La ceremonia del mundo

En el orden de los encadenamientos altamente convencionales y perfectamente regulados, en el orden de los encadenamientos vaciados de la más elevada necesidad, la ceremonia es el equivalente de la fatalidad.

Encadenamiento extático como el del juego: la ceremonia carece de sentido, solo tiene una regla esotérica. Y carece de fin, puesto que es iniciática.

En ella se exalta el orden definitivamente ficticio y convencional del mundo, la objetividad oculta que luce detrás de la subjetividad de las apariencias.

Se dice que el pensamiento salvaje lo subjetiviza todo, sin tener en cuenta la objetividad del mundo. Pero somos nosotros quienes, detrás de la coartada de la razón objetiva, subjetivizamos todo, psicologizamos todo, imponemos en todas partes una subjetividad oculta.

La ceremonia pone fin a este ocultismo de la subjetividad.

Que (el Brahmán) no mire jamás el sol durante su amanecer, ni durante su ocaso, ni durante un eclipse, ni cuando está reflejado en el agua, ni cuando está en el centro de su carrera.

Que no pase por encima de una cuerda a la que está atado un ternero, que no corra mientras llueve, y no mire su imagen en el agua; esta es la regla establecida.

Que tenga siempre su derecha del lado de un montículo de tierra, de una vaca, de un ídolo, de un Brahmán, de un jarro de manteca líquida, o de miel, de un lugar en el que se cruzan cuatro caminos, y de los grandes árboles bien conocidos, cuando pasa junto a ellos.

Por mucho deseo que sienta, no debe acercarse a su mujer cuando comienzan sus reglas, ni yacer con ella en la misma cama.

Que no coma con su mujer en el mismo plato, y no la mire mientras ella come, estornude, o bostece, ni cuando está sentada descuidadamente.

Ni mientras ella se aplica el colirio en los ojos, o se perfuma con esencia, ni cuando tiene el seno descubierto, ni cuando pone un niño en el mundo.

Que no deposite su orina y sus excrementos en el camino, ni en las cenizas, ni en un pasto de vacas, ni en una tierra trabajada con el arado, ni en el agua, ni en una pira fúnebre, ni en una montaña, ni en las ruinas de un templo, ni en un nido de hormigas blancas, en ningún caso.

Ni en los agujeros habitados por las criaturas vivas, ni caminando, ni de pie, ni en el borde de un río, ni en la cumbre de una montaña.

De igual manera no debe jamás evacuar su orina y sus excrementos contemplando los objetos agitados por el viento, ni contemplando el fuego, o un Brahmán, o el sol, o el agua, o las vacas.

Durante el día, que haga sus necesidades con la cara dirigida al norte; durante la noche, con la cara dirigida al sur; en la aurora, y en el crepúsculo vespertino, de la misma manera que durante el día.

Leyes de Manú, libro IV

En el código de Manú, cada detalle de la existencia está minuciosamente ritualizado: teatro de la crueldad, cada instante está señalado por un signo necesario, por una discriminación, por una distinción sagrada (en absoluto la distinción sociológica, esta es característica de un orden menos fuerte, más banal, de un desorden de la regla y del ceremonial que deja sitio a todas las evaluaciones subjetivas, pero ese orden, el orden sociológico, no es en el fondo muy interesante) en el menor de los gestos, la menor de las palabras, en la menor secreción del cuerpo, en el menor de los acontecimientos naturales. Todo es iniciático, en el sentido de que todo llega a través del signo necesario, ineluctable, de su aparición, todo cambia a través del signo necesario, ineluctable, de su metamorfosis.

Así es la ceremonia del mundo, su ordenación perfecta, que es lo contrario del deseo subjetivo y del azar objetivo. El deseo y el azar están eliminados de la ceremonia. Tampoco aparece la metáfora. No hay ninguna metáfora, ninguna retórica, ninguna alegoría, ninguna metafísica en el texto de las Leyes de Manú. Ningún misterio tampoco: sino el desenvolvimiento puro, la cifra pura del ceremonial de los días y de las noches con sus obligaciones. El lenguaje es inmanente, al igual que el rito; dicta las reglas, sin mezcla alguna de dialéctica o de psicología. Ni siquiera recurre a los mitos justificativos o alusivos. Dice lo que hay que hacer, punto y basta. No es un sistema de valores o de interpretación: es un sistema de reglas.

Ahora bien, ahí es donde los signos adquieren su mayor intensidad: cuando solo requieren la observancia pura. Cuando llevan al punto más elevado, como las reglas de un juego, la arbitrariedad y la discriminación. No la diferencia, que siempre posee un sentido, sino la discriminación, que es la forma auténticamente rigurosa del mareaje, y el equivalente de la predestinación en el tiempo, lo que siempre ya está allí antes de haber llegado (por tanto, absolutamente milagroso), lo que adquiere fuerza de signo antes de tener sentido (por consiguiente, absolutamente arbitrario), lo que se impone como fin antes de ser justificado (por consiguiente, perfectamente injusto). En el desorden moral, sentimental y democrático en que vivimos, todo esto puede parecernos absolutamente injustificable y, en efecto, inmoral; llevamos mucho tiempo reservando todas nuestras iras para la predestinación y la discriminación, cultivamos con amor, a cambio, la finalidad y la diferencia —allí es, sin embargo, donde las cosas y donde los signos ofrecen el máximo de intensidad, de fascinación y de placer.

El proceso que regula el vencimiento del mundo sobre la coyuntura de un signo puro, sobre el evento del signo ceremonial, aunque sea el de la catástrofe, será siempre más grandioso y más fascinante que el de un desenvolvimiento causal. El proceso que nos roba nuestra libertad y nos introduce en un ciclo de la predestinación (aunque sea bajo la forma extremadamente banal de la «suerte»), tiene mayores posibilidades de seducirnos que el de una libertad y de una responsabilidad que también, de todos modos, carecen de fundamento: en lugar de entregarnos a la comicidad de una libertad enfrentada con su propio fundamento, nos dedicamos más bien a la tragicidad de la pura arbitrariedad. Cada uno de nosotros prefiere secretamente un orden arbitrario y cruel, que no le deja elección, a las angustias de un orden liberal en el que ya no sabe lo que quiere, en el que está obligado a reconocer que no sabe lo que quiere: pues en el primer caso está entregado a la determinación máxima, y en el segundo a la indiferencia. Cada uno de nosotros prefiere secretamente un orden tan riguroso y un desenvolvimiento tan arbitrario (o tan poco lógico, como es el del destino o de la ceremonia) que el menor desarreglo hace desmoronarse el conjunto, la trayectoria dialéctica de la razón, en la que una lógica final domina todos los accidentes del lenguaje. Es indudable que sentimos el deseo profundo de desviar el destino, de alterar la ceremonia, así como de violentar todo tipo de orden: pero esa misma violencia está entonces predestinada, adquiere su propio relieve del orden ceremonial, no es una violencia informal, crea una peripecia dramatúrgica. Pienso en una bellísima escena de la Puerta del infierno en la que, con motivo de una prolongada secuencia de la ceremonia del té, que se desarrolla en silencio, uno de los caballeros se levanta bruscamente y derrama una taza: todos los conflictos secretos afloran en este único signo, cuya violencia no es precisamente externa a la regla —parece que sea la misma tensión vinculada al ceremonial lo que produce esta súbita efracción como un efecto necesario. La violencia ceremonial aparece así no como una transgresión, sino como una exacerbación de la regla, en la que todo el universo está suspendido de la interrupción del juego. El mismo objeto se obtiene en una ópera china cuando todos los guerreros en movimiento se inmovilizan de repente, en la cumbre de su enfrentamiento dual, en un mudo paroxismo en el que la misma inmovilidad violenta el movimiento.

Así pues, cualquier ceremonia es violenta en su desenvolvimiento, pero esta violencia es la de la reversibilidad de la regla, y no la de la transgresión de la Ley. El signo provoca el signo inverso por la mera fuerza de los signos. En sí ya el encadenamiento de los signos en la ceremonia, el hecho de que puedan sucederse y engendrarse recíprocamente a partir de la única regla del ritual constituyen ya una violencia infligida a la realidad. Y el hecho de que toda ceremonia se encadene según un ciclo, ya es una violencia infligida al tiempo. Y el hecho de que se organice de acuerdo exclusivamente con los signos, con los millares de signos puros cuyo encadenamiento suprasensual recupera, es una violencia hecha al sentido y a la lógica del sentido. Toda la seducción de la ceremonia está en esta violencia idolátrica, semiúrgica, bárbara, que se opone a la cultura del sentido.

Si la ceremonia es sinónimo de lentitud, es porque pertenece al orden de la predestinación y del desarrollo regulado. La precipitación, al igual que para el sacrificio, sería sacrílega. Hay que dejar a la regla el tiempo de intervenir y a los gestos el tiempo de realizarse. Hay que dejar al tiempo el tiempo de desaparecer. La ceremonia tiene el presentimiento de su desenvolvimiento y de su final. No tiene espectadores. En todas partes donde hay un espectáculo, la ceremonia cesa, pues también ella es una violencia infligida a la representación. El espacio en el que se mueve no es una escena, un espacio de ilusión escénica: es un lugar de inmanencia y de desenvolvimiento de la regla. Pensemos una vez más en la operación del juego (de cartas, de ajedrez, de azar): nada hay menos teatral que la pasión del juego, toda la intensidad está replegada hacia el interior, hacía la operación interna de la regla, a diferencia del escenario y del espectáculo, que están abiertos a la mirada. La menor intrusión escénica de la mirada hace caer la ceremonia en la estética, que precisamente por ello se convierte en la fuente de un placer, pero la ceremonia no pertenece al orden del placer, pertenece al orden de la fuerza, y esta le viene de la inmanencia, en cada uno de sus signos y de sus actores, de su desenvolvimiento, y no de trascendencia del juicio estético.

Posee la belleza racial y ritual de los rostros japoneses, en oposición a la estética reflexiva e idealizada de nuestras caras occidentales. Nuestra belleza occidental va unida ya sea a una característica natural y expresiva (belleza de carácter), ya a una característica de moda (dominación de modelos sucesivos, idealidad de tal rasgo en tal momento, etc.). Naturalizada y modelizada, supone una distinción entre lo bello y lo feo (y más recientemente un chantaje bastante feroz a la belleza). Los rasgos orientales, por el contrario, sin tomar en consideración que son menos una excepción del rostro y suponen en mayor medida una ceremonia gestual de todo el cuerpo, son los rasgos de la raza, y por tanto arbitrarios y convencionales en oposición a nuestra estética naturalista y expresionista, pero de repente adquieren una belleza mucho más extraordinaria, la de una morfología ritual igual para todos. No hay distinción: la misma belleza interviene en los rostros de los hombres y de las mujeres, y en cierto modo ninguno es feo, puesto que todos sacan su relieve de un mismo dibujo. Frente a este, la belleza occidental con su individualización de acuerdo con unos modelos híbridos parece extraordinariamente vulgar. El juego de los significantes morfológicos de la raza predomina con mucho sobre los valores estéticos significados por nuestra cultura.

La belleza ceremonial no es la del sujeto, de la misma manera que la intensidad del juego no es la del efecto o del deseo. El juego ceremonial queda igualmente roto por la ley moral o por el deseo.

Hoy situamos la ley moral por encima de los signos. El juego de las formas convencionales es considerado hipócrita e inmoral: le oponemos la «delicadeza del corazón», prácticamente la indelicadeza radical del deseo. Creemos en el intercambio y en la sinceridad del intercambio, en una verdad natural de los sentimientos y de los afectos. Creemos en una verdad oculta de las relaciones de fuerza, cuyos signos serían la superestructura expresiva, siempre sospechosa de desviación de la realidad y de mistificación de las conciencias. Creemos en una verdad sexual escondida del cuerpo, de la que este no es más que la superficie de desciframiento. Creemos en la primacía de una energía informal, o de una profundidad del sentido (la ley inscrita en el fondo de los corazones), cuyo destino es abrirse un camino a través de la confusión superficial de los signos. Y estamos dispuestos a transgredir los códigos establecidos para hacer resplandecer la Ley y la Verdad.

Es cierto que la cortesía (y la ceremonia en general) ya no es lo que era. Pero lo cargamos de afectación porque queremos conferirle un sentido. Los signos de urbanidad se convierten en una convención arbitraria. Porque queremos sustituir lo arbitrario de la regla por la necesidad de la Ley. Podríamos y deberíamos también cargar de reprobación moral las reglas del juego de ajedrez. Pues la urbanidad, lo que fue en un orden ceremonial que ya no es el nuestro, ni siquiera tiene por función, así como tampoco los rituales, moderar la violencia original de las relaciones, conjurar la amenaza y la agresividad (tender la mano para mostrar que no se empuña un arma, etc.). Como si la cultura de las costumbres tuviera algún tipo de finalidad: es una muestra de nuestra hipocresía, atribuir en todas partes y en cualquier ocasión una función moralizadora de los intercambios: la ley inscrita en el cielo no es en absoluto la del intercambio. Sería más bien la de la alianza, del pacto de alianza y de los encadenamientos seductores.

Un encadenamiento seductor evita la promiscuidad de la causa y del efecto. Los signos no establecen entre sí un contrato de intercambio, sino un pacto de alianza. En ningún lugar impera la ley de la significación, sino exclusivamente el encadenamiento de las apariencias. Así, por ejemplo, el cielo, con sus signos que giran, es un arca de alianza en la que se encadenan las constelaciones, que componen consigo mismas como un destino ceremonial. Nacer bajo un signo no es en absoluto interpretarlo o hacerle significar de acuerdo con su sentido: es afiliarse a él, establecer una alianza con él, reconocerle una fuerza de predestinación. El problema no reside en creer en ellos o en no creer, así como tampoco en los signos de urbanidad: el error consiste siempre en conceder un sentido a lo que no lo tiene. El destino, en el sentido de una forma ineluctable y recurrente de desenvolvimiento de los signos y de las apariencias, se ha convertido para nosotros en una forma extraña e inaceptable. Ya no queremos un destino. Queremos una historia. Pues bien, la ceremonia era la imagen del destino.

No se trata de rehabilitar la urbanidad como función social. Cuando no es más que eso, resulta, en efecto, ridícula y absurda, al igual que la resurrección del yoga como disciplina psicodietética o el reciclaje de las artes marciales en la coreografía de Béjart. Los derechos del individuo, sus pulsiones, la expresión libre, la liberación de la palabra han puesto fin a este ceremonial inútil y a la hipocresía de los signos. Bravo.

Pero lo que consagra este desencadenamiento de la verdad, este triunfo de la sinceridad bajo todas sus formas, es el fin de la ilusión, del poder de la ilusión. Ilusión en el sentido literal de iniciación a la regla, a una convención superior que ordena otra puesta que la de lo real. El juego está basado en la posibilidad para todo sistema de desbordar su propio principio de realidad y de refractarse en otra lógica. Ahí está el secreto de la ilusión, y, en el fondo, la apuesta consiste siempre en salvar esta dimensión vital. Como aquel ilusionista del siglo XVIII, que había inventado un autómata tan perfecto en la imitación de los gestos humanos que se veía obligado a forzarse en el escenario a «automatizarse», a imitar la imperfección mecánica para salvar precisamente el juego, preservar la ínfima diferencia que hacía posible la forma de la ilusión: sí los dos hubieran sido igualmente perfectos, se habría desvanecido toda la seducción.

Para salvar la ilusión en este sentido, es decir, la ínfima distancia que hace jugar lo real con su propia realidad, que juega con la desaparición de lo real exaltando sus apariencias, para salvar esta regla irónica del juego, se han esforzado durante siglos lo que llamamos el arte, el teatro, el lenguaje. En dicho sentido, han conservado algo de la ceremonia y del ritual en la violencia que infligen a lo real. En el arte se ha conservado algo de la fuerza ceremonial e iniciática, aunque considerablemente debilitada (y no ciertamente en lo que hoy denominamos ceremonia: monumentos a los muertos, distribución de premios, Juegos Olímpicos, etcétera). Ahí es donde se ha mantenido una estrategia de las apariencias, es decir, un dominio de las apariciones y de las desapariciones, y en especial el dominio sacrificial del eclipse de lo real.

Está claro que nuestra interpretación actual del juego va en el sentido opuesto. Nuestra visión ideal del juego es la del niño, paideia, espontaneidad libre y creatividad salvaje, expresión de una naturaleza pura anterior a la Ley y a la inhibición. El juego animal opuesto al juego ceremonial. Pero sabemos que ni el pájaro canta ni el niño juega para su propio placer. Incluso en los juegos más «desmelenados», el encanto de la recurrencia, del ritual, del desenvolvimiento minucioso, la invención de las reglas, la complicidad en su observación, es lo que constituye la intensidad y la singularidad del juego infantil. La escansión del fort-da, por ejemplo, puede significar perfectamente la conjuración de la ausencia de la madre, pero fundamentalmente también es una especie de ceremonial, dueño de la aparición y de la desaparición. La suposición de la fantasía pone fin a la originalidad de esta forma, puesto que le da un sentido, pone fin al mismo tiempo a la seducción propia del juego que, por su parte, solo se ocupa justamente de regular las apariencias.

El secreto está hecho de la aniquilación de las causas y el amortajamiento de los fines en el único orden regulado de las apariencias. La Regla de las Apariciones y de las Desapariciones.

Ahora bien, las ceremonias estaban hechas para regular las apariciones y las desapariciones. Lo que siempre ha fascinado a los hombres es el doble milagro de la aparición de las cosas y de su desaparición. Y lo que siempre han querido preservar, es el dominio de estas y de su regla. La del nacimiento y de la muerte, pero también el eclipse de los astros y el rapto de las pasiones, y las peripecias del ciclo natural. Solo nuestra cultura moderna ha capitulado delante de esta forma de obligación y se ha entregado por entero a esta forma informe de libertad llamada azar o a esta forma inductiva/deductiva de encadenamiento llamada necesidad.

Hoy, por haberlo invertido todo sobre el modo de producción y haber agotado su ilusión, nos encontramos enfrentados al modo de aparición y de desaparición desprovistos de cualquier dominio ceremonial. Los prestigios de la aparición y de la desaparición ceremonial. Nuestra época se niega tanto a los prestigios de la aparición y de la desaparición como al artificio y al sacrificio que eran los únicos que garantizaban su soberanía. Todo el orden de la producción está hecho para imposibilitar un orden de aparición de las cosas, para impedirles que existan repentinamente, antes incluso de poseer su derecho y su sentido, antes de tener una causa o un fin. Llegadas antes de haber llegado. Así es, sin embargo, como nos llegan realmente: bajo el rostro (o la máscara) de la apariencia pura. La propia banalidad puede recuperar este rostro de la apariencia pura, y entonces puede volver a convertirse en un destino, es decir, en un modo de aparición y de desaparición simultáneo.

Hoy, para justificar la aparición de las cosas, nos quedamos reducidos a invocar una energía productiva, una energía pulsional, para la misma muerte nos quedamos reducidos a invocar la pulsión de muerte. Ahora bien, la búsqueda de un dominio del modo de desaparición es lo contrario de la pulsión de muerte, no tiene nada que ver con ella.

El destino fundamental no consiste en existir y en sobrevivir, como se cree: consiste en aparecer y desaparecer. Solo eso nos seduce y nos fascina. Solo ahí hay una escena y un ceremonial. No hay que creer que el azar se encargue de hacer aparecer o desaparecer las cosas, nuestra tarea sigue siendo la de hacerlas durar o darles un sentido. Nada menos capaz que el azar para hacer surgir la escena en que las cosas puedan permitirse el lujo de desaparecer: el azar solo sabe llevar al exterminio estadístico. Nada menos capaz que el azar para hacer aparecer algo: para que algo aparezca realmente, surja en el reino de las apariencias, es necesaria la seducción. Para que algo desaparezca realmente, se resuelva en su apariencia, es preciso el ceremonial de una metamorfosis.

La Opera de Pekín: todo el teatro chino, trate de batallas o del amor o del juego de los signos y de las oriflamas, es una puesta en escena de la felinidad dual de los cuerpos, de los gestos, de las voces, de los movimientos, un entrelazamiento perpetuo a la distancia mínima del desdoblamiento. Los cuerpos son unos espejos móviles y acrobáticos entre sí. Las indumentarias, los adornos, los abanicos se rozan en una danza espiral, ni las mismas armas se tocan, se rozan con violencia, describiendo un espacio vacío infranqueable (el de las tinieblas en el episodio del duelo, el de la seducción o de la batalla en los episodios de amor o de guerra, el del agua en el episodio del barquero, en el que todo el espacio del río pasa a ser físicamente legible en la ondulación gemela de los dos cuerpos, el del barquero y el de la muchacha, distantes entre sí por la longitud de la barca invisible, alternando las voces y los cuerpos en un duelo por el que pasa, sin otra cosa que el espacio ceremonial de su distribución, todo el peligro de la travesía). Nada tan bello tampoco como este duelo nocturno en el que los cuerpos se buscan y no se encuentran, describiendo con precisión y con violencia el espacio vacío de la sombra, haciendo palpables la oscuridad que los separa y la complicidad que los une, hecha de la reversibilidad de cada uno de sus gestos.

Todo está regulado: la felinidad, el esquive, los avances, los retrocesos, el enfrentamiento, el frenesí turbulento de los cuerpos, su repentina inmovilidad, nada se deja al desencadenamiento o a la improvisación: todo es encadenamiento, pero nunca el del sentido, encadenamiento de las apariencias. La perfección se alcanza en el teatro cuando descubre esta movilidad maravillosa, esta prontitud aérea, esta felinidad de las apariencias en la que se encadenan sin esfuerzo. También, y muy especialmente, en el caso del animal, la felinidad es el encadenamiento soberano del movimiento y del cuerpo. Aquí, en este teatro, la felicidad libera de todo peso los signos que pueden jugar entonces con una movilidad sin límites, e incluso culminar en una inmovilidad absoluta en la que el espacio se fija en la adversidad, en el entrelazamiento en la cumbre de dos fuerzas duales.

Los combates nunca son enfrentamientos, relaciones de fuerzas, sino estratagemas, es decir, la ilustración agonística de la astucia, de una violencia no frontal, de una estrategia paralela y móvil. Cada cuerpo desdobla el movimiento del otro, se dibuja como añagaza en la que el otro, fascinado, solo encuentra el vacío. Cada cual triunfa mediante la apariencia, remitiendo al otro la apariencia de su fuerza. Pero cada cual sabe que el triunfo no es definitivo, pues el punto ciego en torno al cual se ordena el combate, ese en concreto, nadie lo ocupará jamás. Querer ocuparlo, querer ocupar el espacio vacío de la estratagema (como querer anexionar el corazón vacío de la verdad), eso en concreto, es la locura, es el desconocimiento absoluto del mundo como juego y como ceremonia.

No obstante, es lo que crea nuestro teatro occidental, cuando sustituye con el espejo especulativo de la psicología la reversibilidad siempre dual de los cuerpos, de los gestos. Los cuerpos, los signos entrechocan entre sí porque han perdido su aura ceremonial (Benjamín). La diferencia es sensible hasta en el desplazamiento de las multitudes, de las masas: mientras que en el espacio occidental del metro, de la ciudad, del mercado, la gente se empujan, se disputan el espacio, o, en el mejor de los casos, evitan la trayectoria del otro, en una promiscuidad agresiva, las multitudes en Oriente, o en un zoco árabe, saben desplazarse de otra manera, deslizarse con presentimiento (o prevención), acondicionar, incluso en un lugar restringido, los espacios intersticiales de que ya hablaba el carnicero del Chuang-Seu, y por el que la hoja de su cuchillo pasaba sin esfuerzo. Y esto no es una cuestión de fronteras entre los cuerpos, que nosotros nos esforzamos en señalar con unos espacios «libres» o unos territorios individuales, es la consecuencia de un espacio ceremonial, de un espacio de distribución sagrada que también ahí regula la aparición de los cuerpos entre sí. La ceremonia es un universo táctil, hecho para mantener los cuerpos a una distancia adecuada y para hacer sensible esta distancia, que es la de la gestualidad regulada y de la apariencia. Dos cuerpos que se enfrentan, que chocan, son obscenos, impuros. Dos cosas que entran en contacto directo, sean cuales fueran, dos palabras o dos signos que se acoplan sin más forma de proceso son impuros. Su promiscuidad es la del cadáver con la tierra, de los excrementos entre sí. Es necesaria la discriminación, si no el universo se hace miserable, y con una violencia completamente inútil: la de la confusión.

El adorno sirve para eso: no la moda en su sistema diferencial, sino el adorno en su fuerza discriminatoria respecto a la «naturaleza». La moda es una forma de liberación de los cuerpos y de las indumentarias en un juego combinatorio, cada vez más aleatorio. El adorno es una coerción ceremonial eventualmente inmutable. Forma parte del universo táctil, inmanente, iniciático, de la ceremonia. (También entre los animales forma parte del patrimonio genético, a lo que se debe que los animales hayan sido el modelo del orden ceremonial para los hombres, y no en absoluto del orden «natural»). La moda, a su vez, depende del universo trascendente, moderno, móvil, exotérico, de la mirada y de la representación. Depende de un capricho del deseo de las formas, de un deseo estético y político de distinción; también los signos de la moda son distintivos, juegan de acuerdo con un código que es el código universal de la moda, y entran en el concierto de la subjetividad moderna, oponiéndose al rigor arcaico, intemporal, discriminatorio, del adorno. (Está claro que la moda puede adoptar la forma de un encantamiento colectivo, pero nunca es el acto sacrificial de un grupo, como la ceremonia. Aunque infinitamente variada, procede en el fondo de un proceso de indiferenciación y de promiscuidad de todas las formas posibles). Hasta las formas ceremoniales han caído en el registro de la moda: pero no por ello hay que confundirlas.

Basta de confusión, basta de promiscuidad. Tanto en la teoría como en la ceremonia. El papel de esta última, o de todos los rituales, sean cuales sean, no es ciertamente el de conjurar la «violencia original». ¡La liturgia no es una catarsis!, eso no es más que el contrasentido, tan antiguo como el funcionalismo, de todos los idealistas de la violencia fundadora, de todos los saint-sulpiciens de la antropología. Ni la teoría está hecha para dialectizar y universalizar los conceptos, al contrario: son una y otra, la ceremonia y la teoría, las que son violentas. Hechas para impedir que las cosas o los conceptos se toquen de algún modo, para producir la discriminación, para rehacer el vacío, para volver a diferenciar lo que se ha confundido. Luchar contra la obscenidad vivípara de la confusión de las ideas. Luchar contra la promiscuidad de los conceptos. Eso es la teoría, cuando es radical, y la ceremonia jamás ha hecho otra cosa, cuando separa lo que está iniciado de lo que no lo está —pues siempre es iniciática—, tanto lo que se encadena de acuerdo con la regla como lo que no lo hace —pues siempre es ordenadora—, tanto lo que se exalta y se destruye de acuerdo con su misma apariencia como lo que se produce de acuerdo con su sentido, pues siempre es sacrificial. Cuando los signos ya no hablan de un destino sino de una historia, dejan de ser ceremoniales. Cuando llevan detrás de sí la sociología, la semiología, el psicoanálisis, ya no son rituales. Han perdido la fuerza de metamorfosis inmanente al acto de la ceremonia. Están más cerca de la verdad y han perdido la fuerza de la ilusión. Están más cerca de lo real, de nuestra escena de lo real, y han perdido su teatro de la crueldad.