Talando árboles en las Rocallosas
El cielo se estaba despejando, pero el sol que aparecía no calentaba nada, pensó Eligio después de que lo despertó el campesino. Éste se había sorprendido mucho al encontrar a un hombre en ese auto y sólo dejó de sospechar cuando vio que Eligio era mexicano. Le dijo entonces que la señorita lo esperaba a salvo en el pueblo más cercano. Pero cuando llegaron a él Susana ya no estaba. Por supuesto, nadie sabía a dónde se había dirigido, pues ella tomó un autobús y dejó el recado de que se iba a donde Eligio ya sabía. O sea, a la chingada, concluyó Eligio bufando, ¡no es posible! Comió hasta reventar en un restorancito y después se sintió más fuerte y lúcido, no en balde había dormido horas y horas sin parar. Estaba seguro de que encontraría a Susana, todo era cosa de tener las antenas bien abiertas. Estaba seguro de que Susana no había regresado a Chicago, toda esa estupidez con el polaco tenía que haberse acabado ya. Lo más probable era que hubiese vuelto a Arcadia, donde aún estaba la mayor parte de sus cosas.
Esa misma noche, después de viajar sin detenerse, llegó al Kitty Hawk. Susana no está allí, o no había llegado. Eligio consideró necesario armarse de paciencia, con el ánimo despejado y, de ser posible con buen humor. En momentos aparecían ante él coladeras con agujeros hondísimos en los que podía caer, pero no se dejaba vencer, pensaba que dentro de él había un traidor y que a toda costa había que impedir que por medio de intrigas y conjuras tomase el poder irremediablemente. Deambuló por el Kitty Hawk divirtiéndose con los que lo veían oblicuamente y respondiendo, a quienes tenían el ánimo de preguntarle, que pos quién sabe dónde demonios estaba Susana, pero ya regresaría, ya regresaría. En el lobby del edificio encontró a Ramón, con quien fue a tomar una copa. Ramón, muy discreto, escuchó con atención los largos monólogos de Eligio y estuvo de acuerdo en que Susana regresaría, ¿por qué?, quién sabe pero regresará, de eso no hay duda. Mierda, decía Ramón, es una atrocidad decir que ustedes hacen una gran pareja y que sería deplorable que acabaran separándose de veras, pero así es la cosa. Por cierto, el rumano había recogido las cuatro cajas de zapatos y la silla de director del polaco y se fue a Nueva York. Todos se preparaban para irse de Arcadia, y la mayoría había decidido hacer una escala en Nueva York para destraumarse. Pidieron más copas. Ramón preparaba también la retirada, pero no iría a Argentina. Había conseguido una beca Fulbright para vivir seis meses en Arizona, en Tempe, como escritor residente. Ramón llegó a Estados Unidos siete años antes como profesor visitante de la Universidad de Utah. Eligio, espero que nunca caigas en la universidad mormona de Provo, es lo más inconcebible del mundo, Kafka resulta el pacífico burgués de la vereda comparado con eso, tan sólo te digo que allí se encuentra la única montaña maldita y corrupta que he visto en mi vida. Después, había obtenido contratos similares en California, Maryland, Ohio y Nebraska, tras lo cual obtuvo una beca Guggenheim, que pasó en Nueva York y París; a eso había seguido el Programa y ahora, Tempe. Allí no hace frío. No tenía el menor deseo de regresar a Buenos Aires, aunque tampoco le fascinaba la idea de seguir por siempre en Estados Unidos como visitante internacional, ay Dios. Como vivía solo había guardado una buena cantidad de dinero que pensaba utilizar cuando se mudara a París y consiguiera trabajo allí. ¿Pedimos más? ¡Por supuesto! Había estado casado años antes, en Argentina, pero le había ido tan mal que se le quitaron los deseos de volver a vivir con otra mujer, por eso le escandalizaba, para ser franco, esa insana insistencia de Eligio de retener a Susana. Total, todo mundo acaba divorciándose. Es que yo, aclaró Eligio, ya sabes ¡contra la corriente siempre! En fin, probablemente Ramón no comprendía nada de eso porque admitía que nunca había querido a nadie, es decir, aquello que en verdad se puede considerar: a, admiración; b, pensar: qué delicia besarla; c, esperanza; d, nacimiento del amor; e, cristalización primera. Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente, declamó Eligio. Por otra parte, a Ramón no le sorprendía que Eligio fuera lo que era: un bárbaro, un tipo sorpresivo capaz de desprogramar incluso a un homo impavidus como él. Eligio no escuchaba porque recordó lo que le había chismeado Edmundo: que Ramón era un masturbador inveterado, una vez entré sin tocar en su cuarto, ¿y cómo lo hallé?, ¡bistec en mano! Ah, es un masturbador sofisticado; y en otra ocasión, juraba Edmundo, en plena sesión del Programa, Ramoncete había estado jugando billar de bolsillo, como dicen en México, y de pronto tuvo que salir corriendo, debidamente encorvado. Pero en ese momento Ramón se expresaba con tranquilidad, sin aspavientos y sin querer impresionar, así es que Eligio desechó las ideas que lo distraían y preguntó a Ramón qué pensaba de lo que escribía Susana, pues sabía que, hasta antes de que él llegara, Ramón había sido el interlocutor favorito de Susana pues ambos coincidían en muchos gustos literarios, por supuesto Yeats, Coleridge, el padre Hopkins, Pound, Eliot, Proust, Joyce, etcéteras en abundancia. Ramón le dijo que la poesía de Susana era excelente, aunque a veces un poco dura y con tendencias a una abstracción un tanto vacía por la insistencia en rebasar cuestiones emocionales o simplemente cotidianas. Pero definitivamente era genuina, y lo único que lo hacía sonreír un poco era la ingenuidad de querer recuperar las rimas. Eligio nunca había sabido con exactitud si le gustaban o no los poemas de Susana; claro que los había leído y muchos de ellos le parecían bonitos… No te rías, tú sabes que yo no soy un intelectual, ¡gracias a Marx! Pero también le parecían como muy indirectos, bueno, para él, inentendibles. Ramón sonrió y procedió a explicar que la poesía no tiene por fuerza que comprenderse, y comenzaba a citar a Borges cuando Eligio lo atajó diciendo que eso ya lo sabía, tampoco era tan bruto, en fin, le costaba trabajo calificar lo que escribía Susana. Se daba cuenta de que en México ella aún no tenía el prestigio de Paz o de Sabines, ¿sabía quién era Sabines? No, ¿Sabines? Bueno, anyway, también se daba cuenta de que los críticos y los escritores siempre trataban bien a Susana. Eligio estaba seguro, bueno, es que ya llevaban muchas copas, de que si lograra penetrar a fondo en lo que Susana escribía se solucionarían muchos problemas. No se trataba de que no la apreciara, o de que no la leyese, sino que algo se le escapaba, y ya borrachos le podía confesar que había pasado algunas noches leyendo y releyendo los poemas de Susana, e incluso algunas ocasiones creyó que estaba a punto de descubrir algo que no era tan aparente, pero a fin de cuentas no entendía nada y sólo se quedaba frustradísimo. La verdad era que le gustaban los poemas muy viejos de Susana, hasta se sabía algunos de memoria, ¿decía uno? Claro, claro. Bueno: estás ahora tan lejos sonriendo con amargura con una lágrima pura donde habitan mil espejos; conmigo, recuerdos viejos de nuestro amor de un segundo, recuerdos con que me hundo en las húmedas cavernas, cuántas miradas eternas se perdieron en mi mundo, ¿le gustaba? Bueno, se trataba de unas décimas bien hechas pero excesivamente tradicionales e infestadas de presencias poéticas inadmisibles, a Eligio quizá le gustaban porque eran fáciles, muy accesibles, pero no había duda: eran versos juveniles. ¿No has memorizado alguno de los poemas recientes de tu esposa? Pues no, confesó Eligio. Pues yo sí, afirmó Ramón, y Eligio se sobresaltó: de pronto tuvo que reacomodarse en la silla y ver a Ramón con nuevos ojos: ¿habría andado también ese argentino de mierda con su mujer?, pensándolo bien a veces la miraba arrobado, estupendejo, ¡qué horribles pensamientos! Bueno, quizá no era exactamente así, en ese momento ya no estaba seguro. Es la misma voz, dijo Ramón, pero mira qué diferencia, ¿la puedes advertir? Pues no entiendo un carajo, consideró Eligio, con aire de escolar contrito, pero sí creo que si no entiendo lo que escribe mi mujer es que desconozco partes esenciales de ella. Bueno, si así quieres verlo. Sí, así quería ver Eligio las cosas: lo que Susana escribía tenía que ser un material incorruptible, un estrato que había que explorar, porque justo en ese momento se estaba dando cuenta. Salud. Salud. Susana y él en realidad siempre habían estado juntos pero sin encontrarse; era como si fueran, perdón por la imagen, dos barajas de rey y reina que están juntos pero mirando en distintas direcciones. Pero Eligio no iba a ponerse a llorar, ¿verdad?, después de todo él era el macho mexicano todopoderoso, creador del cielo y de la tierra/ Y tú, un argentino de cagada, ¡salud, carajo! ¡No se pase de listo mi Chaquetas Libres, y que traigan otra ronda! Vale. No, no iba a ponerse a llorar, pero sí era bueno advertir que en realidad nunca le había visto el rostro a su propia esposa, después de siete años de casados, ¿qué tal, eh? Como para escribir un tango. Pues escríbelo, escríbelo, porque si no entiendo lo que hace Susana menos entiendo lo que tú escribes, oye, estuve tratando de leer ese libro que le regalaste a la Sana y qué bárbaro, ¿eh?, pasa las tres pa comprenderte. Ramón miró a Eligio con una expresión casi severa, un tic nervioso que lo hacía entrecerrar el ojo izquierdo como si a través de él se disparase un rayo de sentimientos encontrados. ¡Coño, espero que no me vayas a pegar nada más porque no entiendo lo que escribes! Si quieres, después hablamos de eso, añadió Eligio, pero para mí, humilde actor campirano no hay duda de que doy lo mejor de mí mismo cuando trabajo, cuando, sin dejar de ser yo ya no soy yo ni tampoco, en rigor, el personaje, sino que soy otra cosa/ Un colibrí, ¿no?, suspendido en el aire, en el mundo pero fuera de él, ¡salud!, no se trataba de los aplausos ni del sentido de haber cumplido, perdón otra vez, más bien era como, ¿te acuerdas de aquella película, El Doctor Insólito?: era como montar la bomba de hidrógeno que va a desmadrar la tierra blandiendo un sombrero tejano. Ramón reía. Muy bien, muy bien, mexicano. Escribir poesía, entonces, ¿no sería algo parecido para esta Susana?, reflexionó Eligio y preguntó: ¿qué es para ti? Ramón no quiso responder, dijo que ésas eran las clásicas preguntas que hacían los puros de espíritu, lentos de intelecto, o los periodistas cretinos, la cuestión era tan compleja que no iba a disertar en ese momento acerca de eso, ¿verdad? Eligio nuevamente se había distraído, se había puesto más nervioso, y creyó que no le quedaba más remedio que referir a Ramón todo lo que acababa de suceder en Chicago, aunque consciente de que hacerlo era como publicar un periódico mural en el Kitty Hawk. Además, no le importaba; después de todo, desde que llegó, Susana y él habían sido la botana consuetudinaria del Programa, tonel inagotable de chismes y chistes. Ramón fumó despaciosamente, asintiendo, bebiendo, con ocasionales ajás, y al final concluyó que, más que grotesco, todo eso rebasaba por completo sus posibilidades de comprensión, por suerte él se hallaba muy lejos de todos esos conflictos de parejas enajenadas; sin embargo, Eligio, recuerdo demasiado bien los horrores de cuando terminé con mi mujer y puedo simpatizar y entender y solidarizarme con lo que te ocurre. Entonces explícamelo, yo no entiendo nada, sólo sé que no debo de perder a esta compañera, te juro que no se trata nada más de que esté acostumbrado a ella, sino que en verdad siempre, toda mi vida, supe que Susana era para toda la vida, toda la eternidad como dice la canción. Eso estaba muy bien en teoría, pero era espantoso en la práctica, donde todo parecía contradecir las mejores intenciones de Eligio, y todo podía ser una ilusión, pero no: los dos eran lo mismo y tenían que luchar, si ya no por ellos mismos sí por el otro, por eso, quizá, sí, claro que sí, lo que pasaba era que Susana, al huir de él, huía de sí misma. O, más bien, trata de ser ella misma, interrumpió Ramón, bebiendo largamente para borrar la incomodidad que le causaba escuchar todo eso de una manera tan directa, ¿nadie le había dicho a ese pobre que las cosas no se dicen así, porque se banalizan aún más de los banales que ya son?: la vida es pésima literatura, ¿no?… Me dijo una vez, cuando llegué a esta pinchurrienta ciudad. ¿Y qué tal si Susana no regresa? Óyeme, pinche argentino, no seas hijo de puta, me acabas de decir que tú también crees que regresará, no me voltees todo ahora. Viejo, hay que considerar todas las posibilidades, y entre ellas destaca la idea de que Susana no regrese jamás, ¿qué harías en ese caso? La voy a buscar al fin del mundo. ¿De veras? ¿En verdad estás dispuesto a buscarla, pase lo que pase? Sí señor. Mexicano, diagnosticó Ramón, eres un caso definitivamente perdido.
Al día siguiente Eligio despertó con una cruda mortal pero, sobre todo, con la certeza de que Susana no iba a regresar al Kitty Hawk, en verdad le valía madres dejar todas sus cosas allí, seguramente confiaba en que Eligio se encargaría de todo. Telefoneó a Becky, quien le informó que Susana ya había cobrado su último cheque, ¿en dónde estaba, por cierto? ¿Pensaban quedarse para la Navidad? Porque tenían que hacer planes. Eligio colgó el auricular y llamó al banco. Susana había cerrado su cuenta. Premeditación, alevosía y ventaja, consideró Eligio, dispuesto a no perder más tiempo. Salió a comprar otras maletas, en la tienda de segunda mano por supuesto, y desglosó todo lo que tenía, pensando que esa misma tarde los escritores que quedaban encontrarían nuevos tesoros en la basura. Con grandes cuidados empaquetó sus adquisiciones electrónicas y todo lo que Susana había dejado. ¡Qué cinismo de mujer!, se repetía, ¡no es posible! ¡Qué bajo ha caído! En el correo depositó un costal lleno de los libros que Susana obtuvo del Programa, y hasta entonces pudo comer algo sin sentir náuseas. Estaba a punto de irse en ese mismo instante cuando pensó que sería horrible viajar sin compañía por las planicies del Medio Oeste. Quizás Edmundo quisiera ir con él… ¡Qué estupideces pensaba! Subió en su auto y fue a la Universidad, y en la oficina del Programa encontró a Irene. Le preguntó a boca de jarro si quería irse con él. ¿A dónde? No sé bien a dónde, contestó, todavía, pero desde este momento te aclaro que voy a buscar a mi esposa, y tan pronto como la encuentre tú vas a tener que esfumarte, ¿de acuerdo? Irene palideció y después de un largo silencio decidió acompañarlo; desde algunos meses antes estaba pensando en el drop-out, aunque perdiera todo lo que había estado pagando en la Universidad. Te caló duro lo que dijo el poeta, ¿no?, aventuró Eligio. Irene asintió reflexivamente.
Fueron al pequeño departamento que Irene compartía con otra estudiante y allí mismo hicieron el amor con una intensidad que a Eligio le pareció alucinante; tenía razón, pensaba, aquel tipo que le dijo que una experiencia escalofriante era acostarse con una mujer cuando se ama a otra que se ha perdido. Después quedaron profundamente dormidos, así es que salieron al día siguiente, no sin que Eligio hubiera telefoneado al Kitty Hawk por si acaso Susana había vuelto. ¡Qué iluso!, pensó. Antes de salir, y de hacer el amor nuevamente con Irene, Eligio consideró que Susana sólo podía haber ido a Nueva York o a California. A Nueva York, claro, irían todos los del Programa y lo más seguro es que Susana hubiese ido a California, porque tenía familiares en Los Ángeles y siempre había querido ir a San Francisco, el único otro lugar de Estados Unidos que había que visitar. Por tanto, enfiló hacia el oeste. En esos días no había nevado y las interestatales estaban despejadas, pero aún así Eligio compró una pala de nieve para no quedarse atascado. Viajaron sin detenerse hasta que llegaron a Kansas City, donde pasaron la noche. Al día siguiente recorrieron el centro de la ciudad, pero como se hallaba casi vacío y ninguna estatua lo ennoblecía, desayunaron y Eligio decidió que había que largarse de allí cuanto antes, por la interestatal 76, a todo lo que daba el vega. Nuevamente Eligio manejó impertérrito, sin detenerse, y llegaron a Denver en el atardecer. Denver le pareció una ciudad mucho más respetable porque se hallaba junto a las montañas: la sola visión de la línea nevada en las alturas fue una bendición para Eligio, y eso le permitió constatar que Irene era una magnífica compañera; hablaba poco y escuchaba a Eligio sin chistar; él le contó la historia de su padre, que era oaxaqueño pero acabó casándose en Chihuahua, donde se estableció y nacieron Eligio y sus hermanos, ¡ah, los desiertos de Chihuahua! También refirió incontables anécdotas de sus hermanos, tenía ocho, y de sus padres, y cómo se había transfigurado la primera vez que asistió a un teatro: una compañía de la capital andaba de gira con La cantante calva, de Ionesco, y ese espectáculo lo había conmocionado. Tenía doce años de edad. Sus padres rieron cuando, al salir de la función, Eligio declaró solemnemente que iba a ser actor de grande. A los dieciséis años, concluida la secundaria, se fue a México, donde se enroló en la Escuela Teatral de Bellas Artes. A los veintidós años conoció a Susana, que era la hija única de un médico de clase media, lector empedernido, y de una señora sumamente sensible y frustrada.
A su vez, Irene contó que siempre había vivido en el pueblito de Oregon, donde descubrió la escritura cuando ganó un concurso local de composición. Al terminar sus estudios medios se mudó a Arcadia, pero antes recorrió algunas partes de Estados Unidos con un muchacho. Su padre era obrero de una empacadora agrícola y contribuía con muy poco a los estudios de su hija, quien se veía precisada a llevar a cabo distintos empleos temporales, pero un día conoció a Wen. Ella le dio trabajo en el Programa. El trabajo le había gustado, y mucho, porque le permitía conocer otro tipo de ambiente. Lástima que Becky fuera su jefa. Realmente, todo estaba perfecto hasta ese año, en que conoció a Eligio. Poco antes de que él la invitara a viajar, Irene soñaba con él casi todas las noches y lo veía como un hombre fuerte, lleno de poder, más moreno aún de lo que en verdad era, e infinidad de veces ataviado con ropajes aztecas: grandes penachos, armas en la mano, taparrabos de tela fina, porque no era un indio cualquiera sino un príncipe azteca. Mejor príncipe azteca que príncipe charro, comentó Eligio, por puro reflejo. Irene le dijo también que cuando él se había quitado la camisa por primera vez en los ensayos, ella se impresionó vivamente al ver que no tenía vellos en el pecho y que su piel parecía ¡fruta tropical! ¡No es posible!, pensó Eligio. Qué rara mujer, consideró después; por una parte parecía sumamente mansa, dulce y pasiva, pero por otra se atisbaba una mujer mucho más adulta, muy fuerte, que no titubeaba. Además, era muy atractiva y su cuerpo era espléndido, realmente más armonioso y maduro que el de Susana, qué bueno que había querido acompañarlo, aunque, por supuesto, no había que demostrarlo mucho. Irene tenía amigos en Boulder, el pueblito tan bohemio que estaba a unos pasos de Denver, y quiso visitarlos, eran unas personas padres, pero Eligio especificó brutalmente que no andaban de paseo, sino dándole alcance a la caza; además, nevaba muy feo, así es que después de copular briosamente en el hotel, de dormir como piedras y de desayunar, al día siguiente reemprendieron el camino, en esa ocasión hacia el sur, por la carretera 25, ya que por allí hacía menos frío y el vega no se esforzaría tanto en subir las Rocallosas por la ruta de Salt Lake City. Ya no llevaban tanta prisa; se detenían en pequeñas estaciones gasolineras donde compraban pastelitos, chocolates y galletas, Irene se surtía de revistas: Rolling Stone, Mother Earth, Newsweek, también el National lnquirer, que leía casi a escondidas, echando miradas de reojo a Eligio, pero a él nada de eso le interesaba, observaba con detenimiento que el paisaje al fin cambiaba, paulatinamente todo se fue volviendo más seco, más alto, y después, cuando entraron en Nuevo México aparecieron, entre manchas inmensas de desierto, formaciones montañosas que le eran mucho más familiares, porque las había visto en infinidad de películas de vaqueros y porque se parecían a algunos paisajes de Chihuahua; todo el estado de ánimo de Eligio se modificó; en un principio le agradó mucho volver a sentir algo conocido, pero después lo desazonó el hecho de que cada vez se acercaban más a México y éste ejercía un verdadero magnetismo: significaba, entre muchas otras cosas, la posibilidad de olvidar todo eso, con Susana o sin ella, y descansar al fin de tantos percances. Por su parte, Irene se emocionó al llegar a Nuevo México: Taos estaba cerca y era un mágico-pueblo-indígena, bueno: un tanto comercializado, donde vivían muchos artistas y brujos/ Ah, el Tepoztlán de los gringos. ¿Eh? Se decía que allí vivía Carlos Castaneda, tratando de eludir al Águila, y también John Nichols, además de que allí habían vivido D. H. Lawrence y Jung. Irene insistió mucho en que Eligio se desviara de la veinticinco para visitar el pueblo, pero una vez más Eligio tuvo que aclararle que no andaba en busca de famosos ni de sitios de poder; su intención era pernoctar en Santa Fe y después seguir a Albuquerque, donde, según le indicaban los mapas, debería conectarse con la carretera 40 que no era otra más que la vieja ruta 66 de la televisión y de los rocanroles: pasarían por Flagstaff, Arizona, mucha nieve seguramente porque el mapa indica zonas de esquí, y luego por Needles, California, gran puerta del desierto y las víboras de cascabel; subirían las montañas para llegar a Los Ángeles, donde iría a buscar a Susana. Irene estuvo a punto de explotar por la frustración pero la consoló la idea de visitar Santa Fe, que, como se sabía, era una ciudad de gran encanto y tradición cultural. Al parecer Nuevo México le reforzaba a Irene el entusiasmo por las cuestiones indígenas; Eligio sonreía al pensar que Irene podía llegar a puntos ceros de iniciativa y que se entregaba a él pensando que lo hacía en la piedra de los sacrificios; Eligio era el gran sacerdote, el brujo poderoso que hundiría en ella el debido puñal de obsidiana. Eligio se atacaba de risa, y explicaba que por supuesto él era irreversiblemente indio, pero que toda esa ondita de sacrificios humanos y de indios nobles, estoicos, hieráticos pero sanguinarios, lo dejaba indiferente. Con paciencia, Irene explicaba que eso no podía ser: las raíces indígenas estaban mucho más a flor de piel de lo que creía y de lo que creían todos los mexicanos, y él, y todos los mexicanos, hacían muy mal en no valorar su herencia indígena, ¿no se daba cuenta Eligio de que ésa era la tragedia de Estados Unidos? Ellos habían decapitado toda posibilidad de raíces en su tierra, se habían adherido al mundo del otro lado del océano y habían execrado lo que su misma tierra les podía enseñar; habían despreciado las culturas indígenas y ya no había remedio, por eso le había dicho una vez que en ninguna parte llegaba a sentirse verdaderamente en casa, ella y todos sus paisanos estaban desarraigados. Irene había leído con verdadera devoción Bajo el volcán, La serpiente emplumada, El poder y la gloria, las crónicas mexicanas de Artaud, las novelas de la selva de Traven y, claro, la saga completa de Carlos Castaneda, y se había hecho una visión de México que le fascinaba y que no estaba dispuesta a modificar salvo mediante numerosas sesiones de golpizas, de ese macho behaviour que no dejaba de atraer numinosamente a su compañera. Tenía otros aspectos más previsibles: no soltaba las pastillas de chicle y hasta canturreaba brush your breath, brush your breath!, no se rasuraba las piernas, no se maquillaba en lo más mínimo y podían transcurrir días enteros sin que un cepillo le visitara el pelo. A Eligio le era fácil imaginarla trabajando como minera en las montañas oregonianas, como obrera agrícola en granjas californianas, shove off you greaser! o talando árboles en las Rocallosas con un casquito amarillo y la debida sierra eléctrica. De plano no tenía nada que ver con las muchachas que había conocido en México y mucho menos con las escritoras. Irene escribía poesía también, pero de eso no hablaba nada. Raras veces hablaba de sus lecturas, aunque en largas partes del viaje Eligio no pudo ver que la muchacha leía, con expresión seria, cosas como Billy Budd, El retrato de un artista adolescente, y nada menos que Cien años de soledad, que en verdad le estaba gustando, oye, se parece mucho al Milagro Bean Field War, pero Eligio no sabía qué demonios era eso y tampoco quiso preguntar. Pero sí le contó que una vez había acompañado a un director de cine a la casa de García Márquez en la ciudad de México. García Márquez había dicho que, en el cielo, Dios llevaba una cuenta pormenorizada de todas las mujeres que querían con uno, y uno rechazaba; por cada uno de estos rechazos correspondían cinco años más de purgatorio. Esas cosas excitaban a Irene, y dijo que le gustaría pasar un tiempo en la ciudad de México y conocer personalmente a García Márquez y a Octavio Paz, deben ser muy amigos, ¿no? Eligio la miró frunciendo el entrecejo. En muchas cosas Irene era sencilla y directa, muy práctica. Se despertaba en los hoteles y al instante planificaba el día: desayunar en el McDonald's más cercano, para economizar, localizar la gasolinera más barata y, por supuesto, de autoservicio; después a la carretera. Cerca de un pueblo del norte de Nuevo México se estropeó la bomba de gasolina del vega. Irene no quiso ni siquiera oír hablar de una grúa, ¿estás loco?, ¡nos va a costar una fortuna!, y ante el absoluto terror de Eligio detuvo una patrulla de caminos y pidió a los oficiales que los remolcaran hasta el pueblo más cercano, y behold!, los tecos accedieron de buen grado, sacaron una cadena de la patrulla y los arrastraron más de cuarenta kilómetros mientras, atrás, Irene y Eligio bebían cervezas. Al llegar al pueblo Irene averiguó dónde obtener una refacción de segunda mano y el mecánico más barato. Éste, naturalmente, resultó un mojado que vivía en las montañas nuevomexicanas reparando hojalatería y fallas eléctricas y mecánicas. El paisano se llamaba Natividad, pero todos lo conocían como Nat; tenía cuatro años de vivir allí. Era chilango, mecánico de la colonia Guerrero, y se emocionó tanto al hallar a un compatriota auténtico que ni siquiera le cobró; no sólo cambió la bomba sino que afinó el coche e hizo otras reparaciones que se necesitaban de urgencia. Los hospedó en su casa y les invitó un tequila Hornitos que había guardado para ocasiones especiales como ésa, y le dijo que en realidad la gente de Nuevo México no tenía nada de mexicana, todos se sentían o bien gringos o descendientes de los españoles, los conquistadores; se consideraban hispanos y les ofendía ser llamados chicanos, hablaban un español de pueblito, vaciado, con truje, ansina y sus mercedes, y les avergonzaba hasta la médula que en algún momento ese territorio hubiera pertenecido a México, siempre fue o de España o de Estados Unidos, sólo perteneció a México treinta años y en ésos los mexicanos no hicieron nada por la región, la abandonaron a su suerte y por eso la gente allí jamás sintió vínculos con el sur, siempre se consideró española y después, claro, estadunidense, pero con un gran orgullo de su pasado hispano, que no chicano. Por tanto seguían viendo a México como en todo Estados Unidos: un pueblo de perezosos, lentos mentales, débiles de carácter, sucios, insalubres y bebedores consuetudinarios de, yej, pulque. Nat, en cambio, allí sí era un chicano vil, no tenía pedigrí colonial ni nada. A él sí le caían bien los chicanos, aunque por ahí había muy pocos, o casi ninguno, pero Nat había trabajado un tiempo en Houston y otro en el este de Los Ángeles y allí sí había buena onda chicana porque no se despreciaba lo mexicano, al contrario: había un chingo de tortillas, aunque el personal allí ya no era mexicano ni nada por el estilo, era chicano y punto. Pero, en fin, la vida lo había llevado a ese pueblito, donde todo iba bien si Nat no insistía mucho en rememorar el sur de la frontera, y mucho menos en decir alguna vez que esos territorios fueron robados a México. Realmente la gente allí, fuera de su fobia al vecino del sur, era buena, honrada y detestaba a los tejanos, ya que para Texas Nuevo México era lo que México para Estados Unidos.
Irene se puso feliz cuando el mecánico le regaló un poquito de mariguana. En el acto se compró una botella de vino, la yerba no es nada si no se le combina con vino o cerveza, explicó. En la mañana siguiente Irene ya había desempacado una pequeña pipa y dio algunas fumadas durante el viaje, con la consiguiente placidez y ojos enrojecidos; se volvió más locuaz y declaró que siempre había querido conocer México, pero era tan pobre que ni siquiera había estado en la frontera. Pues no será conmigo con quien asciendas a la elevada Tenochtitlán, avisó Eligio, un tanto duro. Sí, ya lo sé, lo tranquilizó Irene, pero algún día iré al sur a explotar esas regiones de nombres tan hermosos, ¿cómo decía Malcolm Lowry? Oa-ba-cas, la voz de quien se muere de sed en el desierto. Es Oaxaca y no Oabacas, y ahí no hay desierto sino pura sierra, y honguitos alucinantes, y ya estuvo de todos esos pinches estereotipos de México-como-paísde-la-muerte-paraíso-infernal, ¿está bien? Con la pipa mariguanera aparecieron también, ¿de dónde?, varias cassettes de rock furibundo, el autoestéreo reversible de segunda mano hinchado de eléctricos decibeles. Eligio casi no había oído música en el trayecto, la suya estaba allá en México y Susana era la de la música clásica. Pero el rock y los ojos irritados de Irene hicieron que todo resultara distinto, el aire seco y helado que respiraban y la inmensidad por doquier, aunque de pronto surgieran colinas de formas caprichosas, de texturas rugosas e irregulares que parecían hechas a cincel, y qué inmensidad de cielo… Aceleró aún más y de pronto estaba sentado en la cumbre del mundo, como si esas elevaciones de piel enmarañada fueran el techo del universo, y éste perteneciera íntegro a Eligio, todo para él. Le estaba gustando oír a Irene, quien platicaba que cuando llegó a la Universidad de Arcadia, al Taller de Literatura, había sido una novedad tener que competir con los demás que, por el solo hecho de estar más adelantados en los estudios, se consideraban más sensibles, cultos, inteligentes, mientras que los nuevos sólo vivían para estudiar, trabajar en una gasolinera o en una hamburguesería o en lo que fuera, para tomar cervezas en los clubes nocturnos los fines de semana y para asistir a los conciertos de rock que periódicamente tenían lugar en el Aula Magna Lynard Skynard. Irene se había puesto en contacto con un grupo pequeño de chicas que era la Conciencia Política; todas ellas habían estado en otras universidades y se sorprendían de que en la de Arcadia fuera tan apabullante el desinterés por la política y las cuestiones sociales. Ellas, e Irene después, apoyaban a los guerrilleros de El Salvador, algunas habían viajado a Nicaragua y otras a Cuba, con la Brigada Antonio Maceo que organizaba giras periódicas a la isla. Entre todos repartían hojas impresas en ditto con información sobre El Salvador y la situación en Polonia, y en ocasiones organizaron mesas redondas, pequeños mítines y manifestaciones en el campus, pero era oprobioso que las ignoraran; los hombres, que eran minoría en la Universidad, sólo se interesaban por coches, Blondie y Supertramp, bocinas coaxiales, ecualizadores, hamburguesas de un cuarto de libra, penthouses y hustlers. Las nenas se dedicaban a estudiar, siempre eran las de mejores calificaciones, o si no, se volvían feministas de todos colores; organizaban grupos y sociedades, abrían locales y llevaban a cabo una militancia intensa que envidiaban ellas, la Conciencia Política. Irene frecuentó un tiempo a las feministas pero no le simpatizaron aunque, claro, había chavas interesantísimas, y poco a poco se había ido apartando de ellas. Pero Eligio ya no la escuchaba, parte de lo que Irene le decía lo remitía inexorablemente a Susana, pero pensar en ella en ese momento sólo motivó una mueca despectiva en él, y comenzó a pensar que toda esa andadera por Estados Unidos era de locos, jamás la iba a encontrar porque ella no quería que él la encontrara; quizá la reencontraría muchos años después, en el coctel de algún estreno, y ella le contaría que había viajado por Nueva York, Brujas, Luxemburgo, París, Barcelona, Argelia y El Cairo. Eligio para entonces también habría viajado mucho y le diría pues qué bien que te oreaste, mi amiga, quizás a los dos les gustaría reencontrarse y, después de platicar mucho, él la llevaría a cenar y acabarían en la nueva casa de Eligio haciendo el amor… Qué horrendos pensamientos, consideró, el ambiente se le había ensombrecido, un sudor maligno corría por sus palmas y una agridulce angustia lo aletargaba. Irene había cerrado los ojos, buena compañera la gringuita, hundida por completo en la música de Dire Straits, que por otra parte no era nada mala.
Habían llegado a una ciudad con extrañísimas casas de adobe y árboles que parecían pirules, y Eligio recordó algunos alrededores de la ciudad de México. Irene estaba fascinada, todo lo que le habían contado de Nuevo México se quedaba chico, esa Española, así se llamaba la ciudad, sí era algo distinto a todo lo que había visto en Estados Unidos. Salieron de Española con el ánimo despejado porque ya estaban cerca de Santa Fe, la única otra ciudad visitable de Estados Unidos, pero entrar en ella representó para Eligio una desilusión total. Por doquier eran las mismas avenidas amplísimas, ejes viales de un kilómetro de ancho, los Pollos Kentucky, los McDonalds y Burgers Kings y Der Wienerschnitzels, Shells, Texacos, Conocos, Holiday Inns, Motel 6, Best Westerns, Albertsons, Alpha Betas, K Marts, Walgreens, Sears, Sambos, Woolcos, La Belles, Radio Shacks, Woolworths, Lafayettes, Custom Hi Fis, y por supuesto los grandes automóviles gasguzzlers, las agencias de autos, los bancos con sus cajas de servicio en su auto; como siempre, ni una glorieta, ni un camellón, ninguna flor, ninguna estatua, sólo kilómetros de asfalto, baratas-baratas-baratas, ofertas-muertas-de-media-noche-servicio-en-su-coche, iglesias con anuncios de neón, anunciando, gerundiando, el último grito de la boda, cien dólares de multa a quien tire basura en las carreteras, hi, how are you today!, patrullas con radares para atrapar a motoristas también enradarados, museos del Viejo Oeste, de aviones de guerra, de armamentos nucleares, parques vacíos, calles recorridas sólo por automóviles, sin peatones, sin perros, sin gatos, sin vendedores ambulantes, sin comercios pequeños, con servicios de plomería, albañilería, mecánica, carpintería y cerrajería más caros que una computadora casera.
En Santa Fe había nieve en las calles, pero no como en Taos o en Denver, y todo indicaba que en esas regiones sureñas cada vez había menos nieve, o que no había empezado a caer aún. Llegaron a la parte vieja de la ciudad y Eligio comprendió por qué Santa Fe era algo distinto en Estados Unidos: tenía un zocalito muy coqueto con portales y quiosco. A Irene le encantaron los indios, que tenían puestos bajo los portales y vendían joyas de turquesa a precios de platino. Todo era una mezcla de ciudad mexicana y de pueblo de vaqueros, pero indudablemente había algo propio, irrepetible, una atmósfera como la del atrio de la Catedral, la primera iglesia de a deveras que Eligio había visto desde que estaba en Estados Unidos, un atrio inmenso y diversas variedades de pinos bellísimos, nevados, lástima que era Irene y no Susana la que viajaba con él, pues Irene era también extranjera en Nuevo México y veía todo con ojos tan fascinados que Eligio pensaba que todo eso era incompatible con el otro espíritu revolucionario y militante, Cuba sí Yanquis no, el pueblo unido jamás será vencido, no nos moverán, repetía Joan Báez en el autoestéreo con un español mejorado después de setenta y siete años de práctica.
Fueron a un hotel, no muy caro, decidió Irene. Por primera vez desde que salieron de Arcadia, Eligio se sintió abrumado, sin el menor deseo de aligerar su espíritu. Se tiró en la cama y no quiso moverse para nada. Irene fue a buscar a una antigua compañera de la Universidad que vivía allí. Eligio continuó flotando en la cama, un brazo caído, deseos de nada, ni siquiera un roncito, y de pronto comprendió que en realidad bien pudo ahorrarse ese viaje, de más de mil kilómetros hasta esa etapa. ¡Carajo, cómo no se me había ocurrido!, pensó, y pidió una llamada de larga distancia a casa de la madre de Susana. Allí no había noticias de ella, pero facilitaron a Eligio el número del primo de Los Ángeles. Eligio lo marcó al instante; se hallaba insoportablemente nervioso, con el corazón bamboleante y las manos sudorosas, con la garganta tan reseca que le costaba trabajo hablar, y cuando al fin pudo hacerlo su voz salió mucho más ronca de lo normal, y él, actor de voz grave-y-acariciante, se asustó. El primo le comunicó que no sabía nada de Susana, ni siquiera sabían que había viajado a Estados Unidos, y le dio el número de otro primo que vivía en Las Cruces, Nuevo México. Quizás él supiera algo de Susana. Eligio sabía que Las Cruces se hallaba prácticamente junto a México, a unos cuarenta kilómetros de El Paso. El mapa le corroboró que sólo tenía que seguir por la interestatal veinticinco que terminaba en Las Cruces. Era obvio que Susana no estaba allí. Y había sido estúpido pensar que hubiera podido ir a visitar a su primo de Los Ángeles. Claramente, Susana quería romper amarras con todo lo que conocía. No tenía caso ir a Las Cruces y menos a Los Ángeles, y la perspectiva de viajar a Nueva York era plausible en Arcadia, pero en Santa Fe sólo en avión, lo más probable era que el vega no aguantase, ya era un milagro que hubiera llegado a Santa Fe. Eligio se hallaba sumamente enfurruñado, a punto de soltar golpes y topes a las paredes, cuando llamó Irene. Había encontrado a su amiga y estaba en la parte vieja de la ciudad tomando cervezas con un grupo de gente padrísima.
Eligio se sacudió la pesadez; escasas veces había caído en un estancamiento tan atroz, todas las brújulas muertas, puntos ceros de energía, con todas las posibilidades abiertas y cerradas a la vez. Lo correcto, pensó, era agarrar un pedo antológico y esperar que los espíritus etílicos lo inspiraran. O acabaran de darle en la madre. Por otra parte, empezaba a considerar que estaba gastando dinero a lo pendejo, ya no tenía tanto, y los factores económicos sobrepasaban a los del corazón. Las cosas andaban muy muy mal.
Encontró a Irene y sus amigos en un restorán con mesas en la banqueta. Todos bebían cervezas, eran mucho más jóvenes que él, de la edad de Irene más o menos, y de pantalones vaqueros desteñidísimos, botas igualmente vaqueras, chamarrones de piel y borrega, melenas rubias tan desteñidas como los pantalones y uno que otro sombrero tejano. Esos, cuando menos, fumaban, aunque lo hacían con cigarros para después de fumar. Los Delicados de Eligio fueron un acontecimiento y todos los probaron y tosieron y dijeron, carraspeando, ups, esto sí es tabaco verdadero. Eligio pidió cerveza tras cerveza y las bebió sin parar, sin hablar, sin quejarse de lo horrible que sabían Olympias o Budweisers o las que fueran. De pronto sonrió porque le llegó la imagen de que en ese momento él era el polaco del grupo. Los amigos de Irene conversaban muy animados, entre risas y exclamaciones de evidente sabor alcohólico. Eran liberales, como Irene, o sea: manifestaban simpatías indefinidas hacia las causas populares, apreciaban el arte y sobrevivían como artesanos o artistas. Eligio pensó que hubiera podido encontrar a cualquiera de ellos con un puestito dominguero en el mercado de Tepoztlán, o paseando debidamente hasta la madre en Taxco o San Miguel Allende o en Villahermosa-Palenque. Irene y su vieja compañera conversaban ausentes de los demás, tenían muchos años sin verse y en verdad parecían estimarse, y en ráfagas Eligio oyó que Irene hablaba de Arcadia, del Taller de Literatura de la Universidad y del Programa. Todo eso le parecía muy remoto a Eligio, en gran medida sin sentido, habían transcurrido eternidades desde que Susana había desaparecido mientras él, ¡carajo!, dormía como imbécil en medio de la nieve.
Cuando ya había bebido doce exactas cervezas, todo le irritaba. Los amigos de la amiga de Irene hablaban a grandes voces, gesticulando; discutían de los actos inanes del presidente Reagan, decían que vivían la puerta del fascismo, del superfascismo considerando que Estados Unidos es una superpotencia. Estos niños, pensó Eligio, en el fondo siguen creyendo que este inmenso refrigerador es el mero cabezón del mundo, y que así ha de ser por siempre, pobres pendejos. Pero descubrió que no le irritaba lo que decían los chavos, sino que hablaran en inglés, a ver, ¿por qué hablaban inglés si él estaba allí?, e incluso pensó que estaba loco cuando Susana lo había persuadido de que Carroll, Joyce y Nabokov habían hecho brillar la lengua inglesa. El inglés ya lo tenía hasta la madre y también todos esos hotelitos de biblias esterilizadas, y también todos esos cuates que, aunque eran buena onda, de hecho eran la mejor onda que había encontrado en Estados Unidos, eran demasiado gringos, demasiado uniformes incluso en el uniforme. Podría estar bien lo que decían, pero no los aguantaba. De pronto lo incendió un deseo ardiente por estar en México, y ver gente prieta, con los pelos lacios y mal domados, cualquier, cualquier jodido ensombrerado en una bicicleta con una bolsa de mandado llena de herramientas y un radio-grabadora al hombro y tenis canadá en vez de huaraches, deseó ver un mercado mexicano con puestos de bofe y cabezas de cerdo, con charcos y perros flacos, y ya no los supermercados enormes, asépticos, con ambiente de banco y sus cajeras tan programadas como las computadoras que sonreían al decir hi, how are you today!, quiso ver a dos visitadores médicos bien, pero bien ahogados de alcohol diciéndose me cae compadrito que yo a usted lo quiero, y no soy puto, ¿eh?, quiso ver a la esposa de un policía planchando los billetes de ínfimos sobornos, a una familia de madre gorda, marido cervecero y catorce hijos en una primera comunión, quiso entrar a buscar libros de teatro en una librería de viejo, pelearse con un agente de tránsito que exigía una mordida descomunal, leer un periódico donde se criticara al gobierno, porque ya no aguantaba nada de lo que había allí, y lo peor era que llegase a él tanta intolerancia cuando se hallaba con chavos que podían ser buenos amigos, que eran afines, inteligentes, con quienes se podía intentar hablar de algo que no fueran lugares comunes o recetas infalibles de buen gusto intelectual, carajo, lo que daría por ver un puesto de pepitas, a un miserable tragafuego en una esquina, a un chavo campesino que sueña con una bicicleta, ya no quería: le urgía regresar a México, porque Estados Unidos ya no le daba nada, ahora le succionaba, como vampiro, toda su vitalidad, su jovialidad, su buen humor, su ingenio, su energía y lo tenía retorciéndose como viejo neurótico que hace su escenita porque no soporta ni que vuele la mosca; quería, en lo fundamental, encontrar a Susana y acostarse con ella ni siquiera para hacer el amor sino para entrepiernarse con alguien que no tuviera pelos en las pantorrillas ni en los sobacos; necesitaba a Susana, pero ella había demostrado que era la más fuerte, la más dura, y sabría Dios dónde estaría, y con quién; en ese momento le llegó la imagen de Susana con el polaco a través de un cristal empañado y sin que se diera cuenta empezó a decir, en voz muy baja y en español: yo creo que es algo que quiere llegar a mí, como un grupo de figuras inmensas; sus cabezas se pierden en las nubes, fuertes como piedras, impasibles; lo que veo venir también es algo que parece un edificio, un edificio sin puertas, aireado, luminoso, sin ornamentaciones, la pura fuerza del edificio en sí, y no de los adornos, no hay adornos, ¿para qué, si el contenido puro es lo más bello, la forma perfecta?, veo a lo lejos una inmensa ciudad, llena de movimiento, con un mercado de kilómetros que pulula bajo el sol, con hermosos canales y barcas, veo la construcción de una casa, ladrillo a ladrillo, pero todo eso se va, qué rápido se aleja, y lo que llega no está bien, es pura desolación, un mundo sin ríos, sin árboles, con cauces secos y eterna oscuridad, con un frío infinitesimal, todo cubierto de nieve, infinitas extensiones de hielo bajo un sol envejecido, una ciudad devastada por bombardeos, rica en cadáveres, llena de olores corruptos, lamentaciones bajo las piedras y las cenizas, una ciudad donde ya no queda nada, más que una eterna conflagración que no cesa, y veo también, porque pendejo-pendejo no soy, que ya estoy como loquito, todos estos güeros me ven de reojo como diciendo ¿y ora qué se trae este buey?, no pos ya ni siquiera veo lo que veía, definitivamente como que esto ya valió puritita madre, ve nomás a esta runfla de semirrobots a carcajada limpia, chupando, y yo aquí de pendejo total, porque qué chingaos estoy haciendo aquí entre pura gente que sepa la chingada quién es y que habla un idioma incomprensible e insoportable y que ni siquiera se da la mano al saludarse, estimados güerejos, ¿por qué no se dan la mano, por qué tienen repugnancia a tocarse, por qué ustedes chavas hacen el amor sin besar en la boca, por qué no se dan un abrazo cual debe de ser?, y míralos, míralos, están pensando ¡no es posible!, ¡ya petardeó este mexicano! Eligio miró a quienes lo observaban, asintió correctamente e incluso sonrió, y después continuó diciendo, siempre en español: estos supergüeros creen que estoy loretito, y por supuesto tienen toda la razón, si no estoy loco a ver explíquenme cómo es que estoy con estos pendejos que me creen loco, sí, sí, dense cuenta de una vez, todo esto ya valió, ya tronó, el tan cacareado fin del mundo que tanto les gusta pregonar ya llegó, helo aquí, prepare to meet thy doom!, no se rían, ojetes, los grandes hechos históricos, muchachos, se van dando de individuo en individuo y yo ya llegué hasta el mismísimo fondo de la mierda. ¿Te sientes mal?, le preguntó Irene, sinceramente consternada. Cómo me voy a sentir mal, respondió Eligio, al parecer muy tranquilo y siempre en español, si todos ustedes son el puro ambiente, hombre, si yo estoy feliz aquí en Atracolandia. ¿Quieres que nos vayamos?, inquirió Irene, siempre incómoda cuando Eligio hablaba en español, con miraditas laterales y avergonzadas a sus amigos; todos guardaban silencio. Sí hombre, replicó Eligio, en español, vámonos de aquí mi reinoa porque si no va a temblar la tierra y chance me lleve de corbata a dos o tres hijos de la chingada.
Afuera, Eligio vio que la plaza había oscurecido de repente, las luces públicas se habían encendido y los indios levantaban sus puestos de la banqueta. Qué indios más raros, siguió diciendo en español, qué manera tan rara de vestirse, carajo, hasta sombreros traen, carajo, aquí ni los indios son indios, ¡qué país!