducción ordinaria se llamaba Ventura, Ventura Palacios, era analfabeto y procedía de las tierras de la Paramera donde pastoreaba la oveja. Tenía más de veintiséis años, no estaba sobrado de luces y entre unas cosas y otras llevaba más de un lustro en el cuartel. En su día fue alistado cuando su reemplazo fue llamado a filas y en el sorteo le tocó el Regimiento de Macerta. Se decía entre la tropa que hasta su llegada allí nunca había visto el papel. Estando a punto de cumplir sus veinte meses de milicia murió su padre y el secretario del Ayuntamiento de su pueblo, con encomiable celo, acertó a escribir las instancias dirigidas a la autoridad militar y llevar a cabo todas las diligencias precisas para la licencia del muchacho a la que tenía derecho en cuanto hijo de viuda. Vuelto a su tierra, a los dos años de residir de nuevo en casa murió su madre y como se trataba de un hijo único, en edad militar, al ponerse de nuevo en marcha, pero en sentido opuesto, el mismo procedimiento administrativo que lo había licenciado tuvo que volver de nuevo al Regimiento de Macerta a cumplir el período reglamentario sin que para nada le sirvieran los veinte meses que había servido en su anterior incorporación.

Le llamaban El Cepo, nadie sabía por qué, y hasta la llegada de Barceló que lo tomó bajo su protección, la tropa y las clases le rehuían. Cuando llegó Barceló, su reemplazo —esto es, su segunda quinta— estaba próximo a licenciarse pero un grave suceso no sólo impidió su marcha sino que vino a suponerle un castigo equivalente a la duplicación de su plazo.

Haciendo una noche la segunda guardia en el puesto de las huertas, en la garita más alejada de todo el perímetro, una voz en las sombras le instó a salir de la garita para echar un cigarro y «largar un vacilón». Era una noche cálida y sin luna y Ventura, al parecer, cumplió las consignas: dio el alto y amartilló el mosquetón. La voz se perfiló en una silueta frente a la garita: «Vamos, Cepo ¿con quién crees que estás hablando?» que le persuadió a bajar el cañón y dar dos pasos fuera. Recibió un golpe en la nuca del que despertó horas después para enterarse del suceso sólo a medias: a eso de las cuatro y cuarto de la madrugada el sargento de guardia fue apuñalado con el machete de Ventura en la misma garita, muriendo en el acto, sin duda al acercarse a ella al no recibir contestación a sus voces.

Ventura apenas supo explicar nada. La garita, su mosquetón y su machete fueron sometidos a expediente y él, en compañía de los dos soldados de segunda que acompañaban al sargento en la ronda, a juicio sumarísimo. A consecuencia de todo ello a los dos soldados, que se limitaron a cumplir las órdenes del sargento, se les impuso dos meses de calabozo; el mosquetón y la garita, castigados a dos años de exención de servicio, fueron retirados a la armería y el machete, que lo fue a perpetuidad, destruido y enterrado en la huerta. En cuanto a Ventura Palacios le fueron impuestos cuatro años de servicio y seis meses en régimen de prevención que debería cumplir en el fuerte de San Mamud.