XXIV
Al día siguiente de la muerte de Tinacia llegó a la casa Mazón el doctor Sebastián, en compañía de Fayón, en el taxi de Caldús. No habían podido encontrar a Amaro hijo en toda la tarde del día anterior.
El doctor extendió el certificado de defunción.
—Paro cardíaco, es lo que se suele decir siempre en estos casos.
Tinacia había muerto sentada en su sillón, después de una cena muy morigerada, frente a la ventana abierta del salón. Inexplicablemente, el sillón —un sillón bastante pesado— había sido girado para situarlo de frente a la ventana, y así le encontró la muerte, con los ojos abiertos (sus pequeños ojos grises abiertos para siempre, después de que el doctor intentara inútilmente bajar sus párpados, como si la difunta en sus últimos momentos hubiera hecho un acopio final de decisión para contravenir las decisiones de su amigo) y las manos serenamente apoyadas en los brazos del sillón, mirando al campo.
La enterraron allí mismo, en una fosa que cavaron unos mozos de El Salvador, bastante profunda. Ninguno de sus parientes —sobrinos que quedaron en Región discutiendo cómo repartir las dos fincas de la peor manera posible para mantenerse en la miseria— asistió a su tránsito y no se ofició ninguna clase de ceremonia religiosa porque el párroco no estaba aquel día para abandonar su rectoría. La dieron tierra sin ataúd, su cuerpo colocado sobre tres tablas ensambladas y envuelto en una sábana blanca, que nadie se ocupó de anudar. La bajaron con cuidado, pero en el último movimiento su cuerpo estuvo a punto de deslizar por las tablas y asomaron sus pies juntos, calzados con unos zapatos casi nuevos, bastante antiguos, negros y con una tirilla abrochada a brillantes botones que parecían mirar por dónde escapar a su suerte. Antonio y un peón tenían sendas palas y el doctor cogió una. Antes de echar la primera paletada, el doctor dijo:
—Que la tierra te sea leve, Tinacia.
Luego descargó la primera paletada con tan mala fortuna que la mayor parte de la tierra debió caer sobre el cuello de la difunta, se corrió la sábana y asomó su cabeza, su cabellera blanca y lisa, su pequeña frente y sus ojos grises abiertos, sumida toda ella en una profunda anestesia tras una larga operación.
—Qué mirada —dijo Fayón—. Tendría que revivir.
—Baja tú a arreglar eso —dijo el doctor.
El mozo descendió apoyándose a pulso en las paredes de la fosa, cuyo fondo pisó abriendo las piernas para no hollar el cadáver.
—Arregla la sábana —dijo el doctor.
Antonio cargó una pala y se la alargó al mozo manteniéndola horizontal.
Lo hizo repetidas veces.
—Ahora por los pies. Vete distribuyéndola por todo el cuerpo.
Cuando hubo cubierto todo el cadáver con una bastante uniforme y delgada capa de tierra, el mozo subió de nuevo a pulso. Entonces Antonio y el mozo, cada uno a un lado de la fosa, empezaron a rellenarla con rápidas paletadas, que caían a un ritmo constante; empero, la de cada uno tenía su propio sonido, como los dos golpes diferentes de un mismo péndulo. No habían rellenado la mitad de la fosa cuando Antonio se detuvo y se irguió.
Estaba sudando y se pasó la mano por la frente El otro siguió. Fayón retrocedió para retirarse hacia la casa. Antonio dijo:
—Espera, no sigas.
El mozo también se detuvo, clavó la pala en el montón de tierra y apoyó sus antebrazos en el mango.
—Ya está bien así.
—¿Ya está bien así? —preguntó el doctor—. ¿No vas a llenarla hasta arriba?
—No —dijo Antonio.
—¿La vas a dejar así? —preguntó el doctor.
—Sí —dijo Antonio—. Así hay sitio para otro. Buena gana de hacer el mismo trabajo dos veces.
En el salón. Fayón paseaba de arriba abajo.
—Yo no creo que pudiera mover el sillón —dijo—. Fíjate lo que pesa. Y ella no era nada, no podía con su bastón.
—Entonces es que se lo movieron —dijo el doctor.
—¿Y quién?
—Antonio, ¿quién otro podría ser?
—¿Y se lo movió estando viva o ya muerta? —preguntó Fayón.
—¿Y eso qué más da? ¿Nos vamos? —preguntó el doctor—. Se está haciendo tarde.
El mozo se alejaba por el camino de la casa con las dos palas al hombro.
Antonio se había quedado en el centro del antiguo parterre, con los brazos caídos.
—Antonio, te quedas de nuevo solo —dijo el doctor.
Antonio alzó una mirada un tanto enigmática.
—Solo y fuera —dijo.
—Anda, vete a dormir un rato —sugirió el doctor.
Antonio levantó las cejas, con un gesto de cómico, pero no pronunció una palabra.
—Antonio —preguntó Fayón—, ¿moviste tú el sillón de Tinacia?
—Claro, claro.
—¿Y para qué? —preguntó el doctor.
—¿Para qué iba a ser? Ella no lo podía hacer. Entonces ¿quién lo iba a hacer?
—Antonio… —el doctor vaciló, sin atreverse a seguir. Dio dos pasos por el camino, Fayón estaba delante. De súbito volvió sobre sí mismo y largó la pregunta—: Antonio, ¿estaba ya muerta cuando moviste el sillón? ¿O fue antes de morir?
—Estaba a punto de hacerlo —dijo Antonio—. Sólo faltaba eso.
Una vez en el coche, de vuelta hacia Región, a donde el doctor había sido invitado por su amigo, dijo Fayón:
—Lo que te quería decir es que han ocurrido cosas bastante pintorescas. El corazón del asunto no sé dónde está, pero esa mujer tiene mucho que ver en él. Probablemente lo único que pretende es recuperar a su amante y hay alguien que le está poniendo un precio. Ese precio debe ser Medina.
—¿Medina? ¿El capitán? ¿Un precio?
—Sí. Medina estorba. No sé muy bien a quién, pero me consta que estorba. Durante años ha jugado a paladín de la justicia y sabe cosas. Ese coronel Olvera, a quien nadie ha visto, resulta que es pariente lejano de Chaflán, y eso Medina lo sabe.
—¿Y que hay de malo en saber eso? Los periodistas sois terribles. Si no veis intrigas por todas partes no estáis contentos —dijo el doctor.
—Mira, Medina tiene mucho tiempo libre y lo emplea en su mayor parte en hacer justicia. Entre otras cosas, Medina se sabe el Código Civil así —Fayón frotó la yema del pulgar derecho contra los otros cuatro— y actúa como consultor. ¿Tú sabes lo que es el retracto?
—No —dijo el doctor.
—Bueno, pues se cuentan por docenas las veces que Medina ha intervenido para decir al paisano: no hagas eso, ándate con ojo, mira que te van a engañar, lo que te conviene es esto otro. No vendas.
—¿Al paisano? ¡Pues sí que no son finos!
—No tanto como te figuras, porque cuando ven dos pesetas, en una tierra que lleva un siglo sin producir, se vuelven bizcos. No sé por qué dentro de la jerarquía militar hay alguien empeñado en no mover por el momento a Medina y hay alguien empeñado en que desaparezca Medina. De todo esto me tengo que enterar; vaya que sí me entero. Le han echado varios anzuelos, pero hasta ahora no ha picado; el último el Doria. Trajeron a la Tacón para engatusarlo, pero no lo consiguió; entonces a una vuelta más al tornillo. Se llevaron a su amante ¿y qué pasó? Por primera vez, Medina no es capaz de encontrarlo. Ahora la mujer pide a gritos que se lo devuelvan y alguien, desde Región o Madrid, le está poniendo precio al hombre. ¿Tú sabías que también la han dejado sin la niña, esa criatura que no se separaba de ella, de la que se decían tantas cosas? Por si tenía dudas, el otro día escuché una conversación telefónica de la Tacón con Madrid que fue todo un primor. ¿Sabías tú que Amaro anda metido en el lío de la fuga?
—¿Amaro? ¿Amaro hijo? —preguntó el doctor.
—No, Amaro padre. Sí, Amaro padre.
—¿Te consta?
—No es que me conste; lo sé.
—Ales, en ese caso las cosas son más pintorescas.
—No sé qué quieres decir, Daniel —dijo Fayón.
—Que no son sólo pintorescas. Son más que eso.
—¿Qué más?
—Son crímenes —dijo el doctor.
—¿Crímenes? ¿Qué clase de crímenes?
—Pues de la peor clase; ya te puedes figurar.
—No sé qué quieres decir —dijo Fayón.
—Por favor, Ales.
—Ahora no te sigo, Daniel. Que caiga muerto el general Cavalcanti si ahora te sigo.
—He prometido no decirlo.
—Pero ¿qué es lo que tú sabes?
—Júrame que no lo dirás a nadie. Por todo lo que más quieras, júrame que no saldrá de ti. Haz el uso que creas conveniente de lo que te digo, pero, por favor, júrame que no lo dirás a nadie. Va mucho en ello.
—Por favor, Daniel, ¿por quién me has tomado?
—La hija menor de Amaro fue violada el mes pasado. Yo creo que en los mismos días de la fuga, ahora que lo pienso.
Fayón sólo acertó a decir:
—Carajo.