Carta de Marco Juno Bruto a Casio Longino
Tarso,
1 de septembris del año 710 ad urbe condita.86
Estimado Casio:
No te lo vas a creer, ese muchacho endeble que el tirano Julio César nombró heredero ha sido nombrado cónsul por el Senado en Roma. Me dicen mis agentes que, por suerte, está atado en corto por Cicerón que es cónsul superior.
Aun así me parece un insulto a Roma y a la república que un crío sea nombrado senador primero y cónsul después con apenas veinte años. La razón parece ser la muerte de los cónsules Hircio y Pansa. Ambos murieron heroicamente en batalla contra Marco Antonio.
¿Te lo puedes creer? Ahora Octavio es el general de los ejércitos de Roma que se enfrentan a Marco Antonio. Imagino que el perro de César lo arrasará en la primera batalla en la que se encuentren y Marco Antonio acabará como cónsul de nuevo. No sé cómo gestionará todo esto Cicerón, pero quizás deberíamos pensar en volver a la ciudad para poner orden. Veo que la vieja Roma nos necesita.
MARCO JUNO BRUTO
Gobernador de Macedonia
Carta de Casio Longino a Marco Junio Bruto.
Jerusalén,
28 de septembris del año 710 ad urbe condita.
Querido Bruto:
¿Estás seguro de las noticias que te llegan? A mí me informan de que los cónsules son Quinto Pedio y el propio Octavio. No sé nada de Cicerón desde hace meses, no responde a mis cartas.
De algo estoy seguro; Octavio es cónsul. Aunque no sé cómo nos afecta eso. Por una parte parece estar controlado por Cicerón, ha liberado de su sitio a Décimo Bruto y lucha contra nuestro enemigo común Marco Antonio. Pero por otra parte ha jurado vengar a su tío.
No me preocupa mucho, tan solo parece un joven impulsivo y poco experimentado que cada mañana toma un rumbo distinto después de desayunar. El tirano le dejó demasiada riqueza y clientes y ahora no sabe qué hacer con ellos.
No me planteo ir a Roma en estos momentos. Todo lo contrario, inicio los preparativos para invadir Egipto y anexionarlo como provincia a la república. De paso quiero colgar la cabeza de Cleopatra en una pica en el faro de Alejandría. Te mantendré informado de mis movimientos.
CAYO CASIO LONGINO
Gobernador de Cirenaica
Carta de Marco Juno Bruto a Casio Longino.
Atenas,
15 de decembris del año 710 ad urbe condita.
Casio, noticias preocupantes me llegan de Roma.
Octavio, como ya sabíamos es cónsul superior junto a Quinto Pedio como cónsul inferior. Cicerón no solo no es cónsul, sino que se ha retirado de la vida pública y ha abandonado Roma. Por eso no responde a tus cartas.
Pero olvida al viejo orador. Tenemos problemas peores.
Octavio ha hecho que se nos juzgue como asesinos de su tío. Hemos sido declarados culpables, además de enemicus y nefas. Se nos han embargado las cuentas y confiscado los bienes. Incluso han expulsado a mi madre de mi casa del Palatino.
Se nos han anulado todos los cargos y honores y condenado a muerte. Casio, debemos vernos inmediatamente.
Olvida esa tontería de invadir Egipto. Cleopatra y su oro no van a ir a ninguna parte y tenemos problemas más graves.
Tan solo tengo una buena noticia: Décimo Bruto persigue a Marco Antonio que se bate en retirada tras una ignominiosa derrota en Mutina. Esperemos que acabe con él.
Te envío esta carta a Jerusalén, Pérgamo, Damasco y Alejandría (por si la has tomado ya). Debemos vernos.
MARCO JUNO BRUTO
Gobernador de Macedonia y Creta
Carta de Casio Longino a Bruto.
Damasco,
12 de ianuarius del año 711 ad urbe condita.87
Querido Bruto:
No sé quién te informa desde Roma, pero no parece aliado tuyo. Decimo Bruto lleva meses muerto. Encontró a Caronte88 camino de Macedonia cuando iba en tu busca. Un galo salvaje le cortó la cabeza y se la envió a Marco Antonio metida en salmuera.
El propio Marco Antonio se encuentra en la Galia Cisalpina y, aprovecho para decirte que Lépido se ha unido a él, junto con Asinio Polon y Lucio Munacio Planco, gobernadores de la Hispania Ulterior y de la Galia Trasalpina. Cuentan en total con dieciséis legiones e imagino que se dirigen ya a aplastar a Octavio. La pregunta que debemos hacernos es ¿Qué harán con esas descomunales fuerzas tras borrar a Octavio del mapa? Yo te lo diré: ir a por nosotros.
Debemos reclutar fuerzas y obtener fondos, Bruto. Se avecina una guerra.
Aprovecho para infórmate de que la peste y no otras razones, detuvieron mi intención de invadir Egipto. Parece que el país entero está asolado hasta la mismísima Alejandría y que sus ciudadanos huyen a otras regiones.
Me he contentado con exigir fondos para la guerra a Cleopatra, la invasión tendrá que esperar. Por cierto, gracias por desvelar mis planes enviando tu carta a Alejandría, ¿en qué piensas, Bruto?
Ahora la fellatrix egipcia se armará y me estará esperando con un ejército de mercenarios.
Recluta tropas Bruto. Recluta tropas y consigue fondos para la guerra.
Solo tú y yo podemos salvar a Roma de la desgracia.
CAYO CASIO LONGINO
Gobernador de Siria, Chipre, Cirenaica y Judea
Carta de Marco Juno Bruto a Casio Longino.
Atenas,
1 de aprilis del año 711 ad urbe condita.
Casio, Cicerón ha muerto. Ha sido proscrito primero y asesinado después por orden de Marco Antonio, Lépido y Octavio.
Los tres, lejos de enfrentarse como pensábamos, han unido sus fuerzas y han entrado en Roma. Ahora están dedicándose a proscribir a nuestros aliados, asesinando y confiscando sus bienes para financiar la guerra contra nosotros. Nos llaman los asesinos del dios César. ¿Te imaginas? Julio César ha sido declarado dios por el Senado Ahora somos los asesinos de un Dios.
Te he hecho caso y estoy reclutando tropas y dinero en todas mis provincias, pero me informan de que nuestros enemigos cuentan con casi treinta legiones. Yo apenas cuento con nueve. ¿Cuántas has podido reclutar tú? Dame instrucciones sobre dónde debemos vernos para unir fuerzas.
No sé si debemos esperar a nuestros enemigos en nuestras provincias o marchar hacia Roma.
No tengo mente para la guerra, Casio. Estas decisiones deberás tomarlas tú.
MARCO JUNO BRUTO
Gobernador de Macedonia, Grecia, Creta,
Bitinia, El Ponto y Asia.
*
En primer día del año 42 a. n. e. Cayo Julio César era declarado oficialmente dios por el Senado del pueblo de Roma. Octavio se hacía llamar, a partir de aquel momento, divus filius89 y se ordenaba la absoluta aniquilación de los asesinos del dictator.
Cuando la noticia llegó a Casio, en Siria y a Bruto en Macedonia, intensificaron el reclutamiento de tropas, el pillaje en sus provincias y los asesinatos selectivos. Desde su recién adquirida posición, Casio exigió tropas, dinero, armas o pertrechos a toda Siria, Judea, Pérgamo e incluso al propio Egipto, donde Cleopatra se negó a ayudar a los asesinos de su fallecido amante. De camino a Macedonia para encontrarse con Bruto, asoló Rodas, Sestos y Abidos.
Bruto, más comedido, recaudó oro y tropas de forma más o menos voluntaria en Tarso, Atenas, Creta o Nicosia. En general, respetó los templos y dejó semillas suficientes para volver a cosechar al año siguiente. Además, tuvo la preocupación de fundir el oro y acuñar moneda para poder comerciar más fácilmente. Las monedas llevaban su efigie.
Cuando los dos asesinos se encontraron contaban con diecinueve legiones. Estuvieron de acuerdo en marchar sobre Roma para librarla del triunvirato, restaurar la república y detener las locuras que, en opinión de Bruto y Casio, se cometían en el Senado. Decidieron detenerse a las afueras de la ciudad de Filipos90 ante las noticias de que Marco Antonio y Octavio avanzaban hacia ellos con veintidós legiones.
Casio y Bruto habían instalado a sus respectivas legiones en dos campamentos diferentes. Bruto estaba ya totalmente instalado, pero Casio seguía construyendo y desembarcado tropas cuando las legiones de Marco Antonio y Octavio aparecieron en el horizonte.
La relación entre los dos triunviros no podía ser ya peor.
Si poco se soportaban, la larga marcha hacia las provincias orientales para ir al encuentro de Casio y Bruto, no había facilitado las cosas. Octavio enfermó nada más salir de Roma. Volvieron las fiebres, los vómitos y las diarreas de las que se había visto libre durante el periodo transcurrido entre la salida de Apolonia y el inicio de la campaña contra los asesinos de su divino padre.
La enfermedad de divus filius ralentizó la marcha de las legiones, ya de por sí complicada por la falta de suministros. La sequía que asolaba al Mare Nostrum estaba dejando sin alimentos a todas las provincias y había encarecido el precio del grano hasta los quince denarios el modius. El principal culpable de este encarecimiento era ya a todas luces Sexto Pompeyo que, con sus actividades de piratería controlaba todo el norte del Mare Nostrum y conseguía asaltar tres de cada cuatro barcos. Sexto se había mostrado más conciliador con Casio y Bruto que con los triunviros, aunque no se posicionaba con ninguno de los dos bandos. Esperaba acontecimientos mientras negociaba con sus intendencias a precios cada vez más elevados. Marco Antonio a duras penas conseguía alimentar a sus tropas entre confiscaciones en masa, pillaje y los precios de Sexto Pompeyo, mientras Octavio no intervenía prácticamente en nada y era transportado en camilla semiinconsciente y con el rostro azulado.
La disposición táctica de Casio y Bruto en campamentos separados, fue la excusa perfecta que buscaba Marco Antonio para poder perder de vista a su incómodo aliado y le instó a construir también dos campamentos y dirigir cada uno por separado a sus respectivas tropas.
—Con un poco de suerte, el esfuerzo matará a Octavio —dijo Marco Antonio a Ventidio cuando regresó de la enésima negociación con Sexto Pompeyo.
—Con Octavio muerto tendremos una boca menos que alimentar.
—¿Cómo ha ido?
—Veinte sestercios en modius. Me consta que a Casio le está cobrando lo mismo —informó un Ventidio que sabía que a esos precios morirían de hambre antes que en una batalla.
Cuarenta y una legiones instaladas en cuatro campamentos esperaban hostilidades en Filipos.
Casio Longino ejercía el poder sin oposición entre las tropas de los autodenominados «libertadores». A Bruto se le veía francamente incómodo dirigiendo una guerra y siempre que podría se ausentaba de la tienda de mando, dejando toda la responsabilidad en Casio.
En los campamentos procesarianos las cosas eran muy distintas. Octavio casi no podía levantarse de su camastro y había delegado la dirección de sus legiones en Agripa, pero Marco Antonio se negaba a colaborar con veinteañero por muy buen militar que éste demostrase ser.
—Podríamos atacarles de noche de como hizo Escipión en Gens Cornelia contra Asdrúbal y Sifax. Escipión masacró los dos campamentos con la noche como aliada —dijo Agripa.
—Asdrúbal y Sifax eran dos salvajes. Estos son romanos. No tomaremos un campamento romano por sorpresa —respondióVentidio, dado que Marco Antonio casi se negaba a hablar con Agripa.
—Deberíamos atacar antes de que Casio Longino termine de desembarcar sus tropas como hizo Milciades en Maratón. Están desorganizados y desprevenidos. Podríamos asestarles un golpe definitivo antes de que acaben de parapetarse —propuso de nuevo Agripa.
—No. Tengo una idea mejor, Agripa. Construiremos un gran caballo de madera donde esconderemos a nuestros mejores hombres, fingiremos retirarnos y cuando metan el caballito en su campamento… —La chanza de Marco Antonio hizo reír a todo el praetorium y provocó que Agripa se llevase la mano derecha a la empuñadura de su gladium.
Marco Antonio observó el gesto y miró al joven desafiante.
—Hazlo chico. Acabemos esto de una vez. Primero te mataré a ti y después acabaré lo que parece que la naturaleza ha empezado en la tienda de mando de tu campamento.
—Calmémonos todos —dijo con tono conciliador Ventidio—, quizás el chico sí que ha tenido una idea interesante.
Todos se volvieron hacia el veterano general de intendencia.
—Están desembarcando y el campamento de Casio no está acabado. Bruto está muy bien parapetado, pero el campamento de Casio sigue sin concluir por el flanco sur.
—Lo tendrán tremendamente vigilado —intervino Marco Antonio.
—Así es, pero, ¿cómo quedará esa vigilancia en mitad de una batalla en campo abierto? Si pudiésemos deslizar hombres al sur sin ser vistos y crear una distracción en el campo de batalla…
—Podría funcionar —dijo Agripa ávido por participar.
Bruto y Casio habían situado sus campamentos a ambos lados de un promontorio rocoso con el mar jónico a sus espaldas y su imponente flota, secundada en gran parte por Sexto Pompeyo, como retaguardia. Bruto estaba al norte y Casio al sur.
En oposición y con apenas tres millas romanas de por medio, estaban los campamentos de Marco Antonio y Octavio. En este caso en medio de una imponente llanura polvorienta. Los triunviros tenían dos campamentos desiguales en tamaño. El de Octavio era más pequeño, albergaba tan solo cinco legiones novatas y la inmensa mayoría de los suministros, pertrechos y los fondos para la guerra. Estaba al norte, enfrentado al campamento de Bruto. Marco Antonio había concentrado a las otras diecisiete legiones en un descomunal campamento al sur de Octavio y enfrentado al de Casio.
*
Alrededores de Filipos, Macedonia.
3 de octobris del año 42 a. n. e.
Marco Antonio, con Agripa como legado mayor —a regañadientes— hizo salir a sus tropas de su campamento por cohortes91 en formación de testudo.92
Cuando la totalidad de las diecisiete legiones estuvieron desplegadas a la vista de Casio y Bruto, Marco Antonio ordenó atacar sin más preámbulo o arenga. Las legiones comenzaron a avanzar lenta y trabajosamente.
—Formación de testudo. Muy conservador para ese descerebrado de Marco Antonio, ¿no crees, Bruto? —dijo casi retóricamente Casio viendo venir al enemigo.
—Nos tendrá miedo.
—Y si nos tiene miedo, ¿por qué nos ataca? Bruto, vuelve a tu campamento y mantente alerta. Hay algo extraño en este ataque.
Lo que Casio y Bruto no veían desde sus posiciones era que dentro de cada uno de aquellos cuadrados perfectamente fortificados no había trescientos hombres, como se daba a entender. Los legionarios habían atado sus escudos a largas picas, de modo que un solo hombre sosteniendo una de aquellas picas, mantenía sobre sus cabezas cuatro escudos. Los flancos si iban completos, pero la estratagema permitía que la mitad de cada cohorte estuviese escondida al sur del campamento de Casio esperando su momento. Para terminar de dar la sensación de bullicio, varios no combatientes se dedicaban a levantar polvo removiendo ramas de árboles contra el suelo, detrás de cada cohorte.
Casio vio aproximarse a su enemigo y, en un mar de dudas, mandó salir al grueso de sus hombres de su campamento.
Agripa, que comandaba las legiones que formaban los falsos testudos, sonrió entre dientes al ver que su engaño tenía éxito. Casio desprotegía en flanco sur para concentrar hombres en el centro de la batalla.
Las legiones de los libertadores se lanzaron a un ataque un tanto desordenado ante la confianza que despertaba en ellos la formación excesivamente cauta de sus enemigos. La carrera de los primeros y las ramas agitadas contra el suelo de los segundos, levantaron una polvareda que impidió a Casio ver cómo en un rápido movimiento se deshacían los testudos de Marco Antonio y tan solo doce legiones, de las diecisiete que aparentaban ser, formaban en una triple línea clásica para repeler al enemigo. Los primeros legionarios de los libertadores que notaron la estratagema quisieron avisar a sus mandos, pero o bien eran abatidos por sus enemigos, o atropellados por sus propios compañeros que no habían notado aún el engaño y seguían cargando con fiereza. Aun así, el choque entre aquellas dos fuerzas de infantería romanas fue brutal. Durante más de una hora se mantuvieron las líneas con igual número de bajas entre ambos bandos, incrementando si cabe, la nube de polvo que lo rodeaba ya todo.
En el flanco sur del campamento de Casio, cinco de las legiones más experimentadas comandadas por el mismísimo Marco Antonio, encontraban una débil defensa compuesta por tan solo una legión de novatos. La mayoría huyeron hacia la marisma al verse desbordados por los aguerridos veteranos del triunviro, que entraba en el campamento de Casio arrasándolo todo a su paso sin que el propio Casio se hubiese dado aún cuenta de lo que estaba pasando.
En el campamento norte, Bruto permanecía totalmente cegado por la nube de polvo. Oía el fragor de la batalla y los toques de corneta que ordenaban una u otra formación, pero no sabía lo que estaba pasando. Su legado mayor, Léntulo Spinter se estaba desesperando y le conminaba a atacar y a unirse a la batalla.
—Debemos actuar, Bruto.
—Casio ha dicho que esperemos.
—No sabemos lo que está pasando. Marco Antonio ha sacado al exterior muchos más hombres que Casio, podría necesitar nuestra ayuda.
—Casio ha dicho que esperemos —decía Bruto, cada vez más temeroso.
Al final Léntulo decidió tomar la iniciativa y ordenó a sus hombres salir al exterior del campamento ante la mirada aterrada de Bruto, que no se atrevió a contradecir la orden ante el júbilo de sus legiones por entrar en acción. Pero Spinter no quería unirse a la batalla central y meterse en la incierta polvareda. Ordenó atacar las posiciones de Octavio, donde sabía que solo había cinco legiones.
Seis legiones de Bruto, comandadas por Spinter cayeron como un rayo sobre el campamento de Octavio. Nadie entre los hombres del enfermo triunviro esperaba aquel ataque y sus tropas no estaban ni mucho menos preparadas para repelerlo. En unos instantes, Spinter saltaba las empalizadas del campamento norte de los triunviros y comenzaba a masacrar a las cinco legiones de Octavio. Éste salió de su semiinconsciencia, zarandeado por Cayo Cornelio, que le pedía que se pusiese a salvo. Los hombres de Spinter se habían hecho ya con el control del campamento y estaban pasando a cuchillo a todo el que encontraban y comenzando a saquearlo.
Varios de los legionarios de Spinter accedieron a la tienda de Octavio mientras el joven era ayudado por Cornelio a ponerse de pie. Las legiones de los libertadores no habían visto jamás a Octavio, pero las fasces de lictor de Cornelio le delataban y reconocieron rápidamente al joven moribundo que tenían delante. Cornelio dejó a caer a su protegido de nuevo sobre el camastro y desenvainó su gladium al tiempo que avanzaba hacia sus atacantes. Ensartó al primero de ellos que aún se encontraba confuso y maravillado ante la presencia de Octavio en la tienda. Arañó el cuello apenas con la punta de su gladium al segundo, pero fue suficiente para hacerle sangrar y que el legionario abandonase la tienda presa del pánico, arrojando sus armas y llevándose las manos al cuello para contener la hemorragia. Cornelio tomó el gladium que había abandonado su enemigo y con un arma en cada mano se abalanzó hacia los dos libertadores que quedaban. El primero de ellos le hirió en un brazo, pero Cornelio se quedó lo suficiente cerca de su oponente para hundir su codo en la nariz del legionario en un golpe brutal que le tiró de espaldas y le dejó inconsciente. El último oponente hirió a Cornelio gravemente en el vientre, pero el centurión aún tuvo tiempo de clavar su gladium en el esternón de su enemigo antes de caer de rodillas. Alzó la vista buscando a Octavio y pudo ver con agrado que su líder había recuperado la consciencia y se esforzaba por mantener un gladium en sus manos en posición defensiva.
—Huye. No deben prenderte. —Fueron las últimas palabras de Cayo Cornelio antes de desplomarse sobre sí mismo en un charco de sangre.
Octavio rasgó la parte lateral de su tienda y consiguió salir del campamento con dirección a un cañaveral cercano. Iba sin coraza, sin armas y sin escolta.
Los legionarios libertadores con los que se cruzó estaban demasiado ocupados desvalijando el campamento como para prestar atención a otro crío que corría aterrado. Algún legionario libertador se preocupó de izar la enseña de Léntulo Spinter para informar de que se había tomado el campamento, pero a todos los hombres se les iban los ojos detrás del botín de guerra que estaban saqueando, y aquel legionario no reparó en arriar la bandera de Octavio.
En el centro de la batalla, la mayor preocupación de Agripa era que la contienda se mantuviese igualada. No debía perder hombres, pero tampoco podía desbordar al enemigo y que éste ordenase una retirada. Agripa debía dar tiempo a Marco Antonio para tomar el campamento de Casio y una retirada llenaría su campamento de legionarios libertadores.
Casio seguía ciego por la nube de polvo en suspensión y no se dio cuenta de la estratagema de sus enemigos hasta que no fue atacado por la espalda. El tumulto de la batalla que tenía delante, pero no veía, se vio súbitamente eclipsado por el inconfundible sonido de las armas chocando, pero esta vez detrás de sí. Casio Longino entendió que habían accedido a su campamento y que estaba prácticamente vencido. No supo entender de donde habían salido aquellas tropas, pero no le quedó más remedio que ordenar la retirada del campo de batalla central y abandonar su campamento con dirección al de Bruto. Quiso aprovechar el promontorio que separaba ambos campamentos para saber que estaba pasando, pero lo único que acertó a ver fue la enseña de Léntulo Spinter ondeando en el campamento de Octavio junto a la de divus filius. Casio pensó que Spinter había desertado junto con buena parte de los hombres de Bruto.
Echó la vista a su campamento y lo vio totalmente perdido. Oyó cómo las cornetas de Agripa ordenaban masacrar a un enemigo en franca retirada. Buscó el campamento de Bruto que permanecía en cierta paz y totalmente acantonado. Sumo todos los factores e intuyó que había perdido aquella batalla y su causa.
Cayo Casio Longino bajó de su nervioso caballo y ante la atenta mirada de su escueta escolta se desabrochó la coraza, se arrodilló, desenvainó su gladium oponiendo su afilada punta a su esternón y se ensartó a sí mismo pensando que prefería morir antes que vivir en un mundo donde Cayo Julio César era un Dios. Casio aún respiraba cuando llegó la noticia de que Spinter en realidad había tomado el campamento de Octavio, pero era demasiado tarde.
Marco Antonio, ensangrentado de pies a cabeza y con varias heridas menores en brazos y piernas, se paseaba satisfecho por el campamento de Casio buscando enemigos con los que acabar cuando pudo oír que las legiones de Agripa se retiraban. El insistente toque de corneta le ofuscó y le preocupó, aunque sabía que había ganado la batalla.
—¿Por qué se retira ese imberbe? —preguntó a Ventidio que casi no había entrado en combate.
—No lo sé, Marco Antonio, pero la batalla está ganada. Los hombres de Casio no tenían campamento al que retirarse. Los que no han muerto se han rendido, y tan solo algunas centurias han conseguido llegar al campamento de Bruto. La victoria es total.
Mientras, Agripa, avisado del asalto al campamento de su amigo, había caído sobre los últimos hombres de Spinter que todavía huían del recinto, cargados de objetos de valor. Los legionarios libertadores, cegados ante la posibilidad de rapiña, habían abandonado sus armas y escudos para poder cargar con más riqueza y fueron masacrados por las legiones de Agripa, aún sedientas de sangre. Pero pocos eran ya los hombres de Spinter que quedaban allí. La mayoría se había retirado desordenadamente junto a su líder tras oír las confusas órdenes de retirada que se habían sucedido. Agripa corrió a la tienda de Octavio y descubrió aterrado el cadáver de Cornelio, el calzado de divus filius y la tienda rasgada. Se volvió loco buscando a su amigo vivo o muerto por todo el campamento y, cuando la búsqueda se mostró infructuosa, se temió que hubiese sido capturado por el enemigo, aun así ordenó ampliar el radio de búsqueda a los alrededores del campamento.
«Divus filius» se peleaba en solitario por avanzar en medio de aquel intenso cañaveral para evitar una ignominiosa captura. Ahora pensaba que debía haberse hecho acompañar de al menos un gladium, pero pesaba demasiado para su débil cuerpo. Octavio intentaba mantener la concentración, no hacer ruido y avanzar entre los cortes que le iban produciendo las cañas y las heridas en sus pies descalzos. Oyó voces que le llamaban aquí y allá, pero desconocía si eran enemigos, de modo que siguió avanzando entre la maleza. Cuando su cuerpo no pudo más, cayó al suelo y siguió gateando en silencio. Tras esto, ni siquiera sus rodillas conseguían aguantar su peso y tan solo le quedó arrastrase entre delirios.
Octavio fue encontrado inconsciente al atardecer del aquel día por tropas amigas y llevado al campamento de Marco Antonio. El suyo propio había quedado inservible.
Tres días necesitó Octavio para recuperar la consciencia. Tres días en los que Agripa no se separó de él temiendo un atentado de Marco Antonio. Pero su compañero triunviral se limitó a rezar a los dioses propios y ajenos implorando su muerte. Sus súplicas no solo no se vieron concedidas, sino que Octavio se recuperó milagrosamente y en cinco días tras la batalla, acudía al praetorium en persona, con sorprendente buen aspecto, para ser informado de la marcha de la guerra.
—Pudo ser una victoria completa —informaba Marco Antonio—. Casio ha muerto y han perdido ocho legiones. Tu soldadito Agripa, dilapidó una de mis legiones en el campo de batalla. Hubiese sido una pérdida asumible de no perder tú otras cinco legiones en tu desastrosa defensa de tu campamento.
Agripa, presente en el praetorium, tuvo que respirar hondo para no abalanzarse sobre Marco Antonio.
—En definitiva, hemos quedado en tablas, pero los hombres de Spinter nos han robado los fondos para la guerra y buena parte de la comida y pertrechos. Por lo que estamos peor que antes a pesar de haber ganado la batalla central. Ahora no tenemos comida para alimentar a nuestras legiones, ni podemos comprarla —informó Ventidio que, como general de intendencia, se había preocupado de hacer inventario.
—¿Alguna sugerencia, Agripa? —preguntó burlón Marco Antonio esperando una de sus estrategias históricas.
—Arrasar el campamento de Bruto. No nos queda otro remedio —dijo Octavio.
—Oh, el general de los cañaverales ha hablado. Casi te capturan, inepto. ¿Imaginas las consecuencias de que hubieras caído prisionero?
—No lo hicieron —respondió Agripa desafiante.
—Y algo hemos aprendido —intervino Octavio—. Cuando inicies una batalla, acábala.
—En cualquier caso, tenemos que actuar. Atacamos o nos retiramos —intervino de nuevo Ventidio queriendo aplacar ánimos.
—El campamento de Bruto no es el de Casio. Está acabado, bien pertrechado y no lo veo accesible por ningún flanco. Gracias a nuestra comida, no tiene problemas de suministros por lo que si no quieren salir a combatir nos mataran de hambre. Quizás debamos pensar en replegarnos —dijo casi pensando en voz alta Marco Antonio.
—Habrá que hacerlos salir —dijo Agripa sin contemplar la opción de abandonar Filipos sin una victoria rotunda.
En el campamento de Bruto las cosas se veían de forma parecida. Ahora albergaba diez apretujadas legiones, dos más del número para el que fue concebido. Aunque no faltaban alimentos.
Los hombres tan solo habían salido para arrasar los restos del campamento de Casio y usarlos para reforzar aún más el suyo propio. Nadie en la tienda de mando ni entre los veteranos de aquellas diez legiones pensaba que aquel imponente campamento pudiese ser tomado. Al contrario, se podría defender de cualquier fuerza enemiga con tan solo cuatro legiones.
Bruto se había quedado solo al mando de las fuerzas libertadoras y se sentía seguro y protegido en el recinto, aunque echaba de menos a Casio tomando decisiones.
Por su parte, Léntulo Spinter se había ganado el respeto y la admiración de las legiones con su arriesgada acción y era el más proclive a salir a luchar contra los triunviros antes de que recibiesen suministros o más refuerzos.
—Debemos llamarles a la batalla. Esta vez no habrá engaños ni subterfugios. Una lucha en campo abierto. Les venceremos —decía Spinter en un praetorium atestado de asesinos de Julio César.
—No podemos salir de aquí. Nos superan en número —negaba Bruto.
—Más razón para provocar una batalla antes de que se reorganicen o encuentren la forma de asaltarnos —contestó Quinto Ligario.
—No podrán asaltarnos, ¿verdad, Cimber? Estamos seguros aquí —dijo Bruto mirando a Metelo Cimber.
Todos los hombres reunidos en el praetorium evitaron la mirada de su inseguro líder. La inacción tampoco era una opción para ellos.
Pero Bruto seguía su obstinación y era capaz en solitario de encontrar argumentos para su actitud, basándose en sus conocimientos de las estrategias de antiguos generales romanos.
—Haremos la guerra de Fabio93. Se verán obligados a retirarse.
El miedo de Bruto y el temperamento de Marco Antonio hicieron el resto: cada mañana las tropas de los triunviros salían al campo de batalla a provocar a los libertadores.
Insultos, chanzas, canciones y continuas menciones a la cobardía de las legiones que permanecían acantonadas en el campamento de Bruto, fueron minando la moral de sus hombres hasta provocar la casi rebelión en la tienda de mando.
—Bruto, salimos a combatir o habrá una rebelión. Los hombres ya hablan de desertar —informó Spinter.
—Debemos luchar —le apoyó Cimber.
—Perderemos a los hombres por muerte en el campo de batalla o por deserción aquí dentro —dijo Publio Servilio Casca, refrendado por su hermano Cayo.
Bruto tuvo que ceder, y en la mañana del 23 de octobris del año 42 a. n. e. sacó a ocho de sus diez legiones al exterior de su campamento para entablar la que sería la batalla final por la memoria de Julio César.
Marco Antonio les opuso catorce legiones y esperó a que los libertadores comenzasen la batalla. Pero Bruto seguía en su indecisión y con los hombres ya en el exterior y formados para el ataque, seguía intentando convencer a sus legados de que aquello era un error.
—Podemos volver dentro ordenadamente. Apenas habrá bajas.
—Bruto, no voy a pedirte que dirijas esta batalla porque sé que eres incompetente para ello. Pero o te diriges a las tropas para arengarlas inmediatamente o te relevaremos del mando —dijo Spinter.
Marco Juno Bruto no tuvo otra opción que salir al campo de batalla que tanto temía a lomos de un caballo y con la capa púrpura de general que tan grande le venía. El acto provocó la sonrisa de Marco Antonio que le veía desde la lejanía.
—Legionarios de Roma —comenzó Bruto, inseguro y sin mirarles—. Bien sabéis que no quiero esta batalla. Los dioses me han situado hoy en Filipos al frente de este ejército que no quiero perder…
—¿Cómo? —se preguntaban los legionarios—. ¿Da por hecho que vamos a perder?
—Las tropas de nuestro enemigo nos superan en número y visto lo ocurrido hace tres semanas, también lo hacen en estrategia —continuó Bruto.
—Y en valor —dijo entre dientes Spinter mirando a Bruto con cara de asco.
—No voy a obligaros a luchar y quiero deciros que las puertas del campamento permanecerán abiertas para los que no puedan permanecer en el campo de batalla.
—Fantástico, los anima a desertar —dijo Cayo Servilio Casca con los ojos saliéndosele de sus órbitas.
—Roma os necesitará en futuras batallas y mejores ocasiones vendrán para restablecer la república de nuestros padres.
Bruto consiguió mostrar su pavor y desmoralizar a las tropas en un solo discurso. Pero los libertadores que sí creían en la victoria, detuvieron a su líder y le acompañaron al promontorio desde el que debía ser dirigida la batalla. Spinter, los hermanos Casca, Cimbro y los demás esperaron la orden de atacar mirando a Bruto expectantes. Pero la orden no llegaba.
—Debemos esperar a que el sol esté más alto y no deslumbre a nuestros hombres —dijo Bruto.
—Llevan demasiado tiempo en formación sin beber; que les den agua —se excusó instantes después.
—Es la hora del rancho. Las legiones deben luchar con el estómago lleno. Que se reparta la comida —añadió instantes después un empequeñecido Bruto.
Marco Antonio, Agripa, Octavio y Ventidio asistían a aquella farsa sin saber demasiado bien lo que estaba pasando y esperando pacientes a que iniciaran las hostilidades. Si atacaban ellos, sus enemigos podrían volver al interior del campamento y la situación volvería a ser la misma.
Al fin, pasado el mediodía Bruto no tuvo más remedio que ordenar el ataque. Las legiones libertadoras avanzaron con la moral algo restituida al ver entre ellos a muchos de sus legados.
Bruto tenía la esperanza de que las pocas horas de luz que le restaban al día depararían una batalla corta y con pocas bajas y que aquella guerra debería dirimirse otro día. Pero los triunviros necesitaban acabar allí y aquel momento. Calvino no había conseguido penetrar en el cerco marítimo con los pertrechos que tanto necesitaban Marco Antonio y Octavio. Había sido derrotado por la flota libertadora apoyada por Sexto Pompeyo y, literalmente estaban comiéndose el pasto de los caballos para sobrevivir.
Aquella hambre se convirtió en sed de sangre y victoria, y el ataque del ejército triunviral destrozó a las tropas de Bruto desde el primer instante. Primero consiguieron romper su frente en dos y después volvieron a romper las líneas libertadoras otras dos veces, hasta rodearlos en cuatro cuadrados donde las tropas de Marco Antonio mataron a placer a las de Bruto, sin piedad ni compasión.
Antes de caer el sol, Bruto, unos pocos fieles y algunos esclavos abandonaban el campo de batalla hacia el sur, y lo que quedaba del ejército libertador se rendía sin remisión. Cuatro legiones completas fueron hechas prisioneras.
Marco Juno Bruto y sus pocos incondicionales cabalgaron hasta reventar los caballos perseguidos de cerca por la caballería de Marco Antonio. Consiguieron ocultarse en el bosque sin comida ni agua y pudieron oír claramente cómo el sonido de la batalla se apagaba por falta de contendientes, no por la distancia. Derrotados, desmoralizados y sedientos, se detuvieron y encendieron una hoguera para al menos poder calentarse.
Bruto tenía lágrimas resecas en su rostro y entre el silencio sepulcral de sus acompañantes tomó su gladium y se apuntó a sí mismo con él. Ninguno de sus acompañantes le detuvo o le animó. La devotio era lo correcto y se consideraba una muerte digna.
Pero a Bruto le faltó el valor para acabar su acción.
—Estanio, por favor —requirió a uno de sus esclavos.
—Bruto, yo… —acertó a decir el joven ante la última orden que le daba su dueño.
—Hazlo. Yo no soy capaz.
El joven tomó el arma que le ofrecía su amo perfectamente ajustada a su esternón y empujó apoyándose en su hombro hasta atravesar a Bruto y sacar la afilada punta del gladium por su espalda. Marco Juno Bruto con gesto desencajado por el dolor, cayó de rodillas primero y sobre un costado después, mientras un hilo de sangre se deslizaba entre sus labios. Soltó un grito ahogado seguido de un agónico intento de buscar aire mientras la vida desaparecía de sus ojos y su sangre se mezclaba con la hierba de los bosques de Filipos.
Además de los mencionados Bruto y Casio, los asesinos de Julio César, Léntulo Spinter, los hermanos Cayo y Publio Servilio Casca, Quito Ligario, Pacuvio Labeón, Quintilio Varo, Cayo Hemicilo, Marco Porcio Catón (hijo) y Livio Druso Nerón, murieron en aquella batalla. Quinto Hortensio y Marco Favonio fueron capturados vivos y ejecutados pocos días después.
Mesala Corvino y Cayo Claudio consiguieron huir con vida por mar.
Siete mil hombres fueron hechos prisioneros. Las otras cuatro legiones supervivientes de Casio y Bruto cambiaron de bando y juraron lealtad a Octavio a pesar de ser Marco Antonio el que había ganado las dos batallas.
Los libertadores eran historia.
Con el fin de las hostilidades, se produjo el levantamiento del bloqueo marítimo al que Sexto Pompeyo sometía a Octavio y Marco Antonio y en los siguientes tres días, además de suministros, llegaron noticias y el correo de Roma.
Carta de Octavia a su hermano Octavio divus filius.
Roma.
14 de septembris del año 711 ad urve condita
Queridísimo Octavio:
Me veo en la obligación de escribirte para darte malas noticias.
Nuestra madre ha muerto.
Atia Balba Cesonia falleció mientras dormía en su casa de Roma, parece que no sufrió ni se le conocía enfermedad alguna. Sencillamente no despertó en la mañana del día 6 de septembris. Los esclavos alertaron a los doctores (pues Filipo se encontraba en Ostia), pero solo pudieron certificar lo peor.
Roma llora la muerte de tan insigne matrona y el Senado decretó luto oficial en toda la ciudad. Filipo se ha encargado de las exequias ante la imposibilidad de esperarte y que asistas.
Tengo que decirte que se organizó un cortejo fúnebre pocas veces visto en Roma y que se rindieron los más altos honores a nuestra madre, con continuas referencias a tu persona y al tío Cayo Julio.
Espero que tus éxitos militares estén siendo grandiosos y encuentres unos instantes de paz para llorar a nuestra madre.
Pocas noticias llegan a Roma sobre la campaña a la que asistes y las que llegan son confusas. Espero que estés bien.
Yo estoy embarazada de nuevo de Marcelo. La vida en el palacio de Hortensio se ha hecho más fácil para mí, aunque te echo de menos.
Tu esposa Claudia Pulcra os envía saludos a ti y a su padrastro.
Espero verte pronto y victorioso en Roma.
OCTAVIA TURINA MINOR
Divus filius dejó caer el papiro con lágrimas en los ojos y una mezcla de rabia y frustración contenida en su mirada. Su madre muerta e incinerada sin su asistencia, e imaginar las sucias manos de Marcelo poseyendo de nuevo a su hermana, desencadenaron un violento ataque de furia. Octavio dejó para otro momento el resto del correo de Roma. Se envolvió en su sagum impregnado en grasa para protegerse de la lluvia que caía sobre el campamento y salió a pasear con paso firme, pero sin rumbo preciso.
En los alrededores del praetorium, los legionarios preparaban las piras funerarias para Bruto, Casio y lo más granado de los libertadores caídos. Marco Antonio había dado órdenes de que fuesen incinerados con honores militares por considerarlos dignos enemigos. Divus filius no había puesto objeciones por considerar una especie de justicia poética que Bruto se encontrase con Caronte con una moneda con su propia efigie bajo la lengua. Tan solo se afanó en encontrar una de aquellas monedas que el propio Bruto había acuñado tras expoliar los templos de las ciudades que iba arrasando y dar instrucciones de que se usasen esas y no otras durante los funerales.
Pero las noticias de Roma habían enfurecido sobremanera a Octavio y sus furibundos pasos bajo la fina lluvia del campamento de Filipos, le llevaron hasta las piras funerarias de sus enemigos.
—Dame tu gladium —dijo a uno de los lictores que le acompañaban.
El legionario entregó su arma a Divus filius sin inmutarse ni pensar en la orden.
Octavio se acercó a la pira funeraria donde se había depositado cuidadosamente el cadáver de Bruto y asestó un tajo sobre su cuello con todas sus fuerzas. No consiguió separar la cabeza del cuerpo totalmente, pero si desequilibrar los maderos y hacer que todo el conjunto funerario se viniese abajo con cierto estruendo.
El sonido llegó a oídos de Marco Antonio en su tienda y salió a ver qué pasaba. En la distancia pudo ver cómo su odiado sobrino segundo se afanaba en golpear algo con un arma, al tiempo que cierto número de legionarios iba agolpándose alrededor. Marco Antonio se acercó curioso a la escena y para cuando llegó a la altura de Octavio y se abrió paso entre los hombres, Divus filius portaba ya su trofeo sostenido por el cabello a la altura de su propia cabeza. El silencio a su alrededor era sepulcral.
—Octavio, por favor… —alcanzó a decir Marco Antonio al ver la macabra escena.
—Es un enemigo mío, de nuestra familia, de Roma y de la república. No merece tantos honores. Es el asesino de un dios —dijo Divus filius con las lágrimas que caían de sus ojos mezclándose con la lluvia sobre su rostro.
—Tan solo va a ser incinerado.
—La cabeza no. Enviaré su cabeza a Roma para ser expuesta en el foro —dijo Divus filius mientras se afanaba en sacar la moneda de la rígida boca de Bruto.
—¿A Roma?, ¿con estos vientos? Tardará un mes en llegar y estará podrida.
—Seguirá siendo la cabeza de Bruto. No merece más.
Octavio arrojó la cabeza al suelo hacia donde estaban sus lictores dando instrucciones de que le introdujesen en salmuera para conservarla y se dirigió con el gladium en la mano hacia la pira donde se hallaba el cadáver de Casio. Marco Antonio, empapado en agua, pues no llevaba sagum ni más protección que su coraza y su faldilla de tiras de cuero, se interpuso a su compañero triunviro.
—Ya es suficiente, Octavio.
Divus filius intentó esquivarle y Marco Antonio se vio obligado a agarrarle imponiendo su superioridad física.
—Es suficiente, Octavio —repitió Marco Antonio.
Los lictores de uno y otro triunviro no sabían que hacer ante la escena y algunos de ellos se llevaron las manos a las empuñaduras de sus armas. Los dos hombres se miraron desafiantes y, tras unos instantes, Octavio soltó su gladium y su tío segundo relajó sus músculos soltándole y provocando la relajación general de los ánimos entre los testigos de la escena.
—No merecen un funeral. Tú sabrás por qué honras a los asesinos de mi padre —dijo Octavio alejándose de la escena.
Marco Antonio, con la respiración acelerada, vio alejarse a su sobrino y quiso buscar con la mirada a Agripa. «Por suerte no había estado presente —pensó Marco Antonio—, de haber estado allí, la situación podría haberse vuelto peligrosa para todos».
Pero Octavio no estaba satisfecho. Continuó con su deambular sin destino claro seguido de sus lictores hasta llegar a la zona sur del campamento donde se amontonaban los prisioneros. Divus filius comenzó a pasearse ante ellos con aires de grandeza hasta quedar mirando a dos prisioneros de muy diferentes edades, pero cierto parecido físico.
—¿Sois familia, legionarios?
—Padre e hijo, general —contestó respetuosamente el mayor de ellos.
—Perfecto —dijo Octavio entre dientes—. Vamos a organizar un pequeño espectáculo de gladiadores. Dadles armas.
Varios de los lictores que acompañaban a Divus filius rodearon a los prisioneros y les tendieron sendos gladium. Algún otro lictor se fue a buscar a Agripa discretamente, mientras veía que algunos hombres se dirigían requerir nuevamente la presencia de Marco Antonio. Pero el triunviro decidió no intervenir en la suerte de los prisioneros y se quedó en su tienda esperando que los problemas no fuesen a más mientras revisaba su propio correo. Pronto descubrió una carta de Fulvia Flaco que le informaba de la muerte de Atia Balba y concedió cierta dispensa a la actitud de su sobrino segundo.
Agripa por su parte llegó corriendo sin coraza ni sagum a la altura de Octavio justo a tiempo para oír las disposiciones que Divus filius imponía a su nuevo divertimento.
—Lucharéis hasta la muerte. Si lo hacéis con fiereza y honor, el vencedor quedará libre y se irá por su propio pie de este campamento. Si os negáis a luchar os cortaré los testículos, las manos, la lengua y os sacaré los ojos lentamente.
Padre e hijo miraban a Octavio aterrados y después se miraron entre sí con tristeza.
—Octavio, ¿qué estás haciendo? —intervino al fin Agripa para alivio de los lictores.
—Estoy dando a los asesinos de mi padre lo que merecen.
—¿Alguno de ellos estuvo implicado en el asesinato?
—No, pero apoyaron a quienes lo hicieron. Estos hombres se alistaron libremente.
—Son legionarios. Buscaban fortuna y cumplían órdenes.
—¡¡Pues se alistaron en el bando equivocado, Agripa!!
Agripa quedó mudo y cabizbajo ante la respuesta de su líder. Estuvo tentado de abandonar la escena, pero optó por quedarse y velar por la seguridad de Divus filius.
—Luchad, maldita sea —dijo Octavio a sus víctimas con desdén.
—Déjame matarte. Al menos será rápido —dijo el más joven a su padre.
—No. Te mataré yo a ti. Suelta el gladium y permíteme ver cómo te vas de este mundo sin sufrir —contestó su padre.
—No padre, no puedo irme así —dijo conteniendo las lágrimas al tiempo que hacía chocar levemente su arma con la de su eventual enemigo.
—¡Luchad u os desollaré vivos! —intervino Octavio impertérrito.
Los dos hombres chocaron de nuevo sus gladium sin belicosidad mientras adoptaban una actitud defensiva y comenzaban a girar entre sí.
—No le demos el espectáculo que busca. Déjate vencer —continuó el más joven.
—No puedo dejarte morir así. —Fueron las últimas palabras entre ellos antes de que el padre lanzase un ataque con todo lo que tenía sobre su propio hijo. El joven repelió el primer envite con actitud totalmente defensiva e intentando no causar daños a su progenitor. Este repitió el ataque hasta hacer retroceder a su hijo contra la barrera circular que formaban los lictores, estos le empujaron hacia adelante haciéndole perder el equilibrio y bajar su defensa. Su padre aprovechó la ocasión para ensartarle primero en el vientre y asegurar la muerte rápida después, rebanándole el cuello. El joven estaba muerto antes de caer al suelo.
El veterano legionario quedó mirando a su hijo fallecido mientras recuperaba el aliento y tras unos instantes buscó a Divus filius con la mirada.
—No ha sido una lucha honorable. Ahora tendré que matarte. Prendedle y desarmarle.
—No esperaba menos de ti —dijo el veterano con todo el odio que pudo concentrar en sus palabras.
Los lictores sujetaron al legionario que se dejó hacer sin oponer resistencia. Divus filius tomó una daga corta y se acercó a él sin expresión en el rostro. Situó su arma por debajo de un ojo del cautivo y ensartó el arma lentamente entre los aullidos del legionario. Se los arrancó sin excesivo esfuerzo, limpió delicadamente la sangre de la daga sobre las ropas de su víctima y le sacó el otro ojo con la misma parsimonia. Al veterano legionario le fallaron las rodillas y quedo suspendido entre los lictores entre lamentos y con la sangre corriéndole por todo el cuerpo desde la cara.
Octavio, con uno de los ojos aún ensartado en su daga, le miró con cara de asco, se dio la vuelta para dirigirse a su tienda y ordenó a sus lictores acabar con la vida del desgraciado.
La cabeza de Bruto fue envasada en salmuera y enviada a Roma en barco, pero jamás llegaría a la ciudad. Tanto la embarcación como su carga se perdieron en el Mare Nostrum.
Sin enemigos, con el Senado a sus pies y Roma entregada, los triunviros se dispusieron tras la batalla de Filipos a un nuevo reparto del mundo. Lépido recibiría las provincias de África y Cirenaica, las más alejadas de Roma. Marco Antonio se quedaba con todo el este: Macedonia, Grecia, Creta, Siria, Judea, Chipre, Bitinia, El Ponto y Asia, además de la Galia Transalpina.
Por su parte, Octavio se quedaba con la propia Roma, la Galia Cisalpina, las Hispanias y Sicilia, de la que tendría que desalojar a Sexto Pompeyo.
*
Marco Antonio estaba decidido a continuar los planes que fraguó su primo antes de morir y pretendía invadir Partia. Era la única forma de superar el prestigio de Julio César y de conseguir un buen botín de guerra tras cuatro décadas de guerras civiles. Pero para preparar esa campaña necesitaba dinero y la única forma de conseguirlo era volver a exprimir a aquellos que habían ayudado a Bruto y Casio y que ahora temían la llamada del triunviro.
Marco Antonio estableció la capital de sus provincias inicialmente en Nicomedia94 y se dedicó a hacer llamar a todo príncipe, reyezuelo, monarca, gobernador o sátrapa del que hubiese indicios de que había ayudado a los libertadores o que tuviese oro suficiente para pagar una cuantiosa multa, independientemente de su implicación real. En los siguientes meses cambió la ubicación de su capital a Atenas, Tarso, Mileto y Antioquía sin llegar a establecerse realmente en ningún lugar, entre interminables bacanales y borracheras y perdiendo el interés por la guerra en Partia. Finalmente, tras encontrarse con Cleopatra en Tarso y hacerse amantes, se trasladó a Alejandría en el otoño del año 41 a. n. e.
Octavio regresó a Roma y la ciudad le recibió como a un héroe a pesar de su pobre participación en Filipos. Se concentró en reorganizar la ciudad y la república como hubiese hecho su divino padre. Nombró a Agripa pretor urbano para encargarse de la justicia, aunque extraoficialmente también se encargaba del mantenimiento de los edificios públicos y de las cloacas, lugar que no se limitó a reorganizar desde planos. Agripa recorrió las cloacas romanas, en barca donde era posible y a pie el resto hasta escudriñar cada rincón y ordenó obras de ampliación y mejora aquí y allá. Los ciudadanos romanos se maravillaban al verle salir de las cloacas en un estado lamentable y cubierto por las heces de Roma, pero lo cierto fue que unos meses mejoró ostensiblemente el abastecimiento de agua y se redujeron los continuos atascos del alcantarillado de la ciudad. Era también el encargado de la observación y conservación de los ritos religiosos, de la seguridad en la ciudad y del abastecimiento de agua, para lo que ordenó la construcción de un nuevo acueducto, el Aqua Julia95, además de la restauración del Aqua Marcia96.
Mecenas se encargaba del orden y de la gobernabilidad desde las sombras. Desplegó una enorme red de agentes en todas las instituciones de Roma, en las provincias e incluso entre los allegados del resto de triunviros. Mecenas pagaba bien y se aseguraba lealtades y voluntades llenando las bolsas de sus cómplices. Si alguien no era sobornable con dinero se encargaba de descubrir algún secreto con el que chantajearle y si esto tampoco surtía efecto, el personaje en cuestión acababa apareciendo muerto tras algún lamentable accidente.
Salvideno se concentró en mantener entrenado, cohesionado y alerta al ejército.
Lépido estaba descontento con el reparto de las provincias y conservaba su ejército. Marco Antonio no solo no había licenciado a sus tropas sino que seguía reclutando y, así las cosas, Salvideno opinaba que Octavio no podría quedarse sin legiones. El problema era que Marco Antonio y Lépido tenían provincias extranjeras a las que expoliar para mantener a sus legiones, pero Octavio no podía aumentar la presión fiscal sobre los ciudadanos romanos para mantener a un ejército que él mismo se empeñaba en demostrar que era innecesario. De este modo, Salvideno se iba viendo obligado a licenciar legiones hasta quedarse con tan solo cuatro unidades acampadas en Capua.
Pero el verdadero problema al que se enfrentaba Octavio no era el abastecimiento de agua, sus opositores en el Senado o las falta de tropas. El problema eran los precios que Sexto Pompeyo venía imponiendo por el grano. Roma estaba pagando su alimento a veinticinco sestercios el modius y a esos precios la economía no era sostenible por mucho tiempo. Sexto pretendía una hambruna generalizada en Italia para obligar a los triunviros a negociar con él y poder así recuperar las antiguas posesiones y dignitas de su familia.
Los altos precios desembocaron en desabastecimiento, éste en hambre y posteriormente protestas y revueltas en Roma. Era la primera vez que Octavio perdía el favor de Roma y en los primeros días del año 40 a. n. e. con el precio del grano a cuarenta sestercios el modius, no le quedó más remedio que enviar a Mecenas a negociar con Sexto Pompeyo.
Sexto se había establecido en Sicilia tras ocuparla por la fuerza. La isla se había convertido en su base de operaciones de piratería y, aunque dejaba algo desprotegidas sus posesiones en Baleárica y las Hispanias, podría llevar a cabo un completo bloqueo sobre los puertos de Italia. Sicilia se convirtió en una región salvaje donde imperaba la ley pirata. No había recaudación de impuestos, ni instituciones, ni administración de justicia. Todo el mundo robaba a todo el mundo y todo estaba permitido siempre y cuando se le pagase a Sexto Pompeyo su parte. Pronto atrajo a todo delincuente, tramposo, fugitivo, condenado o fugado de la justicia de todo el Mare Nostrum, además de varios miles de prostitutas. Los más de cuatrocientos barcos que Sexto amarraba en los puertos de la isla, siempre estaban necesitados de tripulación y daban cabida a todos ellos.
Incluso un hombre bien informado y relacionado como Mecenas, necesitó enviar varias cartas y recibir las suficientes garantías para desembarcar y adentrarse en la isla. Lo cierto es que Mecenas era la oportunidad que Sexto Pompeyo esperaba desde la derrota de Munda y dio órdenes de que nadie tocase al enviado de Octavio. Mecenas podría haber desembarcado solo y vestido de oro al más puro estilo de Cleopatra y nadie le hubiese tocado, pero se hizo acompañar de un pequeño ejército de cuatrocientos escoltas. El encuentro tuvo lugar en Lilybaeum97, la ciudad más occidental de la isla y Mecenas encontró un panorama desolador.
Verdaderamente se había deshumanizado la ciudad, la suciedad y podredumbre eran la norma en cada rincón. Hombres borrachos, asaltos a plena luz del día, lupanares en cada esquina y una absoluta ausencia de autoridad u orden, al menos en apariencia. Lo cierto es que a pesar de aquella primera imagen, nadie osó siquiera a acercarse a la comitiva de Mecenas. Su barco fue recibido por Lucio Escribonio Libón, uno de los eminentes personajes que había abandonado Roma para unirse a Sexto, en su caso por lealtad familiar. Su hija, Escribonia había estado casada con Cneo Pompeyo hijo y tras la muerte de este, Sexto se desposó con ella. Cuando Sexto fue declarado hostis por el Senado de Roma, Libón, que era tribuno de la plebe98, lo dejó todo y se unió a su yerno. Pronto se convirtió en su principal valedor y lugarteniente.
Libón no estaba proscrito y conservaba buena parte de sus posesiones en Roma, de modo que a la hora de negociar o representar a Pompeyo, era el hombre ideal.
—Bienvenido a Sicilia, Mecenas —dijo un Libón sin excesivas lisonjas que sacaba al menos veinte años a su invitado.
—Gracias, Escribonio —contestó Mecenas forzando una sonrisa mientras observaba el desolador panorama a su alrededor.
—Veo que traes mucha escolta. No te hará falta.
—No más que la que anuncié en mis cartas.
Cartas que seguramente nadie había leído más allá de la propuesta de acuerdo que prometían.
Mecenas y Libón llegaron a la residencia que ocupaba Sexto. «La antigua residencia de algún potentado —pensó Mecenas—, no parecía Sexto un hombre con tanto refinamiento». Mármoles, estatuas, muebles de las mejores maderas y pinturas, contrastaban con descuidados jardines, paredes que llevaban años sin ver una mano de pintura y desigual desorden. Al menos estaba limpio.
Sexto no se hizo esperar y recibió a su invitado a la entrada de la residencia. Mecenas, que contaba ya treinta años, se sorprendió al ver la juventud de Sexto, cinco años menor que él. El hombre que amenazaba Roma y sus principales defensores, aún no tenían la edad oficial para entrar en el Senado.
—Cayo Mecenas. Gracias por venir hasta aquí —dijo un cálido y conciliador Pompeyo—. ¿Ha sido un viaje cómodo?
—No soy hombre de mar como tú, Sexto. De hecho no soy hombre de viajar. Mi lugar está en Roma. Pero me alegra haber venido y poder conocerte al fin. Divus filius te manda saludos y sus mejores deseos.
—¿Divus filius? —preguntó Sexto.
—Así se hace llamar Octavio desde la divinización de su padre por el Senado de Roma —explicó mecenas mientras accedían a la residencia de Pompeyo.
—Yo no me he puesto nombre. ¿Qué tal Neptuni filius99, Libón?
—No puede ser más acertado —dijo el lugarteniente entre risas.
Mecenas sonrió incómodo la gracia de sus anfitriones mientras era llevado directamente a un amplio triclinium100.
Se habían dispuesto varias camillas con diversidad de frutas y varios caldos al alcance de la mano de los comensales y algunos hombres y mujeres, que parecían ser sirvientes, se disponían a ofrecer viandas.
Los vinos no podían ser mejores, el garum inigualable, las carnes, de lechón y de aves, sobresalientes, y los postres dignos de un Ptolomeo. No había la más mínima señal de desabastecimiento o carencias. Una situación muy diferente a la que vivía Italia.
Habiendo consumido algo más de alcohol del que hubiese querido y con su atención depositada en un bello efebo que recogía las sobras del banquete, Mecenas fue conminado a iniciar la negociación que le había llevado a Lilybaeum.
—¿Qué podemos hacer por Divus filius, Mecenas? —preguntó Libón.
Mecenas tuvo que recomponerse, colocarse la toga y adoptar una postura más adecuada sobre su camilla antes de contestar.
—El precio del grano. Nos ahoga —dijo sin rodeos.
—Es el mercado el que marca el precio del grano —dijo Pompeyo.
—Eso sería correcto si en el mercado hubiese varios vendedores, pero habiendo uno solo…
—Mecenas —comenzó a decir pausadamente el conciliador Libón—, agradezco que no te andes con rodeos y por eso yo no lo haré tampoco, ¿qué ofrecéis?
—Reconoceremos a Sexto como gobernador de Sicilia a cambio de devolver el grano hasta los veinte sestercios el modius.
—Ya tengo Sicilia y me lo pagáis a cuarenta sestercios ¿Cuál es para mi parte favorable de este acuerdo? —preguntó Sexto.
—Obtendrías el reconocimiento oficial de Roma y el favor de Octavio.
—¿Crees que necesito reconocimientos o favores? —contestó Sexto haciendo con su mano derecha un lento recorrido de lo que tenía a su alrededor.
Mecenas tuvo que pensar su respuesta y no llegó a encontrar un argumento convincente. Lo cierto es que la posición de Sexto en Sicilia era mejor que la de Octavio en Roma.
—¿Qué pides? —acabó por decir el enviado de Octavio.
—Sicilia, Corsica101, Sardegna102 y el Peloponeso. Restauración de los títulos de mi familia y mi posición en Roma. Un consulado en los próximos años y el modius a veinticinco sestercios —dijo Sexto sin inmutarse.
—Comprenderás que no puedo aceptar esas condiciones —dijo un sorprendido Mecenas ante las exigencias de su anfitrión.
—Entonces abandona mi isla y vuelve solo cuando estés dispuesto a aceptarlas. O mejor aún, que venga tu amo en persona a firmar el tratado. —Sexto se levantó de la camilla y abandonó en triclinium ante la mirada incrédula de Mecenas y la sonrisa pérfida de Libón. La reunión había acabado.
A Mecenas no le quedó más remedio que volver a embarcar sin haber llegado siquiera a pasar una noche en Sicilia, y transmitir las exigencias de Sexto en Roma pocos días después. Por el camino, una centena de los hombres de su escolta desertaron para unirse a la vida de diversión y carente de normas que ofrecía Sexto.
*
—Es inaceptable —decía Agripa ya en Roma.
—¿Qué opciones nos quedan?, ¿cuánto tiempo lograremos mantener Roma estable en esta situación? —respondía Mecenas mostrando su desesperación.
—Perdemos a la plebe y Marco Antonio se hace fuerte en el Senado. Si no llegamos a un acuerdo no nos quedará nada que defender —intervino Octavio pensativo.
—Si le das Sicilia, Corsica, Sardegna y el Peloponeso nos bloqueará definitivamente por mar. Nos tendrá rodeados —dijo Agripa.
—¿Y no nos tiene rodeados ya? Bloquea nueve de cada diez barcos. Lo único que haremos será oficializar sus dominios y ganar algo de tiempo.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Mecenas.
—Para construir una flota y poder hacerle frente. Podríamos tomar Sicilia con la infantería y expulsarle de la isla con facilidad, pero con su flota se establecería en cualquier otro lugar y continuaría el bloqueo. Hay que vencerle en el mar y no tenemos barcos —informó Agripa.
—Así lo veo yo también, Agripa. Tenemos que construir barcos y ganar tiempo.
—¿Con qué fondos, Octavio? Tenemos el tesoro vacío y los impuestos más altos que ha conocido Roma en tiempos de paz —dijo Mecenas.
—Ese es el problema. Esta falsa paz. Se avecina la guerra contra el propio Sexto y tarde o temprano llegará contra Marco Antonio.
—Cruzaremos cada uno de esos puentes cuando el camino nos lleve a ellos, Agripa. De momento hay que pactar y ganar tiempo. Los fondos los conseguiremos al reducir el precio del grano. Informa a Sexto de que aceptamos sus condiciones —sentenció Divus filius.
—Quiere verte en persona para firmar el acuerdo —informó Mecenas.
—Bien. Ciérralo, pero no en Sicilia. Que venga a algún puerto de Italia, quizás tengamos un golpe de suerte y su barco se hunda durante la travesía.
Pero el golpe de suerte estuvo lejos de estar relacionado con un naufragio. En los siguientes días llegó a Roma una buena noticia que supondría una excepcional fuente de ingresos: había aparecido en Carrara, al norte de Italia, una descomunal cantera de mármol. El material era blanco con leves vetas azuladas y grises. En pocos meses, no solo se abandonó la importación del apreciado material de construcción, sino que Roma se convirtió en una potencia exportadora.103 Esta nueva fuente de ingresos permitió a Octavio y a Agripa concebir un osado plan para construir una flota en secreto en los lagos Lucrino y Avernio, cerca de la ciudad de Palépolis104.
Mecenas consiguió sacar a Sexto Pompeyo de Sicilia y le atrajo hasta las costas de Miseno105 para firmar el acuerdo. Divus filius temía un atentado y tras la deshonrosa deserción de muchos de los hombres que componían la escolta de Mecenas, se hizo acompañar de su propia escolta de legionarios elegidos especialmente por su lealtad. Cambió el color de sus uniformes del rojo clásico romano a un azul apagado cercano al púrpura y pasó a llamarlos su Guardia Pretoriana.106
Las negociaciones de Miseno bien podrían haberse llevado a cabo por carta o emisario menores, pero Sexto quería el reconocimiento y Octavio la fuerza que le otorgaba sacar a su interlocutor de la seguridad de Sicilia.
Con los territorios ya concedidos y las posiciones muy claras, solo quedaba por negociar el precio final del modius de grano, pero Sexto tenía una nueva exigencia:
—Reafirmaremos el acuerdo al más puro estilo romano. Con un matrimonio.
Lo cierto es que Octavio había sabido ocultar su malestar con Sexto y se había mostrado afable y conciliador en todo momento. Ambos eran jóvenes, descendientes de grandes romanos y tremendamente ambiciosos, de modo que congeniaron y un matrimonio como culminación de un acuerdo, no era ninguna idea descabellada.
—Desconozco si tienes hijas, Sexto. Yo aún no tengo hijos, ¿a quién podríamos casar?
—No, no las tengo, pero Escribonio Libón tiene una hija menor, hermana de mi propia esposa y se rumorea en Sicilia que tú y tu esposa Claudia Pulcra no sois un gran matrimonio.
—¿Hasta Sicilia llegan mis problemas de alcoba?
—Los problemas de alcoba de los triunviros son una preocupación de la república, Octavio.
—¿Conoces otros problemas de alcoba de los triunviros? —preguntó Octavio divertido y ajeno a la información que estaba a punto de recibir.
—Sé que no son precisamente problemas lo que tienen Marco Antonio y Cleopatra en Alejandría.
A Octavio se le desencajó el gesto. No era ningún secreto para sus allegados que anhelaba ocupar el sitio en el corazón de Cleopatra que había ocupado una vez su padre y que nunca veía la ocasión de invitar a la joven reina a Roma para intentar cortejarla.
—¿Cleopatra y Marco Antonio yacen juntos? —preguntó intentando disimular su enojo en medio de una sonrisa forzada.
—Así es —informó Sexto oteando que había hecho daño con su información.
—Quizás debiéramos considerar ese matrimonio —dijo Divus filius mirando a Libón en lo que intentaba ser un cambio de tema.
El acuerdo, que pasó a la historia como el Tratado de Miseno, dio la oportunidad a Sexto de consolidar su posición al tiempo que sembraba la discordia entre los dos triunviros más poderosos. Octavio consiguió rebajar hasta los veinte sestercios el precio de modius de grano y vio la ocasión de desairar a Marco Antonio, repudiando a su hijastra Claudia Pulcra. Alegó que el matrimonio nunca había sido consumando, cosa que era cierta, y devolvió a la chiquilla intacta al palacio de su madre en Roma. Con lo que nadie contó, fue con desatar la ira de Fulvia Flaco.
Al mismo tiempo que Divus filius tomaba matrimonio con la hija de Libón, llamada también Escribonia, Fulvia Flaco comenzaba a maniobrar para restaurar la dignitas herida de su familia. En tres semanas conseguía convencer a su cuñado Lucio Antonio, de la necesidad de reclutar tropas y de poner a Octavio en su sitio. Las ansias de Lucio por superar el prestigio de su hermano y la infinita bolsa de Fulvia hicieron el resto. La esposa de Marco Antonio pagaba con infinita generosidad a sus tropas e incluso tuvo tiempo a acuñar moneda con su propia efigie107. Reclutaron ocho legiones de campesinos, labradores, pastores, libertos y porquerizos.
Sin apenas instrucción y pocas armas, los acamparon a las puertas de Roma y llamaron a batalla a un Octavio que no disponía de legiones en Roma, pero sí en Capua.
Salvideno acudió en auxilio de la ciudad y de su líder y nada más empezar la marcha de aquellas cuatro experimentadas legiones, Lucio Antonio estimó prudente retirarse de Roma a una posición más defensiva y trabajar en la instrucción de sus hombres. Entre las insufribles quejas de Fulvia se retiró a Perusia,108 donde se acantonó con víveres para menos de un mes.
Salvideno quiso perseguir inmediatamente a Lucio Antonio y Fulvia para aniquilarlos, pero Octavio tenía otros planes.
—Si les exterminamos, dará una excusa a Marco Antonio para venir a por nosotros y nos supera en al menos doce legiones. No puedo empezar yo las hostilidades —explicó Octavio a un Salvideno que se subía por las paredes.
—Pero nos han atacado ellos —dijo Salvideno.
—Nos han amenazado, pero no ha habido ataque —corrigió Divus filius.
—En esencia es declarar la guerra.
—La guerra de Fulvia —intervino Mecenas en tono jocoso.
—Necesito acabar con esto sin derramar sangre romana. Además, ¿has visto a sus hombres?, ¿Quién recogerá las cosechas si los aniquilamos? —dijo Octavio—. Agripa, debes acabar con esto sin derramar una sola gota de sangre romana.
—¿Agripa? —Salvideno estaba visiblemente molesto y su respiración se aceleraba—. Yo he estado con las legiones desde el principio. ¿Envías a Agripa cuando hay acción?
—Agripa conducirá la situación sin víctimas, Salvideno. Lo último que queremos provocar es acción —dijo Octavio intentando calmar los ánimos.
—Se hará como tú digas, Octavio —dijo Agripa sin cruzar la mirada con Salvideno.
Agripa rodeó Pesusia con una empalizada en apenas trece días, impidiendo totalmente la entrada de suministros y desvió el cauce del único río que regaba la ciudad. Se sentó en su tienda de mando y se dedicó a esperar a que sus enemigos muriesen de hambre o se rindiesen.
Cada día que pasaba los hombres de Lucio y Fulvia estaban más débiles y eran menos propensos a luchar. Lucio sabía que entrar en combate contra las experimentadas legiones de Agripa sería una derrota segura a pesar de que los duplicaban en número y tras veintitrés días soportando las quejas e insultos de Fulvia, rindió la ciudad.
Fulvia fue desposeída de todos sus bienes y exiliada a Atenas. Las legiones fueron eximidas de culpa y se invitó a las que quisieran a continuar en el ejército, con lo que Octavio acabó reclutando otras dos legiones de hombres sin experiencia, pero equipados.
Lucio Antonio fue perdonado en lo que se vendió en Roma como un gesto de magnanimidad de Octavio para el hermano de su compañero triunviro, además sorprendentemente se le nombró gobernador de la Hispania Citerior.
La ciudad de Perusia pagó los platos rotos de aquella guerra incólume y a principios del año 40 a. n. e. fue arrasada hasta los cimientos para que sirviera de ejemplo a futuros alzamientos contra Octavio.
La última consecuencia de la Guerra de Fulvia fue el ambiente irrespirable que se creó entre Agripa y Salvideno, por lo que Octavio optó por enviar al último como gobernador a la Galia Cisalpina. Lo que para cualquiera hubiese sido un premio, también fue interpretado por Salvideno como un desplante, pues le alejaba de los centros de poder.
Con la normalidad restablecida, volvió a reunirse el pequeño consejo de ancianos, ahora ya sin Salvideno.
—Cuando llegue a oídos de Marco Antonio puede pasar cualquier cosa, debemos prepararnos —dijo Agripa.
—Espero que el nombramiento de Lucio Antonio calme los ánimos —dijo Mecenas.
—De eso precisamente quería hablarte, Mecenas. Encárgate de que sufra un accidente en Hispania coincidiendo con los primeros días de maius. Os dejo, tengo que escribir a Marco Antonio —dijo Divus filius abandonando la estancia y dirigiéndose al despacho donde solía recibir a sus clientes.
Allí tomó asiento y encendió algunas velas mientras decidía si usar tablillas de cera o papiro para lo que tenía que notificar a Marco Antonio.
Sin haber tomado aún una decisión sobre si engordar o no las arcas de los Ptolomeos, se entreabrió la puerta de la estancia y apareció Octavia. Cabizbaja y recatada como siempre, se aproximó a su hermano buscando sus labios.
—No veía el momento de quedarnos solos. Este palacio está siempre atestado.
—Son los inconvenientes de dirigir Roma, hermana.
Octavia se sentó sobre las rodillas de su hermano y se enroscó en su cuello, le besó y le acarició mientras se dejaba hacer y masajeaba sus pechos por encima del vestido.
—Podrían vernos —dijo él.
—Ya no sé si eso me importa.
—Debería importarnos. Roma no aceptaría esto.
—¿Te importa más Roma que yo? —dijo Octavia besando el cuello de su hermano.
—Estás casada, Octavia. Es Roma, es nuestra dignitas, es la familia —dijo Octavio sin poder disimular ya su erección.
Mientras los dos medio hermanos y amantes se hablaban entre gemidos y susurros, Marcelo, el marido de Octavia, estaba buscando a su cuñado para hablarle de cualquier trivialidad. Los esclavos le dirigieron al despacho de Divus filius y Marcelo irrumpió sin avisar y se quedó petrificado ante la escena.
Los amantes, sorprendidos, se levantaron de un respingo. Octavia se alejó azorada hacia la pared más alejada de la puerta, mientras que su hermano, al levantarse hacía más evidente el bulto de su entrepierna para terminar de confirmar lo innegable.
—Disculpad, volveré en otro momento —dijo un Marcelo que comenzó a temer por su vida en ese preciso instante.
—Marcelo —llamó Octavio amigablemente—, ¿en qué puedo ayudarte?
—Nada urgente, Divus filius —dijo mientras salía de la estancia y sin volverse.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo debimos haber hecho hace tiempo —contestó Octavio críptico.
*
Agripa había adquirido una residencia en el Carinae. Era a todas luces excesiva y exagerada para las costumbres y necesidades del austero optio, pero Octavio y Mecenas habían insistido en que adquiriese un palacio a la altura de las más altas autoridades romanas. La residencia tenía dos plantas y estaba pintada de azafrán en el exterior. Como Agripa pasaba más tiempo con Octavio que en su propia residencia, apenas tenía servicio. Un cocinero, dos asistentes que se encargaban de la limpieza y su fiel Epafrodito, un esclavo griego encargado de los pocos refinamientos de los que hacía gala el optio: que no faltase Somenon y Leucochro109 en su despensa y que su cama estuviese caliente gracias a la compañía de alguna joven.
Epafrodito recorría los prostíbulos de Roma en busca de jóvenes de aproximadamente veinte años, morenas y muy delgadas. Agripa decía que cuando tocaba a una chica rolliza, le daba la sensación de estar acostándose con un legionario, por lo que Epafrodito se esforzaba por encontrar las chicas más delgadas que le era posible. Pagaba en efectivo y no regateaba. Las meretrices eran llevadas a ciegas a aquel palacio sin saber quién era su cliente y muchas de ellas no podían creerlo al ver aparecer a Agripa, que ya era el hombre más deseado de Roma con permiso del ausente Marco Antonio.
El optio llegó a su residencia y se dirigió a las cocinas a comer algo sin importarle que la estancia fuese, en la práctica, la vivienda de su esclavo cocinero. Tomó queso y algo de carne de cerdo salada mientras aparecía en la cocina Epafrodito.
—Hay un Chios excelente en la despensa, domine, ¿quiere tomar algo?
—Muy aguado —respondió el optio, que nunca hubiese añadido agua a sus predilectos Somenon y Leucochro.
El esclavo sirvió la bebida mientras comenzaba a insinuar que había cumplido sus servicios y que Agripa estaría muy complacido.
—Corta el viento, domine.
Agripa sonrió mientras se limpiaba con el antebrazo la grasa que recorría su barbilla.
—¿Tanto?
—La más delgada en semanas. Apenas abulta en tu lecho. Sí debo avisarte de que está aterrada.
—¿Le has dicho que no debe temer nada?
—Mucho me temo que no doy mucha seguridad a las mujeres, domine.
Agripa se alejó de la cocina con dirección a las letrinas donde se aseó antes de entrar completamente desnudo en sus más privadas dependencias.
La chica, que solo asomaba bajo la ropa de cama, los ojos y la frente, no se atrevía a mirar al que iba a ser su cliente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Agripa.
—Pilea —contestó un hilo de voz entre las sábanas.
—Bien, Pilea, ¿sabes quién soy?
La chica elevó por primera vez su mirada para descubrir al hombre con el que toda Roma soñaba. Ella había oído los rumores de que Agripa requería los servicios de meretrices con cierta frecuencia, pero nunca le había dado credibilidad.
—Agripa —dijo entre el miedo y la incredulidad con aún menos voz que antes, mientras se humedecía su rincón más íntimo.
—Pues ahora que nos vamos conociendo ¿te importa salir de la cama para que pueda verte?
La chica obedeció sin mayor recato, tal era su oficio, y Agripa pudo ver al fin el pequeño éxito de Epafrodito. Pilea estaba en los huesos y tan solo sus pechos, redondos y de pequeños pezones, resaltaban algo de su figura. Estaba maquillada al estilo griego, con colorete sobre los pómulos, ojos ahumados y labios rojos. Como era común en Roma, en su pelo había varios mechones naranja, la forma de que la ciudad pudiese saber de un vistazo cuál era su ocupación. La chica tenía una mandíbula fuerte y prominente, la boca pequeña y grandes ojos oscuros. Al ponerse de pie tapó su sexo con sus manos mientras se maravillaba de la perfección del cuerpo del que sería su amante aquella noche.
Agripa la tomó en volandas con una sola mano y la devolvió a su lecho. Comprobó la humedad de la chica introduciendo dos dedos en su sexo y moviéndolos lentamente entre los gemidos de ella y cuando se dio por satisfecho se tumbó bocarriba e hizo que Pilea se le subiese encima,. La meretriz, lejos de dejarse hacer, tomó el pene de Agripa con una mano para dirigirlo hacia su sexo y quedó penetrada al tiempo que comenzaba a moverse. El optio la veía disfrutar y eso le complacía, se acompasaron rítmicamente mientras Agripa acariciaba las caderas y los pechos de su acompañante y en ocasiones se incorporaba para morderlos. Pero en pleno acto, Epafrodito llamó a la puerta.
Agripa sabía que su esclavo no le interrumpiría sin una buena razón, de modo que dando un par de últimas embestidas, hizo descabalgar a Pilea antes de prometerle volver en unos instantes.
—Está aquí Octavio, domine —informó el siempre eficiente esclavo.
Agripa buscó algo que ponerse y bajó a recibir a su amigo sin dilación.
Divus filius estaba en el despacho de Agripa con el rostro algo desencajado y mostrando una evidente preocupación.
—¿Qué ocurre?
—Tienes que matar a Marcelo.
—¿Qué ha pasado?
—Ya conoces mi debilidad por mi medio hermana.
—No te conozco debilidades, Octavio. ¿Qué ha ocurrido?
—Entró de repente en mi despacho… —Octavio no quiso acabar la frase algo avergonzado a pesar de estar ante su más fiel amigo—. No puedo permitir que confirme lo que ya es un rumor en Roma, Agripa.
—Lo entiendo. Pero tampoco puedo ir a tu residencia y ensartarlo en mi gladium delante de tus esclavos. Sería un escándalo.
—¿Qué propones?
—¿Está vigilado?
—Está aterrado encerrado en sus habitaciones, pero he dado órdenes de que no le dejen salir del palacio de Hortensio.
—Será suficiente por el momento. Necesitamos ir a ver a Mecenas.
Octavio y Agripa, acompañados de una escueta escolta de pretorianos, se encaminaron calle abajo hacia el circo máximo, atravesaron el palatino y el foro y tomaron la via Lata hacia el campo de Marte. Allí tomaron la via Flaminia atravesando la puerta Cornelia para adentrarse en el monte Vaticano, donde sus ricas y desperdigadas villas y palacetes permitían una visión clara del conjunto.
Mecenas había comprado un pequeño palacete en el monte Vaticano perteneciente a alguno de los proscritos tras la formación del triunvirato. Poco a poco había ido adquiriendo todas las propiedades de su alrededor hasta conseguir una inmensa propiedad con una decena de palacios de diferentes tamaños desperdigados por el terreno. En ellos había ido alojando a diferentes dramaturgos, poetas y músicos. Les daba un techo, les alimentaba y les pagaba un salario a condición de ser el primero en disfrutar de sus creaciones. Además, todos ellos disfrutaban por igual del lujoso ritmo de vida de Mecenas y de sus frecuentes bacanales de carácter homosexual. Mecenas se había quedado para sí una de aquellos palacetes y lo había reformado hasta conseguir un edificio de una sola planta. Al flanquear sus puertas se accedía a un inmenso salón rectangular de casi medio estadio de largo,110 decorado con un espectacular mosaico policromado en el suelo que representaba a las hijas de Zeus, las ninfas, jugando con diferentes instrumentos musicales y frutas. En el centro de la estancia había una pequeña fuente de mármol blanco que solo manaba agua en invierno cuando los acueductos iban a rebosar, el resto del año siempre estaba falta de presión. En las paredes pinturas, tapices, murales o mosaicos de menos tamaño de los más reputados artistas (algunos residentes).
Tricliniums, camillas, sillas o directamente camas, salpicaban la habitación vestidas con púrpuras de tiro, oro, sedas o terciopelos. Las cocinas tenían fama de no cerrarse jamás y era extraña la jornada que no acababa en una fiesta.
Aquel impresionante salón hacía las veces de dormitorio de Mecenas y sala de juegos común de todos los residentes de las diferentes villas. La noche que Agripa y Octavio y su escolta de pretorianos, acudieron al encuentro de Mecenas, como no podría ser otra manera, se estaba celebrando una fiesta.
Los esclavos y sirvientes de Mecenas estaban siendo partícipes de la bacanal y en su mayoría estaban borrachos. Ninguno se preocupó en anunciar al anfitrión la visita que acababa de llegar, simplemente les invitaron a entrar con la intención de que ellos también se uniesen a la fiesta sin más.
En el fondo de aquel inmenso salón, Mecenas estaba desnudo sobre una camilla púrpura con una copa en una mano mientras masajeaba el pene del conocido poeta Horacio con la otra. El poeta estaba semiinconsciente y apenas respondía a las estímulos de su anfitrión, aunque le miraba y le sonreía de vez en cuando antes de dejar caer su cabeza hacia atrás.
Mecenas alzó la vista para buscar a un copero que le suministrase más vino cuando se encontró con Divus filius y Agripa a pocos pasos de sí mismo.
—¡Agripa! Estaba pensando en ti.
El optio tuvo que sonreír mientras Octavio reía abiertamente.
—Debemos hablar en privado, Mecenas —dijo al fin Octavio.
—No sé si estará en condiciones —opinó Agripa viendo el evidente estado etílico de su amigo.
—Lo estoy —respondió Mecenas poniéndose de pie y recuperando alguna toga—. Acompañadme a un lugar más privado.
Mecenas condujo a sus ilustres invitados al despacho donde recibía a sus clientes. Era una habitación a la altura del resto de aquel palacio. Obras de arte, jarrones policromados, muebles de maderas nobles tallados de perfecta factura y oro y lujo en cada rincón. Divus filius se quedó mirando la decoración de aquella habitación mientras Agripa ponía al día a Mecenas del motivo de aquella visita.
—Veneno —sentenció Mecenas tras la exposición de Agripa—. Algo rápido, que no le permita hablar y que le mate en su cama para que pueda pasar por muerte natural.
—¿Dispones de algo así?
—¿Disponen de oro los Ptolomeos? —dijo Mecenas como respuesta mientras se levantaba y se dirigía a un armarito tallado con un cierre de bronce.
—Thaumetopoea pityocampa111, su piel es muy peligrosa. Le hinchará la lengua y los labios y le dará un estado muy nervioso. Podrá pasar por un ataque al corazón. No engañaría a ningún médico, pero sí a los sirvientes, Marcelo no es ningún jovenzuelo. Mézclalo con los postres o algo dulce para enmascarar su sabor, es muy amargo.
Octavio sonrió a Mecenas y tomo el pequeño frasco de cristal que le ofrecía su preciado amigo.
—Una cosa más os digo a ambos: debéis buscar esposa.
Agripa y Mecenas negaron con la cabeza mientras veían salir a Octavio de la estancia.
Cayo Claudio Marcelo se había encerrado en sus habitaciones del palacio de Hortensio por miedo a sufrir un atentado en la calle. Llevaba dos días allí y ni siquiera se atrevía a ver a su esposa Octavia. Oía a los sirvientes arriba y abajo, pero a ninguno de su confianza. Suponía que su cuñado habría enviado a sus pocos fieles fuera de Roma.
El propio Marcelo había dado instrucciones de que no le molestasen por lo que nadie llamaba a su puerta. Durante el primer día no llegó a abandonar aquella habitación en ningún instante. El segundo día se vio obligado a visitar las letrinas en mitad de la noche. Tampoco había comido y había agotado ya toda el agua y el vino que encontró en su habitación al inicio de su particular encierro. Llamó a las cocinas para que le trajesen alimentos y un esclavo le llevó vino aguado, una sopa de pescado, carne salada y unas galletas bucellatum hechas con harina de trigo, aceite de oliva, aceitunas negras, azúcar, orégano, tomillo, un poco de sésamo y agua templada.
Marcelo desconfió del vino y de la sopa de pescado. Probó algo de carne salada y su estado de nerviosismo y de hambre le hizo arrojarse sobre las galletas dulces. Craso error.
*
Al contrario de lo ocurrido con Claudia Pulcra, Octavio se vio obligado a consumar su matrimonio con Escribonia para mantener el pacto con Sexto Pompeyo. La muchacha no era fea, era educada, amable y, a ratos, incluso divertida para Octavio. Criarse en un nido de piratas la había dotado de historias para contar y en conjunto podría haber agradado a Octavio de no ser porque prácticamente le obligaron a casarse con ella. Libón había dejado claro desde el primer día que no admitiría un matrimonio falso para mantener las apariencias, de modo que siguió de cerca la vida marital de su hija hasta saber que había quedado embarazada. El padre, sin lugar a dudas, era Octavio que había ido sacando tiempo de las más que frecuentes visitas a su hermana para cumplir con sus obligaciones conyugales.
Para Escribonia era su tercer matrimonio y estaba bastante más versada en las artes amatorias que su marido. Con lo que no contó fue con que este hecho también molestaría a Divus filius, que la comparó con una de las prostitutas de Agripa e inmediatamente después de conocer el embarazo, la condenó al ostracismo para dedicarse por completo a su hermana.
Para terminar de complicar la situación de Escribonia, Mecenas logró información que hablaba de que Sexto Pompeyo estaba pactando con Marco Antonio en Lesbos. La unión de las dos principales amenazas de Octavio rompería definitivamente el frágil equilibrio de fuerzas que vivían los triunviros (aún sin conocer la filiación de Lépido), por lo que Octavio propuso a Marco Antonio verse en Brundisium112 para renovar el triunvirato. Lépido también fue invitado, aunque con la esperanza de que no apareciese.
Marco Antonio recibió en Alejandría las preocupantes noticias que llegaban de Roma. A esas alturas había dejado embarazada a Cleopatra y se dedicaba al vino y a las bacanales en una ciudad que le había acogido como el nuevo Dionisios.
Las noticias de Roma le hicieron volver a la realidad y partió inmediatamente hacia Atenas, donde había sido exiliada Fulvia. Su marcha causó cierto alivio en Cleopatra que ya tenía lo que quería de otro de los miembros de la familia Julia.
Marco Antonio había tenido un viaje hasta Atenas más o menos plácido y rápido. Allí le esperaban Ahenobardo y Pollio, sus más fieles generales, que en esta ocasión eran portadores de más malas noticias.
—Tu hermano Lucio Antonio ha muerto en Hispania. Oficialmente de un ataque al corazón. Sospechamos que ha sido asesinado por orden de Octavio —dijo Ahenobardo con cara seria tras los saludos iniciales.
—¡Maldita sea! Se ha atrevido a tocar a mi propio hermano —dijo Marco Antonio golpeando la mesa y desplomándose sobre una silla sin llegar a quitarse a la capa escarlata.
—El niñato afeminado se hace fuerte en Roma, Antonio, y la actitud de tu esposa no ha ayudado —informaba Pollio en lo que parecía un pacto de los dos hombres para que no hubiese un solo portador de malas noticias.
—Fulvia Flaco… ¿Dónde está esa rata traicionera? —preguntó el triunviro mirando al techo de pan de oro de la residencia del gobernador en Atenas.
—Está en Sicyon, a las afueras de Atenas. Espera tu llegada en la residencia de un pariente suyo… —Ahenobardo hizo una extraña pausa.
—¿Qué más? Escúpelo de una vez, por Júpiter —le ordenó un impaciente e iracundo Marco Antonio.
—Está recomponiendo su ejército privado con préstamos que los banqueros no se atreven a negarle por ser tu esposa. Dice que está rehaciendo y mejorando sus planes contra Octavio —informó Pollio sin que casi le saliese la voz del cuerpo.
Antonio tenía los puños y los ojos cerrados e intentaba controlar un ataque de furia.
—Dejadme solo mientras redacto unas líneas. Preparad caballos para ir al encuentro de Fulvia.
Los dos generales salieron a empujones de la estancia donde Marco Antonio quedó redactando el documento por el que repudiaba y se divorciaba de Fulvia de manera fulminante. Se quedaba para sí mismo la custodia de los tres hijos en común y de aquellos cuatro que Fulvia Flaco había tenido con sus dos maridos anteriores y que Marco Antonio había adoptado. Siete niños que habían quedado en Roma al cuidado de los sirvientes de Antonio y que Octavio no se había atrevido a tocar ni siquiera para mandarlos con su madre.
Marco Antonio se presentó en casa de Tito Magister, pariente lejano de su esposa el mismo día de su llegada a Atenas. Ella le esperaba con su mejor vestido y ansiosa por darle las noticias sobre las legiones que estaba reclutando y equipando para enfrentarse a Octavio. Fulvia salió corriendo para echarse en los brazos de su esposo sin reparar en la cara de odio con que este la miraba. De un rápido movimiento la apartó poniendo su codo a la altura del cuello de la mujer. Fulvia salió despedida contra una pared y quedó con serias dificultades para respirar. Tito Magister ni quería, no podía intervenir. Se limitó a mirar al suelo y esperar a que Marco Antonio acabase de hablar.
—Estás repudiada, mujer. Aquí tienes tu divorcio —le lanzó el documento a la cara—. ¿Quién te has creído que eres para iniciar guerras en mi nombre contra miembros de mi familia? Si vuelvo a verte en esta ciudad o en cualquier otra, te partiré el cuello. Te prohíbo volver a ver a mis hijos, y mediante ese documento quedas desposeída de cualquier bien posterior a nuestro matrimonio. Como Octavio ya te ha desposeído de tus bienes y tu fortuna de soltera, espero que mueras de hambre como una prostituta pordiosera —Marco Antonio se acercó a ella, le lanzó un puntapié a las costillas con sus caligae y se marchó de la casa lanzando una mirada de furia a Tito Magister.
Su esposa le miraba con un mar de lágrimas corriendo por sus mejillas sin entender absolutamente nada.
Fulvia Flaco se suicidaría esa misma noche cortándose las venas.
*
En la residencia del gobernador en Atenas, Marco Antonio tenía numerosa correspondencia esperándole. Entre ella dos cartas de Octavio.
En la primera de ellas le informaba en persona de la muerte, por causas naturales, de su hermano Lucio Antonio. Octavio había tenido la desfachatez de fechar la carta tres días antes del día en que, según sería informado, había fallecido su hermano.
—Me vengaré de esto, pequeño y afeminado Octavio. Aún no sé cómo ni cuándo, pero me vengaré de esto. Te haré pagar por esta ofensa.
La segunda carta era una invitación a acudir en son de paz a Brundisium para reafirmar el acuerdo de los triunviros y sentar las bases de la relación en el futuro. Marco Antonio envió la confirmación de su asistencia en la misiva más escueta posible y se dispuso a dirigirse a Brundisium mientras tramaba como ejecutar su venganza.
Para sorpresa de Octavio y Marco Antonio, Lépido fue el primero en llegar a Brundisium, hecho al que ayudó que la ciudad impidiese en un primer momento a Marco Antonio fondear en su puerto. Octavio hacia una demostración de su poder en el que era su territorio de facto.
Lépido había llegado por tierra días antes, de hecho, había estado unos días en Roma donde había tenido que asistir a diferentes actos en su condición de pontífice máximo del templo de Júpiter Óptimo. Aquellos días le habían permitido acercar posturas con Octavio y llegaba a Brundisium con algunos acuerdos ya adoptados que, por supuesto, tendría que ratificar Marco Antonio. Pero nada más acceder a la sala donde esperaban sus compañeros triunviros, Marco Antonio pudo darse cuenta de que los otros dos, ya tenían terreno ganado.
Lépido al igual que Marco Antonio acudía solo a la reunión, mientras que Octavio estaba acompañado de Salvideno, que se había desplazado para la ocasión desde la Galia, Mecenas y Agripa. Cuatro críos en opinión de Marco Antonio que encontró a Octavio muy cambiado. Tenía veinticuatro años, pero desde la última vez que Marco Antonio le había visto había madurado, sus facciones eran más duras y su porte, por fin, era el de un hombre.
El hijo adoptivo del divinizado César hizo uso de toda su teatralidad para dar la bienvenida a su pariente lejano.
—Marco Antonio —dijo dando palmaditas con las manos—, nos alegra que hayas acudido. El triunvirato no sería nada sin ti.
—Sobrino Octavio. ¿Qué eso que veo en tu cara?, ¿ya te afeitas?
Lépido, el más mayor de la sala y antiguo jefe de caballería de Julio César, no pudo evitar sonreír, mientras que Agripa quería matar a Marco Antonio con la mirada.
—Te sorprendería lo que llego a afeitarme. ¡Ah! Las modas de Roma. Tú en Oriente, rodeado de salvajes, no tendrás esos problemas. —La referencia a Cleopatra era evidente aunque Marco Antonio desconocía por qué la odiaba tanto.
—¿Estamos aquí para hablar del vello púbico de la familia de los Julios? —intervino Lépido.
—Ciertamente, no. Toma asiento y sírvete un buen vino, es de Chios —dijo Octavio dirigiéndose a Marco Antonio.
Los tres triunviros se sentaron alrededor de una mesa rectangular que presidía Octavio, mientras Mecenas jugueteaba con un ábaco, también sentado, pero alejado de la mesa principal y Salvideno y Agripa permanecían de pie detrás de Octavio, que inició la conversación.
—Lo que nos ha traído aquí es la casi ruptura de nuestros acuerdos de Bolonia del año 43 a. n. e. Sería una catástrofe para la República que entrásemos en guerra entre nosotros, los partidarios de mi divino padre…
—De adopción —corrigió Marco Antonio.
Octavio concedió con un movimiento de cabeza y continuó:
—Yo me niego, como se negaron nuestras legiones a luchar contra un compatriota romano y menos con un aliado. Debemos resolver nuestros problemas hablando y negociando y no con un baño de sangre. No es lo que mi divino padre hubiese querido para la República.
—De adopción —volvió a decir Marco Antonio.
—Lépido y yo estamos de acuerdo en hacer un nuevo reparto de las provincias y de que tenemos otros problemas ajenos a nosotros mismos que debemos tratar —concluyó Octavio.
—¿Cuál es ese reparto que ya habéis acordado? —preguntó Marco Antonio mirando a Lépido.
—Yo me quedaré con las Hispanias, las Galias, Italia, Sicilia y Roma. Lépido quiere ir a la provincia de África. Lo que deja para ti todo oriente —informó Octavio.
—Lo que ya tengo. ¿Qué gano yo? —dijo Antonio que no se hubiese conformado aunque le hubiese tocado la Luna.
—Tienes las provincias con más capacidad de reclutamiento de tropas y de recaudación de impuestos —intervino Agripa—, y podrás continuar con tu ansiada campaña parta ideada por César.
—Además, estás sin problemas de aprovisionamiento de naves por desarrollarse todas tus actividades en tierra. —El que hablaba ahora era Salvideno, el almirante de las flotas de Octavio.
—Insisto. Todo eso ya lo tenía antes de ser llamado a esta reunión. Lépido se queda África y tú, Octavio, ganas las Galias y las Hispanias. Con este reparto yo me quedo como estaba.
—Te quedas como estabas, que no es poco, después de la agresión de tu esposa y tu hermano Lucio —le contestó Agripa.
—Y la riqueza y posibilidades de Oriente son muy superiores al resto de provincias —dijo el afeminado Mecenas sin apartar su mirada del ábaco.
—Sobrino por adopción, Octavio. ¿Tengo que negociar contigo o con tu pléyade de sirvientes? —Marco Antonio se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres que acompañaban a su sobrino le complementaban allí donde Octavio era débil. Por mucho que le molestase reconocerlo, formaban un buen equipo los cuatro juntos. «Habrá que trabajar en el futuro para romper aquella unidad», pensó Marco Antonio.
—No puedes concentrarte en más provincias y llevar a cabo la campaña parta que el padre adoptivo del chico ideó —intervino Lépido sonriente, mientras Marco Antonio reía abiertamente.
Las negociaciones se prolongaron durante todo el mes de octobris y pudieron darse por finalizadas, en lo que a territorios se trataba, cuando Octavio cedió la Galia Transalpina a Marco Antonio. Dejaron para el final la amenaza que Sexto Pompeyo significaba para el Mare Nostrum. Además, Marco Antonio consiguió la amnistía para todos los romanos exiliados tras la guerra de Fulvia.
En la mañana del último día de octobris, mientras Lépido y Marco Antonio desayunaban juntos queso con uvas en el palacete de Brundisium donde se celebraba aquella reunión, Divus filius y su hermana permanecían recostados y abrazados en solitario en una habitación adyacente. La muerte de Atia y Marcelo y la desaparición de los compromisos con Escribonia, habían permitido a la pareja de medio hermanos al fin vivir su amor con cierta libertad, hasta el punto de que Octavia acompañaba a su hermano a aquella reunión casi en calidad de consorte, aunque intentando evitar las miradas de extraños y sobre todo, enemigos.
—Debemos salir ya —dijo Octavio mientras buscaba su toga praetexta con la mirada.
Octavia se enroscó como pudo en el cuerpo de su hermano para impedir su huida, pero acató la orden en cuento éste hizo ademán de levantarse. Ambos se vistieron sin ayuda de sirvientes y salieron al exterior donde desayunaban el resto de triunviros.
Marco Antonio podía ser un patán para muchas cosas, pero sabía cuándo una mujer acababa de hacer el amor.
«Así que el rumor era cierto, Octavio se acuesta con su medio hermana. Debo dejar de llamarlo niñato afeminado, «monstruo incestuoso» es más acertado», pensó Marco Antonio con una media sonrisa en su rostro.
En unos instantes la mente de Marco Antonio urdió su venganza.
Sentados de nuevo en aquella sala y de nuevo con la compañía de la camarilla de Octavio, acordaron unir fuerzas para derrotar a Sexto Pompeyo y expulsarlo del Mare Nostrum.
Una vez que todo estuvo acordado, con una sorprendente ausencia de requerimientos por parte de Marco Antonio, el amante de Cleopatra descubrió su pequeña gran disposición final para sellar aquel acuerdo.
—Para afianzar nuestro acuerdo y dado que varios miembros de nuestras familias han quedado viudos recientemente, propongo un matrimonio que selle esta alianza de manera definitiva.
Octavio, Lépido, Agripa, Mecenas y Salvideno le miraron sorprendidos.
—¿Un matrimonio? —comenzó a decir Octavio—. ¿Quiénes son los viudos que propones?
—Yo mismo, por supuesto, Fulvia Flaco falleció en Atenas recientemente, murió de vergüenza, creo. Y por supuesto tu hermana Octavia, ¿quién si no?
Lépido casi llora de la risa y Agripa se llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—¡¡Jamás!! —Octavio se levantó mostrando una furia que nunca habían visto ni Lépido ni Marco Antonio—. Octavia es sagrada como lo es Bona Dea o la Diosa Vesta y sus vírgenes Vestales. ¡Jamás!
—Pues no hay acuerdo. Si no me entregas a tu hermana, entenderé que no piensas cumplir tu parte del trato y que enviarás a tus legiones contra mí en cualquier momento —dijo Marco Antonio mientras Lépido intentaba aguantar la risa.
Tres días más necesitaron para que Octavio cediera. Los pactos matrimoniales eran de lo más común en Roma y sellar este pacto en concreto con la unión de dos viudos sería visto en Roma con total normalidad.
Finalmente, Octavio entendió a regañadientes que separarse de su hermana era lo mejor para su imagen y el matrimonio con Marco Antonio, lo mejor para el futuro de Roma.
El acuerdo se cerró y pasaría a la historia como el Tratado de Brundisium. Tras su firma por los tres triunviros, Agripa invitaba a Marco Antonio a partir inmediatamente a Atenas o a donde fuera que pensase ubicar su gobierno.
—Ya tienes lo que quieres. Vuelve a Oriente —le dijo desafiante.
—Imposible, aún no me he casado y debo hacerlo en Roma —le contestó Marco Antonio—. Lépido, como pontífice máximo, ¿querrías casarnos tú?
—Por supuesto, Antonio. Vayamos a Roma y celebraremos la unión con una gran fiesta que será la envidia de cualquier Ptolomeo. —La puya dolió más a Marco Antonio que a Octavio, pero Lépido se sentía por encima de ellos, además de que su posición como pontífice máximo le hacía intocable. Literalmente, pues la ley prohibía tocar a un sacerdote, así como a una virgen Vestal.
Octavia acató sumisa la orden de su hermano.
La boda se celebró en los idus de decembris por el rito del coemptio113. Octavio no acudió a la ceremonia. Mecenas y Agripa se ausentaron por cualquier motivo, mientras que Salvideno había partido ya hacia su provincia con la intención de estar el mínimo tiempo posible en presencia de Agripa.
La novia, a pesar de no ser virgen, iba vestida con los colores habituales en Roma, el rojo y el azafrán, repartidos en diferentes capas y velos. En presencia de Lépido como oficiante además de cinco testigos. El novio debía dar una vuelta solemne alrededor del altar, aunque Marco Antonio hizo del rito una farsa cómica dando saltitos y vueltas sobre sí mismo hasta llegar a la altura de la que debía ser su esposa y le tendió una moneda de plata y otra de bronce.114 En ese instante, Marco Antonio cruzó la mirada con Octavia y percibió cierta sensación de alivio en la muchacha que no supo interpretar. Ella entregó al contrayente una vasija con agua y otra con unos rescoldos humeantes. El fuego y el agua del hogar. Tras estos actos los novios quedaron cogidos de las manos y los testigos invocaron a la diosa protectora del matrimonio:
—¡¡Thalasse!! —gritaron todos, dando por concluida la ceremonia.
La noche de bodas accedió aterrada al dormitorio de su esposo, temiendo una paliza o no salir viva de aquel primer encuentro. Pero no fue así.
Marco Antonio le hizo el amor con su habitual brutalidad y pasión, algo que ella no había conocido ni con su delicado hermano, ni con el miedoso Marcelo. Octavia conoció aquella noche sensaciones que no había sentido antes. Su esposo repitió el acto en varias ocasiones y, a ratos, la novia olvidó sus temores y llegó a relajarse y a disfrutar. Cierto es que apenas dejó de llorar en toda la noche, pero porque pensaba que en cualquier momento Marco Antonio la mataría. Aquel terror le duró aún unas semanas.
Después llegó a mostrarse indiferente ante las visitas de cada noche de su esposo y finalmente, tras tres meses, empezó a buscarle.
*
A principios del año 39 a. n. e. Marco Antonio deseaba partir a sus provincias, dejar atrás Roma y preparar la campaña parta que debía consagrarle como el general más grande la historia de Roma, por encima de su divinizado primo. Decidió quedarse tres meses más en Roma para declarar la guerra a Partia en los Idus de martius, como tenía pensado hacer Julio César la mañana de su asesinato y como no encontró otra cosa que hacer, se dedicó a intentar romper el estrecho círculo que formaban Octavio, Mecenas, Agripa y Salvideno.
Pronto se dio cuenta de que Mecenas y Agripa eran intocables y serían fieles a Octavio hasta más allá del río Aqueronte115, pero a Salvideno quizás pudiese atraerle a su bando.
Carta de Marco Antonio a Salvideno.
Roma,
12 de ianuarius del año 714 ad urbe condita.116
Estimado Salvideno:
Un militar de tu raza y carácter debería tener mejores cosas que hacer en estos tiempos que cuidar una provincia pacificada por César.
No sé qué ha llevado a mi sobrino Octavio a enviarte allí, pero estoy seguro de que serías más útil para Roma y la república combatiendo en el frente parto al mando de la mitad de mis legiones.
Roma necesita hombres como tú, hombres leales, fuertes, buenos políticos y grandes generales. En verdad te digo, amigo, que estás dejando pasar tus mejores años en una provincia sin frente de guerra, alejado de Roma, de cualquier batalla, del poder y de la gloria.
Mi ejército está necesitado de hombres como tú y estaré encantado de tenerte en mi tienda de mando cuando los partos sean una amenaza frente a nosotros.
MARCO ANTONIO,
Triunviro de Roma
La única respuesta de Salvideno fue el silencio, pero Marco Antonio pensó que era mejor la ausencia de respuesta que una negativa rotunda, por lo que buscó información sobre el colaborador de su sobrino y volvió a la carga.
*
Carta de Marco Antonio a Salvideno.
Roma,
28 de ianuarius del año 714 ad urbe condita.
Estimado Salvideno:
Son casi cuatrocientas las naves que componen mi flota y no consigo un almirante de garantía para capitanearlas.
Todos los informes que pido me dicen que eres tú el hombre ideal para llevar a cabo una guerra con éxito en el mar, garantizar mis suministros, hostigar puertos y transportar tropas con seguridad y eficacia.
Pocos son los hombres en Roma destinados a ser una leyenda en el mar, aún menos son los nobles de tu categoría, rectitud y espíritu por lo que, quiero ofrecerte el mando único de mi flota en el Mare Nostrum y hacerte responsable de las vías de aprovisionamiento de la campaña parta.
Abandona ese retiro en la Galia y ven donde está la acción. Roma reclama tus servicios para ampliar su gloria y con ella, la tuya propia.
Estoy seguro de que Octavio comprenderá que te unas a mí, pues lo único que hacemos es engrandecer la república que soñó César.
Debo partir a Oriente en dos meses, Salvideno, y tú deberías partir a mi lado.
MARCO ANTONIO
Triunviro de Roma
Eran apenas diez días los que necesitaba un correo oficial para comunicar Roma con la Galia por lo que, a finales de februarius, Marco Antonio volvió a entender que la única respuesta de Salvideno sería no responder.
Carta de Marco Antonio a Salvideno.
Roma,
1 de martius del año 714 ad urbe condita.
Estimado Salvideno:
Son buenos tiempos para militares como nosotros. La república se expande y tenemos grandes y ricos territorios por explorar.
La riqueza, el poder y el prestigio que nos brindarán estas expediciones no tendrán parangón con los méritos de los hombres que se queden en Roma. ¿Y sabes quién podría ganar todo ese prestigio? Un hombre como tú, Salvideno. Un hombre que sepa dónde debe estar en cada momento y que recuerde siempre que lo primero es Roma. Ni triunviros, ni Senado, ni aliados: Roma.
En tu posición actual poco podrás prosperar. Cada vez que Octavio huele la acción, el elegido para llevarla a cabo es Agripa. Tú estás apartado, eclipsado, menospreciado y ausente.
Octavio no te valora y Agripa te desprecia.
A mi lado, el poder y la gloria te esperan y estoy seguro de que convertirás a Agripa en una triste sombra al lado de tus éxitos y triunfos. Roma gritará tu nombre mientras olvida el de Agripa.
Espero tu respuesta Salvideno.
MARCO ANTONIO
Triunviro de Roma.
Finalmente, Marco Antonio logró tentar a Salvideno que respondió con una escueta, pero esclarecedora carta:
Carta de Salvideno a Marco Antonio.
Galia Cisalpina,
14 de martius del año 714 ad urbe condita.
Al triunviro Marco Antonio:
Concertemos una reunión discreta. El mando único y exclusivo de tu flota es mi única reivindicación, pero quiero saber tus condiciones para unirme a ti.
Espero que ambos comprendamos la absoluta discreción con que debemos llevar este asunto.
QUINTO SALVIDENO RUFO
Gobernador de la Galia Cisalpina.
En esta ocasión fue Marco Antonio el que no envió respuesta alguna. Sin ni siquiera hacer una copia de la carta de Salvideno, se la hizo llegar a Octavio ocultando la serie de misivas previas que él mismo había enviado. Salvideno en su intento por ser cauto y escueto, había escrito toda una declaración de intenciones unilateral. Leída la respuesta sin conocer el contenido de las cartas previas del triunviro, parecía más una propuesta que la respuesta a una proposición.
Octavio sentenció a Salvideno, al que hizo llamar inmediatamente para un juicio a puerta cerrada en el Senado, Agripa y Mecenas no opusieron resistencia y Marco Antonio se frotaba las manos al dejar a su rival sin unos de sus pilares básicos y sin su queridísima hermana. El triunviro estaba de un excelente buen humor y listo para dejar Roma, pero antes quiso ofrecer una fiesta con la excusa de celebrar que tanto Escribonia como Octavia estaban embarazadas.
Lo cierto es que la ciudad estalló de júbilo al conocerse la noticia de que las esposas de los dos principales triunviros esperaban sendos hijos. Ya se hacían cábalas sobre cuál de los aún no natos gobernaría Roma en un futuro o si, de ser posible, serían inmediatamente prometidos entre sí.
Como era su costumbre, el verdadero motivo de aquella fiesta ofrecida por Marco Antonio era humillar en todo lo posible a Octavio. Además de mostrar el vientre abultado de Octavia a su hermano, Marco Antonio se preocupó por invitar a aquella fiesta a todos los personajes relevantes de Roma que se mostraban contrarios a Divus filius, a los pocos familiares que quedaban de los asesinos del dictator y a los amnistiados de sus exilios tras el tratado de Brumdisium. Entre estos últimos estaba Tiberio Claudio Nerón.
Nerón era un patricio republicano de la familia de Claudios. Dicha familia tenía dos ramas. Por una parte los Claudios «puros», buenos políticos, buenos gestores y bien instalados en todos los puestos importantes de la administración de la república. Por otra parte, estaban los Nerones: ambiciosos, inútiles, soberbios, engreídos y groseros. Tiberio Claudio Nerón era de los segundos y a todo ello, sumaba una inteligencia limitada y una fortuna muy mermada tras su torpe alianza con Fulvia y Cayo Antonio apenas dos años antes. Pero Nerón tenía algo que no había perdido ni un ápice de su valor y que era admirado por toda Roma, su esposa Livia Drusila.
Livia era nieta de Marco Livio Druso, el hombre cuyo asesinato desencadenó la guerra civil entre Roma y sus aliados itálicos y que acabó con la concesión de la ciudadanía romana a toda la península. Era una muchacha delgada, pero muy proporcionada, con un busto escaso, sonrisa perfecta marcada por dos hoyuelos encantadores, finas cejas, cabello castaño claro que adornaba con mechas rubias y dejaba caer lacio sobre sus hombros y unos inmensos ojos miel que la convirtieron en la joven más bella de Roma desde que cumplió los quince años.
Muchos fueron los pretendientes de la joven Livia y casi todos ellos reunían más méritos y honores que Nerón, pero un padre con su prestigio en horas bajas tras apoyar a los libertadores y la posibilidad de una alianza con los poderosos Claudios, entregaron a la bella Livia a un matrimonio con un patán como Nerón, que la recluyó en su residencia por celos y la trató siempre como si fuese una sirvienta.
A su llegada a la fiesta organizada por Marco Antonio, Livia Drusila contaba veinte años y estaba en el esplendor de su deslumbrante belleza. La muchacha portaba un vestido de seda negro ribeteado en blanco ceñido a su figura que hacían resaltar sus impresionantes ojos miel y la incipiente barriguita que delataba que ella también estaba embaraza, en este caso de su segundo hijo. El primero, también llamado Tiberio contaba ya dos años.
Marco Antonio no estaba dispuesto a compartir el protagonismo y la velada en su sobrino, por lo que en vez de disponer camillas en el habitual podio presidencial, distribuyó tricliniums y sillas aquí a allá dentro de la estancia y propuso que sus invitados permaneciesen de pie en su mayoría, al estilo de las fiestas en Atenas. A Octavio la complacía más, si cabe, que a Marco Antonio aquella circunstancia, pues pensaba que pasaría la velada aguantando los comentarios hirientes de su ahora cuñado. Además, estando la mayoría de invitados dispersos y de pie, confiaba en poder hablar discretamente con su hermana.
Pero no sería así. Octavia había recibido la orden de seguir a Marco Antonio allí donde fuese y la muchacha acataba la orden sumisa y con la cabeza agachada.
Una orden similar debía haber recibido Livia Drusila, que seguía a un Nerón encantado de sí mismo al verse entre los invitados a una fiesta con lo más granado de la sociedad romana. Nerón avanzaba entre los invitados sin reparar demasiado en nadie, masticando con la boca abierta alguna aceituna frita en aceite de Gades, mientras asentía con la cabeza y miraba por encima del hombro al resto de invitados. Tras unos instantes reparó en Marco Antonio y se encaminó hacia él seguido de Livia, que flotaba como un espectro tras su marido.
—Marco Antonio, triunviro de Roma. Una fiesta excelente —dijo Nerón y esperó la respuesta de su anfitrión.
Marco Antonio se vio sorprendido por aquel invitado y necesitó la ayuda de su nomenclátor para reconocer a quien le hablaba, lo que molestó a Nerón y reflejó en su rostro.
—Tiberio Claudio Nerón —comenzó a decir el triunviro tras recibir el susurro de su esclavo—. Me alegra que volvieses a Roma, ¿qué tal tu vida en Atenas?
Marco Antonio no tenía el más mínimo interés por la vida de Nerón, pero quería alargar la charla mientras buscaba a Octavio con la mirada e intentaba atraerle hacia ellos para mostrarle a uno de los insurrectos de la guerra de Fulvia, regresado a Roma y plenamente integrado de nuevo en la ciudad.
Divus filius prefería evitar a Marco Antonio y a cualquiera que éste quisiese presentarle, pero en la distancia, tras el patricio al que señalaba su cuñado vio algo que llamó su atención y se aceró al grupo mientras ignoraba la presencia de su hermana.
—Mira, Octavio, este es Tiberio Claudio Nerón, acaba de volver a Roma —dijo Marco Antonio enfatizando el hecho del regreso.
Octavio no acusó la chanza ni miró a Nerón.
—¿Y quién esta joven? —preguntó Octavio como única respuesta.
—Noble Octavio, te presento a mi esposa, Livia Drusila —intervino Nerón al que le encantaba mostrar su trofeo.
—Es un placer, Livia —dijo Divus filius sin llegar a cruzar la mirada con Nerón
La muchacha se sonrojó levemente al conocer al hombre que dirigía los designios de la ciudad y sonrió cortés mientras ladeaba brevemente la cabeza.
Nerón perdió el interés por su esposa y por Octavio, y se dirigió de nuevo a Marco Antonio.
—Deberíamos reunirnos, Marco Antonio. Tengo algunas ideas para tu campaña que te serán interesantes.
Marco Antonio al ver que no había conseguido humillar a Octavio, dejó a Nerón con la palabra en la boca y le dio la espalda abandonando el grupo seguido de Octavia. Nerón les miró sin disimular su cara de asco y altanería.
—Quizás deberías reunirte conmigo, Nerón. Yo también tengo campañas que librar —dijo Octavio sin dejar de fijar su mirada en los ojos miel de Livia.
—Solo si eres capaz de organizar una velada decente con camillas donde poder conversar como romanos y no esta depravación.
Octavio miró a Nerón por primera vez ante su atrevimiento y dijo:
—Estoy seguro de poder organizar una velada de tu agrado Nerón. ¿Nos acompañarás, Livia?
—Estaré encantada de acompañaros si a mi marido le parece bien.
—No estoy muy seguro de lo que podrá aportar una mujer en una reunión de trabajo —dijo Nerón haciendo que Livia bajase su mirada al suelo.
—Intentaremos que el trabajo sea solo una parte de la velada para que Livia no se aburra. —Octavio elevó suavemente la barbilla de Livia hasta hacer de coincidir sus miradas de nuevo.
La muchacha se ruborizó y apartó sus ojos buscando con cierto temor a su marido. Pero este estaba entretenido degustando bolitas de pollo y arroz con especias y no prestaba atención a su esposa ni a Octavio. De repente reparó en que ambos le estaban mirando expectantes.
—Sí, sí, honraré tu residencia con mi presencia, Octavio. Envía un esclavo cuando te venga bien —dijo indiferente.
Divus filius arqueó sus finas cejas rubias entre la sorpresa y la indignación. Añadió mentalmente a Nerón a la lista de personas de las que hablar a Mecenas, y se concentró en Livia Drusila mientras su esposo se alejaba distraídamente tras una bandeja de aperitivos.
—¿Cómo no nos hemos conocido antes, Livia?
—No salgo mucho desde mi boda, Octavio. Y he estado casi dos años en Atenas.
—Lamento oír eso —dijo Octavio como si él mismo no fuese el culpable del exilio de la pareja—. Ya has vuelto a Roma y te aseguro que nunca más tendrás que dejar esta ciudad.
A la mañana siguiente Marco Antonio abandonaba Roma llevándose consigo a su embarazada esposa y Octavio recuperaba cierta paz y tranquilidad.
Con Octavia fuera de su vista y Marco Antonio en oriente le era más fácil gobernar Roma y concentrarse en su nuevo objetivo.
Nerón recibió la invitación para cenar en el palacio de Hortensio pocos días después y ni se le pasó por la cabeza que en realidad estaba siendo invitado por su esposa. En su mente, había conseguido impresionar al joven Octavio con sus ideas y proyectos y ahora ocuparía el lugar preeminente en Roma que le correspondía.
Divus filius necesitó varios días para organizar la cena sobre todo por la selección de invitados. Quería a varias parejas y eso descartaba a Agripa y sus furcias y a Mecenas, que perfectamente podría haberse presentado con el poeta Virgilio. Seguía pendiente el tema de buscarles esposas.
Finalmente, pudo contar con Tito Estatilio Tauro, un joven y prometedor militar del bando de Marco Antonio al que Divus filius quería prestar más atención para conseguir que cambiase de bando pacíficamente y sin correr la suerte de Salvideno. Venía acompañado por su reciente esposa Sisena.
Por otra parte, fue invitado Cornelio Galo, otro joven de la camarilla de Mecenas que venía ocupando ciertos cargos de relevancia al tiempo que escribía teatro y poesía. Le acompañaba su amante Licóride, probablemente la actriz más famosa de Roma.
Además de Nerón y Livia, la esposa de Octavio, Escribonia Libón también asistía a la cena aunque con bastante incomodidad y molestias debido a sus ocho meses de embarazo.
Octavio ordenó colocar ocho camillas de forma circular y situó a hombre y mujeres mezclados entre sí, gesto contrario a la costumbre del Mos Maiorum, pero que le permitía estar rodeado por la casi ausente Escribonia y por su anhelada Livia, al tiempo que alejaba de sí mismo al insufrible Nerón.
Precisamente Nerón y Livia fueron los últimos en llegar y él no ocultó su malestar por la disposición de las camillas. Sólo los hombres debían comer recostados, lo correcto era que las mujeres comiesen en sillas frente a estos. Solo un engreído y un grosero como Nerón se hubiese atrevido a criticar en voz alta la organización de su anfitrión y menos si éste era el gobernante de Roma, pero Octavio no tenía oídos para su invitado y centro toda su atención en la bella Livia Drusila.
La muchacha lucía un vestido vaporoso rosa por encima de las rodillas con un fino ceñidor de hilo dorado que le recorría el torso marcando sus pechos hasta el bajo vientre. Llevaba la melena recogida detrás de la cabeza con un moño y había aplicado un suave maquillaje en su rostro. Algunas pulseras y sandalias también doradas completaban su atuendo. Octavio quedó extasiado al verla, lo que le evitó tener que oír las críticas de Nerón.
Todos se acomodaron y los sirvientes empezaron a servir pasta de queso sobre pan dulce y garbanzos con especias, huevos y sal. Tras ello y como plato principal degustaron tortitas de trigo rellenas con verduras fritas en aceite de Gades con cordero asado y salsa de yogur. Todo acompañado de vino de Chios bastante aguado, que estaba siendo servido por el ahora esclavo, aunque antiguo senador, Emilio Paulo. Paulo estaba ya acostumbrado a su vida de esclavo, aunque no aceptó de buen grado las chanzas de Nerón que derramaba el vino y bebía en exceso solo por ver al exsenador rellenar su copa.
Cornelio Galo hizo participes a los invitados de los rumores y anécdotas que circulaban sobre la residencia para artistas de Mecenas y Tauro explicó sus ansias de entrar en combate y seguir a Agripa allí donde fuese necesario, pero Octavio no estaba en ninguna de aquellas charlas. Octavio estaba con Livia.
—¿Estás disfrutando, Livia?
—Una cena excelente, Octavio.
—¿Cómo fue tu estancia en Atenas?, ¿disfrutaste de la cultura de la ciudad?
—La verdad es que no salí demasiado. No todos los nobles me invitaban a sus actos y además debía cuidar al recién nacido Tiberio.
—Cierto, ¿cómo es el pequeño Tiberio? —dijo Octavio mirando de reojo al padre de la criatura.
—Es un niño muy despierto y cariñoso.
—Claudio entonces, supongo —dijo Octavio entre dientes pensando que si era despierto no sería Nerón.
Livia se limitó a sonreír cómplice de la gracia y bajó la mirada al suelo.
—¿No tenías niñera en Atenas?
—No tenía casi de nada en Atenas —dijo ella en un susurro—. La fortuna de mi esposo mermó bastante tras el exilio.
—Lamento que una decisión mía te causase incomodidades, Livia.
—No tiene importancia, tampoco nos conocíamos.
—No, no nos conocíamos, pero aun así te compensaré por ello todos los días de mi vida.
Se hizo el silencio entre ambos, pero esta vez sosteniendo sus miradas. Tan solo una nueva chanza desafortunada de Nerón acompañada de sus propias y solitarias risas desaforadas, les sacó del leve trance.
Octavio estaba empezando a sentir un verdadero odio hacia Nerón, pero volvió a concentrar en Livia.
—Aquí, en el palacio de Hortensio, tenemos una gran guardería. Viven los hijos de Fulvia y Marco Antonio y los de Octavia y Marcelo.
—¿Los acogiste a todos?
—¿Qué remedio me quedaba? —dijo Octavio como respuesta—. ¿Quieres ver dónde les alojo?
—No sé si debo…
—Sí, sí debemos —dijo al tiempo que se levantaba y cogía la mano de Livia para ayudarla a levantarse.
El resto de invitados bajó el tono de sus conversaciones un instante, pero no prestó mayor atención a la repentina ausencia que podría achacarse a una visita a las letrinas.
Octavio no soltó la mano de Livia, a la que llevó a la planta superior del palacio de Hortensio. Una vez allí la condujo a una terraza porticada que daba al foro de Roma. La noche era fresca y Livia se abrazó a sí misma para entrar en calor mientras se acercaba a la balaustrada de mármol blanco que hacía de barandilla.
—¿Tienes frío?
—Un poco. ¿Aquí duermen los niños? —dijo ella sabiendo la respuesta.
—No —dijo un sonriente Octavio—. Solo es algo que quería enseñarte.