II
La cita estaba acordada para el martes, a primera hora de la tarde, frente a la Casa Zúñiga como de costumbre. Uno de ellos llegó puntual, los otros no. No era un lugar ameno para soportar una larga espera a no ser que el paciente se interesara por las voces de la Casa Zúñiga o gozase de esa clase de afición que lleva a un ciego al teatro; el hombre decidió aguardar fuera, tras echar un trago de agua del cántaro.
La casa estaba situada en la cola del pantano, en la margen izquierda del río; era una de las últimas de la ribera —y por consiguiente uno de los pocos lugares habitados de aquella latitud— en la dirección norte, aguas arriba de la corriente. De ella partían tres caminos: el que continuaba por la margen izquierda del Torce hasta el cañón, donde se disolvía en unos cuantos senderos de cabra tallados en ambas paredes, algunos enlazados por el cable oxidado de un abandonado andarivel minero o un tráctel forestal; el que sin abandonar esa margen trepaba por las lomas en una longitud de unos diez kilómetros para perderse sin más en el desierto ante un resto de cerca de espino —dos postes que marcaban su ancho, un par de alambres retorcidos, un aviso despintado y alguna prenda vieja enganchada entre las púas— y el que, tras cruzar el río por el pontón de sirga, recorría unas pocas vegas de la margen derecha para quedar, a menos de media legua de su origen, cortado abruptamente por los impenetrables escarpes del Hurd. Además de una abandonada y diminuta ermita, con una cubierta de pizarra, adosada a ella, la casa —levantada sobre un poco elevado risco— tenía un estrafalario mirador sobre el río y toda su parte baja estaba ocupada por un amplio y desierto zaguán al que comunicaban unos establos y unos graneros. En el zaguán —solado de grandes losas de piedra de color de cera— sólo había el brocal de un pozo, un banco, algún arnés colgado de la pared y el arranque de una escalera de madera que con su doble vuelta no permitía atisbar nada del piso de arriba. La casa en su día había sido una de las más ricas del lugar, propiedad de una familia que la había habitado sin interrupción a lo largo de varias generaciones; la finca se extendía por los términos de El Salvador, Bocentellas y El Auge e incluía una buena parte de toda la vega izquierda del río entre los dos primeros puntos. Pero el éxodo de la mano de obra, la depauperación de la agricultura, las expropiaciones del pantano e incluso la clausura de las explotaciones mineras la habían llevado al estado actual en que se mantenía gracias a unos pocos cultivos, a las exacciones sobre los excursionistas de verano y a los escasos dividendos del pontazgo. La familia debía seguir siendo numerosa, a juzgar por las voces y las muy diversas prendas puestas a secar sobre la cuerda de la era, pero no aparecía nunca; de vez en cuando en la explanada frente a la casa —donde un caballo sujeto con una maniota acostumbraba a hocicar los yerbajos que nacían junto al abrevadero— una figura femenina corría a esconderse tras una cerca. Sólo resonaban algunas voces procedentes siempre de pisos altos, de patios interiores.
Una hora después de lo previsto llegaron los tipos a su cita, en un coche negro americano salpicado de cromados y faros. El conductor abandonó su asiento y fue a echar un vistazo al río, en busca de peces. Se veía que tenía afición. Los otros no se movieron de sus asientos; solamente el de la izquierda bajó el cristal de la ventanilla.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No ha llegado todavía. Supongo que vendrá andando desde su casa. Hay una tirada.
—Habíamos quedado a las cuatro ¿no?
—Hay una tirada desde su casa. Supongo que habrá salido después de comer. Yo creo que no tardará.
—Pintado, lo de menos es lo que tú creas. ¿O crees también que al señor Peris se le puede hacer perder el tiempo? ¿Qué crees tú que es el tiempo del señor Peris?
El otro miró por encima del cristal, con timidez, hacia el interior del coche para volver en seguida sus ojos a sus botas. No tuvo tiempo de ver la cara del señor Peris que fumaba un cigarrillo americano, con aspecto de fastidio, vuelto hacia el otro lado.
—Yo se lo dije bien claro, jefe. Pero hay que entenderlo; esta gente es como es. No crea que ha sido fácil convencerle. No están acostumbrados a estas cosas.
—¿A qué cosas?
—Sí ¿a qué cosas? —repitió la pregunta el señor Peris, volviendo por una vez la cabeza pero el otro no se atrevió a mirarle cara a cara y cuando por fin lo hizo, el señor Peris de nuevo se había refugiado contra el cristal.
—Los negocios. Son gente que no sabe nada de negocios.
—Los negocios ¿eh? Te damos media hora; si en media hora no está aquí se acabó el negocio ¿entendido?
El llamado señor Peris dio un ligero codazo al otro para mostrarle un vaso aplastado de aluminio. El otro abrió la portezuela, con el vaso en la mano.
—¿Dónde hay agua fresca por aquí?
El que había estado esperando señaló la casa Zúñiga, iniciando el camino por delante. Había un olor a yerba fermentada. Cogió el cántaro con ambas manos y llenó el pequeño vaso hasta rebosar, mojándole algo la manga.
—A ver si tienes cuidado. ¿Te das cuenta lo importante que es para nosotros?
El otro rezongó, un tanto retraído.
—Te comprometiste a traerlo aquí. ¿O es que no te encargaste de eso?
El otro apenas abrió la boca, detenido en su estolidez. De un pequeño estuche de plata el señor Peris se echó en la palma un poco de bicarbonato que de un golpe introdujo en su boca. Luego guardó el estuche en el bolsillo del chaleco y alargó la mano fuera de la ventanilla para recoger el vaso y echar un trago. Cuando lo hubo tragado, para enjuagarse la boca tomó un segundo buche que escupió, abriendo la portezuela, a los pies de los otros. Por fin salió del coche, apretándose el estómago y haciendo pequeñas flexiones con el cuello. Era un hombre de poca estatura, vestido de negro, con sortijas, que parecía recortado de un anuncio farmacéutico y pegado al paisaje. Su indumentaria era suficientemente negra como para tener que ser complementada con su sombra y sus diminutos zapatos no pisaban la tierra, como si con sus éxitos en los negocios hubiera adquirido el privilegio de levitar a pocos centímetros de cualquier suelo. Sus manos eran regordetas y las mangas de su camisa, con gemelos, llegaban para tocar las sortijas hasta sus falanges. Lanzó un eructo que vino acompañado de tres chasquidos iguales, que procedían de otro lugar alejado, detrás de unas ramas. La campana despertó furiosamente en réplica a los ladridos y una muchacha bajó de la casa hasta la orilla del río para soltar la amarra del esquife. Del otro lado del río un hombre con una gorra de visera y una zamarra de piel tiraba del cable, al parecer siguiendo las órdenes de un pequeño perro de lanas que con tres breves ladridos militarmente ritmados dirigía la maniobra. Apenas había nieve ya en la montaña, tostada y despellejada por su largo contacto con ella; tan sólo brillaban las vaguadas marcadas por líneas de tiza, como si un niño las hubiera pintado para resaltar los relieves, y unos cuantos ventisqueros de seda blanca puesta a secar que dejaban escurrir su humedad por pecheras de encaje. El perro saltó al esquife y se situó a proa, con la cabeza alta, sin dejar de emitir sus tres ladridos.
—Ahí lo tienen —dijo el hombre que había llegado primero, con evidente sensación de alivio y atreviéndose por primera vez a mirar al señor Peris. El señor Peris lanzó otro eructo, menos sonoro que el anterior.
A la mitad del cauce el perro dejó de ladrar, moviendo el rabo; parecía accionar el esquife, su jadeo como el escape del motor ralentizado para la maniobra de atraque. Saltó a tierra y sólo cuando su amo hubo amarrado de nuevo el esquife, salió corriendo para encaramarse a una peña y ladrar —en series de tres ladridos breves a un compás de protesta— al chófer atento a las truchas de las pozas. Más que un perro era un montón de pelo en movimiento, una hoguera de lanas de color ceniza, con guedejas rojizas, con unos ojos de ámbar adheridos a su cabeza de manera tan tosca que el pegamento de color resina rebosaba todo alrededor de sus órbitas, corriendo por sus pelos.
El que había llegado primero dijo:
—Ése es Amaro. Ahí lo tiene usted.
Era un hombre indisolublemente unido a sus ropas, de un único color adquirido en la intemperie; tocado con una gorra y una zamarra echada sobre sus hombros, abrochada a la altura de la nuez con un único botón partido, con unos pantalones de pana y calzado con unas chirucas. En la derecha llevaba una cachaba, terminada en una porra.
El que había llegado primero dijo:
—Amaro, son los señores de que te hablé.
El tal Amaro no parecía abrigar el menor deseo de hablar. Hizo un leve gesto y ni se ocupó en alargar la mano a los desconocidos. El acompañante del señor Peris le ofreció un cigarrillo y fuego pero tuvo que apagar el encendedor ante la detenida observación de Amaro, sin prisa para encender. Remojó la boquilla, se inclinó y cobijó la llama con ambas manos colgando la cachaba del codo, lanzó la bocanada sin tragarla a la brasa del cigarrillo y dijo:
—Ustedes dirán.
—Vamos a ver si nos entendemos, Amaro —dijo el acompañante del señor Peris. Era un hombre que siempre tenía que hacer más de lo que podía y sabía; que sin duda tenía que demostrar al señor Peris que sabía hacer las cosas y que no dudaba en adelantarse al propio señor Peris.
—Estoy seguro de que nos vamos a entender.
Pero el señor Peris fue derecho al grano:
—Ya le han explicado de lo que se trata.
—No, señor —dijo Amaro, arrojando su segunda bocanada a la lumbre del cigarrillo.
Se observaron por un instante y cada cual por su lado recorrió una parte del monte con la mirada, en busca del punto por donde empezar.
—Se trata de ayudar a un hombre a pasar el monte. Un amigo nuestro. Sabemos que lo ha hecho otras veces. Pero ahora hay dinero. Dinero de verdad.
—Lo que nosotros llamamos dinero —apoyó el señor Peris, con las manos enlazadas sobre la tripa, para dar sensación de solvencia.
—¿Qué hombre?
—Un amigo nuestro —dijo el señor Peris—. Un amigo que se encuentra en una situación difícil y al que hay que ayudar. Hay un dinero para eso.
Amaro bajó la cabeza y tiró al suelo el cigarrillo que aplastó y enterró con la punta de la porra. Sin levantar la vista empezó a mover la cabeza en señal de negativa. El señor Peris hizo un gesto a su acompañante para que le dejara solo. Un poco despechado, como aquel que se retira de una prueba que esperaba ganar, marchó hacia el río a unirse al chófer y el perro, que había estado husmeando los desperdicios de la orilla, de nuevo se puso a ladrar, al tiempo que retrocedía agitando sus lanas.
—¡Chucho!
Amaro se volvió, levantando la cachaba, y el señor Peris comprendió que el negocio podía depender del perro. Hablaron por espacio de media hora en que apenas ninguno de los dos alteró su postura: el señor Peris con las manos enlazadas sobre la tripa y los pies a un centímetro del suelo, como si el collage no hubiera resultado perfecto, y el otro apoyado en su cachaba, moviendo negativamente la cabeza. Al final el señor Peris extrajo de su cartera unos billetes verdes sujetos con un clip que el otro dejó caer en el bolsillo de la zamarra, tras una rápida ojeada.
Cuando el señor Peris dio una voz los otros ya se acercaban al coche.
—Estamos de acuerdo.
Luego añadió algo sobre la manera de ponerse de acuerdo en los detalles, el día y la hora. El señor Peris se atrevió a darle una palmada en el hombro y le alargó la mano que el otro estrechó sin ninguna fuerza, al igual que a su acompañante.
Cuando se cerraron las puertas el perro se puso de nuevo a ladrar y cuando el coche ascendió por el repecho, levantando una polvareda, sus ladridos se hicieron más intensos y cambiaron de ritmo, todas sus lanas agitadas por una excéntrica desajustada.
—¿Os habéis puesto de acuerdo? —preguntó el primero que había llegado.
—Sí —repuso Amaro, dándole la espalda para dirigirse a la casa. El otro le siguió. El zaguán estaba fresco, saturado de un olor dulzón a paja fermentada. Atado al brocal con una cadena había un vaso de cobre con el que se echó un trago de agua del cántaro. En el piso de arriba la familia discutía sin asomar nunca al hueco de escalera, como a lo largo de todas las generaciones anteriores.
—¡No le irá a decir eso a su padre! —era una voz de mujer de edad pero eran palabras sin edad, las mismas palabras de siempre de una remota e inexhaustible acritud doméstica, las que se oyeron en el Arca de Noé o las que dejaron escapar las puertas del cielo cuando el creador abandonó su hogar para desahogar su malhumor sobre la superficie de las aguas.
—Pues si no se lo dice a su padre ¿a quién se lo va a decir? —era la voz de una mujer joven, a punto de hacer su entrada en el chillón eterno femenino.
—¿Así que os habéis arreglado?
—Sí —dijo Amaro, al tiempo que se echaba un segundo trago de agua sin la menor idea de que no tenía sed.
—¿Y cómo se lo va a decir a su padre?