El genio maligno de la pasión
Del amor se puede decir todo, y no se sabe qué decir. El amor existe, y bastad Se ama a la madre, a Dios, a la naturaleza, a una mujer, a los pajarillos, a las flores: este término, convertido en el leitmotiv de nuestra cultura básicamente sentimental, es el más patético de todas las lenguas, pero también el más difundido, el más vago, el más ininteligible. En relación al estado cristalino de la seducción, el amor es una solución líquida, casi una solución gaseosa. Todo es soluble en el amor, todo es soluble para el amor. Resolución, disolución de todas las cosas en una armonía apasionada o en una libido subconyugal, el amor es una especie de respuesta universa, la esperanza de una convivialidad ideal, la virtualidad de un mundo de relaciones fusiónales. El odio separa, el amor reúne. Eros es aquel que junta, que acopla, que conjuga, que fomenta las sudaciones, las proyecciones, las identificaciones. «Amaos los unos a los otros». ¿Quién habría podido decir jamás: «Seducíos los unos a los otros?».
Yo prefiero la forma de la seducción, que mantiene la hipótesis de un duelo enigmático, de una solicitación o de una atracción violentas, que no es la forma de una respuesta, sino la de un desafío, de una distancia secreta y de un antagonismo perpetuo, que permite el juego de una regla; yo prefiero esta forma y su pathos de la distancia a la del amor y de su aproximación patética, Yo prefiero la forma dual de la seducción a la forma universal del amor. (Heráclito: es el antagonismo de los elementos, de los seres y de los dioses, lo que crea el juego del devenir, no el fluido universal, ni la confusión amorosa, los dioses se enfrentan y se seducen; cuando el amor, con el cristianismo, se convierta en principio de la creación, acabará con este gran juego).
A ello se debe que sea posible hablar de la seducción como de una forma dual e inteligible, mientras que el amor es una forma universal e ininteligible. Es posible incluso que solo la seducción sea realmente una forma, y que el amor no sea más que metáfora difusa de una caída de los seres en la individualidad, e invención, a modo de compensación, de una fuerza universal que inclinaría a unos seres hacia los otros' ¿Por qué efecto providencial, por qué milagro de la voluntad, por qué golpe de teatro los seres estarían destinados a amarse, por qué imaginación loca es posible concebir que: «Te amo», que las personas se aman, que nosotros nos amamos?… Existe ahí una proyección desatinada de un principio universal de atracción y de equilibrio que es una pura fantasmagoría. Fantasmagoría subjetiva, pasión moderna por excelencia.
Ahí donde ya no hay juego ni regla, hay que inventar una ley y un afecto, un modo de efusión universal, una forma de salvación que supere la división de los cuerpos y de las almas, que ponga fin al odio, a la predestinación, a la discriminación, al destino: así es nuestro evangelio de la sentimentalidad, que pone fin, en efecto, a la seducción como destino.
Este ensalzamiento del amor a una excelencia de derecho divino, a una forma ética de realización universal (el amor sigue sirviendo en todas partes de justificación moral a la felicidad) ha confinado la seducción a una zona vagamente inmoral, vagamente perversa, una forma de juego previa al amor. El amor sigue siendo la única finalidad seria o sublime, la única absolución posible a un universo imposible. Cualquier veleidad de dar a la seducción otros títulos de nobleza se enfrenta con los mecanismos de sublimación y de idealismo del amor.
La seducción no va unida a los afectos, sino a la fragilidad de las apariencias, carece de modelo y no busca ninguna forma de salvación; es, por consiguiente, inmoral. No obedece a una moral del cambio, procede del pacto, del desafío y de la alianza, que no son unas formas universales y naturales, sino unas formas artificiales e iniciáticas. Es, por tanto, francamente perversa.
La cosa se complica todavía más por el juego de los términos. Como ni la seducción ni el amor son unas nociones precisas (no tienen espacio en los grandes sistemas conceptuales, ni en el psicoanálisis), pueden alternar fácilmente o confundirse. Así, por ejemplo, si se considera a la seducción como un desafío, un juego en el que nunca se acaban las apuestas, un intercambio ritual ininterrumpido, una sobrepuja infinita, una complicidad secreta, etc., siempre puede argüirse: «Pero, definida de ese modo, ¿la seducción no sería simplemente el amor?».
También es posible invertir la relación y hacer del amor algo más tajante, más desafiante que la seducción. El amor solo es «realización» si se le concibe de una manera, digamos, narcisista: yo amo al otro porque es semejante a mí, por tanto, yo me doblo; yo amo al otro porque es lo contrario a mí, por consiguiente, yo me completo. Pero es posible concebir el amor como gratuidad, como impulso hacia el otro que no espera respuesta, como desafío que incita al otro a amarme más de lo que yo le amo, por consiguiente, sobrepuja indefinida. Mientras que también puede tomarse la seducción como juego finalizado, como táctica que intenta manipular al otro para nuestros propios fines.
No hay nada a alegar contra esta inversión de los términos. Seducción y amor pueden intercambiar sus acepciones más sublimes y más vulgares, lo que hace casi imposible hablar de ellos. Y más aún en tanto que hoy estamos atrapados en un revival del discurso amoroso, una reactivación del afecto por aburrimiento, por saturación. Un efecto de simulación amorosa. El amour fou, el amor-pasión están completamente muertos en su movimiento heroico y sublime. Lo que está en juego actualmente es una demanda de amor, de afecto, de pasión, en una época en que su necesidad se hace sentir cruelmente. Es toda la generación que ha pasado por la liberación del deseo y del placer, toda esta generación fatigada de sexo la que reinventa el amor como suplemento afectivo o pasional. Otras generaciones, románticas o posrrománticas, lo han vivido como pasión, como destino. El nuestro no es más que neorromántico.
Después de tanto pathos sexual, aparece el neopatetismo de la relación amorosa. Después de lo libidinal y de lo pulsional, el neorromanticismo de la pasión. Pero ya no se trata de predestinación ni de fatalidad, solo se trata de liberar una potencialidad entre otras y, después de una fase tan larga de «desublimación represiva», como diría Marcuse, abrir el camino a una resublimación progresiva.
El sexo, como por otra parte las relaciones de producción, era algo demasiado sencillo. Nunca es demasiado tarde para ir más lejos que Freud y que Marx.
Existe, pues, una manera de amor que no es más que la espuma de una cultura del sexo, y no hay que hacerse demasiadas ilusiones respecto a este nuevo dispositivo ambiental. Las formas de simulación se reconocen en que nada las opone entre sí: sexo, amor, seducción, perversión, porno, todas pueden coexistir en una misma banda libidinal, como en una banda estéreo, sin exclusivas, con la bendición del psicoanálisis. Concierto estereofónico: se le añade el amor, la pasión, la seducción al sexo como se le ha añadido la psicosociología y la concertación a la cadena de montaje.
Esta situación es interesante como síntoma de desaliento de toda una constelación obscena de la sexualidad (obscena no por el sexo en sí, sino por la obscenidad de la verdad cuando es dicha y revelada). Hemos llegado al final de un ciclo de la sexualidad como verdad. Esto hace posible de nuevo una reversión hacia las formas cuyo perfil y cuyo encanto se han visto eclipsadas por la perspectiva hegemónica del sexo.
Recuperar una especie de distinción, de jerarquía de todas estas figuras —seducción, amor, pasión, deseo, sexo— es sin duda una apuesta absurda, pero es la única que nos queda.
En nuestra cultura, la seducción ha conocido una especie de edad de oro, que va del Renacimiento al siglo XVIII: es entonces, como la urbanidad o los modales cortesanos, una forma convencional, aristocrática, un juego estratégico sin gran relación con el amor. Este tiene para nosotros unas tonalidades diferentes, ulteriores, románticas y novelescas: ya no es un juego ni un ceremonial, es una pasión, un discurso. Lo que nos arrastra es la fuerza del deseo, lo que nos atrae es la muerte. Nada que ver con la seducción. Claro está que también el amor ha conocido unas formas corteses, en la cultura mediterránea del siglo XIII. Pero el sentido que ha tomado para nosotros se ha forjado esencialmente entre los siglos XVIII y XIX, en contra del juego superficial de la seducción. Se crea una ruptura entre una forma de juego dual y de ilusión estratégica y una finalidad nueva, individual, de realización del deseo —siendo el gran acontecimiento el de la constelación del deseo, fuera este, sexual y psíquico, el del individuo, o el deseo político de las masas. Sea lo que fuere este deseo y su «liberación», ya no tiene nada que ver con el juego aristocrático de desafío y de seducción.
Otra cosa: la seducción es pagana, el amor es cristiano. Es Cristo quien comienza a querer amar y hacerse amar. La religión se convierte en afecto, sufrimiento y amor, cosa de la que no se preocupaban las culturas y mitologías arcaicas y antiguas, para las cuales la soberanía del mundo reside en el juego regulado de los signos y de las apariencias, en los ceremoniales y en las metamorfosis, y, por tanto, en unos actos de seducción por excelencia. Ningún afecto en todo eso, ningún amor, nada de un gran flujo divino o natural, ninguna necesidad tampoco de psicología, de esta interioridad subjetiva en la que florecerá el mito del amor[6].
Solo existe el ritual, y el ritual es del orden de la seducción. El amor nace de la destrucción de las formas rituales, de su liberación. Su energía es una energía de disolución de estas formas, incluidos los rituales mágicos de seducción del mundo (que se prolongan, a través de las herejías cristianas, en las formas de denegación maniqueas o maximalistas del mundo real). Formas crueles, rigurosas, del signo en su funcionamiento puro, opuesto a la realidad del mundo, dominio de las apariencias puras, sin psicología, sin afecto, sin amor. Intensidad máxima de estas culturas, de las que el amor y toda su metafísica de salvación han salido como por descomposición, efusión de formas hasta ese momento secretas, iniciáticas, celosas de sí mismas, intensivas, mientras que el amor es una energía proselitista, radiante, extensiva —exotérica, mientras que el ritual es esotérico. El amor es expresión, calor, confesión, comunicación, paso, por tanto, de la energía de un estado potencial, concentrado, a un estado liberado, radiante, calórico, y por ahí también a un estado endémico y degradado. Será, pues, el fermento de una religión popular, democrática, por oposición a los órdenes jerárquicos y aristocráticos, regidos por la regla.
El amor es el fin de la regla, y el comienzo de la ley. Es el comienzo de un desarreglo, en el que las cosas se ordenarán según el afecto, la inversión afectiva, es decir, una sustancia pesada, cargada de sentido, y ya no según el juego de los signos, sustancia más ligera, más dúctil, más superficial. Dios amará a los suyos, cosa que nunca había hecho, y el mundo ya no será un juego. Todo eso es lo que hemos heredado, y el amor no es más que el efecto de esta disolución de las reglas, y de la energía liberada por esta fusión. Así pues, la forma opuesta al amor sigue siendo la observancia: en todas partes donde se inventa una regla y un juego, desaparece el amor. En relación a la intensidad regulada y altamente convencional del juego o de la ceremonia, el amor es un dispositivo de energía de circulación libre. Asume, por consiguiente, toda la ideología de la liberación y de la libre circulación, es el pathos de la modernidad.
Lo típico de una pasión universal como el amor es que es individual y que en ella cada cual se encuentra solo. La seducción es dual: yo no puedo seducir sí ya no estoy seducido, nada puede seducirme sí ya no está seducido. Nadie puede jugar sin el otro, es la regla fundamental. Mientras puedo amar sin contrapartida. Si amo sin ser amado, es mi problema. Si no te amo, es tu problema. Si alguien no me gusta, es su problema. Por ello los celos son como una dimensión natural del amor mientras que son ajenos a la seducción; el vínculo de afecto nunca es seguro, mientras que el pacto respecto a los signos carece de ambigüedad y de apelación. Además, seducir a alguien no es asumirle, ni absorberle psicológicamente; la seducción no conoce esos celos territoriales que son propios del amor.
Yo no digo que el amor sea únicamente celos, pero siempre intervienen en él unos celos más o menos templados, algo de exclusivo, una reivindicación subjetiva. Es posible incluso que sean anteriores al amor: una pasión primordial, como en los dioses griegos, que no conocen el amor ni el sentimentalismo, pero que ya son formidablemente celosos los unos de los otros. Amar a alguien es aislarle del mundo, es borrar sus huellas, desposeerle de su sombra, arrastrarle a un futuro homicida. Es girar en torno a él como un astro muerto, y absorberle en una luz negra. Todo se juega en una desorbitante exigencia de exclusividad sobre cualquier ser humano. Es en eso, sin duda, que es una pasión: porque su objeto está interiorizado como fin ideal, y sabemos que no solo hay objeto ideal cuando está muerto.
En relación a la seducción, el amor sería, pues, una forma más suelta, una solución más amplia, e incluso una vía de disolución. Pero una disolución patética, por lo menos en sus formas más elevadas, las que ha dado la novela por ejemplo. Este relieve patético desaparecerá en la peripecia ulterior, que es simplemente la de la sexualidad. Esta no es más que un modo relacional articulado sobre la diferencia «objetiva» de los sexos. La seducción sigue siendo ceremonial, el amor sigue siendo patético, la sexualidad solo es relacional. De una forma a otra, la puesta de los signos se agota en favor de un funcionamiento orgánico, energético y económico basado en la más pequeña diferencia posible, que es la diferencia de los sexos.
En efecto, es un engaño presentar la diferencia sexual como la diferencia original, fundamental, aquella de la que todas se desprenden o no son más que metáforas. Es ignorar que en todo momento los hombres han producido unas intensidades diferenciales mucho mayores a través de los dispositivos artificiales que a partir del cuerpo y de la biología. Por lo menos, jamás han considerado las diferencias «naturales» más que como un caso especial de las diferencias artificiales. Literalmente, la diferencia sexual pura carece de interés (el Yin y el Yang son otra cosa: son dos polos metafísicos entre los que intervienen las tensiones que organizan el mundo). En algunas culturas, las diferencias guerrero/no guerrero, brahmán/no-brahmán pesan infinitamente más que la diferencia sexual: producen más energía diferencial, ordenan las cosas con mayor rigor y complejidad. En todas las culturas, salvo en la nuestra, la diferencia entre lo muerto y lo vivo, entre lo noble y lo innoble, entre el iniciado y el no-iniciado, es infinitamente más fuerte que la distinción de los sexos. La sexualidad señala en realidad, en su evidencia biológica y pretenciosa, la diferencia más débil y más pobre, aquella en la que las demás acuden a perderse.
Cualquier principio naturalista de diferenciación es obligatoriamente más pobre, está lejos de poder originar, como el poderoso artificio de los signos, una ordenación minuciosa, una ceremonia del mundo.
- La seducción es la era de una diferencia estética y ceremonial entre los sexos;
- el amor (la pasión) es la era de una diferencia moral y patética entre los sexos;
- la sexualidad es la era de una diferenciación psicológica, biológica y política entre los sexos.
A ellos se debe que la seducción sea más inteligible que el amor: porque juega con una forma más elevada, la forma dual, forma diferencial perfecta. De todas las formas diferenciales, el sexo es la que más se aproxima a la indiferenciación. En cuanto al amor, debe ocupar en cada ocasión un lugar intermedio en el espectro de las figuras: desde los confines de la seducción a los confines del sexo, describe el universo que va de una forma pura de la diferencia a una forma pura de la indiferenciación —pero no tiene forma propia y, como tal, es indescriptible. Lo misterioso no es la forma dual de la seducción, sino más bien la figura individual del sujeto preso en su propio deseo o en busca de su propia imagen.
También el destino se impone con una evidencia fulgurante; es el no-destino lo que resta por explicar. Es, además todo lo que podemos hacer por él: encontrarle unas razones. Porque ahí, profundamente, al igual que de la banalidad del amor, no hay nada que decir.
La seducción no es misteriosa, es enigmática.
El enigma, al igual que secreto, no es lo ininteligible. Es, por el contrario, plenamente inteligible, pero no puede ser dicho ni revelado. Así es la seducción, evidencia inexplicable. Así es el juego: en el corazón de cualquier juego hay una regla fundamental y secreta: un enigma; sin embargo, la totalidad del proceso no es misteriosa, nada más inteligible que el desarrollo del juego.
El amor, en cambio, está cargado de todos los misterios del mundo, pero no es enigmático. Está por el contrario cargado de sentido, no siendo del orden del enigma, sino de la solución, «La clave del enigma es el amor», o, más brutalmente: «La verdad de todo eso es el sexo». (Verdad milagrosamente revelada en el siglo XX, ¿y por qué? No os lo creáis: el enigma permanece por completo y mantiene toda su fuerza de seducción).
De una figura a la otra, de la seducción al amor, juego al deseo y a la sexualidad, finalmente al puro y simple porno, cuanto más se avanza, más adelantamos en el sentido de un secreto menor, de un enigma menor, más adelantamos en el sentido de la confesión, de la expresión, del desvelamiento, de la liberación —de la verdad, por decirlo en pocas palabras— que no tarda en convertirse, en la obscenidad de nuestra cultura, en la expresión forzada de la verdad, la confesión forzada, el desvelamiento forzado… ¿de qué, por otra parte? De nada, justamente no hay nada que desvelar.
¿De dónde puede proceder la insensata idea de poder confiar el secreto, exponer la sustancia desnuda, rozar la obscenidad radical? Eso ya es una utopía —no existe lo real, nunca ha existido lo real—, la seducción lo sabe, y conserva su enigma. Todas las restantes formas, y el amor en especial, son charlatanas y prolijas. Dicen demasiadas cosas, quieren decir demasiadas. El amor habla mucho, es un discurso. Se declara y culmina con frecuencia en esta declaración en la que termina. Acto de lenguaje altamente ambiguo, casi indecente, esas cosas no se dicen, ¿cómo se le puede decir a alguien: «Yo te amo»?, son demasiado frágiles para permanecer encerradas en un enunciado, a menos de que solo vivan de su enunciado, en cuyo caso carecen en absoluto de todo secreto. Esas cosas solo viven de su silencio, o de su antífrasis: «Yo no te amo», o también: «Yo ya no te hablo», frases todavía cargadas del desafío y del suspense de la seducción, inminencia del amor, pero que mantiene todavía, por el rechazo de su confesión, por la gracia de la denegación, una cualidad de juego, la ligereza de la añagaza.
Afortunadamente, por otra parte, «Yo te amo» no quiere decir lo que dice, y hay que entenderlo de otra manera. En el modo seductivo (todos los verbos tienen un modo secreto: detrás del indicativo y del imperativo, el seductivo). La seducción es una modalidad de cualquier discurso, incluido el discurso amoroso (por lo menos, hay que confiar en que así sea), que hace que juegue con su enunciación y afecte al otro al revés de su enunciado. Así: «Yo te amo» no está hecho para decir que te quieren, sino para seducirte. Es una proposición que oscila entre las dos vertientes, y que conserva de este modo el encanto insoluble de la apariencia, de lo que no tiene sentido, y, por consiguiente, a lo cual es completamente inútil y desconsiderado conceder cualquier crédito. Creer en «Yo te amo» pone fin a todo, incluido el amor, puesto que es conceder sentido a lo que no lo tiene.
Esto en el mejor de los casos, cuando la ambigüedad sigue rigiendo el discurso. En el de la demanda sexual, ya no hay huella de ambigüedad. Ahí todo está significado, todo está dicho, no hay secreto de la demanda, todo está en su expresión. Si la demanda es la confesión del deseo, entonces basta con hallar los términos del deseo y el juego de las apariencias es inútil. Y hasta el «Yo te amo» adquiere ahí otra cara; ya no es seductivo en absoluto, no es más que un desesperado optativo: «Yo quiero amarte», «Yo quiero que me ames».
Cabe estar de acuerdo con Lacan: no existe relación sexual, no existe verdad del sexo. O bien «Yo te amo» o «Yo te deseo» dicen una cosa completamente diferente: la seducción, o bien solo expresan una demanda de amor, una demanda de deseo nunca el amor o el deseo en sí mismos. Resulta siempre, por tanto, un encuentro fallido, y la sexualidad, como dice Lacan, no es más que la historia de este encuentro fallido. Pero no está ahí la última palabra, pues la espiral más sutil de la seducción nos describe no la historia, sino el juego de este encuentro fallido, y el otro placer que ella sabe extraer de esta encantadora y absurda diferencia que la naturaleza ha puesto entre los sexos.
Así que lo que era desafío y seducción termina en la solicitud. Sexo, deseo, afecto como solicitud. Sedúceme, ámame, hazme gozar, ocúpate de mí. Rasgo característico y obsesivo, que puede llegar hasta una demanda casi fetal de amor (las estrategias fetales). Desde hace dos o tres siglos existe en nuestra cultura una sobredeterminación de todas las formas de amor (incluida el de la naturaleza) por el amor materno y la sentimentalidad que de él se desprende. Solo la seducción escapa a él, porque no es una demanda, sino un desafío; se opone a él de la misma manera que el duelo puede oponerse a lo fusional.
Ese amor no es más que una especie de libido flotante, que se ventila un poco por todas partes e intenta desesperadamente asumir su entorno, de acuerdo con una economía que ya no es la de los sistemas pasionales, sino la de los subsistemas de intensidad, de los sistemas fríos y desapasionados. Libido ecológica, producto específico de nuestra época: esparcida por todas partes en dosis homeopáticas y homeostáticas, es el diferencial mínimo de afecto que basta para alimentar la demanda social y psicológica. Flotante, puede ser drenada, derivada, magnetizada de un lugar a otro, de acuerdo con los flujos: corresponde idealmente a un orden de la manipulación.
De este modo, la energía de disolución de la seducción pasa a un orden pasional del amor y acaba en el orden aleatorio de la demanda.
Afortunadamente, existe una reacción que corrige todo lo que acabo de decir sobre la demanda. Pues de responderle en los términos en que ella se plantea —o tal vez finge plantearse— corremos el peligro de equivocarnos. Tal vez se limita a solicitar, en su misma histeria, ser desmentida, rechazada, decepcionada, y que se le conteste que no es ahí donde ocurre eso. Como cualquier otro discurso solo se profiere con la esperanza de ser negado y exorcizado, también la demanda puede jugar perfectamente con la confesión del deseo, el llamamiento a la solicitud del otro para tenderle una trampa, para engañarle y por tanto para seducirle.
Si en el fondo la demanda es eso, si también es eso, el error sería responder a ella. A eso se debe que no se tengan ganas de responder a la demanda (ámame, sedúceme, hazme gozar), cuando la respuesta a un desafío o a la seducción es espontánea. Pero si la ambivalencia de la demanda oculta algo así como un intento de seducción, en tal caso la mejor manera de responderle es con la seducción.
Así, todas las formas acaban por girar sobre sí mismas —llamarada de la reversibilidad— y esto explica la dificultad de hablar de ellas. Pero esta ya no es la de no poder hablar porque no hay nada que decir, es la que surge de la revancha del orden reversible sobre el orden lineal del discurso. Es una dificultad que afortunadamente no se domina nunca, mientras que siempre se puede hablar aunque no se tenga nada que decir.
El amor nunca ha sido tan hermoso como en las leyendas y las novelas. ¿Esta pasión misteriosa ha producido la forma novelesca, o al contrario? Cuestión insoluble. Pero sobre todo: ¿existe un movimiento propio del amor?
Tristán e Isolda. La historia más sublime, la del amor fatal. Es notable de todos modos que en esta maravillosa historia el amor no surja vivo de sí misma: necesita un filtro. No es ninguna forma espontánea de deseo lo que les reúne, en absoluto: esta predestinación violenta es artificial, en el sentido en que es un pacto artificial, accidental e ineluctable, y no un movimiento natural del espíritu. El destino siempre es hechicero, pasa siempre por la ilusión trágica de los signos. En este caso el filtro (que sería erróneo interpretar psicológicamente como «metáfora de la pasión») es el signo de la irrupción de este efecto hechicero. Toda su pasión es un desafío a la existencia del derecho divino: sabemos que los dos amantes fueron considerados sacrílegos. Es porque el filtro que comparten es impío, sellando un pacto de seducción y de predestinación completamente contrario a las leyes del amor de derecho divino, en que los signos se intercambian en su forma idealizada.
Siempre volvemos a lo mismo: el amor no existe. Debería poder existir, pero no existe. Los amantes de la época romántica no han tenido otra solución que suicidarse juntos para absolutizar un intercambio imposible. La sublimidad del amor reside en la anticipación de su propia muerte. El amor-pasión solo puede realizarse en este vértigo antierótico, antinatural, que nunca es una manera de vivir. Nada en común con nuestro modo de vida amorosa, encuentro ideal de dos deseos y de dos placeres.
Podemos preguntarnos por otra parte si esta forma de amor banalizado y convertido en forma de intercambio (afectivo y sexual) no ha sido inventado para escapar a la fatalidad del otro.
Producir el intercambio, y los signos del intercambio, es la única manera de escapar al destino y a los signos insensatos. Se acabó el filtro, se acabó el desafío. Afecto y ternura. Así es como la vida se defiende contra las formas homicidas del artificio y del sacrificio. Contra la seducción, trátese de la de la muerte, o del propio amor, cuando, en vez de una manera de vivir y de amar, se convierte en una frivolidad homicida que nos desvía de nuestro propio fin.
Entre las frivolidades esenciales aparece la del uso arbitrario del placer y del disgusto, el destino. Su uso está reservado exclusivamente a Dios. Entre las frivolidades secundarias aparecen la de amar y de ser amado. Esa se deja a los humanos; constelación patética de humores, de deseos y de rostros.
La mayoría no quieren ser seducidos, prefieren ser amados. Prefieren la demostración por el afecto, el placer o la domesticidad. Tal vez hay que exigir ser amado por miedo a ser seducido, sin duda hay que amar para dejar de seducir.
Amar es una especie de incesto psicológico, de aproximación patética contra el juego cruel de la seducción.
En ninguna parte, en el fondo, el amor posee movimiento propio (¡eppure si muove!). O bien se ha abolido en el orden del desafío y del destino. O bien se han abolido en la forma del intercambio y de la demanda. Como en la historia en que dos esposos se pelean, La mujer dice al marido. «You give me love because you want sex!». (¡Tú me das amor porque quieres sexo!). Y el hombre contesta: «You give me sex because you want love!». (¡Tú me das sexo porque quieres amor!).
Cuando el sexo y el amor adoptan la forma secular de una economía doméstica, pueden perfectamente regatear respecto al intercambio. Tan pronto como se abandona la forma sublime del destino, caemos en la forma subliminal del intercambio. Ahí todas las compensaciones y sustituciones son posibles: tú me das sexo, yo te doy amor.
En todo lo que es intercambio hay unas posibilidades de cambio. Pero no en la seducción, que precisamente no es un intercambio, sino un desafío. En la seducción, no puede haber equilibrio, optimización de las relaciones de intercambio, difícil pero siempre posible a nivel de sexo. Y esa es la causa de que la única privación realmente mortal es la de la seducción.
Ahí está, por otra parte, el sentido de esta historia, pues los dos esposos no Han hecho otra cosa, detrás de su rencor, que denunciar esta misma posibilidad de intercambio bilateral. ¡Lo que quieren es la seducción!
Además, lo que una mujer no os perdonará jamás no es no amarla (en el amor o en el sexo, siempre se llega a unos acuerdos), es no haberla seducido, o no haberos seducido ella. Solo eso es imperdonable, y por mucho amor o ternura que le deis, siempre acabará por buscar una venganza cruel. No habiendo podido seduciros, intentará aniquilaros. Todos los pecados del sexo o del amor pueden ser absueltos, pues no son una ofensa. Solo la seducción hiere el lado del alma, que solo encuentra reposo en la muerte.
De ahí viene lo que yo llamaré el genio maligno de la pasión.
En el corazón de los movimientos más apasionados, más hermosos y más desesperados, existe este genio maligno que intenta pillar al otro en la trampa.
Idéntica tentación diabólica: en el momento más ingenuo y más arrebatado del amor, conjurarle irónicamente con un acto perverso.
Hay algo más fuerte que la pasión: la ilusión. Más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la ilusión. Seducir, siempre seducir. Desbaratar la fuerza erótica con la fuerza imperiosa del juego y de la estratagema —en el mismo vértigo construir unas trampas, y en el séptimo cielo seguir manteniendo el control de los caminos irónicos del infierno—, eso es la seducción, la forma de la ilusión, el genio maligno de la pasión.