Deja que sangre

Un día, Eligio despertó y no halló a Susana junto a él. No le sorprendió, porque ya eran varias las ocasiones en que ella se levantaba temprano para pasear en el parque. Calmosamente Eligio se vistió, se lavó y pasó al desayunador, donde Joyce huyó al verlo. Se hizo un sándwich y fue a comerlo junto a la ventana, casi seguro de que vería a Susana leyendo sentada cerca del río. Pero no la vio.

El cielo estaba nublado y soplaban fuertes ráfagas de viento. A Eligio le pareció ver algo extraño y miró con atención hacia afuera. ¡Claro! ¡Estaba nevando finalmente! Primero eran unos copos que más bien parecían trozos de granizo aguado que, con el viento, se desplazaban por la avenida, serpenteaban vertiginosamente a causa de las corrientes de aire. La nieve comenzó a caer con más fuerza, y Eligio se dio cuenta de que su corazón se bamboleaba y de que se hallaba feliz ante el espectáculo. La nieve caía con una callada persistencia y se acumulaba en el suelo. Era una bendición contemplar cómo el pasto reseco del parque, junto al río, se iba cubriendo de una fina capa blanquísima, definitivamente lo más blanco que existe es la nieve, reflexionó Eligio, ¡carajo, dónde estará Susana!, pensó después; le habría gustado mucho que los dos viesen juntos en esa primera nevada, y no le parecía un buen augurio que en ese momento cada quien anduviera por su lado. De repente se descubrió lleno de energía y supo que tendría que bajar inmediatamente a la calle a correr entre el viento helado, a abrir la boca y tragar nieve, a hacer las primeras bolas como ya lo hacían varios participantes del Programa: allí andaban los chinos, y Ramón y Edmundo y Hércules, muy divertidos bajo la nevada que cada vez era más fuerte; ya le estaba costando trabajo distinguir bien las figuras allá abajo.

En ese momento oyó un estrépito en la puerta del cuarto. Fue hacia allá al instante, pensando que Susana habría olvidado su llave y vendría toda sonrisas para arrastrarlo abajo, a la nieve, pero quien entró como tifón fue Altagracia; venía furiosa porque, según ella, esa maldita Susana de nuevo le había robado a su hombre, sí, al polaco, ¿a quién si no?, esos dos hijos de perra se habían largado del Programa. Eligio se quedó helado, y creyó que Altagracia le estaba representando una broma casi perfecta, a juzgar por la calidad de la actuación, pero no podía ser, Altagracia seguía pegando de gritos, casi histérica, diciendo si estaba sordo o era estúpido o las dos cosas, se habían largado, ¿no lo podía comprender?, ¡se habían ido! ¿A dónde, a dónde?, rugió Eligio, de pronto impaciente, reprimiendo los deseos de despellejar viva a esa maldita oriental. Altagracia no sabía a dónde, pero sabía que el húngaro y el checo también se habían ido, y ella creía que estarían en Chicago, pues desde tiempo antes querían conocer a Saul Bellow, ya que el Programa ni lo había invitado ni había organizado una excursión para visitarlo. Uno de los socialistas se había quedado, quizás él supiera algo más.

Eligio salió corriendo del cuarto, bajó varios pisos a grandes zancadas y llegó al cuarto del poeta rumano, quien, al ver llegar a Eligio luchó por borrar el sobresalto y la palidez y alcanzó a decir que sus amigos habían planeado hospedarse en una especie de albergue de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Eligio regresó a su cuarto, saltando de dos en dos los escalones. Echó ropa en una maleta y después fue a la cocina. Hurgó entre unos estantes y de una jarra obtuvo la pistola calibre veinticinco. Se la metió bajo el cinturón y regresó al cuarto. Estaba dominado por una fuerza ardiente, como si cada cinco segundos lo bañara un perol de aceite hirviendo, y no quería pensar, pero no podía evitarlo, hija de la chingada, pinche vieja puta, qué calladito se lo tenía, seguramente había estado viéndose con ese polaco de mierda desde quién sabe cuánto tiempo antes, y él, de estúpido, había confiado enteramente en ella, ni siquiera le pasó por la cabeza la posibilidad de que Susana reincidiera con ese culero y mucho menos que se largara con él, pero ya vería, esta vez sí iba a partirle toda la madre a ese albino estúpido, mientras más grandotes más imbéciles, y a Susana la iba a dejar plana a cintarazos. Pendeja, pendeja, se repetía, no lo conocía, no sabía de lo que era capaz. En la cama del cuarto Altagracia lloraba, y Eligio, al verla, sintió una cólera helada. A ver tú, mueve tu culo de aquí, vámonos pafuera, órale, le dijo, pero ella no le hizo caso, y Eligio contuvo la necesidad de darle una tanda de puntapiés; sólo la pescó de los hombros y la sacó del cuarto a empujones.

Afuera, Eligio echó a correr, bajó las escaleras en un instante y pronto se hallaba en el estacionamiento de Kitty Hawk, donde la nieve caía sin cesar y el piso del estacionamiento se había cubierto de nieve chocolatosa por el tránsito de autos y gente. Ni siquiera sentía frío cuando se metió en su coche. Acababa de accionar la ignición cuando, junto a él, se estacionó la camioneta del Programa. ¿Piensas salir?, le preguntó Becky con nubes de vaho en la boca, después de bajar la ventanilla. Eligio ni siquiera le contestó y se concentró en tratar de echar a andar el motor, que estaba helado. ¡No salgas!, insistió Becky, las calles están imposibles por la nieve y tu auto ni siquiera tiene llantas adecuadas, las autoridades de la ciudad aún no despejan la nieve de las calles, la tormenta está muy muy fuerte. El vega logró arrancar finalmente y Eligio metió la reversa cuando, de pronto, se volvió hacia Becky. ¿Cómo llego a Chicago?, le preguntó. ¿A Chicago?, repitió Becky, desconcertada. ¡Sí, a Chicago, con un carajo, dime qué puta carretera tengo que tomar! No me gustan nada tus modales, replicó Becky, ofendida; pero te diré que a Chicago se va por la interestatal ochenta, y ya sabes, tú puedes hacer lo que quieras pero es suicida salir con este tiempo, por la radio han avisado que la tormenta durará mucho más tiempo aún y se recomendó a los motoristas que no salieran salvo en casos de verdadera urgencia, y tú no tienes ninguna experiencia manejando en la nieve. ¡Vete a la mierda!, gritó Eligio, en español, y salió a toda velocidad: el vega se coleó con fuerza y Eligio se aterró cuando metió el pedal del freno hasta el fondo y el auto no se detuvo, sino que empezó a patinar rabiosamente en un montón de nieve blanda. Eligio volvió a acelerar, en la madre, pensó, creo que tiene razón esa pinche flaca; el auto logró desatascarse y salió disparado hacia adelante.

Tomó la avenida principal y ésta, a los pocos metros, lo llevó a la carretera, donde, para su alivio, advirtió que no había tanta nieve, ya que el viento la barría hacia los lados; varios vehículos transitaban por allí, camiones de carga principalmente, y aunque todos manejaban con prudencia no iban tan despacio. Eligio se pegó a un gran tráiler que corría a setenta kilómetros por hora y se fue detrás de él, con los ojos muy abiertos y las manos sudorosas: cada vez más advertía los peligros de manejar en esas condiciones y mientras más alerta trataba de estar, mayor angustia experimentaba. El viento soplaba con furia y zarandeaba al cochecito.

Tres horas después la tormenta empezó a amainar. En esa parte de la carretera alguien había despejado la nieve; eso permitió que Eligio se relajara un poco. Pudo ver que en su derredor todo era de una blancura interminable, la nieve se perdía en los horizontes. Eligio manejó sin detenerse, con el cuerpo engarrotado, ya que por las premuras olvidó ponerse todo lo que acostumbraba para no sentir tanto frío: dos pares de calcetas, ropa interior térmica, camisa de franela de manga larga, chaleco, grueso chamarrón, guantes, bufanda, gorro y orejeras. En ese momento sólo se había echado encima la chamarra pero sentía que sus piernas se iban a astillar de tan heladas. Sólo se detuvo a cargar gasolina, a entrar en el baño y a comprar un mapa de Illinois, donde ya se encontraba. Cuando regresó al auto, el dependiente le preguntó si iba muy lejos. A Chicago, respondió Eligio, viendo suspicazmente al joven de greñas rubias que sonreía, divertido. ¿Por qué? ¿No le ha dado problemas su carro? Hasta el momento, no. ¿por qué?, insistió Eligio. Es que estos vegas salieron muy malos, a cada rato se descomponen y si se quieren vender, hay que darlos muy baratos. ¿Como cuánto costaría este coche, entonces? Pues unos doscientos dólares. ¡Muchas gracias!, exclamó Eligio y rearrancó rogando porque el vega no fuera a dejarlo tirado en plena nieve, con razón me lo dieron tan barato, pensó, muy atento a todas las señales de la carretera, las desviaciones a pueblos que él nunca llegaba a ver porque lo impedían los muros de la carretera, que era muy amplia. Más adelante empezó a sentir hambre, pero no se detuvo, quería conservar su estado de ánimo, esa cólera ardiente que lo bañaba cada vez que pensaba en Susana y el polaco. No quería calmarse para nada, sino llegar a Chicago con una hoguera rabiosa por dentro, no escuchar nada de lo que le quisieran decir, si es que querían decirle algo, y poder acabar a patadas con los dos hijos de la chingada.

Ya estaba avanzada la tarde cuando cambió de carretera hacia Chicago que, por otra parte, ya debía estar cerca. Allí también había nevado pero la carretera ya estaba despejada y él corrió a todo lo que daba el vega; ya se había acostumbrado a lo resbaloso del asfalto y, además, otros vehículos corrían a más de cien kilómetros por hora. Era de noche cuando al fin entró en Chicago, por una zona que se parecía muchísimo a cualquiera de las entradas de las ciudades que había visto en Estados Unidos. A Eligio no le interesaba lo que veía, sólo quería llegar al centro y allí averiguar dónde se encontraba ese albergue de los Jóvenes Cristianos, qué pendejos socialistas, pensó, ve nomás a dónde se fueron a meter. Eligio recorrió calles sin saber por dónde se encontraba, aunque tenía la impresión de hallarse cerca del centro. Siguió manejando hasta que, de pronto, llegó a una amplia avenida que costeaba el lago, cuyas olas se estrellaban con furia en la playa. Parecía el mar, decidió Eligio viendo el agua encrespada por el viento a lo lejos.

Detuvo el auto y caminó a la orilla del agua, con un frío cada vez más terrible. Los dientes le castañeteaban y continuamente se frotaba los muslos. No supo cuánto tiempo permaneció allí, frente a las olas que rompían, escuchando sin escuchar el fragor del viento. No sabía en qué momento había perdido todas las fuerzas y en ese momento se sintió desolado, pequeñísimo frente al lago embravecido y con los inmensos edificios bien iluminados, seguramente calientitos y acogedores, a sus espaldas. Supo que se hallaba más lejos que nunca de casa, pero su casa no era el departamento de la ciudad de México sino un impreciso centro dentro de sí mismo, él cohabitado por Susana. Qué lejos se hallaba, en el perfecto culo del mundo. Vio pasar a unos muchachos, bien protegidos del frío, que hablaban a gritos, festivamente, y a Eligio le parecieron seres de otra galaxia que se comunicaban en un idioma incomprensible pues nada de lo que gritaban se podía entender; eran entidades vagas, delgadas, con atuendos extraños que subrayaban la manera como la mente de Eligio se expandía en explosiones lentas pero indetenibles, su conciencia se fragmentaba, se alejaba en cámara lenta en todas direcciones. Encontró una banca y allí se desplomó, con más frío que nunca; jamás imaginó que pudiera existir un frío tan terrible, que penetrara hasta lo más interno de sus huesos; le daban ganas de llorar y petrificarse, la nueva estatua de sal frente al lago, pero sería inútil porque seguramente sus lágrimas se congelarían tan pronto como emergieran y colgarían como estalactitas de sus pestañas, el peso de su llanto, el llanto sin cesar que empezaba a fluir con lentitud de su mirada, las brumas acuosas que borraban los contornos, una mancha gris y rabiosa, con puntas verdes, se agitaba frente a él, él mismo era esa mancha grisácea que empezaba a cristalizarse, con aristas más filosas que las de su desesperación; lloraba a moco tendido, a gritos, sin querer controlarse, vaciándose a través del llanto, sintiendo que con cada espasmo de él escapaban largas y viscosas fibras de color gris, el color de la muerte.

No supo cuánto tiempo lloró en esa banca, y se sobresaltó al volver a experimentar el frío con su máximo rigor, porque dentro de esa cápsula de grisura todo perdía su forma, aunque tampoco había ni frío ni calor. Sus dedos, bajo los guantes, estaban húmedos y rigidizados, y los pies, a pesar de las botas, le dolían, cualquier mínimo movimiento desplegaba abanicos de sufrimiento que ascendían hasta cimbrar su cabeza. Resopló fuertemente y creó una revuelta nube de vaho. Se puso en pie sacudiendo la cabeza para recuperar la lucidez. Durante unos segundos no supo ni dónde se hallaba ni qué hacía allí, sólo era consciente del frío tan espantoso que hacía, todo era un inmenso pozo de vaciedad en el que pendían algunas luces; sí, se dio cuenta después, unas embarcaciones se zarandeaban en el lago, éste es el lago Michigan, estoy en Chicago, soy Eligio a la caza de mi mujer. Reflejos en el agua de las luces de los edificios. Qué frío. Estaba nevando nuevamente y Eligio alzó el rostro, pero la nieve no lo mojaba como la lluvia, simplemente depositaba su presencia suavemente, acariciándolo, besando su frente para que muriera mejor.

Este pensamiento le devolvió la lucidez y supo que tenía que comer algo, se hallaba tan débil que le costaba trabajo erguir la cabeza. Había que comer, alimentarse, de otra manera iba a llegar con Susana a desplomarse ante ella, pidiéndole un refugio en la tormenta. Regresó al auto y en esa ocasión manejó despacio y con mucho cuidado, pues su mente se iba, le costaba un gran esfuerzo concentrarse y ver, afuera, los pocos autos transitando con lentitud, porque esos vehículos como el suyo, eran de una fragilidad aparatosa en la nieve que caía serena y maravillosa. Se detuvo en un restorán, y en lo que le servían la comida fue al teléfono público, descolgó la guía telefónica y localizó la dirección del albergue. Estuvo a punto de salir como fiera, pero en ese momento sentía más frío que nunca a pesar de la calefacción del local, y prefirió esperar y comer. Ellos no se le iban a escapar, claro que los encontraría y les dejaría un recuerdo imborrable. Comió con lentitud e incluso advirtió que la comida era pésima, pero no le importó porque luchaba por ignorar que en ese restorancito había una calidez que invitaba a quedarse allí por siempre.

Al salir se detuvo en una gasolinera, cargó el tanque y después extrajo un mapa de la ciudad de una máquina. Regresó al auto, pero éste se hallaba tan frío como la calle, así es que volvió al restorán y revisó el mapa con detenimiento hasta que sintió que se orientaba y supo por dónde enfilar para llegar al albergue. Echó a andar su auto y tuvo que dar infinidad de vueltas, ya que la tormenta había arreciado y cada instante el vega patinaba y en varias ocasiones el pedal del freno simplemente se hundió hasta el fondo y Eligio tuvo que frenar con las velocidades cuando estaba a punto de estrellarse.

Nevaba más que nunca cuando llegó al albergue de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Logró encontrar dónde estacionar el vega y caminó al albergue. Para su sorpresa descubrió al checo caminando con rapidez, a causa del frío, con una bolsa de comestibles. Eligio se agazapó en la pared para que el checo no lo viera, lo dejó pasar y después lo siguió, comprobando que la pistola continuaba en su lugar. El checo entró en el albergue y sacudió su abrigo para quitarse la nieve. El húngaro leía un periódico en el pequeño lobby; el checo lo alcanzó, cruzaron unas palabras y se perdieron por un pasillo. Eligio los siguió, silenciosamente, quitándose la nieve de la ropa para no parecer fuera de sitio allí, y vio que el checo y el húngaro se metían en un cuarto. Por aquí deben estar los otros dos, pensó. Se quedó mirando las puertas vecinas y trató de adivinar dónde estaban el polaco y su mujer, pero como no tuvo la menor idea regresó al lobby a preguntar en la administración, aunque hubiera preferido evitarlo. Sin embargo, a pocos pasos vio otro pasillo y sin saber por qué se fue por allí. Fue a dar a una puerta que decía EXIT. La abrió. Conducía a un callejón, donde se podían ver las escaleras de emergencia del edificio. Seguía nevando copiosamente, pero Eligio ya no sentía frío. Cerró la puerta con grandes cuidados y durante unos segundos se quedó al pie de las escaleras, en el callejón oscuro y silencioso. Del otro lado sólo se veían las bardas de casas pequeñas, seguramente se hallaba en un sitio céntrico de gente más bien pobre. En la pared del edificio había ventanas, y a pesar de que su corazón campaneaba desquiciado Eligio avanzó, con la boca reseca y la mano aferrada a la cacha de la pistola. Algunas ventanas dejaban ver franjas de luz y Eligio se asomó en ellas. Vio cuartos vacíos, mobiliario pobre, gente desconocida, y después le pareció que se hallaba frente al cuarto del checo y del húngaro, porque se oían voces masculinas hablando en un idioma inentendible. Avanzó a la siguiente ventana, que tenía las cortinas corridas, pero vio que en la parte superior faltaban algunos ganchos y seguramente dejaría ver el interior. Eligio miró en todas direcciones, no había nadie a la vista, y sigilosamente empujó un par de enormes botes de lámina, en donde se depositaba la basura. Trepó en ellos con dificultad, jadeando por el esfuerzo y porque sus piernas estaban casi paralizadas y moverlas implicaba un agudo dolor en las rodillas. Logró equilibrarse en los dos botes y se irguió para ver a través del hueco de la ventana. Dentro la calefacción estaba tan fuerte que los cristales se habían empañado y sólo se podía ver hacia dentro por algunas partes.

Dentro, Susana vestía una holgada camiseta de hombre y nada más. Algo la hizo detenerse y otear el ambiente. Durante fragmentos de segundo se quedó muy quieta, con la nariz alzada, y apenas deglutió el trozo de manzana que tenía en la boca. Se mordió los labios. Había palidecido terriblemente. Eligio la vio volverse con rapidez. Alguien la llamaba. Eligio barrió la mirada hasta localizar una cama donde se encontraba el polaco, al parecer desnudo bajo las sábanas. A pesar del empañamiento de los cristales Eligio vio a su esposa, mordisqueando la manzana, se aproximaba al polaco, quien la veía, silencioso, desde la cama. Eligio se hallaba absolutamente paralizado, salvo su corazón que parecía querérsele salir a través de la boca. Conservaba la mano bien adherida a la pistola, pero nada de él se movía, era como si se hubiera congelado allí, como si el tiempo se hubiera comprimido totalmente y no transcurriera más que un movimiento casi imperceptible de cenizas secas. Era como si se hallara en uno de esos estúpidos sueños en los que no se podía mover por más que lo intentara; mientras más trataba de actuar, mayor era la sujeción que lo dominaba y sólo podía quedarse allí quieto, indemne, viendo lo que no quería ver, lo que le generaba las sensaciones más contradictorias y simultáneas, un desintegrarse de todo su cuerpo, un violento peso en los genitales, un calor que lo quemaba y que a la vez lo congelaba más que nunca. Sintió como si una sombra ardiente, viscosa, se desplomara sobre él y le succionara toda la fuerza, lo hiciera abrir la boca hasta desencajarla casi, los ojos desorbitados, pálido como cadáver y ya con una erección inadmisible, dolorosa, ajena a él, llena de un vigor ultrajante, mientras él no disponía de ninguna fuerza para disparar desde allí, para pegar de gritos, para acariciar los cristales. Continuó paralizado sobre los botes de basura, llorando silenciosamente, con la garganta reseca, sostenido apenas por un último aliento.

En ese momento Susana abrió los ojos y se dio cuenta claramente de que Eligio la miraba por detrás del vidrio empañado y con una pistola en la mano. En ese momento también el polaco empujó contra ella salvajemente y Susana ahogó un grito y se desmadejó entre convulsiones, con la boca abierta, saliveante, los ojos totalmente blancos. Eligio apenas reparó en que la mirada que le dedicó Susana había sido la más terrible, un destello de luz neutra, sin coloración, que penetró sin obstrucciones hasta lo más profundo de él como si Eligio sólo fuera una extensión de ella, ambos una célula que vibraba con tal fuerza que acabaría estallando. Apenas pudo darse cuenta de que había perdido el equilibrio y estaba a punto de caer; trató de sujetarse como pudo pero no lo logró y cayó pesadamente, de espaldas, sobre la nieve, entre platillazos de los botes de basura.

Se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la puerta que llevaba al interior del albergue. Estaba cerrada, y Eligio forcejeó con ella unos instantes, pero comprendió lo inútil de todo eso y echó a correr por el callejón. Llegó a la calle, encontró la entrada del edificio, atravesó el lobby a toda velocidad, sin preocuparse por lo que pudiera ocurrir, y llegó al pasillo; rebasó la puerta del checo y del húngaro y se lanzó a la siguiente. Estaba abierta y eso lo desconcertó momentáneamente, pero ya estaba dentro, con la pistola en la mano, y Susana, de pie junto a la cama, desnuda, lo miraba como al ángel exterminador. El polaco seguía en la cama, había encendido un cigarro y veía a Eligio con ojos oscurísimos que parecían aceite espeso, estancado. Eligio estuvo a punto de soltar toda la carga de la pistola sobre esos ojos pero se contuvo y se abalanzó sobre el polaco, como en un relámpago pensó que era absurdo irrumpir allí entre esa pareja extraña y desnuda mientras él estaba cubierto de nieve hasta la nariz; pero ya descargaba la cacha de la pistola con fuerza sobre la cabeza del polaco, que se abrió al instante y manó sangre abundantemente. El polaco seguía mirándolo con los ojos vacíos, sin ninguna exclamación de dolor; su mirada era tan ausente que Eligio titubeó unos instantes, con el arma en lo alto. En ese momento Susana fue a él y trató de quitarle la pistola. Eligio la hizo a un lado con ferocidad y volvió a descargar la cacha sobre el polaco, quien siguió sin quejarse cuando otro estallido de sangre brotó en la frente de grandes entradas. Eligio pensó que en ese momento se rompía un inmenso cristal que hermetizaba todo y pudo escuchar al fin que Susana chillaba ¡déjalo, mi amor, déjalo, no lo vayas a matar! Eligio se volvió a Susana, desconcertado en lo más hondo porque todo resultaba como jamás lo hubiera imaginado, definitivamente no era como debía de ser. Sintió un odio vivísimo hacia Susana y, con todas sus fuerzas, la hizo a un lado y después se volvió hacia el polaco gritándole ¡lárgate de aquí, lárgate hijo de perra! El polaco se llevó las manos a la herida, miró nuevamente a Eligio con sus ojos sin final y lentamente se puso en pie, un poco trastabillante, mientras Eligio chillaba ¡dile que se largue, Susana, dile que se vaya! El polaco se echó encima una bata y salió al pasillo, cerrando la puerta de un golpazo, quizá porque había gente allí y no quiso que nadie se asomara hacia dentro.

Susana se había sentado en el borde de la cama, con la expresión más dura y tensa que Eligio le había visto jamás. Él no supo qué hacer, estuvo a punto de soltarse a llorar desesperadamente como antes, en el lago, pero logró contenerse y se dio cuenta de que su voz surgía chillante, hiriente, áspera, al decir, ¡vístete inmediatamente porque nos vamos de aquí! Susana no pareció escucharlo, sólo continuó mirando la pared, con el rostro descompuesto. ¡Te estoy diciendo que te vistas porque ahora mismo nos largamos!, ¿no oíste? Susana finalmente alzó la cabeza, como si reparara en Eligio por primera vez, y él se sorprendió al advertir que la voz de ella era hueca y decía no, no, no me voy contigo. Eligio sintió que sus piernas flaqueaban, si no hacía algo iba a acabar desmayándose. ¡Cómo que no vienes!, gritó, blandiendo la pistola, ¡tú te vistes y te vienes conmigo! No voy, reiteró Susana, con la voz helada. Eligio la tomó de los cabellos y la tironeó, ¡pendeja!, le decía, ¡eres una pendeja! ¡Yo soy tu marido, y te vienes conmigo, pero ya! Tú no eres mi marido, replicó Susana, con la voz muy fría, tú eres un hombre que no conozco, ¡no te conozco!, exclamó finalmente. Eligio la zarandeó, con fuerza, y después la arrojó a la cama. Febrilmente tomó la maleta de Susana y empezó a echar en ella todo lo que veía, sin fijarse. Se hallaba a punto de llorar a grito pelado o de tirarse a dormir para siempre o de balear a su esposa, pero en vez de eso le arrojó la ropa que encontró sobre una silla, ¡vístete, vístete por lo que más quieras!, le gritó, pero su voz era suplicante. Luchaba contra la necesidad de tirarse a los pies de Susana, de lamerle los dedos, de arroparla y llevarla a la cama.