Lo único que sabía era que aquél era el peor momento.

Llevaba tres horas de pie junto al ascensor. Iba por el quinto cigarrillo y le patinaba la mente.

Caras, nombres, recuerdos. Turba cortada pesándole en la mano. Aves acuáticas suecas titilando por encima de su cabeza. Campos de girasoles. El olor del aceite de clavel. El olor cálido, dulzón de Nita al abandonar la pista de tenis. Sudor rezumando de un pico de viuda en el nacimiento del pelo. Caras, nombres.

También las caras y los nombres de los muertos.

Podría haberse llevado una silla del apartamento. Pero sus nervios, de todos modos, le habrían mantenido erguido. Y si se sentaba a esperar el ascensor tendría un aire decididamente excéntrico.

Su situación había surgido cuando menos lo esperaba, y sin embargo era perfectamente lógica. Como el resto de su vida. Como el deseo sexual, por ejemplo. Apareció como por arte de magia y sin embargo era perfectamente lógico.

Intentó seguir pensando en Nita, pero el pensamiento no le obedecía. Era como un moscardón, ruidoso y promiscuo. Aterrizaba en Tania, por supuesto. Pero luego volaba hacia aquella chica, Rozaliya. ¿Se sonrojaba al recordarla o estaba secretamente orgulloso de aquel incidente perverso?

El patronazgo del mariscal: eso también había surgido cuando menos se lo esperaba, y sin embargo era perfectamente lógico. ¿Se podía decir lo mismo del destino del mariscal?

La cara amable, barbuda de Jurgensen; y con ella, el recuerdo de los dedos violentos y furiosos de su madre alrededor de la muñeca. Y su padre, el padre adorable, bonachón y poco práctico, cantando al lado del piano «Los crisantemos del jardín se marchitaron hace mucho tiempo».

La confusión de sonidos en su cabeza. La voz de su padre, los valses y polcas que había tocado mientras cortejaba a Nita, el fa agudo de los cuatro pitidos de la sirena de una fábrica, perros ladrando a un fagotista inseguro, un alboroto de percusión y metales debajo de un palco del gobierno revestido de acero.

Interrumpió estos ruidos uno del mundo real: el repentino zumbido y rugido de la maquinaria del ascensor. Ahora fue su pie el que patinó, derribando la maletita que descansaba contra su pantorrilla. Aguardó, con la memoria repentinamente vacía de recuerdos, llena sólo de miedo. El ascensor se detuvo en un piso que estaba más abajo y sus facultades se activaron de nuevo. Recogió la maleta y notó que su contenido se desplazaba con suavidad. Lo cual hizo que su pensamiento saltara a la historia del pijama de Prokófiev.

No, no como un moscardón. Era más como uno de aquellos mosquitos de Anapa. Posándose en todas partes y succionando sangre.

Plantado aquí había pensado que gobernaría su pensamiento, pero por la noche, solo, le parecía que era el pensamiento el que lo gobernaba a él. Bueno, nadie escapa a su destino, como nos aseguró el poeta. Y nadie escapa a su mente.

Recordó el dolor de la noche antes de que le extirparan el apéndice. Vomitó veintidós veces, le soltó a una enfermera todos los juramentos que sabía y después suplicó a un amigo que fuera a buscar al miliciano para que le pegara un tiro y pusiera fin al dolor. Dile que venga y que me pegue un tiro para acabar con el dolor, le había suplicado. Pero el amigo se negó a ayudarle.

Ahora no necesitaba un amigo y un miliciano. Ya había voluntarios suficientes.

Todo había empezado, muy concretamente, le dijo a su mente, la mañana del 28 de enero de 1936, en la estación ferroviaria de Arcángel. No, respondió su mente, nada empieza exactamente así, en una fecha concreta y en un lugar concreto. Todo empezó en muchos sitios y en muchos momentos, algunas incluso antes de que nacieras, en países extranjeros y en las mentes ajenas.

Y después, sucediera lo que sucediese a continuación, todo seguiría igual, en otros lugares y en las mentes ajenas.

Pensaba en cigarrillos: paquetes de Kazbek, Belomor, Herzegovina Flor. En un hombre desmenuzando el tabaco de media docena de papirosi dentro de su pipa, dejando en el escritorio los restos de papel y cilindros de cartón.

Incluso a esas alturas, ¿eso se podría reparar, volver atrás, revocar? Conocía la respuesta: lo que el médico dijo sobre la reconstrucción de la nariz. «Por supuesto que se puede restaurar, pero le aseguro que será peor».

Pensó en Zakrevski, y en la Casa Grande, y en quién podría haber sustituido allí a Zakrevski. Alguien lo habría hecho. Nunca escaseaban los Zakrevskis, no en aquel mundo, tal como estaba constituido. Quizá cuando se alcanzase el Paraíso, casi exactamente dentro de doscientos mil millones de años, la existencia de los Zakrevskis ya no sería necesaria.

Por momentos su mente se negaba a creer lo que estaba ocurriendo. No puede ser, porque nunca pudo ser, como dijo el comandante cuando vio a la jirafa. Pero podía ser, y era.

Destino. Era sólo una palabra grandiosa para algo contra lo que no podías hacer nada. Cuando la vida te decía, «Pues sí», tú asentías y lo llamabas destino. Y así había sido su destino llamarse Dmitri Dmítrievich. No había nada que hacer al respecto. Naturalmente, no se acordaba de su propio bautismo, pero no tenía motivos para dudar de la verdad de la historia. Toda la familia se había congregado en el estudio de su padre, alrededor de una pila bautismal portátil. El cura llegó y preguntó a los padres qué nombre querían ponerle al recién nacido. Yaroslav, respondieron. ¿Yaroslav? Al cura no le complació este nombre. Dijo que era de lo más inusual. Dijo que en la escuela se burlaban y reían de los niños con nombres inusuales; no, no podían llamar Yaroslav al niño. Su madre y su padre se quedaron perplejos ante una oposición tan franca, pero no deseaban ofender al cura. ¿Qué nombre propone, entonces?, le preguntaron. Pónganle algo normal, dijo el cura: Dmitri, por ejemplo. Su padre alegó que él mismo se llamaba así, y que Yaroslav Dmítrievich sonaba mucho mejor que Dmitri Dmítrievich. Pero el cura no estaba de acuerdo. Así que le llamaron Dmitri Dmítrievich.

¿Qué importaba un nombre? Había nacido en San Petersburgo, empezó a crecer en Petrogrado y terminó de crecer en Leningrado. O San Leninsburgo, como a veces le gustaba llamarlo. ¿Qué importaba un nombre?

Tenía treinta y un años. Su mujer Nita estaba tendida a unos metros de distancia con la hija de ambos, Galina, a su lado. Galia tenía un año. Últimamente parecía que su vida había adquirido estabilidad. A él nunca le había parecido sencillo aquel lado de las cosas. Experimentaba emociones intensas, pero nunca había sido capaz de expresarlas. Ni siquiera en un partido de fútbol gritaba y perdía los estribos como todos los demás; se limitaba a tomar nota en silencio de la habilidad de un jugador, o de su torpeza. Algunos lo consideraban la típica formalidad retraída de un residente en Leningrado. Pero por encima de esto —o por debajo— sabía que era una persona tímida e inquieta. Y, con las mujeres, cuando perdía la timidez, oscilaba entre un entusiasmo absurdo y un desesperante desamparo. Era como si siempre estuviese en la posición errónea del metrónomo.

Aun así, al final su vida había adquirido cierta regularidad, y con ella, el ritmo correcto. Salvo que ahora todo volvía a ser inestable. Inestable: era algo más que un eufemismo.

El maletín de fin de semana que descansaba contra su pantorrilla le recordó la vez en que había intentado escaparse de casa. ¿Qué edad tenía? Siete u ocho años, quizá. ¿Y llevaba consigo una maletita? Seguramente no; la exasperación de su madre habría sido inmediata. Fue un verano en Irinovka, donde su padre trabajaba de director general. Jurgensen era el factótum de la finca. El que hacía las cosas y las reparaba, el que resolvía los problemas de una manera que un niño podía entender. El que nunca le ordenaba que hiciera algo, sino que le dejaba observar cómo un pedazo de madera se transformaba en una daga o un silbato. El que le daba un trozo de turba recién cortada y le permitía que lo oliera.

Había llegado a tenerle mucho aprecio a Jurgensen. Así que cuando las cosas le desagradaban, como sucedía con frecuencia, decía: «Pues muy bien, me iré a vivir con Jurgensen». Una mañana, todavía en la cama, había formulado esta amenaza o promesa por primera vez aquel día. Pero una vez ya era suficiente para su madre. Vístete y te llevo allí, le había contestado ella. Él aceptó el desafío —no, no había habido tiempo de preparar el equipaje—, Sofia Vasilievna le había agarrado firmemente de la muñeca y ambos habían empezado a atravesar el campo hacia donde vivía Jurgensen. Al principio él había mantenido su insolente amenaza y caminaba arrogante al lado de su madre. Pero poco a poco sus talones empezaron a arrastrarse, y la muñeca, y después la mano, a desasirse de su madre. En aquel momento pensó que era él quien se soltaba, pero ahora reconocía que la madre lo había ido soltando, dedo a dedo, hasta dejarlo libre. No libre para vivir con Jurgensen, sino libre para dar media vuelta, romper a llorar y correr a casa.

Manos, manos que se soltaban, manos que aferraban. De niño tenía miedo de los muertos; temía que se levantaran de sus tumbas y lo atraparan y lo arrastraran hacia la fría y negra tierra que le llenaba la boca y los ojos. Este miedo había desaparecido lentamente, porque las manos de los vivos resultaron ser más aterradoras. Las prostitutas de Petrogrado no habían respetado su juventud e inocencia. Cuanto más duros eran los tiempos, más agarraban las manos. Se estiraban hasta apoderarse de tu polla, tu pan, tus amigos, tu familia, tu sustento, tu existencia. Además de a las prostitutas, tenía miedo a los porteros. También a los policías, fuera cual fuese el nombre que hubieran elegido para denominarse a sí mismos.

Pero luego surgió el miedo contrario: el de soltarse de las manos que te mantenían a salvo.

El mariscal Tujachevski le había mantenido a salvo. Durante muchos años. Hasta el día en que vio el sudor que caía del nacimiento del pelo del mariscal. Un gran pañuelo blanco había revoloteado y dado unos ligeros toques, y supo que ya no estaba a salvo.

El mariscal era el hombre más sofisticado que había conocido. Era el más famoso estratega militar ruso: los periódicos le llamaban «el Napoleón rojo». Era también amante de la música y fabricante aficionado de violines; un hombre de mente abierta e inquisitiva al que le gustaba hablar de novelas. En la década en que había conocido a Tujachevski le había visto a menudo recorrer Moscú y Leningrado, después de anochecer, con su uniforme de mariscal, medio por trabajo, medio por diversión, mezclando la política con el placer; hablaba y discutía, comía y bebía, ansioso de mostrar que había echado el ojo a una bailarina. Le gustaba explicar que los franceses le habían enseñado un día el secreto de beber champán sin tener nunca resaca.

Él nunca sería tan mundano. Le faltaba la seguridad en sí mismo y también, quizá, el interés. No le gustaba la comida complicada y aguantaba mal la bebida. Cuando era estudiante, cuando todo se estaba repensando y rehaciendo, antes de que el Partido asumiera el control total, él, como todos los estudiantes, se había atribuido un refinamiento mayor del que conocía. Por ejemplo, había que replantearse la cuestión del sexo, ahora que los viejos usos habían desaparecido para siempre; y apareció alguien con la teoría del «vaso de agua». El acto sexual, sostenían los jóvenes sabelotodo, era exactamente lo mismo que beber un vaso de agua; cuando tenías sed, bebías, y cuando sentías deseo, tenías sexo. Él no se había opuesto a este sistema, aunque dependía de que las mujeres desearan tan libremente como eran deseadas. Algunas lo hacían, otras no. Pero la analogía sólo te llevaba hasta este punto. Un vaso de agua no comprometía el corazón.

Y, además, Tania ya había entrado en su vida por entonces.

Cuando solía anunciar su intención periódica de irse a vivir con Jurgensen, sus padres probablemente suponían que estaba irritado con las restricciones de la familia, e incluso con la propia infancia. Ahora que lo pensaba, no estaba tan seguro. Había habido algo extraño —algo profundamente erróneo— en aquella casa suya de veraneo en la finca de Irinovka. Como cualquier niño, asumía que las cosas eran normales hasta que le decían lo contrario. Así que sólo cuando oyó a los adultos comentarlo y reírse se dio cuenta de que todo en la casa era desproporcionado. Las habitaciones eran enormes, pero las ventanas muy pequeñas. De modo que una habitación de cincuenta metros cuadrados podía tener sólo una ventana diminuta. Los adultos pensaban que los constructores se habían hecho un lío con las medidas, sustituyendo metros por centímetros y viceversa. Pero el efecto, en cuanto lo notaba, era alarmante para un niño. Era como una casa preparada para el más oscuro de los sueños. Quizá fuera de eso de lo que había estado huyendo.

Siempre venían a buscarte en mitad de la noche. Por eso, para que no le sacaran del apartamento en pijama, o le obligaran a vestirse delante de algún hombre impasible y despreciativo del NKVD, se acostaba totalmente vestido, tumbado encima de las mantas, con una maletita ya preparada a su lado, en el suelo. Apenas dormía y velaba imaginando las peores cosas que un hombre podía imaginar. Su inquietud, a su vez, impedía dormir a Nita. Los dos yacían en la cama fingiendo; además, fingiendo que no oían ni olían el pánico del otro. Una de sus pesadillas recurrentes cuando estaba despierto era que el NKVD cogiera a Galia y se la llevase —si la niña tenía suerte— a un orfanato especial para niños de los enemigos del Estado. Allí le cambiarían el nombre y le forjarían un nuevo carácter; la convertirían en una ciudadana soviética modélica, un pequeño girasol que alzaría la cara hacia el gran sol que se llamaba a sí mismo Stalin. Por consiguiente, había pensado pasar aquellas inevitables horas de insomnio en el rellano junto al ascensor. Nita, inflexible, había querido que pasaran uno al lado del otro la que quizá fuera su última noche juntos. Pero aquélla fue una de las pocas disputas que él ganó.

La primera noche junto al ascensor había decidido no fumar. Había tres paquetes de Kazbek en su maleta, y los necesitaría cuando llegasen para interrogarle. Y, si se daba el caso, para detenerle. Mantuvo su resolución las dos primeras noches. Y después se le ocurrió: ¿y si le confiscaban los cigarrillos en cuanto llegara a la Casa Grande? ¿O si no había interrogatorio, o sólo uno muy breve? Quizá se limitasen a ponerle delante una hoja de papel y ordenarle que firmase. ¿Y si…? Su pensamiento no iba más allá. Pero en cualquiera de estos casos desperdiciaría los cigarrillos.

Y entonces no concibió ningún motivo para no fumar.

Y por lo tanto fumó.

Miró el Kazbek entre sus dedos. Malko había comentado una vez, de un modo comprensivo, en realidad admirativo, que tenía las manos pequeñas y «no pianísticas». Malko también le había dicho, con menos admiración, que no practicaba lo suficiente. Dependía de lo que se entendiese por «suficiente». Practicaba tanto como necesitaba. Malko tenía que atenerse a su partitura y su batuta.

Tenía dieciséis años en el sanatorio de Crimea donde se reponía de la tuberculosis. Tania y él eran de la misma edad y habían nacido exactamente el mismo día, pero con una pequeña diferencia: él había nacido el 25 de septiembre del calendario nuevo, y ella el 25 de septiembre del calendario antiguo. Este sincronismo virtual refrendaba su relación; o, por decirlo de otro modo, estaban hechos el uno para el otro. Tatiana Glivenko, con su pelo muy corto, tan ávida de vida como él. Era un primer amor, con toda su simplicidad aparente y con todo su destino. La hermana de él, Marusia, que le servía de carabina, se lo había contado a la madre de ambos. A vuelta de correo Sofia Vasilievna puso en guardia a su hijo contra aquella desconocida, contra su relación; de hecho, contra cualquier relación. En su respuesta, con toda la pomposidad de un chico de dieciséis años, él había explicado a su madre los principios del amor libre. Que todos debían ser libres de amar a quien quisieran; que el amor carnal duraba poco tiempo; que ambos sexos eran totalmente iguales; que el matrimonio debería ser abolido como institución, pero que si se mantenía vigente, la mujer tenía pleno derecho a una aventura si así lo deseaba, y si después quería el divorcio, el hombre debía aceptarlo y asumir la culpa; pero que, en todo esto y a pesar de todo, los hijos eran sagrados.

Su madre no había contestado a su condescendiente y moralista explicación de la vida. Y en todo caso, él y Tania habrían de separarse tan pronto como se habían conocido. Ella volvió a Moscú; él y Marusia a Petrogrado. Pero él le escribía continuamente; se visitaban; y le dedicó a ella su primer trío de piano. La madre persistió en no aprobarlo. Y luego, tres años más tarde, finalmente pasaron aquellas semanas juntos en el Cáucaso. Los dos tenían diecinueve años y no les acompañaba nadie; y él acababa de cobrar trescientos rublos dando conciertos en Járkov. Aquellas semanas juntos en Anapa…, qué lejos parecían. Bueno, qué lejos estaban ellos; más de la tercera parte de la vida de él.

Y así había empezado todo, muy concretamente, la mañana del 28 de enero de 1936, en Arcángel. Lo habían invitado a dar su primer concierto de piano con la orquesta local, dirigida por Viktor Kubatski; los dos también habían interpretado su nueva sonata de violonchelo. El concierto había ido bien. Al día siguiente fue a la estación de tren a comprar el Pravda. Había echado un vistazo a la portada y luego pasó a la segunda página. Fue, como más adelante expresaría, el día más memorable de su vida. Y la fecha que eligió para señalar cada año hasta su muerte.

Salvo que —como su mente porfiaba en replicar— nada empieza nunca de manera tan concreta. Empezaba en diferentes lugares y en mentes diferentes. El verdadero punto de partida podría haber sido su propia fama. O su ópera. O podría haber sido Stalin, que, como era infalible, era por lo tanto el responsable de todo. O tal vez había sido causado por algo tan simple como la composición de una orquesta. De hecho, esto podría ser en última instancia el mejor modo de mirarlo: un compositor primero denunciado y humillado, después detenido y fusilado, todo ello debido a la composición de una orquesta.

Si todo comenzó en otra parte, y en las mentes ajenas, entonces quizá podría culpar a Shakespeare por haber escrito Macbeth. O a Leskov por rusificarlo en Lady Macbeth de Mtsensk. No, nada de eso. Evidentemente era culpa suya, por haber escrito una obra ofensiva. Era culpa de su ópera por ser un éxito tal —en el país y en el extranjero— que había despertado la curiosidad del Kremlin. Era culpa de Stalin, porque habría inspirado y aprobado el editorial del Pravda; hasta quizá lo hubiera escrito él mismo: había suficientes errores gramaticales para sugerir la pluma de alguien cuyos errores no se corregían nunca. Era también, de entrada, culpa de Stalin, por imaginarse que era un mecenas y un conocedor de las artes. Era sabido que nunca se perdía una representación de Borís Godunov en el Bolshói. Y Príncipe Ígor y Sadko, de Rimski-Kórsakov, le gustaban casi en la misma medida que éste. ¿Por qué Stalin no iba a querer escuchar esta nueva y aclamada ópera, Lady Macbeth de Mtsensk?

Y así el compositor recibió la consigna de asistir a una representación de su propia obra el 26 de enero de 1936. El camarada Stalin estaría presente; también los camaradas Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. Ocuparon sus sitios en el palco de las autoridades, que por desgracia estaba situado justo encima de la percusión y los metales, secciones que en la partitura de Lady Macbeth de Mtsensk no se comportaban de un modo modesto y apocado.

Recordaba haber mirado desde el estrado del director, donde estaba sentado, hacia el palco de las autoridades. Stalin estaba escondido detrás de una cortinilla, una presencia ausente hacia la cual se volvían, aduladores, los demás distinguidos camaradas, a sabiendas de que a ellos también les observaban. En aquella situación era comprensible que el director y la orquesta estuvieran nerviosos. En el entreacto, antes de la boda de Katerina, los instrumentos de viento y los metales de repente decidieron por su cuenta sonar más fuerte de lo que estaba escriturado. Y entonces fue como un virus que se contagió a todas las demás secciones. Si el director lo notó, no pudo hacer nada. La orquesta tocaba cada vez más fuerte; y cada vez que la percusión y los metales sonaban fortissimo debajo de ellos —lo bastante alto para resquebrajar cristales de las ventanas—, los camaradas Mikoyán y Zhdánov se estremecían teatralmente, se volvían hacia la figura detrás de la cortina y hacían algún comentario burlón. Cuando el público, al principio del cuarto acto, miró al palco de las autoridades, vio que había sido desocupado.

Después del concierto había recogido su maletín y se había ido derecho a la estación del norte para coger el tren a Arcángel. Recordaba haber pensado que el palco de las autoridades había sido reforzado especialmente con chapas de acero para proteger a sus ocupantes de un atentado. Pero no había ninguna protección en el estrado del director. Todavía no había cumplido los treinta y su mujer, por entonces, estaba embarazada de cinco meses.

1936: siempre había sido supersticioso con respecto a los años bisiestos. Como mucha gente, creía que traían mala suerte.

La maquinaria del ascensor sonó una vez más. Cuando se dio cuenta de que había pasado el cuarto piso, cogió la maleta y la mantuvo a su lado. Esperó a que se abrieran las puertas, a ver un uniforme, un gesto de reconocimiento, y luego aquellas manos acercándose a él, y un puño atenazándole la muñeca. Lo cual sería totalmente innecesario, debido a que ansiaba acompañarles, alejarse del lugar, de su mujer y su hija.

Entonces se abrieron las puertas del ascensor, y era un vecino que le hizo otra señal de reconocimiento, concebida para no delatar nada, ni siquiera sorpresa al verle salir a una hora tan tardía. Inclinó la cabeza en respuesta, entró en el ascensor, pulsó un botón al azar, descendió un par de plantas, esperó unos minutos y volvió al quinto piso, donde se apeó y reanudó su vigilia. Esto ya había sucedido antes y de la misma forma. Nunca se intercambiaban palabras, porque eran peligrosas. Era posible que pareciese un hombre humillantemente expulsado noche tras noche por su esposa; o un hombre indeciso que la abandonaba noche tras noche y después regresaba. Pero era probable que pareciera exactamente lo que era: un hombre, como miles de otros en la ciudad, aguardando su detención noche tras noche.

Años atrás, toda una vida antes, en el pasado siglo, cuando su madre había estado en el Instituto para Doncellas Nobles de Irkutsk, ella y otras chicas habían bailado la mazurca para Una vida por el zar ante Nicolás II. La ópera de Glinka era irrepresentable, por supuesto, en la Unión Soviética, a pesar de que su tema —el moralmente instructivo de un campesino pobre que consagra su vida a un gran dirigente— podría haber agradado a Stalin. «Un baile por el zar»: se preguntó si Zakrevski lo sabía. En los viejos tiempos, un niño podía pagar por los pecados de su padre o hasta de su madre. Hoy día, en la sociedad más avanzada de la tierra, los padres podían pagar por los pecados del hijo, junto con tíos, tías, primos, parientes políticos, suegros, cuñados, colegas, amigos, e incluso el hombre que sin pensarlo te sonreía al salir del ascensor a las tres de la madrugada. El sistema de castigos había mejorado enormemente y era mucho más inclusivo de lo que solía ser.

Su madre había sido la fuerte en su matrimonio, del mismo modo que Nina Vasilievna la había sido en el suyo. Su padre, Dmitri Boleslávovich, había sido un hombre afable y de poco mundo que trabajaba duro y entregaba el sueldo a su mujer, guardándose sólo una pequeña suma para comprar tabaco. Tenía una hermosa voz de tenor y tocaba el piano a cuatro manos. Cantaba romanzas gitanas, canciones como «Ah, no es a ti a quien amo apasionadamente» y «Los crisantemos del jardín se marchitaron hace mucho tiempo». Adoraba los juguetes y los juegos y las historias de detectives. Se entretenía durante horas con un mechero moderno o un rompecabezas mecánico. No afrontaba la vida directamente. Había encargado un tampón especial para inscribir con letras púrpuras en cada libro de su biblioteca: «Este libro ha sido robado a D. B. Shostakóvich».

Un psiquiatra que estudiaba el proceso creativo le había preguntado en una ocasión por Dmitri Boleslávovich. Él había respondido que su padre «era un ser humano completamente normal». No era una expresión condescendiente: era una facultad envidiable ser una persona normal y despertar cada mañana con una sonrisa en la cara. Además, su padre había muerto joven: poco antes de los cincuenta años. Un desastre para la familia y para quienes le amaban; pero no, quizá, para el propio Dmitri Boleslávovich. De haber vivido más tiempo, habría visto corromperse a la Revolución, volverse paranoica y carnívora. No es que la Revolución le interesase gran cosa. Lo cual había sido otra de sus fortalezas.

A su muerte no dejó ingresos a su viuda; le dejó dos hijas y un hijo de quince años musicalmente precoz. Sofia Vasilievna había aceptado empleos ínfimos para mantenerlos. Trabajaba de mecanógrafa en la Cámara de Pesos y Medidas y daba clases de piano a cambio de pan. A veces él se preguntaba si todos sus temores no habrían empezado con la muerte de su padre. Pero prefería no creerlo, porque sería casi como culpar a Dmitri Boleslávovich. Así que quizá fuera más exacto decir que todos sus temores se duplicaron en aquel momento. Cuántas veces había asentido a aquellas palabras gravemente alentadoras: «Ahora tienes que ser el hombre de la casa». Le habían encomendado unas expectativas y un sentido del deber que estaba poco dotado para asumir. Y su salud siempre había sido delicada: estaba demasiado familiarizado con las manos del médico, que le daban golpecitos, le palpaban y le auscultaban, con el sondeo, el cuchillo, el sanatorio. Estuvo esperando a que se desarrollara en él aquella virilidad prometida. Pero sabía que se distraía fácilmente; además, era más tozudo que constante en su firmeza. De ahí su fracaso para irse a vivir con Jurgensen.

Su madre era una mujer inflexible, tanto por temperamento como por necesidad. Le había protegido, trabajado para él, depositado en él todas sus esperanzas. Él la amaba, por supuesto —¿cómo no iba a amarla?—, pero había… dificultades. El fuerte no puede evitar la confrontación; el menos fuerte no puede evitar eludirla. Su padre siempre había evitado las dificultades, había cultivado el humor y la indefinición tanto ante la vida como ante su mujer. Y por tanto el hijo, aunque se sabía más resuelto que Dmitri Boleslávovich, rara vez desafiaba la autoridad de su madre.

Pero sabía que ella solía leerle su diario. Así que escribía adrede, en una fecha con varias semanas de adelanto: «Suicidio». O, algunas veces: «Boda».

Ella también tenía sus amenazas. Siempre que él intentaba marcharse de casa, Sofia Vasilievna les decía a los demás, pero en su presencia: «Mi hijo tendrá que pasar por encima de mi cadáver».

Ninguno de los dos estaba seguro de hasta qué punto el otro hablaba en serio.

Había estado entre bastidores en la sala pequeña del conservatorio, sintiéndose humillado y compadeciéndose a sí mismo. Era todavía un estudiante y el estreno de su música en Moscú no había tenido éxito: el auditorio había preferido claramente la obra de Shebalin. Entonces un hombre con uniforme militar apareció a su lado y le dirigió palabras de consuelo: y así había empezado su amistad con el mariscal Tujachevski. El mariscal lo patrocinaba y le conseguía apoyo económico del gobernador militar del distrito de Leningrado. Había sido servicial y fiel. Más recientemente había dicho a todos sus conocidos que Lady Macbeth de Mtsensk era en su opinión la primera ópera clásica soviética.

Sólo una vez hasta entonces le había fallado. Tujachevski estaba convencido de que trasladarse a Moscú era la mejor manera de acelerar la carrera de su protegido, y prometió organizar el traslado. Naturalmente, Sofia Vasilievna se había opuesto: su hijo era demasiado frágil, demasiado delicado. ¿Quién le garantizaba que bebería su leche y tomaría sus gachas si su madre no se ocupaba de ello? Tujachevski tenía el poder, la influencia, los recursos económicos, pero Sofia Vasilievna poseía la llave de su alma. De modo que Dmitri se quedó en Leningrado.

Al igual que sus hermanas, la primera vez que lo pusieron delante de un teclado tenía nueve años. Y fue entonces cuando el mundo se volvió comprensible para él. O al menos una parte del mundo; lo suficiente para sostenerlo durante toda la vida. Entender el piano, y la música, le había resultado fácil, al menos en comparación con entender otras cosas. Y había trabajado con ahínco porque parecía fácil esforzarse. Y así tampoco pudo escapar de su destino. Y a medida que pasaban los años esto resultaba tanto más milagroso porque le facilitó un medio de mantener a su madre y sus hermanas. No era un hombre convencional y el suyo no había sido un hogar convencional, pero aun así… A veces, tras el éxito de un concierto en que había recibido aplausos y dinero, casi se sentía capaz de convertirse en aquello tan esquivo, el hombre de la casa. Aunque otras veces, incluso después de haber abandonado la casa familiar, de haberse casado y haber tenido una hija, se sentía todavía un chico perdido.

Quienes no le conocían y los que seguían su música sólo a distancia probablemente imaginaban que éste había sido su primer contratiempo. Que el brillante compositor de diecinueve años cuya primera sinfonía fue enseguida aceptada por Bruno Walter, y luego por Toscanini y Klemperer, no había conocido nada más que una clara y limpia década de éxitos desde aquel estreno de 1926. Y aquellas personas, quizá conscientes de que la fama conduce a menudo a la vanidad y el engreimiento, tal vez abrieran el Pravda y conviniesen en que los compositores fácilmente podían desviarse del tipo de música que el pueblo deseaba oír. Y más aún, puesto que todos los compositores eran empleados del Estado, era deber de éste, si cometían ofensas, intervenir y obligarles a una mayor armonía con su público. Lo cual parecía totalmente razonable, ¿no?

Con la salvedad de que desde el principio se habían ejercitado en afilar las garras con su alma: mientras todavía estaba en el conservatorio un grupo de condiscípulos izquierdistas había intentado que lo expulsaran y le suspendieran el sueldo. Con la salvedad de que la asociación rusa de músicos proletarios y otras organizaciones culturales similares habían hecho campaña desde el comienzo contra lo que él representaba, o más bien contra lo que pensaban que representaba. Estaban decididos a quebrar el dominio burgués sobre las artes. Así que había que adiestrar a obreros para que llegasen a ser compositores, y toda música tenía que ser inmediatamente comprensible y agradable para las masas. Chaikovski era un decadente y la más leve experimentación se condenaba como «formalismo».

Con la salvedad de que ya en 1929 había sido oficialmente denunciado, informado de que su música se «desviaba del camino principal del arte soviético» y despedido de su puesto en la escuela de coreografía. Con la salvedad de que, el mismo año, Misha Kvadri, al que había dedicado su primera sinfonía, fue el primero de sus amigos y asociados que fue detenido y fusilado.

Con la salvedad de que en 1932, cuando el Partido disolvió las organizaciones independientes y asumió el control de todas las cuestiones culturales, el resultado no fue una supresión de la arrogancia, el fanatismo y la ignorancia, sino más bien una concentración sistemática de los tres. Y aunque no llegó a aprobarse exactamente el proyecto de sacar a un obrero del tajo y transformarlo en un compositor de sinfonías, había sucedido algo opuesto. De un compositor se esperaba que aumentase su producción tal como lo hacía un minero del carbón, y de su música se esperaba que caldease los corazones del mismo modo que el carbón de un minero calentaba los cuerpos. Unos burócratas evaluaban la producción musical de la misma forma que las otras categorías productivas: se establecieron normas y desviaciones de las mismas.

En la estación de Arcángel, al abrir el Pravda con los dedos helados, había encontrado en la página tres un titular que identificaba y condenaba el desviacionismo: BULLA EN VEZ DE MÚSICA. Resolvió en el acto volver a su casa pasando por Moscú, donde pediría consejo. En el tren, conforme desfilaba el paisaje congelado, releyó el artículo por quinta y sexta vez. En un principio le había conmocionado tanto por su ópera como por él mismo: tras una denuncia semejante, no era posible que Lady Macbeth de Mtsensk se siguiera representando en el Bolshói. Durante los dos últimos años la habían aplaudido en todas partes, de Nueva York a Cleveland, de Suecia a Argentina. En Moscú y Leningrado había gustado no sólo al público y a los críticos, sino también a los comisarios políticos. Con ocasión del XVII Congreso del Partido, sus actuaciones habían figurado en la lista de la producción oficial del distrito moscovita, concebida para competir con las cuotas de producción del los mineros de carbón de Donbass.

Ahora todo esto no significaba nada: su ópera iba a ser sacrificada como un perro ladrador que de pronto había disgustado a su amo. Intentó analizar los distintos elementos del ataque lo más racionalmente posible. En primer lugar, el propio éxito de la ópera, sobre todo en el extranjero, se volvía contra ella. Sólo unos meses antes, el Pravda había informado patrióticamente del estreno de la obra en la Metropolitan Opera de Nueva York. Ahora el mismo periódico sabía que Lady Macbeth de Mtsensk había triunfado fuera de la Unión Soviética únicamente porque era «apolítica y confusa» y porque «cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica».

En segundo lugar, y vinculado con esto, estaba lo que él consideraba la crítica del palco de las autoridades, una articulación de aquellas sonrisitas y bostezos y miradas de adulación dirigidas hacia el oculto Stalin. Así pues, leyó que su música «graznaba y gruñía y resoplaba»; que su carácter «nervioso, compulsivo y espasmódico» procedía del jazz; que el «chillido» había sustituido al canto. La ópera había sido claramente garabateada para los «amanerados» que habían perdido todo «gusto sano» por la música y preferían «una confusa corriente de sonido». En cuanto al libreto, se centraba deliberadamente en las partes más sórdidas del cuento de Leskov: el resultado era «burdo, primitivo y vulgar».

Pero sus pecados también eran políticos. Así, el análisis anónimo de alguien que sabía de música tanto como un cerdo sabe de naranjas estaba adornado con aquellas conocidas etiquetas empapadas en vinagre. Pequeñoburgués, formalista, meyerholdista, izquierdista. El compositor no había escrito una ópera sino una antiópera, con música deliberadamente revuelta de arriba abajo. Había bebido de la misma fuente ponzoñosa que producía «distorsiones izquierdistas en la pintura, la poesía, la enseñanza y la ciencia». Por si hacía falta explicarlo —y siempre hacía falta—, el contraste del izquierdismo era el «auténtico arte, la ciencia auténtica y la literatura auténtica».

«Los que tengan oídos que oigan», le gustaba decir siempre. Pero hasta el más sordo podía oír lo que anunciaba «Bulla en vez de música» y adivinar sus probables consecuencias. Había tres frases que apuntaban no sólo a su descarrío teórico, sino a su misma persona. «Es evidente que el compositor nunca ha considerado el problema de lo que el público soviético busca en la música y espera de ella». Esto bastaba para despojarlo de su afiliación a la Unión de Compositores. «Es obvio el peligro que esta tendencia supone para la música soviética». Esto bastaba para despojarle de su capacidad de componer e interpretar. Y por último: «Es un juego de inteligente ingenuidad que puede acabar muy mal». Esto bastaba para quitarle la vida.

Con todo, era joven, confiaba en su talento y había obtenido grandes éxitos hasta tres días antes. Y si era apolítico, bien por temperamento o por aptitud, había gente que podía cambiarle este rasgo. Así que en Moscú se dirigió primero a Platón Kerzhentsev, presidente del comité de Asuntos Culturales. Empezó explicándole el plan de réplica que había elaborado en el tren. Escribiría una defensa de la ópera, una refutación argumentada de la crítica, y presentaría el artículo al Pravda. Por ejemplo… Pero Kerzhentsev, pese a lo civilizado y cortés que era, no quiso ni escucharle. De lo que allí se trataba no era de una mala reseña, firmada por un crítico cuya opinión podía variar según el día de la semana o el estado de su digestión. Aquello era un editorial del Pravda: no un juicio fugaz contra el que cabía recurrir, sino una declaración política del más alto nivel. La Sagrada Escritura, en otras palabras. La única acción posible que le quedaba a Dmitri Dmítrievich era disculparse públicamente, abjurar de sus errores y explicar que mientras estaba componiendo su ópera se había dejado llevar por los insensatos excesos de la juventud. Más allá de lo cual, debería anunciar su intención de sumergirse de inmediato en la música folclórica de la Unión Soviética, que lo ayudaría a enderezar su trayectoria hacia todo lo que era auténtico, popular y melodioso. Según Kerzhentsev, era la única forma de recuperar por fin el favor perdido.

No era creyente. Pero había sido bautizado y a veces, cuando pasaba por delante de una iglesia abierta, encendía una vela por su familia. Y conocía bien la Biblia. Estaba familiarizado, por tanto, con el concepto de pecado; también con su mecanismo público. La ofensa, la plena confesión de la ofensa, el juicio del cura al respecto, el acto de contrición, el perdón. Aunque había ocasiones en que el pecado era demasiado grande y ni siquiera un cura podía perdonarlo. Sí, conocía las fórmulas y los protocolos, se llamara como se llamase la Iglesia.

Su segunda visita fue al mariscal Tujachevski. El Napoleón rojo era todavía un cuarentón, un hombre apuesto y severo con un pronunciado pico de viuda en el nacimiento del pelo. Escuchó todo lo que había ocurrido, analizó convincentemente la situación de su protegido y expuso una propuesta estratégica simple, osada y generosa. Él, el mariscal Tujachevski, escribiría personalmente una carta de intercesión al camarada Stalin. El alivio de Dmitri Dmítrievich fue intenso. Se sintió aturdido y alegre cuando el mariscal se sentó ante su escritorio y alisó una hoja de papel delante de él. Pero en cuanto el hombre de uniforme empuñó la pluma y empezó a escribir, le sobrevino un cambio. Le empezó a brotar sudor del pelo, desde el pico de viuda hasta la frente, y desde la nuca hasta el cuello. Hacía rápidos y aturullados movimientos con un pañuelo que tenía en una mano, mientras la otra dibujaba trazos dubitativos con la pluma. Una aprensión tan poco marcial no era alentadora.

Ellos habían sudado en Anapa. Hacía calor en el Cáucaso y a él nunca le había gustado el calor. Habían contemplado la playa de Low Bay pero no se animaron a refrescarse dándose un baño. Caminaron por la sombra del bosque que había en la parte alta de la ciudad y a él le picaron los mosquitos. Después los acorraló una jauría de perros que casi se los comieron vivos. Nada de esto importaba. Inspeccionaron el faro del balneario, pero mientras Tania estiraba la cabeza hacia arriba, él concentraba su atención en el dulce pliegue de piel que se le formaba en la base del cuello. Visitaron la vieja puerta de piedra que era lo único que quedaba de la fortaleza otomana, pero él estaba pensando en las pantorrillas de Tania y en el modo en que se movían sus músculos cuando caminaba. No había en su vida en aquellas semanas nada más que amor, música y picaduras de mosquito. El amor en su corazón, la música en su cabeza, las picaduras en su piel. Ni siquiera el paraíso estaba libre de insectos. Pero apenas podía guardarles rencor. Le picaban ingeniosamente en lugares inaccesibles para él; la loción era un compuesto a base de un extracto de claveles. Si un mosquito era la causa de que los dedos de Tania le tocaran la piel y le dejasen un olor a claveles, ¿cómo iba a tener algo en contra del insecto?

Tenían diecinueve años y creían en el amor libre: eran turistas más entusiastas del cuerpo del otro que de los atractivos del balneario. Se habían desprendido de los dictados fosilizados de la Iglesia, la sociedad, la familia, y se habían ido a vivir como marido y mujer sin serlo. Esto los excitaba casi tanto como el acto sexual en sí; o quizá fuese inseparable de él.

Pero luego llegó todo el tiempo en que no estaban juntos en la cama. El amor libre tal vez hubiera resuelto el problema primordial, pero no había solucionado los otros. Por supuesto que se amaban; pero estar todo el tiempo en compañía del otro, incluso con sus trescientos rublos y su joven fama, no era sencillo. Cuando estaba componiendo siempre sabía con exactitud qué hacer; tomaba las decisiones acertadas sobre lo que la música —su música— requería. Y cuando los directores o los solistas se preguntaban educadamente si esto no sería mejor, o esto otro, siempre respondía: «Seguramente tiene usted razón. Pero vamos a dejarlo así de momento. Haré ese cambio la próxima vez». Y ellos se quedaban satisfechos, y él también, puesto que no tenía la menor intención de acatar sus sugerencias. Porque sus decisiones y su instinto habían sido certeros.

Pero fuera de la música… era muy distinto. Se ponía nervioso, se le nublaba el pensamiento y a veces tomaba una decisión simplemente para dejar el asunto zanjado y no porque supiera lo que quería. Quizá su precocidad artística significaba que había eludido aquellos años útiles de crecimiento normal. Pero fuera cual fuese la causa, era torpe para las cosas prácticas de la vida, que incluían, desde luego, los aspectos prácticos del corazón. Y así, en Anapa, junto con las exaltaciones del amor y la embriagadora autosatisfacción del sexo, descubrió que entraba en un mundo totalmente nuevo, lleno de silencios indeseados, insinuaciones mal interpretadas y planificaciones descabelladas.

Habían vuelto a sus ciudades separadas, él a Leningrado, ella a Moscú. Pero se visitaban. Un día él estaba terminando una obra y le pidió que se sentara a su lado; su presencia le daba seguridad. Al cabo de un rato entró la madre. Mirando directamente a Tania, dijo:

—Vete y deja que Mitia termine su trabajo.

Y él había contestado:

—No, quiero que Tania esté aquí. Me ayuda.

Fue una de las raras ocasiones en que se había enfrentado a su madre. Quizá si lo hubiera hecho más veces su vida habría sido diferente. O quizá no, ¿quién podría decirlo? Si Sofia Vasilievna se había impuesto al Napoleón rojo, ¿qué posibilidades tenía él?

Su estancia en Anapa había sido idílica. Pero un idilio, por definición, sólo llega a serlo una vez que se ha acabado. Había descubierto el amor; pero también había empezado a descubrir que el amor, lejos de hacerle «lo que era», lejos de impregnarle entero de una satisfacción profunda, como el aceite de clavel, lo volvía cohibido e indeciso. Amaba a Tania más claramente cuando estaba lejos de ella. Cuando estaban juntos había por ambas partes expectativas que era incapaz de determinar o a las que no podía responder. Así, por ejemplo, habían ido al Cáucaso específicamente no como marido y mujer, sino específicamente como personas iguales y libres. ¿Era el propósito de tal aventura acabar siendo marido y mujer auténticos? Parecía ilógico.

No, esto no era ser sincero. Una de sus incompatibilidades de pareja era que —por más que hubiera igualdad en las palabras que había dicho cada uno— él la había amado más que ella a él. Intentó inspirarle celos describiendo flirteos con otras mujeres —hasta seducciones, reales o imaginarias—, pero esta tentativa parecía enfadarla en vez de ponerle celosa. También, más de una vez, había amenazado con suicidarse. Incluso anunció que se había casado con una bailarina de ballet, cosa que cabía concebir que fuese cierta. Pero Tania se lo había tomado a risa. Y después ella misma se había casado. Lo cual sólo sirvió para que él la amase aún más. Le imploró que se divorciara de su marido y se casara con él; de nuevo amenazó con el suicidio. Nada de esto surtió el menor efecto.

Tiempo antes ella le había dicho tiernamente que la había atraído porque era puro y abierto. Pero como esto no la impulsaba a amarlo tanto como él la amaba, él deseó que no hubiera sido así. No se trataba de que se sintiera puro y abierto. Parecían palabras cuya finalidad era encasillarlo.

Dio en reflexionar sobre cuestiones de rectitud. La honradez personal, la artística. Qué las vinculaba, si en efecto había un vínculo. Y en qué grado cualquier persona poseía esta virtud, y cuánto tiempo le duraría. Había dicho a unos amigos que si alguna vez repudiaba Lady Macbeth de Mtsensk debían llegar a la conclusión de que había perdido la honradez.

Se consideraba un hombre de emociones intensas pero incapacitado para transmitirlas. Pero esto era una manera demasiado fácil de perdonarse; seguía sin ser sincero. En verdad, era un neurótico. Creía saber lo que quería, obtenía lo que deseaba, ya no lo quería, lo perdía, quería recuperarlo. Era un consentido, por supuesto, porque era el niño mimado y tenía dos hermanas; además, era un artista al que se le suponía un «temperamento artístico»; además, un triunfador, lo que le permitía comportarse con la súbita arrogancia de la fama. Malko ya le había reprochado a la cara «una vanidad creciente». Pero su estado subyacente era el de una gran inquietud. Era un neurótico profundo. No, peor que eso: era un histérico. ¿De dónde le venía aquel temperamento? No de su padre; tampoco de su madre. Bueno, no se podía evitar el propio temperamento. También formaba parte del destino.

En su cabeza sabía cuál era su ideal de amor…

Pero el ascensor había pasado el tercer piso y luego el cuarto, y ahora estaba a punto de pararse delante de él. Recogió su maleta, las puertas se abrieron y un hombre al que no conocía salió silbando «La canción del contraproyecto». Al encontrarse enfrente de su compositor, se interrumpió en mitad de una frase.

En su cabeza sabía cuál era su ideal de amor. Lo expresaba plenamente aquel cuento de Maupassant sobre el joven al mando de una guarnición en una ciudad fortificada de la costa mediterránea. Antibes, era el lugar. Pues bien, el oficial solía dar un paseo por los bosques a las afueras de la ciudad, donde se topaba a menudo con la mujer de un hombre de negocios local, Monsieur Parisse. Como es natural, se enamoró de ella. La mujer declinó sus atenciones repetidamente hasta el día en que le comunicó que su marido se ausentaría una noche a causa de un viaje. Concertaron una cita, pero en el último minuto la mujer recibió un telegrama: el asunto de su marido había concluido antes y volvería a casa aquella misma noche. El joven oficial, enloquecido de pasión, fingió una emergencia militar y ordenó que cerraran las puertas de la ciudad hasta la mañana siguiente. A su regreso, el marido fue alejado a punta de bayoneta y obligado a pernoctar en la sala de espera de la estación ferroviaria de Antibes. Todo para que el oficial pudiera disfrutar de sus pocas horas de amor.

Cierto era que no podía imaginarse al mando de una fortaleza, ni siquiera de un portalón otomano en ruinas en una somnolienta ciudad balnearia del Mar Negro. Pero el concepto era aplicable. Así era como se debería amar: sin miedo, sin barreras, sin pensar en el mañana. Y luego, posteriormente, sin lamentarlo.

Bellas palabras. Bellos sentimientos. Pero una conducta semejante no estaba a su alcance. Podía imaginar a un joven teniente Tujachevski consiguiendo su propósito, si alguna vez había estado al mando de una guarnición. Su propio caso de pasión loca…, bueno, originaba una historia distinta. Había ido de gira con Gauk, un director de orquesta bastante bueno, pero también un burgués redomado. Estaban en Odessa. Fue un par de años antes de que se casara con Nita. Por entonces seguía intentando inspirar celos a Tania. Probablemente también a Nita. Después de una buena cena, había vuelto al bar del Hotel London y se había ligado a dos chicas. O quizá ellas se lo habían ligado a él. En todo caso, se sentaron a su mesa. Las dos eran muy bonitas y le atrajo de inmediato la que se llamaba Rozaliya. Habían hablado de arte y literatura mientras él le acariciaba las nalgas. Se las llevó a casa en un carruaje tirado por caballos y el amigo miró a otra parte mientras él manoseaba de arriba abajo a Rozaliya. Estaba enamorado, hasta ahí lo tenía claro. Las dos chicas tenían previsto embarcar en un vapor a Batumi al día siguiente, y él fue a despedirlas. Pero ellas no pudieron pasar del embarcadero, donde a la amiga de Rozaliya la detuvieron por ser una prostituta profesional.

Para él, esto había sido una sorpresa. Al mismo tiempo sentía un amor tremendo por Rozochka. Hizo cosas como golpearse la cabeza contra la pared y tirarse de los pelos; igual que un personaje de una mala novela. Gauk le puso severamente en guardia contra las dos mujeres, diciendo que las dos eran prostitutas y unas malas pécoras. Pero esto sólo aumentó su excitación; tan divertido era todo. Tanto que había estado a punto de casarse con Rozochka. Pero cuando se presentaron en el registro civil de Odessa cayó en la cuenta de que se había dejado sus documentos de identidad en el hotel. Y entonces, de algún modo —ni siquiera recordaba por qué ni cómo—, todo terminó con él huyendo a la carrera, bajo una lluvia torrencial, a las tres de la madrugada, de un barco que acababa de atracar en Sujumi. ¿A qué había venido todo aquello?

Pero lo interesante era que no lo lamentaba en absoluto. Sin barreras, sin pensar en el mañana. ¿Y cómo era posible que hubiera estado a punto de casarse con una profesional del sexo? Debido a las circunstancias, supuso, y a cierta dosis de folie à deux. Debido también a un espíritu de contradicción íntimo. «Madre, te presento a Rozaliya, mi esposa. Seguramente no te extrañará. ¿No has leído mi diario, donde he escrito “Boda con una prostituta”? Es bueno que una mujer tenga una profesión, ¿no crees?». Además, el divorcio era fácil de obtener, así que ¿por qué no? Había sentido un amor loco por ella y unos días después se disponía a casarse con ella y unos días después huía de ella bajo la lluvia. Entretanto, el viejo Gauk estaba sentado en el restaurante del Hotel London, tratando de decidir si se comía una chuleta o dos. ¿Y quién se atrevería a decir cuál de las opciones era la mejor? Sólo lo sabías después de comer, cuando ya era demasiado tarde.

Era un hombre introvertido al que atraían las extrovertidas. ¿Esto formaba parte del problema?

Encendió otro cigarrillo. Entre el arte y el amor, entre los opresores y los oprimidos, siempre había cigarrillos. Se imaginó al sucesor de Zakrevski, detrás de su escritorio, tendiéndole un paquete de Belomor. Él lo declinaba y le ofrecía uno de sus Kazbek. El interrogador lo rechazaba a su vez y cada uno, concluido el baile, depositaba encima de la mesa la marca de su elección. Los artistas fumaban Kazbek y el propio diseño de los paquetes sugería libertad: un caballo al galope y un jinete, y en segundo plano el monte Kazbek. Se decía que el mismo Stalin había aprobado esta ilustración, aunque la marca que fumaba el Gran Líder era Herzegovina Flor. Los fabricaban expresamente para él, con la precisión aterrorizada que cabía imaginar. No es que Stalin hiciera algo tan simple como meterse un Herzegovina Flor entre los labios. No, prefería romper el tubo de cartón y después desmenuzar el tabaco para introducirlo en su pipa. El escritorio de Stalin, decían los que lo sabían a los que no lo sabían, era un revoltijo espantoso de papel desechado y cartón y ceniza. Él lo sabía —o, mejor dicho, se lo habían dicho en más de una ocasión— porque nada de Stalin se consideraba demasiado trivial para divulgarlo.

Nadie más fumaba Herzegovina Flor en presencia del líder, a menos que él ofreciera un cigarrillo, un motivo para que el afortunado intentara a hurtadillas guardárselo sin fumar para más tarde enseñarlo como una santa reliquia. Los que ejecutaban las órdenes de Stalin tendían a fumar Belomor. Lo fumaban los miembros del NKVD. El dibujo del paquete mostraba un mapa de Rusia; señalado en rojo aparecía el canal del Mar Blanco, que daba nombre a los cigarrillos. Este gran logro de principios de los años treinta había sido construido por presidiarios. Excepcionalmente, se hizo mucha propaganda de este hecho. Se afirmaba que mientras construían el canal los presos no sólo estaban contribuyendo al progreso del país, sino también «rehabilitándose». Bueno, los peones habían sido cien mil, por lo que era posible que algunos de ellos hubieran podido mejorar moralmente; pero se decía que una cuarta parte había muerto, y evidentemente éstos no se habían rehabilitado. Eran sólo las astillas que habían saltado mientras cortaban la madera. Y el NKVD encendía sus Belomor y en el humo que ascendía vislumbraban nuevos sueños en que blandían el hacha.

Sin duda estaba fumando en el momento en que Nita apareció en su vida. Nina Varzar, la mayor de las tres hermanas Varzar, recién salida de la pista de tenis, exudando alegría, risas y sudor. Atlética, popular, segura de sí misma, con un pelo tan rubio que de algún modo parecía dar a sus ojos un tono dorado. Física cualificada y fotógrafa excelente, disponía de su propia cámara oscura. Cierto que no le interesaban demasiado las cuestiones domésticas, pero tampoco le interesaban a él. En una novela, todas sus inquietudes vitales, la mezcla de fortaleza y debilidad, su potencial para la histeria se las habría llevado un torbellino de amor que conducía a la dichosa calma del matrimonio. Pero una de las muchas desilusiones de la vida consistía en que nunca era una novela, ni de Maupassant ni de ningún otro. Bueno, quizá un cuento satírico de Gógol.

Y así Nina y él se conocieron y se hicieron amantes, pero él seguía intentando arrebatar a Tania a su marido, y entonces Tania se quedó embarazada y entonces él y Nina fijaron un día para su boda, pero en el último minuto no pudo afrontarla y no se presentó y huyó y se escondió, pero aun así los dos perseveraron y unos meses más tarde se casaron, y entonces Nina se buscó un amante y decidieron que tenían tales problemas que debían separarse y divorciarse, y entonces él se buscó una amante y se separaron y presentaron los papeles para divorciarse, pero cuando se consumó el divorcio se dieron cuenta de que habían cometido un error y, así, seis semanas después de divorciarse volvieron a casarse, pero todavía no habían solucionado sus problemas. Y en medio de todo esto él escribió a su amante Yelena: «Soy de voluntad débil y no sé si podré alcanzar la felicidad».

Y luego Nita se quedó embarazada y la necesidad lo estabilizó todo. Excepto que, cuando Nita estaba en el cuarto mes, empezó el año bisiesto de 1936, y el día 26 Stalin decidió ir a la ópera.

Lo primero que había hecho después de leer el editorial del Pravda fue telegrafiar a Glikman. Pidió a su amigo que fuera a la central de Correos de Leningrado y que se suscribiera para recibir todos los recortes de prensa pertinentes. Glikman se los llevaba todos los días a su apartamento y los leían juntos. Compró un álbum grande de recortes y pegó «Bulla en vez de música» en la primera página. Glikman consideró que esto era excesivamente masoquista, pero él había dicho: «Tiene que estar ahí, tiene que estar ahí». Después pegó cada artículo nuevo a medida que se iban publicando. Antes nunca se había molestado en guardar reseñas, pero aquello era distinto. Ahora no sólo estaban reseñando su música, sino que escribían editoriales sobre su persona.

Advirtió que los críticos que habían elogiado sistemáticamente Lady Macbeth de Mtsensk a lo largo de los dos últimos años de repente no le encontraban ningún mérito. Algunos tuvieron la franqueza de admitir sus errores anteriores, explicando que el artículo del Pravda había hecho que se les cayera la venda de los ojos. ¡Cuánto les habían engañado la música y su compositor! ¡Por fin veían el peligro que el formalismo y el cosmopolitismo y el izquierdismo representaban para la verdadera naturaleza de la música rusa! También advirtió que había músicos que ahora hacían declaraciones públicas en contra de su obra, y que amigos y conocidos optaban por distanciarse de él. Con igual calma aparente leyó las cartas que le llegaban de espectadores normales, la mayoría de los cuales, curiosamente, conocían su dirección privada. Muchos de ellos le aconsejaban que se rebanase sus orejas de asno y que hiciera lo mismo con la cabeza. Y entonces la frase que no tenía reparación empezó a aparecer en los periódicos, insertada en un fragmento de lo más normal. Por ejemplo: «Hoy se celebrará un concierto de obras de Shostakóvich, el enemigo del pueblo». Semejantes palabras nunca se empleaban fortuitamente o sin la aprobación de las más altas esferas.

¿Por qué, se preguntaba, el Poder prestaba ahora atención a su música y a él? Al Poder siempre le había interesado más la palabra que las notas: los escritores, no los compositores, habían sido proclamados los forjadores del alma humana. A los escritores se les condenaba en la primera página del Pravda, a los compositores en la página tres. Dos páginas de separación. Y sin embargo no era un asunto baladí: podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

Los forjadores del alma humana: una expresión fría, mecanicista. Y sin embargo… ¿cuál era el objeto del artista, si no el alma humana? A no ser que el artista quisiera ser meramente decorativo o un perrito faldero de los ricos y los poderosos. Él mismo siempre había sido antiaristocrático de sentimientos, política y principios artísticos. En aquella época optimista —realmente hacía muy pocos años— en que se estaba recreando el futuro del país entero, cuando no la misma humanidad, había dado la impresión de que todas las artes podrían finalmente unirse en un glorioso proyecto conjunto. La música y la literatura y el teatro y el cine y el ballet y la arquitectura y la fotografía formarían una asociación dinámica que no sólo reflejase la sociedad o la criticara o la satirizase, sino que la creara. Los artistas, por su propia y libre voluntad, y sin ninguna directriz política, ayudarían al alma de sus semejantes a desarrollarse y florecer.

¿Por qué no? Era el sueño más antiguo del artista. O, como pensaba ahora, su fantasía más antigua. Porque los burócratas políticos pronto habían conseguido asumir el control del proyecto y le habían privado de la libertad y la imaginación y la complejidad y los matices sin los cuales las artes crecían atrofiadas. «Los forjadores del alma humana». Había dos problemas principales. El primero era que mucha gente no quería que nadie le forjara el alma, muchísimas gracias. Se contentaban con que la dejaran como estaba cuando vinieron al mundo; y cuando intentabas guiarles, se resistían. Ven a este concierto al aire libre, camarada. Oh, de verdad pensamos que deberías asistir. Sí, claro que es voluntario, pero podría ser un error que no te dejases ver…

Y el segundo problema que entrañaba la forja del alma humana era más básico. Era el siguiente: ¿quién forja a los forjadores?

Recordaba un concierto al aire libre en un parque de Járkov. Su primera sinfonía había suscitado los ladridos de todos los perros del vecindario. El público se reía, la orquesta tocó más fuerte, los perros redoblaron sus ladridos, el público se reía cada vez más. Ahora su música había hecho ladrar a perros más grandes. La historia se repetía: la primera vez como una farsa, la segunda como una tragedia.

No quería convertirse en un personaje dramático. Pero a veces, cuando la mente le patinaba a altas horas de la noche, pensaba: así que la historia ha conducido a esto. Todo aquel esfuerzo e idealismo y esperanza y progreso y ciencia y arte y conciencia para que todo acabe así, con un hombre junto a un ascensor y un maletín a sus pies que contiene cigarrillos, ropa interior y polvo dentífrico; plantado ahí y a la espera de que se lo lleven.

Se obligó a encauzar el pensamiento hacia un compositor distinto, con una maleta de viaje diferente. Prokófiev había abandonado Rusia y viajado a Occidente poco después de la Revolución; regresó por primera vez en 1927. Serguéi Serguéievich era un hombre refinado, de gustos caros. Era también un cientista cristiano, aunque esto no tenía nada que ver con la historia. Los aduaneros de la frontera soviética no eran refinados; además, tenían la cabeza llena de ideas de sabotaje, espías y contrarrevolución. Abrieron la maleta de Prokófiev y encontraron encima de todo unas prendas que les desconcertaron: un par de pijamas. Los desplegaron, los levantaron en el aire, los giraron al derecho y al revés, mirándose asombrados. Quizá Serguéi Serguéievich estuviese avergonzado. En todo caso, dejó las explicaciones a su esposa. Pero Ptashka, al cabo de años de exilio, había olvidado la palabra rusa que significa camisón. Al final el problema se resolvió mediante una pantomima y a la pareja se le permitió la entrada. Pero en cierto modo el incidente era totalmente típico de Prokófiev.

El álbum de recortes. ¿Qué clase de hombre se compra uno y lo llena de artículos insultantes contra él? ¿Un loco? ¿Un irónico? ¿Un ruso? Pensó en Gógol, de pie delante de un espejo y pronunciando a intervalos su nombre con un tono de alienación y repugnancia. Esto no le parecía el acto de un demente.

Su posición oficial era la de un «bolchevique sin partido». A Stalin le gustaba decir que la cualidad más preciada del bolchevique era la modestia. Sí, y Rusia era la patria de los elefantes.

Cuando nació Galina, Nita y él solían bromear acerca de bautizarla Sumburina. Significaba «pequeña bulla». Muddlikins. Habría sido un acto de desafío irónico. No, de locura suicida.

La carta de Tujachevski a Stalin no recibió respuesta. Dmitri Dmítrievich, por su parte, no siguió el consejo de Platón Kerzhentsev. No hizo una declaración pública, no se disculpó por los excesos de la juventud, no se retractó; no obstante, retiró su cuarta sinfonía, que para quienes no tenían oídos para oír sonaría sin duda como un popurrí de graznidos, gruñidos y resoplidos. Mientras tanto, todas sus óperas y ballets fueron suprimidos del repertorio. Su carrera, simplemente, estaba en un punto muerto.

Y luego, en la primavera de 1937, tuvo su Primera Conversación con el Poder. Había hablado con el Poder antes, por supuesto, o el Poder había hablado con él: funcionarios, burócratas, políticos que acudían a él con sugerencias, propuestas, ultimátums. El Poder había hablado con él públicamente, a través de periódicos, y le había susurrado al oído en privado. Recientemente el Poder lo había humillado, le había despojado de su medio de vida, le había ordenado que se arrepintiera. Le había dicho cómo quería que trabajara, cómo quería que viviese. Ahora estaba insinuando que quizá, bien pensado, no quería que siguiera vivo. El Poder había decidido mantener un cara a cara con él. El nombre del Poder era Zakrevski, y el Poder, tal como se expresaba a sí mismo ante personas como él en Leningrado, residía en la Casa Grande. Muchos de los que entraban en ella, en Liteini Prospekt, no salían nunca.

Le citaron un sábado por la mañana. Sostuvo ante la familia y los amigos que sin duda se trataba de una formalidad, quizá de una consecuencia automática de los continuos artículos del Pravda contra él. Difícilmente lo creía él mismo, y dudaba de que ellos se lo creyeran. No muchos eran convocados en la Casa Grande para conversar de teoría musical. Naturalmente, fue puntual. Y el Poder fue al principio correcto y educado. Zakrevski le preguntó por su obra, qué tal iban sus asuntos profesionales, qué era lo siguiente que se proponía componer. En su respuesta mencionó, casi por reflejo, que estaba preparando una sinfonía sobre Lenin, lo cual bien podría haber sido el caso. Después juzgó sensato aludir a la campaña de prensa en su contra, y le alentó la manera casi mecánica con que el interrogador desestimó estas cuestiones. A continuación éste le preguntó por sus amigos, y a quién veía regularmente. Él no sabía cómo contestar a estas preguntas. Zakrevski lo ayudaba.

—Tengo entendido que conoce al mariscal Tujachevski, ¿verdad?

—Sí, lo conozco.

—Cuénteme cómo lo conoció.

Él recordó el encuentro entre bastidores en la sala pequeña de Moscú. Explicó que el mariscal era un conocido amante de la música que había asistido a muchos de sus conciertos y tocaba el violín, e incluso los fabricaba como pasatiempo. El mariscal le había invitado a su piso; habían tocado juntos. Era un buen violinista aficionado. ¿Quería decir que era «bueno»? Competente, desde luego. Y sí, capaz de mejorar.

Pero a Zakrevski no le interesaba saber cuánto había progresado el mariscal en la digitación y la técnica del arco.

—¿Fue a su casa en muchas ocasiones?

—De vez en cuando, sí.

—¿De vez en cuando durante un período de cuántos años? ¿Ocho, nueve, diez?

—Sí, probablemente.

—Digamos, pues, ¿cuatro o cinco visitas al año? ¿Cuarenta o cincuenta en total?

—Yo diría que menos. Nunca las he contado. Pero menos.

—¿Pero usted es un amigo íntimo del mariscal Tujachevski?

Hizo una pausa para pensar.

—No, no un amigo íntimo, sino un buen amigo.

No mencionó que el mariscal le había conseguido ayuda económica; que le había aconsejado; que había escrito a Stalin en su nombre. O Zakrevski sabía esto o no lo sabía.

—¿Y quién estaba presente en esas cuarenta o cincuenta visitas a la casa de su buen amigo?

—No mucha gente. Sólo miembros de la familia.

—¿Sólo miembros de la familia?

El tono del interrogador era apropiadamente escéptico.

—Y músicos. Y musicólogos.

—¿No había políticos, por casualidad?

—No, políticos no.

—¿Está completamente seguro?

—Bueno, verá, había veces en que las reuniones eran bastante concurridas. Y yo no sabía exactamente… De hecho, a menudo yo estaba tocando el piano.

—¿Y de qué hablaban?

—De música.

—Y de política.

—No.

—Vamos, vamos, ¿cómo podía no hablarse de política en compañía nada menos que del mariscal Tujachevski?

—Estaba, por decirlo así, fuera de servicio. Entre amigos y músicos.

—¿Y no estaba presente ningún otro político fuera de servicio?

—No, nunca. Nunca se habló de política en mi presencia.

El interrogador lo miró un largo rato. Después cambió de tono, como preparándolo para la seriedad y el peligro de su situación.

—Ahora creo que debería tratar de refrescar su memoria. No es posible que usted visitara la casa del mariscal Tujachevski en calidad de «buen amigo» suyo, como ha dicho, con una frecuencia periódica durante los últimos diez años sin que hablaran de política. Por ejemplo, de la conspiración para asesinar al camarada Stalin. ¿Qué oyó decir al respecto?

En este punto supo que era hombre muerto. «Y sin embargo la hora de otro hombre estaba próxima»; y esta vez era la suya. Reiteró, tan claramente como pudo, que nunca se había hablado de política en casa del mariscal; eran meras veladas musicales; las cuestiones de Estado se quedaban en la puerta, junto con los abrigos y los sombreros. No estaba seguro de que fuera la mejor frase para expresarlo. Pero Zakresvki apenas lo escuchaba.

—Entonces le sugiero que piense un poco más a fondo —le dijo el interrogador—. Algunos de los otros invitados ya han confirmado la conspiración.

Comprendió que debían de haber detenido a Tujachevski, que su carrera de mariscal estaba acabada y su vida también; que la investigación sólo estaba empezando y que todos los que rodeaban al mariscal pronto desaparecerían de la faz de la tierra. Su propia inocencia carecía de importancia. La veracidad de sus respuestas tampoco la tenía. Lo que estaba decidido, decidido estaba. Y si necesitaban demostrar que el complot que acababan de descubrir o de inventar había tenido una divulgación tan perniciosa que hasta el compositor más famoso del país —aunque últimamente caído en desgracia— estaba implicado, lo demostrarían. Lo cual explicaba la naturalidad del tono de Zakrevski cuando dio por terminada la entrevista.

—Muy bien. Hoy es sábado. Ahora son las doce en punto y puede irse. Pero sólo le concederé cuarenta y ocho horas. El lunes a las doce en punto lo recordará todo sin falta. Tiene que recordar cada detalle de las conversaciones referentes a la conspiración contra el camarada Stalin, de la que usted fue uno de los testigos principales.

Era hombre muerto. Le contó a Nita todo lo que le habían dicho y bajo sus palabras tranquilizadoras comprendió que también ella pensaba que era hombre muerto. Sabía que tenía que proteger a sus allegados y que para hacerlo necesitaba calma, pero estaba desesperado. Quemó todo lo que pudiera incriminarle, aunque una vez que te habían etiquetado como enemigo del pueblo y te relacionaban con un asesino conocido todo a tu alrededor se volvía incriminatorio. Daría lo mismo que quemase el apartamento entero. Temía por Nita, por su madre, por Galia, por cualquiera que hubiese entrado o salido alguna vez del piso.

«Nadie escapa a su destino». Así que estaría muerto a los treinta años. Mayor que Pergolesi, sí, pero más joven incluso que Schubert. Y también que Pushkin, en realidad. Su nombre y su música serían eliminados. No sólo no existiría, sino que nunca habría existido. Había sido un error rápidamente corregido; una cara en una fotografía que había desaparecido la siguiente vez que se imprimió la foto. Y aunque, en algún momento del futuro, lo desenterraran, ¿qué encontrarían? Cuatro sinfonías, un concierto para piano, algunas suites para orquesta, alguna música de piano, una sonata para violonchelo, dos óperas, alguna película y música de ballet. ¿Por cuál sería recordado? ¿Por la ópera que le había deparado la ignominia, por la sinfonía que sabiamente había retirado? Quizá su primera sinfonía constituiría el alegre preludio de conciertos de las obras maduras de compositores lo bastante afortunados para sobrevivirle.

Pero comprendió que incluso esto era un falso consuelo. Lo que él pensara no tenía importancia. El futuro decidiría lo que el futuro decidiese. Por ejemplo, que su música no era en absoluto importante. Que podría haber llegado a ser alguien como compositor si no se hubiera visto envuelto, por vanidad, en una pérfida conspiración contra el jefe del Estado. ¿Quién podría decir lo que creería el futuro? Esperamos demasiado de él, confiando en que disputará con el presente. ¿Y quién podría decir qué sombra arrojaría su muerte sobre su familia? Imaginó a Galia saliendo del orfanato siberiano a los dieciséis años, creyendo que sus padres la habían abandonado cruelmente, sin saber siquiera que su padre había escrito notas de música.

Cuando las amenazas contra él habían empezado, dijo a sus amigos: «Aunque me corten las dos manos, seguiré escribiendo música con una pluma en la boca». Habían sido palabras desafiantes cuyo objeto era mantener el ánimo de todo el mundo, el suyo incluido. Pero no querían cortarle las manos, aquellas manos pequeñas que no eran «pianísticas». Quizá quisieran torturarle y él confesaría inmediatamente todo lo que le dijeran porque no tenía capacidad de sufrimiento. Le pondrían delante nombres y él implicaría a todos ellos. No, diría brevemente, y rápidamente cambiaría a sí, sí, sí y sí. Sí, yo estaba allí entonces, en el piso del mariscal; sí, le oí decir lo que sea que usted dice que podría haber dicho; sí, ese general y ese político participaron en la conspiración, yo mismo lo vi y lo oí. Pero no habría una melodramática amputación de las manos, sino una eficiente bala en la nuca.

Aquellas palabras suyas habían sido a lo sumo una estúpida bravata, y en el peor de los casos una figura retórica. Y al Poder no le interesaban las figuras retóricas. El Poder sólo conocía hechos, y su lenguaje consistía en expresiones y eufemismos encaminados a divulgar u ocultar estos hechos. En la Rusia de Stalin no había compositores que escribiesen con una pluma entre los dientes. En lo sucesivo sólo habría dos clases de compositores: los que estaban vivos y asustados y los que estaban muertos.

Qué poco tiempo hacía que había intuido en su interior la indestructibilidad de la juventud. Más que eso: su incorruptibilidad. Y más allá de esto, por debajo de todo esto, la convicción de que el talento que tuviese y cualquier música que hubiera escrito eran íntegros y auténticos. Todo lo cual no había sido socavado. Sólo era, ahora, totalmente irrelevante.

El sábado por la noche, y de nuevo el domingo por la noche, bebió hasta quedarse dormido. No era nada complicado. Tenía poco aguante y un par de vasos de vodka a menudo lo obligaban a acostarse. Esta debilidad era también una ventaja. Beber y después descansar, mientras otros seguían bebiendo. Estabas más fresco al día siguiente, más apto para el trabajo.

Anapa había sido famoso como un centro para la cura de uvas. Una vez él le había dicho en broma a Tania que prefería la cura del vodka. Por eso ahora, en las que tal vez fueran las dos últimas noches de su vida, se sometió a la cura.

El lunes por la mañana besó a Nita, cogió en brazos a Galia una última vez y tomó el autobús hacia el lúgubre edificio gris de Liteini Prospekt. Era siempre puntual y lo sería hasta para ir hacia su muerte. Lanzó una breve mirada al río Neva, que les sobreviviría a todos. En la Casa Grande se presentó al guardia de la recepción. El soldado consultó su lista pero no encontraba su nombre. Le pidió que lo repitiera. Él lo hizo. El soldado repasó de nuevo la lista.

—¿Qué se le ofrece? ¿A quién viene a ver?

—Al interrogador Zakrevski.

El soldado asintió lentamente. Después, sin levantar los ojos, dijo:

—Bueno, puede irse a su casa. No está en la lista. Zakrevski no va a venir hoy y no hay nadie que pueda recibirle.

Así concluyó su Primera Conversación con el Poder.

Fue a su casa. Supuso que debía de ser alguna argucia; le permitían irse para poder seguirle y luego detener a todos sus amigos y colegas. Pero resultó que había sido un repentino golpe de suerte en su vida. Entre el sábado y el lunes, el propio Zavrevski había sido objeto de sospechas. Su interrogador interrogado. Su apresador apresado.

De todos modos, si que le despidieran de la Casa Grande no era una argucia, sólo podía ser un retraso burocrático. Era muy improbable que cejasen en su persecución a Tujachevski; por tanto, la marcha de Zakrevski sólo era un contratiempo temporal. Nombrarían a un nuevo Zakrevski y cursarían otra convocatoria.

Tres semanas después de su detención, el mariscal fue fusilado junto con la élite del Ejército Rojo. El complot de los generales para asesinar al camarada Stalin había sido descubierto justo a tiempo. Entre los hombres del entorno inmediato de Tujachevski que fueron detenidos y fusilados figuraba el amigo de ambos Nikolái Serguéievich Zhilyayev, el distinguido musicólogo. Quizá hubiese una confabulación de musicólogos a la espera de ser descubiertos, seguida por una confabulación de compositores y trombonistas a la espera de que les descubrieran. ¿Por qué no? «Nada más que locura en el mundo».

Parecía haber pasado muy poco tiempo desde que todos se estaban riendo de la definición de un musicólogo que daba el profesor Nikolayev. Imaginad que estamos comiendo huevos revueltos, decía el profesor. Los ha preparado Pasha, mi cocinero, y vosotros y yo los estamos comiendo. Viene un hombre que no ha cocinado los huevos y no los está comiendo, pero habla de ellos como si no tuvieran secretos para él: eso es un musicólogo.

Pero no parecía tan gracioso ahora que estaban fusilando incluso a musicólogos.

Proclamaron que los crímenes de Nikolái Serguéievich Zhilyayev eran el monarquismo, el terrorismo y el espionaje.

Y así empezaron sus vigilias junto al ascensor. No era el único que las hacía. Otros en la ciudad hacían lo mismo con el propósito de ahorrar a sus seres queridos el espectáculo de su detención. Todas las noches seguía la misma rutina: evacuaba los intestinos, besaba a su hija dormida, besaba a su mujer despierta, tomaba el maletín de sus manos y cerraba la puerta de la casa. Casi como si se marchara para el turno de noche. En cierto modo era así. Y después esperaba, pensando en el pasado, temiendo el futuro, fumando para matar el breve tiempo del presente. Tenía el maletín apoyado en la pantorrilla para tranquilizarse y tranquilizar a otros; una medida práctica. Le daba el aspecto de ser el responsable de lo que ocurría en lugar de ser su víctima. Los hombres que salían de su casa con una maleta en las manos normalmente volvían. Los hombres a los que sacaban de la cama a rastras en pijama a menudo no volvían. Poco importaba que esto fuera cierto o no. Lo importante era aparentar que no tenía miedo.

Era una de las cuestiones que le rondaban por la cabeza: ¿era valiente aguardarlos allí o era una cobardía? ¿O ninguna de las dos cosas: era mera sensatez? No esperaba descubrir la respuesta.

¿Empezaría el sucesor de Zakrevski como éste había empezado, con preliminares educados, para luego endurecerse, amenazar e invitarle a volver con una lista de nombres? Pero ¿qué pruebas adicionales podían necesitar contra Tujachevski, puesto que ya había sido juzgado, condenado y ejecutado? Lo más probable era que formara parte de una investigación más amplia sobre el círculo externo de amigos del mariscal, tras haber solventado lo de su círculo íntimo. Le preguntarían sobre sus convicciones políticas, su familia y sus relaciones profesionales. Bueno, se recordaría de niño delante del edificio de viviendas en la calle Nikolayevskaya, luciendo orgullosamente una cinta roja en el abrigo; más tarde, corriendo con un grupo de condiscípulos hacia la estación de Finlandia para recibir a Lenin cuando regresó a Rusia. Sus composiciones anteriores, que precedían a su oficial Opus Uno, habían sido «Marcha fúnebre por las víctimas de la Revolución» y un «Himno a la libertad».

Pero al avanzar un poco más los hechos ya no eran hechos, sino meras declaraciones que se prestaban a interpretaciones divergentes. Así, había estado en la escuela con los hijos de Kerenski y Trotski; antaño un motivo de orgullo, después de interés, ahora, quizá, de silenciosa vergüenza. Así, su tío Maxim Lavrentievich Kostrikin, un viejo bolchevique exiliado a Siberia por su participación en la Revolución de 1905, había sido el primero en alentar las simpatías revolucionarias de su sobrino. Pero los viejos bolcheviques, en otro tiempo un orgullo y una bendición, hoy día eran más frecuentemente una maldición.

Nunca se había afiliado al Partido, y nunca lo haría. No podía afiliarse a un partido que mataba: así de claro. Pero como «bolchevique sin partido» había permitido que lo considerasen un defensor pleno del Partido. Había escrito música para películas y ballets y oratorios que glorificaban la Revolución y todas sus obras. Su segunda sinfonía había sido una cantata que celebraba el décimo aniversario de la Revolución y en la que había insertado algunos versos bastante vergonzosos de Aleksandr Besymenski. Había escrito partituras donde aplaudía la colectivización y denunciaba el sabotaje en la industria. Su música para el film El contraproyecto —sobre un grupo de obreros de una fábrica que espontáneamente idean un sistema para aumentar la producción— había sido un tremendo éxito. Todo el país silbaba y tarareaba «La canción del contraproyecto», y lo seguía haciendo. Actualmente —quizá siempre, y desde luego durante el tiempo que fuera necesario— estaba trabajando en una sinfonía dedicada a la memoria de Lenin.

Dudaba de que algo de esto convencería al sustituto de Zakrevski. ¿Alguna parte de sí mismo creía en el comunismo? Desde luego, si la alternativa era el fascismo. Pero no creía en la Utopía, en la capacidad de perfeccionamiento de la humanidad, en la forja del alma humana. Tras cinco años de la nueva política económica de Lenin, había escrito a un amigo que el «cielo en la tierra llegará dentro de doscientos mil millones de años». Un cálculo, pensaba ahora, que quizá había sido demasiado optimista.

Las teorías eran limpias y convincentes y comprensibles. La vida era desordenada y estaba llena de insensateces. Había puesto en práctica la teoría del amor libre, primero con Tania y después con Nita. De hecho, con las dos al mismo tiempo; se habían superpuesto en su corazón y a veces lo seguían haciendo. Había sido un proceso lento y doloroso descubrir que la teoría del amor no coincidía con la realidad de la vida. Era como creer que podías escribir una sinfonía porque en una ocasión habías leído un manual de composición. Y, para colmo, era un hombre indeciso y de voluntad débil, salvo las veces en que era resuelto y muy voluntarioso. Pero ni siquiera entonces tomaba necesariamente las decisiones adecuadas. Por consiguiente, su vida emocional había sido… ¿cuál era la mejor forma de resumirla? Se sonrió, contrito. Sí, en efecto: bulla en vez de música.

Había deseado a Tania; su madre lo había desaprobado. Había deseado a Nina; su madre lo había desaprobado. Le había ocultado su matrimonio durante varias semanas porque no quería que el rencor empañase su primera felicidad. Admitía que no había sido la acción más heroica de su vida. Y cuando le comunicó la noticia, su madre reaccionó como si la hubiera sabido en todo momento —quizá había leído el diario del registrador— y no veía motivo para aprobarla. Tenía una forma de hablar de Nina que parecía elogiosa pero de hecho era crítica. Quizá, cuando él muriera, para lo cual podía no faltar mucho, formaran un hogar juntas. Madre, nuera, nieta: tres generaciones de mujeres. Tales hogares eran cada vez más comunes en la Rusia de aquella época.

Puede que hubiera entendido mal las cosas, pero no era un estúpido ni era del todo ingenuo. Desde el principio había sido consciente de que había que dar al César lo que era del César. ¿Entonces por qué el César estaba enfadado con él? Nadie podía decir que no era productivo; escribía deprisa y rara vez incumplía una fecha límite. Podía producir con eficiencia música melódica que le complaciese a él durante un mes y al público durante un decenio. Pero de eso se trataba justamente. César no sólo exigía que se pagase un tributo; también designaba la moneda en que debía pagarse. ¿Por qué, camarada Shostakóvich, su nueva sinfonía no suena como su maravillosa «Canción del contraproyecto»? ¿Por qué el fatigado obrero del acero no silba el primer tema cuando vuelve a casa? Sabemos, camarada Shostakóvich, que es muy capaz de escribir música que guste a las masas. Entonces, ¿por qué insiste en sus graznidos y gruñidos formalistas, los cuales simplemente finge admirar el burgués engreído que todavía gobierna las salas de concierto?

Sí, había sido ingenuo con respecto al César. O más bien había estado trabajando a partir de un modelo anticuado. En los viejos tiempos, el César había exigido un tributo de dinero, una suma que refrendase su poder, un determinado porcentaje de tu valía calculada. Pero las cosas habían evolucionado y los nuevos césares del Kremlin habían mejorado el sistema: hoy día el dinero del tributo se calculaba en el cien por cien de tu valía. O más, si era posible.

Cuando era estudiante —en aquellos años de alegría, esperanza e invulnerabilidad— se había deslomado trabajando como pianista en un cine. Había acompañado a la pantalla en el Piccadilly, en Nevski Prospekt; también en el Svetlaia Lenta y el Splendid Palace. Era un trabajo duro, degradante; algunos de los dueños eran unos roñosos que preferían despedirte antes que pagarte el sueldo. Con todo, se recordaba a sí mismo que Brahms había tocado el piano en un burdel de marineros de Hamburgo. Había que reconocer que esto podría haber sido más divertido.

Procuraba mirar la pantalla que tenía encima y tocar en consonancia. El público prefería las antiguas melodías románticas que les eran familiares; pero a menudo a él le aburrían y entonces tocaba sus propias composiciones. No eran tan bien acogidas. En el cine sucedía lo contrario que en las salas de concierto: el público aplaudía cuando desaprobaba algo. Una noche en que acompañaba una película titulada Aves de marisma y acuáticas de Suecia, se notó un humor más satírico que de costumbre. Primero empezó a imitar en el piano los cantos de un pájaro, y luego, cuando las aves volaban cada vez más alto, el piano adquiría una pasión cada vez más grande. Hubo fuertes aplausos, que en su ingenuidad creyó dirigidos al ridículo film, y entonces tocó todavía más alto. Posteriormente, los espectadores se habían quejado al gerente del cine: el pianista debía de estar borracho, lo que había tocado no era en absoluto música, había insultado a la hermosa película y también al público. El gerente lo había despedido.

Y ahora se percataba de que aquello había sido su carrera en miniatura: un duro trabajo, algún éxito, la infracción de las normas musicales, la censura oficial, la suspensión del sueldo, el despido. Sólo que ahora era un adulto y el despido significaba algo mucho más inapelable.

Se imaginó a su madre sentada en un cine mientras se proyectaban en la pantalla imágenes de sus novias. Tania: la madre aplaude. Nina: la madre aplaude. Rozaliya: la madre aplaude todavía más fuerte. Cleopatra, la Venus de Milo, la reina de Saba; la madre, nada impresionada, sigue aplaudiendo, sin sonreír.

Sus vigilias nocturnas duraron diez días. Nita arguyó —no porque hubiera motivos, sino más por optimismo y determinación— que el peligro inmediato probablemente había pasado. Ninguno de los dos lo creía, pero él estaba cansado de esperar de pie a que la maquinaria del ascensor chirriase y runruneara. Estaba cansado de su propio miedo. De modo que volvió a acostarse totalmente vestido, al lado de su mujer y con la bolsa del fin de semana al lado de la cama. A unos pocos centímetros Galia dormía como duermen los niños, indiferentes a las cuestiones de Estado.

Y luego, una mañana, cogió su maleta y la abrió. Volvió a guardar la ropa interior en el cajón, el cepillo de dientes y el polvo dentífrico en el armario del cuarto de baño, y dejó los tres paquetes de Kazbek encima de su escritorio.

Y aguardó a que el Poder reanudara su conversación con él. Pero nunca volvió a tener noticias de la Casa Grande.

No porque el Poder estuviera ocioso. Muchas de las personas que lo rodeaban empezaron a desaparecer, algunas en los campos, otras fueron ejecutadas. Su suegra, su cuñado, su tío, el viejo bolchevique, colegas, una antigua amante. ¿Y qué habría sido de Zakrevski, que no se había presentado en el trabajo aquel lunes fatídico? Nadie volvió a saber nada de él. Quizá Zakrevski nunca había existido realmente.

Pero nadie escapa a su destino; y el suyo, por el momento, parecía ser vivir. Vivir y trabajar. No habría descanso. «Sólo descansamos cuando soñamos», como había dicho Blok; aunque en aquella época los sueños de la mayoría de la gente no eran reparadores. Pero la vida seguía: pronto Nita estuvo embarazada de nuevo y pronto él empezó a añadir a su opus números que había temido que se acabasen con la cuarta sinfonía.

La quinta, que escribió aquel verano, se estrenó en noviembre de 1937 en la sala de la filarmónica de Leningrado. Un anciano filólogo le dijo a Glikman que sólo una vez en su vida había presenciado una ovación tan grande y prolongada: cuarenta y cuatro años antes, cuando Chaikovski había dirigido el estreno de su sexta sinfonía. Un periodista —¿idiota?, ¿optimista?, ¿favorable?— describió la quinta como «una réplica creativa de un artista soviético a una crítica justa». Nunca abjuró de esta frase; y muchos llegaron a creer que estaba escrita de su puño y letra en la portada de la partitura. Estas palabras se convirtieron en las más famosas que escribió jamás o, mejor dicho, que nunca escribió. Permitió que perdurasen porque protegían su música. Que el Poder posea las palabras, porque ellas no pueden manchar la música. La música escapa a las palabras; es su propósito y su majestad.

La frase también permitió que los oídos de asno oyeran en su sinfonía lo que querían oír. No captaron la ironía estridente del movimiento final, la mofa del triunfo. Sólo oyeron el triunfo, un leal respaldo a la música y la musicología soviéticas, a la vida bajo el sol de la Constitución de Stalin. Había terminado la sinfonía en fortissimo y en tono mayor. ¿Y si la terminaba pianissimo y en tono menor? En cosas así podía convertirse la vida, varias vidas. Bueno, «todo es absurdo en el mundo».

El éxito de la quinta sinfonía fue instantáneo y universal. En consecuencia, un fenómeno tan repentino fue analizado por burócratas del Partido y musicólogos sumisos que presentaron una descripción oficial de la obra para ayudar a comprenderla al público soviético. Llamaron a la sinfonía «una tragedia optimista».