0010 – PROBATIONIS

- ¿Adónde me llevas? - Pregunta él.

- A ver el sol – responde ella.

- ¿Todavía existe?

- No sé - murmura ella encogiéndose de hombros -. Al menos, eso me pareció ayer.

*********** * ***********

Mercedes Orozco, señora de Valls, llegó al centro comercial con quince minutos de retraso respecto a su hora habitual. Tomó un carrito y comenzó a hacer su recorrido favorito. Era una actividad que realizaba varias veces a la semana, con lo que se había convertido en algo rutinario. No descubrió, por culpa de ello, que tres personajes no habituales en el supermercado, seguían sus pasos a cierta distancia.

Tras haberla reconocido en el momento de entrar en el centro comercial, Sara fingía realizar la compra, llenando otro carrito con diversos productos. Se había vestido y maquillado de tal manera que podía pasar por cualquiera de las clientas del local. Andrei, en cambio, llevaba su ropa más vieja, raída y sucia. Portaba en las manos varios ejemplares arrugados de El Inmigrante, como si se tratara de un falso vendedor del periódico. El tercero del grupo, Pyotr, en cambio, seguía con la misma apariencia de siempre, como si la cosa no fuera con él. Una seña de Sara le indicó a Andrei cuál era su objetivo.

Cuando terminó la compra, Mercedes se colocó en la cola de una de las cajas registradoras, que a esa hora estaban llenas de clientes esperando su turno. Tras ella, Pyotr y Sara ocuparon disimuladamente el puesto inmediato. Cuando llegó el momento de pagar, Mercedes extrajo la tarjeta de crédito de su monedero y la colocó sobre el mostrador. En ese instante, y tras otra disimulada seña de Sara, se acercó Andrei.

- ¡Compre Inmigrante, señorita, compre Inmigrante! – Farfulló imitando el chapurreo de un vendedor rumano.

- Gracias, pero no me interesa – respondió Mercedes con una forzada sonrisa, intentando no mirarle directamente a la cara.

- Señorita, compre Inmigrante, por favor – insistió Andrei con voz quejumbrosa -. Tengo cinco copii… niños. Mucho pequeños. Guerra mala y nos salimos de casa. Mucho muerto, mucha bomba. Mucho malo todo, sea buena.

- Ya le he dicho que no.

Andrei la agarró de una solapa, intentando ser lo más maleducado posible. Aquella tarde había tomado la precaución de ensuciarse a conciencia las manos.

- Por favor señorita. Mis niños con hambre. Compre Inmigrante. Solo dos euros. Guerra mala. Colabore.

Las personas que estaban en la cola comenzaron a mostrar su desagrado por la escena y su solidaridad con la asediada ama de casa, por medio de murmullos cada vez más y más hostiles. Mientras esto sucedía, Sara se desentendía del escándalo y no quitaba ojo del mostrador de la caja registradora, en el que seguía depositada la tarjeta. Pyotr, en cambio, colocaba disimuladamente un extraño aparato en el terminal de lectura de la tarjeta de crédito, aprovechando que todo el mundo, incluyendo la cajera, se encontraba abstraído observando la escena.

- ¿Quiere dejarme en paz, por favor? – Gritó Mercedes con la exasperación del que desespera por acabar con una mala situación, pero teme sobrepasarse.

- Pero señorita, sea amable, mis niños… - Insistió Andrei.

- ¡Si no deja en paz a la señora, llamo a un guardia de seguridad! – Intervino la cajera, con gran satisfacción por parte de los presentes.

- Yo no hago mala cosa a nadie. Yo cinco niños. Guerra en casa mucho malo –, gimoteó Andrei. Sara carraspeó disimuladamente -. Yo no hago mal. Yo me voy.

Andrei hizo mutis hacia la salida sin hacer caso de las furibundas miradas con que le despedían los clientes.

Mientras tanto, Mercedes aprovechó para introducir la tarjeta de crédito en la terminal de lectura. Una vez que hubo escrito su código de seguridad y cogido el recibo, se dirigió a la salida del supermercado sin disimular su alivio. Entonces, Sara colocó sus artículos sobre la cinta transportadora y se dispuso a pagar. Pyotr resultó ser extremadamente torpe y rompió una botella de vino, obligando a la cajera a llamar a un encargado de limpieza. Seguidamente, Sara fingió liarse con sus propias tarjetas de crédito. Por fin logró encontrar la adecuada y la insertó en el lector de tarjetas, que ya no presentaba el extraño aparato, pues este se hallaba en el bolsillo de Sara, que lo había quitado aprovechando la confusión creada con la botella. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para no soltar una carcajada. Había sido mucho más fácil de lo imaginado.

Cuando salieron del centro comercial, dirigieron echaron un vistazo por los alrededores y, finalmente, descubrieron a Andrei bebiendo una cerveza, tranquilamente sentado junto a una papelera, en la que había depositado los ejemplares de El Inmigrante.

- ¿Y bien? – Preguntó este.

- Buena representación, amor – sonrió Sara entregándole la bolsa -, digna de un Goya. Solamente un adivino sería capaz de ver en un gitano rumano, a un antiguo comando Spetsnaz. ¿Estuviste en la Escuela de Arte Dramático o es que llevas un vagabundo dentro?

Andrei se encogió de hombros quitando importancia a su actuación.

- La gente no mira los ojos ni el rostro de los que piden dinero, sobre todo si no tienen intención de entregar nada. Es una reacción típica de vergüenza y de mala conciencia. Podrías llevar una nariz de payaso y nadie se daría cuenta de ello. Por eso preferí ir de mendigo. También había considerado disfrazarme de embarazado y fingir un mareo o una rotura de aguas.

- Sí, claro – asintió Sara con una risita.

- Si se descubre algún movimiento anómalo de la tarjeta, que se descubrirá, no lo dudes, la señora no recordará más que un mendigo gimoteando – dio unos golpecitos al fajo de periódicos que reposaba en la papelera -. Como mucho, será capaz de decir que yo era moreno, nada más. Y en este país, ser moreno, no es lo que se dice un rasgo destacable.

- Y eso si recuerda lo del mendigo – opinó Sara -. La mala conciencia es el mejor blindaje para el recuerdo.

- Por cierto – Andrei le hizo entrega a Sara de un bolígrafo y un cuaderno –, los datos. No podemos correr el riesgo de que se te olviden.

- Ningún problema – Sara apuntó unas palabras y unos números en una de las hojas -. No se te ocurra perderlo. Aquí tienes la marca de la tarjeta, el modelo, la secuencia de dígitos y la fecha de caducidad -. Luego sacó del bolsillo el extraño aparato que había extraído de la terminal de lectura. Se trataba de una especie de ranura, casi idéntica a la de la terminal, en una de cuyas caras apenas abultaba un pequeño circuito electrónico. Se lo entregó a Pyotr y añadió dirigiéndose a Andrei -. Recuérdale a Teresa que elija bien el código.

- Sabe bien lo que hace. ¿Adónde vas ahora? – Preguntó Andrei al ver que Sara se encaminaba hacia una boca de metro cercana.

- A mi piso. Voy a elegir un par de carnets durmientes, de los que tengo guardados, para la siguiente fase.

- ¿Hombre o mujer? – Inquirió Andrei con sorna.

- ¡Hombre, querido! ¡Muy hombre! Más macho de lo que puedas imaginar. Por cierto – añadió recordando repentinamente un detalle -, a partir de este instante, debo dejar de afeitarme.

Andrei, seguido de Pyotr que encendía un arrugado cigarrillo, se levantó, y ambos se fueron tras ella hacia la boca de metro.

- ¡Detesto a las mujeres con barba! – Gritó.

- Mi encanto no está en el rostro, campeón – le gritó a su vez Sara.

* * *

Horacio Serrano no se había hecho a sí mismo, al contrario de lo que continuamente repetía a todo el mundo, e intentaba que se destacara en las reseñas periodísticas. El grupo de empresas que presidía, Tecnológicas Serrano, lo había heredado de su padre, el cual, a su vez, lo había recibido del abuelo, fundador de la primera empresa que dio origen al grupo.

El primero en llevar el nombre de Horacio, y en intentar maquillar con un aire de respetabilidad su repugnante personalidad, acabó la guerra civil sin una peseta en el bolsillo, pero en 1940 ya dirigía una floreciente empresa de transporte de mercancías. Aparte de ello, suministraba material de oficina a las diversas representaciones del Movimiento en los alrededores de Madrid. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, amplió el negocio al transporte de viajeros, con todos los permisos correspondientes milagrosamente firmados por diversos altos cargos.

Que disponía de contactos, era algo que nadie ponía en duda. ¡Quién con muchos miles de pesetas en el banco no tenía apoyos del gran capital! Sin embargo, una extraña leyenda le acompañaba, acerca de su mágica capacidad para conseguir préstamos a fondo perdido, incluso en ocasiones en que estaba francamente apurado. Esto último nadie se lo explicaba, pues los banqueros no regalan ni los buenos días, evidentemente, y hasta la atención la prestan con mucho interés. Como a nadie se le ocurría ninguna causa plausible para tan singular circunstancia, muchos terminaron por comentar, a sus espaldas y con cierto aire jocoso, que el viejo había hecho un pacto con el mismo diablo, que tenía entre sus clientes al Caudillo. Justo al acabar la guerra civil había montado la empresa de transporte con unos camiones adquiridos en algún lugar misterioso, y apenas unos años después, y con la empresa aún en fase de amortización, compraba una flota de autobuses. Así se forjan las leyendas.

Lo que estaba claro, es que su aparente amistad con el viejo Rafael Ordóñez, patriarca y accionista mayoritario de la Banca Ordóñez, le había permitido arriesgar grandes cantidades de dinero en operaciones que, por suerte para ambos, tuvieron mucho éxito. Así, poco antes de morir de un repentino infarto, pudo dejar a su hijo una empresa que ya no solo se dedicaba al transporte de mercancías, sino que hacía sus pinitos en el campo del desarrollo tecnológico.

El hijo dejó un poco de lado los negocios del transporte y se metió de lleno, por afición y cierta visión de futuro, en el campo de la alta tecnología. También aquello pareció casi milagroso. España estaba inmersa en una desconocida guerra en el Sáhara, y de repente, una empresa de transporte pasaba a realizar investigaciones de armamento para el Ministerio de Defensa. Ese momento en que las fotos de autobuses fueron sustituidas, en los despachos de los directivos, por fotos de misiles y aviones, marcó el nacimiento del grupo de empresas que en aquel instante era conocido como Tecnológicas Serrano S.A. Y con ese nombre el grupo se había forjado una merecida fama, de la mano de sistemas de control para las primeras centrales nucleares, los primeros satélites artificiales españoles y cohetes meteorológicos; de los radares para la Marina e, incluso, cierta leyenda contada en voz baja sobre componentes para el detonador de lo que iba a ser la primera bomba nuclear española, rumores que se acrecentaban más aún cuando alguien comentaba que, el segundo de los Serrano, estuvo entre los que asistieron al engañoso baño de don Manuel Fraga en Palomares. Pero todo llegó a su fin cuando cierto día sufrió también un infarto, mientras tomaba un café y en la televisión sonaba la sintonía de “Anillos de Oro”. Fue toda una ironía, dado que había comentado días antes que le caía muy bien ese chico, Imanol Arias.

En la actualidad, el nieto presidía una empresa poderosa cuyo nombre se escuchaba, incluso, en el parquet de la bolsa de Nueva York, aunque algunos críticos aislados le acusaban de arriesgar mucho con poca liquidez y de no estar a la altura de la competencia.

Horacio Serrano, tercero de la saga, o “júnior” para algunos horteras de su entorno social, se jactaba de no poseer moral ni necesitarla. No disponía de la inteligencia de sus antecesores, por lo que había mantenido el poder en la empresa mediante operaciones de las que no se ven en los periódicos, salvo en la página de sucesos. Era cierto que tenía sobre su conciencia algún que otro cadáver, o mejor dicho, desaparecidos, dado que ningún interesado volvió a ser visto de cuerpo presente, aunque nunca hablaba de ello con sus amistades.

En público le gustaba fingir una afabilidad que no poseía. Lo hacía, más que nada, por consejo de su asesor de imagen. En privado, se revelaba como un hombre colérico y nervioso, que perdía fácilmente los papeles. Años de tiránica supervisión paterna habían dejado sus nervios destrozados. En su fuero interno y, pese a su imagen externa de triunfador, sabía que los genes de la familia Serrano no eran tan fuertes como antaño, y que él no le llegaba a la suela del zapato a su recordado abuelo, el cual le hubiera matado con sus propias manos, si supiera algo sobre sus escapadas sexuales de fin de semana con jóvenes empleados de la empresa, dueños de un prometedor futuro y un más prometedor aún miembro viril. En general, solía suplir con gritos lo que le faltaba de carácter.

En esos instantes se encontraba montándole la escena a sus dos ángeles, como gustaba llamar en privado a sus guardaespaldas. En realidad, más que guardaespaldas, venían a ser como unos chicos para todo, en resumen, los ejecutores de la voz de su amo. Se llamaban Carlos y Santiago, respectivamente, y ambos tenían muy claro que sus labores en la empresa cubrían, desde el acto trivial de subir un café a media mañana al despacho de su jefe, hasta el menos público de producirle una fatal jaqueca, con un nueve largo, a un opositor de don Horacio.

Carlos era el típico producto del catálogo de una empresa de seguridad.

Había iniciado su carrera como vigilante jurado en las frías noches de una empresa, en un polígono industrial de las afueras. Unas vigilias de soledad y aburrimiento, con la única compañía de las curvilíneas chicas de los calendarios. Por alguna razón que ya no recordaba, quién sabe si por un deseo secreto de llegar a los brazos de aquellas tentadoras modelos, había comenzado a estudiar. Logró, tras cierto innegable tesón y dedicación, un trabajo como detective privado en una agencia de investigación, pero un desliz con una clienta, que acabó en un embarazo sorpresa, le había arrojado de nuevo a la noche madrileña, esta vez a las puertas de una discoteca de moda.

Y allí, vigilando a niños pijos y rompiéndole la cara ocasionalmente y con gran satisfacción por su parte, a algún que otro ecuatoriano, había sido descubierto por Horacio Serrano. Pudo así cambiar los vaqueros y la camiseta ceñida por un traje de diseño, lo que era todo un avance social.

Carlos estimaba su trayectoria laboral como una especie de evolución sexual. Había pasado de las miradas a las chicas del calendario, a las piernas aburridas de una clienta engañada. Luego, llegaba para él una fase de decadencia, en la que sus noches de sexo transcurrían en brazos de sudamericanas que despreciaba, pero a las que recurría solícitamente, ocultando la para él vergonzosa verdad de que había dejado su virginidad en los brazos de una peruana, a la que engañó con la promesa de unos papeles que se convirtieron en una brutal paliza. Y es que una de las razones, obviamente secreta, por la que no se le conocía pareja fija, era que sus ocasionales amantes, sobre todo si eran mestizas, acababan teniendo que acudir al servicio de urgencias.

En aquellos instantes, su imagen de un futuro perfecto eran los jóvenes chochitos, como le gustaba decir, a los que intentaba encandilar en la Castellana con su descapotable y su bien provista cartera.

Santiago, en cambio, era más viejo, más sabio y un producto de la vieja escuela. Había comenzado siendo el guardaespaldas del segundo Horacio de la saga familiar, para el que lavaba ocasionalmente los trapos sucios. Le habían contratado recién salido de la galería segunda de un penal, cuyo nombre no deseaba recordar.

Su juventud se había gastado en una compañía disciplinaria de la Legión. Más tarde, en dos largos años de cárcel y, finalmente, en el hambre del arroyo, que le había llevado a asaltar una joyería con las únicas armas de sus puños y su desesperación. Su vida se reducía a un cuartucho en una pensión de la calle Montera, y a las visitas ocasionales a las señoritas que vendían su cuerpo, por seis euros la felación, en esa misma calle. Su máxima felicidad era descansar entre los muslos de alguna muchacha bereber, a la que accedía a pagar el triple para poder cerrar los ojos y recordar las noches africanas, donde el mundo tenía la forma de unos pechos morenos de grandes y oscuros pezones y, la placidez, la volubilidad de una nube de ketama perfumado.

- ¡Os pago para algo, cretinos! – Gritaba Horacio con furia y arrojando contra las paredes todo lo que encontraba sobre la mesa de su despacho.

- El metro es un lugar muy grande – intentó justificar Carlos con embarazo, mientras Santiago se mantenía en silencio, con la actitud de no estar implicado en el problema.

- ¿Y qué si es grande, imbécil? – Replicó Horacio –. Te recuerdo que antes le perdiste en la empresa. Lo primero que debíais haber hecho era pillarlo en su despacho. Allí no se hubiera escapado.

En su fuero interno, Santiago estaba totalmente de acuerdo. Si Antonio había huido, se debía a que Carlos se había entretenido intentando concertar una cita con una secretaria. Desde su punto de vista, mezclar el trabajo con la bragueta no era nada bueno.

- Íbamos pisándole los talones, señor Serrano. Santiago puede corroborarlo – señaló a Santiago, pero este se encogió de hombros con indiferencia -. Cuando le vimos entrar en el metro, yo lo seguí, y Santiago se fue a controlar otra entrada. Podríamos haberle cogido entre dos fuegos, como quien dice, pero se esfumó. Solo alcanzamos a verle subir a la Línea 2. No pudimos tomar el metro... y se esfumó.

- ¡Hasta un idiota descubriría que lo más lógico era transbordar en Ópera!

- Y eso supusimos, pero no alcanzamos a descubrirle en ninguna parte. Seguramente no hizo eso y fue a otro lugar, o siguió hasta el final de la Línea 2. Ya digo – resumió Carlos -, se esfumó…

- Antonio es demasiado tonto para desaparecer de vosotros. Más bien tuvo suerte.

- Seguramente – opinó Carlos, aferrándose a aquella idea. No le gustaba quedar como un idiota.

- ¡Ni suerte ni leches! – Volvió a gritar Horacio -. Vais a buscarlo, vais a dar con él… ¡Y me cisco en vuestros muertos, si no me traéis su lengua podrida antes de un mes! ¡Le quiero muerto!

- Así se hará, señor Serrano, puede estar seguro de...

- Pero antes le interrogaréis sobre nuestro asunto – interrumpió Horacio con impaciencia -. Quiero saber si llegó a enterarse del número.

Carlos acarició disimuladamente una pequeña porra de plomo que llevaba en el cinturón. Le fascinaban las armas de fuego, pero cuando se trataba de hacer algo en silencio, una porra era lo bastante sangrienta como para satisfacerle.

- Eso será un placer personal para mí, don Horacio – dijo complacido -. Arrancaré sus dientes uno a uno hasta que cante los números, como si fuera el sorteo de Navidad. Tanto si lo vio como si no, le traeré sus ojos en un plato.

Horacio respiró pausadamente un poco más calmado. Les hizo un ademán para que se retiraran. Carlos salió, pero Santiago se quedó atrás.

- ¿Qué quieres, Yago? – Le preguntó Horacio con curiosidad -. Tú hablas poco, pero cuando hablas, vas a misa.

- Ya me conoce, don Horacio. Estaba pensando algo que tal vez sea importante. Carlos no se lo ha dicho, pero nos pareció ver que había una chica, quiero decir... una mujer con él.

- ¿Estás seguro de ello?

- No, pero lo tengo en cuenta a pesar de todo, ya me conoce, señor. No me gusta dejar cabos sueltos.

- Si es una de sus putitas, es posible que ella lo sepa todo – comentó Horacio pensativamente.

- ¿Entonces… qué deberíamos hacer?

- Un doble funeral. En la fosa en la que cabe uno, caben dos.

- Así se hará – dijo Santiago mientras hacía ademán de salir, considerando acabada la conversación.

- Yago... – Añadió Horacio con voz grave mientras le apuntaba con un dedo –. Me juego mi futuro en esto, y si yo no tengo futuro, vosotros tampoco, ¿sabes? – Santiago aspiró el aire lentamente y con calma –. Vigila a tu compañero, que es muy impulsivo. Sé que tienes muchos contactos en la calle, así que muévelos. Un idiota como Antonio debe dejar su rastro bien visible por todo Madrid, y procura que no utilice ni estaciones ni aeropuertos.

- Eso es lo más fácil, don Horacio. Costará poco.

- Da igual el precio, me juego mucho más. Cuando salgas, avisa a Javier, que tengo que hablar con él.

Santiago volvió a asentir y abandonó el despacho cerrando cuidadosamente la puerta, como si temiera que pudieran escaparse las palabras de aquellas paredes. Palabras que hablaban de muerte...

* * *

Aquella mañana Teresa estaba muy animada. El asunto había empezado bien y tenía esperanzas de acabar pronto el trabajito y librarse de Antonio. Se dio una ducha rápida y abrió la nevera. Vio que se había acabado el té, lo que resultaba molesto, pues solía desayunar una taza del mismo en vez de café. Se vistió con rapidez y, casi sin arreglarse, salió a la calle.

Paseó tranquilamente hasta una tienda de productos chinos, a varias manzanas de distancia, en la calle Ave María. Solía ir casi todos los días, pues era muy aficionada a los fideos orientales. Aquella mañana, al entrar en la tienda, notó que había algo raro en el ambiente, algo que no podía definir y que sospechó que podía amargar lo que había comenzado como una bonita mañana. El dueño del negocio, al que ella solía referirse como “el abuelo”, hizo una mueca cuando entró por la puerta. Mientras Teresa buscaba su marca favorita de té de dragón, el anciano habló en voz baja con una de sus nietas, la cual corrió hacia la trastienda.

Un rato después, Teresa volvió a notar algo extraño cuando el anciano se demoró en cobrarle el billete de 20 euros que había entregado. Por primera vez desde que conocía la tienda, no disponían de cambio, así que tuvo que resignarse a esperar mientras la nieta salía a la calle a buscarlo. Unos minutos después, cuando ya casi estaba dispuesta a perdonarle la vuelta y salir sin más, pues su estómago clamaba por el desayuno, entró en el local, acompañando a la nieta, un chino al que conocía de vista, por haberle observado vendiendo porcelana en una tienda cercana. El oriental se acercó con una sonrisa.

- Acompáñeme –. Dijo aquella palabra con un cargado acento y sin cambiar la sonrisa.

- ¿Está de broma? – Preguntó ella como si aquello fuese una cámara oculta.

El chino levantó ligeramente la camiseta y dejó ver la culata de un revólver.

- Acompáñeme – añadió de nuevo sin decir nada más.

Ella miró al anciano, y observó que este no parecía mostrar temor. Pensó que aquella hubiera sido una buena ocasión para tener cerca al antiguo Spetsnaz, pero finalmente, tal vez influenciada por la tranquilidad del anciano, decidió acompañar a su interlocutor. Salieron de la tienda y se llevó una nueva sorpresa al ver que un coche con los cristales tintados les estaba esperando junto a la acera. Subió a la parte trasera del coche y el chino se sentó a su lado sin decir palabra, pero adoptó una posición que le permitiría sacar con rapidez el arma si ella se hubiese intentado rebelar. Teresa se encogió de hombros y decidió disfrutar del paseo, que los llevó a través de Madrid hasta un chalet de la Moraleja. El edificio indicaba que dentro vivía alguien muy acomodado, y las cámaras de vigilancia lo confirmaban más aún. El coche penetró en el recinto del jardín y no se detuvo hasta que estacionó dentro de un amplio garaje, en el cual pudo ver hasta cinco coches de alta gama y de diversos modelos. Desde luego, pensó, el dueño de la choza tenía cubiertos el riñón, el hígado y el intestino grueso.

Guiaron sus pasos hasta un amplio salón decorado a la europea, con una gran chimenea apagada y numerosos objetos de cerámica china, que le daban un toque oriental al conjunto. Se sentó en uno de los sillones, enfrente de la chimenea, y estuvo veinte minutos esperando, lo que hizo que comenzara a impacientarse. No creía que fuesen a maltratarla, y tampoco recordaba haber ofendido a alguien tan forrado de dinero, pero su estómago seguía protestando. De improviso, una mujer china, vestida como una doncella de serie de televisión inglesa, hizo acto de presencia y colocó ante ella una bandeja con unas curiosas tostadas. Apenas se había retirado, cuando escuchó una voz a su espalda, hablando español con un casi imperceptible acento chino: « Tranquilícese, no están envenenadas. Supuse que tendría hambre. Son tostadas de gambas al sésamo, un manjar de emperadores ».

Quien así había hablado se sentó ante ella, en otro sillón, mientras hacía un ademán invitándola a comer. Se trataba de un chino con el pelo gris y escaso. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos, negros como un alma en pena, su extremada delgadez y una cicatriz encima de su ceja derecha, que le daba un aspecto un poco siniestro. Al ver la cicatriz, y sabiendo dónde estaba ubicado el chalet, Teresa cayó inmediatamente en la cuenta de quién era su interlocutor.

- El señor Zhang Lee Jackie, supongo –, aventuró mientras tomaba una tostada. La saboreó e hizo una mueca de asombro. Estaba exquisita.

- Vaya, señorita. Veo que es usted tan lista como me habían dicho –. El anciano chino sonrió y tomó, a su vez, otra tostada.

- ¿Lo soy? – Preguntó Teresa con un cierto deje irónico en la voz. La doncella volvió a entrar y dejó a su lado un juego de té, que por el perfume prometía ser de jazmín y de la mejor calidad.

- Eso espero, por mi bien. De momento, me ha agradado su cultura. Pocos occidentales saben que los chinos pronunciamos antes el apellido que el nombre. Algunos periodistas deberían aprender de usted, señorita.

- Teresa, si no le importa. Si va a matarme, es mejor dejarse de formalismos, y más después de este maravilloso desayuno.

El señor Zhang dejó escapar una risita que Teresa no supo discernir si era sincera o fingida. Luego tomó otra tostada y se sirvió una taza de té. Sorbió ruidosamente un poco y la miró con curiosidad. Luego añadió: « ¿Qué sabe de mí, Teresa? » - Pronunció el nombre de forma tal, que ella se tranquilizó un poco y comenzó a pensar que tal vez, después de todo, no iba a ser el adorno del pilar del puente de una autopista.

- Sé que usted es de Hong-Kong. Creo que comenzó desde abajo, en negocios que no suelen gustar a la gente de bien… aunque tampoco soy una experta en ello, usted sabrá a qué se dedicaba… - Zhang hizo un gesto de indiferencia, como si aquello no tuviese demasiada importancia -. En realidad, su negocio, o mejor dicho, sus negocios, son de tipo familiar, pues los maneja junto a su hermano pequeño, Zhang Tommy, ¿voy bien? – Su interlocutor ratificó con una media sonrisa -. Sé que vino hace años a España y que ha creado un grupo de empresas que se dedican a varias actividades, desde la exportación hasta el alquiler de locales y la inversión bursátil. ¿Y qué sabe usted de mí, señor Zhang?

El interpelado se arrellanó en su sillón y la miró con fijeza unos instantes, como si deseara hacerse un cuadro mental de ella.

- Apenas nada – concedió al fin -. Y eso me desconcierta. No estoy acostumbrado a tratar con gente de la que poseo poca información, pero hay alguien que me recomendó su nombre -. Hizo un ademán vago, como si intentara recordar algo -. Sé que estudió una carrera de las difíciles, de ciencias, de lo que se deduce que no tiene un pelo de tonta. Es usted una… ¿cómo dicen en España? “Cerebrito”, creo… Sea como sea, la expulsaron de la universidad.

- No es algo que a una le guste recordar… - Murmuró Teresa algo molesta.

- Tranquila, señorita… Teresa… No la he llamado para juzgar sus pecados. Yo tengo los míos propios. Después de la universidad – prosiguió Zhang – se sabe poco sobre usted. Es de suponer que se dedicó a utilizar sus habilidades, ya sabe. Esas cosas milagrosas que, según dicen, sabe hacer con un ordenador.

- ¿Y usted se lo cree?

- Por supuesto, Teresa. De un ser humano, lo primero que hay que creer es sus pecados. Doy por supuesto que usted cree en los míos, y no me importa. Somos lo que somos y no me arrepiento de nada.

- Yo tampoco.

- Me alegro, porque si no, sería una persona que me resultaría poco útil -. Ella hizo ademán de intervenir, pero Zhang le interrumpió con una mueca amable que invitaba a tener paciencia -. Hay algo que me desconcierta de usted, Teresa. En esos años, digamos… oscuros… no se sabe nada de usted. Cualquiera supondría que debió dedicarse a entrar en el Pentágono, o en la NASA, o por lo menos a molestar a alguna corporación informática, pero no. En esos años, como he dicho, no se sabe nada acerca de su paradero. Es como si se la hubiera tragado la tierra. No hay constancia alguna de participación en ninguna actividad fuera de lo común, ni pública siquiera. Tampoco he podido averiguar si firmó alguna vez una petición de algún tipo. No se localizan cuentas de banco, ni hipotecas… ni un mísero contrato de luz o de gas. Hay rumores acerca de una estancia en Rusia, de algo en EEUU… nada concreto. Supongo que, dado su absoluto sigilo, debería considerársela como una hacker de pura cepa.

- ¿Ah sí? – Teresa sonrió con algo de ironía.

- ¿No es el silencio y el secreto la mejor propiedad de un hacker?

- Eso dicen, aunque a lo mejor estuve en un convento.

Zhang negó con la cabeza de forma un tanto vehemente, como si aquello fuera algo impensable.

- No me la imagino de monja.

Teresa dejó escapar una carcajada. Por un momento se vio a sí misma con un hábito oscuro en el que destacaban una buena cantidad de tachuelas. ¿Cómo se sentiría llevando unas mallas negras a juego con la toca? Luego añadió aparentando diversión: « Al contrario. Es posible que estuviera cuidando niños enfermos en África ».

- Hubiese sido una bonita historia -, concedió Zhang -, pero tampoco me la imagino echando limosna en un cepillo. Da la sensación, más bien, de que usted ha decidido ignorar a la humanidad. Creo que le cuadra mejor el papel de dueña de un café en Casablanca, harta de todo y de todos, pensando solamente en sí misma y evitando las causas nobles. Porque tengo entendido que participó en iniciativas como esas cuando estaba en la universidad. ¿Qué le hizo cambiar la hoja de firmas, por un pianista negro y una tranquila soledad?

- Nada de eso importa –. Teresa se encogió de hombros. Había terminado de desayunar y comenzaba a tener curiosidad por saber a dónde le llevaba aquello, aunque prefería que lo hiciera en otra dirección que no pasara por sus recuerdos -. Creo que sería mejor que cada uno conservara sus pecados a buen recaudo en el interior de su cerebro, y que me cuente para qué me ha hecho traer de esta forma tan curiosa. Por cierto, que no sabía que todos los dependientes de tiendas chinas de Madrid estuvieran a su servicio.

- ¿Se refiere a quien la ha traído? No. Solamente es un informador mío. Me gusta tener orejas en todas partes -. Se levantó y paseó un instante por la estancia. Parecía que deseaba decir algo, pero que le resultaba doloroso pensar en ello. Finalmente se decidió y se volvió hacia ella. Ahora estaba muy serio.

- Quiero contratar sus servicios. Deseo que haga un trabajo para mí.

Teresa tomó aire. Había supuesto que ese momento iba a llegar y sabía de antemano la respuesta.

- No.

- ¡Ni siquiera sabe lo que le voy a proponer!

- La respuesta sigue siendo no.

Zhang parpadeó perplejo. No estaba acostumbrado a negativas.

- Le pagaría extremadamente bien. Los que me conocen saben que soy generoso y…

- Señor Zhang – le interrumpió Teresa -, no insista. Ambos sabemos lo que somos, y usted tiene razón, no debemos avergonzarnos por ello. Pero yo no comulgo con sus ideas. Entiéndame bien, le respeto. Sé que usted es un hombre de honor a su manera. Yo también tengo mis maneras y supongo que usted también las respeta, pero no deseo mezclarme ni con sus negocios, ni con su mundo. Agradezco el desayuno, ha sido muy agradable – Teresa se levantó e hizo ademán de dirigirse hacia la salida -, pero me temo que no aceptaré su propuesta.

- Ponga usted misma el precio.

Teresa se detuvo y se volvió hacia Zhang. Tenía una expresión de fastidio en el rostro.

- ¿Sabe, señor Zhang? – Dijo -. Tal vez en otro momento esa frase me habría hecho ilusión, pero hace poco he puesto un precio a mi alma, y no estoy segura de haber acertado. No me siento con fuerzas para equivocarme dos veces en la misma semana. Y ahora, si me permite… Repito que le agradezco mucho su amabilidad.

Zhang se levantó de improviso. Teresa pensó que iba a hacer algo desagradable, tal vez llamar a algún Fu-Manchú oculto con un nueve largo y silenciador, y hacerla arrepentirse de su negativa. Pero él se dirigió con paso rápido hacia una mesita en la descansaban los marcos de varias fotografías. Cogió una y se la puso delante a Teresa. Con un gesto mudo la obligó a tomarla y a sentarse de nuevo en el sofá. Luego se sentó a su lado. Ella estuvo a punto de arrojar la fotografía sobre el sofá y largarse, incluso por la fuerza, pero algo hizo que se contuviera. La expresión de Zhang había cambiado. Ya no era el anciano amable y sonriente, seguro de sí mismo y dueño del mundo, sino que su rostro era el retrato de alguien destrozado por el dolor. Aquello la asustó mucho más que si él hubiera llamado a un asesino a sueldo. Zhang intentó hablar, pero la voz se le quebró un par de veces. Al fin pudo hacerlo, con un visible gran esfuerzo por su parte.

- La niña es mi sobrina, Zhang Xia -. Teresa echó un vistazo a la fotografía. En ella se veía a una bonita chiquilla oriental de unos siete años de edad. Parecía una foto sacada en alguna festividad china, pues vestía un traje tradicional azul con dragones dorados, como una pequeña princesa de cuento. Llevaba un pequeño moño adornado con flores y cuentas de color rojo. No pudo dejar de notar que a la sonrisa infantil le faltaban dos dientes. Zhang acarició la fotografía unos segundos. Luego prosiguió -. Poca gente sabe que Tommy y yo tuvimos una hermana pequeña, Zhang Lili. Nuestra madre murió al traerla al mundo. ¿Sabe Teresa? Dije que no me arrepiento de mi vida y es verdad. Hice cosas en Hong Kong que, posiblemente, aterrorizarían a cualquiera, pero lo hice por mi familia, por Tommy y por Lili. No es fácil vivir en algunas zonas de Hong Kong si eres pobre. Nacimos en el barrio de Kowloon, antes de que lo convirtieran en un parque. En aquellos tiempos era una bolsa de prostitutas, traficantes de opio y dentistas. En ese mundo crecimos y malvivimos, rodeados de hambre y pobreza, durmiendo en el suelo y viendo la muerte. No es fácil ver a tu padre prostituyendo a tu propia madre…

« Cuando fundé mi primera empresa, digamos… legal, pude enviar a Lili a estudiar a occidente. Quise alejarla de las calles de Hong Kong, de ese mundo con olor a pescado y a sexo barato, y me decidí por Barcelona. Ella estudió aquí, en este país, y aquí se casó con un buen hombre, chino, por supuesto, como mandan las tradiciones. Un abogado con intereses en la exportación. Supongo que por ello me vine a vivir a España y aquí centré mis negocios, para estar cerca de Lili -. Echó un vistazo triste en dirección de la foto -. Unos meses después de sacarse esta fotografía, ellos murieron. Fue hace dos años. Una noche, mientras caminaban por una calle de Barcelona, alguien les asaltó y asesinó a sangre fría, después de robarles lo que llevaban encima -. Zhang suspiró y cambió el rostro de tristeza por uno de furia. Su mano derecha tembló un poco mientras hablaba -. Hice remover hasta el último rincón para localizar al asesino, pero fue inútil. Nunca se ha sabido quién fue. ¡Le habría fulminado con mis manos…! - Murmuró. Guardó silencio unos segundos y luego siguió hablando. De nuevo la tristeza dominaba al anciano -. Ella quedó huérfana ».

« He sido como su padre en los últimos tiempos. Ella es la que me hace ver que mi vida aún tiene sentido. Teresa… - Dejó escapar una mirada intensa y al mismo tiempo angustiada, como si ella fuera la roca a la que desesperadamente intentaba sujetarse para evitar la riada -. Sí que me arrepiento de muchas cosas en mi vida, antes no fui demasiado sincero. Pero las hice porque tenía que hacerlas. Esa niña es la luz que me dice que todo tenía una razón, y que yo no soy una mala persona, porque el resultado de mis acciones es ella. Cuando por la noche me visitan mis fantasmas, veo su sonrisa en la oscuridad, y la oigo cantar y sé que todo está bien ».

Volvió a guardar silencio un instante. Teresa carraspeó y, sin apartar la vista de la fotografía, preguntó: « Señor Zhang… ¿Qué quiere de mí? ».

- Mi niña… mi XiaXia, ha sido secuestrada. Desapareció de la residencia donde estaba internada estudiando. Nadie sabe cómo fue. Simplemente, desapareció en un instante en que nadie miraba.

- Pero yo no soy ni un detective ni un policía, señor Zhang – alegó Teresa algo intranquila -. Debería recurrir a las autoridades.

- Ya lo hice – dijo él con impotencia -. Tengo contactos en todos sitios, pero nada pueden hacer -. Sacó una carta escrita en chino de un bolsillo -. Recibí esta carta varios días después. Básicamente dice que es por una venganza de sangre, lo que no sería extraño dado mi pasado, y que sufriré eternamente sabiendo que mi Xia está en manos de una red… - Se le cortó la voz.

- ¿Qué tipo de red, señor Zhang? – Preguntó Teresa.

- Una red… de pederastas. La han vendido a la red, para que la puedan usar en esas asquerosidades que hacen… Si deseaban vengarse de mí, lo han conseguido.

Teresa puso rígidos los dedos, y casi rompió el cristal del marco fotográfico. Su cerebro intentó ordenar todos los datos pero se sintió casi mareada. Dejó la fotografía sobre la mesita, como si temiera mancharla con las ideas que bullían en su cabeza.

- ¿Dice que la policía nada puede hacer? ¿Ni la Interpol?

Zhang negó tristemente con la cabeza. Luego, sufrió un fuerte ataque de tos, que le obligó a beber unos tragos de té. Intentó reanudar la charla tres veces, pero la tos le impidió hacerlo. Al cuarto intento lo consiguió.

- Ya lo he intentado. No se trata de un grupo de viejos verdes, mercadeando fotos de niñas desnudas en un programa de intercambio, sino que se trata de una red organizada. Usted es mi última esperanza. Me han dicho que, ese tipo de individuos, se mueven por un lugar del que no había oído hablar hasta que me sucedió esto. Lo llaman Deep Web.

- La Internet Oscura – confirmó Teresa -. Sí, lo conozco. Efectivamente, la policía poco puede hacer allí. No pueden rastrear a esa gente.

- Pero usted puede, ¿no? – Zhang tomó una de sus manos con fuerza, casi hasta hacerle daño -. Por favor, le pagaré lo que sea…

Teresa se levantó y apartó la mano con repugnancia. Miró de nuevo la fotografía y luego la extrajo del marco y la guardó en un bolsillo de la cazadora de cuero. De repente, sintió como si esa prenda de vestir pesara varios kilos más. Se volvió hacia el anciano.

- Ya se lo dije antes. No quiero su dinero, señor Zhang – Suspiró -. Lo intentaré, de todas formas, pero no prometo nada. Es una cloaca demasiado grande y oscura, como para buscar a una pequeña niña dentro de ella.

- Se lo agradezco, Teresa.

- No me lo agradezca. No lo hago por usted, sino por ella.

Sin decir una palabra más caminó hacia la puerta. Un guardaespaldas esperaba fuera del salón, y la guió en silencio hasta el garaje. Mientras caminaba por la casa escuchó cómo el anciano volvía a sufrir un ataque de tos. No pudo evitar sentir algo de compasión. El vehículo no estaba en la cochera, sino que esperaba en el jardín con el motor encendido. Antes de partir, una persona entró al automóvil y se sentó a su lado. Teresa se sobresaltó.

- ¿Manuel? ¿Manuel Contreras? – De repente se vio unos años más joven, en una universidad, rodeada de chicos tan locos e inconscientes como ella, y entre ese grupo de hormonas desbocadas estaba Manuel.

A pesar de los años transcurridos aún parecía el mismo, salvo que ahora presentaba una pequeña cicatriz en la barbilla, como una especie de Indiana Jones hispano. Manuel había abandonado la carrera tras cuatro años de aburrimiento en aulas y laboratorios. Siempre deseó ser investigador privado dado que, su abuelo materno, había ejercido ese oficio en el Madrid del estraperlo y las casas de citas con registro de sanidad. Pero cuando estaba iniciando sus estudios de criminología, le había llegado la repentina herencia de una tía materna. Con esa inyección de dinero se largó a Tel Aviv donde, en una escuela muy reservada, le enseñaron las sutilezas del Krav Magá y el arte de ser un guardaespaldas de lujo. De tarde en tarde Teresa sabía de él por postales, que cada vez se distanciaban más en el tiempo. La primera tenía la foto de un camello y una sola palabra: « ¡Shalom! ». Luego hubo otras, como aquella en la que se veía una playa californiana en San Diego y el texto: « Por mucho que lo intenté, no vino Erika Eleniak a hacerme el boca a boca ». La última, cuatro años antes, mostraba un chiringuito playero de Jamaica y la frase: « 'Cause I remember when we used to sitin in a government yard in trenchtown. »

- Así que fuiste tú quien habló al señor Zhang de mí… - Aventuró Teresa. El coche arrancó y salió del chalet.

- ¡Bueno, tal vez se me escapara algo en algún momento…!

- Manu, ya no estamos en la universidad. Esto no es como reventar un juego de ordenador. Aquello era un divertimento de niños. Esto, en cambio, es jugar a mayores.

- Los juegos de mayores son cosa mía, Tere – alegó Manuel con cierto aire de suficiencia.

- Ha pasado tiempo, pero te recuerdo que es Teresa. Ni Maite ni Tere, solo Teresa. Y no creo que pueda ayudarle, no solamente porque es un asunto muy peliagudo y la Deep Web es muy compleja, sino porque estoy ocupada con otro problema que también me importa bastante.

- Siempre has sabido encontrar una solución – recordó Manuel -. Piensa que será como en los viejos tiempos.

- Los viejos tiempos nunca volverán Manu. Y por cierto, ¿qué haces trabajando con un mafioso chino? Te creía tumbado en algún lugar de California, protegiendo a una actriz de cine pechugona.

Manuel se encogió de hombros.

- Estaría bien, ¿verdad? Pero odio las hamburguesas y las pechugonas. Me gustan los pechitos y la paella -. Teresa se incomodó momentáneamente pensando en sus pechos copa A. Luego sonrió y se relajó un poco. Siempre se había llevado bien con ese loco. Manuel siguió hablando -. No trabajo exactamente para él. Voy de por libre. Principalmente, me dedico a labores de consulting en seguridad y protección, lo que incluye, en ocasiones, proporcionar información reservada al cliente de turno. En este caso, el cliente me contó su problema, y yo le di un consejo.

Teresa pareció algo divertida.

- ¿No estarías espiando la conversación, verdad?

- No. Estaba en esa casa porque, de vez en cuando, practico el tiro al blanco y juego al golf y al tenis con el hermano de Zhang, ya sabes, Tommy, que es un tarambana muy simpático. Te gustaría.

- ¿No ayuda a su hermano con las empresas?

- Si por “ayudar” entiendes el participar en las votaciones de la Junta de Accionistas, para unir sus votos a los de su hermano, pues sí. El resto de su vida es la de un playboy adinerado y madurito. Es Zhang Jackie el que lleva todas las empresas en solitario, con mano bastante férrea. ¡Y no es en sentido figurado, ya te imaginarás su pasado…!

- ¿Y tu pasado? Eres como el Guadiana, que aparece y desaparece…

Manuel se dedicó el resto del viaje a narrar sus andanzas por Israel, lo que produjo un trayecto bastante divertido. Por un momento, la cazadora no le pesó tanto como antes. Finalmente llegaron a Lavapiés, y el coche se detuvo en el mismo sitio donde la habían recogido unas horas antes. Teresa estuvo a punto de soltar una carcajada al ver al anciano chino de la tienda, esperando en la acera con su paquete de té y su cambio. Salió del coche y se volvió a Manuel.

- Me alegra haberte visto, y saber que no eres el fantasma que escribe postales en Nochevieja.

Manuel soltó una carcajada.

- ¿Sabes? En realidad sí que estuve escuchando un poco la conversación. El señor Zhang está convencido de que estuviste en África cuidando niños. Se ve que te conoce poco.

Teresa recogió el té y el cambio, luego se inclinó de nuevo hacia el coche y dijo: « Gracias por el paseo. Ha sido interesante recordar viejos tiempos ».

- Por los viejos tiempos, entonces -. Dijo Manuel, que de improviso, le dio un beso rápido en los labios. Ella fingió escandalizarse.

- ¿Por los viejos tiempos, dices? Manu, en los viejos tiempos, nunca me diste un beso.

- ¿Ah sí? No recordaba yo, que hubiese sido un joven tan gilipollas -. Le alargó una tarjeta de visita en la que había apuntado el teléfono personal de Zhang, cerró la portezuela del coche y este arrancó en dirección a Antón Martín. Teresa se quedó sola en la acera durante un rato, mirando cómo se alejaba el vehículo.

- ¿Sabes algo muy gracioso? - Murmuró al fin, mientras daba unos golpecitos en la tarjeta -. La verdad es que sí que estuve en África… pero no había niños.

* * *

Javier Valls era, como ya se ha dicho, un viejo conocido de Teresa. Al conseguir la licenciatura había iniciado su vida laboral en la empresa de un programa antivirus, como programador. Allí se había distinguido, no por sus habilidades con los códigos-fuente, sino por su total falta de escrúpulos. Tanto es así que, dos años después, ocupó el puesto de jefe de desarrollo en una firma de la competencia, tras entregar a su nueva empresa varios códigos secretos para detección de virus.

Nunca se vio a sí mismo como un espía industrial, dada su total ausencia de la más elemental ética profesional. Muchos, en ese difícil mundo, vendían información reservada a cambio de conservar un puesto de trabajo, o de no acabar en la oficina del paro llegados a los cuarenta años de edad. Él consideraba que no había hecho nada que no hubiesen realizado otros antes que él, sin darse cuenta de que había convertido en norma de vida lo que, para otros, solía ser un recurso extremo y casual.

Horacio Serrano le contrató gracias a un virus informático.

Un día, su ordenador personal había amanecido infectado y con el sistema operativo bloqueado. Un amigo común le recomendó a Javier Valls, y este logró hacer desaparecer el virus y restablecer la operatividad del equipo. Dos semanas después culminaba su fulgurante carrera, y era nombrado jefe de informática y seguridad en el grupo de empresas de Horacio Serrano. Lo que el empresario nunca supo, es que el virus había llegado a su ordenador porque Javier había hecho entrega de un disco infectado al amigo de ambos. El virus constituía un intento por parte del informático para que le conocieran en el mundo de las altas finanzas, gracias a varios equipos que se fueron infectando, según el programa iba pasando de unas manos a otras.

La apuesta le había salido mejor de lo que nunca hubiera podido imaginar. Como jefe de informática se caracterizaba por tener pocos amigos en la empresa, y también porque, por alguna secreta razón, no consentía mujeres trabajando como informáticas en su sección. Cuando llegaba alguna, se las arreglaba para que más pronto que tarde, esta pidiera la baja o el traslado. Siempre le decía a sus subordinados que los ordenadores y las tetas se llevaban mal, pese a que ambos fueran igual de caprichosos. En general, era detestado y temido a partes iguales.

Avisado por Santiago, corrió desde su despacho al de Horacio Serrano, con un deseo servil de no hacer esperar.

- ¿Me mandó llamar, don Horacio?

- Sí. ¿Tienes cubierto el equipo de esa sabandija?

- ¿Se refiere a Antonio Ridruejo? – Horacio asintió con impaciencia -. Tengo su equipo monitorizado desde hace meses, tal y como me ordenó. Sabe bien que tengo monitorizados a todos los cargos directivos de la empresa.

Horacio volvió a asentir con cierta satisfacción, no exenta de la sospecha de que él se encontraba también entre los monitorizados por Javier. Tal vez algún día tuviera que hacer algo al respecto y tener una charla con su jefe de informática.

- ¿Sabías lo que se proponía hacer?

- Ya le dije que no, don Horacio. El equipo solo lo utilizaba para asuntos personales. Para lo otro, usó este mismo ordenador –. Javier señaló el equipo portátil de Horacio, que estaba sobre la mesa del despacho.

- ¡Debiste protegerlo mejor! ¡Te pago una millonada y quiero resultados, so inútil! – Gritó Horacio perdiendo de nuevo la compostura.

Javier pensó para sí que todo hubiera ido mucho mejor, si no hubiese dejado un papel con las claves apuntadas bajo la lámpara de mesa del despacho, pero prefirió aguantarse las ganas de decirle cuatro cosas a su patrón. Por otra parte, ya estaba acostumbrado a los ataques de ira de Horacio Serrano.

- Lo hecho, hecho está, don Horacio – dijo con voz tranquila, intentando calmar los ánimos -. De momento vigilaré su equipo. Lo que escriba en él, o en sus correos electrónicos, nos dará alguna pista. Es posible que aproveche para pedir dinero a alguien, o que compre billetes de avión desde el ordenador... Hay múltiples posibilidades de pillarlo en falta.

- Tenme al corriente, ¿de acuerdo?

Javier asintió. Viendo que la conversación estaba terminada, salió del despacho y se encaminó el suyo.

Una vez en él, conectó el ordenador y accedió a una de sus cuentas de correo electrónico. Con cierto estupor, observó que no había llegado el habitual informe del troyano, sobre lo escrito con el teclado del equipo portátil de Antonio Ridruejo. Eso era algo que no se esperaba. Actualizó el correo, pero siguió sin llegar ningún informe. Permaneció pensativo unos minutos. Luego buscó un fichero en uno de los subdirectorios del ordenador y lo ejecutó. Se trataba del módulo de servicio del troyano. Desde él podía controlar el equipo remoto, pero no obtuvo respuesta del módulo terminal, que debía estar en el ordenador portátil de Antonio, actuando como un silencioso e invisible espía. Sabía que esto podía deberse, o bien a que había sido eliminado, o a que el equipo estaba apagado. Se sentía más dispuesto a creer en la segunda opción, por ser esta la más sencilla.

Decidió, a pesar de todo, tomar precauciones, y envió un par de mensajes-trampa que tenía preparados para casos de emergencia al correo electrónico de su víctima. Luego, apagó el ordenador y se quedó mirando por la ventana. A pesar de la borrascosa escena en el despacho de Horacio Serrano, aquel no dejaba de ser un magnífico día.

* * *

Unos días después, se encontraban todos comiendo en el sótano de la corrala, cuando entró Karim seguido de Sara que cargaba, con cierto esfuerzo, una caja de embalaje.

- ¡Salud a todos! – Exclamó jovialmente el egipcio –. Si no fuera por la penumbra de este sótano, parecería una fiesta de cumpleaños. Estoy empezando a pensar que podría sacarle partido como comedor comunal.

Pyotr señaló varios cables de la pared, que presentaban la brillante limpieza y apariencia de haber sido recientemente instalados.

- ¿Tú cómo te estás sintiendo, después de clonar una línea de alta velocidad? Yo, por lo menos, siempre me gusto muni… eh… ¿mucho?… de la felicidad que da el fraude a un compañía capitalista. O por decir mejor… cuando ayudo a cumplir la globalización, desde el proletario punto de vista, ya que siento como una perestroika.

- ¡La felicidad que tendrías si te llegara la factura del teléfono...! – Murmuró Andrei con una sonrisa, mientras se aguantaba las ganas de soltar una carcajada al escuchar el torpe español de su compañero.

- ¿Ya tenéis línea? – Preguntó Karim mientras Sara seguía metiendo cajas y bultos en el sótano.

- Efectivamente - confirmó Teresa –. Y por lo que veo, el resto ya está aquí. Esta misma tarde podemos comenzar a trabajar en serio.

Antonio dejó la cuchara en el plato y observó con estupor los bultos que Sara acumulaba junto a la puerta. Se levantó y los examinó más detenidamente, mientras sacudía la cabeza con incredulidad.

- Puedo entender que un ingeniero que farfulla el español, construya una falsa línea telefónica. No sé cómo diablos lo ha hecho, pero he visto que existe y funciona – comentó -. Para algo, supongo, que le debía servir el título. Pero lo que no comprendo es a qué se debe este milagro del pan y los peces, donde un montón de equipo informático surge de la nada sin costar ni un euro.

Todos acogieron las palabras con una carcajada, salvo Karim que, en realidad, tampoco entendía nada de ese milagro. Lo único que estaba claro es que nadie había pagado nada por los equipos. Estos habían llegado, a portes pagados, desde una dirección de los Estados Unidos.

- ¡Explícaselo, Teresa! - Solicitó Andrei –. O si no, se va a pegar un tiro antes de que todo acabe.

- No hay ningún milagro que valga – explicó esta -, son simples trucos. Cuando estos tres fueron al centro comercial, Sara iba a memorizar los dígitos de la tarjeta de crédito de la mujer de Javier Valls, y Pyotr se tenía que encargar de colocar un aparato en la terminal de lectura de la tarjeta para grabar, a su vez, uno de los códigos que genera el chip de la misma. ¿Pensaste acaso que íbamos a secuestrar a esa pobre mujer y pedir un rescate? ¿Algo tan vulgar como eso?

- ¿Por qué? – Inquirió Antonio.

- Ya te dije que no intentábamos robarle. Se trataba de poder hacer un clon virtual de su tarjeta de crédito. Un par de noches después, desde mi equipo, y por medio del viejo arte de la navegación anónima, nos limitamos a conectar con la página web de una tienda de informática de Estados Unidos. Hemos hecho todos los pedidos, y a la hora de pagar hemos colocado, en el formulario electrónico, los datos del señor Valls.

- Pero no conocíais su clave secreta.

- Ya, pero sí sabíamos la marca de la tarjeta de crédito y la secuencia de dígitos. Con esos datos, nos limitamos a obtener un código genérico. Aparte de ello, disponíamos de uno de los códigos de control que genera el chip cuando haces una operación de pago, con lo que hemos podido fabricar una falsa tarjeta de crédito. No es un mal sistema, y no voy a aburrirte con los detalles mágicos, pero esa tarjeta te permite un solo uso y en una fecha determinada.

- ¿Un código qué…? – Preguntó Antonio con estupor.

- Un código genérico – respondió Teresa con paciencia -. Las claves de las tarjetas de crédito consisten en una serie de números. Estos se aplican, mediante una ecuación matemática, a la secuencia de dígitos de la tarjeta. Debe dar un resultado determinado para que se acepte el código como bueno. Es obvio que basta con conocer la secuencia de dígitos y la ecuación que utiliza la empresa de la tarjeta de crédito, para poder generar una clave numérica que funcione. Algo parecido sucede con el código del chip que grabamos con el aparatito mágico de Petya, aunque en este caso no es solo uno, sino varios, y hay más elementos implicados, como por ejemplo, el equipo servidor del banco.

- ¿Y cómo sabéis la ecuación si se supone que es secreta? Y no me digáis que la conseguisteis en el supermercado.

- En cierto modo es así como se consigue – añadió Teresa -. Internet es un bonito lugar lleno de empleados descontentos. ¡Te asombraría lo que algunos estarían dispuestos a revelar, si les facilitas la última copia de un juego de moda!

- ¿Hablas de que hay empleados de empresas, de muy alto nivel, que venden esa información por...?

Teresa le dirigió una mirada cargada de reproches.

- Si tú puedes ser un empleado deshonesto, ¿qué problema tienes con que existan otros?

- Entiendo... – Antonio fingió sentir una vergüenza que, en realidad, no tenía. De hecho, le aliviaba bastante saber que había muchos como él -. ¿Y luego?

- Compramos por Internet todo el equipamiento que necesitábamos, y eso era la parte más sencilla. No convenía hacerlo de forma física en una tienda, sobre todo porque al pagar con la tarjeta falsa, hubiéramos tenido que firmar en la terminal de pago, y eso hubiera sido un gran escollo. El equipo servidor del banco recuerda tu firma, o para ser más exactos – se corrigió Teresa –, recuerda tu forma de firmar, tus movimientos y vicios a la hora de mover el puntero. Eso es casi imposible de falsificar. No teníamos ni tiempo, ni ganas para hacerlo.

- ¿Y si descubren lo de la tarjeta? – Insistió Antonio -. Y más aún. ¿Cómo es que no lo descubrieron cuando rellenasteis el formulario? Se supone que debían comprobar la veracidad de los datos.

- ¡Claro que lo descubrirán, Toño! – Exclamó Teresa con una indiferente sonrisa -. No son idiotas. En cuanto llegue el informe del gasto de la tarjeta, empezarán las llamadas de teléfono embarazosas, y la empresa descubrirá que tiene que devolver el dinero. O no… en todo caso… ¡Que nos echen el galgo para entonces! Respecto a que deberían comprobar los datos del formulario... Bueno, algunas empresas lo hacen, pero no todas… digamos que muy pocas se molestan en ello, pues efectúan miles de operaciones al día y sería imposible realizar ese trabajo. Deberías confiar más en la inagotable capacidad del ser humano para cometer chapuzas.

- ¿Y si siguen la pista del envío?

- Que la sigan. Al día siguiente de la escena en el supermercado, Sara se fue a uno de esos grandes almacenes de papelería, donde puedes alquilar un apartado de correos. Los bultos llegaron allí esta mañana.

- ¿Y sus datos?

- ¡Elemental, querido Watson! Utilizó un carnet de identidad falso y fue allí vestida de hombre. ¡Qué mal rato para ti! ¿Verdad, Sara?

- ¡Y tanto! – Respondió esta con una carcajada -. A mí me tira mucho la sisa.

Todos los presentes rieron la broma. Antonio no pudo evitar una mueca de desagrado.

- Si deciden seguir la pista del envío, llegarán a un apartado de correos. Desde los grandes almacenes, lo más que podrán hacer, es proporcionarles una fotocopia de un carnet de identidad falso. La pista se acaba y se acaba el problema.

- No imaginé que fuera tan fácil hacer eso – musitó Antonio admirado.

- Si fuera tan sencillo hacerlo, lo haría todo el mundo – intervino Andrei mientras masticaba a dos carrillos -. En realidad, con los nuevos carnets con chip incorporado, la cosa no es tan fácil como antes, pero no imposible. Aunque en algo tienes razón, y es que ha sido la parte más fácil de todo el operativo, pues hemos utilizado un carnet falso antiguo, como si le quedara poco para caducar. Los empleados no se fijan en detalles como la fecha de caducidad, solamente les interesa hacer la fotocopia y discutir con el compañero sobre lo que se va a hacer el fin de semana. Como digo, podríamos haber clonado un carnet con chip, pero hubiese requerido más tiempo. Ahora empieza lo difícil.

- ¿Lo difícil? – Preguntó Karim, que había asistido con gran interés a la explicación.

- Sí, lo difícil. Esta tarde instalamos los equipos y comenzamos a husmear. Y puedes estar seguro de que lo que se ve en las películas, no tiene nada que ver con la realidad.

- Podré quitarme este traje de una vez – suspiró Sara aliviada.

- Disfrázate de perro, ya que vamos a husmear – sugirió Andrei.

- De perro no, querido. De perra – respondió Sara con una carcajada -. ¡La más perra de todo Madrid!

* * *

Aquella noche Teresa subió al desván del edificio.

Estuvo media hora sentada en la oscuridad, mirando hacia fuera a través de un estrecho y sucio ventanuco. Permanecía en silencio como a ella le gustaba, sin decir nada, simplemente sintiéndose viva, solamente mirando e intentando conectar con aquel universo cuyos designios aún no comprendía del todo. La luna se reflejaba en los tejados, aunque en aquella ciudad debía competir con las farolas por la luz. Una exhibición de reflejos se veía en las nubes, que se tornaban anaranjadas, aplicando una pátina fantástica a los grupos de personas que pernoctaban a la puerta de los bares. En el interior del desván, los sonidos de fuera quedaban ahogados, eliminados en el anonimato de un murmullo tranquilizador.

Cada vez que Teresa se veía obligada a tomar una grave decisión en su vida, subía a aquel lugar. Para ella, suponía una parábola acerca de la seguridad que hacía años que no disfrutaba. Mucho tiempo atrás había renunciado a la normalidad, y en una especie de alegórico aquelarre, había perdido su sombra y un hipotético futuro en una vida estable, con un marido mediocre, uno o dos hijos insoportables y un tranquilizador y convencional coito los viernes por la noche. O tal vez un futuro brillante con un marido maravilloso, unos hijos adorables y noches de sexo dignas de recordarse. Pero eso eran detalles que, en realidad, no la preocupaban demasiado. Si alguna vez se hubiera detenido a pensarlo detenidamente, tal vez habría caído en la cuenta de que, ese oscuro desván, era un útero materno al que se aferraba con desesperación.

Sara entró en silencio, pues ya conocía las costumbres de Teresa. La abrazó por detrás, y esta respondió con un apretón cariñoso en la mano.

- ¿Tienes miedo? – Preguntó Sara.

- Siempre tengo miedo. Es como salir a un enorme escenario sin haberte repasado bien el libreto. Tomar decisiones, considerando las miles de posibilidades, es algo que me pesa como una losa.

- Eres muy buena en lo tuyo, no te preocupes.

- No me da miedo esto, porque sé que saldrá bien. El gran juego siempre sale perfecto si sabes seguir las reglas y creo que, hasta el momento, he demostrado que, en general, no se me da nada mal jugar.

- ¿Entonces?

Teresa respondió con aire cansado.

- Hace días lo dije sin pensar, pero es cierto, ¿sabes? Llevo años caminando por una selva oscura. Me duele el alma, de respirar el mundo. Hay algo que busco y no encuentro. Siento como si las leyes del karma me obligaran a pagar una vieja deuda, que haya olvidado en algún rincón de mi memoria.

- No entiendo.

Teresa se miró las manos durante un rato. Luego acarició levemente los dedos de Sara. Jugueteó un rato con las largas uñas postizas.

- He puesto un precio que yo misma no comprendo. Al principio lo veía claro, pero ahora no tanto. Te he hablado muchas veces de Arturo. Él es el incomprensible precio que he puesto.

- Sí y todos lo aceptamos – indicó Sara -. ¿Qué problema hay?

- Que para llegar al final de este embrollo, temo que tendré que viajar al infierno. Que tendré que abrir puertas que cerré hace años, por alguna razón que no recuerdo o no deseo recordar. O tal vez todo se reduzca a una simple venganza contra mis viejos fantasmas.

- Sigo sin entender.

Teresa suspiró y entornó los ojos, como rememorando algo que había quedado atrás, en un lugar y un tiempo muy lejanos.

- Hace años que mi mentor me hizo entrega de mi nombre de guerra. Aún recuerdo el momento en que fui admitida en el seno de la comunidad hacker. Ya no era Teresa, sino Digital Death, Didí para los amigos y para los enemigos. Ese día me sentí como el miembro de la más secreta y exclusiva de las sociedades masónicas. Entonces no hice ningún juramento, aunque sabía que debía guardar una serie de reglas. Él era un loco aficionado a Star Wars, y no hacía más que advertirme de que había una serie de barreras y puertas que no debía traspasar, porque al otro lado me esperaba mi lado oscuro.

- ¿Y temes romper una serie de reglas éticas?

- El mundo ha cambiado de ropajes en pocos años – dijo Teresa asintiendo lentamente con la cabeza -. Los viejos hackers ahora visten trajes de diseño y conducen deportivos descapotables. Incluso aquellos que luchan en las filas del hacktivismo contra la globalización, no renuncian a sus zapatillas de diseño. Hemos dejado de ser idealistas para ser pragmáticos. Pero, a pesar de ello, temo vender mi alma al diablo por un cadáver que nunca pudo amarme. Y, lo peor de todo, es que tengo miedo de descubrir por qué hago algo tan absurdo. No se rompen reglas sagradas todos los días.

- Todos tenemos nuestro lado oscuro – le advirtió Sara con voz grave -. A veces no es tan malo como parece. En ocasiones, resulta atractivo poder revolcarse en el barro. Si no te ensucias las manos, nunca podrás escalar una montaña. Tú lo que necesitas, querida, es que alguien te bese, y que te bese bien.

Teresa volvió a suspirar tristemente y adoptó una de sus miradas de arcángel vengador.

- Imitas muy mal a Clark Gable.

Sara dejó de sonreír y tomó su barbilla. La miró inquisitivamente a los ojos. Detrás de ellos había algo más. No se trataba solamente de enfrentarse a unas barreras éticas. Ahí había un rastro de miedo, más profundo y más íntimo.

- Ocultas algo, ¿no? – Le preguntó al fin -. ¿Tal vez es lo de la niña? ¿Te preocupa lo que pueda hacer ese chino si fracasas? ¿Piensas que son demasiados problemas a la vez?

- No –. Teresa negó con la cabeza haciendo un ademán cansado, como un viejo soldado que se niega a volver a tomar su polvoriento fusil -. Lo de la niña debo hacerlo… pero tienes razón… es también un asunto de mi pasado que de repente, ha explotado en mi rostro.

- No te entiendo.

- Nunca se lo he dicho a nadie -. Se levantó de repente y comenzó a pasear por la desván, como intentando encontrar el valor suficiente para contar lo que ardía en el fondo de su saco de recuerdos. Hizo acopio de valor y siguió hablando -. Yo tenía nueve años… y creía que iba a ser el mejor verano de mi vida. Fue en una piscina… y no le conocía más que de vista… Supongo que él sí que me conocía, pues ese tipo de depredadores primero espían a la víctima, acechando y esperando el momento.

- ¡Madre mía…! - Murmuró Sara, sospechando lo que iba a escuchar. Se levantó y colocó su mano en el hombro de Teresa, pero ella lo rechazó con suavidad.

- Un día se produjo una tormenta de verano, y todo el mundo abandonó la zona de vestuarios para refugiarse en otro punto de la piscina, bajo unos soportales. Yo cometí un error de cría, un error que pagué muy caro. Aproveché la soledad del lugar para acercarme al puesto de golosinas, que estaba junto a los vestuarios, y robé unos helados -. Otro suspiro se quebró interrumpiendo apenas su voz -. Él me hizo unas instantáneas. Luego comenzó todo… amenazas de enseñar esas fotos… el terror de una niña que cree que todo se ha acabado para ella…

« Él debía tener 16 años, pero era un depredador listo y cruel. Primero fue sencillo, solo tenía que verle desnudo, lo que hasta me hizo gracia. Lo tomé como una broma, con alivio. ¡Imagínate! Tenía nueve años y, en el fondo, sentía curiosidad por lo que los chicos tenían entre las piernas, esa cosa de la que algunas chicas mayores hablaban entre risitas. Luego subió el nivel del terror. Primero tuve que tocársela, momento en que me hizo otra foto, y las amenazas aumentaron, con esa otra foto en su poder. Lo que empezó casi de forma divertida se convirtió en miedo, en la vergüenza de tener que desnudarme para él e imitar poses que hasta entonces, para mí eran obscenas, pero que en ese instante adoptaban la naturaleza de humillantes. Y luego los tocamientos, el tacto asqueroso de esas manos… - Una lágrima cayó por su mejilla con rapidez, como las gotas de lluvia de aquella tormenta que acompañaba los recuerdos -. Era muy listo…»

« Permitió que esa tarde el asunto no pasara de allí. Pero días después volvieron las amenazas. Tuve que esconderme con él en vestuarios solitarios, volver a desnudarme y a posar, volver a dejar que me tocase… Así estuve un mes entero y mi verano se convirtió en una pesadilla. Ya no quería ir a la piscina para no encontrarme con mi acosador, pero no me atrevía a contárselo a mis padres, pues sus amenazas pesaban demasiado. El cabrón decía que yo era su novia, que me quería mucho y que me lo hacía por amor. ¡Seguramente ese cerdo se lo creía…! Yo cerraba los ojos esperando que los tocamientos acabaran pronto. Otras veces se masturbaba sobre mí y en mi interior contaba hasta cien, esperando que se corriera cuanto antes y me dejara en paz. Contaba una y otra vez –, murmuró -, de uno a cien y de cien a uno, y vuelta a empezar… de uno a cien… una y otra vez… Hasta que un día dijo que como yo era su novia debía hacer conmigo lo que hacen los novios. Intentó penetrarme, y al no conseguirlo... – Guardó un instante de silencio. Cerró los ojos, pero inmediatamente tuvo que abrirlos, pues llegaban a su mente imágenes que no deseaba volver a recordar -. Yo ya no podía más – prosiguió - y opté por algo radical. Esa misma noche, me tiré por las escaleras de mi casa. Tuve que hacer siete intentos, pero conseguí romperme un tobillo. Mi dolor y mi vergüenza fueron menores que lo que ese cerdo me había hecho pasar esa tarde. Gracias a ese hueso roto, me libré de tener que seguir yendo a la piscina. No he vuelto a verle…»

Sara la estrechó entre sus brazos y, esta vez, Teresa se dejó abrazar. Lloraba en silencio. Estuvieron así un buen rato, hasta que las lágrimas dejaron de correr, y Teresa pareció volver a estar calmada y segura de sí misma. El agujero en el muro de piedra estaba volviendo, lentamente, a cerrarse.

- Yo no creo que sea tan malo lo que vas a hacer – opinó Sara al fin, intentando no comentar la historia que le habían confesado, pues sospechaba que Teresa no deseaba su compasión -. Y no lo digo porque yo sea homosexual y haya tenido que romper unas cuantas reglas. Lo digo porque, de igual manera que Orfeo bajó a los infiernos por amor, por amistad pueden romperse reglas, y pactos, y el mundo puede tornarse del revés. Mientras tu corazón diga que sigas adelante, arrambla con todo. Ya tendrás tiempo de descubrir cuál es el secreto del universo. Y si consideras que esto es una venganza, recuerda que es mejor servirla fría.

- Eso decía mi mentor: “Nunca dejes que tu sentido de la moral te impida hacer lo que sabes que es correcto” –. Recordó Teresa.

- Pues estoy de acuerdo con él. Ve a por todas y no dudes. Respecto a lo de Arturo, tal vez sea un precio justo. Si debes matarlo en tu memoria, qué mejor medicina que visitar su tumba. La lástima es que no haya junto a ella otra tumba más.

- Hoy no hay estrellas – comentó Teresa mirando hacia afuera con melancolía.

- Tranquila, cariño, sabes que están detrás. Todo es cuestión de tener buen gusto y borrar esas sucias nubes de contaminación. Por cierto, te llama Andrei. Había subido a decírtelo, y va a pensar que nos hemos emborrachado aquí arriba y nos hemos olvidado de él.

Teresa volvió a adoptar su talante habitual y abandonó su temporal fragilidad, sustituyéndola por una condición casi felina, como si se hubiera recuperado de repente.

- ¿Sucede algo?

- Le han enviado un regalo a tu amigo Antonio. Un bonito regalo, ¡y mira que aún falta tiempo para Navidad!

* * *

Cuando hizo su entrada en el sótano, ninguna señal en su rostro delataba la escena que había sucedido en el desván.

Andrei estaba sentado con el portátil de Antonio en su regazo. Observaba la iluminada pantalla con atención. No parecía preocupado sino, más bien, un poco divertido con lo que estaba sucediendo en la pantalla.

- ¿Qué sucede? – Preguntó ella, tranquilizándose al ver la actitud del ruso.

- Antonio estaba revisando su correo electrónico. Ha descubierto que le han enviado dos mensajes desde filiales de la empresa. Vienen de parte de conocidos suyos y traen ficheros a modo de regalo.

- Ya, típico. Gracias a la informática, los empleados pueden dedicar su tiempo a enviarse, unos a otros, chorradas por correo. Claro, que antes tomaban cafés, algo es algo.

- Antonio me los hizo revisar por si acaso. Me llamó la atención que ambos ficheros, a pesar de no llevar el mismo nombre, ocupaban el mismo tamaño.

- ¡Uy! – Exclamó Teresa -. ¡Sospechoso...!

- Eso mismo pensé. Los grabé en el disco duro sin abrirlos y ejecuté un antivirus distinto al del portátil. ¿Sabes qué encontré?

- A nuestro amigo de nuevo – adivinó Teresa.

- Da… eh… Sí. El viejo bichillo, que ya alegró nuestras vidas, ataca de nuevo.

- Eso quiere decir que han descubierto que hemos borrado el módulo terminal del troyano, e intentan que piquemos de nuevo. Hay que reconocer que no les falta dedicación – apostilló Teresa con una risita.

- No es mal sistema. Antonio lo habría hecho si no le hubiéramos avisado previamente. Es un truco para pardillos como otro cualquiera.

- No podemos dejar que sigan así. Quien la sigue, la consigue.

- ¿Qué hago entonces?

- Lee los datos de ambos ficheros y llévatelos mañana a un cibercafé – ordenó ella con una sonrisa cruel en los labios, tras pensarlo unos segundos -. Ejecútalos allí y deja que te monitoricen. ¿Tienes alguna contramedida?

- Tengo varias, ya me conoces.

- ¿Alguna de ellas permite monitorizar al cazador?

- Sí – replicó Andrei con una gran sonrisa, pues había comprendido la idea -. ¿Qué le hago a tu amigo Javier?

- No es mi amigo – replicó Teresa con fastidio mientras salía de la habitación. Se detuvo otro instante mientras pensaba y luego añadió -. Cárgate su ordenador. Le daremos algo en que pensar.

* * *

La tarde siguiente, Javier conectó el ordenador de su despacho, sin poder imaginar que el cazador estaba a punto de ser sorprendido, con los pantalones bajados, por el león. Repasó el correo y observó, como ya sospechaba, que seguían sin tener respuesta del troyano, lo que confirmaba la destrucción del mismo. A continuación ejecutó el correspondiente módulo de servicio. Un mensaje le indicó que uno de los troyanos nuevos estaba operativo. Rápidamente empezó a espiar el disco duro del equipo monitorizado. Pensó que, a pesar de que la víctima, por alguna razón desconocida, había eliminado al espía inicial, no estaba todo perdido, y las cosas podrían volver a su cauce normal.

A mucha distancia de allí, en un cibercafé, Andrei observaba complacido los intentos de monitorización de Javier. Ejecutó un par de comandos en el menú de su contramedida. Luego, se levantó con una sonrisa y abandonó el cibercafé, dejando el equipo encendido. Sabía que durante otra media hora nadie lo tocaría. El alquiler se había pagado por adelantado y el encargado supondría que había salido un momento a comprar algo. El equipo era nuevo, y al ser un día frío y desapacible, nadie se había extrañado de que lo manejara con unos guantes puestos, ni de que cubriera parte de su rostro con una gran bufanda.

Javier comprobó que el equipo donde actuaba el troyano no parecía estar ejecutando ningún programa en particular. Primero por curiosidad y, más tarde por aburrimiento, al ver que pasaban los minutos sin que sucediera nada, comenzó a revisar el disco duro y le extrañó comprobar que estaba lleno de juegos. Algo no cuadraba. No eran los programas que esperaría encontrar en el portátil de un ejecutivo. Incluso el descubrimiento de una sabrosa colección de fotos pornográficas, le habría extrañado menos.

Tras diez minutos de infructuosa búsqueda, se convenció de que ese no era el portátil de Antonio Ridruejo así que, por precaución, desconectó la señal de monitorización. Apagó el ordenador y se dedicó a pasear por el despacho mientras leía un memorándum.

De repente, se abalanzó sobre el equipo y lo encendió como si hubiese tenido una revelación repentina. Vio cómo pasaban por pantalla las carátulas de carga del ordenador y un gesto de estupor se apoderó de su rostro cuando el equipo se detuvo, con la pantalla en negro, y un mensaje parpadeando: “System disk error. Replace and strike any key when ready”.

Soltó una blasfemia y salió corriendo del despacho.

* * *

- ¿Que te han borrado el disco? – Preguntó Carlos extrañado.

- Te lo juro, me han destrozado el sistema – contestó Javier hablando con gran agitación.

- ¿Cómo puede hacerse eso?

- Un troyano monitorizador puede ser monitorizado –, explicó Javier nerviosamente -. Para conectarse un equipo informático con otro, utiliza lo que llamamos puertos de conexión. Puede haber miles. Si deseas que no te ataquen el equipo, basta con mantener cerrados los puertos. Sin embargo, cuando monitorizas a alguien, te ves obligado a mantener alguno abierto para establecer la conexión. Si la víctima sabe que le estás monitorizando, puede atacarte por ese puerto.

- Bueno, vale – concedió Carlos, que no entendía nada de informática -. Puede hacerse, te creo. La pregunta es cómo lo ha hecho Antonio, porque no me dirás ahora, que ese idiota ha transformado sus conocimientos de contabilidad en ese lío que me acabas de contar.

- ¡Eso es lo que no comprendo!

Javier se paseaba por la habitación mientras respiraba agitadamente. Presentía que algo no había salido del todo bien, pero no podía entender de qué se trataba, y con Horacio Serrano encima de ellos, las cosas podían ponerse muy complicadas.

- Alguien debe haberle ayudado – opinó Carlos con una tranquilidad que contrastaba con la de su nervioso interlocutor.

- ¿Quién? ¡Como no sea un milagro...!

- Tal vez entregó el equipo al hijo de algún amigo. Hay niños que saben mucho de estos temas. Tal vez te haya jorobado un quinceañero con ganas de hacer el gamberro.

- Sería una curiosa ironía, dejarme cazar por un gamberro con granos, pero lo dudo. Un crío me habría borrado el disco duro, sí, pero es más difícil que se le hubiera ocurrido borrar el arranque del ordenador, y más aún con varias pasadas de sobrescritura.

- ¿Eso es sofisticado?

- ¡Y tanto! Casi siempre todo lo que se borra en un ordenador puede ser recuperado de nuevo, porque en realidad, el equipo no lo elimina de forma física en el disco, y hay programas que localizan la información eliminada para recuperarla. Ahora bien, si sobrescribes esa información con basura aleatoria sin sentido, la recuperación se hace difícil, y si esa sobrescritura la realizas varias veces, puedes convertir la recuperación en una labor imposible -. Javier se sentía perplejo -. No, esto no es la broma de un quinceañero.

Carlos se encogió de hombros con indiferencia.

- De momento, no digamos nada a don Horacio - sugirió.

- Estoy de acuerdo – aceptó ansiosamente el jefe de informática -. No tenemos por qué importunarlo con detalles inútiles.

Javier salió de la habitación sin ni siquiera despedirse.

Carlos decidió que se preocupaba por nada. En su fuero interno, estaba convencido de que era totalmente posible que un jovencito le hubiese dado un disgusto. Desde luego, eso le habría complacido, pues como a muchos, no le caía nada simpático el informático. Siempre podría convertirse en una divertida anécdota para comentar en la barra de un bar, junto a Santiago, y frente a un par de refrescantes ginebras. Incluso podría usarlo para divertir a alguno de sus potenciales ligues. En ocasiones, había visto a más de una joven quejándose de sus problemas con los ordenadores. Bien pensado, una anécdota como esa, podría reportarle la momentánea simpatía del chochito de turno.

Tras considerarlo unos instantes, resolvió que no tenía por qué comentarlo tampoco con su compañero. Si él entendía poco de ordenadores, Santiago estaba a años luz. Decidió, pues, catalogar el suceso como chiste potencial para una noche de sexo y dejarlo como estaba.

Y esa fue una gran equivocación.