XI
Cuando el doctor Sebastián llegó a media hora de la tarde a la casa ya estaba allí Fayón, detrás de la muchacha que abrió la puerta, atento a la única llamada que esperaba y se había de producir. Un gesto con el índice sobre los labios —pero no de perfil como para reclamar silencio sino con la yema hacia ellos— les bastó para comprenderse mutuamente. Sólo cuando la muchacha abandonó el vestíbulo, el doctor sacó del bolsillo de su chaqueta (el doctor vestía siempre de negro, de un mismo luto que había perdido vigor a lo largo de veinte años o de un gris oscuro que se había ennegrecido durante el mismo plazo por falta de luz) un pequeño envoltorio en papel de farmacia que entregó a Fayón con cautela. Fayón había vuelto a Región unas cuantas semanas antes, tras un exilio en América de quince años.
Bastante antes de la guerra, el doctor Sebastián había llegado a adquirir en pocos años cierto renombre en la comarca, como hombre serio, apasionado de su profesión, sobrado de conocimientos y dispuesto a cualquier hora del día o de la noche a coger su impermeable, su paraguas, su cabás y su caballo para acudir a la cama del enfermo. Se casó con una muchacha muy humilde —la hija de un guardagujas— y fracasó en su matrimonio porque, al decir de algunos o alguna que le habían conocido bien, al no prosperar su unión con una mujer a la que había perseguido con ahínco, lo único que buscó fue el fracaso de su matrimonio, la eliminación de una posibilidad que sólo consumándola podría apartarla de su horizonte. Todo un homenaje a una mujer que se tragó el monte que, como decía el propio doctor, si algo había enseñado a sus vecinos era que para la supervivencia «era preferible el desprecio al temor».
Y quién sabe si gracias en buena medida a su poco afortunada vida doméstica tuvo el doctor Sebastián el raro privilegio de disfrutar de un aprecio y un prestigio en una tierra donde aprecio y prestigio habían sido desterrados al tiempo que la prosperidad, para no ser sustituidos sino por sus complementarios en la decadencia, el desdén y la desconfianza. Incluso llegó a hacer unas perras, enviudó y además de mantener abierta una consulta en una casona de la carretera de Región, no lejos de la parada del ordinario, pudo adquirir en una fecha entre la proclamación de la República y la Revolución de Asturias un pequeño Morris de segunda mano, algo más que un coche de niño con un motor y dos faros, tan enlutado como él, que si no sirvió para que alcanzase con mayor premura la cama del enfermo al menos indujo en la comarca la confianza de estar a la altura de los tiempos, con una ciencia que se motorizaba en contraste con una cruz que seguía a pie, detrás de un monaguillo y una fúnebre campana, para hacer entrega al moribundo de sus específicos consuelos. Y sirvió sobre todo para hacer más pública y casi ubicua la figura del doctor, con el coche en la cuneta y el capó abierto, inclinado sobre el motor con las manos dentro, las manos que con el mismo esmero, delicadeza y quizá frecuencia se aplicarían a la pipa del delco o a los chicleres que a la cesárea o la hidropesía. Poco después de la compra del vehículo, el doctor vendió su caballo a don Modesto por un precio muy razonable pues aunque se trataba de un animal entrado en años, era muy seguro y llegaba a todas partes. Fue un gesto en un principio recibido con desagrado y hasta censurado por parte de ciertos elementos republicanos y progresistas que, teniendo al doctor por uno de los suyos, no se avenían bien con aquella medida que tanto facilitaba las funciones del párroco. Pero andando el tiempo se vino a reconocer con unanimidad la nobleza del doctor Sebastián quien comprendió que el más apropiado heredero del caballo no era otro que don Modesto Relaño si una práctica no debía cobrar excesiva ventaja sobre la otra, menos favorecida por el signo de los tiempos. Así que despachados los dos hacia el mismo destino no era infrecuente ver cómo don Modesto, cabalgando mansamente, las manos sobre los vasos de los aceites apoyados en el borrén y oscilando su cabeza y su bonete a un compás dormilón, detrás del monaguillo que sujetaba con la izquierda la rienda y con la otra la cruz alzada de las ánimas, adelantase al doctor (hundido con las manos negras en la reparación de la avería) con aquellas en el fondo escépticas y siempre idénticas palabras: «Ah, doctor, doctor; la ciencia, la técnica; las cosas, las cosas, doctor», y que, al parecer, a quien más daño debían hacer era al caballo que no podía reprimir volver, sin dejar de caminar, su cabeza hacia su antiguo amo para comprobar con pena cómo la joven y moderna rival que le había desbancado sólo había logrado, con sus muchos encantos y ventajas, acarrearle más numerosos disgustos, trabajos, demoras y sinsabores.
Pero la guerra acabó con toda la vida activa del doctor. Lo primero que liquidó fue el Morris que, tras una breve juerga entre milicianas, monos y mosquetones, terminó sus días arrumbado en un repecho de Socéanos, sin ruedas, sin capota, sin volante, sin asientos, con el radiador acribillado a balazos y las puertas abiertas, pintarrajeadas con las siglas proletarias. Pero luego fueron sus amigos, sus escasos adversarios, sus parroquianos, su práctica profesional y su entusiasmo. Todo ello voló y en la primavera de 1939 el doctor Sebastián quedó tan solo que se cuenta de una ocasión en que un paisano acudió a su consulta preguntando por el doctor Simeón. «¿Simeón?» —preguntó respondiendo el doctor—. «No, Sebastián. No, tal vez tiene usted razón; eso es, Simeón, Simeón ¿por ventura me trae usted la columna?».
En honor a la verdad, nunca pasó por la cabeza del doctor la idea de abandonar aquella tierra. Y si en 1936 algunas voces amigas le susurraron la conveniencia de escapar de su casa, pues nadie en aquellas fechas podía verse a resguardo de un crimen arbitrario —y sobre todo una persona educada y acomodada que careciera de una definida coloración—, todos los que convivieron con él los años de la guerra y asedio —en que el doctor trabajó sin faltar un día en un hospital de sangre de Región— le instaron a que les acompañara en la diáspora obligada por el triunfo del enemigo. Pero en ambas ocasiones el doctor se negó a moverse. La suerte había que aceptarla allí, solía decir, «porque yo no estoy preparado para la lucha» y escapar sería para él «la forma más racional y penosa de luchar», «la manera de aceptar la continuación del combate». El doctor no se veía a sí mismo fuera de Región y no abandonaría su tierra no porque entonces dejaría de entenderse sino, antes al contrario, porque tal vez de esa forma llegaría a comprender una naturaleza que no quería despreciar desde las instancias de la razón práctica. Se quedó, completamente solo, sin amigos ni adversarios. Todo se redujo a unas cuantas vejaciones a que le sometieron los jóvenes que entraron en triunfo de Región —triunfo que no estaba respaldado por ninguna victoria absoluta, en ninguno de los terrenos— y a otros tantos actos de comprensión y reparación por parte de otras jerarquías más tolerantes y amistosas, que incluso —conocedoras de su integridad y competencia— le ofrecieron una beneficiosa colaboración con el nuevo Estado que el doctor Sebastián rechazó sin demasiados quebraderos de cabeza.
En los diez años que siguieron a la guerra el doctor siguió ejerciendo la profesión de médico rural, pero con menor fortuna que en la década precedente. Se vio obligado a comprar un nuevo caballo —no a don Modesto a quien se lo llevaron las hordas para, ay, ser sustituido por un violento y entusiasta páter que disfrutó toda la contienda repartiendo hostias, incluso los días festivos— y a reanudar su trabajo donde lo había comenzado tres lustros antes. Para entonces ya le daba al alcohol —sobre todo a un castillaza seco, poco aromático y de 64º, que era el orgullo de las Bodegas Carrión— pero fue a partir de entonces cuando esa afición suya fue ganando el terreno de cualquier otra actividad. Era un hombre de estatura media pero muy delgado y de excelente complexión, capaz de absorber muchos excesos. No se le manifestaron las venas de las mejillas ni echó tripa pero sí un cierto aliento a laboratorio (como si en su interior cobijara todo un anaquel de experiencia conservada en formol) y se convirtió en un hombre desganado, que apenas comía, con unos brazos y piernas esqueléticos y unas manos que eran todo relieve, tapizadas de manchas oscuras de necrosis. Aun borracho seguía siendo capaz de seccionar un brazo a un barrenero accidentado o sacar un niño que venía en mala posición y en las aldeas de la cuenca minera —cada día más cuenca y menos minera— se decía que aparte de su natural bondad, sus recetas baratas y sus insignificantes emolumentos, su mayor ventaja como médico o cirujano de urgencia residía en su sistema de anestesia natural, que transmitía con la respiración. El alcohol y el Seguro le perdieron y a sus cincuenta y pocos años era un hombre retirado, que aguantaba como podía.
Y en cuanto a Fayón… había sido uno de sus grandes amigos de juventud. Abogado y periodista ya en la campaña de África había empezado a dar guerra, en virtud de su ardiente fe republicana (muy anterior a 1931) y lo que entonces se llamaba una acerada pluma, puesta al servicio de sus ideales, que si no llevó su nombre a la fama al menos le otorgó un reconocimiento más allá de los límites de la provincia. En la guerra civil dio un paso más y se metió en política que supo alternar con el periodismo. Así que pronto se dijo de él que estaba al servicio de Moscú e incluso fue homenajeado por el otro bando con alguna que otra caricatura en forma de ogro, con las manos y la cara salpicadas de sangre española. Con el Gobierno Negrín llegó a subsecretario o algo parecido y en el último año de la guerra le fue encomendado uno de esos puestos de poco nombre y vistosidad pero de gran responsabilidad política; algo así como Jefe del Gabinete Técnico Adjunto a la Presidencia por donde pasando todas las conexiones entre los diversos departamentos, era informado de cuantas medidas de gobierno se producían, teniendo la obligación de escribir su «enterado» en el margen de cualesquiera documentos y oficios emanados de las más altas magistraturas. Así que el 28 de marzo de 1939 tuvo que salir del aeropuerto de Chiva en un avión biplaza, sin cabina, con la compañera a la que se había unido seis meses antes sentada sobre sus rodillas, para aterrizar en Mostaganem en las primeras horas de la madrugada del día siguiente. Y después de ser encarcelado, enviado a un campo de concentración y por fin liberado, voló de Oran a París para unirse al Gobierno de la República en el exilio que ya había reanudado su actividad y sus sesiones en la tierra extranjera que de nuevo tuvo que abandonar el 17 de mayo del año siguiente, escabullándose por delante de los panzer de Guderian con sus motores calientes (ansiosos de reanudar el avance inexplicablemente detenido por Kleist) para una vez más verse a salvo en el Londres que decidió abandonar en el verano de aquel año. ¿Por qué?
También Fayón le daba al alcohol pero sus años de exilio le habían apartado del castillaza para arrimarle al whisky. En aquella época había en Región, en plena carretera, un aguaducho regido por un matrimonio simpático —sobre todo la mujer—, que en primavera y verano ampliaba el negocio con unas cuantas mesas de tijera en la ribera del Torce, y en cuya estantería rodeada de Fundadores, Emperadores, Comendadores, Conquistadores, Picadores y Vencedores rumiaba su exilio soberano una hermosísima botella de Long John de un galón. Aquel whisky no lo probaba nadie hasta que llegó Fayón que fue el único que lo probó. La mujer —que se llamaba Hortensia— lo despachaba a un precio inverosímil y era el marido el encargado de verterlo.
—¿Verdad doctor —preguntaba Hortensia— que eso hay que beberlo en unos vasos especiales? A mí el representante me dijo que se bebía en unos vasos altos y me regaló una docena de ellos. ¿Verdad doctor que hay que beberlo así?
—Ciertamente —el doctor.
—Nada más cierto —apoyaba siempre Fayón.
—¿No te lo decía yo? —Hortensia se volvía hacia su marido, que en ocasiones la miraba perplejo y que para ciertas cosas «de mundo» se reconocía inferior a ella—. Si es que no me haces caso, tú no sabes de esto, Manuel. ¿Así que serán dos whiskies?
—Un castillaza largo y un whisky. Puede utilizar esos vasos para las dos bebidas, así hace más simétrico.
—Usted manda, doctor.
Y Hortensia llenaba los dos palmeros, hasta el borde, con sendas bebidas.
—¿No quieren hielo, verdad?
—Nada de hielo, Hortensia —explicaba cualquiera de ellos para mantener y ampliar su superioridad sobre su marido—; cuando el licor es bueno se debe beber seco.
La doble consumición debía costar por aquellos años un par de duros así que en el primer encuentro que tuvo lugar en Región entre el doctor y Fayón —tras los quince años de ausencia del segundo— la botella de Long John —que empero estaba empezada por algún desaprensivo— duró cuarenta y ocho horas y al cesto fueron vacías tres de castillaza de tres cuartos. Claro que invitaron algo a algunas personas que les vinieron a saludar y a una señora bastante aparente que de paso por el pueblo se alojaba en el Cuatro Naciones —en compañía de una joven— en cuya sala de lectura hicieron noche.
En el aguaducho, y en el mismo lugar de la estantería que ocupó la anterior, apareció una segunda botella de Long John, intacta, también de un galón. Durante aquellos quince años el doctor y Fayón apenas habían sabido el uno del otro; un día de la década de los cuarenta recibió el doctor una postal fechada en Lima, Perú: «Querido Daniel: Ahora vivo aquí donde he montado un negocio de imprenta. No me puedo quejar. ¿Funciona bien el desagüe de tu casa? Tienes siempre todo mi afecto, Alejandro A.», a la que el doctor respondió con la conocida vista del puente de Aragón, en tonos sepias: «Querido A. A.: El desagüe como todo pero tampoco yo me puedo quejar. Un poco de compañía no vendría mal pero vaya. Guarda bien todo el afecto que te tengo, Daniel».
—Mi error fue ir a París el 39 —dijo Fayón—, un error mayúsculo que sólo se podía reparar con un acierto del mismo orden. Y eso exige decisión, una decisión para toda la vida, Daniel, para toda la vida.
El doctor no replicó; todo habían sido errores mayúsculos a lo largo de su vida; porque —pensó— cuando se persiguen sin disimulo los objetivos de la vocación y del gusto, incluso cuando se alcanzan, al final hay una deuda; un relativo fracaso permite la desconfianza en el pago, un lugar muy resguardado.
—En Londres me enteré de que el gobierno del Perú había hecho público una resolución por la que no permitirían la entrada en su territorio a ningún republicano español. Y me dije: al Perú; como sea pero al Perú —dijo Fayón.
—¿Al Perú? ¿El ardiente republicano español, el luchador de toda la vida, se marcha al único país que no admite la entrada de sus correligionarios? —preguntó el doctor.
—Y no fue fácil. Un viaje de tres meses para al final llegar a Lima en autobús procedente de Bolivia, ya te imaginas. Logré engañar a la Guardia Civil pero naturalmente el embajador de Franco puso el grito en el cielo e hizo todo lo que estaba en su mano para que me expulsaran. Y los de Alemania, Italia y Guatemala también. Pero aguanté, Daniel, aguanté; no pudieron conmigo y ahí me tienes, hecho un señor, sin un solo republicano español en todo el país, ¿te imaginas?
Fayón apuró el whisky del vaso con el emblema de la marca y miró intencionadamente al doctor.
—Ya voy, ya voy, no tengas tanta prisa.
—El error fue ir a París, allí se agotó mi paciencia. Los últimos meses de la guerra fueron de mucho trabajo pero, aunque te parezca inconcebible, quedaba entusiasmo. Sí, un entusiasmo que resistió todo el verano y cobró nueva savia en septiembre, con una guerra en Europa que pensábamos que nos devolvería a España en poco tiempo. Pero lo terrible fue aquel invierno en París, allí se agotó mi paciencia.
—¿En París? París acaba con cualquiera salvo con un republicano español. Está visto y ampliamente demostrado —siguió Fayón— que sólo un español no republicano puede acabar con un republicano español. Daniel, ¿estás listo? —preguntó levantando el vaso vacío.
—Ya va, hombre, ya va. ¿Qué prisa tienes?
—Es por no hacer trabajar de más a esa buena mujer ¡por favor, casa!
París acaba con cualquiera. Como es natural en cuanto llegué el presidente me dijo que tenía que ocupar inmediatamente mi puesto, un puesto clave, ya sabes. Muchas gracias, Hortensia. Es usted muy amable. Más o menos lo mismo que había hecho en Valencia, pero Valencia era Valencia y nosotros el Gobierno y en París no éramos nada, dijera lo que dijera la prensa. El Gobierno se reunía en Consejo de Ministros cada semana y todo seguía lo mismo, como si aún estuviéramos en España, redactando decretos y oemes como si tal cosa y publicando el Boletín, naturalmente. Mi primera obligación consistía en convocar el Consejo, visitando personalmente y uno a uno a todos los ministros dentro de área; redactar las actas, hacer la referencia, vigilar la publicación del Boletín y comunicar a los interesados los cambios habidos, amén de mil otras cosas.
—Todo un trabajo —apuntó el doctor, mojando apenas los labios en el segundo vaso de castillaza.
—Y que lo digas —respondió el otro, haciendo lo mismo con su whisky—. ¿Quién es esa señora que tanto te observa?
—No lo sé —respondió el doctor—. Es la primera vez que la veo en mi vida.
—Todo un trabajo, ya lo creo. Con independencia de que nuestros amigos del Gobierno fueron instalándose en París cada cual por su lado. No hubo dos que vivieran cerca. El uno se fue a Saint Cloud, otro a Clichy, a Auteuil, a Argenteuil; a la puerta de Italia, a Clignancourt, incluso a Saint Denis. Entonces fue cuando formulé mi primer principio de geometría política, más bien un axioma.
—¿Un axioma? ¿No será a ti a quien mira? No parece una señora demasiado respetable, ¿no es así? —preguntó el doctor.
—Dice así: «La distancia mínima entre dos republicanos españoles en el exilio será de diez kilómetros». Firmado, Fayón.
—Yo hubiera dicho todo lo contrario: la distancia máxima —insinuó el doctor, llevando por segunda vez sus labios a su segundo vaso de aguardiente.
—Te lo aseguro, es como yo te digo. Al principio viajaba en metro, en autobús y en tren; en taxi jamás. Dos días necesitaba para convocar el Consejo y otros cuatro para hacer llegar a los interesados el contenido de los acuerdos, así que sólo descansaba el día que se reunía el Gabinete y que tenía que aprovechar para vigilar y revisar las publicaciones; me pasaba la semana viajando de Saint Ouen a Auteuil, de Auteuil a Clichy, y de Clichy de nuevo al metro, al autobús y al tren. Y además salía caro, según me comunicaron en Presidencia.
—No me extraña.
—No, no te extrañe. Por lo cual Presidencia decidió comprarme una bicicleta para introducir economías. Eso fue una canallada, Daniel, una auténtica canallada que yo no me merecía. Y sé de dónde salió la idea, lo sé muy bien pero qué más da, ya pasó todo.
—¿Y no protestaste?
—No, quia. Por otra parte era una excelente bicicleta, la mejor del mercado: una Peugeot con cambio a tres piñones, muy ligera y robusta. Ahora que en cuatro meses hice más pedal que Dalmacio en toda su vida. Llegaba a casa tan agotado que mi mujer me dejó por el primer francés que encontró en la carnicería, un tipo que corría pólizas de seguros. Y eso que era una excelente muchacha, una mujer de la que estoy seguro que me quería. Una gran chica; luego —y mira que me he casado veces— no he encontrado otra parecida. Pero, ¿qué mujer puede aguantar a un jefe del Gabinete Técnico de un Gobierno en el exilio haciendo ochenta kilómetros al día en bicicleta? Ya me dirás.
Se habían quedado solos en el aguaducho. Por encima de la masa de los chopos del Torce el cardenillo había invadido un cielo de cobre y encima de la terraza, siempre lejana y recoleta, Región recobraba su aspecto de fortaleza eternamente asediada.
—Cenaremos un poco, ¿no?
—Como tú digas —dijo el doctor, siempre desganado.
—¿En el Cuatro Naciones?
—En el Cuatro Naciones, ¿dónde si no?
—Señora Hortensia —pidió Fayón—, ¿sería usted tan amable de llenarme de whisky una botella de medio litro? Es para llevarla al hotel. Y me dice qué se debe.
—Con mucho gusto, caballero.
La señora Hortensia volvió con una botella de gaseosa más que mediada de whisky. Hizo unos números con una tiza sobre la tabla de la mesa.
—Son sesenta pesetas —dijo, al tiempo que borraba los números con un paño húmedo—, todo.
Cuando entraron en el comedor del hotel, la mujer de grandes pendientes y numerosos collares —acompañada de una joven de facciones delicadas, con unos pantalones muy ceñidos y altos tacones— estaba acabando de cenar; mientras consultaban el menú se levantaron de la mesa y al pasar junto a ellos ambas les desearon buen provecho.
—¿Quiénes son?
—Es la primera vez que las veo en mi vida —repuso el doctor.
—Te aseguro que aquello era mucho más de lo que un hombre puede soportar —continuó Fayón, de nuevo en la sala de lectura del hotel, ante dos vasos colmados, uno de whisky y otro de castillaza seco—; enloquecieron. Yo me acordaba de esas madres que a causa de la muerte del bebé prefieren perder el juicio antes que el niño y se pasan el día arrullando un almohadón o dando de mamar a un muñeco. Era lo mismo; enloquecieron. Toda la guerra se habían portado bien y habían hecho lo que estaba de su mano pero en cuanto cruzaron la frontera —y se quedaron sin bebé— perdieron la razón. Te imaginas…
Entró la mujer de los collares, pendientes y pulseras y se sentó en el otro extremo del tresillo de mimbre. Se había cambiado de traje por otro blanco que dejaba ver sus formas y se había calzado unas chinelas. En el hotel no quedaba nadie; tan sólo el conserje de noche, detrás del mostrador, leía una novela del oeste a la luz de una mariposa. Casi todas las llaves —llavones de hierro con una placa de cobre, sujeta con una anilla, donde estaba grabado el número de la habitación— colgaban de las escarpias del casillero y una gata dormía panza arriba en uno de los sillones del vestíbulo.
—Te imaginas lo que era llegar hasta Clichy y encontrar un pobre hombre que había realquilado dos habitaciones de una casa minúscula y se preparaba para el invierno cargando leña en una carretilla. Todo un Director General o un Gobernador Civil.
—Sería un ex-Director General o un ex-Gobernador Civil —corrigió el doctor, llevándose a los labios el borde del vaso.
—Nada de ex. Allí seguíamos todos en activo. Nadie había perdido su puesto. Era un Gobierno en el exilio, no un ex-Gobierno. Había que trabajar muy duro, mucho más duro que en la guerra.
Entró la joven y dejó una bolsa encima de la mesa.
—Buenas noches, yo me voy a la cama si no quiere usted nada.
—Buenas noches, querida. Yo me voy a quedar un rato en compañía de estos señores —dijo la mayor.
Ambos la miraron con cierta sorpresa que, cuando la mujer extrajo de la bolsa una botella de bolsillo con una funda de cuero, se transformó en manifiesto beneplácito.
—¿Ustedes gustan? —preguntó la señora al tiempo que llenaba el tapón-copa.
—Muchas gracias, señora; a su salud.
—Te imaginas —continuó Fayón— lo que era apearse de la bicicleta y a través de la cerca comunicar al Gobernador Civil de Castellón, mientras cargaba leña en la carretilla, que en el último Consejo de Ministros se habían producido nombramientos que le afectaban.
—Perdone, ¿era usted por casualidad el Gobernador Civil de Castellón?
—No, no señora.
—Ah, ya decía yo, ¿sabe usted? Porque yo tenía un primo que trabajaba allí.
—¿En el Gobierno Civil de Castellón?
—Sí, por allí. En Castellón de la Plana.
—Y decirle: «Don Mariano: ha cesado usted como Gobernador de Castellón y le han nombrado Gobernador Civil de Canarias». Por lo general al don Mariano de turno se le caía el leño al suelo. «¿De Canarias? ¡Pero qué me dice usted! ¿Está usted loco? ¿Qué se me ha perdido a mí en Canarias? Yo allí no tengo a nadie, no tengo un amigo, ¡nadie! Y mire usted a dónde me mandan, como si estuviera a la vuelta de la esquina, ¡Canarias! Yo me arreglaba muy bien en Castellón; allí tenía de todo, amigos, familia, playa y a un paso de Madrid, ¡Canarias! ¿Qué va a decir la pobre Conchita?». Era mejor no verlo, te lo aseguro; era patético verle alejarse: «¡Conchita, Conchita!» con la carretilla a media carga de leña, en un arrabal de Clichy. «¡Conchita, Conchita!».