Supremacía del objeto

«El sujeto solo puede desear, solo el objeto puede seducir».

Siempre hemos vivido del esplendor del sujeto, y de la miseria del objeto. El sujeto es el que hace la historia, el que totaliza el mundo. Sujeto individual o sujeto colectivo, sujeto de la conciencia o sujeto del inconsciente, el ideal de toda la metafísica es el de un mundo-sujeto, el objeto no es más que una peripecia en el camino real de la subjetividad.

Que yo sepa, el destino de objeto no fue reivindicado por nadie. Ni siquiera es inteligible como tal: no es más que la parte alienada, la parte maldita del sujeto. El objeto es maldito, obsceno, pasivo, prostituido, es la encarnación del Mal, de la alienación pura. Esclavo, su única promoción consistirá en entrar en una dialéctica del amo y del esclavo, en la que sin duda se ve asomar el nuevo evangelio, la promesa para el objeto de ser transfigurado en sujeto.

¿Quién ha presentido alguna vez el poder propio, el poder soberano del objeto? En nuestro pensamiento del deseo, el sujeto posee un privilegio absoluto, puesto que es él quien desea. Pero todo se invierte si pasamos a un pensamiento de la seducción.

Ahí, ya no es el sujeto el que desea, es el objeto quien seduce. Todo parte del objeto y todo vuelve a él, de la misma manera que todo parte de la seducción y no del deseo. El privilegio inmemorial del sujeto se invierte. Pues este es frágil, no puede hacer otra cosa que desear, mientras que el objeto, por su parte, juega perfectamente con la ausencia de deseo, seduce por esta ausencia de deseo, representa en el otro el efecto de deseo, lo provoca o lo anula, lo exalta o lo decepciona —hemos querido o preferido olvidar esa fuerza.

¿Por qué privilegiar la posición de sujeto, por qué defender esta ficción de una voluntad, de una conciencia, incluso de un inconsciente del sujeto? Es porque este tiene una economía y una historia, lo que es muy tranquilizador, es el equilibrio de una voluntad y de un universo, de una pulsión y de un objeto, es el principio de equilibrio del mundo, y de nuevo esto es muy tranquilizador, pues entonces es que no está entregado al universo múltiple, monstruoso y fascinante, al universo cruel y aleatorio de la seducción venida de fuera, es que no es el objeto, ni la presa de todas las formas circundantes, muertas o vivas, ni está recorrido por unas incesantes seducciones. El sujeto ha recibido una excelente proyección: presente desde el principio, con sus pulsiones, con su deseo, con su voluntad, en su feudo, milagrosamente armado para no ser nunca el objeto de nada. El cuestionamiento del sujeto no ha alterado gran cosa el postulado metafísico de su preeminencia: obligado a poner en juego, en tanto que sujeto, su debilidad, su fragilidad, su feminidad, su muerte, obligado a dimitir en tanto que tal (no solo el sujeto psicológico, sino también el del poder, y el del saber), el sujeto se ha visto atrapado únicamente en el melodrama de su propia desaparición; ya no puede desasirse de él, revolverse sobre sus propias bases, buscar un gentleman’s agreement con su objeto, el mundo, al que se había acostumbrado a dominar en beneficio propio. Nace de ahí una confusión que reflejan actualmente todas las peripecias de su «liberación». Ahora bien, el sujeto, la metafísica del sujeto, solo era hermoso en su orgullo, en su arbitrariedad, en su voluntad inagotable de poder, en su trascendencia de sujeto del poder, de sujeto de la historia, o en la dramaturgia de su alienación. Fuera de ahí, no es más que un despojo lamentable enfrentado con su propio deseo o con su propia imagen, incapaz de administrar una representación coherente del universo, y sacrificándose sin sentido sobre el cadáver de la historia para intentar resucitarlo.

El sujeto ya no puede interpretar su propia fragilidad o su propia muerte por la simple razón de que ha sido inventado para defenderse de ellas, al mismo tiempo que de las seducciones, las del destino, por ejemplo, que provocarían su pérdida. Existe ahí una contradicción irresoluble en la perspectiva de su propia economía. Y por consiguiente, hoy, la posición de sujeto ha pasado a ser simplemente insostenible. Nadie es capaz actualmente de asumirse a sí mismo como sujeto de poder, sujeto de saber, sujeto de la historia. Y además nadie lo hace. Nadie asume ya este papel inconmensurable, que ha comenzado a caer en el ridículo junto con el universo de la psicología y de la subjetividad burguesa para encontrarse hoy simplemente anulado en la transparencia y la indiferencia. Vivimos las convulsiones de esta subjetividad, y no paramos de inventar otras nuevas, pero esto ni siquiera es dramático: la problemática de la alienación se ha desmoronado. Y la evidencia del deseo se ha convertido en un mito.

Llegamos, pues, a la paradoja de que en esta coyuntura en a que la posición de sujeto se ha hecho insostenible, la única posición posible es la del objeto. La única estrategia posible es la del objeto. Hay que entender ahí no el objeto «alienado» y en vías de des alienación, el objeto dominado y reivindicando su autonomía de sujeto, sino al objeto que desafía al sujeto, que le remite a su posición imposible de sujeto.

Estrategia, pues, cuyo secreto es el siguiente: el objeto no cree en su propio deseo, el objeto no vive de la ilusión de su propio deseo, el objeto carece de deseo. No cree que nada le pertenezca en propiedad, y no cultiva ninguna fantasía de reapropiación ni de autonomía. No intenta basarse en una naturaleza propia, ni siquiera la del deseo, sino que, de repente, no conoce la alteridad y es inalienable. No está dividido en sí mismo, cosa que es el destino del sujeto, y no conoce el estadio del espejo, con lo que acabaría por confundirse con su propio imaginario.

Es el espejo. Es lo que remite al sujeto a su transparencia mortal. Y si puede fascinarle y seducirle, es precisamente porque no irradia una sustancia o una significación propia. El objeto puro es soberano porque es aquello sobre lo cual la soberanía del otro acaba por romperse y caer en su propia trampa. El cristal se venga.

El objeto es lo que ha desaparecido en el horizonte del sujeto, y desde el fondo de esta desaparición rodea al sujeto en su estrategia fatal. Entonces es cuando el sujeto desaparece en el horizonte del objeto.

Eso es cierto respecto del objeto sexual, poderoso por su ausencia de deseo, y respecto a las masas, poderosas por su silencio.

El deseo no existe, el único deseo consiste en ser el destino del otro, en convertirse para él en el acontecimiento que supera cualquier subjetividad, que derrota por su vencimiento fatal cualquier posible subjetividad, que absuelve al sujeto de sus fines, de su presencia y de cualquier responsabilidad consigo mismo y con el mundo en una pasión al fin definitivamente objetiva.

La posibilidad, la voluntad del sujeto de situarse en el corazón trascendental del mundo y de imaginarse como causalidad universal, bajo el signo de una ley de la que sigue siendo el dueño, esta voluntad no impide al sujeto invocar al objeto en secreto como fetiche, como talismán, como figura de inversión de la causalidad, como lugar de una hemorragia violenta de la subjetividad. «Detrás de la subjetividad de las apariencias, existe siempre una objetividad oculta».

Todo el destino del sujeto pasa al objeto. La ironía sustituye la causalidad universal por la fuerza fatal de un objeto singular.

El fetiche ilustra la objeción profunda que dirigimos a la causalidad normal, a la ridícula pretensión de atribuir una causa a cada acontecimiento, y cada acontecimiento a su causa.

Todo efecto es sublime, si no queda reducido a su causa. Por otra parte, solo el efecto es necesario, la causa es accidental. El fetiche opera el milagro de borrar la accidentalidad del mundo y de sustituirla por una necesidad absoluta.

Solo sentimos en la percepción de las causas una necesidad relativa; y, por tanto, una dicha relativa. Solo una necesidad absoluta, extática, nos transporta. Característica que posee el objeto puro y singular, en el que obtenemos de golpe toda la intercesión del mundo.

Podemos vivir en lo universal, perseguir unos fines objetivos, distribuir nuestra vida en las formas claras de la alteridad, podemos conceder a las cosas un valor más o menos racional (que, sin embargo, no iguala nunca al que nosotros mismos nos concedemos), es preciso sin embargo, que en un momento determinado la dicha y la desdicha, y el mismo hecho de vivir, se encarnen en un ser o una cosa absolutamente singulares, que ya no responden a ninguna determinación universal, pero en la que se precipitan, bajo forma de afecto específico, injustificable, completamente artificial en relación a las cualidades «naturales» de este objeto, todas las formas resumidas de la identidad y de la alteridad.

Nada escapa a esta experiencia de asumir un objeto, tal objeto, con toda la fuerza oculta de la objetividad. Eso forma parte de las apuestas absurdas, es igual que, por las mismas razones, la apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios.

Hay que creer que esta apuesta que hacemos tiene alguna razón, puesto que si la razón dice que un objeto único no podría ser el origen del mundo, sino que, al contrario, él es el que debe explicarse objetivamente a partir de todos los datos del mundo; si esta razón no consigue imponer la convicción, si, pese a esta evidencia racionad, seguimos adorando el mundo en la quintaesencia ininteligible de uno solo de sus detalles, en tal caso esta misma razón es una apuesta hipotética.

Ya no explicar las cosas, ventilarlas en unas determinaciones objetivas y en un sistema de referencias indefinido, sino, por el contrario, implicar al mundo entero en uno solo de sus detalles, un acontecimiento entero en uno solo de sus rasgos, toda la energía de la naturaleza en uno solo de sus objetos, muerto o vivo; encontrar la elipse esotérica, el perfecto atajo hacia el objeto puro, el que no interviene para nada en la división del sentido, y que no comparte su secreto y su fuerza con nadie.