Damasco.
Primeros días de maius del año 29 a. n. e.
Octaviano nombró a Cornelio Galo gobernador de la provincia de Egipto entre las protestas de Tauro, que opinaba que un poeta no podía ser un buen administrador y se entregaría a la vida ociosa y viciosa de Alejandría. A Octaviano casi le divertían las batallas dialécticas, siempre en la sombra, que protagonizaban Tauro y Galo. Estando ambos presentes eran de lo más cordiales. Tan solo en privado, con Agripa y Divus filius, se intercambiaban ataques.
Antes de dejar atrás el calor del desierto egipcio, Octaviano había hecho llamar a Fraates IV, rey de los partos tras la más que sospechosa muerte de su antecesor Pacoro I. Fraates IV había invadido buena parte de Siria y Asia Menor aprovechando las guerras civiles romanas en general y que Marco Antonio había tenido que concentrarse en Octavio en particular.
Lo cierto es que entre Pacoro I y Fraates IV habían conseguido infligir un importante número de derrotas a diferentes ejércitos romanos, ayudados sin duda por algunos desertores romanos como Quinto Labieno, el hijo del antiguo jefe de caballería de César y que se uniría a Pompeyo hasta morir en Munda. Quinto Labieno había abandonado a Roma, a la república, sus ideales y prácticamente sus orígenes hasta convertirse en joven asalvajado que solo juraba fidelidad al oro. Sus conocimientos sobre técnicas de combate romanas fueron de inestimable ayuda para derrotar a Lucio Saxa, gobernador de Siria y que buena parte de sus legiones se unieran a Pacoro primero y a Fraates después. Todo ello sumado a la derrota sin batallas de Marco Antonio en su campaña parta y a la ignominiosa derrota de Craso a manos de Surena veinticinco años antes, hizo que los partos se sintieran seguros y superiores a su enemigo y se adentrasen en territorio romano con total tranquilidad.
Para cuando Marco Antonio había promulgado las Donaciones de Alejandría, los partos ya controlaban casi toda Siria y Armenia. Tan solo una sucesión de asesinatos de generales y deposiciones de reyes evitaron su avance hacia el oeste y, para cuando Fraates IV se hizo fuerte en el trono, Marco Antonio había sido borrado del mapa y Octaviano estaba a las puertas de su inestable reino al mando de treinta seis legiones.
Así las cosas, Fraates IV vio más seguro acudir a la llamada amistosa del romano que ignorarla y arriesgarse a una invasión. De paso podría estudiar a su enemigo y ver de primera mano las verdaderas fuerzas con las que contaba.
El rey parto envió como avanzadilla a su hijo Tirídates, de apenas once años, para negociar los términos de la reunión. Octaviano, poco paciente y negándose a negociar con un niño de once años vestido de oro y con una ridícula barba postiza, cambió su amistosa invitación por una amenaza en toda regla sin Fraates IV no se presentaba en Damasco antes de acabar la primavera. Poco más fue necesario. El rey parto, avisado por su hijo y sus consejeros de que solo el campamento del ejército romano desplazado a Damasco era más grande que la propia ciudad, acampó con un contingente de dos mil catafractos a las afueras de la ciudad a la espera de ser recibido por Octavio.
—¿Y qué hace en esa tienda? Por Júpiter, que acceda a la ciudad y se instale en un palacio o en una letrina si así lo desea, pero que no me haga esperar más —decía Octaviano a punto de perder la paciencia con el parto.
—Se niega —explicaba Tauro—. Dice que la reunión debe celebrarse en terreno neutral y que Damasco no lo es.
—Maldita sea. Damasco es de lo poco que ha dejado en pie en esta provincia con sus continuas incursiones. ¿Quiere que vaya yo a su tienda?
—No exactamente. Lo que pide es un lugar donde instalar su tienda dentro de la ciudad y que esta sea considerada territorio parto.
—¡Sea, Tauro, sea! Que se instale en un jardín, en un mercado o en una porqueriza para así tapar su propio olor y que nadie le toque un pelo, postizo o no, pero que venga a Damasco. Si quisiera matarle habría invadido su maldito reino.
Finalmente, Fraates IV accedió a la ciudad junto con sus dos mil catafractos. Aquella caballería acorazada, envidia incluso de los ejércitos romanos, hacía temblar la ciudad a su paso sin ni tan siquiera ir al trote. Eran hombres grandes sobre inmensos caballos que parecían aún mayores gracias a la aparatosa armadura que cubría a hombre y animal. En medio la comitiva quedaba un reducido número de no combatientes entre los que estaba el propio Fraates IV que, al no destacar precisamente por su altura, quedaba incluso ridículo rodeado de su guardia. Todo el contingente pudo ser alojado en el inmenso jardín de un banquero griego, a los pies del río Abana, en un total de sesenta tiendas. En el centro de todas ellas, la tienda real. En realidad un conjunto de tiendas comunicadas entre sí y con diferentes estancias para diferentes usos.
Lo primero que llamó la atención de Octaviano al acceder a la tienda real fue el olor. Lo que le habían anticipado se quedaba corto. El parto era poco aficionado al aseo en general, pero lejos de sus palacios la situación todavía empeoraba.
Para su sorpresa, pudo distraer su olfato con sorprendentes obras de arte, sobre todo esculturas de Fidias, Pericles, Fidias y Polícleto, fruto del expolio —pensó Octaviano—, muebles de cedro, magnificas alfombras, vajillas de oro y alguna pintura de la que no supo acertar su procedencia.
Al romano todos los partos le parecían iguales, y Fraates IV no era una excepción. Pequeño, peludo, de piel oscura, vestido de oro la cabeza a los pies, con su característico e inútil gorro cónico que ni protegía del sol, ni refrescaba, ni desviaría el golpe de un gladium y aquellas ridículas trencitas en la barba rematadas con perlas huecas. Octaviano vestía el atuendo con el que sentía más seguro, su toga praetexta de senador, y se hacía acompañar de doce lictores en señal de su nuevo nombramiento como cónsul, esta vez in absentia, por encontrarse ausente de Roma cuando fue nombrado a principios de aquel mismo año.
—Te saludo, rey Fraates IV. Me alegra que al fin podamos conocernos.
—Me alegra conocer al vencedor del triunvirato —respondió el parto en un latín aceptable.
Octaviano no se molestó en explicar que el triunvirato no se planteó como una guerra en su origen, mientras pensaba en lo mucho que hubiese disfrutado Mecenas de las obras de arte de aquella tienda.
—Permíteme ofrecerte una muestra de la cocina parta.
—Si no hay más remedio —dijo Octaviano entre dientes mientras tomaba asiento en la camilla púrpura con varales de plata que le ofrecía su anfitrión.
Se sucedieron pastelitos dulces de masa frita, miel y sésamo, higos macerados, dátiles con pasas y algún tipo de pan negruzco extremadamente dulce. Todo ello regado de un vino de incalificable calidad por venir también mezclado con miel. Tras probarlo todo brevemente Octaviano se sentía empachado ante tanto sabor dulzón y ya odiaba la cocina parta tanto como Hera odiaba a Ío.141
Tras aquellos entremeses, Fraates IV obsequiaba a su invitado con una especie de guiso de pescado que ahora acusaba un exceso de sal. Octaviano no sabía si era el propio guiso o su paladar mal acostumbrado, pero necesitó apurar su copa tres veces tras probar el mejunje. Con este acto, también Fraates se animó a beber en cantidad y antes de que se dieran cuenta, la formal recepción se transformó en una fiesta con más salidas de tono que formalismos.
Octaviano no gustaba de nublar sus sentidos y menos para una negociación, de modo que dejó de comer y de beber y se limitó a sonreír y negar con la cabeza brevemente ante el resto de viandas y caldos que le iban ofreciendo. Fraates IV ya no le prestaba atención y se dedicaba a interesarse por varias jóvenes que habían sido invitadas a la recepción. Entre ellas, Octaviano creyó reconocer a una romana.
Divus filius aguantó en la fiesta hasta que el mínimo decoro le permitió ausentarse aludiendo cansancio, y toda la delegación romana abandonó la tienda real parta sin haberse dicho una sola palabra concerniente al acuerdo que esperaba alcanzarse. Entre los que se retiraban, estaba aquella muchacha que parecía haber llamado la atención del rey parto. Mientras caminaban hacia la residencia del gobernador, que ahora ocupaba Octaviano, este se interesó por ella.
—¿Cómo te llamas?
—Musa —dijo la muchacha de apenas dieciséis años mientras fijaba sus inmensos ojos verdes en los del amo de Roma.
«Musa —pensó Octaviano—, nombre falso y una concubina sin duda». Pero podría ser útil a sus planes.
—¿Eres romana?
—Nacida en el Subura.
—¿Y cómo has llegado a Damasco?
—¿De verdad quiere el cónsul saber tanto de mí? —dijo melosa y mostrándose dispuesta.
—No te equivoques, chiquilla. Lo que quiero es que sirvas a Roma.
Musa no supo qué contestar, apartó la mirada y quedó en silencio esperando una nueva interpelación de su acompañante.
—¿A quién perteneces? —preguntó Octaviano interesándose por el proxeneta que la había llevado a Damasco.
—Taxiles —contestó lacónica.
—Un nombre de general para un agente de furcias.
Musa miraba al suelo empequeñecida por su error al haber pensado que podría interesar a un hombre como Octaviano y avergonzada por la forma en la que este se refería a su condición.
—Di a ese Taxiles que se presente mañana en mi residencia.
—Me castigará Divus filius, disculpa mi ofensa.
—No, no te castigará. Incluso es posible que te haga esculpir una estatua. Que venga mañana —dijo Octaviano dejando atrás a la joven aterrorizada e intrigada.
A la mañana siguiente, Octaviano se debatía entre el sabor dulzón que permanecía en su paladar y el hedor que le traía de vez en cuando su olfato. Ambos recuerdos de la noche anterior.
Pidió que le exprimiesen unas naranjas ácidas para borrar ambas sensaciones y se dispuso a leer cartas de Mecenas enviadas desde Roma y una de Agripa que había llegado a Atenas, de camino también a Roma.
Para el primero, todo era paz, y para el segundo, todo amenazas. Ambos exageraban.
Octaviano buscaba entre sus montones de cartas, alguna de Cornelio Galo informándole del hallazgo del cadáver de Cleopatra, pero fue sacado de su ensimismamiento por un esclavo que le anunciaba la presencia de un tal Taxiles, que se presentaba a sí mismo como tratante de esclavos y procurador de placer.
—César Octaviano, Divus filius, permíteme que me disculpe por la torpeza de esa furcia, no sé cómo compensarte…
El proxeneta y tratante de esclavos era un tipo de unos sesenta años, algo jorobado, calvo, desdentado y muy delgado.
—¿Dónde está la chica? ¿Qué le has hecho?
—Oh, César te aseguró que será severamente castigada, pero… con tantos extranjeros en la ciudad… los hombres pagan más por un rostro sin moratones ni cortes.
—Ponle un dedo encima y será lo último que hagas. ¿Dónde está la chica?
—Está en los alrededores del campamento de tu ejército —dijo Taxiles empequeñeciéndose y sin comprender nada.
—¿Qué precio pides por ella?
Taxiles miró a su alrededor sorprendido y oteó la oportunidad de negocio.
—Es un ser superior de belleza sin par —comenzó a decir el proxeneta para ganar tiempo—, un servicio con ella no vale menos de doscientos denarios.
—Eso es el salario de un mes de los hombres a los que la has mandado rondar alrededor de mi campamento. Difícilmente podrían pagarlo. —Taxiles se supo cazado en su embuste, pero Octaviano le sacó del atolladero—. No quiero un servicio con la chica. Quiero que deje de ser tu mercancía, tengo una misión para ella.
—Musa me costó un buen dinero, ¿sabéis? Y no son pocas las ganancias de sus servicios.
—Taxiles, estás abusando de mi confianza y de mi paciencia.
—Diez mil denarios.
—Quinientos.
—Me insultáis.
—Pero te dejo con vida. O mejor aún: no te convierto en uno los esclavos con los que comercias.
—Quinientos es un buen precio.
—Tráela y procura que llegue sin mácula.
Tres días necesitó Fraates IV para reanudar las no iniciadas negociaciones. El parto seguía negándose a salir de su tienda y con base en los acuerdos previos alcanzados, la comitiva romana volvió a desplazarse a orillas del Abana. Esta vez, Octaviano sustituyó lictores por pretorianos y a los traductores por Musa. La chica iba ataviada con un vestido salmón y oro muy ceñido que resaltaba su figura y dejaba al descubierto buena parte de sus pechos.
Fraates IV había sido advertido del deseo de Octaviano de mantener una reunión de trabajo. Sin música, degustaciones culinarias, ni ningún otro entretenimiento y el vino justo para calmar la sed.
El parto había dispuesto una mesa de cedro rectangular con su trono en uno de los extremos. El otro lo había dejado libre para la silla curul de marfil que suponía que llevaría consigo el romano.
Tenía la firme intención de sentarse a negociar e intentar llegar a un acuerdo, pero la presencia de Musa desbarató sus planes. El parto no pudo apartar los ojos de los pechos de la muchacha desde que entró en la tienda y Octaviano colocó su silla y se dispuso a sentarse con media sonrisa en la cara y la primera batalla ganada.
—Debemos dejar de agredirnos —comenzó Octaviano sin que su interlocutor dejase de mirar a Musa.
Fraates IV le miró al fin y se acomodó en su trono recuperando en algo la compostura.
—Sois los romanos los que nos habéis atacado en demasiadas ocasiones. Derrotaros y expulsaros era nuestra obligación, César. Pero la guerra no es nuestro fin.
—Yo no soy Craso ni Marco Antonio. Y no creo haber provocado vuestra invasión de Siria y Armenia.
—Siria siempre fue parta y Armenia desde luego no era romana.
—Es necesario establecer una frontera y respetarla.
—En eso estamos de acuerdo —dijo Fraates IV volviendo a apartar la vista de Octaviano para posarla en Musa, que era la única persona de la tienda de mando que iba de aquí para allá en todo momento.
—El río Éufrates —reveló Octaviano—. Tus ejércitos se mantendrán al oeste del río y los míos jamás cruzaran su cauce.
Fraates IV no esperaba una propuesta tan beneficiosa de un hombre con setenta legiones a su disposición y treinta y seis de ellas allí mismo. Lo cierto es que Octaviano podría haber llegado al río Indo sin complicaciones, pero se conformaba con controlar la ribera del Mare Nostrum y sus provincias históricas.
—Es un acuerdo que puedo aceptar, César. ¿Hay algo más? —dijo un cauto rey parto volviendo a la reunión.
—Sí, si hay más. Hay reparaciones de guerra. Has asolado Siria.
—Tan solo me defendí de vuestros ataques, no voy a pagar por defenderme.
—No te he dicho lo que quiero como pago —Octaviano rebajó su tono hasta parecer conciliador—. Quiero que me devuelvas las águilas que arrebatasteis a Craso y a Marco Antonio.
Las águilas eran el símbolo de la legión y del dominio de Roma. Para Fraates IV tan solo eran un estandarte. Les concedía valor porque sabía que su tenencia humillaba a Roma entera.
—Son un bonito adorno para el salón de mi trono que nos recuerdan grandes victorias, pero supongo que podré prescindir de ellas.
—Las enviarás a Roma de inmediato.
—Incluso puedo traerlas a Damasco, pero yo también quiero algo de Roma —dijo Fraates IV mirando fijamente a Musa.
—Es tuya.
—Reflejaremos nuestro acuerdo en un tratado de amistad —dijo el parto levantándose exultante y dirigiéndose hacia su nueva posesión.
—No es amistad. Es un pacto de no agresión y no he terminado. Tendrás que garantizarme que permanecerás al oeste del Éufrates y no me basta con tu palabra.
Fraates IV estaba ya a la altura de Musa y ella podía percibir su denso olor. El rey se detuvo en seco y se giró hacia Octaviano sin llegar a poner un dedo encima de la muchacha.
—¿Qué más?
—Quiero que envíes a Roma a tres de tus hijos como garantía de este pacto. Serán tratados como reyes y educados por los mejores pedagogos. Al cumplir la mayoría de edad te serán devueltos.
—Te enviaré a cinco —dijo Fraates dando por terminadas las negociaciones mientras se retiraba de la estancia con su brazo derecho sobre el hombro de Musa.
La muchacha aceptó de buen grado ser la concubina de un solo hombre, que además podía colmarla de riquezas. A cambio, tan solo tenía que mantener una discreta correspondencia con Roma.
Antes de que acabase el verano en Damasco, el rey parto envió las nueve águilas acompañadas de cinco de sus hijos, entre ellos el ridículo Tiriades, que hasta su fracaso en los acuerdos previos de Damasco, había sido el favorito del rey.
Para sorpresa de los partos y del propio Octaviano, Fraates IV haría a Musa su esposa oficial apenas un año después. La muchacha acabó acostumbrándose al particular olor de su nuevo esposo.
*
Octaviano no regresó a Roma hasta decembris del año 29 a. n. e. cuando contaba treinta y cuatro años. Regresaba con su fiel Agripa y dejaba a Tauro reorganizando las provincias orientales.
El Senado le había concedido un nuevo consulado para el siguiente año, el tercero consecutivo y quinto de su carrera. Además, se le concedían tres triunfos por las victorias de Illyricum, Accio y Alejandría. Poco importó que en Illyricum hubiese caído herido a las primeras de cambio dejando la campaña en manos de Agripa. Que su participación en Accio fuera testimonial, siendo de nuevo Agripa y Tauro los artífices de la imponente victoria. Ni que Alejandría se hubiese tomado sin prácticamente desenvainar los gladium, de hecho, las únicas víctimas de la guerra de Alejandría habían sido Antilo, el hijo de Marco Antonio; Cleopatra, Cesarión y el propio Marco Antonio tras su devotio.
Octaviano accedió a Roma para un primer triunfo en conmemoración de Illyricum, se recreó el inmenso asedio de Mentulum, prestando especial atención a la valentía del amo de Roma antes de caer herido y desfilaron unos pocos miles de prisioneros que después fueron vendidos como esclavos.
En el segundo triunfo, celebrado un día después, se recreó Accio. El bloqueo de la bahía y la aplastante derrota infligida por Agripa con sus rápidas liburnas sobre los pesados quinquerremes de Marco Antonio, así como la humillante huida de este último del campo de batalla. Desfilaron grandes carros con muchos de los espolones de los barcos de los derrotados, que quedaron finalmente expuesto en el foro.
Pero lo mejor se dejó para el final.
El tercer día se celebró el triunfo final sobre Cleopatra, a la que Octaviano tuvo la precaución de declararle la guerra en vez de a Marco Antonio, para evitar un enfrentamiento civil que el Mos Maiorum premiaba tan solo con una ovación.
Hicieron falta cuatrocientos carros tirados por bueyes para dar cabida en Roma los quinientos setenta y seis mil talentos de oro expoliados al tesoro de Karnak. Antes de que un solo gramo de oro entrase la ciudad del Tíber, la moneda ya se había devaluado, el interés de los prestamos cayó dos puntos, los alquileres oficiales bajaron a la mitad, los prostíbulos elevaron el precio de sus servicios al doble y el precio de los alimentos se multiplicó por cinco. Una reacción que ni siquiera Mecenas supo prever, pero que no empañó el desfile triunfal de Octaviano.
Tras el oro, otra cincuentena de carros con obras de arte de Praxíteles, Escopas, Lísipo y Mirón. Vajillas, cerámicas, frisos de los templos, sedas, púrpuras, incluso un obelisco egipcio y en definitiva cualquier objeto de valor que pudiese agradar a Roma, además de jirafas, hipopótamos y rinocerontes que eran vistos por primera vez en la ciudad.
Se había instalado también sobre un inmenso carro una grandiosa maqueta de Alejandría, otra de las pirámides de Menfis y en un tercer carro se mostraba a una Cleopatra representada por una inmensa germana con peluca morena, que llevaba atado con un collar de perro a un esclavo escuálido que representaba a Marco Antonio. Del aquel carro partían sendas cadenas que tiraban de tres niños de entre cuatro y siete años, Alejandro Helios, Cleopatra Selene II y Ptolomeo Filadelfo. El pobre espectáculo entristecía y provocaba el silencio de los romanos a su paso y Octaviano dio rápidamente la orden de sacar a los niños del desfile.
Inmediatamente por delante de César Octaviano, se mostraban a Roma las nueve águilas de las derrotadas legiones de Craso y Marco Antonio, que habían sido devueltas tras el acuerdo de paz con los partos.
César Octaviano Divus filius iba ataviado con una armadura de oro y faldilla de tiras de cuero ribeteadas en púrpura, sobre un carro de plata pulida tirado por dos caballos blancos. Llevaba el rostro pintado de ocre en recuerdo a la figura de Júpiter Óptimo Máximo y un esclavo a su espalda sostenía sobre su cabeza una corona de hojas de laurel de oro y le susurraba continuamente al oído:
—Memento mori.142
Aunque Octaviano estaba cercano al éxtasis divino al ser recibido así en Roma.
Junto a él desfilaban dos niños, ambos de catorce años: el pálido, lacónico y siempre entristecido Tiberio Claudio Nerón, el hijo de Livia; y el jovial y dicharachero Marco Claudio Marcelo, el hijo de Octavia.
Por detrás de todos ellos, desfilaba en un carro dorado tirado por cuatro caballos negros y atuendo militar inmaculado el imponente Agripa. El griterío era ensordecedor al paso de todos ellos, pero al pasar Agripa también se oían suspiros y las más variopintas propuestas sexuales de las mujeres romanas. Por todas era conocido que el apuesto general volvía a estar soltero y era la más preciada presa de todas familias nobles de Roma.
Por último, desfilaban todos los senadores en señal de respeto al triunfador.
La comitiva partía del campo de Marte, rodeaba el Palatino, desfilaba por la vía Sacra en dirección al foro y ascendía hasta el Capitolio para acabar en el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Cuando los primeros carros de oro llegaron a su destino, César Octaviano aún no se había movido del campo de Marte.
Se decretaron tres días festivos y Mecenas organizó los más fastuosos juegos que había conocido la ciudad, repartos de grano gratis, obras de teatro en cada barrio, combates de gladiadores, carreras de cuadrigas, espectáculos con fieras y una naumaquia en el Tíber en la que se recreó fielmente y con naves de tamaño real, la batalla de Accio.
Para la ocasión se dragó primero e inundó después una amplia curva del Tíber al este de la ciudad, y se instalaron gradas portátiles a su alrededor con un imponente palco de maderas nobles en su zona central.
César Octaviano accedió al recinto con toga praetexta y sus habituales alzas para mostrarse ante Roma y fue aplaudido y vitoreado varios minutos antes de poder tomar asiento. Tras él accedió al palco Livia, que levantó igualmente un gran número de aplausos entre las cien mil personas que asistían al espectáculo antes de que ella se sentase junto a su esposo.
Por último, hizo acto de presencia en aquel palco, Octavia. Roma amaba a Octavia. Por su sacrificio por la paz al casarse con el enemigo de su hermano. Por el cuidado abnegado de los hijos propios y extraños, por la obediencia a su paterfamilias, la ausencia de escándalos, el recato y su virtud para estar siempre en su sitio. El graderío estalló en una ensordecedora ovación hacia la hermana de César Octaviano que se prolongó incluso más tiempo del que habían ofrecido a éste y, desde luego fue más ruidosa.
Livia clavó las uñas en sus muslos hasta hacerlos sangrar para contener su ira ante aquella muestra de amor de Roma por su cuñada, mientras mostraba una forzada sonrisa. Cuando Octavia tomó asiento recatadamente detrás de su hermano y su esposa, pudo comenzar el espectáculo.
Como acto culmen a todas las celebraciones, Octavio cerró el templo de Jano en señal de que todo el territorio dominado por Roma se encontraba en paz. Fue la tercera vez que se cerraba aquel templo en toda historia de la ciudad del Tíber.143
Algo más de una semana después de los triunfos, Octaviano comenzó a darse cuenta de la tensión que se vivía entre su esposa Livia y su hermana Octavia.
Livia y César Octaviano llevaban ya once años casados y no habían conseguido tener descendencia propia a pesar de que ambos aportaron al matrimonio hijos de relaciones anteriores. Se daba por hecho que Livia no daría un heredero a Roma y así las cosas, Julia, la hija de Octavio y Escribonia que iba a cumplir doce años, se convertía en la joya de la dinastía Julia-Claudia. Quien se desposase con Julia, sería el heredero de Octavio y tanto Livia como Octavia pugnaban porque sus respectivos primogénitos, Tiberio y Marcelo, ocupasen esa posición.
César Octaviano quería disfrutar de la relativa paz y de una fama que consideraba pasajera, pero cada encuentro con su hermana y su esposa acababa en la misma conversación.
—Hay que pensar en que esta guardería se vaya comprometiendo, Octavio —decía su hermana, mirando a la pequeña pléyade de niños que cuidaba—. Druso y Tonilla se gustan, eso está claro, pronto habrá que vigilarles cuando estén solos. La chica ha sacado la furia de su padre Marco Antonio, y Druso sabe que las labores de gobierno no recaerán sobre él, de modo que es libre. Vipsania, la hija de Agripa, suspira por Antillo, el otro hijo de Marco Antonio, aunque son jóvenes aún. —Octavio apenas asentía despreocupado—. Los hijos varones de Marco Antonio y Cleopatra deberán buscar matrimonios menores y, a ser posible, pobres, para que no se conviertan nunca en una amenaza —continuó Octavia—. La pequeña Cleopatra Selene, que es adorable, podría ser útil para un acuerdo futuro.
—Es adorable porque tiene cuatro años. Una mujer con el genio de Marco Antonio y el humor de Cleopatra… No envidio a su futuro marido.
—Tiberio podría casarse con Marcia, la hija de Fulvia Flaco —deslizó Octavia sutilmente.
—Ella es mayor que él. No sé si Livia querrá.
Octavia lo dejó correr.
—Por último, están Marcelo y Julia. Ambos con sangre del divino Julio César y que deben estar juntos, claro.
Octavio asintió con la cabeza una vez más sin querer reconocer que se había perdido ante los numerosos planes de su hermana.
Sin afirmar ni negar nada, dejaba a su hermana y pasaba a la misma conversación con su esposa, que había incrementado hasta el límite su actividad sexual para buscar un embarazo que no llegaba. Tras cada asalto, volvía a sacar el tema.
—Sin duda Tiberio y Julia se gustan. Deberíamos comprometerles.
—¿Tú crees? —respondía Octavio exhausto e indiferente.
—Druso podría casarse con la pequeña Cleopatra Selene, que es adorable —continuaba Livia mientras imaginaba a sus dos hijos casados con las dos joyas más apetecibles de la guardería de Octavia.
César Octaviano ladeó ligeramente la cabeza y enarcó las cejas dudando de la simpatía futura de la pequeña Cleopatra, pero se mantuvo en silencio.
—Marcia, la hija de Fulvia podría casarse con Marcelo, ¿no crees? Parecen compatibles.
—No sabría decirte.
Octavio intentaba recordar si alguno de los matrimonios que proponía su esposa coincidía con los propuestos por su hermana. Tan solo tenía una cosa clara, ambas mujeres deseaban a Julia como esposa de sus hijos mayores.
En las frecuentes cenas familiares a las que asistían prácticamente como adultos Tiberio y Marcelo, César Octaviano casi tuvo que retirar la cubertería de plata de las inmediaciones de Livia y Octavia por temor a que se agredieran.
Ambas mujeres se habían llevado bien y habían convivido juntas durante años, pero la política matrimonial estaba haciendo insufrible la convivencia.
Todo ello, llevo al amo de Roma a unirse más a su hija Julia y pasar largas tardes a solas con ella.
—Ya casi tienes edad de casarte, Julia, ¿tienes alguna preferencia?
Ambos paseaban por el jardín privado del palacio de Hortensio hasta sentarse en un banco frente a un estanque cuyo rumor les mantenía a salvo de oídos indiscretos.
—Estoy segura de que elegirás lo mejor para mí, tata —decía la chica con una falsa lucidez inculcada por Octavia.
—Pero, ¿hay algún chico que te guste más que el resto?
—Hay alguno… —dijo Julia sonrojándose.
—Puedes decirme cuál, hija mía. —Octaviano sonreía cariñosamente a su hija buscando complicidad.
—Creo que el mismo que todas las mujeres de Roma: Agripa.
Octavio dio un respingo en su asiento y cambió el gesto al imaginar a su hija casada con su amigo íntimo. Su sobresalto inicial dio paso a cierto consuelo y en algún punto de su interior incluso le gustó la idea, pero no era esa la respuesta que estaba buscando.
—Yo pensaba más bien en uno de los miembros de nuestra familia. Alguien con quien asegurar la sangre julia.
—Responderé a mis obligaciones con Roma y con la familia. —De nuevo parecía hablar Octavia por boca de su sobrina.
Octavio suspiró profundamente.
—Sí, sé que lo harás. —Y abandonó la conversación sabiendo que la chica no elegiría a ninguno de los dos candidatos.
*
Roma necesitaba reformas.
La ciudad había quedado prácticamente detenida en el tiempo por cuarenta años de guerras civiles que además, habían esquilmado el tesoro. La entrada del oro de Karnak dio la oportunidad de iniciar importantes obras en la ciudad.
—Debemos reparar la vía Flaminia144 —dijo Mecenas ante César Octaviano, Agripa y Livia— no se ha tocado prácticamente en doscientos años. Hay que reparar, empedrar y rellenar algunos tramos.
—Nombrar a Flaminio me recuerda que llevamos casi veinte años sin hacer un censo —dijo Agripa.
—Cierto. El censo nos dará la posibilidad de ajustar impuestos y conocer las necesidades de la República —confirmó Octaviano—. ¿Te encargarás tú, Agripa?
—Por supuesto, César.
—Debemos crear una guardia urbana. No se puede repetir lo que ocurrió con la rebelión de Marco Lépido. ¿Imagináis lo que hubiera pasado si el Subura no nos hubiese apoyado? Lépido podría ser hoy rey de Roma. Hay que dotar de armas y entrenar hombres para que aseguren la ciudad.
—Podemos coger a veteranos de las legiones —intervino Agripa.
—A eso iba. Tenemos setenta legiones activas y hay que desmovilizar a la mayoría de ellas. Hay que encontrar tierras para que se instalen.
—Tendremos hombres de sobra para la guardia urbana, pero ¿con cuántos hombres quieres quedarte? —preguntó Mecenas.
—Con seis cohortes145 leales será suficiente.
—Me refiero a las legiones —corrigió Mecenas.
—Ah, he estado haciendo cálculos. Si los partos mantienen su pacto y sin enemigos en Oriente. Solo necesitamos guarniciones preventivas, unas dos legiones por provincia. En el norte si nos quedan territorios por pacificar.
—Sin olvidar la Hispania Citerior, cántabros, astures, vascones y gaélicos están revueltos de nuevo —intervino Agripa—. Cayo Antistio envía informes preocupantes.
—Cierto. En total he pensado en mantener veintiséis legiones. Pero prestaran juramento a Roma no a un general. No quiero más guerras civiles.
—Volviendo a las brigadas urbanas —dijo Mecenas, poco interesado en temas militares—, además de la seguridad, deberían ocuparse de sofocar los incendios.
—Gran idea, Mecenas. Agripa, selecciona hombres para ese cuerpo. Mecenas se encargará de las brigadas incendiarias.146
Livia había permanecido callada durante la charla. Quería evitar el enfrentamiento con Agripa, a quien esperaba atraer a su bando en el asunto matrimonial que tanto la preocupaba. Al fin tomó la palabra.
—Estáis renovando Roma sin que Roma os pida nada. Estáis disponiendo del tesoro, evaluando necesidades y proyectando obras que durarán años —Livia hizo un paréntesis y observo una a una las caras de sus acompañantes—. ¿Cómo sabemos que conservaremos el poder para hacer todo esto?
—Los enemigos están… —comenzó a decir Mecenas.
—No hay enemigos y el Senado querrá recuperar su poder y reinstaurar la república —dijo Agripa mirando fijamente a César Octaviano.
—El triunvirato está acabado. Hay un vencedor que ha traído a Roma más riqueza de que la ha tenido en quinientos años y eso precisamente hace que su figura esté en cuestión —añadió Livia.
—Deben declararte dictator vitalicio —dijo Mecenas.
—Marco Antonio abolió la dictadura y con solo nombrar el cargo me crearía enemigos entre las familias más poderosas.
—Necesitamos algo nuevo —opinó Agripa.
—No será rey de Roma. Ya lo intentó mi padre y la plebe no lo consintió.
—En cualquier caso, las reformas no nos vendrán mal. Tomamos el tesoro, es cierto, pero el bien de Roma. Nadie en el Senado podría negarse y además este año eres cónsul —dijo Agripa.
—Así es. El problema vendrá a comienzos del año próximo —observó Livia.
—Tendremos que ser más rápidos —concluyó Octaviano dejando ver en su mirada que ya tramaba algo.
El 28 a. n. e. fue un año de reformas en Roma. Se renovaron, pintaron y cubrieron de mármol de Carrara hasta ochenta y dos templos de la ciudad, se prohibieron las construcciones de viviendas de más de setenta pies147 de altura o siete plantas tras el derrumbe de varias de estas edificaciones, que llegaban a los diez pisos en el Subura.
El agua corriente y el alcantarillado llegaron hasta el último rincón dentro de las murallas de la ciudad y, por mandato expreso de Agripa, fueron expulsados de Roma todos los adivinos, hechiceras, tahúres, oráculos, magos, sanadores, chamanes, quiromantes, cabalistas y astrólogos. Entre ellos un anciano Espurina, del que nunca más se supo. Quedó así prohibida en la ciudad del Tíber toda práctica de videncia ajena al Mos Maiorum o los libros sagrados de Roma.
En septembris, con Roma en obras, sin ciudadanos ociosos y con la reforma del ejército consumada, Mecenas dio a César Octaviano la noticia que llevaba años esperando.
—He encontrado esposa —dijo risueño.
César Octaviano casi se cae de su silla e hizo llamar a Livia para compartir la noticia.
—¿De quién se trata? —dijo Livia, que había propuesto dos docenas de esposas a Mecenas sin que ninguna de ellas fuese del agrado del afeminado amigo de su marido.
—Su nombre es Terencia.
—¿Es noble? —preguntó Octaviano.
—No, ya soy yo noble por los dos.
—Al fin —dijo suspirando Octaviano—. Ya solo nos falta encontrar una nueva esposa a Agripa.
—De matrimonios precisamente quería hablarte… —dijo Livia mirando a su esposo.
La boda se celebró en los idus de octobris con toda la pompa y boato de que era capaz Mecenas. Que no era poca.
Mecenas organizó un banquete con la opulencia de un Ptolomeo y entre las viandas se encontró carne de mono joven, algo que jamás se había visto en Roma, además de inmensas ostras, langostas y erizos mar. Corderos, lechones y una infinidad de golosinas dulces.
Terencia pertenecía a una familia de provincias vagamente emparentada con Cicerón. Era una chiquilla regordeta, de enormes pechos, mejillas sonrosadas, perlo rizado y más bien corta de ideas. Contaba dieciocho años cuando su familia le arregló un matrimonio que la situaba en la más alta esfera social de Roma. Ella sabía de las tendencias homosexuales del que sería su marido, pero desde el primer día lo vio como una ventaja pues, en un principio, le aterraba compartir el lecho.
Para sorpresa de todo el Mare Nostrum, Mecenas regaló una villa en los montes Sabinos a Horacio, su amante habitual, y acomodó fuera de su inmensa villa del monte Vaticano a Virgilio, Propercio, Lucio Varo Rufo, Plocio Tucca, Cayo Valgio Rufo, Domicio Marso y el resto de sus protegidos. Parecía que Mecenas realmente quería llevar a cabo vida marital con Terencia y adaptó su palacio a todos y cada uno de los caprichos de la muchacha, incluyendo una piscina climatizada148, pues Terencia adoraba nadar, pero odiaba el frío.
Como no podía ser de otra forma, apenas fue capaz de consumar su matrimonio y después de muchas peleas, ambos pactaron permitirse una buena colección de amantes y mantener las apariencias en Roma.
Antes de finalizar el año, también tomaría matrimonio Agripa, en su caso con la sobrina de César Octaviano, Claudia Marcela, la mayor de las hijas de Octavia. Una chica feúcha, pero muy del gusto del general por su extrema delgadez. El matrimonio despertó los inmediatos celos de Julia, que ya no ocultaba que estaba profundamente enamorada de Agripa y supuso un tanto a favor de la política matrimonial que defendía Octavia frente a Livia. Marcelo y Tiberio, que contaban ya con quince años, seguían sin ser comprometidos a la espera de que César Octaviano decidiese con quien casaría a su única hija.
*
La sesión inaugural del Senado del año 27 a. n. e. se celebraba coincidiendo con los idus de ianuarius149.
César Octaviano había conseguido pactar con sorprendente facilidad su sexto consulado, aunque esta vez como cónsul inferior. El superior sería Agripa, que accedía así al cargo por tercera vez.
Los novecientos senadores poco o nada tuvieron que objetar a los nombramientos y al conjunto de obras y reformas que se llevaban a cabo en la ciudad y en la república. Se esperaba un corto discurso de toma de posesión de Agripa y que posteriormente el verdadero amo de Roma tomase la palabra para dar las verdaderas líneas maestras de la política aquel año.
Pero no fue así.
Realizadas las ofrendas pertinentes y tras comprobarse en las entrañas de un buey que los augurios eran correctos, César Octaviano tomó la palabra directamente sin que Agripa moviese un músculo.
—Estimados padres conscriptos —comenzó a decir leyendo un discurso escrito en papiro egipcio—, me honráis con mi sexto consulado. Algo que tan solo Cayo Mario, el tercer fundador de Roma había disfrutado antes. Vuelvo a pisar el peldaño más alto de la república y recae de nuevo en mis manos la tarea de glorificar, alimentar y proteger a la república —César Octaviano hizo una pausa para detenerse en las casi novecientas caras que le observaban con una mezcla de atención y devoción. No conocía muchas de ellas—. La República. ¡La República! —bramó—. El gobierno democrático de los más dotados, de los mejores, por libre elección del pueblo a través de este Senado. Y yo me pregunto, padre conscriptos: ¿es una república lo que disfrutamos ahora? —volvió a hacer una teatral pausa buscando reacciones—. Por todos es sabido que hemos tenido grandes amenazas, guerras civiles y ha habido entre nosotros hombres que bien podían haber destruido todo aquello por lo que trabajaron nuestros padres. Roma ha tenido hijos díscolos, bien lo sé. Pero han sido vencidos, enterrados y pronto olvidados. Todo ello hizo necesario que se dotase a algunos hombres, como yo mismo, de poderes especiales y de responsabilidades que exceden lo que nos recomienda el Mos Maiorum y lo que todos entendemos por república. Pero esos días han acabado, padres conscriptos. —Nuevo silencio y caras de expectación entre novecientos senadores que no sabían a los que estaban asistiendo—. Hoy quiero anunciar al Senado de Roma que renuncio a mi cargo de cónsul y que devuelvo a Roma todos los poderes que me fueron conferidos. Roma es una república y no debe ser gobernada por un solo hombre…
César Octaviano no pudo acabar su frase. El griterío en el Senado se hizo ensordecedor y, tal y como él, Livia, Agripa y Mecenas esperaban, la inmensa mayoría de voces estaban en contra de aquella decisión.
Por una parte estaba la mayoría del Senado elegida por el propio Octaviano, que le adoraba y no quería ver comprometidos sus cargos y ventajas. Por otra parte, la débil oposición que, sin Octaviano, temía que hombres menos dotados accediesen al poder y se iniciase otra guerra.
Lo cierto es que el Senado no estaba preparado para aquel anuncio, no lo esperaban y no tenían una propuesta de continuidad que hacer a Octaviano. Octaviano era el presente y era el futuro y nada bueno se podía esperar de su renuncia. Debía permanecer al frente de Roma.
Agripa pidió silencio con las manos mientras Octaviano tomaba asiento en su silla curul de marfil fingiendo sentirse azorado ante aquella reacción. Cuando al fin cesó el griterío, Agripa quiso dar la palabra a alguno de los senadores más insignes que se sentaban en las bancadas más cercanas, pero nadie pidió la palabra.
Al fin, de entre las bancadas intermedias, las primeras con derecho de voz, se levantó un joven senador al que Agripa no fue capaz de reconocer. El general miró a Octaviano que un gesto le indicó que tampoco conocía el nombre del senador. Agripa buscó con la mirada a Mecenas, que asintió levemente con la cabeza y con un ligero encogimiento de hombros dio la palabra al único senador que tomaba la iniciativa.
—Mi nombre es Marco Antistio Labeón, padres conscriptos, muchos no me conoceréis —comenzó a decir mientras todas las cabezas de la curia Julia se volvían hacia él—. Acojo entre el miedo y la más absoluta admiración el anuncio de nuestro líder. Es por ello por lo que debo pedir humildemente a Octaviano que se mantenga como protector de Roma. No sé si el consulado es apto ya para un hombre como Octaviano. Lo que sí sé es que es el primer hombre de Roma, nuestro princeps150, y como tal debe permanecer al frente del gobierno de la república.
Las caras de asentimiento se vieron sucedidas por unos tenues aplausos que rápidamente se convirtieron en una cerrada ovación.
Al cesar, Labeón continuó:
—Octaviano es el más venerable de los hombres de Roma. Todos hemos asistido a su ascenso y hemos sido testigos de su sabiduría. Sin él, solo los dioses saben lo que sería de Roma. Propongo concederle el título de augusto151, el gobierno de la República y el cargo de cónsul durante los diez próximos años, hasta que los ecos de las recientes guerras civiles estén apagados y nuestros enemigos olvidados.
Agripa se acercó a Octaviano para saber si quería permitir la votación, pero éste lo que quería era conocer de dónde había salido aquel Labeón. Finalmente, la votación se produjo y, aunque con algún titubeo por conceder un título solo ostentado por dioses a Octaviano, terminó aprobándose con la unanimidad de la cámara.
El momento de la votación fue aprovechado por Mecenas para informar a Octavio y Agripa:
—Es hijo de Pacobeo Labeón —comenzó a decir, pero fue interrumpido por Octaviano.
—¡Era uno de los asesinos de mi tío! —dijo entre dientes.
—Efectivamente, lo fue y murió por ello en Filipos, pero su hijo no sigue la tendencia de su padre. Permitimos su entrada en el Senado por contentar a la oposición, pero ha ido legislando a nuestro favor todo este tiempo —informó Mecenas.
—¿Esto lo has preparado tú? —inquirió Octaviano mientras veía que los senadores volvían a su sitio y que aquella conversación debía concluir.
—Te aseguro que no —contestó Mecenas—, soy el primer sorprendido, pero la sorpresa ha sido agradable.
Los tres se miraron algo confusos y fue Agripa quien dio por acabado el pequeño cónclave:
—Bien, veamos donde nos lleva esto.
La totalidad de los senadores retomaron sus asientos excepto Labeón, que volvía así a pedir la palabra.
—Quiero hacer otra propuesta a esta sagrada cámara. —Octaviano se tensó en su asiento—. Quisiera proponer, padres conscriptos, que honremos a nuestro princeps, poniendo su nombre al mes en que nació. Propongo que desde el día de hoy, septembris pase a llamarse augustus, en honor de César Augusto.
El Senado al completo se mostró inquieto e inseguro ante lo que suponía una flagrante modificación del Mos Maiorum que solo se le había concedido al divino Julio César en el pasado. Solo se elevaron murmullos confusos que no revelaban la simpatía que llevaba aparejada la propuesta.
Agripa tomó la palabra.
—Un gran honor sin duda, para nuestro princeps, pero quería proponeros una pequeña modificación, Labeón. Dado que César Octaviano ha sucedido en el poder al divino Julio César y que tras las modificaciones del calendario que éste llevó a cabo, seguimos llamando sextilis al que ahora es el octavo mes de año, propongo dar el nombre de augustus a este mes y no a septembris.
La propuesta venía ahora del más estrecho colaborador de Octaviano y no de un desconocido senador con ansias de gloria y medrar en la vida política romana.
Fueron muchos los senadores que quisieron tomar la palabra para subirse al carro y halagar hasta el extremo al princeps. Finalmente, se necesitaron tres días para dar la palabra a todos ellos y terminar aquel vacío debate. Tres días aprovechados por Mecenas para testar cómo recibía la plebe aquellos cambios.
Finalmente, el dieciséis de ianuarius la propuesta fue aprobada por unanimidad por la cámara.
Octaviano entró al Senado con una arriesgada apuesta e inseguro de conseguir sus propósitos, y salió con su poder reforzado y acrecentado, el nombre de un mes en su honor y con el nombre oficial de César Augusto, que le acompañaría ya toda su vida.
Esa misma noche el pequeño consejo de ancianos, acompañados de sus parejas, se reunieron para celebrarlo en el palacio del monte Vaticano de mecenas.
—Hemos salido reforzados —decía Agripa mientras degustaba un estupendo falerno.
—Sí, pero vigila a ese Labeón de cerca —dijo César Augusto.
—Ha hablado en tu favor, ¿qué temes de él? —dijo Mecenas que había sido el valedor de Labeón en el Senado y quería apuntarse el tanto.
—Que su locuacidad, dialéctica y elocuencia, un día hablen en mi contra. Es hijo de un optimate reconocido que hundió su daga en el cuerpo de mi divino padre. No me fio de él.
—Le vigilaré —concedió Mecenas.
—Muy de cerca —apostilló Livia.
—¿Qué sabes de Cornelio Galo? —preguntó César Augusto a Mecenas cambiando de tema.
—Ciertamente nada. No recibo noticias suyas desde… —Lo cierto es que Mecenas no supo dar una fecha concreta. Quedó pensativo y divertido sin saber desde cuando no recibía noticias del poeta y ahora gobernador de Egipto.
—Se ha debido entregar a los placeres de Alejandría —dijo Agripa más divertido que crítico.
—¿Habrá encontrado esposa egipcia? —intervino Marcela.
A César Augusto le recorrió un leve escalofrío al pensar en otro romano dominado por una egipcia, pero descartó rápidamente la idea de Cornelio Galo enfrentándosele.
—De esposas quería hablaros, ¿no creéis que Tiberio debería ir tomando matrimonio por el bien de Roma? —dijo Livia aprovechando el tema introducido por Marcela.
—¡Livia, por favor! —César Augusto estaba verdaderamente cansado de las continuas insinuaciones de su esposa. Livia aprovechaba cualquier circunstancia para sacar el tema.
En esta ocasión ella bajo la mirada ante el silencio del resto de invitados y fue Mecenas quien rompió la tensa situación.
—Debéis probar este caldo que he traído de Gades —dijo refiriéndose a un vino que empezaba a tener cierta fama en Roma.
—¿De Gades? Ya nos inundan con aceite, garum, furcias y banqueros, ¿también hacen vino ahora? —preguntó divertido César Augusto dando la espalda totalmente a Livia en su camilla.
Aquella noche el amo de Roma dejó que se nublasen sus sentidos por el alcohol ante lo distendido de la velada y la apacible situación en Roma. Antes de que acabase la noche César Augusto estaba metiendo la cabeza entre los pechos de Terencia ante la halagada mirada de esta, la indiferencia de Mecenas y el pavor de Livia, cuyos pequeños pechos eran el punto menos destacado de su espectacular belleza. Fuese como castigo por la insistencia matrimonial o por verdadera apetencia, fue la primera vez Livia vio a su marido fijarse en otra mujer. Y sin el más mínimo recato por estar ella presente.
César Augusto necesitó varios días para recuperarse de la velada y varias semanas para recuperar la cordial relación con Livia. La esposa del amo de Roma concedió cierto espacio a su marido, y además de la distancia emocional, se repitieron sus ausencias en el palacio de Hortensio. César Augusto agradeció el gesto, pero ese espacio fue inmediatamente ocupado por Octavia que, aunque más sutil, perseguía idénticos fines matrimoniales.
*
Con la llegada de la primavera, Julia y el resto de la guardería de Octavia, recibía clases con su pedagogo en el jardín del palacio mientras César Augusto observaba con cariño a su hija con el que una vez también había sido su propio pedagogo, Marco Porcio Catón.152 Julia llevaba la educación de un hombre en lo que a filosofía, historia, mitología, griego, declamación y política se refiere. Después, cuando los chicos iban a entrenarse físicamente y con sus espadas de madera, ella se ejercitaba en la rueca y distintas labores domésticas.
—Se está convirtiendo en la chica muy bella —dijo Octavia sorprendiendo a su hermano desde detrás.
—La belleza de una mujer en Roma tiene dos destinos, el altar o el lupanar —dijo César Augusto mientras hacía a su hermana adelantarse hasta su posición.
—Y tu hija sin duda será una gran esposa.
—Octavia, no empecemos.
—Lo que debemos hacer es acabar. Tienes que tomar una decisión y acabar con esto.
—No veo a Tiberio, Marcelo ni Julia tan ansiosos por casarse como lo están sus madres. Son niños.
—Recuerdo a un joven poco mayor que ellos que se hizo con el poder en Roma.
—Yo tenía dieciocho años y mi primer matrimonio fue una farsa desastrosa para Roma —dijo César Augusto rememorando su boda con Claudia Pulcra, la hija de Fulvia Flaco, cuyo divorcio terminó provocando una guerra.
—Los chicos han cumplido los dieciséis y Julia trece. Ha empezado a sangrar, ya es una mujer.
La conversación se vio interrumpida por el esclavo Emilio Paulo, que anunciaba la presencia de Agripa en el palacio de Hortensio.
—César, debo partir a la Galia Transalpina. Las tribus de Britania han roto el tratado de paz que firmaron con tu divino padre, han cruzado el estrecho y están saqueando la costa del mar infinito153.
César Augusto se quedó mirando alternativamente a su más fiel colaborador y general y a su hermana, tras unos instantes dijo:
—No, iré yo. Y Tiberio y Marcelo vendrán conmigo como legados.
«Era la ocasión de probar a los dos jóvenes —pensaba Octavio—, una expedición para ver si de verdad había una guerra en ciernes o solo había que sofocar alguna trifulca por un trozo de tierra mal medido. Tiberio y Marcelo podrían alejarse de sus madres, pedagogos y sirvientes. Dormir en tiendas, en campamentos improvisados, sufrir las inclemencias de Kairós154 y ser obligados a tomar decisiones.»
En el mes de julio del año 27 a. n. e. Agripa quedó al mando de Roma como cónsul inferior. Permanecía ocupado en la culminación de múltiples obras civiles, y particularmente concentrado en desecar el pequeño lago ubicado en el campo de Marte para construir sobre él un templo dedicado a todos los dioses155. Por su parte, César Augusto partía con un pequeño destacamento de seiscientos pretorianos y la intención de ponerse al frente de una posible campaña hostil en Britania. De producirse la guerra se usarían las dos legiones acantonadas en la Galia Transalpina.
César Augusto organizó un cómodo viaje en carroza en la que podía seguir atendiendo los asuntos de Roma, leyendo sus interminables cartas y mantener largas conversaciones son sus dos posibles herederos. Augusto quería conocer a fondo a los chicos antes de decantarse por uno de ellos para casarlo con Julia.
A su llegada a la Galia Transalpina, Augusto había descubierto que le aburría profundamente el lacónico Tiberio y que Marcelo podría tener algo más de sesera para la política, por lo que aquellas charlas se acabaron y los chicos comenzaron a viajar solos. Mientras, César Augusto seguía concentrado en sus cartas, entre las que seguía echando en falta noticias de Cornelio Galo.
El gobernador de la Galia Transalpina era Lucio Emilio, un militar mediocre aunque de brillante oratoria, que formaba parte de los pocos miembros de la familia de Lépido que no habían caído en desgracia tras la traición del padre y la rebelión del hijo. Augusto le había nombrado gobernador en un gesto de magnanimidad destinado a convencer al Senado de que las viejas rencillas estaban enterradas. Bien pudo haber levantado el destierro a Lépido, que seguía siendo pontífice máximo de Roma sin poder acercarse a mil millas de distancia de la ciudad. Pero prefirió dejar al extriunviro lejos y ganarse un aliado en Roma.
Lucio Emilio sabía cuál era su sitio y el frágil equilibrio que sostenía su nombramiento, por lo que mantenía la provincia de forma eficiente, enviaba los tributos requeridos a Roma regularmente y no osó levantar un arma contra las tribus británicas sin informar a César Augusto y mientras el templo de Jano estuviese cerrado.
En opinión de Augusto, estuvo acertado.
Para cuando llegaron al punto más septentrional de la provincia, allí donde en un día claro podrían verse a simple vista las tierras de Britania, sus tribus se habían retirado habiendo saqueado apenas un puñado de poblados menores. Augusto recompensó a sus habitantes por los daños sufridos y se dispuso a poner a prueba a sus dos pupilos en presencia de Lucio Emilio.
—¿Qué hacer? —les preguntó a ambos en el praetorium con toda la solemnidad posible—. ¿Cruzamos el estrecho y les devolvemos la afrenta en nuestra propia operación de castigo o lo dejamos pasar?
—Cruzamos, sin duda —comenzó a decir Tiberio con aires de superioridad—. Atentar contra un poblado en territorio romano aunque esté habitado por barbaros, es atentar contra Roma y debemos darle respuesta.
—¿Eres consciente de los problemas que traería consigo?
—No son problemas. Tenemos barcos en Aquitania156 y dos legiones aquí mismo. Daremos a esas tribus lo que merecen.
—¿Tu qué opinas, Marcelo?
—Es embarcar tropas y desplazarlas a un territorio que no nos reportará beneficios. Ya fue explorado por el divino Julio César y poco podemos esperar de Britania.
—Lucio Emilio, tú conoces la zona. ¿Qué propones?
—Estoy con el chico —dijo mirando a Marcelo—, poco podemos esperar de Britania y supondría iniciar otra guerra.
—La guerra la han iniciado ellos y debemos contestar —intervino Tiberio sacando algo de temperamento de algún lugar de su triste figura.
—No será una guerra mientras el templo de Jano este cerrado, ¿verdad César?
—Así es, Marcelo. Y que el templo este cerrado es algo que agrada a Roma más que una expedición de castigo e incierto saqueo.
—Al menos nos devolverían lo que es nuestro —insistió con menos garbo Tiberio.
—No, nos lo devolverían. No pueden devolvernos a los muertos, ni el virgo de las muchachas, ni la honra de las mujeres. Los alimentos estarán consumidos y por lo que sé de la zona, pocos objetos de valor han podido llevarse.
—Más bien ninguno —dijo Lucio Emilio.
—Bien. Reforzaremos las defensas en este estrecho, cosa que ya deberías haber hecho, Lucio y enviaremos a alguien para alcanzar un acuerdo que garantice la paz. Sitúa aquí cuatro cohortes en un campamento bien pertrechado.
Las tribus de Britania esperaban una invasión romana en masa y las costas estaban desiertas. Toda la población se había desplazado a los bosques del interior donde podían hacer más daño a las legiones que en campo abierto. El enviado de César Augusto tardó un mes en regresar con una disculpa de las tribus y asegurando haber presenciado cómo los guerreros que habían tocado tierra en la Galia habían sido ajusticiados ante sus ojos. Britania imploraba la paz y firmaría cualquier tratado con tal de mantener a los romanos fuera de sus tierras.
César Augusto sabía que en algún momento tendría que ocuparse seriamente de Britania, pero por el momento se conformaba con la lección que habían aprendido sus pupilos. Además, había tomado una decisión y se mostraba dispuesto a volver a Roma para llevarla a cabo. Pero aún se encontraba en la Galia cuando en septembris llegaron preocupantes noticias de la Hispania Citerior.
Cántabros y Astures habían reducido un campamento romano a cenizas, aniquilando por completo a una legión.
Augusto envió a Marcelo a Roma con sendas cartas idénticas para Octavia y Livia. Ordenaba la inmediata boda de Marcelo con Julia, aun sin su presencia. Dado que no quería soportar los reproches de Livia ante su decisión, se dirigió a Hispania para encargarse personalmente del nuevo conflicto y se llevó consigo a Tiberio como legado.
Escribió también a Mecenas, interesándose por el ánimo del Senado ante una corta campaña en Hispania y, una vez más, por las circunstancias que rodeaban el silencio de Cornelio Galo en Egipto. Del mismo modo, escribió a Agripa para ponerlo al tanto del enlace de Marcelo e informarle de que debía abrir las puertas del templo de Jano. Roma volvía a estar en guerra.
Augusto llegó a Tarraco157 en los últimos días de decembris del año 27 a. n. e. acompañado por Lucio Emilio y una de las legiones de la Galia Transalpina. En la ciudad le esperaba Cayo Antistio Veto, el gobernador de la Citerior que se encontraba en proceso de reclutar y adiestrar una nueva legión.
Augusto no quería las excusas de Veto ante su gestión, sino un informe completo de lo que estaba sucediendo en la provincia que no acababa nunca de pacificarse.
Hispania fue uno de los primeros territorios que invadió Roma. En torno al año 300 a. n. e. era un conglomerado de tribus de pequeño tamaño, pero muy belicosas que ya pusieron en serios aprietos a Asdrúbal y a Aníbal. Los cartagineses nunca terminaron de pacificar la región y cuando fueron vencidos y sustituidos por Roma, aquellas tribus volvieron a aliarse para luchar contra un nuevo invasor.
La provincia había vivido cortos periodos de paz seguidos de importantes rebeliones comandadas por líderes locales como Viriato o exiliados como Sertorio. Finalmente, el sur fue pacificado por Julio César y se hizo la vista gorda con la región más al norte de la península. Un conjunto de valles de difícil acceso y peor climatología, habitados por tribus en eterno conflicto entre sí y que solo se ponían de acuerdo para luchar contra Roma.
—Normalmente, hemos conseguido pacificarlas con algunas incursiones de castigo y algún que otro tratado. Nos entregan los tributos con desgana, a destiempo y suelen ser escasos. Pero veníamos manteniendo la paz —explicóVeto a sus interlocutores.
—¿Y qué ha cambiado ahora? —intervino Tiberio
Veto lanzó un suspiro mientras bajaba la mirada para no cruzarla con las de Augusto, Lucio Emilio y Tiberio y dijo:
—Corocutta.
*
Hacia el año 50 a. n. e. las diferentes tribus gaélicas, astures, vasconas y cántabras estaban en continua guerra entre ellas.
Se fraguaban débiles alianzas entre líderes con escasos apoyos, que eran inmediatamente rotas con cualquier excusa y se volvía a las hostilidades.
En realidad cada una aquellas tribus estaba formado por un heterogéneo conglomerado de clanes y familias ganaderas, en muchos casos nómadas, que solo tenían en común entre si su vasto territorio, el desinterés por esperar a que la tierra ofreciese alimentos, el amor por la guerra y el odio a Roma.
Los dos clanes más poderosos eran los avariginos y los blendios. Ambos iban consiguiendo una preeminencia en la zona cántabra sobre el resto de clanes, concanos, coniscos, orgenomescos, plentusios, tamáricos y vadinienses.
Se vivía una tensa calma después de que el hijo del jefe del clan de los blendios, Malsaces, sedujera y tomará por esposa a la hija del jefe del clan de los avariginos, una tal Farla.
En cuanto la muchacha quedó embarazada, los avarigios aceptaron la unión y los blendios expulsaron a Malsaces de su clan, haciendo que su hermano Narsaces se convirtiese en heredero.
De aquella unión nació un único hijo, al que llamaron Corocutta.
Cuando el crío aún tenía cuatro años, su aldea fue asaltada por los vaqueos, otro clan que se situaba más al este del territorio. Corocutta logró esconderse del asalto y fue el único superviviente de la masacre.
Los Tamáricos, habituales aliados de los avarigios encontraron al muchacho entre las ruinas humeantes de los que había sido su casa. Lo lavaron, lo alimentaron, lo cuidaron y en definitiva le salvaron la vida. Pero ante el riego que suponía ser acusados del secuestro del crio, acabaron entregándolo a su tío Narsaces, que agradeció el gesto a los avarigios y adopto a Corocutta como su hijo.
Cuando el joven cumplió los quince años, era el símbolo de la unión entre avarigios y blendios y tenía una deuda de gratitud con los tamáricos. Estos últimos fueron atacados por los vaqueos y Corocutta se unió a ellos para pagar su deuda.
Al enfrentamiento se unieron otras dos tribus que venían siendo hostigadas por los vaqueos, los vetones y los guigurros, ambos clanes del sur. Durante la batalla, Corocutta logró salvar la vida in extremis del líder de los vetones, y estos le juraron lealtad eterna por su acto.
Cuando cumplió diecisiete años tenía la seguridad de poder atravesar aquellas tierras sin ser atacado por los diferentes clanes. Aquel fue un año funesto con la cría de ganado y los clanes fueron incapaces de pagar los tributos exigidos por Roma, que organizó una dura incursión de castigo. Aquella corta, pero cruel campaña fue la semilla que terminó de germinar cuatro años después cuando Corocutta viajo al oeste hasta las tierras de los gaélicos, donde contrajo matrimonio con la bella Áfates, hija de un líder local.
En su camino de vuelta a las tierras cántabras, se encontraron con una patrulla romana que detuvo a Corocutta y violo a Áfates hasta la muerte a pesar de estar embarazada.
El joven cántabro denunció el hecho ante prefecto del campamento romano, que apenas castigó con una reprimenda a los autores del crimen.
Los romanos habían llevado al límite al único hombre que podía unir a todos los clanes bajo una misma enseña.
Corocutta reunió a los líderes de los clanes y, no sin varias trifulcas y algún asesinato nocturno de por medio, consiguió unir a buena parte de las tribus locales para iniciar la primera campaña seria contra Roma en tres generaciones. Creó una bandera de fondo dorado con una corona de laurel púrpura que sangraba al ser cortada por una espada corta y unió a setenta mil hombres tras ella.
A la edad de veinticuatro años, Corocutta era un hombre de más de seis pies de alto, torneada musculatura y una trenza negra como la endrina que le llegaba a las nalgas. Tenía una poblada barba y unos profundos ojos negros que oscurecía aún más con los restos de las brasas y que auspiciaban odio, rencor, inteligencia y furia.
Astures y cántabros habían servido en el pasado como mercenarios para Roma en distintas campañas, principalmente en la guerra de las Galias, pero también en otras. Como consecuencia, aquellos hombres curtidos en la guerra e inmejorables conocedores del terreno que pisaban, dominaban a la perfección las técnicas de combate de los que ahora, eran sus enemigos.
Antes de la llegada de Augusto a Tarraco, Corocutta y su lugarteniente, el astur Gausón, decidieron dar una lección a los romanos atacando el campamento de Sasamón.158 Los arqueros de Corocutta eliminaron a todos los guardias romanos aprovechando la oscuridad de la noche y untaron con brea las empalizadas defensivas del campamento romano. Les prendieron fuego y esperaron plácidamente a que los romanos saliesen en desbandada, sorprendidos y desorganizados. Aniquilaron a la legión hasta el último hombre y Corocutta dejó el águila de la legión clavada en el centro de una montaña de cadáveres a merced de los buitres.
Aquella victoria, además de suponer una brutal declaración de guerra, tuvo dos consecuencias: los Vaqueos, hasta ahora enemigos irreconciliables de cántabros y Astures, decidieron unieron a la rebelión de Corocutta y César Augusto, el amo de Roma, decidió desplazarse a Hispania para dirigir personalmente aquella guerra.
—¿Tenemos algún aliado sobre el terreno? —preguntaba Augusto a un Veto que parecía complacido con la perspectiva de iniciar una guerra.
—Nos apoyan los pésicos, son astures del norte.
—¿Sólo? —dijo Tiberio.
—Es el único clan que se ha quedado al margen de la rebelión.
—Y pronto nos traicionaran también, supongo —dijo Lucio Emilio.
—No, no lo creo —respondió un Veto incómodo.
—Explícate —pidió Augusto.
—Son los menos belicosos de la zona y… —comenzó a decir Veto titubeante—, he hecho a la hija de su líder mi amante desde hace dos años.
—Fantástico. Nuestra única alianza parte de la entrepierna del torpe gobernador que nos ha traído aquí —dijo Tiberio.
Veto fijó su mirada en las manchas de humedad de la pared del fondo esperando que Augusto sancionase aquella conversación.
—Bien —dijo el amo de Roma—, de momento nos servirán de guías en territorio hostil. Seguro que Veto les ha hecho saber lo que les conviene.
Veto consiguió relajarse y olvido la sensación que tenía de que iba a defecarse encima.
Augusto diseñó un avance a través de territorio hostil con tres frentes. Al norte iría Lucio Emilio con la legión veterana que había quedado en la Hispania Citerior. En el centro marcharía Veto con la legión bisoña recién reclutada y al sur partiría el propio Augusto con la legión veterana de la Galia Transalpina que habían traído con ellos. El destino final de las tres columnas sería Portus Victoriae.159 Con este triple avance en paralelo, Augusto esperaba asegurarse de abarcar más terreno e ir empujando a los enemigos hacia el oeste. Además, en caso de que una las legiones fuese atacada, las otras dos podrían acudir en su auxilio con la relativa rapidez.
En martius del año 26 a. n. e. comenzó aquel lento, pero seguro avance hacia el oeste. Se produjeron varias escaramuzas menores, pero, tal y como Augusto había planeado, las fuerzas rebeldes se fueron retirando evitando el combate cuerpo a cuerpo.
Las tres legiones avanzaban trabajosamente con un frente de veinte legionarios de ancho, transitando senderos por los que difícilmente se podían cruzar dos hombres. Había que despejar el terreno de vegetación, buscar rutas practicables y montar un campamento fuertemente fortificado cada noche, por lo que el avance a duras penas llegaba a las ocho millas diarias.
En los primeros días de aprilis, al medio día y bajo una intensa lluvia, la Quinta Alaudae, la legión que comandaba el propio Augusto, recibió el primer ataque serio. El enemigo atacó transversalmente desde el flanco sur y en un primer recuento de los exploradores, parecían superar a los romanos dos a uno. La legión formó con toda rapidez en testudo, y se dedicó a defenderse mientras desde el norte acudía en su auxilio la Vigésima Valeria, la bisoña legión comandada por Veto.
Los rebeldes atacaban con arcos, lanzas y hondas sin exponerse demasiado y causando casi ninguna baja entre los romanos, pues sus proyectiles se estrellaban contra los escudos sin mayores daños. Casi una hora necesito Veto para llegar hasta la posición de Augusto. Una vez juntas y posicionadas las dos legiones, Augusto ordenó avanzar hacia sus enemigos, que iniciaron una rápida huida internándose en los bosques seguidos por los romanos, que arrojaban sus pilum con bastante más acierto que sus enemigos. Tras una hora de persecución hacia el sur, Augusto ordenó detenerse a sus tropas y solo entonces pudieron oír en la lejanía, las cornetas de Lucio Emilio pidiendo auxilio.
Corocutta había diseñado un ataque a Augusto que no era más que un ardid. Cuando tuvo confirmación de que Veto se dirigía al sur a marchas forzadas para auxiliar a su líder, lanzó a cuarenta mil hombres contra la Cuarta Macedónica que comandaba Lucio Emilio. Los rebeldes superaban a los romanos ocho a uno y no tenían pertrechos que proteger. Gaélicos, vaqueos, astures y cántabros cayeron por los cuatro flancos de la columna romana, impidiendo a su caballería maniobrar o salir a pedir ayuda. Los romanos intentaron maniobrar para replegarse y formar testudos, pero la estrechez del terreno y la profusión de enemigos les impedían un movimiento mil veces ensayado durante la instrucción.
Los rebeldes luchaban ordenadamente, dándose relevos en el frente de batalla y combinando la lucha cuerpo a cuerpo de primera línea con acertados arqueros y honderos que colocaban sus proyectiles en el centro de formación romana. Poco a poco fueron causando bajas y haciendo desaparecer escudos de los centros de las formaciones. Concentraron su fuego en esos huecos y consiguieron ampliarlos más aún. Pronto no hubo retaguardia romana y la primera línea, cansada y sabiéndose derrotada, arrojó sus armas al suelo en señal de rendición. Pero Corocutta no hacía prisioneros.
Ordenó a sus hombres seguir atacando aún con el enemigo desarmado hasta su aniquilación total.
Augusto y Veto acudían a marchas forzadas y sabiéndose engañados en auxilio de Lucio Emilio. Cuando aún les quedaban varios estadios para llegar y la vegetación les impedía ver lo que tenían delante, las dos legiones podían observar una treintena de buitres volando en círculos por delante de ellos. A su llegada, las hostilidades habían acabado.
Encontraron varios miles de cuerpos abandonados y desperdigados por el valle. Todos habían sido despojados de sus armas y se podía oír algún gemido de los pocos heridos que continuaban vivos. En el centro de aquel mar de cadáveres, estaba clavada al suelo el águila de la legión con el cadáver descabezado de Lucio Emilio atado a ella.
La cabeza del gobernador nunca fue encontrada.
*
Roma. Februarius de año 26 a. n. e.
Marcelo no había sido precisamente diligente para dirigirse a Roma. Sabedor de su condición de heredero, se había detenido en Portus Julia, Lucca, Ancona, Ariminum160 y Placentia. En todas las ciudades reveló su condición de heredero y se dejó adular.
Para cuando llegó a Roma, la noticia se le había adelantado y encontró a Octavia exultante y radiante de felicidad, y a Livia sumida en una depresión nerviosa que no se esforzaba por disimular. Las dos mujeres, amigas antaño, apenas se dirigían la palabra ahora y Roma acogió con alivio la elección de Marcelo, pues temía que Tiberio fuese de la rama Nerón y no de los eficientes y diligentes Claudios.
Marcelo había cumplido los diecisiete años frente a las costas de Britania y era un joven bien proporcionado, jovial y ciertamente guapo. Tenía el pelo rizado y negro y ojos grises llenos de vida.
Octavia se lo comió a besos antes de dejarle decir palabra.
—¿Cómo fue la elección? —le preguntó una vez a solas.
—No lo sé, madre. Viajamos juntos, conversamos, llegamos a las costas de la Transalpina y seguimos conversando. No sé qué le hizo decidir.
—Me alegra que estés aquí.
—A mí no. Preferiría estar ayudando en Hispania. Es evidente que me queda mucho por aprender de la guerra.
—Aquí tienes a Agripa, él podrá ayudarte. Pero olvida la guerra ahora. Tienes que desposar a Julia inmediatamente.
—¿Cómo esta Livia?
—Rancia y amargada.
Lo cierto era que aquellos jóvenes se habían criado juntos desde niños. Marcelo apreciaba a Livia, a Vipsania, se llevaba muy bien con Druso y jamás había mirado a su prima Julia como una esposa. Era más bien una compañera de juegos.
Julia acababa de cumplir catorce años, era una joven esbelta, aún sin demasiadas formas, rubia como su padre y con los ojos claros de su madre.
Ambos recibieron aquel matrimonio como una obligación más que como un regalo, pero acataron las órdenes e hicieron lo que se esperaba de ellos ante la felicidad de Octavia y la ausencia de Livia.
Mecenas organizó la ceremonia y Agripa vigiló de cerca a Livia para que no hubiese injerencias. El enlace se celebró en los idus de aprilis y el Senado decretó tres días de fiesta oficial para que toda Roma pudiese participar de la ceremonia y sus posteriores festejos.
Cuando llegó la noche de bodas, los contrayentes, con una inmensa confianza antes, pero que apenas se habían hablado desde la llegada de Marcelo a Roma, casi no se atrevían a acercarse el uno al otro.
Julia se introdujo en el lecho temblando y Marcelo comenzó a desnudarla con delicadeza. Apagó las velas que iluminaban la estancia para que se sintiera más cómoda y cuando sus pupilas se acostumbraron a la deficiente luz de luna que entraba por la única ventana de la estancia, vio tal cara de pánico en su prima, que volvió a vestirla con cuidado y no consumó el matrimonio.
*
Carta de Cayo Cilnio Mecenas a César Augusto.
Roma,
1 de maius de año 727 ad urbe condita.161
Querido César Augusto:
Tal y como ordenaste, los chicos ya están casados.
Mucho me temo que el matrimonio no ha sido consumado aún debido a la juventud de tu hija y a las continuas distracciones de Marcelo con esclavas, sirvientas y otras mozas romanas. El chico tiene éxito y parece que no llega a casa muy necesitado. Al menos eso cuenta tu hermana Octavia, con quien Julia se confiesa en ocasiones.
Julia es joven. Tendrán tiempo de comportarse como esposos dentro y fuera del lecho.
En el Senado debatimos durante días tu propuesta para modificar los mandatos en las provincias, como me indicaste. Creo que los senadores creerán que han tomado ellos las decisiones después de tanto debate. Lo cierto es que les convencí de la falta de cónsules para gobernar las trece provincias en calidad de procónsules, de modo que ahora cualquier hombre puede ser nombrado procónsul en una provincia sin haber sido cónsul primero. Igualmente se han aprobado tus indicaciones de que deberán declarar sus bienes al Senado antes de partir a su provincia y cualquier incremento ilícito en dichos bienes será sancionado.
Por último, quedó también aprobada la propuesta para que cada procónsul disfrute de un salario oficial en función de la provincia y éste sea la única contraprestación al cargo. Como bien dices, este es el camino para acabar con el expolio que nuestros procónsules perpetraban en las provincias. ¿Recuerdas las palabras de Cayo Verres?: «Un procónsul necesita gobernar una provincia tres años. Uno para enriquecerse, uno para sobornar a los jueces y no ser encausado por expoliar la provincia y otro para pagar la multa si finalmente se va a juicio.» Esto se ha acabado.
Agripa ha decidido construir Roma de nuevo.
Son innumerables las obras que ha iniciado, e igual reforma entera una vía, que le veo saliendo de la cloaca máxima cubiertos de pies a cabeza por las inmundicias de Roma. Lo cierto es que los tributos llegan con fluidez y el tesoro puede permitirse estas obras. La única provincia de la que no recibimos impuestos precisamente es en la que te encuentras ahora, pero su causa la conocerás tú mejor que yo.
Como seguro imaginarás ahora no tienes una esposa, tienes una Hidra de Lerna162. Livia ha pasado de la depresión a la calma, pero jura venganza y no se oculta al proferir amenazas contra ti. Druso la cuida e intenta contener su ira y sobre todo que no la verbalice en público. Hablando de Druso, creo que ha desflorado a Antonia.
Desconozco si esto estaba en los planes matrimoniales de alguna de las dos mujeres del palacio de Hortensio, pero el chico va a pedirte su mano en cuanto pongas un pie en Roma. Espero que el vientre de Antonia no te dé la noticia antes que él.
Por último, debo decirte que finalmente recibimos noticias de Cornelio Galo en Egipto. Ya te digo que no van a gustarte.
Galo no ha estado haciendo exactamente lo que le ordenaste hacer y nos han llegado noticias de una serie de empresas y aventuras alejadas de sus obligaciones como procónsul.
Ha sido llamado a Roma para ser juzgado por el Senado por traición. Esperamos tus indicaciones para saber qué veredicto debe recibir, pero paso a relatarte los hechos:
[…]
CAYO CILNIO MECENAS
Senador de Roma
*
Alejandría.
Iunius del año 29 a. n. e.
Tras la marcha de Octaviano de Alejandría, Cornelio Galo había dedicado en torno a tres días a su principal función: buscar de cadáver de Cleopatra. El gobernador, pronto se dejó seducir por los placeres de la ciudad y por una corte que le acogió como al mismísimo Alejandro Magno.
Poco importaba a Alejandría ser gobernada por un romano, un griego, un egipcio o un asno, si el dinero no dejaba de fluir.
El Egipto del Nilo era diferente, y Cornelio Galo pronto descubrió que le era bastante más hostil. Octaviano había robado el tesoro del faraón, expoliado los templos y asesinado a sacerdotes. Y eso era lo único que no podía consentir la religiosa sociedad egipcia que habitaba el Nilo ajeno a Alejandría (para los alejandrinos, su único dios era el dinero).
El nuevo gobernador había quedado al mando de cinco legiones, las cuatro que se rindieron en Leptis Magna y la nueva Décima, aún sin sobrenombre. Cornelio Galo les alojó en un rudimentario campamento a las afueras de la ciudad y junto al margen del Nilo, que con la llegada de la crecida se convirtió en un lodazal. Los hombres se vieron obligado a trasladar el campamento al interior del desierto sin que Galo se preocupase lo más mínimo por ellos.
Cuando las quejas de los hombres llegaron a oídos del gobernador, lo achacó a ociosidad de las legiones se decidió a acometer una de las tareas que tenía pendientes: tomar Tebas, que había cerrado sus puertas a Octaviano.
Cornelio Galo se vio obligado a abandonar su vida de ocio y fiestas en Alejandría y se dispuso a cruzar el desierto hacia el sur en pleno mes de julio y con temperaturas de cincuenta grados.
A su llegada a Tebas había perdido quinientos hombres por el calor y la práctica totalidad de los legionarios estaban deshidratados y con fuertes diarreas.
El acantonamiento que suponía aquel asedio y los mosquitos hicieron el resto. Galo perdió dos legiones sin ni siquiera entrar en batalla, si bien es cierto que buena parte de aquellos hombres desertaron ante la incompetencia de su general.
Tebas cayó en septembris y cuando los legionarios supervivientes, iracundos y furiosos, fueron a asolarla, se mostró el Cornelio Galo poeta y prohibió cualquier daño a la ciudad por su inigualable belleza.
Con las legiones a punto de revelarse, volvió a Alejandría, y temiendo que de nuevo la ociosidad le trajese problemas, ordenó a aquellos legionarios rebajar dos pies la totalidad del cauce del Nilo entre Tebas y Memphis para mejorar y ampliar la irrigación que la crecida producía en la zona.
Aquello amplió las zonas cultivables en varios estadios, pero causó la inundación de la práctica totalidad de las aldeas de los márgenes del Nilo, por lo que, además de las protestas de los legionarios, se encontró con los habitantes de la provincia sin un lugar seguro donde vivir. Estos emigraron en masa a Alejandría y con ello, Cornelio Galo consiguió ponerse en contra a los habitantes históricos de la ciudad, los únicos egipcios a los que no había enfadado aún.
Dejaron de tratarle como a un Ptolomeo y se acabaron las fiestas y la diversión, por lo que Cornelio Galo dejó al mando de la ciudad y de la provincia a su primo Elio Galo, y se marchó al mar Rojo para embarcarse en una aventura que planeaba desde hacía tiempo.
La práctica totalidad de la República pensaba que las tierras al sur del Mare Nostrum eran en realidad una isla que no se prolongaba mucho más allá del desierto Nubio y las fuentes del Nilo.
Cornelio Galo partió de As-Suwais163 a final de año, a bordo de veintidós embarcaciones preparadas para el mar abierto y dotadas con mil doscientos hombres. La intención era navegar al sur unas semanas, virar después al oeste y tras unos pocos meses terminar encontrando el estrecho de Gades. Galo pensaba hacer navegación de cabotaje sin adentrarse en exceso en el mar infinito y trazar los primeros mapas de la zona.
Iba algo escaso de agua y alimentos, pero pensaba ir consiguiendo suministros por la costa. También embarcaba bastante escaso del respeto de sus hombres.
Aquella expedición tuvo una placida navegación durante dos semanas hasta llegar a un estrecho al sur de Nubia, que Cornelio Galo identificó con el reino de Punt,164 el reino más al sur del que hablaban los libros antiguos.
Los romanos mostraron una actitud meramente exploratoria y, aunque con cierta hostilidad de los lugareños, consiguieron reabastecerse y continuar camino. En Punt fueron avisados de que les costaría encontrar agua dulce en las siguientes semanas de navegación, por lo que Cornelio Galo hizo especial acopio de esta.
Para su sorpresa, la orografía le hizo virar al este en vez de al oeste como él esperaba y al menos durante una semana siguieron esta dirección con un suave viento a favor.
Poco después viraron al fin hacia el sureste, lo que Cornelio Galo identificó como el principio del retorno a casa. Tras tres semanas de navegación y casi sin agua a bordo salió de su error tras sofocar un motín en varios de los barcos y dar con la desembocadura del río que los autóctonos llamaban Jubba. Allí Cornelio Galo desembarcó buscando víveres y se adentró en el territorio y halló una tierra yerma y poblada por jirafas, guepardos, leones, leopardos, hienas, búfalos, hipopótamos, cocodrilos, órices, gacelas, camellos, avestruces, chacales y asnos salvajes. Cazaron lo que pudieron y fueron cazados. Al volver a la costa descubrió que había perdido la mitad de su flota. Los hombres habían desertado y habían vuelto al norte.
En esta ocasión llenó sus bodegas con cualquier recipiente contenedor de agua y siguió navegando al sur. Encontró otros tres ríos en los que abastecerse antes de virar de nuevo al este justo a tiempo para calmar a los hombres que le permanecían fieles, pero que se impacientaban por las dimensiones que estaba tomando aquel viaje. No fue más que un espejismo. La orografía pronto les obligó a volver a dirigirse al sur.
Tras seis meses de navegación y con el propio Cornelio Galo a punto de desfallecer en su empeño, encontraron la ciudad de Thekwini,165 donde los hombres de piel más oscura que jamás habían visto les proveyeron gratuitamente de agua y alimentos y fueron capaces de indicarles por gestos que la navegación al sur había acabado. Ya solo viajarían al este y, si conseguían atravesar con vida el Paso de las Tormentas166 virarían definitivamente al norte.
El Paso de las Tormentas hizo honor a su nombre y Cornelio Galo salió de él con vida, pero con tan solo ocho barcos. Tal y como le habían indicado la navegación viró al norte.
Encontraron una nueva desembocadura de un río en la que aprovisionarse de agua con garantías y continuaron su viaje durante un mes sin volver a ver vida o encontrar un afluente de agua.
Cornelio Galo apenas podía salir de su camarote por miedo a un atentado y tan solo la idea del volver a tener que atravesar el Paso de las Tormentas hacía a los hombres seguir adelante con aquella locura. Galo los animaba diciéndoles que pronto verían el estrecho de Gades en el horizonte y que les alojaría un mes en uno de sus lupanares a la llegada a la ciudad. Pero cuando se cumplía un año de navegación y vicisitudes, el terreno les obligó a virar al este de nuevo.
Lo que había sido un problema hasta aquel momento, la ausencia de cauces fluviales en los que abastecerse, se convirtió en un martirio cuando cada pocos días encontraban un nuevo río y fortísimas mareas y vientos que les empujaban al sur y les obligaban a alejarse de la costa. En varias ocasiones perdieron de vista tierra firme y se adentraron peligrosamente en el mar infinito. Antes de volver a la navegación de cabotaje y virar al fin de nuevo al norte, perdieron otros dos barcos, entre ellos la nave capitana en la que viajaba el propio Galo, que tuvo que trasladarse a una embarcación menor y compartir bodega con hombres que querían asesinarle.
Así las cosas y con la navegación dirigida de nuevo al norte, Cornelio Galo decidió desembarcar en unas plácidas playas salpicadas por algunas aldeas de pescadores. Los lugareños identificaron el lugar como Ouakam167 y antes de continuar la navegación les avisaron de que aquel lugar era conocido como el último suministro de agua potable del mundo.
Cornelio Galo lo tomó como una exageración, pero cargó tanta agua como pudo en sus seis barcos restantes y tras tres semanas de descanso en aquellas playas, continuó su travesía hacia el norte.
Aquellos salvajes indígenas no mentían. No solo no encontraron agua, sino que la ausencia de vida humana era total en aquellas tierras. La navegación viró al noroeste levemente y durante tres meses de vientos en contra y mar embravecido no vieron una sola señal de vida humana. El agua no escaseaba, pero los alimentos sí, de modo que tuvieron que fondear los barcos en algún lugar entre el mar y el desierto, y Cornelio Galo envió una expedición en busca de alimentos. En está ocasión no pudo encabezarla debido a que padecía gota. La expedición nunca volvió.
Se abandonaron tres barcos y se racionaron los alimentos que quedaban al límite hasta que, tras cinco motines, ocho naufragios, dieciséis meses de navegación y la perdida de veinte de sus barcos, Cornelio Galo avistó el estrecho de Gades y con él la civilización. Volvían con él apenas treinta hombres, todos ellos enfermos. Habían perdido la noción del tiempo y descubrieron que era iunius del año 27 a. n. e.
Cornelio Galo embarcó sin dilación en una rápida liburna que le llevó hasta Alejandría en apenas cuarenta días. Tiempo que aprovechó para pasar a limpio su diario, relatar detalladamente su aventura y escribir a Mecenas y Octaviano contando sus vicisitudes.
Al llegar a Alejandría descubrió que le habían dado por muerto y que los hombres que le traicionaron en el río Jubba no habían conseguido regresar a casa.
Cornelio Galo hizo inscribir su hazaña en la isla de Philae,168 se dedicó a sí mismo numerosas estatuas de tamaño descomunal en Alejandría, e incluso grabó su periplo en el mármol de la gran pirámide de Memphis.169
En las primeras semanas del año 26 a. n. e. Cornelio Galo recibió la orden de presentarse en Roma para ser juzgado por alta traición. La carta la firmaba un tal Marco Antistio Labeón, del que no había oído hablar jamás.
*
Augusto había conseguido llegar a Portus Victoriae sin más sobresaltos y manteniendo unidas a la Quinta Alaudae y a la Vigésima Valeria.
Corocutta parecía haber desaparecido de la faz de la tierra y ningún explorador conseguía encontrar rastros del ejército que había masacrado a Lucio Emilio. Parecía que aquellos cuarenta mil hombres se habían evaporado.
Con la certeza de tener una importante inferioridad numérica y de que aquellos salvajes eran más peligrosos de lo que habían evaluado inicialmente, Augusto mandó llamar seis cohortes de la Galia Transalpina y una legión más de la Cisalpina. Su gobernador Cayo Furnio, envió a la Sexta Victrix comandada por él mismo.
Ambos destacamentos debían venir pertrechados y con suficientes alimentos, pues el acopio de provisiones en Portus Victoriae comenzaba a ser preocupante.
Así las cosas, Augusto estaba bastante distante y despreocupado por lo que estaba ocurriendo en Roma y las cartas de Mecenas.
Carta de César Augusto a Cayo Cilnio Mecenas.
Portus Victoriae.
13 de Agosto del año 727 ad urbe condita
Estimado Mecenas:
Me ocuparé de Livia cuando regrese a Roma, pero ocúpate tú de que Julia se quede embarazada aunque tengas coger el pequeño pene de Marcelo con tus propias manos y llevarlo hasta las puertas de mi hija. Seguro que no es la primera vez que lo haces.
Poco me importa el destino de Cornelio Galo, pero que revele el paradero del cadáver de la puta del Nilo.
Creo que deberías tener más vigilado a ese Labeón. Prácticamente ha encausado a Galo sin nuestro consentimiento. Que lleve razón no significa que pueda obrar por su cuenta.
CÉSAR AUGUSTO
Princeps Protector de la República
*
En los primeros días de octobris del año 26 a. n. e. los exploradores encontraron un destacamento de legionarios muertos que parecían proteger un carro. Temiendo una trampa, no quisieron acercarse más y avisaron a Portus Victoriae de su macabro descubrimiento.
Augusto, Tiberio y Veto, junto con media legión de escolta a caballo se desplazaron al lugar, que distaba medio día de camino del cuartel general romano. A su llegada pudieron darse cuenta de que aquella masacre eran los restos de las seis cohortes que Augusto había hecho venir desde la Transalpina. Corocutta había vuelto a hacer de las suyas.
En el único carro que habían dejado, perfectamente protegido e incólume, encontraron cincuenta y seis talentos de plata y once de oro.
—¡Salvajes! —dijo Tiberio con desprecio—. Han dejado lo único de valor que venía con ellos. Ni siquiera conocen el valor del oro.
—¿Piensas comer oro, Tiberio? —le respondió Augusto—. Estamos comiendo tagarninas silvestres y nabos salvajes. Esta región no produce otro alimento. Corocutta quema las pocas cosechas que deja atrás a su paso para que no podamos recoger nada y han escondido el ganado. Nos están matando de hambre y ahora nos demuestra que puede cortarnos las vías de suministros y que no podemos sobornarle. ¿Entiendes el mensaje, muchacho?
Veto negaba con la cabeza sin querer cruzar la mirada con Tiberio.
Lo cierto es que Tiberio no conseguía estar acertado nunca en la tienda de mando, y entre los legionarios la situación no era mejor. Habían convertido su insigne nombre, Tiberio Claudio Nerón, en el insultante Biberius, Caldius Nero170, los hombres no le soportaban y celebraban la elección de Marcelo para casarse con Julia.
De regreso al Portus Victoriae, Augusto decidió pedir refuerzos de manera contundente y pasar a la acción para intentar quitar la iniciativa a Corocutta.
—Veto, haz llamar a tu suegro. Necesitamos más información.
—No es mi suegro —contestó Veto inseguro.
—Que venga.
—Tiberio, encárgate de la ampliación de las murallas defensivas de esta pocilga, vamos a traer más hombres y necesitaremos barracones, tiendas, letrinas y cantinas.
—Inmediatamente, César.
—Tengo que escribir a Agripa. Dejadme.
Carta de César Augusto a Marco Vipsanio Agripa.
Portus Victoriae.
10 de octobris del año 727 ad urbe condita.
Querido amigo:
Parece que estos cántabros, astures o de donde Némesis171 quiera que sean, nos tienen bien tomada la medida.
Han destrozado ya dos legiones y una caravana de suministros completa. Estamos empezando a pasar hambre y se acerca el invierno, por lo que la situación no va a mejorar.
Decidí encargarme personalmente de esta guerra y no voy a marcharme de estas tierras sin una victoria total sobre estos salvajes, pero necesito refuerzos. Necesito que me envíes las legiones de Capua, yo ordenaré venir las dos de la Hispania Ulterior y ya tengo de camino a Cayo Furnio, con la Sexta Victrix.
Voy a necesitar también que encuentres una vía de suministros segura. El paso de los Pirineos estará nevado e impracticable, además nuestro enemigo siempre va un paso por delante en su territorio, de modo que encuentra otra ruta.
Esta guerra no va a reportarnos beneficios, pero alargarla podría suponer que la revuelta se extendiese por las dos Hispanias e incluso las Galias.
Hay que moverse con rapidez.
CÉSAR AUGUSTO
Prínceps Protector de la República
*
—¿Ha llegado tu suegro? —preguntaba Augusto a Veto.
—No es mi… sí, ha llegado.
Los pésicos eran una de aquellos singulares clanes astures. Ganaderos, con la población concentrada en uno pocos castros rodeados de buenos pastos y con un absoluto desprecio por la agricultura.
Eran hombres rudos, grandes y musculados y su líder, Bartax, directamente parecía un toro. Iba vestido con pieles de animal y con el cráneo y los cuernos de un ciervo en la cabeza. A Augusto le costó imaginar la clase de hija que habría engendrado aquel bárbaro para que fuese del gusto de Veto.
Bartax no esperó a que Augusto saludase o le dirigiese la palabra y comenzó a soltar un agrio discurso en su ininteligible jerga.
—Veto, ¿qué está diciendo tu suegro?
—No lo sé Augusto, no hablo el idioma.
—Pensé que habrías aprendido algo acostándote con la hija de este salvaje.
—Lo único que he aprendido de su idioma es: «Esta noche no».
—¿Tenemos algún interprete? —preguntó Augusto.
Tiberio hizo pasar a la tienda de mando a dos hombres, un legionario y uno de los acompañantes de Bartax de aspecto tan rudo como él aunque sin cuernos en la cabeza. Debe ser su corona —pensó Augusto.
—¿Qué está diciendo este salvaje?
—Dice que puede entender que deba dejar su escolta fuera, pero que no podrá comunicarse contigo sin interprete.
Augusto ladeó la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Quién ha ordenado que los interpretes se queden fuera?
—Tiberio —respondió Veto en un susurro.
—Bien, comunica al salvaje que queremos saber dónde está Corocutta.
Los intérpretes tradujeron a la jerga de Bartax la cuestión mientras Augusto podía observar cómo encogía los hombros y negaba con la cabeza en medio de un interminable dialogo.
—Dice que él también lo busca, que no le ha pagado cuatrocientas cabezas de ganado. —dijo al fin el intérprete romano.
—¿Ganado? Veto, ¿es que tu suegro colabora con el enemigo?
—No sé exactamente con quién hace negocios, César.
—Pregúntale a este salvaje dónde le entregó el ganado y por qué negocia con Corocutta en vez de con nosotros.
El nuevo y confuso cruce de diálogos entre los intérpretes y el bárbaro fue aprovechado por Tiberio para abandonar el praetorium discretamente.
—Parece que antes de la primavera le entregó el ganado en las inmediaciones de Aracullim,172 acordaron el pago para un mes después, pero Corocutta le envió un mensajero diciéndole que no pagaría a quien colaborase con los romanos.
—Debió vendérnoslo a nosotros. Le habríamos pagado al instante y creo que estamos más necesitados que Corocutta —observó Augusto.
—Parece que no hubo acuerdo con el precio, César —dijo de nuevo el intérprete.
—¿Quién llevó la negociación de esos precios?
—Tiberio —dijo Veto como quien llama a las musas.
César Augusto cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás en señal de desesperación.
—Veto, que este hombre nos provea de todo el ganado que le sea posible y cualquier cosa comestible que haya entre este lugar y el Hades, ¿podrás hacerlo?
—Por supuesto, Augusto.
—¿Puede aportar tropas a nuestras legiones?
—Tiene buenos arqueros y unos pocos caballos.
—Sea. Toda ayuda parece ser poca.
Augusto hizo un gesto con la mano para que todos saliesen del praetorium.
*
Roma. 4 de novembris del año 26 a. n. e.
El siempre eficiente Agripaaaa preparaba el envío de barcos cargados de grano, carne salada, garbanzos, lentejas, queso, cerdos, ovejas y vacas desde Aquitania. Apenas tres días de navegación aunque con un mar temible.
Las legiones de Capua fueron embarcadas desde Ostia con intención de llegar rápidamente a Gades e iniciar navegación de cabotaje rodeando Lusitania.
Cuando Agripa terminó de organizar aquellos destacamentos, las legiones Primera y Segunda Augustas, la Novena Gémina, la Cuarta Macedónica, la Quinta Alaude, la Sexta Vitrix, la Décima y la Vigésima Valeria estaban siendo desplazadas a la Hispania Citerior para sumarse a los hombres que ya estaban allí. En conjunto, sumaban más hombres de los que el divino Julio César necesitó para tomar las Galias.
Todos los preparativos casi le hacen olvidar la importante sesión del Senado prevista para aquel día. Debían leerse los cargos contra Cornelio Galo.
A la entrada en el edificio de la Curia Julia, Mecenas y Agripa pudieron observar cómo Marco Antisitio Labeón se encaminaba hacia el edificio rodeado de una heterogénea cohorte de senadores. Antiguos optimates, los pocos seguidores declarados de Marco Antonio supervivientes, y numerosos «hombres nuevos» que se acercaban a la que era la única fuerza emergente ajena a César Augusto de aquella farsa de Senado. Labeón era un corderito en sus reuniones con Mecenas, pero un líder nato para todos aquellos que empezaban a pedir cambios en la actual República. Ya habían sido varias las ocasiones en que tras acordar con Mecenas una determinada propuesta, había acabado modificándola. Sin llegar a contradecir a quien manejaba los hilos en nombre de Augusto en la cámara, pero introduciendo cláusulas y resoluciones de su propia cosecha.
Labeón estaba empezando a resultar incómodo para Mecenas y Agripa. Su poder sobre aquellos a los que controlaba era innegable y precisamente sus seguidores eran la única oposición posible, pero ¿quién controlaba a Labeón?
La reunión del Senado quedó inaugurada tras los sacrificios pertinentes y, como no podía ser de otra manera, Labeón pidió la palabra para exponer los cargos contra Cornelio Galo.
—Traición a Roma —comenzó diciendo—, eso es lo que nos traído aquí hoy. La traición de quien desoye las órdenes, abandona su puesto, se deja adular y seducir por los placeres de una ciudad, levanta inmensas estatuas en su honor y es un inepto en sus funciones. —Labeón cruzó la mirada un instante con Mecenas, que negaba con la cabeza en señal de que la mención al torpe ejercicio de Cornelio Galo en sus funciones no estaba en el guion—. Aunque esto último no es delito —se apresuró a corregir— quizás sea más culpa de quien le vio apto para el cargo. —Mecenas se quedó con la boca abierta ante la provocación—. Cornelio Galo tenía órdenes expresas de pacificar y poner en orden la provincia de Egipto —continuó Labeón mientras se giraba sobre sí mismo levemente hacia la izquierda, haciendo más difícil el contacto visual con Mecenas—. En vez de eso, se entregó a las fiestas en Alejandría, olvido la búsqueda de la puta del Nilo y se embarcó en un absurdo viaje que costó a la República veinte de sus embarcaciones e innumerables pérdidas humanas. ¿Trajo consigo riquezas? ¿Conquistó territorios? ¿Alcanzó alianzas? ¿Engrandeció de alguna forma a la República? No, padres conscriptos, no lo hizo. Parece que solo engrandeció su ego a juzgar por las estatuas de sí mismo con las que sembró su provincia. ¿Y eran estatuas normales, como recoge nuestro Mos Maiorum? No padres conscriptos. Eran estatuas de hasta veinte pies de alto, en flagrante oposición a nuestra constitución que prohíbe representar a un hombre con dimensiones irreales con respecto a su verdadero porte. ¿Es que la fama, la dignitas, el prestigio o las victorias de Cornelio Galo son superiores a las del divino Julio César, a las de Sila o el princeps Augusto? Cornelio Galo debió pensar que sí, al ordenar construir estatuas superiores a las de todos ellos mientras desobedecía deliberadamente las órdenes de César Augusto. —Labeón hizo una pausa buscando reacciones. No las hubo, el Senado era suyo y tan solo el propio Cornelio Galo parecía querer interpelarle, pero no pidió la palabra—. Por todo ello, considero a Galo culpable de alta traición a Roma y al hombre que le puso erróneamente en el cargo. Pido que sea despojado de la ciudadanía y condenado a muerte —concluyó Labeón.
La nueva mención atacando a Augusto hizo que Agripa buscase instintivamente un gladium que no llevaba encima y que Mecenas se arrepintiese de haber confiado en Labeón para aquella acusación, pero estaba hecho y no había marcha atrás.
En el Senado se elevó un fuerte murmullo considerando exagerada la condena a muerte. Probablemente un exilio sería suficiente. La cámara concedió a Cornelio Galo tres días para preparar su defensa y se dio por concluida la sesión.
Aquella noche Mecenas fue a visitar a Cornelio Galo a su residencia. Como Roma carecía de cárcel alguna, se permitía a un acusado insigne como Galo permanecer en su residencia mientras se celebraba el juicio.
El eficiente erudito encontró al exgobernador de Egipto en compañía de su antigua amante, Licóride, que seguía siendo la actriz más famosa de Roma y que ahora además, era la furcia más cara.
—Puedo ganar, Mecenas —dijo un Galo eufórico—. Todas las acusaciones son infundadas o justificables.
Mecenas suspiró profundamente y miró al suelo decorado con un espectacular mosaico formado por teselas rojas azules y blancas representando a Clío, musa de los historiadores, inspirando a Homero.
—No, no puedes —le contestó lacónico.
Cornelio Galo miró a su amigo sin comprender.
—La condena ya está pactada. Serás declarado culpable.
—Pero Mecenas, no abandoné mis funciones, tomé Tebas, reorganicé la provincia y mi viaje será recordado durante generaciones. Ya he redactado sus detalles. En cuanto al tamaño de las estatuas… no quise que desentonaran con el marco en que iban a ser colocadas. Tan solo respetaba el aspecto de los templos y construcciones egipcias como siempre hemos hecho los romanos allí donde hemos llegado.
—Galo, vas a ser condenado si no lo evitamos y para eso estoy aquí.
Cornelio Galo bajó la mirada esperando la salida que iba a ofrecerle su amigo.
—Te escucho.
—Necesito que cometas devotio antes del juicio.
—¿Suicidarme? —dijo Cornelio Galo horrorizado.
—No podemos permitir que te condenen. Tal y como Labeón ha presentado los cargos, debilitaría la posición de César Augusto.
—Devotio… —acertó de repetir Galo en un susurro con la mirada ausente.
—Córtate las venas, arrójate sobre tu gladium o pide a un esclavo que te ayude si te falta valor. Pero no puedes ser condenado.
—Puedo ganar —insistió Galo con las primeras lágrimas asomando en sus ojos.
Licóride lloraba ya abiertamente ante la escena.
—Abandona este mundo con honor, Galo —dijo Mecenas—. Y ordena a un esclavo que me avise cuando esté hecho para suspender la sesión del Senado. Me ocuparé de que tus exequias sean memorables y de preservar tu obra para las generaciones futuras. Pero haz lo que debes. Iban a condenarte de todos modos.
—Al exilio, no a muerte. —Galo ya lloraba amargamente.
—Cornelio —intervino Licóride también llorando—, esta es la Roma que dejarás. Mecenas, que se dice tu amigo, y el Senado, ya han tomado una decisión.
La mujer se levantó de su diván y abrazó al poeta mientras Mecenas que daba por entendido su mensaje, abandonaba la estancia.
El cadáver de Cornelio Galo apareció, a la mañana siguiente, abrazado al de Licóride. Ambos yacían con las venas cortadas sobre unas sábanas de lino blanco egipcio totalmente empapadas en sangre.
Mecenas nunca entendió porque Licóride, a la que admiraba, acompañó a Cornelio Galo en su particular devotio.
*
Hispania Citerior.
Februarius del año 25 a. n. e.
Cayo Antistio Veto había necesitado un año, pero lo había conseguido. Sus hombres habían conseguido capturar con vida a varios exploradores de Corocutta.
Los legionarios romanos empezaban a pensar que aquellos enemigos que les estaban matando de hambre no existían y que Augusto les estaba sometiendo a algún tipo de prueba.
—Sé dónde está su campamento principal, hemos obtenido información —informó un pletórico Veto a Augusto en presencia del molesto Tiberio.
—¿La información es fiable? —preguntó Augusto.
—Totalmente.
—¿Cómo la obtuviste? —intervino Tiberio.
—Concedí a los exploradores de Corocutta lo que más deseaban en este mundo.
— ¿Les colmaste de oro? —preguntó Tiberio sonriendo.
—No. Dejé de torturarles.
—Habla, Veto, ¿dónde están? —dijo Augusto ignorando a Tiberio.
—Tiene un importante campamento en el monte Vindio al norte de Bérgida173 aunque los exploradores dicen que Corocutta no está allí. Ha partido a tierras de gaélicos tras ser avisado de cientos de barcos transportan a las legiones enviadas por Agripa.
—Serán menos entonces. Podremos arrasarlos y que Corocutta solo encuentre cadáveres cuando regrese —dijo Tiberio.
—Es una opción. ¿Quién da las órdenes en ausencia de Corocutta? —preguntó Augusto.
—Su lugarteniente Gausón está al mando y no son más de treinta mil hombres. Tiberio tiene razón. Podríamos arrasarlos.
—Eso deja a casi cuarenta mil hombres con Corocutta. Pero no entiendo el movimiento. Esas legiones se dirigen a Portus Victoriae, no van a desembarcar en tierras de los gaélicos.
—Ha debido pensar que íbamos a rodearlo.
—Sigo sin entender que divida a su ejército —dijo Augusto pensando en voz alta—, no me gusta. ¿Los exploradores siguen vivos?
—Algunos —dijo Veto temeroso de haberse excedido.
—Libéralos, dales caballos y que envíen un mensaje a Gausón. Quiero verme con él. No debe temer por su vida.
—¿Divide y vencerás? —preguntó Tiberio.
—¡¡Tiberio!! —dijo Augusto irónico—. Bienvenido a la campaña.
Corocutta había sido informado desde Lusitania de que varios cientos de barcos navegaban con dirección a Portus Victoriae con varias legiones a bordo. Agripa debió elegir entre la seguridad de la navegación en primavera o la necesidad de tropas de Augusto y eligió esto último. De modo que había cargado a los hombres apretujados en los barcos y los envió al norte de Hispania en época de tempestades tras hacer diversos sacrificios a Neptuno, a las Nereidas174 Anfítrite y Halia y a Ceres, Medusa y Clito.175
Poco debieron agradar a los dioses aquellos sacrificios porque, como Corocutta esperaba, una vez superado el cabo de Finis Terrae, los naufragios, embarrancamientos y choques contra las rocas de la abrupta costa se sucedieron uno detrás de otro.
Y allí estaba Corocutta para destrozar a los grupos de hombres que empapados, desarmados y cansados, lograban alcanzar las playas. El líder rebelde seguía la navegación de aquella flota desde las cordilleras con vista directa al mar y bajaba a la playa cada vez que veía un barco con problemas. Esperaba pacientemente a los legionarios alcanzasen las playas exhaustos y en la mayoría de casos desarmados y no hacía prisioneros. Cuando estuvieron a poco más de un día a caballo de Portus Victoriae, dio la vuelta a su ejército y recorrió de nuevo el camino de este a oeste en busca de las unidades que habían logrado esconderse y se estaban reorganizado en su retaguardia. Con este segundo movimiento eliminó a tres cohortes completas. Cuando Augusto logró hacer recuento, había perdido el equivalente a dos legiones gracias al conocimiento del terreno, el clima y las mareas que demostraba atesorar Corocutta.
Mientras las tropas romanas eran esquilmadas en las costas gaélicas y cántabras, Gausón envió un mensaje a Augusto diciéndole que aceptaba parlamentar, pero que quien no debía tener por su vida era el propio Augusto pues, a juicio del lugarteniente rebelde, estaba siendo derrotado.
En encuentro se produjo a las afueras del campamento de Bérgida. Gausón no tuvo problemas en mostrar las excelentes defensas de piedra de su refugio. Una competente construcción de planta rectangular surcada por dos ríos y con construcciones también de piedra en su interior. A primera vista, teniendo en cuenta que lo habitaban treinta mil de aquellos feroces guerreros y la momentánea inferioridad numérica romana, parecía inexpugnable.
—Me alegra conocerte al fin —dijo Augusto vestido con casco y coraza de plata y faldilla azul.
—No sabía que estabas impaciente por conocerme, romano. Hubiese ido antes a verte —respondió Gausón en un sorprendentemente correcto latín.
—Me alegra tu disposición.
—No te confundas… —dijo Gausón amenazante—, quería ir a matarte.
—Gausón, somos hombres civilizados. Debemos acabar aquí y ahora con esta guerra y no derramar más sangre.
—Estoy de acuerdo. Te daré las condiciones de vuestra rendición. Abandonaréis estas tierras para siempre, cualquier romano que vuelva a poner un pie en ella será ejecutado, no se os deberán tributo alguno y…
—Vale, vale, Gausón. Quizás no me he explicado —interrumpió Augusto—, no me estoy rindiendo. Solo quiero hacerte ver las ventajas que tendría para un hombre como tú cambiar de bando.
—No estoy en venta, romano.
—Te contaré algo. En cierta ocasión, un romano como yo, llamado Quinto Hortensio, fue a ver a Cayo Uticense para pedirle la mano de su joven hija. Este le respondió con una negativa dada la diferencia de edad entre ambos. Hortensio le preguntó si sería posible casarse con una de sus sobrinas y Cayo Uticense volvió a responderle que no, por la misma razón. Entonces Hortensio le preguntó: «Y con tu mujer, ¿te divorciarías de ella y me la entregarías?» Uticense lo pensó unos instantes y le contestó afirmativamente siempre que no tuviese que devolver la dote. —Octavio hizo una pausa mirando a Gausón—. ¿Ves lo que quiero decir, Gausón? Todos tenemos un precio, tan solo tenemos que encontrar el tuyo.
—Romano —comenzó a decir Gausón—, ¿recuerdas que te aseguré que no debías temer por tu seguridad en este encuentro? Estoy a punto de romper mi palabra y acabar con esta guerra aquí y ahora. No hay nada que puedas ofrecer para que traicione a mi pueblo. Vuelve a tu ratonera de Portus Victoriae antes de que me arrepienta. El próximo encuentro será en el campo de batalla.
Augusto se creyó totalmente aquella amenaza y abandonó Bérgida antes de enfadar más al bárbaro. A su llegada a Portus Victoriae fue informado del desastre naval y el importante número de bajas que Corocutta había infligido a las legiones enviadas por Agripa.
El líder rebelde por su parte llegó a Bérgida una semana después y fue informado por Gausón del ofrecimiento de Augusto.
—Traición. ¿Qué se puede esperar de una ciudad fundada por lobos? —dijo Corocutta.
—Indica debilidad —dijo Gausón.
—No te equivoques. Derrotamos un ejército y envían a otro más. No son débiles, tan solo nos han menospreciado.
—Les venceremos.
—O moriremos en el intento —sentenció Corocutta.
*
Augusto consiguió recomponer siete legiones y salió en busca de Corocutta sin dilación. Sabía que sus hombres necesitaban elevar la moral tras la larga serie de derrotas sufridas y decidió ignorar el fuertemente defendido castro de Bérgida, dirigiendo sus fuerzas primero al oeste para tomar Astúrica176, Amaia177 y Monte Bernorio178, que cayeron con facilidad y supuso el bautismo de sangre de muchos de aquellos legionarios. Augusto permitió e incluso fomentó la brutalidad de los legionarios. Las ciudades fueron reducidas a cenizas, se ejecutó a todos los hombres en edad militar y se permitió violar a las mujeres antes de ser embarcadas para venderlas como esclavas junto con los niños.
Con estas pequeñas y fáciles victorias, Augusto puso rumbo al sur esperando encontrarse con Corocutta en Bérgida. Allí se encontraron por primera vez los dos ejércitos en los últimos días de iunius del año 25 a. n. e. Setenta mil rebeldes astures, cántabros, gaélicos y vaqueos frente a cuarenta mil romanos. Ambos bandos escasos de caballería.
Corocutta no rehuyó el combate y saco todas sus fuerzas al exterior del castro con los bosques cántabros, que tan bien conocía, a sus espaldas.
Los dos ejércitos formaron frente a frente y Augusto dio la orden de atacar.
El avance romano se vio contestado por una lluvia de flechas y proyectiles lanzados con hondas que poco o ningún efecto tuvo sobre los escudos romanos.
Las legiones siguieron avanzando hasta tener a los rebeldes a tiro de sus pilum. Solo entonces bajaron los escudos para ayudarse a lanzar sus armas arrojadizas con tremenda eficacia. Algunos de aquellos pilum incluso llegaban a ensartar a dos miembros de las apelotonadas tropas de Corocutta.
Las armas arrojadizas se acabaron para ambos bandos y comenzó un combate cuerpo a cuerpo brutal y descarnado entre dos ejércitos con demasiadas cuentas pendientes. Pronto la superioridad militar romana se hizo notar. Aquellas bien entrenadas legiones estaban abriendo brechas en las líneas de Corocutta y pronto podrían flanquearlas.
El líder rebelde no esperó más y ordenó a sus cornetas tocar retirada y adentrarse en los bosques.
Aquella retirada fue sorprendentemente rápida y bien organizada. Augusto y Veto sospecharon, pero ya era tarde, sus legionarios se lanzaban en tropel a por el enemigo que huía. Se perdieron las formaciones, se abandonaron las líneas y estalló el desorden entre aquellos hombres sedientos de sangre. En el bosque, Corocutta había excavado trincheras en las que apostó a la mayoría de sus arqueros. Sembró los senderos de trampas, apostó honderos en los árboles y levantó muros para proteger a sus hombres. De repente los romanos se encontraron perdidos, distantes de sus respectivas unidades, atacados desde el suelo y desde el aire y rodeados de enemigos que volvían hacia ellos perfectamente ordenados.
Solo en ese instante los legionarios fueron conscientes de que sus cornetas estaban llamando a la retirada. Cuando muchos de aquellos hombres quisieron volver ya era tarde.
Augusto y Veto se supieron engañados y, ante la posibilidad de nuevas tretas de Corocutta, ocuparon el castro de Bérgida que habían dejado atrás sus hombres. Una vez más con excesiva facilidad.
Los rebeldes persiguieron a los romanos hasta las mismas puertas del castro, que estos atrancaron tras de sí después de una sanguinaria retirada. El lugar era verdaderamente inexpugnable y los legionarios se sintieron seguros dentro mientras Corocutta rodeaba la construcción a una distancia superior al alcance de los escorpiones romanos.
Con cierta calma recuperada, Veto ordenó a los centuriones analizar las defensas, organizar las guardias y ocupar las construcciones de piedra del interior del castro. Los legionarios comenzaron a echar abajo las puertas que habían sido atrancadas por los rebeldes antes de abandonar el campamento. Al acceder a aquellas construcciones las encontraron infestadas de serpientes. Los cuatro o cinco primeros hombres que iban accediendo prácticamente al mismo tiempo a las casas, eran inmediatamente mordidos por los ofidios. Cundió un pánico irracional que llevó a muchos legionarios a intentar abrir las puertas del castro. Los primeros intentos se vieron contestados por una lluvia de flechas desde el exterior.
Se produjeron varios conatos de lucha entre los propios legionarios y a duras penas Veto y Augusto consiguieron restablecer la calma. Los centuriones más experimentados fueron cazando y matando ofidios. Al atardecer habían logrado recuperar el control del campamento aunque durante la noche varias decenas de hombres fueron mordidos por las serpientes que quedaban vivas.
Al alba, Corocutta y su ejército habían vuelto a desaparecer sin dejar rastro.
Puesto que los rebeldes no recogían sus cadáveres, preferían dejarlos para que los honraran los buitres, se pudieron contar las bajas de uno y otro ejército. El recuento reveló que el número de caídos era similar en ambos bandos. Augusto anotó el enfrentamiento como un empate aunque sabía que había caído en todas y cada una de las trampas que Corocutta había preparado. Desde un punto de vista estratégico, era una derrota sin paliativos.
En los siguientes tres meses, los exploradores romanos fueron incapaces de dar con rastro alguno del ejército de Corocutta. Veto extremó las precauciones hasta el punto de no permitir beber agua a las legiones de los ríos que iban encontrando por si estos habían sido envenenados. Dos hombres debían probar el agua y si tras dos horas no había consecuencias, el resto podía llenar sus odres.
A falta de un ejército al que enfrentarse, se dirigieron al castro de Aracillum179, el mayor de la zona. La ciudad cerró sus puertas y presentó una sólida defensa que provocó que tras su caída, fuese arrasada hasta los cimientos y se ordenase que jamás volviese a ponerse piedra sobre piedra en aquel lugar.
Con la llegada de lo más duro del invierno, Augusto decidió montar un gran campamento a orillas del río Nalón180, en territorio de los pésicos, el único clan que no le era hostil. Su líder Bartax, se mostró encantado de acogerlos viendo las posibilidades de negocio que le brindaba aquel asentamiento.
Una vez aseguradas las defensas y el suministro de agua y los alimentos, pagados sin regatear a sus aliados pésicos, Augusto ofreció una descomunal recompensa por Corocutta. Doscientos mil sestercios181 por revelar su paradero.
En los últimos días del año 25 a. n. e. el mismísimo Corocutta hizo acto de presencia a las puertas de aquel campamento y pidió hablar directamente con Augusto.
Era la primera vez que ambos hombres se encontraban frente a frente. El rebelde sacaba algo más de su cabeza de altura al romano y Augusto tenía que mirarle desde abajo a pesar de ir a caballo.
—Estoy aquí —dijo el rebelde.
Augusto enarcó las cejas sin entender que quería decir su enemigo.
—Solo veo a un salvaje. No sé quién eres ni qué quieres decir, si es que en realidad eres quien dices ser —contestó Augusto.
—Desde aquí huelo cómo los hombres que sitúan en la batalla más cerca del peligro que tú, se están cagando encima al haberme reconocido.
Augusto había podido ver caras de pánico al salir del campamento para aquel encuentro, de modo que no continuó verbalizando sus dudas.
—Muy bien Corocutta, ¿qué deseas?
—La recompensa. Estoy aquí.
—No entiendo.
—Ofreces doscientos mil sestercios por mi paradero. He venido a decirte que estoy aquí y a cobrar la recompensa.
Augusto estalló en una risa nerviosa.
—¿De verdad te presentas aquí con tu ejército y pretendes que te pague?
—Puede ser mi ejército o pueden ser setenta mil testigos de que el gran César Augusto no cumple su palabra.
Augusto reía abiertamente y golpeaba sus muslos con las palmas de las manos.
—Por Júpiter, Veto trae el dinero.
—¿Vas a pagarle?
—Violaría a una vestal antes que no pagar a este hombre. Por supuesto que voy a pagarle —dijo a Veto antes de volverse hacia Corocutta—, pero convertiré esta tierra en un infierno para ti.
—Esta tierra es un infierno desde que llegaste a ella, Augusto. Pero es mi infierno y ya estamos acostumbrados, ¿lo estáis vosotros? —dijo Corocutta sin expresión alguna en el rostro.
Veto apareció con dos mulas cargadas con sacas tintineantes y tendió las riendas al rebelde.
—Te encontraré y te mataré Corocutta —dijo Augusto.
—Lo dudo mucho Augusto. Pero mientras llenaré las barrigas de mis hombres de vino con tu dinero.
—Acabaré contigo y con tus sucias tretas y tus bajezas.
—Algo sabéis los romanos de tretas y bajezas. ¿No fueron los suyos los que mataron a vuestro César?
—¡Te prohíbo que nombres a mi padre!
—No era tu padre —concluyó Corocutta dándose lentamente la vuelta mientras tiraba de las riendas de las dos mulas y se alejaba dando la espalda a los romanos con total tranquilidad.
—¿Atacamos? —preguntó Veto anhelante.
—No. Tendrán alguna de sus trampas preparadas. Vuelve a tener la iniciativa y debemos cogerle desprevenido para vencerle.
—Pero se lleva el dinero.
—Así es Veto, se lo lleva. —Augusto volvió grupas y regresó al campamento mientras el ejército de Corocutta desaparecía en el horizonte.
Pero esta vez el ejército rebelde no se evaporó. Corocutta conocía lo reacios que eran los romanos a luchar en invierno y había decidido que aquellas legiones no tuvieran descanso.
Cada pocos días planeaba un ataque. Flechas incendiarias en mitad de la noche, ataques a las murallas defensivas con catapultas, asaltos a las patrullas, nuevas interrupciones en los suministros o el uso de las catapultas para lanzar cestos con más serpientes en el interior del campamento acompañados de las risotadas de los rebeldes en el exterior, que se vanagloriaban especialmente de aquel ardid.
Las legiones vivían como en un continuo asedio aunque sin enemigos a la vista y a principios del año 24 a. n. e. Augusto llegó a sacar a su ejército en tres ocasiones para plantear la batalla, pero Corocutta rehusó el enfrentamiento. Simplemente les estaban invitando a irse.
En februarius, Augusto se levantó una mañana sintiéndose un poco débil. Tomó algo de queso y unas gachas calientes para intentar recuperar fuerzas y salió del praetorium para tomar aire fresco acompañado de Veto y Tiberio bajo una intensa lluvia. Miró al cielo grisáceo y preguntó:
—¿Cuántos días lleva lloviendo?
Tuvieron que pensarlo unos instantes entre el fango que les rodeaba, hasta que uno de los miembros de la guardia pretoriana ofreció el dato.
—Treinta y ocho días sin parar.
—Treinta y ocho días sin ver el sol —apostilló Tiberio.
En ese instante Augusto notó cómo algo caliente le chorreaba por las piernas. Pudo oler sus propias heces antes caer de bruces al fango sin conocimiento.
*
Los primeros cuidados no estaban surtiendo efecto. Augusto sufría una importante fiebre, no retenía ningún alimento en su interior y deliraba la mayor parte del día.
Veto convino con Tiberio y Cayo Furnio que esté último quedaría al mando de las legiones allí acampadas y ellos dos trasladarían a Augusto a Tarraco abriéndose paso como pudieran con dos legiones.
Corocutta, ajeno a lo que estaba sucediendo, permitió la salida de aquellas fuerzas por considerar un error dividir las fuerzas en aquella situación. Siguió hostigando el campamento romano y tan solo dio orden de seguir de lejos a aquellas dos legiones para averiguar su destino.
Augusto llegó a Tarraco en los primeros días de maius del año 24 a. n. e. y ya se temía seriamente por su vida. Los médicos no lograban atajar las fiebres durante el viaje y seguía sin retener alimentos.
La llegada a Tarraco supuso una leve mejoría en su estado. Conseguía dormir las noches enteras sin delirar y en ocasiones se levantó de la cama con ayuda de dos bastones y podía caminar.
La noticia llegó a Roma a finales de maius y Agripa en persona se desplazó a Tarraco con la intención trasladar a Augusto a la ciudad del Tíber sin dilación y ponerlo en manos de los mejores médicos.
A su llegada a Tarraco, Agripa encontró a Augusto en los huesos, sin fuerzas para levantarse y rodeado de un profundo olor a muerte, aunque consciente.
—Viejo amigo —dijo Augusto a ver a Agripa.
—¿No te parece un poco tarde para estar en la cama? —bromeó el general.
Augusto sonrió y dejó ver sus desordenados dientes al tiempo que se marcaban más aún los huesos en su cara y las venas de su cuello.
—Los médicos dicen que estás mejor.
—Alejarme del fango y la lluvia me ha debido sentar bien —dijo con hilo de voz.
—Así es. Y el clima seco del verano siempre te ha sentado bien.
—Eres mi más antiguo médico, seguramente llevarás razón —dijo Augusto rememorando el viaje a Hispania en el que se conocieron.
—¿Tienes fuerzas para trasladarte a Roma?
—Me faltan las fuerzas para llegar a la letrina, Agripa. Pero sé que tú me llevarás.
Tal y como Agripa anticipó a los médicos en Tarraco, Augusto fue mejorando en algo su salud en cuanto las lluvias dieron paso al clima seco de iunius, julio, augustus y septembris. Las diarreas eran continuas y seguía sin poder permanecer mucho tiempo de pie, pero dejó de delirar y mejoró la ingesta de alimentos.
Augusto había estado cuatro años fuera de Roma y volvía muy enfermo, pero si alguien había acusado el paso del tiempo era Livia. Por su rostro parecían haber pasado veinte años.
Estaba demacrada, envejecida y enferma de celos hacia Octavia. Marcelo llevaba tiempo consumando su matrimonio con Julia, y el joven no era tan comedido y discreto como su madre. Anunciaba a los cuatro vientos que su matrimonio era feliz y que pronto darían un heredero a Roma.
Livia se mortificaba con aquella felicidad y se había aislado. Tan solo consentía hablar con Druso, aunque tampoco aprobaba su relación con Antonia. Ambos jóvenes esperaban el regreso del paterfamilias para que sancionase su relación y poder casarse.
En Roma, Augusto se puso en manos de Apolodoro Medicis, que aplicó lavativas, enjuagues y diferentes mejunjes vomitivos asegurando que el mal estaba en su sistema digestivo y que había que purgarlo. Augusto pasó algunas semanas mal y otras peor, pero lo cierto fue que con la llegada del otoño y el frio, su estado empeoró notablemente y las pocas veces que conseguía ponerse de pie, era un cadáver andante.
La llegada del año 23 a. n. e. fue interpretada por toda Roma como el último año de vida del princeps. Apolodoro se quedó sin ideas y los cuidados quedaron en manos de Octavia, Agripa y Marcelo, que no se separaba de su tío.
El chico había cumplido los diecinueve años y cada mañana iba al palacio de Hortensio, levantaba a Augusto, lo llevaba en brazos a las letrinas, lo lavaba personalmente y supervisaba que los esclavos cambiasen la ropa de cama y ventilasen en la medida de lo posible el nauseabundo olor de su habitación. Livia desaparecía durante las visitas de Marcelo, toleraba las de Agripa y permanecía presente con rictus serio durante las largas visitas de Octavia.
En los idus de martius, Augusto quiso reunirlos a todos en uno de sus periodos de lucidez.
Marcelo, Octavia, Agripa, Livia, Mecenas y Druso se reunieron alrededor de la cama de un Augusto que apenas abultaba bajo las mantas y tiritaba frecuentemente.
—No me queda mucho —les dijo—, parece que mi padre no va a concederme más días en este mundo.
Octavia tenía los ojos llenos de lágrimas que intentaba contener mientras Livia parecía ausente.
Augusto se removió bajo la ropa de cama hasta sacar el anillo de la esfinge de sus cadavéricas manos. Hacía meses que bailaba en sus dedos, pero no había querido desprenderse de él. Hasta aquel día.
Mostró el anillo símbolo de su poder a todos. Aquel anillo que le había consagrado como heredero del divino Julio César en Roma y tras mirar a los ojos a todos y cada uno de sus acompañantes, tomó las manos de Agripa y le entregó el anillo.
—Debes ser tú —le dijo a su incondicional amigo—, los chicos no están preparados —concluyó en referencia a Marcelo y quizás a Tiberio.
Livia se quedó con la boca abierta y dirigió su habitual mirada de odio a Agripa.
—No, César. ¿Acaso estábamos nosotros preparados? —le contestó Agripa intentando devolverle el anillo.
—Nosotros no teníamos a un Marco Vipsanio Agripa que dirigiese nuestros pasos —le contestó Augusto ya con un hilo de voz—. A Marcelo le llegará su momento, pero tú le tutelarás. Cuando esté listo, sabrás hacer lo correcto.
Agripa miró a Marcelo que asintió con la cabeza aceptando los designios de su tío. Livia puso cara de asco, ante la sonrisa de Octavia.
—Si así lo deseas, seré tu sucesor César —dijo Agripa con lágrimas en los ojos.
Ninguno pudo saber si Augusto entendió aquellas últimas palabras. Se quedó dormido de nuevo con un aspecto de profunda paz.
Roma fue informada y se preparó para lo inevitable.
Se organizó el funeral, se limpiaron las calles entre el palacio de Hortensio y el foro, se colgaron telas negras de las ventanas de casa de la ciudad y los ciudadanos comenzaron a vestir casi exclusivamente de negro esperando la noticia. El Senado suspendió sus reuniones hasta después del funeral y Agripa se mostró en el foro con el anillo de la esfinge, dando a entender que el fin estaba cerca, mientras Mecenas hacía correr la noticia entre sus agentes.
Octavia estuvo junto a la cama de su hermano los siguientes tres días, en los que Augusto dio leves señales de vida. Al cuarto día incluso Livia sintió pena por ella y la sustituyó en aquella penosa vigilia a regañadientes. Mientras, Marcelo había encontrado y traído a Roma a un desconocido médico desde Capua. Se llamaba Antonio Musa y se le atribuían ya varias recuperaciones milagrosas.
Antonio Musa entró en Roma y al observar en estado de la ciudad miró a Marcelo atónito.
—¿Llegamos tarde?
—Espero que no, pero el funeral lleva casi una semana preparado —le contestó Marcelo.
Musa accedió a la estancia donde descansaba Augusto con un pañuelo sobre sus fosas nasales por el hedor. Comprobó el pulso y la débil respiración y se dirigió a Livia, Mecenas y Marcelo.
—No os voy a mentir, difícilmente saldrá de esta.
—Como decía Cicerón, la verdad se corrompe tanto por la mentira como por el silencio, agradecemos tu sinceridad, Musa —dijo Mecenas.
—Haz todo lo que puedas. Sea cual sea el resultado se te agradecerá —dijo Marcelo completamente pálido.
—De momento hay que sacarlo de aquí. Con este olor no podremos engañar a Caronte.
Augusto fue trasladado inconsciente a la habitación de Octavia, que poseía un gran balcón al jardín privado de la residencia.
—Marcelo, necesitaré hielo y que calientes piedras en una hoguera. En los mercados podrás encontrar bloques de hielo. Trae todo el que te sea posible —Marcelo salió corriendo sin esperar más órdenes—. ¿Disponemos de una bañera pequeña en esta casa?
—Hay una piscina junto a las letrinas —informó Octavia.
—Necesito algo más pequeño. Un barril estanco podría servir. ¿Podéis enviar a alguien a buscarlo?
—No sé si vas a sanarlo o a acabar de matarlo, pero te conseguiré tu barril —dijo la fría Livia.
Musa llenó aquel barril con agua, lo cargó de trozos de hielo del tamaño de un puño hasta hacerlo rebosar e introdujo el cuerpo desnudo y casi inerte de Augusto en él. Cuando la piel empezó a mostrarse blanquecina, lo sacó de allí y lo envolvió en mantas rodeado de aquellas piedras calientes.
Repitió el proceso tres veces al día durante cuatro días seguidos y al quinto, Augusto recuperó la consciencia por primera vez en una semana. Abrió sus ojos hundidos en el cráneo y preguntó a Marcelo qué hacía metido en un barril.
Marcelo lloró de la alegría junto con Octavia y Mecenas, mientras Antonio Musa suspiraba con cierto alivio.
Le sacaron del agua helada y le envolvieron de nuevo en las mantas calientes, pero cuando iba recuperando el color de la piel, fue Marcelo el que sintió cómo se le descomponía el estómago.
El joven corrió a las letrinas y no consiguió abandonarlas en dos horas. Al salir su tez era blanca como las columnas del templo de Artemisa en Éfeso y sus piernas casi no le sostenían.
—Ha debido contagiarse del mismo mal —diagnosticó Musa inquieto.
En una semana Augusto lograba ponerse de pie por sus propios medios y Marcelo no lograba salir de la cama, aunque estaba consciente.
Agripa quiso devolver el anillo de la esfinge, pero Augusto le aseguró que aún no era el momento, que seguía sin fuerzas.
Nadie se preocupó en exceso por el joven y fuerte Marcelo dando por hecho que saldría adelante con los cuidados de Musa como parecía estar haciendo su tío. Pero Livia vio en aquel contagio una oportunidad.
A principios de aprilis, al caer la tarde la esposa del princeps abandonó el palacio de Hortensio con una escueta escolta y paseó distraídamente hasta la residencia de Mecenas en el monte Vaticano.
Allí se vio a solas con el erudito y tras una fuerte discusión abandonó su residencia con una sonrisa en sus envejecidos labios.
Antonio Musa casi dejó de preocuparse por su más ilustre paciente y se concentró en Marcelo, que no parecía recuperarse. Repitió los baños helados seguidos del calor de las mantas con piedras calientes y Marcelo pareció reaccionar.
Sorprendentemente, Livia pareció recuperar su humanidad y se dedicó a cuidar al muchacho los pocos momentos que Octavia se separaba de él e incluso supervisaba sus comidas.
Pero Marcelo no se recuperaba.
Antonio Musa comenzó a pensar que el mal era diferente al de Augusto y suspendió las inmersiones en hielo. Pero era tarde.
Marcelo fallecía el último día de aprilis del año 23 a. n. e. ante el asombro de Roma y el dolor inconmensurable de Octavia.
Julia quedaba viuda a la edad de diecisiete años.
Augusto se colocó de nuevo el anillo de la esfinge y los preparativos para su propio funeral fueron dedicados a su sobrino, que fue incinerado con todos los honores imaginables.
Antonio Musa, no obstante, fue recompensado con su peso en oro por salvar al princeps. En la primera sesión del Senado, la cámara votó por unanimidad a favor de duplicar aquel precio a cargo del tesoro. Si bien es cierto que poco habría necesitado Antonio Musa aquellas sumas, pues adquirió tal fama que, en adelante, su sola presencia hacía recuperarse a los enfermos.
Roma entera ofreció sacrificios en honor del dios Julio César al que se agradecía su intervención en aquella recuperación y numerosas localidades latinas comenzaron a contar los años a partir de aquel día.