El éxtasis y la inercia
Las cosas han encontrado un medio de escapar a la dialéctica del sentido, que las aburría: consiste en proliferar al infinito, potencializarse, insistir sobre su esencia, en una escalada a los extremos, en una obscenidad que les sirve ahora de finalidad inmanente y de razón insensata.
Nada nos impide pensar que podemos obtener los mismos efectos en el orden inverso —otra sinrazón, también victoriosa. La sinrazón vence en todos los sentidos: ahí está el principio del Mal.
El universo no es dialéctico; está condenado a los extremos, no al equilibrio. Condenado al antagonismo radical, no a la reconciliación ni a la síntesis. Ese también es el principio del Mal, y se expresa en el maligno genio del objeto, se expresa en la forma extática del objeto puro, en su estrategia victoriosa de la del sujeto.
Conseguiremos unas formas sutiles de radicalización de las cualidades secretas, y combatiremos la obscenidad con sus propias armas. A lo más verdadero que lo verdadero opondremos lo más falso que lo falso. No enfrentaremos lo bello y lo feo, buscaremos lo más feo que lo feo: lo monstruoso. No enfrentaremos lo visible a lo oculto, buscaremos lo más oculto que lo oculto: el secreto.
No buscaremos el cambio ni enfrentaremos lo fijo y lo móvil, buscaremos lo más móvil que lo móvil: la metamorfosis… No diferenciaremos lo verdadero de lo falso, buscaremos lo más falso que lo falso: la ilusión y la apariencia…
En esta escalada a los extremos, es posible que tengamos que enfrentarlos radicalmente, pero tal vez habrá que acumular los efectos de la obscenidad y los de la seducción.
Buscaremos algo más rápido que la comunicación: el desafío, el duelo. La comunicación es demasiado lenta, es un efecto de lentitud, pasa a través del contacto y de la palabra. La mirada corre más, es el médium de los media, el más rápido. Todo debe representarse instantáneamente. No nos comunicamos jamás. En la ida y la vuelta de la comunicación, la instantaneidad de la mirada, de la luz, de la seducción, ya se ha perdido.
Pero asimismo, en contra de la aceleración de las redes y de los circuitos, buscaremos la lentitud —no la lentitud nostálgica del espíritu, sino la inmovilidad insoluble, lo más lento que lo lento: la inercia y el silencio. La inercia insoluble por el esfuerzo, el silencio insoluble por el diálogo. También ahí hay un secreto.
De la misma manera que el modelo es más verdadero que lo verdadero (al ser la quintaesencia de los rasgos significativos de una situación) y procura de este modo una sensación vertiginosa de verdad, también la moda tiene el carácter fabuloso de lo más bello que lo bello: fascinante. La seducción que ejerce es independiente de cualquier juicio de valor. Supera la forma estética en la forma extática de la metamorfosis incondicional.
Forma inmoral, mientras que la forma estética supone siempre la distinción moral de lo bello y de lo feo. Si la moda posee un secreto, más allá de los placeres propios del arte y del gusto, es el de esta inmoralidad, esta soberanía de los modelos efímeros, esta pasión frágil y total que excluye cualquier sentimiento, esta metamorfosis arbitraria, superficial y regulada que excluye cualquier deseo (a menos que el deseo no sea eso).
Si eso es el deseo, nada nos impide pensar que también en lo social, en lo político y en todos los ámbitos diferentes al del adorno, el deseo se inclina preferentemente hacia unas formas inmorales, igualmente aquejadas de esta denegación potencial de cualquier juicio de valor y mucho más entregadas a este destino extático que arrebata las cosas a su cualidad «subjetiva» para entregarlas a la única atracción del rasgo repetido, de la definición repetida, que las arrebata a sus causas «objetivas» para entregarlas a la exclusiva fuerza de sus efectos desencadenados.
Cualquier carácter elevado de este modo a la potencia superlativa, atrapado en una espiral de redoblamiento —lo más verdadero que lo verdadero, lo más bello que lo bello, lo más real que lo real—, goza de un efecto de vértigo independiente de cualquier contenido o de cualquier cualidad propia, y que tiende a convertirse actualmente en nuestra única pasión. Pasión del redoblamiento, de la escalada, del aumento en potencia del éxtasis —sea cual fuere su cualidad con tal que, dejando de ser relativa a su contrario (lo verdadero de lo falso, lo bello de lo feo, lo real de lo imaginario), llegue a ser superlativa, positivamente sublime porque, en cierto modo, ha absorbido toda la energía de su contrario. Imaginad algo bello que hubiera absorbido toda la energía de lo feo: aparece con la moda… Imaginad lo verdadero que hubiera absorbido toda la energía de lo falso: aparece la simulación…
La propia seducción es vertiginosa en cuanto se obtiene de un efecto que no es de simple atracción, sino de atracción redoblada de una especie de desafío, o de fatalidad de su esencia: «Yo no soy bella, soy peor», decía Marie Dorval.
Hemos pasado en vida a los modelos, hemos pasado en vida a la moda, hemos pasado en vida a la simulación: es posible que Caillois acertara con su terminología, y que toda nuestra cultura esté pasando de los juegos de competición y de expresión a los juegos de azar y de vértigo. La misma incertidumbre sobre el fondo nos lleva a la supermultiplicación vertiginosa de las cualidades formales. Por consiguiente, a la forma del éxtasis.
El éxtasis es la cualidad propia de todo cuerpo que gira sobre sí mismo hasta la pérdida de sentido y que resplandece entonces en su forma pura y vacía. La moda es el éxtasis de lo bello: forma pura y vacía de una estética giratoria. La simulación es el éxtasis de lo real: basta con que contempléis la televisión: en ella todos los acontecimientos reales se suceden en una relación perfectamente extática, o sea, en los rasgos vertiginosos y estereotipados, irreales y recurrentes, que permiten su encadenamiento insensato e ininterrumpido. Extasiado: así está el objeto en la publicidad, y el consumidor en la contemplación publicitaria —torbellino del valor de uso y del valor de cambio, hasta su anulación en la forma pura y vacía de la marca…
Pero debemos ir más lejos: la antipedagogía es la forma extática, o sea, pura y vacía, de la pedagogía. El antiteatro es la forma extática del teatro: basta de escena, basta de contenido, el teatro en la calle, sin actores, teatro de todos para todos, que se confundiría en su límite con el exacto desarrollo de nuestras vidas sin ilusión, ¿dónde está la fuerza de la ilusión, si se extasía en resurgir nuestra vida cotidiana y en transfigurar nuestro lugar de trabajo? Pero así es, así es como el arte actual intenta salir de sí mismo, negarse a sí mismo, y cuanto más intenta realizarse de ese modo, más se hiperrealiza, más se trasciende en su esencia vacía. Vértigo también ahí, vértigo, contemplación del abismo y estupefacción. Nada ha contribuido mejor a anonadar el acto «creador» y a hacerlo resplandecer en su forma más pura e inane que exponer de repente, como hizo Duchamp, un porta botellas en una galería de pintura. El éxtasis de un objeto vulgar lleva al mismo tiempo el acto pictórico a su forma extática —ahora sin objeto girará sobre sí mismo y en cierto modo desaparecerá—, no sin ejercer sobre nosotros una fascinación definitiva. El arte solo ejerce actualmente la magia de su desaparición.
Imaginad un bien que resplandezca en toda la fuerza del Mal: es Dios, un dios perverso que crea el mundo por desafío obligándole a destruirse a sí mismo…
Lo que también deja atónito es la superación de lo social, la irrupción de lo más social que lo social —la masa—, también en ese caso lo social que ha absorbido todas las energías inversas de lo antisocial, de la inercia, de la resistencia, del silencio. La lógica de lo social encuentra ahí su extremo: el punto en el que invierte sus finalidades y alcanza su punto de inercia y de exterminio, pero en el que al mismo tiempo roza el éxtasis. Las masas son el éxtasis de lo social, la forma extática de lo social, el espejo en el que se refleja en su inmanencia total.
Lo real no se borra en favor de lo imaginario, se borra en favor de lo más real que lo real: lo hiperreal. Más verdadero que lo verdadero: como la simulación.
La presencia no se borra ante el vacío, se borra ante un redoblamiento de presencia que borra la oposición de la presencia y de la ausencia.
El vacío tampoco se borra ante lo lleno, sino ante lo repleto y la saturación; más lleno que lo lleno, así es la reacción del cuerpo en la obesidad, del sexo en la obscenidad, su reacción al vacío.
El movimiento no desaparece tanto en la inmovilidad como en la velocidad y la aceleración, en lo más móvil que el movimiento, valga la expresión, y que lo lleva al extremo a la vez que le desprovee de sentido.
La sexualidad no se desvanece en la sublimación, la regresión y la moral, se desvanece con mucha mayor seguridad en lo más sexual que el sexo: el porno. Lo hipersexual contemporáneo de lo hiperreal.
Más en general, las cosas visibles no concluyen en la oscuridad y el silencio; se desvanecen en lo más visible que lo visible: la obscenidad.
Un ejemplo de esta excentricidad de las cosas, de esta deriva en la excrecencia, es la irrupción, en nuestro sistema, del izar, de la indeterminación, de la relatividad. La reacción a este nuevo estado de cosas no ha sido un abandono resignado de los antiguos valores, sino más bien una loca sobredeterminación, una exacerbación de estos valores de referencia, de función, de finalidad, de causalidad. Es posible, en efecto, que la naturaleza sienta horror por el vacío, pues es ahí, en el vacío, donde nacen para conjurarla los sistemas pictóricos, hipertróficos, saturados; siempre se instala algo redundante ahí donde ya no hay nada.
La determinación no se obra en favor de la indeterminación, sino en favor de una hiperdeterminación: redundancia de la determinación, en el vacío.
La finalidad no desaparece en favor de lo aleatorio, sino en favor de una hiperfinalidad, de una hiperfuncionalidad: más funcional que lo funcional, más final que el final: hipertelia.
Después de que el azar nos haya sumergido en una incertidumbre anormal, hemos respondido a él con un exceso de causalidad y de finalidad. La hipertelia no es un accidente en la evolución de algunas especies animales, es el desafío de finalidad que responde a una indeterminación creciente. En un sistema en el que las cosas están cada vez más entregadas al azar, la finalidad se convierte en delirio, y desarrolla unos elementos que saben perfectamente superar su fin hasta invadir la totalidad del sistema.
Esto incluye desde el comportamiento de la célula cancerosa (hipervitalidad en una sola dirección) hasta la hiperespecialización de los objetos y de los hombres, hasta la operacionalidad del menor detalle, hasta la hipersignificación del menor signo: leitmotiv de nuestras vidas cotidianas, pero también chancro secreto de todos los sistemas obesos y cancerosos, los de la comunicación, de la información, de la producción, de la destrucción, que han superado desde hace tiempo los límites de su función, de su valor de uso, para entrar en una escalada fantasmal de las finalidades.
Histeria inversa a la de las finalidades: la histeria de causalidad, correspondiente a la desaparición simultánea de los orígenes y de las causas: búsqueda obsesiva del origen, de la responsabilidad, de la referencia, intento de agotar los fenómenos incluso en sus causas infinitesimales. Pero también el complejo de la génesis y de la genética, del que dependen por diversas causas la palingenesia psicoanalítica (todo lo psíquico bipostasiado en la primera infancia, todos los signos convertidos en síntomas), la biogenética (todas las probabilidades saturadas por la disposición fatal de las moléculas), la hipertrofia de la investigación histórica, el delirio de explicarlo todo, de imputarlo todo, de referenciarlo a todo… Todo esto ocasiona una acumulación fantástica: las referencias viven las unas sobre las otras y a expensas las unas de las otras. También ahí se desarrolla un sistema excrecente de interpretación sin relación alguna con su objetivo. Todo eso procede de un salto hacia adelante a la hemorragia de las causas objetivas.
Los fenómenos de inercia se aceleran. Las formas inmovilizadas proliferan, y el crecimiento se inmoviliza en la excrecencia. Esa es la forma de la hipertelia, de lo que va más lejos que su propio fin: el crustáceo que se aleja del mar (¿con qué fines secretos?) nunca tiene tiempo de volver a él. El creciente gigantismo de las estatuas de la isla de Pascua.
Tentacular, protuberante, excrecente, hipertélico: este es el destino de inercia de un mundo saturado. Negar su propio fin por hiperfinalidad, ¿no es también el proceso del cáncer? Desquite del crecimiento en la excrecencia. Desquite y derrota de la velocidad en la inercia. También las masas caen en este gigantesco proceso de inercia por aceleración. La masa es este proceso excrecente, que precipita todo crecimiento hacía su pérdida. Es ese circuito cortocircuitado por una finalidad monstruosa.
Exxon: el gobierno americano pide a la multinacional un informe global sobre todas sus actividades en el mundo. Resultado: doce volúmenes de mil páginas, cuya lectura, ya no su análisis, ocuparía varios años de trabajo. ¿Dónde está la información?
¿Hay que encontrar una dietética de la información? ¿Hay que adelgazar a los obesos, los sistemas obesos, y crear unos institutos de desinformación?
Increíble superpotencialidad destructora de los armamentos estratégicos, solo comparable con la excrecencia demográfica mundial. Por muy paradójico que parezca, ambas son de la misma naturaleza y responden a una misma lógica de excrecencia y de inercia. Anomalía victoriosa: ningún principio de derecho ni de medida puede moderar a una más que a otra, se arrastran recíprocamente. Y lo peor es que ahí no existe ningún desafío prometeico, ninguna desmedida por la pasión y el orgullo. Parece simplemente que la especie ha franqueado un punto específico misterioso, del cual es imposible regresar, desacelerar, frenar.
«Una idea penosa: que más allá de un cierto momento preciso del tiempo, la historia ya no ha sido real. Sin percibirse de ello, la totalidad del género humano habría abandonado de repente la realidad. Todo lo que habría ocurrido a partir de entonces ya no sería del todo real, pero nosotros no podríamos entenderlo. Nuestra tarea y nuestro deber consistirían ahora en descubrir este punto, y, en tanto que no lo consigamos, tendríamos que perseverar en la destrucción actual».
CANETTI
Dead point: el punto muerto en el que todo sistema franquea este límite sutil de reversibilidad, de contradicción, de puesta en discusión, para entrar viviente en la no-contradicción, en su propia contemplación extrema, en el éxtasis…
Ahí comienza una patafísica de los sistemas. Esta culminación lógica, esta escalada no se limita, por otra parte, a ofrecer inconvenientes, aunque adopte siempre la forma de una catástrofe a cámara lenta. Así ocurre con los sistemas de destrucción y de armamentos estratégicos. Hasta el punto de la superación de las fuerzas de destrucción, acabada la escena de la guerra. Ya no existe una correlación útil entre el potencial de aniquilación y su objetivo, y resulta insensato servirse de él. El sistema se disuade a sí mismo, y esto es el aspecto paradójicamente benéfico de la disuasión: ya no queda espacio para la guerra. Hay que desear, pues, la persistencia de esta escalada nuclear, y de esta carrera armamentista. Es el precio pagado por la guerra pura[1], es decir, por la forma pura y vacía, por la forma hiperreal y eternamente disuasiva de la guerra, en la que por primera vez podemos congratularnos de la ausencia de acontecimientos. La guerra, al igual que lo real, jamás se producirá. A no ser que las potencias nucleares consigan precisamente llevar a término su desescalada y lleguen a circunscribir nuevos espacios de guerra. Si el poder militar, a costa de una desescalada de esta locura maravillosamente útil en segundo grado, recupera un escenario de guerra, un espacio restringido, y, por decirlo todo, humano, de la guerra, entonces las armas recuperarán su valor de uso y su valor de cambio: volverá a ser posible intercambiar la guerra. Bajo su forma orbital y extática, la guerra se ha convertido en un intercambio imposible, y esta orbitalidad nos protege.
¿Qué ocurre con el deseo de Canetti de recuperar el punto ciego más allá del cual «las cosas han dejado de ser verdaderas», la historia ha dejado de existir, sin que nosotros lo hayamos percibido, sin lo cual no nos quedaría más remedio que perseverar en la destrucción actual?
En el supuesto de que pudiéramos determinar este punto, ¿qué haríamos? ¿Gracias a qué milagro la historia volvería ser verdadera? ¿Gracias a qué milagro conseguiríamos remontar el tiempo para prevenir su desaparición? Pues este punto también es el del final del tiempo lineal, y todos los prodigios de la ciencia-ficción para «remontar el tiempo» son inútiles si ya no existe, si detrás de nosotros el pasado ya ha desaparecido.
¿Qué precauciones hubiéramos debido adoptar para evitar este colapso histórico, este coma, esta volatilización de lo real? ¿Hemos cometido algún error? ¿El género humano ha cometido algún error, violado algún secreto, cometido alguna imprudencia fatal? Es tan inútil formularse estas preguntas como interrogarse acerca de la razón misteriosa por la que una mujer nos ha abandonado: en cualquier caso nada hubiera podido ocurrir de otra manera. El aspecto terrorífico de un acontecimiento de este tipo es que, pasado un cierto punto, todos los esfuerzos para exorcizarlo no hacen más que precipitarlo, ningún presentimiento ha servido de nada, cada acontecimiento da por completo la razón al que lo ha precedido. Es la ingenuidad de imputar cualquier acontecimiento a unas causas lo que nos lleva a pensar que hubiera podido dejar de producirse —el acontecimiento puro, sin causas, tiene que desarrollarse ineluctablemente—; por el contrario jamás puede ser reproducido mientras que un proceso causal siempre puede serlo.
Así pues, el deseo de Canetti es piadoso, aunque su hipótesis sea radical. El punto al que se refiere es imposible de descubrir por definición, ya que si pudiéramos apoderarnos de él, nos sería devuelto el tiempo. El punto a partir del cual podríamos invertir el proceso de dispersión del tiempo y de la historia se nos escapa, y ello se debe a que lo hemos franqueado sin habernos dado cuenta, y, claro está, sin haberlo querido.
Por otra parte, es posible que el punto Canetti no exista en absoluto. Solo existe si podemos llegar a demostrar que anteriormente ha existido la historia, cosa que es imposible una vez franqueado este punto. En una esfera ajena a la historia, la propia historia ya no puede reflejarse, ni demostrar su existencia. Este es el motivo de que obliguemos a todas las épocas anteriores, a todas las maneras de vivir, a todas las mentalidades, a historizarse, a contarse con el peso de unas pruebas y de unos documentos (todo se convierte en documental): es que sentimos claramente que todo eso está invalidado en nuestra esfera, que es la del final de la historia.
No podemos retroceder ni aceptar esta situación. Algunos han resuelto alegremente este dilema; han descubierto el punto anti-Canetti, el de una desaceleración que permitiría reingresar en la historia, en lo real, en lo social, como un satélite extraviado en el hiperespacio regresaría a la atmósfera terrestre. Una falsa radicalidad nos había extraviado en unos espacios centrífugos, un sobresalto vital nos devuelve a la realidad. Todo vuelve a ser verdadero, todo recupera un sentido, una vez conjurada esta obsesión de la irrealidad de la historia, de este hundimiento repentino del tiempo y de lo real.
Es posible que tengan razón. Es posible que sea necesario detener esta hemorragia del valor. Basta de radicalismo terrorista, basta de simulacros —recrudescencia de la moral, de la creencia, del sentido. ¡Abajo los análisis crepusculares!
Más allá de este punto solo quedan unos acontecimientos sin consecuencias (y unas teorías sin consecuencias), porque absorben precisamente su sentido en sí mismos, no refractan nada, no presagian nada.
Más allá de este punto solo quedan las catástrofes.
Es perfecto el evento o el lenguaje que asume su propio modo de desaparición, sabe representarlo y alcanza de este modo la energía máxima de las apariencias.
La catástrofe es el evento bruto máximo, también en este caso el más eventual que el evento —pero el evento sin consecuencias y que deja al mundo en suspenso.
Una vez acabado el sentido de la historia, una vez superado este punto de inercia, cualquier evento se convierte en catástrofe, se convierte en evento puro y sin consecuencias (pero ahí reside su fuerza).
El evento sin consecuencias: al igual que el hombre sin atributos de Musil, o el cuerpo sin órganos, o el tiempo sin memoria.
Cuando la luz es captada y engullida por su misma fuente se produce una involución brutal del tiempo en el mismo evento. Catástrofe en el sentido literal: la inflexión o la curvatura que hace coincidir, en una misma cosa, su origen y su fin que hace retroceder el fin al origen para anularlo, deja espacio a un evento sin precedentes y sin consecuencias —evento puro.
Es también la catástrofe del sentido: el evento sin consecuencias se señala por el hecho de que todas las causas pueden serle indiferentemente imputadas sin que nada permita elegir… Su origen es tan ininteligible como su destino. No podemos remontar el curso del tiempo ni el curso del sentido.
En la actualidad cualquier evento carece virtualmente de consecuencias, está abierto a todas las interpretaciones posibles, ninguna puede detener su sentido: equiprobabilidad de todas las causas y de todas las consecuencias, imputación múltiple y aleatoria.
Sí las ondas de los sentidos, si las ondas de la memoria y del tiempo histórico en torno al evento se encogen, si las ondas de causalidad en torno al efecto se borran (y el evento nos llega actualmente como una onda, no se limita a viajar «por las ondas», es una onda descifrable en términos de lenguaje y de sentido, descifrable únicamente e instantáneamente en términos de color, de tacto, de ambiente, en términos de efectos sensoriales), es que la luz disminuye su velocidad, es que en algún lugar un efecto gravitatorio hace que la luz del evento, la que lleva su sentido más allá del propio evento, la luz portadora de los mensajes disminuye su velocidad hasta detenerse, y lo mismo ocurre con la luz de la política y de la historia, que ya solo percibimos débilmente, y con la luz de los cuerpos, de los que solo recibimos unos simulacros atenuados.
Hay que entender la catástrofe que nos acecha en la disminución de velocidad de la luz —cuanto más lenta es la luz, menos escapa a su fuente—, de igual manera las cosas y los eventos tienen tendencia a no dejar escapar su sentido, a frenar su emanación, a captar lo que antes refractaban para absorberlo en un cuerpo negro.
La ciencia-ficción siempre se ha sentido atraída por las velocidades superiores a la de la luz. No obstante, sería mucho más extraño el registro de unas velocidades inferiores a las que podría descender la propia luz.
La velocidad de la luz es lo que protege la realidad de las cosas, puesto que es la que nos asegura que las imágenes que tenemos de ella son contemporáneas. Cualquier verosimilitud de un universo causal desaparecerá con un cambio sensible de esta velocidad. Todas las cosas se interferirían en un desorden total. Es algo tan cierto que esta velocidad es nuestro referente, nuestro Dios, y aparece ante nosotros como el absoluto. SÍ la luz llega a unas velocidades relativas, se acabó la trascendencia, se acabó el Dios que reconoce a los suyos, el universo cae en la indeterminación.
Es lo que se está produciendo hoy cuando, con los media electrónicos, la información comienza a circular por todas partes a la misma velocidad de la luz. Ya no existe un absoluto con el que medir el resto. Pero detrás de esta aceleración algo comienza a disminuir su velocidad absolutamente. Tal vez comenzamos a disminuir nuestra velocidad absolutamente.
¿Y sí la luz disminuyera su velocidad hasta alcanzar unas velocidades «humanas»? ¿Si nos bañara con un flujo de imágenes ralentizadas, hasta llegar a ser más lento que nuestro propio paso?
Habría que generalizar entonces el caso en que la luz nos llega de estrellas hace tiempo desaparecidas —su imagen recorre los años-luz para seguir llegando a nosotros. Si la luz fuera infinitamente más lenta, una multitud de cosas, y de las más próximas, ya habría sufrido el destino de estas estrellas: las veríamos, estarían ahí, pero ya no estarían. Incluso lo real ya no existiría en tal caso: ¿algo cuya imagen sigue llegándonos, pero que ya no existe? Analogía con los objetos mentales y el éter mental.
O bien los cuerpos podrían acercarse a nosotros, si la luz se supone muy lenta, más rápida que su imagen, y ¿qué sucedería? Se nos echarían encima sin que los hubiéramos visto llegar. Podemos imaginar, además, el contrario que nuestro universo, en el que unos cuerpos lentos se mueven a unas velocidades muy inferiores a la de la luz, un universo en el que los cuerpos se desplazarían a unas velocidades prodigiosas, a excepción de la luz que sería muy lenta. Un caos total, que ya no estaría regulado por la instantaneidad de los mensajes luminosos.
La luz semejante al viento, con unas velocidades variables, incluso unas calmas chichas, en las cuales ninguna imagen nos llegaría de unas zonas en suspenso.
La luz semejante a un perfume: diferente según los cuerpos, apenas se difunde más allá de un entorno inmediato. Una esfera de mensajes luminosos que van atenuándose. Las imágenes del cuerpo apenas se propagan más allá de un cierto territorio luminoso: más allá, ya no existe.
O también la luz desplazándose con la lentitud de los continentes, de las plataformas continentales, deslizándose la una sobre la otra y provocando de este modo unos seísmos que distorsionarían todas nuestras imágenes y nuestra visión del espacio.
¿Es posible imaginar una refracción lenta de los rostros y de los gestos, como movimientos de nadadores en agua pesada? ¿Cómo mirar a alguien a los ojos, como seducirle si no estamos seguros de que siga estando ahí? ¿Y si un ralentí cinematográfico [18] se apoderara del universo entero? Exaltación cómica de la aceleración, que trasciende el sentido por explosión, pero encantamiento poético del ralentí, que destruye el sentido por implosión.
El suspense y el ralentí son nuestra forma actual de tragedia, desde que la aceleración se ha convertido en nuestra condición banal. El tiempo ya no es evidente en su desarrollo normal, desde que se ha relajado, ampliado a la dimensión flotante de la realidad. Ya no está iluminado por la voluntad. Tampoco el espacio está iluminado por el movimiento. De la misma manera que se ha perdido su destino, es preciso que intervenga de nuevo una especie de predestinación para devolverle algún efecto trágico. Leemos esta predestinación en el suspense y en el ralentí. Lo que suspende de tal manera el desarrollo de la forma que el sentido ya no cristaliza. O bien bajo el discurso de sentido corre otro lentamente e implosiona bajo el primero.
Tan lentamente que se encogería sobre sí misma y llegaría a detenerse totalmente en su progresión, la luz introduciría un suspense total del universo.
Esta especie de juego de los sistemas en torno al punto de inercia se ilustra con la forma de catástrofe congénita de la era de la simulación: la forma sísmica. Aquella en la que el suelo falla, la de la falla y del desfallecimiento, de la dehiscencia y de los objetos fractales, aquella en que inmensas plataformas, bloques descomunales se deslizan los unos bajo los otros y producen intensos estremecimientos superficiales. Ya no es el fuego devorador del cielo lo que nos hiere: ese relámpago generador, que seguía siendo un castigo y una purificación, y que sembraba la tierra. No es el diluvio: esta es más bien una catástrofe materna, que está en el origen del mundo. Así son las grandes formas legendarias y míticas que nos obsesionan. Más reciente es la de la explosión, que ha culminado en la obsesión de la catástrofe nuclear (pero, inversamente, ha alimentado el mito del Big Bang de la explosión como origen del universo). Más actual todavía es la forma sísmica, hasta tal punto que las catástrofes adoptan la forma de su cultura.
También las ciudades se diferencian por las formas de catástrofe que suponen, y que forman parte del meollo de su encanto. Nueva York es King Kong, o el black-out, o el bombardeo vertical: Tower Inferno. Los Ángeles es la falla horizontal, la fractura y el deslizamiento de California en el Pacífico: Earth Quake. Hoy existe una forma más próxima, más evocadora: del tipo de la fisión y de la propagación instantánea, del tipo de lo ondulatorio, de lo espasmódico y de la conmutación brutal. El cielo ya no cae sobre nuestra cabeza, son los territorios los que se deslizan bajo nuestros pies. Estamos en un universo fisionable, bancos de hielo erráticos, derivas horizontales. El efecto del seísmo, mental también, que nos acecha es el hundimiento intersticial. La dehiscencia de las cosas mejor selladas, el estremecimiento de las cosas que se encogen, que se contraen sobre su vacío. Pues en el fondo (!), el suelo jamás ha existido, sino únicamente una epidermis agrietada, así como tampoco la profundidad, de la que sabemos que está en fusión. Lo dicen los seísmos, son el réquiem de la infraestructura. Ya no acecharemos a los astros ni al cielo, sino a las deidades subterráneas que nos amenazan con un hundimiento en el vacío.
También soñamos con captar esa energía, pero es pura locura. Es como captar la de los accidentes automovilísticos, o de los perros aplastados, o de todas las cosas que se desmoronan. (Nueva hipótesis: sí las cosas tienen una progresiva tendencia a desaparecer y a desmoronarse, es posible que la principal fuente de energía futura sea el accidente y la catástrofe). Hay una cosa cierta: aunque no consigamos captar la energía sísmica, la onda simbólica del temblor de tierra no tiende a apaciguarse: la energía simbólica, valga la expresión, o sea, la fuerza de fascinación y de irrisión que dispensa dicho evento, no tiene ninguna medida en común con la destrucción material.
Es esa fuerza, esa energía simbólica de ruptura, la que nos esforzamos, en realidad, en captar en ese proyecto delirante, o en el otro más inmediato de prevenir los seísmos con unos proyectos de evacuación. Lo más curioso es que los expertos han calculado que el estado de emergencia decretado en previsión de un seísmo desencadenaría tal pánico, que sus efectos serían mucho más desastrosos que los de la propia catástrofe. También estamos en plena irrisión: a falta de una catástrofe real, será recomendable desencadenar una catástrofe simulada, que equivaldrá a la primera y podrá sustituirla. Nos preguntamos si no es eso lo que flota en las fantasías de los «expertos» —ocurre exactamente lo mismo en el ámbito nuclear: ¿acaso todos los sistemas de prevención y de disuasión no intervienen como focos virtuales de catástrofe? Bajo el pretexto de evitarla, materializan todas sus consecuencias en lo inmediato. Hasta tal punto es cierto, que no es posible contar con el azar para atraer la catástrofe: hay que encontrar su equivalente programado en el dispositivo de seguridad.
Así pues, es evidente que un Estado o un poder suficientemente sofisticado para prever los temblores de tierra y prevenir sus consecuencias constituiría un peligro para la comunidad y la especie mucho más fantástico que los propios seísmos. Los terre-motati del Sur de Italia han criticado violentamente al Estado italiano por su incuria (los media han llegado antes que los auxilios, signo evidente de la jerarquía actual de las urgencias), han imputado con razón la catástrofe al orden político (en la medida en que este aspira a la solicitud universal respecto a las poblaciones), pero jamás desearían un orden capaz de disuadir las catástrofes: el precio a pagar sería tal que, en el fondo, todo el mundo prefiere la catástrofe; esta, con todas sus miserias, responde por lo menos a la exigencia profética de desaparición violenta. Responde por lo menos a la exigencia profunda de irrisión del orden político. Lo mismo ocurre con el terrorismo: ¿qué sería un Estado capaz de disuadir y de aniquilar cualquier terrorismo en su embrión (Alemania)? Tendría que armarse de un idéntico terrorismo, tendría que generalizar el terror a todos los niveles.
Si este es el precio de la seguridad, ¿hay alguien que la desee profundamente?
Pompeya. Todo resulta metafísico en esta ciudad, hasta su geometría soñadora, que no es la del espacio, sino una geometría mental, la de los laberintos, siendo todavía más aguda la congelación del tiempo en el calor de mediodía.
Es magnífica para la psique la presencia táctil de estas ruinas, su suspense, sus sombras que giran, su cotidianeidad. Conjunción de la banalidad del paseo y de la inmanencia de otro tiempo, de otro instante, único, que fue el de la catástrofe. Es la presencia asesina, pero abolida, del Vesubio lo que da a las calles muertas el encanto de la alucinación, la ilusión de estar aquí y ahora, en la víspera de la erupción, y el mismo resucitado dos mil años después, por un milagro de nostalgia, en la inmanencia de una vida anterior.
Pocos lugares dejan tal impresión de inquietante extrañeza (no es asombroso que Jansen y Freud hayan situado allí la acción psíquica de Gradiva). Aquí se percibe todo el calor de la muerte, hecho más vivo por los signos fósiles y fugitivos de la vida normal: la huella de las ruedas en la piedra, el desgaste de los brocales, la madera petrificada de una puerta entreabierta, el pliegue de la toga del cuerpo sepultado bajo las cenizas. Ninguna historia se interpone en estas cosas y nosotros como la que confiere su prestigio a los monumentos: se materializan aquí, inmediatamente, en el mismo calor en que las ha atrapado la muerte.
Ni la monumentalidad ni la belleza son esenciales a Pompeya, sino la intimidad fatal de las cosas, y la fascinación de su instantaneidad como del simulacro perfecto de nuestra propia muerte.
Así pues, Pompeya es una especie de trompe-l’oeil y de escenario primitivo: el mismo vértigo de una dimensión de menos, la del tiempo, la misma alucinación de una dimensión de más, la de una transparencia de los menores detalles, como esta visión precisa de árboles inmersos vivientes en el fondo de un lago artificial y que sobrevoláis a nado.
Este es el efecto mental de la catástrofe: detener las cosas antes de que concluyan, y mantenerlas así en el suspenso de su aparición.
Pompeya destruida de nuevo por el temblor de tierra. ¿Qué es esta catástrofe que se ensaña con las ruinas? ¿Qué es una ruina que necesita ser desmantelada y sepultada de nuevo? Ironía sádica de la catástrofe: espera en secreto a que las cosas, incluso las ruinas, recuperen su belleza y su sentido para abolirías de nuevo. Cuida celosamente de destruir la ilusión de eternidad, pero también juega con ella, pues fija las cosas en una eternidad segunda. Es eso, ese petrificado-estupefacto, esta estupefacción de una presencia hormigueante de vida por una instantaneidad catastrófica, eso es lo que constituía el encanto de Pompeya. La primera catástrofe, la del Vesubio, era un éxito. El último seísmo es mucho más problemático. Tiene el aspecto de obedecer a esta regla de desdoblamiento de los eventos en un efecto paródico. Repetición mediocre del gran estreno. Conclusión de un gran destino por el papirotazo de una divinidad miserable. Pero tal vez tiene otro sentido: acude a advertirnos que los tiempos ya no corresponden a los derrumbamientos grandiosos y a las resurrecciones, a los juegos de la muerte y de la eternidad, sino a los pequeños eventos fractales, a las aniquilaciones silenciosas, mediante deslizamientos progresivos, y ahora sin futuro, puesto que lo que este nuevo destino borra son las mismas huellas. Esto nos introduce en la era horizontal de los eventos sin consecuencias, donde el último acto es representado por la propia naturaleza bajo una luz de parodia.