Lo único que sabía era que éste era el peor momento.

El peor momento no era lo mismo que el momento más peligroso.

Porque el momento más peligroso no era el momento en que más peligro corrías.

Esto era algo que no había comprendido antes.

Viajaba sentado en su coche con chófer mientras el paisaje daba botes y quedaba atrás. Se hizo a sí mismo una pregunta. Era la siguiente:

Lenin consideraba deprimente la música.

Stalin creía que comprendía y apreciaba la música.

Jruschov despreciaba la música.

¿Cuál de estas cosas es la peor para un compositor?

Para ciertas preguntas no había respuesta. O, al menos, las preguntas cesaban cuando te morías. La muerte cura al jorobado, como le gustaba decir a Jruschov. No había nacido jorobado, pero se había convertido en un jorobado moral, espiritualmente. Un jorobado inquisitivo. Y quizá la muerte cura las preguntas y también a quien las hace. Y las tragedias retrospectivamente parecen farsas.

Cuando Lenin llegó a la estación de Finlandia, Dmitri Dmítrievich y un grupo de condiscípulos corrieron a recibir al héroe que regresaba. Era un episodio que había contado muchas veces. Sin embargo, como había sido un niño delicado, protegido, tal vez no le habían permitido irse así, sin más. Era más verosímil que su tío, Maxim Lavrentievich Kostrikin, el viejo bolchevique, le hubiera acompañado a la estación. También esta versión la contó muchas veces. Los dos relatos contribuían a dar brillo a sus credenciales revolucionarias. ¡El Mitia de diez años en la estación de Finlandia, inspirado por el Gran Líder! Esta imagen no había representado un obstáculo para los comienzos de su carrera. Pero había una tercera posibilidad: que no había visto a Lenin en absoluto, ni había estado siquiera cerca de la estación. Tal vez hubiese adoptado como propia la narración del suceso que hizo un condiscípulo. En estos tiempos ya no sabía a qué versión dar crédito. ¿Había estado realmente en la estación de Finlandia? Bueno, miente como un testigo ocular, como se suele decir.

Encendió otro cigarrillo prohibido y miró fijamente la oreja del chófer. Aquello, al menos, era algo sólido y verdadero: el chófer tenía una oreja. Y, sin duda, otra en el otro lado, aunque no pudiera verla. Así que sólo existía una oreja en su memoria —o, más exactamente, en su imaginación— hasta el momento en que volvió a verla. Deliberadamente, se inclinó hasta que aparecieron el pabellón y el lóbulo de la otra oreja. Otra pregunta resuelta, por el momento.

Cuando era pequeño, su héroe había sido Nansen, el explorador del Polo. Cuando era adulto, el mero tacto de la nieve debajo de los esquíes lo asustaba, y su más intrépido acto de exploración fue partir, a petición de Nita, hacia el siguiente pueblo en busca de pepinos. Ahora que era un viejo, un chófer, normalmente Irina, pero a veces un conductor oficial, lo paseaba en coche por Moscú. Se había convertido en un Nansen de los suburbios.

En su mesilla de noche, siempre: una postal de El tributo de la moneda, de Tiziano.

Chéjov decía que había que escribir de todo, salvo denuncias.

Pobre Anatoli Bashashkin. Denunciado como lacayo de Tito.

Ajmátova dijo que bajo Jruschov el Poder se volvió vegetariano. Quizá fue así; aunque sería tan fácil matar a alguien metiéndole verduras por la garganta como con los métodos tradicionales de los tiempos en que se comía carne.

Al regresar de Nueva York había compuesto La canción de los bosques, con un texto larguísimo y pesado de Dolmatovski. El tema era la regeneración de las estepas y el modo en que Stalin, el líder y maestro, el amigo de los niños, el gran timonel, el gran padre de la nación y el gran ingeniero ferroviario, ahora era también el gran jardinero. «¡Llenemos la patria de bosques!», una consigna que Dolmatovski repetía diez o doce veces. El oratorio insistía en que bajo Stalin hasta los manzanos crecían más valientes y combatían las heladas tal como el Ejército Rojo había combatido a los alemanes. La atronadora banalidad de la obra había garantizado su éxito inmediato. Le ayudó a ganar su cuarto Premio Stalin: cien mil rublos y una dacha. Había pagado al César y el César, a cambio, no había sido ingrato. En total, ganó el Premio Stalin seis veces. También recibió la Orden de Lenin a intervalos regulares de diez años: en 1946, 1956 y 1966. Nadaba en honores como una gamba en salsa rosa. Y esperaba estar muerto para cuando llegara 1976.

Quizá el valor era como la belleza. Una mujer hermosa envejece: ella sólo ve lo que se ha ido; otros ven sólo lo que queda. Algunos lo felicitaban por su resistencia, su negativa a someterse, el núcleo sólido por debajo de la superficie histérica. Él sólo veía lo que se había ido.

Stalin, por su parte, hacía mucho que se había ido. El gran jardinero se había ido a cuidar la hierba de campos elíseos y a fortalecer la moral de los manzanos de allí.

Las rosas rojas esparcidas sobre la tumba de Nita. Cada vez que la visitaba. Y no las enviaba él.

Glikman le había contado una historia sobre Luis XIV. El Rey Sol había sido un gobernante tan absoluto como Stalin. Sin embargo, siempre estaba dispuesto a dar a los artistas lo que les correspondía; a reconocer su mágico secreto. Uno de ellos era el poeta Nicolas Boileau-Despréaux. Y Luis XIV, en presencia de toda la corte en Versalles, había anunciado, como si fuese una verdad corriente: «Monsieur Despréaux comprende mejor la poesía que yo». Sin duda hubo una risa de incredulidad lisonjera de quienes, en privado y en público, aseguraban que la comprensión que el gran rey tenía de la poesía —y de la música, de la pintura y la arquitectura— no conocía parangón en el mundo ni a lo largo de los siglos. Y quizá hubiese en el comentario, de entrada, una táctica modestia diplomática. Pero, aun así, lo había formulado.

Stalin, sin embargo, tenía muchas ventajas sobre aquel rey antiguo. Su profunda comprensión de la teoría del marxismo-leninismo, su entendimiento intuitivo del pueblo, su amor a la música popular, su habilidad para olfatear conspiraciones formalistas… Oh, basta, basta. Iban a sangrarle los oídos.

Pero incluso el gran jardinero en su faceta de gran musicólogo había sido incapaz de olfatear dónde estaba el Beethoven rojo. Davidenko había sido una decepción, no sólo porque había muerto a mitad de la treintena. Y el Beethoven rojo nunca apareció.

Le gustaba contar la historia de Tiniakov. Un hombre guapo y un buen poeta. Vivía en San Petersburgo y escribía sobre el amor y las flores y otros temas elevados. Luego vino la Revolución y pronto Tiniakov fue el poeta de Leningrado que no escribía sobre el amor y las flores, sino sobre el hambre que pasaba. Y al cabo de un tiempo las cosas se pusieron tan feas que se apostaba en una esquina de una calle con un letrero colgado del cuello que decía: POETA. Y como los rusos valoraban a sus poetas, los transeúntes le daban dinero. A Tiniakov le gustaba afirmar que había ganado más dinero mendigando que con sus versos, y que por eso podía acabar cenando todas las noches en un restaurante de lujo.

¿Era verdad este último detalle? Le extrañaba. Pero a los poetas se les permitía exagerar. Por lo que a él respectaba, no necesitaba un letrero: tenía colgados del cuello tres Órdenes de Lenin y seis Premios Stalin y comía en el restaurante de la Unión de Compositores.

Un hombre taimado y moreno, con un pendiente de rubí, sostiene una moneda entre el pulgar y el índice. Se la enseña a otro hombre más pálido, que no la toca, sino que mira directamente a los ojos al primer hombre.

Había habido aquella extraña ocasión en que el Poder, tras haber decidido que Dmitri Dmítrievich Shostakóvich era un caso recuperable, había intentado una nueva táctica con él. En lugar de aguardar el resultado final —una composición terminada que después sería examinada por expertos político-musicológicos antes de ser aprobada o condenada—, el Partido, en su sabiduría, decidió empezar por el principio: por el estado de su alma ideológica. Reflexiva, generosamente, la Unión de Compositores nombró a un tutor, el camarada Troshin, un sociólogo serio, de edad avanzada, para que lo ayudase a comprender los principios del marxismo-leninismo: para ayudarlo a reconstruirse. Le enviaron una lista de lecturas que constaba exclusivamente de obras del camarada Stalin, tales como El marxismo y los problemas de la lingüística y Problemas económicos del socialismo en la URSS. Después Troshin fue a visitarlo a su casa y le explicó su cometido. Había ido a verlo porque, por desgracia, incluso compositores destacados eran capaces de cometer graves errores, como se había aireado públicamente en los últimos años. El compositor acogió con la debida seriedad la declaración de intenciones que le hizo su visitante no anunciado, al mismo tiempo que expresaba su pesar por el hecho de que la composición de una nueva sinfonía dedicada a la memoria de Lenin le hubiera impedido hasta el momento leer toda la biblioteca que tan amablemente le habían entregado.

El camarada Troshin miró alrededor del estudio del compositor. No era un hombre artero ni amenazador, sino sólo uno de esos funcionarios diligentes e incondicionales que vomita todo régimen.

—Y aquí es donde trabaja.

—Así es.

El tutor se levantó, dio uno o dos pasos en cada dirección y alabó el orden general de la habitación. Luego, con una sonrisa de disculpa, observó:

—Pero hay algo que falta en el estudio de un distinguido compositor soviético.

El distinguido compositor soviético se levantó a su vez, recorrió con la mirada las paredes y las estanterías que conocía tan bien y sacudió la cabeza con la misma expresión de disculpa, como avergonzado por estar fallando a la primera pregunta del tutor.

—En las paredes no hay ningún retrato del camarada Stalin.

Siguió un silencio desalentador. El compositor encendió un cigarrillo y caminó de un lado a otro de la habitación, como buscando la causa de aquella horrible incorrección, o como si pudiera encontrar el icono necesario debajo de este cojín, aquella alfombra. Por último, le aseguró a Troshin que inmediatamente haría lo preciso para procurarse la mejor foto existente del Gran Líder.

—Bueno, entonces está bien —contestó Troshin—. Ahora pongamos manos a la obra.

De cuando en cuando le pedían que hiciera un resumen de la ampulosa sabiduría de Stalin. Por suerte, Glikman se brindó a realizar esta tarea en su lugar, y periódicamente le llegaban por correo desde Leningrado las patrióticas percepciones del compositor sobre la obra del Gran Jardinero. Al cabo de un tiempo se agregaron a la lista otros textos clave: por ejemplo, «Las características de la creatividad artística», de G. M. Malenkov, una reimpresión de su discurso en el XIX Congreso del Partido.

Por su parte, acogió con una cortesía evasiva y una burla secreta la presencia persistente y concienzuda de Troshin en su vida. Interpretaron con cara seria sus respectivos papeles de instructor y alumno; Troshin, sin duda, no tenía otra cara que ofrecer. Era sumamente evidente que creía en el propósito bienhechor de su tarea y el compositor lo trataba cortésmente, reconociendo que sus visitas indeseadas representaban una especie de protección. Y sin embargo los dos eran conscientes de que aquella farsa podría tener graves consecuencias.

En aquella época había dos frases —una era una pregunta y la otra una afirmación— que hacían sudar a la gente y cagarse en los pantalones a hombres fuertes. La pregunta era: «¿Lo sabe Stalin?». La afirmación, aún más alarmante, era: «Stalin lo sabe». Y como a Stalin se le atribuían poderes sobrenaturales —nunca cometía un error, lo controlaba todo y estaba en todas partes—, los simples seres terrenales sometidos a su poder pensaban, o se imaginaban, que su mirada los vigilaba constantemente. ¿Y si el camarada Troshin no conseguía inculcar de un modo satisfactorio los preceptos de Karlo-Marlo y sus descendientes? ¿Y si el alumno, por fuera solemne y por dentro enigmático, no los asimilaba? ¿Qué pasaba entonces con los Troshin de este mundo? Ambos conocían la respuesta. Si el tutor brindaba protección al alumno, el alumno contraía cierta responsabilidad con el tutor.

Pero había una tercera frase, que le fue susurrada del mismo modo que se la habían susurrado a otros —a Pasternak, por ejemplo—: «Stalin dice que a él no hay que tocarlo». A veces esta afirmación era un hecho, a veces una teoría descabellada o una superstición envidiosa. ¿Por qué él había sobrevivido a pesar de ser el protegido del traidor Tujachevski? ¿Por qué había sobrevivido a aquellas palabras: «Es un juego de inteligente inventiva que puede acabar muy mal»? ¿Por qué había sobrevivido después de haber sido señalado por la prensa como un enemigo del pueblo? ¿Por qué Zakrevski había desaparecido entre un sábado y un lunes? ¿Por qué a él lo habían respetado mientras a su alrededor muchos otros eran detenidos, asesinados, se exiliaban o corrían una suerte que quizá se aclararía sólo décadas más tarde? Una sola respuesta satisfacía a todas estas preguntas: «Stalin dice que a él no hay que tocarlo».

De ser así —y no tenía manera de saberlo, como no lo sabían los que pronunciaban la frase— sería un insensato si se figuraba que esto le ofrecía una protección permanente. El mero hecho de que Stalin se fijara en tu persona era mucho más peligroso que una existencia de oscuridad anónima. Los que gozaban de su favor raramente lo conservaban; era sólo cuestión de cuándo lo perdían. ¿Cuántas piezas importantes en el engranaje de la vida soviética habían revelado posteriormente, tras un imperceptible cambio de la luz, que habían dificultado en todo momento el funcionamiento de las demás piezas?

El coche redujo la velocidad en un cruce y oyó el chasquido de un trinquete cuando el chófer tiró del freno de mano. Se acordó de cuando había comprado su primer Pobeda. Por entonces, las normas decretaban que el comprador estuviese presente cuando le entregaban el automóvil. Como él conservaba el permiso de conducir desde antes de la guerra, fue personalmente al garaje a recoger el coche. En el trayecto a casa, no le impresionaron gran cosa las prestaciones del Pobeda y se preguntó si le habrían vendido una tartana. Aparcó, y estaba forcejeando con la llave cuando un transeúnte le gritó: «Eh, tú, el de las gafas, ¿qué le pasa a tu coche?». Las ruedas despedían humo: había conducido desde el garaje con el freno de mano puesto. Lo cierto era que, al parecer, él no se llevaba bien con los coches.

Recordó a otra chica a la que había examinado en su calidad de profesor de ideología bolchevique en el conservatorio. El examinador principal había salido del aula por un momento y él se encontró a cargo del examen. La estudiante estaba tan nerviosa, retorciendo en la mano la página de preguntas que debía responder, que se había apiadado de ella.

—Bueno —dijo—, dejemos aparte todas esas preguntas oficiales. En su lugar le preguntaré esto: ¿qué es el revisionismo?

Era una pregunta que hasta él mismo habría sabido responder. El revisionismo era un concepto tan abominable y herético que a la palabra prácticamente le crecían cuernos en la cabeza.

La chica reflexionó un rato y luego contestó, segura de sí misma:

—El revisionismo es el estadio superior del desarrollo del marxismo-leninismo.

Ante lo cual él había sonreído y le había puesto la máxima puntuación.

Cuando todo lo demás fallaba, cuando sólo parecía haber insensatez en el mundo, se aferraba a esto: a que la buena música sería siempre buena música, y que la gran música era inexpugnable. Se podían tocar los preludios y las fugas de Bach con cualquier tempo, con cualquier dinámica, y seguiría siendo gran música, a prueba incluso del pobre manazas que tocaba el teclado con diez pulgares. Y de la misma manera no se podía tocar cínicamente una música semejante.

En 1949, cuando aún continuaban los ataques contra él, había escrito su cuarto cuarteto de cuerdas. Los Borodin se lo habían aprendido y lo interpretaron para la directiva de instituciones musicales del Ministerio de Cultura, que tenía que aprobar todas las obras nuevas antes de su interpretación en público, y antes de que el compositor cobrara sus honorarios. A la vista de esta situación, no era optimista, pero para sorpresa general la audición fue un éxito, la obra se autorizó y el dinero llegaría a su bolsillo. Poco después empezó a circular el rumor de que los Borodin habían aprendido a tocar el cuarteto de dos formas: auténticamente y estratégicamente. La primera era la que había pretendido el compositor, mientras que en la segunda, concebida para salvar la burocracia musical, los intérpretes recalcaban los aspectos «optimistas» de la pieza y su conformidad con las reglas del arte socialista. Se consideraba que era un perfecto ejemplo del uso de la ironía como defensa contra el Poder.

Nunca había sucedido, por supuesto, pero la anécdota se repitió tan a menudo que su veracidad llegó a aceptarse. Era una tontería: no era verdad —no podía serlo— porque en la música no se podía mentir. Los Borodin sólo podían tocar el cuarto cuarteto de la manera que el compositor se había propuesto. La música —la buena, la gran música— poseía una pureza dura, irreductible. Podía ser amarga y desesperada y pesimista, pero nunca podía ser cínica. Si la música es trágica, los que tienen orejas de burro la acusan de ser cínica. Pero cuando un compositor es amargo, o está desesperado o es pesimista, esto sigue significando que cree en algo.

¿Qué podría oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro —la música de nuestro ser— que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de las décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia.

A esto se aferraba él.

Continuaban sus conversaciones corteses, tediosas y fraudulentas con el camarada Troshin. Una tarde, el tutor mostró una animación muy impropia de él.

—¿Es cierto —preguntó—, es cierto lo que me han dicho recientemente? ¿Que hace unos años Iósif Vissariónovich le telefoneó personalmente?

—Sí, es cierto.

El compositor señaló el teléfono en la pared, aunque no fuese el que había utilizado entonces. Troshin miró el aparato como si debiera estar ya en un museo.

—¡Qué gran hombre es realmente Stalin! Con todas las ocupaciones del Estado, con todo lo que tiene que atender, conoce hasta la existencia de un tal Shostakóvich. ¡Gobierna la mitad del mundo y todavía tiene tiempo para usted!

—Sí, sí —convino él, con un entusiasmo fingido—. Es ciertamente increíble.

—Sé que es usted un compositor de renombre —prosiguió el tutor—, pero ¿quién es comparado con nuestro Gran Líder?

Suponiendo que Troshin no conocía el libreto de la ópera de Dargomyzhski, respondió con el semblante serio:

—Soy un gusano comparado con Su Excelencia. Soy un gusano.

—Sí, exactamente, es un gusano, en efecto. Y es bueno que ahora parece poseer un sano sentido de la autocrítica.

Como ansioso de más elogios semejantes, había repetido, tan sobriamente como pudo: «Sí, soy un gusano, un simple gusano».

Troshin se marchó muy complacido con el progreso que habían realizado.

Pero el estudio del compositor nunca exhibió el más logrado retrato de Stalin que podía comprarse en Moscú. Sólo unos meses después de iniciada la reeducación de Dmitri Dmítrievich, las circunstancias objetivas de la realidad soviética cambiaron. En otras palabras, Stalin murió. Y las visitas del tutor se acabaron.

Cuando el chófer frenó, el coche viró hacia la izquierda. Era un Volga bastante confortable. Él siempre había querido poseer un automóvil extranjero. Más concretamente, siempre había querido un Mercedes. Tenía divisas extranjeras en la oficina de derechos de autor, pero nunca le consintieron invertirlas en la compra de un vehículo extranjero. ¿Qué tienen de malo nuestros coches soviéticos, Dmitri Dmítrievich? ¿No le transportan de un lado a otro, no son fiables, no están fabricados teniendo presentes las carreteras soviéticas? ¿Qué impresión causaría que nuestro compositor más distinguido insultase a la industria automovilística soviética comprando un Mercedes? ¿Acaso los miembros del Politburó circulan en vehículos capitalistas? Sin duda comprende que es totalmente imposible.

A Prokófiev le habían permitido importar de Occidente un Ford nuevo. Serguéi Serguéievich estaba muy contento con él hasta el día en que le resultó demasiado difícil conducirlo y en pleno centro de Moscú atropelló a una joven. En cierto modo era algo típico de Prokófiev. Siempre llegaba al mundo desde la dirección errónea.

Nadie muere exactamente en el momento adecuado, por supuesto: algunos demasiado pronto, otros demasiado tarde. Unos cuantos aciertan más o menos el año, pero luego eligen la fecha totalmente errónea. El pobre Prokófiev… ¡morir exactamente el mismo día que Stalin! Serguéi Serguéievich sufrió un ataque a las ocho de la noche y murió a las nueve. Stalin murió cincuenta minutos más tarde. ¡Morir sin saber siquiera que el gran tirano había expirado! Bueno, así veías tú a Serguéi Serguéievich. A pesar de ser meticulosamente puntual, siempre estaba medio desfasado con respecto al compás de Rusia. Así que su muerte había mostrado una sincronización estúpida.

Los nombres de Prokófiev y Shostakóvich siempre estarían vinculados. Pero a pesar de este lazo nunca fueron amigos. En general, admiraban la música del otro, pero Occidente había penetrado demasiado profundamente en Serguéi Serguéievich. Había abandonado Rusia en 1918, y descontando breves regresos —como cuando volvió con un par de pijamas desconcertantes— permaneció alejado hasta 1936. A esas alturas había perdido el contacto con la realidad soviética. Se imaginó que aplaudirían su patriótico retorno, que la tiranía se lo agradecería…, ¿cuánta ingenuidad había en eso? Y cuando les hicieron comparecer juntos ante tribunales de burócratas musicales, Serguéi Serguéievich sólo pensó en soluciones musicales. Le habían preguntado qué estaba mal en la octava sinfonía de Dmitri Dmítrievich. Nada que no tuviera arreglo, contestó, siempre pragmático: sólo necesita una línea melódica más clara, y habría que suprimir el segundo y el cuarto movimiento. Y cuando le criticaron su propia obra, su respuesta fue: miren, tengo múltiples registros, díganme cuáles prefieren que utilice. Estaba orgulloso de sus facultades, pero no le estaban preguntando por ellas. No querían que fingieses adhesión a sus gustos triviales y a sus lemas críticos, desprovistos de sentido; te pedían que realmente creyeras en ellos. Querían tu complicidad, tu acatamiento, tu corrupción. Y Serguéi Serguéievich nunca había entendido bien esto. Dijo —y tuvo la valentía de decirlo— que cuando sobre una obra recaía la destructiva acusación de «formalismo», era «una simple cuestión de no comprender algo en la primera audición». Poseía un extraño tipo de sutil inocencia. Pero en realidad era un hombre con un alma de idiota.

Pensaba a menudo en Serguéi Serguéievich en el exilio durante la guerra, vendiendo sus trajes europeos de buen corte en el mercado de Alma-Ata. Decían que era un negociante habilidoso y que siempre conseguía el mejor precio. ¿Qué hombros cubrirían ahora aquellos trajes? Pero no sólo eran prendas de vestir; a Prokófiev le encantaba todo el boato del éxito. Y entendía la fama al estilo occidental. Le gustaba decir que las cosas eran «divertidas». No obstante su alabanza pública de Lady Macbeth de Mtsensk, cuando hojeó la partitura en presencia de su compositor había declarado que era una obra «divertida». Era una palabra que debería haber estado prohibida hasta el día de la muerte de Stalin. Que Serguéi Serguéievich no vivió suficiente para ver.

A él, por su parte, nunca le había tentado la vida en el extranjero. Era un compositor ruso que vivía en Rusia. Se negaba a imaginar cualquier otra alternativa. Aunque había conocido su breve momento de fama occidental. En Nueva York había entrado en una farmacia para comprar una aspirina. Diez minutos después de haberse ido, a un dependiente le vieron pegando un letrero en el escaparate: Decía: DMITRI DMÍTRIEVICH COMPRA AQUÍ.

Ya no esperaba que lo matasen; este temor pertenecía a un pasado lejano. Pero que te mataran nunca había sido lo peor. En enero de 1948, su viejo amigo Solomon Mijoels, director del teatro judío de Moscú, fue asesinado por orden de Stalin. El día en que se supo la noticia, Zhdánov lo había estado intimidando durante cinco horas por distorsionar la realidad soviética, por no festejar las gloriosas victorias nacionales y por comer de las manos de los enemigos de su patria. Después fue derecho al piso de Mijoels. Había abrazado a la hija de su amigo y al marido de ésta. Luego, de espaldas al corro de dolientes silenciosos y asustados, empotrando casi la cara en la biblioteca, les dijo, con una voz serena y clara: «Le envidio». Hablaba en serio: la muerte era preferible a un terror interminable.

Pero el terror interminable duró otros cinco años. Hasta que Stalin murió y apareció Nikita Jruschov. Hubo una promesa de deshielo, una esperanza cautelosa, un júbilo imprudente. Y sí, las cosas se suavizaron y salieron a la luz algunos sucios secretos, pero no hubo un súbito apego idealista a la verdad, sino simplemente la conciencia de que ahora se podía utilizar para obtener un beneficio político. Y el Poder en sí no disminuyó; se limitó a mutar. La terrorífica espera junto al ascensor y la bala en la nuca pasaron a ser cosas del pasado. Pero el Poder no perdió el interés por él; todavía había manos que se le acercaban y desde la infancia siempre había tenido miedo de las manos que aferraban.

Nikita el Mazorca. Que lanzaba diatribas sobre «abstraccionistas y pederastas»; ambas cosas, obviamente, eran lo mismo. Del mismo modo que Zhdánov había denunciado una vez a Ajmátova por ser «una furcia y una monja». Nikita el Mazorca, en una reunión de escritores y artistas, había dicho de Dmitri Dmítrievich: «Oh, su música no es más que jazz; te da dolor de estómago. ¿Y tengo que dar palmadas? Pero con el jazz… te da un cólico». Sin embargo, esto era mejor que el que te dijeran que comías de las manos de los enemigos del país. Y en aquellos tiempos más liberales, a los reunidos para conocer al primer secretario se les permitía expresar, con el debido respeto, una opinión opuesta. Incluso había habido un poeta lo bastante osado —o loco— para sostener que había grandes artistas entre los abstraccionistas. Había mencionado el nombre de Picasso. A lo cual Mazorca había respondido bruscamente: «La muerte cura al jorobado».

En los viejos tiempos, esta conversación podría haber conducido a que al poeta insolente se le recordara que estaba jugando a un juego muy peligroso que podía acabar mal. Pero aquel hombre era Jruschov. Las pestes que echaba hacían que los lacayos con cara de engreídos oscilaran de una dirección a otra; pero no temías inmediatamente por tu futuro. Un día el Mazorca podía anunciar que tu música le daba dolor de estómago y al día siguiente, después de un opíparo banquete en el Congreso de la Unión de Compositores, podía deshacerse en alabanzas. Aquella noche había estado perorando sobre que si la música era medio decente era capaz de escucharla en la radio, excepto cuando transmitían cosas que, bueno, sonaban como graznidos de cuervos… Y mientras los lacayos con cara de engreídos se estaban riendo, la mirada de Jruschov recayó en el renombrado compositor de jazz que causaba dolor de estómago. Pero el primer secretario estaba de un humor benévolo, incluso indulgente.

«Pues aquí tenemos a Dmitri Dmítrievich; vio la luz al principio mismo de la guerra con su…, cómo la llamaría usted, ah, sí, su sinfonía».

De repente había recuperado el favor de los poderosos, y Liudmila Liadova, que escribía canciones populares, se le acercó y lo besó, y luego, estúpidamente, proclamó lo mucho que lo amaba todo el mundo. Bueno, que lo amaran o no carecía de importancia, porque las cosas ya no eran como habían sido.

Pero aquí fue donde cometió un error. Antes había muerte; ahora había vida. Antes, los hombres se cagaban en los pantalones; ahora se les permitía disentir. Antes había órdenes; ahora había sugerencias. Por tanto, sus Conversaciones con el Poder, sin que al principio él lo reconociera, se volvieron más peligrosas para el alma. Antes habían puesto a prueba la magnitud de su valor; ahora sondeaban la magnitud de su cobardía. Y trabajaban con diligencia y pericia, con un profesionalismo intenso pero esencialmente desinteresado, como sacerdotes trabajando por el alma de un moribundo.

Él sabía poco de artes plásticas y difícilmente podía discutir de abstraccionismo con aquel poeta; pero consideraba a Picasso un bastardo y un cobarde. ¡Qué fácil era ser comunista cuando no vivías bajo el comunismo! Picasso se había pasado la vida pintando sus mierdas y aclamando al poder soviético. Pero Dios no quiera que cualquier pobre artistilla sometido a la férula soviética intente pintar como Picasso. Era libre de decir la verdad: ¿por qué no lo hizo en nombre de quienes no podían? En vez de eso, vivía como un hombre rico en París y en el sur de Francia pintando una y otra vez su repugnante paloma de la paz. Él aborrecía aquella puñetera paloma. Y aborrecía la esclavitud de las ideas tanto como la esclavitud física.

O Jean-Paul Sartre. Una vez había llevado a Maxim a la oficina de derechos de autor, al lado de la galería Tretiakov, y allí, delante del mostrador del cajero, estaba el gran filósofo, contando con gran cuidado su grueso fajo de rublos. En aquel tiempo los derechos de autor sólo se pagaban en ocasiones excepcionales a escritores extranjeros. Le explicó en un susurro a Maxim estas circunstancias: «No denegamos los incentivos materiales si una persona abandona el campo de la reacción y se pasa al del progreso».

Stravinski era otro cantar. Su amor y reverencia por la música de Stravinski nunca había flaqueado. Y como prueba conservaba una fotografía grande de su colega compositor debajo del cristal del tablero de su escritorio. La miraba todos los días y recordaba aquel salón dorado del Waldorf Astoria; recordaba la traición y su vergüenza moral.

Cuando llegó el deshielo volvió a tocarse la música de Stravinski y a Jruschov, que sabía de música tanto como un cerdo sabe de naranjas, lo convencieron de que invitara al célebre exiliado a volver al país de visita. Sería un gran golpe de propaganda, aparte de todo lo demás. Quizá de algún modo confiaban en convertir al cosmopolita Stravinski en un compositor puramente ruso. Y quizá Stravinski, por su parte, confiaba en redescubrir vestigios de la antigua Rusia que tanto tiempo atrás había abandonado. De ser así, ambas esperanzas quedaron defraudadas. Pero Stravinski se divirtió. Durante décadas, las autoridades soviéticas lo habían denunciado como un lacayo del capitalismo. De modo que cuando un burócrata de la música se le acercó con una sonrisa falsa y una mano extendida, el compositor, en vez de tenderle la suya, dio al funcionario para que lo estrechara el pomo de su bastón. El gesto era claro: ¿quién es el lacayo ahora?

Pero una cosa era humillar a la burocracia soviética cuando el Poder se había vuelto vegetariano y otra protestar cuando era carnívoro. Y Stravinski se había pasado décadas sentado en la cumbre de su monte Olimpo norteamericano, distante, egocéntrico, sin que le preocupase que en su país natal estuvieran persiguiendo a artistas y escritores y a sus familias; que los encarcelaran, los mandasen al exilio, los asesinaran. ¿Profirió una sola palabra de protesta en público mientras respiraba el aire de la libertad? Su silencio había sido despreciable; y así como veneraba al compositor Stravinski, despreciaba al pensador Stravinski. Bueno, quizá esto respondiera a su pregunta sobre la honestidad personal y artística; la falta de la primera no contaminaba necesariamente la segunda.

Se habían visto dos veces durante la visita del exiliado. Ninguna de ellas había sido un éxito. Él era tan aprensivo y tímido como Stravinski atrevido y seguro de sí mismo. ¿Qué habrían podido decirse el uno al otro? Preguntó, por lo tanto:

—¿Qué opina de Puccini?

—Lo detesto —respondió Stravinski.

A lo cual él había contestado:

—Yo también.

¿Los dos lo decían tan absolutamente en serio como lo habían expresado? Es probable que no. Uno estaba siendo instintivamente dominante, el otro instintivamente sumiso. Tal era el problema de los «encuentros históricos».

También mantuvo un «encuentro histórico» con Ajmátova. Él la había invitado a visitarlo en Repino. Ella accedió a verle. Él permaneció sentado en silencio; lo mismo hizo ella; al cabo de veinte minutos, se levantó y se fue. Posteriormente dijo: «Fue maravilloso».

Había mucho que decir sobre el silencio, ese lugar donde las palabras se acaban y la música comienza; también, donde la música se acaba. A veces comparaba su situación con la de Sibelius, que no escribió nada en el último tercio de su vida y se limitó a personificar la gloria del pueblo finlandés. No era una mala manera de existir, pero él dudaba de que tuviera la fuerza necesaria para el silencio.

Parece ser que la insatisfacción y el desprecio por sí mismo embargaban a Sibelius. Se decía que el día en que quemó todos los manuscritos que habían sobrevivido sintió que le quitaban un peso de los hombros. Lo cual era comprensible. Al igual que el nexo entre el autodesprecio y el alcohol, pues el uno incitaba al otro. Conocía demasiado bien este nexo, esta incitación.

Circulaba una versión diferente de la visita de Ajmátova a Repino. En ella, el informe de Ajmátova era: «Hablamos durante veinte minutos. Fue maravilloso». Si realmente dijo esto, estaba fantaseando. Pero tal era el problema de los «encuentros históricos». ¿Qué debía creer la posteridad? A veces, él pensaba que había una versión diferente de todo.

Cuando habló con Stravinski de la dirección de orquesta, había confesado: «No sé cómo evitar el miedo». En aquel momento pensó que sólo estaban hablando de la dirección. Ahora no estaba tan seguro.

Ya no temía que lo asesinaran; lo cual era verdad y debería haber sido una ventaja. Sabía que le permitirían vivir y recibir la mejor atención médica. Pero en cierto sentido era peor. Porque siempre era posible rebajar a los vivos a un estadio inferior. No se puede decir esto de los muertos.

Había ido a Helsinki a recibir el Premio Sibelius. El mismo año, simplemente entre los meses de mayo y octubre, lo habían hecho miembro de la Accademia di Santa Cecilia de Roma, Commandeur de l’Ordre des Arts et des Lettres de París, doctor honoris causa de la Universidad de Oxford y miembro de la Royal Academy of Music de Londres. Nadaba en honores como una gamba en salsa rosa. En Oxford conoció a Poulenc, al que también le habían concedido un honoris causa. Les enseñaron un piano que al parecer había pertenecido a Fauré. Los dos tocaron unos cuantos acordes, respetuosamente.

Esas distinciones habrían proporcionado un gran placer a un hombre normal, que las recibiría como los consuelos dulces y merecidos de la edad. Pero él no era un hombre normal; y al mismo tiempo que lo colmaban de honores, también le atiborraban de verduras. Qué astutamente distintos eran los ataques que le dirigían ahora. Llegaban con una sonrisa y varios vasos de vodka y bromas cordiales sobre el hecho de que su música causaba dolor de estómago al primer secretario, y después los halagos y la adulación y los silencios y las expectativas… Y a veces estaba borracho y a veces no se había enterado realmente de lo que estaba sucediendo hasta que llegaba a casa o iba al apartamento de un amigo y allí se derrumbaba llorando y sollozando y dando gritos de odio a sí mismo. Había llegado a un punto en que casi a diario despreciaba ser la persona que era. Debería haberse muerto hacía años.

Además habían matado por segunda vez a Lady Macbeth de Mtsensk. Llevaba prohibida veinte años, desde el día en que Mólotov, Mikoyán y Zhdánov se habían reído y mofado mientras Stalin espiaba escondido detrás de una cortina. Muertos Stalin y Zhdánov y declarado el deshielo, había revisado la ópera con ayuda de Glikman, su amigo y asistente desde principios de los años treinta. Glikman, que estaba sentado a su lado el día en que pegó «Bulla en vez de música» en su álbum de recortes. Su nueva versión llegó al Teatro Mali de Leningrado, que solicitó permiso para representarla. Pero el proceso se estancó y le aconsejaron que la mejor forma de acelerarlo era que el propio compositor escribiera una carta al primer vicesecretario del Consejo de Ministros de la Unión Soviética. Lo cual, por supuesto, supuso una humillación, ya que el vicepresidente en cuestión no era otro que Viacheslav Mijáilovich Mólotov.

No obstante, escribió la carta y el ministro de Cultura nombró a un comité para que examinara la nueva versión. Como muestra de respeto al compositor más destacado del país, el comité lo visitaría en su casa de la calle Mozhaiskoye. Glikman estuvo presente, así como el director del Teatro Mali y el director de su orquesta. Formaban el comité los compositores Kabalevski y Chulaki, el musicólogo Jubov y el director de orquesta Tselikovski. Había estado muy nervioso antes de que llegasen. Les entregó copias mecanografiadas del libreto. Luego interpretó la ópera entera, cantando todas sus partes, mientras Maxim, sentado a su lado, le pasaba las hojas de la partitura.

Hubo una pausa que se prolongó en un incómodo silencio y después el comité se puso a trabajar. Habían transcurrido veinte años, y no había cuatro hombres poderosos sentados en el palco a prueba de balas, sino cuatro músicos —hombres refinados cuyas manos no estaban manchadas de sangre— sentados en el piso de un colega. Y sin embargo fue como si nada hubiera cambiado. Compararon lo que habían oído con lo que había sido escrito dos décadas antes y lo encontraron igualmente deficiente. Argumentaron que como nunca había habido una retractación oficial del dictamen sobre «Bulla en vez de música», sus principios seguían siendo aplicables. Uno de ellos era que su música ululaba y graznaba y gruñía y jadeaba. Glikman había intentado discutirlo, pero Jubov le acalló a gritos. Kabalevski alabó algunas secciones de la obra a la vez que aseguraba que en su conjunto era moralmente reprochable, porque justificaba los actos de una prostituta y asesina. Los dos representantes del Teatro Mali guardaban silencio; el propio Dmitri Dmítrievich, sentado en el sofá con los ojos cerrados, escuchaba a los miembros del comité rivalizando en injurias entre ellos.

Votaron por unanimidad no recomendar el reestreno de la ópera debido a sus flagrantes defectos artísticos e ideológicos. Tratando de congraciarse, Kabalevski le dijo: «Mitia, ¿por qué esta prisa? No ha llegado todavía el tiempo para tu ópera».

Ni tampoco, se le antojó, llegaría nunca. Había agradecido al comité su «crítica» y luego se había ido con Glikman al comedor privado del restaurante Aragvi, donde se emborracharon a conciencia. Era una de las pocas ventajas que veía en la edad: ya no se derrumbaba después de un par de copas. Podía seguir emborrachándose toda la noche, si le apetecía.

Diáguilev siempre estaba tratando de convencer a Rimski-Kórsakov de que fuera a París. El compositor seguía negándose. Al final, el altivo empresario encontró una estratagema eficaz que obligó al compositor a hacer acto de presencia. Un Kórsakov resignado envió una postal que decía: «Si vamos, pues vayamos, como dijo el loro al gato que lo arrastraba por la cola escaleras abajo».

Sí, así sentía que había sido a menudo su vida. Y se había golpeado la cabeza contra demasiados peldaños.

Siempre había sido un hombre meticuloso. Iba al barbero cada dos meses y al dentista con la misma frecuencia, porque era tan inquieto como meticuloso. Siempre se estaba lavando las manos; vaciaba los ceniceros en cuanto veía dos colillas dentro. Le gustaba saber que las cosas funcionaban como era debido: el agua, la electricidad, las cañerías. En su calendario tenía marcadas las fechas de los cumpleaños de familiares, amigos y colegas, y siempre había una postal o un telegrama para los que figuraban en la lista. Cuando visitaba su dacha en las afueras de Moscú, lo primero que hacía era enviarse una postal para comprobar la eficiencia del correo. Aunque a veces esto se convertía en una pequeña manía, resultaba necesario. Si el ancho mundo se vuelve incontrolable, tienes que asegurarte el control de las áreas que puedas. Por minúsculas que sean.

Su cuerpo era tan nervioso como siempre había sido; quizá aún más. Pero su mente ya no patinaba; en la actualidad, saltaba a la pata coja con mucho cuidado de una preocupación a otra.

Se preguntaba qué habría hecho el joven de mente resbaladiza con el anciano que miraba al exterior desde el asiento trasero de su coche con chófer.

Se preguntaba qué sucedía al final de aquel relato de Maupassant que tanto le había impresionado de joven: la historia de un amor apasionado, temerario. ¿Se informaba al lector de lo que ocurría después de la dramática cita de los amantes? Tenía que averiguarlo, si encontraba el libro.

¿Creía todavía en el amor libre? Quizá no; teóricamente; para los jóvenes, los aventureros, los despreocupados. Pero cuando llegaban los hijos, los padres no podían seguir buscando su propio placer, no sin causar un daño inadmisible. Había conocido a parejas tan empeñadas en su libertad sexual que sus hijos habían ido a parar a un orfanato.

El precio era demasiado alto. Por lo cual tenía que haber algún acuerdo. En eso consistía la vida, después de superada la parte donde todo olía a aceite de clavel. Por ejemplo, uno podía practicar el amor libre mientras el otro se ocupaba de los niños. Lo más frecuente era que el hombre se tomara esta libertad, pero en algunos casos era la mujer. A alguien situado a distancia, que no conocía todos los detalles, le podía parecer que era su caso. Un espectador distante vería que Nina Vasilievna se ausentaba mucho, por motivos de trabajo o de placer, o por ambas cosas al mismo tiempo. Nita no estaba hecha para la vida hogareña, ni por temperamento ni por costumbre.

Una persona podía creer verdaderamente en los derechos de otra; en su derecho al amor libre. Pero sí, entre el principio y su realización muchas veces había cierta angustia. Y por eso él se había enterrado en su música, que absorbía toda su atención y en consecuencia lo consolaba. Aunque cuando estaba presente en su música estaba inevitablemente ausente para sus hijos. Y era verdad que en ocasiones también había tenido aventuras. Algo más que flirteos. Había intentado hacerlo lo mejor posible, que era lo único que podía hacer un hombre.

Nina Vasilievna había sido una mujer tan llena de vida y alegría, tan extrovertida, se sentía tan a gusto en su pellejo, que no era de extrañar que también la amasen otros. Era lo que él se decía a sí mismo; y era cierto, y totalmente comprensible, aunque, a veces, doloroso. Pero también sabía que ella lo amaba y que lo había protegido de muchas cosas que no sabía o no quería afrontar; además, estaba orgullosa de él. Todo esto era importante. Porque el espectador situado fuera, que no comprendía, comprendería aún menos lo que ocurrió cuando Nina murió. A la sazón ella estaba en Armenia con A. y de repente cayó enferma. Él tomó un vuelo con Galia, pero Nita había muerto casi en cuanto aterrizaron.

Por dejar sólo constancia de los hechos: había vuelto a Moscú en tren con Galia. Un avión transportó de vuelta el cuerpo de Nina Vasilievna, escoltado por A. En el funeral todo fue negro y blanco y escarlata: tierra, nieve y rosas encargadas por A. Junto a la tumba, él mantuvo a A. cerca. Y lo tuvo cerca —o más bien lo mantuvo— más o menos durante el mes siguiente. Y posteriormente, cuando iba a visitar a Nita, muchas veces había rosas rojas de A. esparcidas sobre la tumba. Verlas lo reconfortaba. Algunas personas no lo entenderían.

Una vez le había preguntado a Nita si pensaba dejarle. Ella se había reído y había contestado: «No, a no ser que A. descubra una nueva partícula y le den el Premio Nobel». Y él también se había reído, porque no podía medir la probabilidad de que ocurrieran ambas cosas. Algunos no entenderían que se hubiera reído. Bueno, no era sorprendente.

Había una cosa que lo contrariaba. Cuando todos ellos estaban pasando una temporada en el Mar Negro, normalmente en sanatorios diferentes, A. llegaba en su Buick y se llevaba a Nita a dar una vuelta en el coche. Estos paseos no eran un problema. Y él siempre tenía su música; se las arreglaba para encontrar un piano en cualquier lugar donde estuviese. A. tenía chófer porque no conducía. No, el chófer tampoco era el problema. El problema era el Buick. A. se lo había comprado a un repatriado armenio. Y le habían autorizado la compra. Ése era el problema; a Prokófiev le habían permitido el Ford; a A. el Buick; a Slava Rostropóvich un Opel, otro Opel, un Land Rover y luego un Mercedes. A él, Dmitri Dmítrievich, no le permitían tener un automóvil extranjero. A lo largo de los años, le dejaron elegir entre un KIM-10-50 y un GAZ-MI y un Pobeda y un Moskvich y un Volga… Así que sí, envidiaba el Buick de A., con sus cromados y sus cueros y sus faros vistosos, sus aletas y los ruidos especiales que hacía, y el revuelo que producía por donde pasaba. Aquel Buick era casi como una criatura viva. Y su mujer, Nina Vasilievna, con sus ojos dorados, viajaba dentro. Y a pesar de todos sus principios, para Dmitri Dmítrievich también esto constituía a veces un problema.

Encontró el cuento de Maupassant, el del amor sin fronteras, el amor sin pensar en el mañana. Lo que él había olvidado era que por la mañana el joven oficial al mando de la plaza fuerte fue severamente reprendido por la falsa emergencia y su batallón al completo castigado con un traslado al otro extremo de Francia. Y después Maupassant se había permitido especular sobre su propio relato. Tal vez no fuera un heroico cuento de amor, digno de Homero y de los antiguos, como al principio había presumido el autor, sino una historia vulgar y moderna como las de Paul de Kock; y quizá el joven incluso se estaba jactando ahora ante un grupo de oficiales de su gesto melodramático y su recompensa sexual. Maupassant llegaba a la conclusión de que un contagio romántico como el suyo era demasiado probable en el mundo moderno; aunque perdurasen el gesto inicial y la noche de amor, y ambos poseyeran su propia pureza.

Caviló sobre el cuento y repasó algunas de las cosas que le habían sucedido en su vida. El júbilo de Nita por la admiración ajena; su broma sobre el Premio Nobel. Y ahora se preguntaba si quizá debería verse a sí mismo de una forma distinta: como Monsieur Parisse, el marido negociante al que impidieron entrar en la ciudad y obligaron a punta de bayoneta a pernoctar en la sala de espera de la estación ferroviaria de Antibes.

Centró otra vez su atención en la oreja del chófer. En Occidente, un chófer era un criado. En la Unión Soviética ejercía una profesión bien pagada y considerada. Después de la guerra, muchos de ellos eran ingenieros con experiencia militar. Sabías que había que tratarlos con respeto. Nunca criticabas su forma de conducir ni el estado del coche, porque el más mínimo comentario de censura acarreaba a menudo que el vehículo se quedase en el garaje quince días, aquejado de alguna enfermedad misteriosa. También pasabas por alto el hecho de que cuando no necesitabas al chófer, probablemente estaba trabajando por su cuenta para ganar un dinero adicional. Por tanto, te sometías a él, y estaba bien que lo hicieras: en ciertos sentidos era más importante que tú. Había chóferes tan prósperos que a su vez disponían de uno propio. ¿Acaso había compositores tan exitosos que tenían a otros componiendo para ellos? Probablemente; estos rumores eran frecuentes. Se decía que Jrénnikov estaba tan ocupado por el amor que le profesaba el Poder que sólo tenía tiempo para bosquejar su música y que otros se la orquestaban. Quizá fuera así, pero de ser cierto no importaba demasiado: la música no sería mejor ni peor si la hubiera orquestado el propio Jrénnikov.

Jrénnikov conservaba su posición. Secuaz de Zhdánov, se había afanado en amenazar e intimidar; había perseguido incluso a su antiguo maestro, Shebalin; actuaba como si firmase personalmente cada recibo entregado a los compositores para comprar papel pautado. Jrénnikov, reclutado por Stalin como un pescador reconoce a otro desde lejos.

A los que estaban obligados a actuar de clientes ante el dependiente Jrénnikov les gustaba contar una anécdota sobre él. Un día, el primer secretario de la Unión de Compositores fue convocado en el Kremlin para hablar de los candidatos al Premio Stalin. Como de costumbre, la Unión había confeccionado la lista, pero era Stalin el que tomaba la decisión final. En esta ocasión, y por la razón que fuese, Stalin optó por no adoptar el papel de timonel paternal y, en cambio, recordar al dependiente su humilde condición. Hicieron entrar a Jrénnikov; Stalin lo ignoró, fingiendo que trabajaba. Jrénnikov estaba cada vez más inquieto. Stalin levantó la vista. Jrénnikov farfulló algo sobre la lista de candidatos. Stalin, en respuesta, «le echó un ojo», como se suele decir. E inmediatamente Jrénnikov se cagó encima. Presa de pánico, y balbuceando una disculpa, huyó corriendo de la presencia del Poder. Fuera encontró a un par de fornidos enfermeros, muy habituados a estas reacciones, que lo agarraron, lo llevaron a una habitación especial, lo regaron con una manguera, lo limpiaron, lo dejaron recuperarse y le devolvieron los pantalones.

Una conducta semejante no era anormal, por supuesto. Y desde luego no se despreciaba a un hombre por la fragilidad de sus intestinos cuando estaba en presencia de un tirano que podía aniquilar a su antojo a cualquiera. No, despreciaban a Jrénnikov por lo siguiente: que él mismo, extasiado, contaba su vergüenza.

Ahora Stalin no estaba, ni tampoco Zhdánov, y la tiranía había sido repudiada, pero Jrénnikov seguía en su sitio, inamovible, lamiendo el culo a los nuevos amos como se lo había lamido a los anteriores; admitía que sí, se habían cometido algunos errores, pero todos ellos, por suerte, habían sido corregidos. Jrénnikov les sobreviviría a todos, por supuesto, pero se moriría algún día. A no ser que fuese inaplicable esta ley de la naturaleza: quizá Tijón Jrénnikov viviese eternamente como símbolo permanente y necesario del hombre que amaba el Poder y sabía hacerse amar por el Poder. Y si no el propio Jrénnikov, sus dobles y sus descendientes: vivirían eternamente, con independencia de los cambios sociales.

Le gustaba pensar que no temía a la muerte. Era la vida la que le asustaba, no la muerte. Creía que la gente debería pensar más a menudo en la muerte y acostumbrarse a la idea. Dejar que se te acercase sigilosamente, inadvertida, no era la mejor manera de vivir. Tenías que familiarizarte con ella. Tenías que escribir sobre ella: o con palabras o, en su caso, con música. Estaba convencido de que si pensáramos en la muerte antes cometeríamos menos errores en nuestras vidas.

Aunque él no había cometido muchos.

Y a veces pensaba que habría cometido el mismo número aunque se hubiera preocupado más frecuentemente por la muerte.

Y a veces pensaba que la muerte era en realidad lo que más lo aterraba.

Su segundo matrimonio: ése había sido uno de sus errores. Nita había muerto y después, apenas un año más tarde, murió su madre. Las dos presencias femeninas más fuertes de su vida: sus guías, instructoras, protectoras. Había estado muy solo. Acababan de asesinar por segunda vez su ópera. Sabía que era incapaz de mantener relaciones frívolas con mujeres; necesitaba una esposa a su lado. Y así, mientras era presidente del jurado para elegir al mejor grupo coral en el Festival Mundial de la Juventud, su mirada se había posado en Margarita. Algunos dijeron que se parecía a Nina Vasilievna, pero él no lo veía. Ella trabajaba para la Organización Juvenil Comunista, y tal vez la habían apostado adrede en su camino, aunque esto no sirviera de excusa. No tenía conocimientos musicales ni interés por la música. Había intentado agradar, pero en vano. No le gustó a ninguno de los amigos de Dmitri Dmítrievich, que tampoco aprobaron la boda, celebrada, por supuesto, de repente y en secreto. Galia y Maxim no se encariñaron con ella —¿qué se podía esperar cuando ella había sustituido tan rápidamente a su madre?— y por consiguiente ella no se encariñó con ellos. Un día en que Margarita se estaba quejando de los niños él dijo, con una expresión perfectamente seria: «¿Por qué no los matamos, para vivir felices y contentos?».

Ella no entendió el comentario ni pareció darse cuenta de que estaba bromeando.

Se separaron y después se divorciaron. No fue culpa de ella; él tuvo toda la culpa. Había colocado a Margarita en una situación imposible. En su soledad, había sucumbido al pánico. Bueno, no era nada nuevo.

Además de arbitrar torneos de voleibol, también hacía de árbitro de tenis. Un día, en un sanatorio de Crimea reservado para funcionarios del gobierno, le tocó dirigir un partido en el que jugaba el general Serov, por entonces jefe del KGB. Cada vez que el general protestaba por una red o un bote fuera de la raya, él disfrutaba de su temporal autoridad. «No se discute con el árbitro», ordenaba. Esta conversación con el Poder había sido una de las pocas que había disfrutado.

¿Había sido un ingenuo? Por supuesto. Pero estaba tan acostumbrado a las amenazas e intimidaciones e insultos abyectos que no era tan suspicaz como debería con los elogios y las palabras cordiales. Tampoco era el único que se engañaba. Cuando Nikita el Mazorca denunció el culto a la personalidad, cuando se reconocieron los errores de Stalin y rehabilitaron póstumamente a algunas de sus víctimas, cuando la gente empezó a volver de los campos y se publicó Un día en la vida de Iván Denísovich, ¿cómo no iban a estar esperanzados los hombres y las mujeres? Daba igual que el derrocamiento de Stalin significase la restauración de Lenin, que los cambios en la línea política a menudo sólo buscaran aventajar a rivales, que la novela de Solzhenitsyn fuera, en su opinión, una realidad edulcorada y que la verdad fuese diez veces peor: aun así, ¿cómo no iban a estar esperanzados los hombres y las mujeres, o a creer que los nuevos dirigentes eran mejores que los anteriores?

Y esto, desde luego, era el punto en que las manos que aferraban se tendían hacia él. Mira cómo han cambiado las cosas, Dmitri Dmítrievich, mírate engalanado de honores, mírate convertido en un gloria nacional, ves que te dejamos viajar al extranjero para recibir premios y distinciones como embajador de la Unión Soviética; ¡mira cómo te valoramos! Esperamos que la dacha y el chófer sean de tu gusto, ¿necesitas algo más, Dmitri Dmítrievich?, toma otro vaso de vodka, el automóvil te estará esperando por muchas veces que brindemos. La vida con el primer secretario es muchísimo mejor, ¿no estás de acuerdo?

Y con cualquier vara de medir que se usara tuvo que admitirlo. Era mejor, de la misma forma que la vida de un preso incomunicado mejora si le dan un compañero de celda, le permiten alcanzar los barrotes y aspirar el aire del otoño, y si el celador ya no escupe en la sopa, por lo menos en presencia del recluso. Sí, en este sentido era mejor. Por eso, Dmitri Dmítrievich, el Partido quiere tenerte en su seno. Todos recordamos que fuiste una víctima del culto a la personalidad, pero el Partido ha hecho una autocrítica fructífera. Han llegado tiempos más felices. Así que lo único que te pedimos es que reconozcas que el Partido ha cambiado. No es mucho pedir, ¿verdad, Dmitri Dmítrievich?

Dmitri Dmítrievich. Tantos años atrás, estaba destinado a llamarse Yaroslav Dmítrievich. Hasta que un cura intimidatorio había disuadido a sus padres de que le pusieran este nombre. Se podría decir que sus padres se limitaban a mostrar buenos modales y la devoción debida bajo su propio techo. O se podría decir que había nacido —o al menos había sido bautizado— bajo la estrella de la cobardía.

El hombre elegido para su Tercera y Última Conversación con el Poder fue Piotr Nikoláievich Pospelov. Miembro del Buró del Comité Central de la Federación Rusa, ideólogo principal del Partido a lo largo de los años cuarenta, antiguo redactor jefe del Pravda, autor de uno de los libros que no había leído cuando lo tutelaba el camarada Troshin. Una cara convincente, con una de las seis Órdenes de Lenin en el ojal. Pospelov había sido un gran seguidor de Stalin hasta que pasó a ser un gran partidario de Jruschov. Sabía explicar con fluidez que la derrota que Stalin había infligido a Trotski había preservado la pureza del leninismo en la Unión Soviética. Hoy día Stalin había caído en desgracia pero Lenin había recuperado el favor. Unas vueltas más de la rueda y Nikita el Mazorca caería en desgracia; unas pocas más y quizá Stalin y el estalinismo retornasen. Y los Pospelov de este mundo —al igual que los Jrénnikov— intuirían cada cambio antes de que se produjese, pegarían el oído al suelo y otearían la ocasión más propicia, y levantarían en el aire un dedo mojado para captar cualquier variación del viento.

Pero esto no importaba. Lo importante era que Pospelov fue su interlocutor en su última y más ruinosa Conversación con el Poder.

—Tengo excelentes noticias —anunció Pospelov, llevándole aparte en una recepción a la que Dmitri Dmítrievich sólo había asistido porque nunca cesaban de invitarle—. Nikita Serguéievich ha informado personalmente de una iniciativa para que a usted le nombren presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa.

—Es un honor demasiado grande —había respondido instintivamente.

—Pero viniendo del primer secretario, no es algo que usted pueda rechazar.

—No merezco un honor semejante.

—Quizá no le corresponda a usted juzgar sus méritos. Nikita Serguéievich está en mejor posición que usted a este respecto.

—De ningún modo podría aceptar.

—Vamos, vamos, Dmitri Dmítrievich, ha aceptado en todo el mundo grandes honores que nos ha complacido ver que acepta. Así que no veo cómo puede rechazar uno que le ofrece su propia patria.

—Lamento disponer de tan poco tiempo. Soy un compositor, no un presidente.

—Le robaría muy poco tiempo. De eso nos encargaríamos nosotros.

—Soy un compositor, no un presidente.

—Usted es nuestro más grande compositor vivo. Todo el mundo se lo reconoce. Sus años difíciles ya han pasado. Por eso es tan importante.

—No le sigo.

—Dmitri Dmítrievich, todos sabemos que no pudo eludir determinadas consecuencias durante el culto a la personalidad. A pesar de que, si me permite decirlo, estaba más protegido que la mayoría.

—Puedo asegurarle que no daba esa impresión.

—Y por eso es tan importante que acepte la presidencia. Para demostrar que se ha acabado el culto a la personalidad. Con toda franqueza, Dmitri Dmítrievich, para consolidar los cambios realizados durante el mandato del primer secretario, tienen que apoyarlos declaraciones públicas y nombramientos como el que le proponen.

—Siempre estoy dispuesto a firmar una carta.

—Sabe que no es eso lo que le estoy pidiendo.

—No lo merezco —había repetido, y añadió—: Sólo soy un gusano al lado del primer secretario.

Dudó de que Pospelov captara la alusión, aunque se rió entre dientes, incrédulo.

—Estoy seguro de que podremos vencer su natural modestia, Dmitri Dmítrievich. Pero volveremos a hablar en otro momento.

Cada mañana, en vez de rezar, recitaba en voz baja dos poemas de Evtushenko. Uno se titulaba «Carrera» y describía el modo en que discurrían las vidas bajo la sombra del Poder:

En tiempos de Galileo, un colega suyo

no era un científico más estúpido que él.

Sabía muy bien que la tierra giraba,

pero tenía también que alimentar muchas bocas.

Era un poema sobre la conciencia y la entereza:

Pero el tiempo tiene un modo de demostrar

que los más testarudos son los más inteligentes.

¿Era cierto esto? Nunca llegó a una conclusión. El poema terminaba marcando la diferencia entre la ambición y la autenticidad artística.

Proseguiré, por ende, mi carrera,

procurando no proseguir ninguna.

Estos versos le confortaban y a la vez le cuestionaban. Pese a todas sus inquietudes y temores y su educación de Leningrado, en el fondo era un hombre obstinado que había intentado buscar la verdad en la música tal como la había visto.

Pero la «carrera» concernía esencialmente a la conciencia; y la suya propia lo acusaba. Al fin y al cabo, ¿para qué servía la conciencia si no, como una lengua que sondea los dientes en busca de huecos, para buscar zonas de debilidad, doblez, cobardía, autoengaño? Del mismo modo que iba al dentista cada dos meses, siempre sospechando que tenía alguna caries, hacía un examen de conciencia diario, siempre sospechando que había algo malo en su alma. Encontraba muchas cosas de las que acusarse: actos de omisión, incumplimientos, pactos concertados, la moneda pagada al César. En ocasiones se veía a sí mismo como Galileo y como el otro científico que tenía que alimentar muchas bocas. Había sido todo lo valeroso que su naturaleza le permitía; pero la conciencia siempre le insistía en que podría haber sido más valiente.

En las semanas siguientes procuró evitar a Pospelov y confiaba en hacerlo, pero una noche lo vio venir de nuevo, acercarse entre las charlas y la hipocresía y las copas desbordantes.

—Y bien, Dmitri Dmítrievich, ¿se lo ha pensado?

—Oh, como le dije, no soy digno en absoluto.

—He transmitido su disposición a considerar seriamente la presidencia, y le he dicho a Nikita Serguéievich que sólo lo frena su modestia.

Hizo una pausa para pensar en esta tergiversación de su entrevista previa, pero Pospelov se apresuró a seguir.

—Vamos, vamos, Dmitri Dmítrievich, hay un punto en que la modestia se convierte en una especie de vanidad. Contamos con que acepte, y aceptará. Por supuesto, como los dos sabemos, no se trata de la presidencia de la Unión de Compositores de la Federación Rusa. Y por eso comprendo plenamente que vacile. Pero todos hemos acordado que ahora ha llegado el momento.

—¿Qué momento?

—Bueno, no se puede ser presidente de la Unión sin afiliarse al Partido. Iría en contra de todas las normas constitucionales. Naturalmente, usted sabía esto. Por eso dudaba. Pero puedo asegurarle que no se le pondrán obstáculos. No es más que una cuestión de firmar el impreso de solicitud. Nosotros nos ocuparemos del resto.

De pronto sintió como si le hubieran privado de toda la respiración del cuerpo. ¿Cómo, por qué no lo había visto venir? A lo largo de todos los años de terror, había podido decirse que al menos nunca había intentado ser miembro del Partido para hacer más fáciles las cosas. Y ahora, cuando finalmente había pasado el gran miedo, venían a reclamarle el alma.

Trató de serenarse antes de contestar, pero aun así lo que dijo le brotó de corrido.

—Piotr Nikoláievich, soy totalmente indigno, totalmente inadecuado. No tengo una mentalidad política. Debo admitir que nunca he asimilado realmente los principios básicos del marxismo-leninismo. De hecho, una vez me asignaron un tutor, el camarada Troshin, y leí con diligencia todos los libros que me entregaron, entre ellos, recuerdo, uno de usted, pero hice tan pocos progresos que me temo que tendré que esperar hasta encontrarme mejor preparado.

—Dmitri Dmítrievich, todos sabemos lo de aquel infortunado y, si me permite decirlo, innecesario nombramiento de un tutor político. Algo tan degradante para usted y tan característico de la época del culto a la personalidad. Tanto mayor motivo para demostrar que los tiempos han cambiado y que no se espera que todos los miembros del Partido posean un conocimiento profundo de la teoría política. Hoy día, con Nikita Serguéievich, todos respiramos más libremente. El primer secretario es un hombre todavía joven y sus planes abarcan muchos años. Es importante para nosotros que se vea que usted aprueba estas nuevas vías, esta nueva libertad de respirar.

En aquel momento, desde luego, no sentía mucho esta libertad, y buscó otra defensa.

—La verdad es, Piotr Nikoláievich, que tengo algunas creencias religiosas que, a mi entender, son totalmente incompatibles con ser miembro del Partido.

—Creencias que ha mantenido sabiamente ocultas durante muchos años, por supuesto. Y como no son de dominio público no es un problema que debamos resolver. No vamos a enviarle un tutor para ayudarle con esta…, ¿cómo diría?, esta excentricidad anticuada.

—Serguéi Serguéievich Prokófiev era un cientista cristiano —respondió, pensativamente. Consciente de que eso no era estrictamente pertinente, luego preguntó—: ¿No querrá decir que van a reabrir las iglesias?

—No, no estoy diciendo eso, Dmitri Dmítrievich. Pero está claro que ahora que nos rodea un aire más suave, quién sabe de qué podremos hablar pronto libremente. Hablar libremente con nuestro nuevo y distinguido miembro del Partido.

—Y, sin embargo —contestó, pasando de lo espiritual a lo particular—, me corregirá si me equivoco, pero no hay una razón ineludible para que un presidente de la Unión tenga que estar afiliado al Partido.

—Sería inconcebible que no fuera así en este caso.

—Y, sin embargo, Konstantin Fedín y Leonid Sóbolev ocupaban puestos directivos en la Unión de Escritores y no estaban afiliados.

—En efecto. Pero ¿quién ha oído hablar de Fedín y Sóbolev y cuántos conocen el nombre de Shostakóvich? Eso no es un argumento. Usted es el más famoso, el más aclamado de nuestros compositores. Sería inconcebible que fuera presidente de la Unión sin ser miembro del Partido. Más aún teniendo en cuenta los planes de Nikita Serguéievich sobre el futuro desarrollo de la música en la Unión Soviética.

Intuyendo una escapatoria, preguntó:

—¿Qué planes? No he leído nada de sus planes para la música.

—Claro que no. Porque lo invitarán a que ayude a formularlos al comité correspondiente.

—No puedo afiliarme a un partido que ha prohibido mi música.

—¿Qué música suya han prohibido, Dmitri Dmítrievich? Perdóneme por no…

Lady Macbeth de Mtsensk. La prohibieron primero bajo el culto a la personalidad y otra vez después de haber abolido el culto.

—Sí —replicó Pospelov, conciliador—. Ya veo que eso podría parecer un escollo. Pero déjeme que le hable como un hombre práctico a otro. La mejor manera, la manera más segura de que representen su ópera es que se afilie al Partido. Hay que dar algo para obtener algo a cambio en este mundo.

Le enfureció que Pospelov fuera tan escurridizo. Y entonces declaró su argumento definitivo.

—Pues déjeme contestarle como un hombre práctico a otro. Siempre he dicho, y ha sido uno de los principios fundamentales de mi vida, que nunca me afiliaré a un partido que mata.

Pospelov no se inmutó.

—Pero eso es precisamente lo que digo, Dmitri Dmítrievich. Nosotros, el Partido, hemos cambiado. Hoy ya no se mata a nadie. ¿Puede mencionarme a alguna persona que conozca a la que hayan matado durante el mandato de Nikita Serguéievich? ¿Una sola persona? Al contrario, las víctimas del culto a la personalidad están reanudando su vida normal. Estamos rehabilitando los nombres de los que fueron purgados. Necesitamos que esta tarea continúe. Las fuerzas reaccionarias están siempre presentes, y no hay que subestimarlas. Por eso le pedimos ayuda, adhiriéndose al campo del progreso.

Salió de la entrevista exhausto. Hubo otro encuentro más. Y otro. Parecía que, mirase donde mirase, veía acercarse a Pospelov, vaso en mano. El hombre incluso llegó a poblar sus sueños, hablando siempre con un tono racional, tranquilo, pero que le desquiciaba. ¿Qué había querido siempre, aparte de que lo dejaran en paz? Confiaba en Glikman, pero no en su familia. Bebía, era incapaz de trabajar, tenía los nervios destrozados. Había un límite para lo que un hombre podía aguantar en su vida.

1936; 1948; 1960. Habían ido a buscarlo cada doce años. Y cada vez, cómo no, era un año bisiesto.

«No podía vivir consigo mismo». Era sólo una frase, pero certera. Bajo la presión del Poder, el yo se agrieta y se parte. El cobarde público convive con el héroe privado. O viceversa. O, lo que es más frecuente, el cobarde público convive con el cobarde privado. Pero esto era demasiado simple: la idea de un hombre partido en dos por un hacha. Mejor: un hombre triturado en cien pedazos de escombros que intentan en vano recordar cómo se habían ensamblado en otro tiempo.

Su amigo Slava Rostropóvich sostenía que cuanto más grande era el talento artístico mejor se soportaba la persecución. Quizá fuera verdad en el caso de otros, sin duda lo era en el de Slava, que de todos modos tenía un carácter muy optimista. Y que era más joven y desconocía cómo eran las cosas en décadas anteriores. Ni sabía lo que era que te quebrasen el espíritu, el temple. En cuanto lo habías perdido, no podías reemplazarlo con una cuerda de violín. Te faltaba algo profundo en el alma y lo único que te quedaba era —¿qué?— cierta astucia táctica, una capacidad de encarnar al artista incauto, y una determinación de proteger a toda costa tu música y a tu familia. Bueno, pensó finalmente —con un talante tan descolorido y una resolución que apenas podía denominarse talante—, quizá esto sea el precio de hoy.

Así que se sometió a Pospelov como un moribundo se somete a un sacerdote. O como un traidor, con la mente nublada de vodka, se somete a un pelotón de fusilamiento. Pensó en el suicidio, por supuesto, cuando firmó el papel que le pusieron delante; pero como ya estaba cometiendo un suicidio moral, ¿qué sentido tendría un suicidio físico? Ni siquiera se trataba de que le faltase el valor de comprar y esconder y tragarse las pastillas. Era más bien que ahora, en aquella tesitura, carecía incluso del respeto a sí mismo que exigía el suicidio.

Pero era lo bastante cobarde para huir, como el niño que se había soltado de la mano de su madre cuando se acercaban a la cabaña de Jurgensen. Firmó el impreso de afiliación al Partido y luego voló a Leningrado y se refugió en la casa de su hermana. Le habían arrebatado el alma, pero no el cuerpo. Podían proclamar que el renombrado compositor había demostrado ser un auténtico gusano y que se había afiliado al Partido para ayudar a Nikita el Mazorca a desarrollar sus maravillosas ideas, aún totalmente inconcretas, sobre el futuro de la música soviética. Pero podían anunciar su muerte moral sin él. Se quedaría con su hermana hasta que todo acabase.

Después empezaron a llegar los telegramas. El anuncio oficial tendría lugar en Moscú en tal fecha. No sólo solicitaban sino que exigían su presencia. Da igual, pensó, me quedaré en Leningrado, y si quieren que vaya a Moscú tendrán que atarme y llevarme a rastras. Que el mundo vea cómo reclutan a nuevos miembros del Partido, amarrándolos y transportándolos como sacos de cebollas.

Ingenuo, tan ingenuo como un conejo aterrado. Envió un telegrama diciendo que estaba enfermo y por desgracia no podría asistir a su propia ejecución. Le respondieron que entonces aplazarían el anuncio hasta que se hubiese repuesto. Y entretanto, claro está, la noticia se había filtrado y todo Moscú estaba al corriente. Telefonearon amigos y periodistas: ¿de quién tenía más miedo? Así que nadie escapa a su destino. De modo que volvió a Moscú y leyó en voz alta otra declaración preparada diciendo que había solicitado el ingreso en el Partido y que su petición había sido concedida. Parecía que por fin el poder soviético había decidido amarle; y él nunca había conocido un abrazo más pegajoso.

Cuando se casó con Nina Vasilievna, estaba demasiado asustado para comunicárselo a su madre. Cuando se afilió al Partido, tuvo demasiado miedo a notificárselo a sus hijos. La línea de la cobardía era la única que avanzaba recta y segura en su vida.

Maxim sólo vio llorar dos veces a su padre: cuando murió Nina y cuando se afilió al Partido.

Y sí, era un cobarde. Y sí, uno da vueltas como una ardilla en una rueda. Y sí, aplicaría a su música todo el valor que le quedaba, y la cobardía a su vida. No, aquello era demasiado… reconfortante. Decir: Oh, perdóname, pero ya ves que soy un cobarde, no puedo hacer nada para remediarlo, Su Excelencia, camarada, gran líder, viejo amigo, mujer, hija, hijo. Esto quitaría complicación a las cosas, y la vida siempre rechazaba la simplicidad. Por ejemplo, había temido el poder de Stalin, pero no al propio Stalin: ni por teléfono ni en persona. Por ejemplo, era capaz de interceder por otros pero nunca se atrevió a interceder por él mismo. A veces se sorprendía a sí mismo. Así que quizá no fuese incorregible del todo.

Pero no era fácil ser un cobarde. Ser un héroe era mucho más fácil que ser un cobarde. Para ser un héroe sólo tenías que ser valiente un momento: cuando sacabas la pistola, lanzabas la bomba, apretabas el detonador, matabas al tirano y también a ti con él. Pero ser un cobarde era embarcarse en una carrera que duraba toda la vida. Nunca podías relajarte. Tenías que prever la próxima vez que tendrías que disculparte, titubear, achantarte, volver a familiarizarte con el sabor de las botas de caucho y el estado de tu propio personaje caído, abyecto. Ser un cobarde requería obstinación, perseverancia, una negativa a cambiar, lo cual, en cierto modo, constituía una especie de valentía. Sonrió para sus adentros y encendió otro cigarrillo. Aún no había perdido los placeres de la ironía.

Dmitri Dmítrievich Shostakóvich se había afiliado al Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No puede ser, porque nunca pudo ser, como dijo el comandante cuando vio a la jirafa. Pero podía ser y era.

Siempre le había encantado el fútbol, durante toda su vida. Había soñado mucho tiempo con componer un himno para el juego. Era un árbitro cualificado. Tenía una libreta especial donde anotaba los resultados de la temporada. En su juventud había sido hincha del Dinamo, y en una ocasión viajó en avión miles de kilómetros para ver un partido en Tbilisi. La gracia residía en esto: tenías que estar allí donde ocurría, rodeado por multitudes que gritaban enloquecidas. Actualmente la gente veía el fútbol en la televisión. Para él era como beber agua mineral en vez de vodka Stolichnaya, suavizada para su exportación.

El fútbol era puro, motivo por el que le había gustado desde el principio. Un mundo construido con esfuerzo honesto y momentos de belleza, con discrepancias que el silbato del árbitro dirimía en un instante. Siempre había estado lejos del Poder y de las ideologías y del lenguaje huero y la expoliación del alma humana. Sólo que —poco a poco, andando el tiempo— se percató de que esto no era más que una fantasía suya, su idealización sentimental del juego. El Poder utilizaba este deporte al igual que utilizaba todo lo demás. O sea: si la sociedad soviética era la mejor y la más avanzada de la historia, entonces se suponía que el fútbol soviético debía reflejar este hecho. Y si no podía ser el mejor del mundo siempre, al menos tenía que ser mejor que el fútbol de los países que habían abandonado vilmente la vía genuina del marxismo-leninismo.

Recordó los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki, cuando la Unión Soviética jugó contra Yugoslavia, el feudo de Tito, el revisionista matón de la Gestapo. Para sorpresa y consternación generales, los yugoslavos ganaron 3-1. Todo el mundo esperaba que estuviese abatido por el resultado, que había oído temprano en el noticiario de la radio, en Komarova. Por el contrario, corrió a la dacha de Glikman y entre los dos vaciaron una botella de coñac Fine Champagne.

Pero en el partido había habido algo más que el resultado; entrañaba un ejemplo de la suciedad que lo impregnaba todo bajo la tiranía. Bashashkin y Bobrov: los dos frisando en la treintena, las dos estrellas de la selección. Anatoli Bashashkin, capitán y mediocampista; Vsévolod Bobrov, el elegante autor de cinco goles en los tres primeros partidos del equipo. En la derrota ante Yugoslavia, el contrincante había metido uno de los goles a causa de un error garrafal de Bashashkin: era cierto. Y Bobrov le había gritado, tanto en el campo como después: «¡Secuaz de Tito!».

Todo el mundo aplaudió el apelativo, que podría haber sido estúpidamente cómico de no ser bien conocidas las consecuencias de la denuncia. Y de no ser porque Bobrov era amigo íntimo del hijo de Stalin, Vasili. El secuaz de Tito versus el gran patriota. La payasada había asqueado a Dmitri Dmítrievich. El decente Bashashkin perdió su condición de capitán mientras que Bobrov se convirtió en el héroe deportivo nacional.

La cuestión era la siguiente: a algunos de los que estaban allí, a los jóvenes compositores y pianistas, a los optimistas, los idealistas y los íntegros, ¿qué les había parecido Dmitri Dmítrievich Shostakóvich cuando solicitó afiliarse al Partido y lo aceptaron? ¿El secuaz de Jruschov?

El chófer tocó el claxon a un coche que parecía virar hacia ellos. El otro conductor también tocó el claxon. No se podía sacar nada de aquellos dos sonidos, sólo eran un par de ruidos metálicos. Pero él podía hacer algo de la mayoría de las conjunciones y colaboraciones sonoras. Su segunda sinfonía contenía cuatro pitidos de sirena de una fábrica en fa sostenido.

Le encantaban los relojes con carillón. Tenía una colección y le gustaba imaginar una casa donde todos sonaran al mismo tiempo. Al dar la hora se produciría una mezcla dorada de sonidos, una versión doméstica, interior de lo que debían de haber sido las antiguas ciudades y pueblos rusos cuando doblaban juntas todas las campanas de la iglesia. En el supuesto de que lo hicieran. Quizá, como era Rusia, se retrasaban a medias y a medias adelantaban.

En su piso de Moscú había dos relojes que daban la hora exactamente al mismo tiempo. No era por casualidad. Encendía la radio un minuto o dos antes de la hora. Galia estaba en el comedor, con la puerta del reloj abierta, sujetando el péndulo con un dedo. Él estaba en su estudio, haciendo lo mismo con el reloj sobre su mesa. Cuando sonaba la señal de la hora, los dos soltaban el péndulo y los relojes se unían. Para él este orden era un placer habitual.

Una vez había visitado Cambridge, en Inglaterra, como huésped de un exembajador británico en Moscú. La familia poseía también dos relojes con carillón que anunciaban su presencia con un minuto o dos de diferencia. Esto le había perturbado. Se ofreció a ajustarlos para que fueran sincrónicos mediante el sistema que había ideado con Galia. El embajador se lo había agradecido educadamente, pero dijo que prefería que los dos sonaran por separado; si no oías el primero sabías que el otro pronto sonaría para confirmar si eran las tres en vez de las cuatro en punto. Sí, claro, lo comprendía, pero aun así le irritaba. Quería que las cosas resonaran juntas. Era su naturaleza fundamental.

También le encantaban los candelabros. Las arañas, provistas de velas de verdad, no de bombillas eléctricas; y los candeleros que sostenía una sola llama parpadeante. Disfrutaba preparándolos: se aseguraba de que cada vela se irguiese muy vertical, aplicando de antemano una cerilla a la mecha y después soplándola para que fuese más fácil volver a encenderlas cuando llegase el gran momento. En su cumpleaños había una llama por cada año de su vida. Y  los amigos sabían cuál era el mejor regalo que podían hacerle. Jachaturián le había regalado una vez un magnífico candelero de dos brazos: de bronce, con caireles.

Así que era un hombre que adoraba los relojes de carillón y las lámparas de araña. Era propietario de un automóvil privado desde antes de la Gran Guerra Patria. Tenía un chófer y una dacha. Había vivido con sirvientes durante toda su vida. Era miembro del Partido Comunista y un héroe del trabajo socialista. Vivía en el séptimo piso del edificio de la Unión de Compositores, en la calle Nezhdanova. Desde que había sido subdirector de la Federación Rusa, le bastaba con escribir una nota al gerente del cine local para que a Maxim le dieran al instante dos entradas gratuitas. Tenía acceso a las tiendas cerradas de la nomenklatura. Había formado parte del comité organizador del septuagésimo cumpleaños de Stalin. A menudo aparecían con su nombre textos de apoyo a la política del Partido en asuntos culturales. Se le veía en fotografías codeándose con la élite política. Seguía siendo el compositor más famoso de Rusia.

Los que le conocían le conocían. Los que tenían oídos oían su música. Pero ¿qué pensaban de él los que no lo conocían, los jóvenes que querían entender el modo en que funcionaba el mundo? ¿Cómo podían no juzgarlo? ¿Y cómo veía ahora a su ego más joven, parado en la cuneta mientras pasaba una cara angustiada en un coche oficial? Quizá esto fuese una de las tragedias que la vida urdía para nosotros: es nuestro destino ser en la vejez lo que en la juventud nos hubiera merecido el más grande desprecio.

Asistía a reuniones del Partido, tal como le habían ordenado. Dejaba vagar el pensamiento durante los discursos interminables, se limitaba a aplaudir cuando aplaudían los demás. En una ocasión, un amigo le preguntó por qué aplaudía un discurso en el que Jrénnikov lo había criticado virulentamente. El amigo pensó que era una reacción irónica o que, posiblemente, se rebajaba él mismo. Pero la verdad era que no estaba escuchando.

Los que no lo conocían y sólo seguían su música a distancia bien podrían haber observado que el Poder había cumplido el trato que le ofreció Pospelov en su nombre. Dmitri Dmítrievich Shostakóvich había sido acogido en la sagrada iglesia del Partido y poco más de dos años después aprobaron su ópera —ahora retitulada Katerina Ismailova— y la estrenaron en Moscú. El Pravda comentó piadosamente que la obra había sido injustamente desacreditada durante el culto a la personalidad.

Siguieron otras funciones, en el país y en el extranjero. Cada vez se imaginaba las óperas que podría haber escrito si no hubieran aniquilado esta parte de su carrera. Podría haber puesto música no sólo a «La nariz», sino a todo Gógol. O al menos a «El retrato», que le había fascinado y le obsesionaba desde hacía mucho tiempo. Era el relato de un joven pintor de talento llamado Chartkov que vende su alma al diablo a cambio de una bolsa de rublos de oro: un pacto faústico que le reporta éxito y lo convierte en un pintor de moda. Su trayectoria contrasta con la de un estudiante de arte, compañero suyo, que desapareció hace mucho para trabajar y aprender en Italia, y cuya integridad es tan grande como su anonimato. Cuando finalmente regresa del extranjero, expone un solo cuadro que, sin embargo, desluce toda la obra de Chartkov, y éste lo sabe. La moraleja casi bíblica del cuento es la siguiente: «El que posee talento debe ser más puro de alma que cualquier otra persona».

En «El retrato» había una clara alternativa: integridad o corrupción. La primera es como la virginidad: una vez perdida nunca se recupera. Pero en el mundo real, en especial la versión extrema de éste que él había vivido, las cosas no eran así. Había una tercera elección: integridad y corrupción. Se podía ser Chartkov y a la vez su alter ego, moralmente repudiable. Del mismo modo que se podía ser Galileo y su colega científico.

En los tiempos del zar Nicolás I, un húsar secuestró a la hija de un general. Aún peor —o mejor—: se había casado con ella. El general se había quejado al zar. Nicolás resolvió el problema decretando, primero, que el matrimonio era nulo; segundo, que se restituyera oficialmente la virginidad a la chica. Cualquier cosa era posible en la patria de los elefantes. Pero, aun así, él no creía que un gobernante, o un milagro, pudiesen restituirle la virginidad a él.

En retrospectiva, las tragedias parecen farsas. Era lo que siempre había dicho y había creído. Y su propio caso no era distinto. A veces había sentido que su vida, como la de muchos otros, como la de su país, era una tragedia; una tragedia cuyo protagonista sólo podía resolver su intolerable problema quitándose la vida. Pero él no lo había hecho. No, él no era shakespeariano. Y ahora que había vivido demasiado tiempo, incluso empezaba a ver su vida como una farsa.

En cuanto a Shakespeare: se preguntaba, al mirar atrás, si no había sido injusto. Había juzgado sentimental al dramaturgo inglés porque sus tiranos padecían culpa, malos sueños, remordimientos. Ahora que había vivido más y le había ensordecido el ruido del tiempo, consideraba probable que Shakespeare tuviese razón, que hubiese sido veraz, pero sólo con respecto a su propia época. En días más primitivos del mundo, cuando prevalecían la magia y la religión, era verosímil que hubiese monstruos que tenían conciencia. Ya no. El mundo había progresado, se había vuelto más científico, más práctico, menos influido por las viejas supersticiones. Y los tiranos también habían progresado. Quizá la conciencia ya no tenía una función evolutiva y había sido eliminada en la gestación. Si penetras bajo la piel de un tirano y atraviesas una capa tras otra, descubrirás que la textura no cambia, que el granito envuelve más granito; y no hay una cueva de conciencia que encontrar.

Dos años después de afiliarse al Partido volvió a casarse: con Irina Antonovna. Su padre había sido víctima del culto a la personalidad; ella fue educada en un orfanato para hijos de enemigos del Estado; ahora trabajaba en la edición de música. Había unos pequeños impedimentos: tenía veintisiete años, era sólo dos años mayor que Galia y ya se había casado con otro hombre mayor. Y, por descontado, su tercer matrimonio fue tan impulsivo y secreto como los otros dos. Pero para él fue una novedad tener una mujer que amaba la música y la vida hogareña, y que era tan pragmática y eficiente como adorable. Se convirtió en un marido tímido, tiernamente conyugal.

Le habían prometido que lo dejarían en paz. Nunca lo hicieron. El Poder seguía hablándole, pero ya no era una conversación, sino algo meramente unilateral y abyectamente cotidiano: una adulación, un engatusamiento, una pesadez. Ahora un timbrazo en la puerta a altas horas de la noche no significaba el NKVD ni el KGB ni el MVD, sino un mensajero que le llevaba escrupulosamente el texto de un artículo que había escrito para el Pravda de la mañana siguiente. Un artículo que no había escrito, por supuesto, pero que necesitaba su firma. Ni siquiera le echaba una ojeada, se limitaba a garabatear sus iniciales. Y  lo mismo ocurría con los textos más académicos que aparecían con su nombre en Sovetskaya Muzyka.

«Pero ¿qué querrá decir esto, Dmitri Dmítrievich, cuando publiquen una antología de sus escritos?». «Significará que no vale la pena leerlos». «Pero la gente normal se sentirá engañada». «A la vista de tantas cosas en que ya han engañado a la gente normal, yo diría que un artículo sobre música escrito supuesta pero no realmente por un compositor no importa mucho en ningún sentido. A mi entender, si tuviera que leerlo y hacer unas correcciones, sería más comprometedor».

Pero había algo peor que esto, mucho peor. Había firmado una inmunda carta pública contra Solzhenitsyn, a pesar de que admiraba al novelista y lo releía continuamente. Luego, unos años más tarde, otra carta inmunda denunciando a Sájarov. Su firma figuraba junto a la de Jachaturián, Kabalevski y, naturalmente, Jrénnikov. En parte confiaba en que nadie creería —nadie podría creer— que realmente pensaba lo que decían las cartas. Pero la gente lo creyó. Amigos y colegas se negaban a estrecharle la mano, le daban la espalda. La ironía tenía límites: no puedes firmar cartas tapándote la nariz al mismo tiempo o cruzando los dedos a la espalda, confiando en que otros adivinarán que no crees lo que firmas. Y así había traicionado a Chéjov y había firmado denuncias. Se había traicionado a sí mismo y la buena opinión que otros seguían teniendo de él. Había vivido demasiado tiempo.

También había aprendido cosas sobre la destrucción del alma humana. Bueno, la vida no era un camino de rosas, como decía el refrán. Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer. Cualquiera de los tres métodos era suficiente, aunque si se combinaban los tres el resultado era irresistible.

Pensó que su vida estaba organizada en tres ciclos de mala suerte cada doce años. 1936, 1948, 1960… Doce años más y llegaría a 1972, inevitablemente otro año bisiesto y por lo tanto el año en que había confiado en morir. Sin duda había hecho todo lo posible. Su salud, siempre frágil, empeoró hasta un punto en que ya no podía subir escaleras. Le habían prohibido el alcohol y el tabaco, prohibiciones que en sí mismas ciertamente bastaban para matar a un hombre. Y el Poder vegetariano intentó ayudarlo, ordenándole que se desplazara de un extremo del país a otro para asistir al estreno de su ópera, para recibir aquel honor. Acabó el año en el hospital con piedras en el riñón, al mismo tiempo que lo sometían a radioterapia por un quiste en el pulmón. Era estoico como un inválido; lo que le molestaba no era tanto su estado como las reacciones de la gente. La compasión lo incomodaba tanto como lo habían incomodado los elogios.

Sin embargo, al parecer se había equivocado: la mala suerte que 1972 le deparó no era su muerte, sino más bien la continuación de su vida. Había hecho lo posible, pero la vida todavía no había acabado con él. La vida era el gato que arrastraba al loro por la cola escaleras abajo; la cabeza chocaba contra cada peldaño.

Cuando estos tiempos hayan pasado…, si alguna vez pasan, al menos hasta que hayan transcurrido doscientos mil millones de años. Karlo-Marlo y sus sucesores siempre estaban denunciando las contradicciones del capitalismo, las cuales, con toda seguridad, lógicamente, acarrearían su derrumbamiento. Pero el capitalismo seguía en pie. Cualquiera con ojos en la cara habría sido consciente de las contradicciones internas del comunismo, pero quién sabía si serían suficientes para derribarlo. Lo único de lo que podía estar seguro era de que cuando acabaran estos tiempos, si acababan, la gente querría una versión simplificada de lo que había sucedido. Bueno, estaban en su derecho.

Uno para oír, uno para recordar y uno para beber, como decía el proverbio. Dudaba de que pudiese abandonar la bebida, por mucho que se lo aconsejaran los médicos; no podía dejar de oír; y lo peor de todo era que no podía dejar de recordar. Deseaba vivamente que se pudiera desconectar la memoria a voluntad, como quien pone un coche en punto muerto. Era lo que solían hacer los chóferes, en la cima de una cuesta o cuando habían alcanzado la máxima velocidad: se deslizaban cuesta abajo sin motor para ahorrar gasolina. Pero él nunca podría hacer lo mismo con la memoria. Su terco cerebro daba cabida a sus deficiencias, sus humillaciones, el asco hacia sí mismo, sus malas decisiones. Le gustaría recordar sólo las cosas que él quería: la música, a Tania, a Nina, a sus padres, a los amigos fieles y fiables, a Galia jugando con el cerdo, a Maxim imitando a un policía búlgaro, un gol hermoso, la risa, la alegría, el amor de su joven esposa. Recordaba todas estas cosas, pero muchas veces se superponían y entrelazaban con todo lo que no quería recordar. Y lo atormentaba esta impureza, esta corrupción de la memoria.

En los años siguientes, sus tics y gesticulaciones aumentaron. Podía estar tranquilo y en silencio con Irina; pero lo ponías en un estrado durante un acto oficial, incluso entre quienes eran totalmente cordiales con él, y apenas conseguía estarse quieto. Se rascaba la cabeza, ahuecaba la barbilla, se clavaba el índice y los meñiques en la carne de las mejillas; se movía, hacía gestos nerviosos, como un hombre que aguarda a que lo detengan y se lo lleven. Cuando escuchaba su propia música, a veces se tapaba la boca con las manos, como diciendo: No te fíes de lo que sale de mi boca, sino sólo de lo que entra en tus oídos. O se sorprendía tirándose de la piel del torso con la punta de los dedos: como si se pellizcase para ver si estaba soñando; o como si se rascara unas repentinas picaduras de mosquito.

Pensaba a menudo en su padre, cuyo nombre, obedientemente, le habían puesto. Aquel hombre afectuoso y divertido que se despertaba por la mañana con una sonrisa en la cara: había sido un «Shostakóvich optimista», si es que alguna vez había habido alguno. La memoria de su hijo siempre evocaba a Dmitri Boleslávovich con un juego en la mano y una canción en la garganta; escrutando a través de sus anteojos una baraja o un rompecabezas mecánico; fumando su pipa; viendo crecer a su hijo. Un hombre que no vivió lo suficiente para decepcionar a otros o para que la vida lo decepcionara a él.

«Los crisantemos del jardín se marchitaron hace mucho tiempo…», y luego, ¿cómo seguía? Sí: «Pero el amor persiste en mi corazón enfermo». El hijo sonreía, pero no como lo hacía el padre. Tenía otra clase de corazón enfermo y ya había sufrido dos ataques. Se avecinaba un tercero porque ahora reconocía la señal de aviso: cuando beber vodka no le resultaba placentero.

El padre murió el año antes de que su hijo conociera a Tania: fue así, ¿verdad? Tatiana Glivenko, su primer amor, que le dijo que lo amaba porque era un hombre puro. Habían mantenido el contacto y años después ella decía que si se hubieran conocido unas semanas antes en el sanatorio habría cambiado el curso de ambas vidas. Su amor habría estado tan firmemente arraigado en el momento de separarse que nada habría podido erradicarlo. Tal había sido su destino y lo habían perdido, el azar del calendario les había burlado. Quizá. Sabía que a la gente le gustaba hacer un melodrama de su vida pasada y obsesionarse retrospectivamente con las elecciones y decisiones que en su momento habían tomado sin pensarlo. Sabía también que el destino se cifraba sólo en las palabras Y así.

De todos modos, cada uno había sido el primer amor del otro y él seguía evocando como un idilio las semanas en Anapa. Aunque un idilio sólo se convierte en un idilio cuando ha terminado. En la dacha de Zhujova habían instalado un ascensor que le subía directamente desde la entrada a su habitación. Sin embargo, como estaban en la Unión Soviética, las leyes y las normas se empeñaban en que un ascensor, aunque fuese el de una residencia privada, sólo podía operarlo un ascensorista cualificado. ¿Y qué hizo entonces Irina Antonovna, que lo cuidaba tan maravillosamente? Se matriculó en la escuela apropiada y estudió hasta obtener el certificado final. ¿Quién habría pensado que su destino sería estar casado con una ascensorista?

No estaba haciendo una comparación entre Tania e Irina, entre la primera y la última: no se trataba de eso. Tenía mucho cariño a Irina. Ella se desvivía para que todo le resultase soportable y agradable. Pero ahora las posibilidades vitales de Dmitri Dmítrievich se habían reducido mucho. Mientras que en el Cáucaso habían sido ilimitadas. Pero esto no era más que los estragos del tiempo.

Antes de reunirse con Tania en Anapa dieron un concierto de su primera sinfonía en los parques públicos de Járkov. Fue un desastre, según todos los parámetros objetivos. Las cuerdas sonaban débiles; el piano no se oía; los timbales ahogaban todos los sonidos; el fagot principal era engorrosamente malo y el director displicente; no tardó en sumarse a la orquesta la población canina de toda la ciudad, y el público se desternillaba. Y no obstante consideraron que el concierto había sido un gran éxito. El ignorante auditorio aplaudió largo y fuerte; el director displicente se llevó los laureles; la orquesta mantuvo la ilusión de competencia; pidieron que el compositor subiera al escenario e hiciera muchas reverencias de agradecimiento a todo el mundo. Cierto, estaba muy molesto; igualmente cierto, era lo bastante joven para gozar la ironía.

«¡Un policía búlgaro se ata los cordones de sus botas!», anunciaba Maxim a los amigos de su padre. Al niño siempre le habían gustado las bromas y las travesuras, las catapultas y las escopetas de aire comprimido; y a lo largo de los años había llevado a la perfección su número cómico. Llegaba con los cordones sueltos y con una silla que colocaba, frunciendo el entrecejo, en medio de la habitación, moviéndola despacio hasta conseguir la mejor posición. Después ponía una expresión grandilocuente y levantaba con las dos manos el pie derecho, haciendo palanca para asentarlo encima de la silla. Miraba alrededor, muy complacido por esta simple proeza. Luego, con una torpe maniobra que los espectadores quizá no comprendiesen al principio, se agachaba, sin hacer caso del pie sobre la silla, y se ataba los cordones de la otra bota, la que pisaba el suelo. Inmensamente contento con el resultado, cambiaba de pierna, levantando la izquierda hasta la silla para después agacharse y atar los cordones de la bota derecha. Cuando había acabado, se enderezaba, muy erguido, casi en posición de firmes, examinaba detenidamente las dos botas que había conseguido atar y pesadamente devolvía la silla a su sitio.

Sospechaba que a la gente le hacía tanta gracia no sólo porque Maxim era un comediante nato, no sólo porque gustaban los chistes sobre búlgaros, sino por otra razón, más profunda: porque el pequeño sketch era sumamente sugerente. Maniobras ultracomplicadas para lograr la conclusión más sencilla; estupidez; autocomplacencia; indiferencia a la opinión ajena; repetición de los mismos errores. ¿No reflejaba todo aquello, magnificado en millones y millones de vidas, cómo habían sido las cosas bajo el sol de la Constitución de Stalin, un vasto catálogo de pequeñas farsas que llegaban a ser una inmensa tragedia?

O, por adoptar una imagen distinta, una sacada de su propia infancia: la casa de veraneo de la familia en Irinovka, en aquella hacienda cuyo suelo era rico en franjas de turba. La casa de algún sueño o pesadilla, con habitaciones espaciosas y ventanas diminutas que a los adultos les hacían reír y a los niños temblar de miedo. Y ahora caía en la cuenta de que el país en el que había vivido tanto tiempo era también parecido. Era como si los arquitectos, cuando elaboraban sus planos para la Rusia soviética, hubieran sido reflexivos, meticulosos, bienintencionados, pero hubiesen fracasado en un aspecto muy básico: habían confundido metros con centímetros, y otras veces al revés. El resultado era que la casa del comunismo estaba desproporcionada y carecía de dimensión humana. Te inspiraba sueños, te daba pesadillas y asustaba tanto a los adultos como a los niños.

Esta expresión, tan concienzudamente empleada por los burócratas y musicólogos que habían examinado su quinta sinfonía, estaría mejor aplicada a la propia Revolución y a la Rusia que había salido de ella: una tragedia optimista.

Así como no podía controlar las evocaciones de su memoria, tampoco podía impedir sus interrogantes constantes y vanos. Las últimas preguntas de la vida de un hombre no aportaban respuestas; es su naturaleza. Simplemente aúllan en la cabeza, sirenas de fábrica en fa sostenido.

O sea: tu talento yace debajo de ti como una franja de turba. ¿Cuánta has cortado? ¿Cuánta queda sin cortar? Pocos artistas cortan únicamente las secciones mejores; o incluso, en ocasiones, las reconocen como tales. Y en su propio caso, hace treinta años y más, habían erigido una alambrada de espino con una advertencia: NO SOBREPASAR ESTE PUNTO. ¿Quién sabía lo que había —lo que podría haber— al otro lado de la alambrada?

Una cuestión relacionada: ¿cuánta música mala se le consiente a un buen compositor? En otro tiempo creyó conocer la respuesta; ahora no la sabía. Había escrito un montón de música mala para un montón de películas muy malas. Aunque cabría decir que la poca calidad de su música había empeorado aún más las películas, y así había prestado un servicio a la verdad y al arte. ¿O esto era pura sofistería?

El aullido final en su cabeza trataba de su vida y también de su arte. Era el siguiente: ¿en qué punto el pesimismo se convierte en desolación? Sus últimas obras de cámara formulaban esta pregunta. Le dijo al violista Fiódor Druzhinin que el primer movimiento de su cuarteto quince debería tocarse «de tal modo que las moscas caigan muertas en el aire y el auditorio empiece a abandonar la sala de puro aburrimiento».

Toda su vida había confiado en la ironía. Se figuraba que este rasgo nacía en el lugar habitual: en esa grieta que existe entre cómo imaginamos, o suponemos, o esperamos que resulte la vida y la manera en que resulta realmente. La ironía, por tanto, viene a ser una defensa del ego y el alma; te deja respirar día tras día. Escribes en una carta que alguien es «una persona maravillosa» y el destinatario sabe que debe entender lo contrario. La ironía te permite imitar la jerga del Poder, leer discursos vacíos, escritos en tu nombre, lamentar seriamente la ausencia del retrato de Stalin en tu despacho mientras detrás de una puerta entornada tu mujer contiene una risa prohibida. Recibes el nombramiento de un nuevo ministro de Cultura comentando que habrá un júbilo especial en los círculos musicales progresistas, que siempre han depositado en él sus mayores esperanzas. Escribes un movimiento final para tu quinta sinfonía que equivale a pintar en un cadáver la sonrisa burlona de un payaso, y luego escuchas con la cara seria la respuesta del Poder: «Mira, ya ves que murió feliz, convencido de la victoria justificada e inevitable de la Revolución». Y en parte creías que podrías sobrevivir mientras pudieras contar con la ironía.

Por ejemplo, el año en que se afilió al Partido escribió su cuarteto octavo. Dijo a sus amigos que mentalmente la obra estaba dedicada «a la memoria del compositor». Lo cual, con toda seguridad, las autoridades musicales habrían considerado inaceptablemente egocéntrico y pesimista. Y por eso la dedicatoria de la partitura publicada decía finalmente: «A las víctimas del fascismo y la guerra». Esto, sin duda, lo habían considerado una gran mejora. Pero lo único que en realidad había hecho era cambiar un singular por un plural.

Sin embargo, ya no estaba tan seguro. Podía haber engreimiento en la ironía, como también podía haber complacencia en la protesta. Un chico de una granja arroja el corazón de una manzana a un automóvil que pasa, conducido por un chófer. Un pordiosero borracho se baja los pantalones y exhibe el trasero ante personas respetables. Un distinguido compositor soviético inserta una burla sutil en una sinfonía o un cuarteto de cuerda. ¿Había alguna diferencia, en el motivo o en el efecto?

Había llegado a comprender que la ironía era tan vulnerable a los accidentes de la vida y el tiempo como cualquier otro sentido. Te despertabas una mañana y ya no sabías si tu lengua estaba dentro de tu mejilla; y aunque estuviese, si seguía importando, si alguien lo notaría. Te figurabas que estabas emitiendo un rayo de luz ultravioleta, pero ¿y si no lo captaban porque estaba fuera del espectro conocido por todas las demás personas? En su primer concierto para violonchelo había insertado una referencia a «Suliko», la canción favorita de Stalin. Pero Rostropóvich lo había interpretado entero sin percatarse de ello. Si había que señalarle la alusión a Slava, ¿quién más en todo el mundo la detectaría?

Y la ironía tenía sus límites. Por ejemplo, no podías ser un torturador irónico; o una víctima irónica de la tortura. Asimismo, no podías afiliarte al Partido irónicamente. Podías hacerlo sinceramente o cínicamente: eran las dos únicas posibilidades. Y para un observador externo, quizá careciese de importancia de cuál de las dos se trataba, pues ambas podrían parecerle despreciables. Su yo más joven, en la cuneta de la carretera, vería en la trasera de aquel automóvil un viejo girasol marchito que ya no se giraba hacia el sol de la Constitución de Stalin, pero aún era heliotrópico, aún le atraía la fuente de luz del Poder.

Si le dabas la espalda a la ironía, cuajaba en sarcasmo. ¿Y para qué servía entonces? El sarcasmo era la ironía que había perdido el alma.

Bajo el cristal del tablero de su mesa, en la dacha de Zhujova, había una fotografía enorme de Músorgski con aspecto osuno y reprobador: lo apremiaba a deshacerse de la obra inferior. Bajo el cristal del tablero de su mesa, en su piso de Moscú, había una fotografía enorme de Stravinski, el más grande compositor del siglo: lo apremiaba a escribir la mejor música que pudiera. Y siempre, en su mesilla de noche, estaba la postal que había traído de Dresde: El tributo de la moneda, de Tiziano.

Los fariseos habían intentado tender una trampa a Jesús cuando le preguntaron si los judíos debían pagar tributo al César. Tal como el Poder, a lo largo de la historia, siempre intentaba engañar y socavar a aquellos por los que se sentía amenazado. Él también había intentado no caer en las celadas del Poder, pero él no era Jesucristo, sino sólo Dmitri Dmítrievich Shostakóvich. Y aunque la respuesta de Jesús a los fariseos que le mostraban la imagen dorada del César fue, de hecho, provechosamente ambigua —no especificó lo que pertenecía exactamente a Dios y lo que pertenecía al César—, él no podía imitar esta evasiva. «¿Dar al arte lo que es del arte?». Éste era el credo del arte por el arte, del formalismo, del pesimismo egocéntrico, del revisionismo y de todos los demás ismos de que lo acusaron en el curso de los años. Y la respuesta del Poder siempre era la misma: «Repite conmigo», decía: «EL ARTE PERTENECE AL PUEBLO - V. I. LENIN - EL ARTE PERTENECE AL PUEBLO - V. I. LENIN».

Y así moriría pronto, probablemente durante el siguiente año bisiesto. Después, uno tras otro, todos irían muriendo: sus amigos y enemigos; los que entendían las complejidades de la vida bajo la tiranía y los que habrían preferido que fuese un mártir; los que conocían y amaban su música y unos cuantos viejos que todavía silbaban «La canción del contraproyecto» sin saber siquiera quién la había escrito. Todos morirían, excepto, quizá, Jrénnikov.

En sus últimos años, utilizaba cada vez más la marca de morendo en sus cuartetos de cuerda: «muriendo», «como muriendo». También marcaba así su propia vida. Bueno, pocas vidas acababan fortissimo y en escala mayor. Y nadie moría en el momento justo. Músorgski, Pushkin, Lérmontov: todos ellos habían muerto demasiado pronto; quizá Beethoven también. No era, por supuesto, un problema sólo de escritores y compositores famosos, sino asimismo de personas normales: el problema de vivir más allá de tu mejor tiempo vital, más allá del punto en que la vida ya no reporta alegría, sino tan sólo desilusión y sucesos horribles.

Así que había vivido el tiempo suficiente para que su propio yo le consternase. Muchas veces les ocurría a los artistas: o sucumbían a la vanidad, creyéndose más grandes de lo que eran, o al desencanto. Ahora a menudo tendía a considerarse un compositor soso, mediocre. La inseguridad del joven no es nada comparada con la del viejo. Y esto, tal vez, era la derrota definitiva que le habían infligido. En lugar de matarlo, le habían permitido vivir, y al permitirle vivir lo habían matado. Era la última, irrefutable ironía de su vida: que al permitirle vivir lo habían matado.

¿Y más allá de la muerte? Sentía el impulso de alzar una copa silenciosa para este brindis: «¡Brindo por que no sea mejor que esto!». Aunque la muerte llegase como un alivio de la vida, con sus humillaciones forradas de piel, no esperaba que las cosas se volvieran menos complicadas. Mira lo que le había ocurrido al pobre Prokófiev. Cinco años después de su muerte, cuando estaban colocando las placas conmemorativas por todo Moscú, su primera mujer daba instrucciones a sus abogados de que anularan el segundo matrimonio del compositor. ¡Y por qué causa! La causa era que desde su regreso a Rusia, en 1936, Serguéi Serguéievich había sido impotente. En consecuencia, no podía haber consumado su segundo matrimonio; en consecuencia, ella, la primera mujer, era su única cónyuge legítima y su única heredera legal. Incluso exigía del médico que había examinado a Serguéi Serguéievich dos décadas antes una declaración jurada de que su incapacidad había quedado confirmada de forma incontestable.

Pero esto era lo que había sucedido. Venían a hurgar entre tus sábanas. Eh, Shosti, ¿las prefieres rubias o morenas? Buscaban cualquier debilidad, cualquier inmundicia que pudieran encontrar. Y siempre encontraban algo. Las habladurías y los creadores de mitos tenían su propia versión del formalismo, tal como lo definió Serguéi Serguéievich Prokófiev: todo lo que no entendemos la primera vez que lo escuchamos es probablemente inmoral y asqueroso: ésa era su actitud. Y hacían lo que querían con la vida de Dmitri Dmítrievich.

En cuanto a su música: no se engañaba pensando que el tiempo separaría la buena de la mala. No veía por qué la posteridad calibraría su calidad mejor que los contemporáneos para quienes la música fue escrita. Estaba demasiado desencantado para eso. La posteridad aprobaría lo que aprobase. Sabía demasiado bien cómo subían y bajaban las reputaciones de los compositores; cómo algunos eran objeto de un olvido injusto y otros eran sospechosamente inmortales. Su modesto deseo para el futuro era que «Los crisantemos del jardín se marchitaron hace mucho tiempo» siguiera haciendo llorar a la gente, por mal que la cantasen en el amplificador cascado de un cafetucho; entretanto, un poco más lejos, quizá uno de sus cuartetos de cuerda emocionaba silenciosamente a unos oyentes; y que quizá, algún día no muy lejano, ambos auditorios se juntaran y mezclasen.

Había aleccionado a su familia para que no se preocupasen por su «inmortalidad». Su música debería interpretarse por sus propios méritos, no gracias a una campaña póstuma. Entre los muchos solicitantes que lo asediaban ahora estaba la viuda de un compositor muy conocido. «Mi marido ha muerto y no tengo a nadie», era su incesante cantinela. Siempre le estaba diciendo que sólo tenía que «descolgar el teléfono» y ordenar a fulano o a mengano que tocara la música de su difunto marido. Él había accedido numerosas veces, al principio por compasión y cortesía, más tarde para librarse de ella. Pero ella nunca tenía bastante. «Mi marido ha muerto y no tengo a nadie». Y entonces él volvía a descolgar el teléfono.

Pero un día las palabras habituales habían provocado algo más que la habitual exasperación en él. Y le había respondido solemnemente: «Sí…, sí… Y Johann Sebastian Bach tenía veinte hijos y todos ellos promovieron su música».

«Exactamente», convino la viuda. «¡Y por eso su música se sigue interpretando hoy!».

Confiaba en que la muerte liberaría la suya: que la liberaría de su vida. Pasaría el tiempo y aunque los musicólogos prosiguieran sus debates, su obra empezaría a sostenerse por sí sola. La historia, al igual que la biografía, se desvanecería; quizá algún día fascismo y comunismo serían meras palabras en los libros de texto. Y entonces, si aún era valiosa, si aún había oídos que la escucharan, su música sería… simplemente música. Un compositor no podía aspirar a nada más. Le había preguntado a aquella estudiante temblorosa a quién pertenecía la música, y aunque la respuesta estaba escrita en letras mayúsculas en una pancarta detrás de la cabeza del examinador, la chica no supo responder. No poder responder era la respuesta correcta. Porque la música, a la postre, pertenecía a la música. Era lo único que se podía decir o desear.

El mendigo ahora llevaría muchos años muerto y Dmitri Dmítrievich había olvidado casi inmediatamente lo que había dicho. Pero lo recordaba alguien cuyo nombre la historia no ha preservado. Era el que le dio un sentido, el que lo comprendió. Estaba en medio de Rusia, en medio de la guerra, en medio de todos los sufrimientos bélicos. Había un largo andén ferroviario sobre el cual acababa de aparecer el sol. Había un hombre, en realidad un semihombre, que se desplazaba en un carrito, atado con una cuerda ensartada en la pretina de su pantalón. Los dos pasajeros tenían una botella de vodka. Se apearon del tren. El mendigo dejó de cantar su canción obscena. Dmitri Dmítrievich tenía la botella en la mano, el otro los vasos. Dmitri Dmítrievich sirvió el vodka en los vasos; al hacerlo, quedó al descubierto una muñequera de ajo. Dmitri no era un camarero, y el nivel de vodka en cada vaso era ligeramente distinto. El mendigo sólo vio lo que salía de la botella, mientras él pensaba en que Mitia estaba siempre deseoso de ayudar a otros, aunque por temperamento era incapaz de ayudarse a sí mismo. Pero Dmitri Dmítrievich estaba escuchando, y oyendo, como siempre hacía. Así que había sonreído cuando los tres vasos con un nivel diferente de bebida entrechocaron con un solo tintineo, y ladeó la cabeza para que la luz del sol destellara en sus gafas un instante, y murmuró: «Una tríada». Y esto era lo que recordaba el que recordaba. Había guerra, miedo, pobreza, tifus y suciedad, pero en medio de esto, por encima y por debajo y a través de esto, Dmitri Dmítrievich había oído una tríada perfecta. La guerra, sin duda, terminaría, a no ser que no terminase nunca. El miedo persistiría, y la muerte injustificada, y la pobreza y la suciedad; quién sabía si subsistirían para siempre. Y, sin embargo, una tríada compuesta por tres vasos de vodka no muy limpios y su contenido era un sonido que surgía nítido del ruido del tiempo, y sobreviviría a todos y a todo. Y quizá, finalmente, era lo único que importaba.