El culo del mundo

Susana tenía dos meses en el Programa cuando Eligio llegó a Little Rapids. Salió del aeropuerto y pidió a un taxista que lo llevara a Arcadia. El chofer lo miró dubitativamente unos segundos y por último lo hizo subir en el auto que, para desilusión de Eligio, resultó un dodge mónaco viejo como los que abundan en México. Eligio quiso conversar con el taxista, pero éste era tan viejo como el coche y no le interesaba lo que Eligio comentaba, lo que había salido en los periódicos sobre Estados Unidos: recesión, inflación, bravuconadas, acosos a Centroamérica, animosidad contra Cuba, antagonismo total hacia la Unión Soviética. El chofer sólo se sorprendió cuando Eligio le informó que era mexicano, pero entonces dijo ¿cómo es que pronuncia bien el inglés?

Llegaron al edificio Kitty Hawk de la ciudad de Arcadia y el chofer cobró sesenta dólares. Eligio hizo cálculos mentales y cuando se dio cuenta de que le cobraban más de seis mil pesos, juzgó imprescindible protestar. Esta suma es ultrajante, dictaminó, escogiendo cuidadosamente las palabras; no puedo creer que las autoridades de este que se dice gran país permitan que los precios de los servicios públicos sean tan elevados. El chofer respondió que en ese gran país sesenta dólares no era ninguna gran suma, mucho menos ultrajante, y que si quería viajar más económicamente debió tomar el servicio colectivo. A Eligio se le acabó la paciencia, ¡no le pago nada, viejo ratero, ruco hijo de la chingada!, gritó en español, dio un portazo y subió con rapidez, cargando sus maletas, al edificio, desde donde pudo ver que el chofer salía de su auto, no sin dificultades, y lo seguía. Eligio se fue por un pasillo, riendo nerviosamente, abrió una puerta y se vio en un estacionamiento de buen tamaño que terminaba en una pared de monte, de vegetación profusa y telarañosa. En ese instante supo que allí lo irían a buscar, así es que cargó nuevamente las dos maletas y dejó atrás el estacionamiento del Kitty Hawk. Vio irritado que sus zapatos se hundían en el fango, que su ropa se llenaba de varitas, hojas secas y unos bulbos espinosos que sólo pudo identificar como ahuates gringos. La puerta del edificio se abrió y apareció el chofer, gesticulando, con tres policías o guardias de seguridad que vestían atildados pantalones color marrón oscuro y camisas caqui muy bien planchadas. Eligio, sin dejar de reír nerviosamente, y alerta, trató de cubrirse lo mejor que pudo cuando los guardias y el taxista se acercaron al lindero del monte. Es probable que ese tipo se haya ocultado en el edificio, después de todo hay muchas maneras de subir a los pisos sin ser visto. Allí sería mucho más difícil encontrarlo. Sí, casi imposible. ¿Y dice usted que es mexicano? Bueno, eso dijo él, pero por supuesto no se lo creí, aunque tiene cara de indio, pero ningún mexicano puede hablar como él, en todo caso era chicano o puertorriqueño o un asiático con muchos años de vivir aquí. Pues aquí no parece estar. También hay otras salidas. ¿Buscamos en la colina? No, no tiene caso. Sin embargo, los cuatro se acercaron más al monte y Eligio trató de empequeñecerse al máximo. Suspiró con alivio cuando vio que regresaban al edificio. Qué situación más pendeja, pensó Eligio, al comprender que tendría que aguardar allí un tiempo, en lo que el taxista se iba y los policías lo olvidaban. Se dio cuenta de que no sólo se había enlodado los zapatos sino también los pantalones en todas sus partes, y las maletas. Carajo, pensó, y empezó a cabecear, hasta que oyó que varias personas salían del edificio, charlando ruidosamente, y abordaban una camioneta que, ¡no es posible!, también era antediluviana. Se sobresaltó cuando vio, entre el grupo, a su propia mujer, ¿iba del brazo de un tipo inmenso y muy blanco? ¡Qué rápido se metieron en la camioneta! Eligio estuvo a punto de llamar a gritos a Susana, pero se contuvo: quizá por allí andaban aún los guardias y el chofer. Así es que tuvo que soportar la desazón de ver cómo su esposa se iba en la camioneta con los demás. Eso de plano le quitó el sueño y, en cambio, le dejó un ánimo belicoso. Se reprochó no haber seguido discutiendo con el taxista hasta que llegara la policía, cuando menos habría luchado hasta el final. Se sentía estúpido en esa vegetación siniestra de innumerables y flacos arbustos, lodo por doquier. Los motivos del lodo ¿Y quién dijo que las hojas en el otoño eran lo máximo? Sí, estaban monas las chingaderas con sus tonos encarnados, pero en ese momento no estaba para contemplaciones bucólicas. El varón que tiene el pantalón en tris, nalgas enfangadas, hueva celestial…De un salto se puso en pie. Dejó las maletas allí y caminó por la ladera de la colina, apoyándose en los tallos de los arbustos para no resbalar. Finalmente llegó a la avenida. Sonrió con gusto al ver que en ese momento el taxista salía muy irritado del edificio, subía en su auto y arrancaba en dirección opuesta. Eligio regresó al monte, procurando no resbalarse y riendo, para entonces todo le parecía más divertido. Recogió las maletas y regresó por el mismo camino, entre arañazos y resbalones. Al llegar a la avenida caminó en dirección opuesta al Kitty Hawk, pero después dio media vuelta y volvió a caminar hacia el edificio, silbando y mirando en su derredor con aire despreocupado.

Para su fortuna, los guardias del Kitty Hawk no estaban a la vista, y como sabía que Susana tampoco estaba allí, preguntó por la gente del Programa. Una rubia le explicó que en ese momento ninguno de los organizadores andaba por allí. Vio suspicazmente el lodo en toda la ropa de Eligio, pero no dijo nada, e incluso accedió a guardarle las maletas en lo que él buscaba a la directora del Programa.

Cuando Eligio subió la pendiente empinada de la colina, esa vez por el camino pavimentado y la fatiga lo empezó a vencer y se hundió en diversas confusiones agridulces. El cuerpo le pesaba como nunca y tomó asiento a la vera del camino. Acabó recostándose. Algo pugnaba por llegar a su memoria, y de pronto se incorporó muy alterado, con los ojos muy abiertos y el corazón agitado. Acababa de recordar, con toda exactitud, el sueño que esa mañana había tenido al despertar en su cama de la ciudad de México. Había soñado que llegaba a su departamento y Susana le decía espérame tantito, tengo que ir a arreglar un asunto muy importante. Eligio la seguía hasta una casa en una colonia de clase media. Allí él se asomaba por la ventana y veía que su mujer se desnudaba y miraba lasciva-desvergonzadamente a un hombre inmenso, muy blanco, velludo, quien también se quitaba la ropa, ¡en la mismísima sala, qué tipos, no es posible! Eligio vio también que en la ventana opuesta se hallaban dos borrachines fascinerosos, codeándose. Uno de ellos, incluso, saludó a Eligio agitando la mano y con un guiño cómplice. Las pantaletas de Susana volaron cerca de la ventana de la calle y uno de los borrachines incluso trató de atraparlas. Eligio consideró que era una verdadera ignominia que el gigantón se dejara puestos los calcetines, y que tuviera un pene desmesurado y ancho como un tronco de arbusto. Y era un tormento ver a su mujer acariciándose los senos, oprimiendo los pezones, con los ojos vidriosos, en verdad estaba caliente, con una sonrisa lujuriosa que jamás le había mostrado a él cuando copulaban, y eso era lo que estaban haciendo el par de cabrones: Susana, sin dejar de acariciarse las chichis, se había acomodado lentamente en el velero vergantín del gigante blanco y en la ventana opuesta a los fascinerosos se les había unido una pareja de viejitos y ellos, muy serios, tampoco perdían detalle de lo que ocurría dentro y procuraban ignorar las risotadas, los jadeos burlones y los codazos que los cochambrosos se dedicaban mientras Susana subía y bajaba al compás de esta canción. Eligio quiso intervenir: era intolerable que su mujer fornicara con ese tipejo ante su mismísima presencia, pero no podía hacer nada, algo le había succionado toda la fuerza y le impedía irrumpir adentro y armar el escándalo apropiado. Era uno de esos estúpidos sueños en los que trataba de moverse con verdadera desesperación, pero jamás lo lograba. Quizá lo que le impedía moverse, pensó, no sólo era una agencia del alma sino la fascinación ultrajante de ver a su mujercitasanta entregarse tan completa, exhibicionista y desinhibidamente a ese horrendo gorila velludo, Moby Prick. Era intolerable verla campanear el torso con un ritmo espasmódico, ausente, y sí: estaba gritando, aullaba de placer, qué cinismo. Eligio no daba crédito a lo que sucedía: consideraba que cuando menos Susana debía de tener el mínimo tacto de coger sin venirse, y menos aún con tal estrépito. Con él, jamás había llegado a los alaridos que en ese momento profería, el llanto que le brotaba de los ojos bizqueantes, mientras el gorila la sujetaba con fuerza de la cintura y empujaba con todas sus fuerzas. Los viejitos y los fascinerosos, ¡los derelictos!, reían con la mirada un tanto turbia y señalaban el cuerpo sudoroso de Susana, quien se levantó y se dejó caer en la alfombra; después rodó un poco y se detuvo, bocabajo. Lo peor de todo era que Eligio tenía una erección intolerable, ausente a toda noción de buen comportamiento. El gigantón se incorporó del sofá, se sobó el miembro apretándolo como si quisiera exprimirlo, y se puso en pie para ir rumbo a la mujer, quien cerró los ojos al sentirlo aproximarse. Y lo que detenía a Eligio finalmente cedió, un cristal inmenso se resquebrajó, los ruidos circundantes emergieron con tanta claridad que le lastimaron los oídos. Eligio saltó la ventana y se metió en la sala. En la ventana opuesta los espectadores se entusiasmaron ante lo que consideraron un inminente terceto sexual o menachatruá. El gorila alcanzó a ver que Eligio iba hacia él, pero no se inmutó, se apresuró a encontrar el camino entre las nalgas de la mujer y la penetró con facilidad, a lo que siguió una exclamación satisfecha de Susana, quien tenía la cabeza reclinada en la alfombra. Eligio empujó con el pie al hombrón y lo mandó brutalmente contra el suelo. Durante fracciones de segundo, dudó si agarrar a patadas las nalgas de Susana o lanzarse contra ese abominable usurpador de la mujer ajena. Volvió a quedarse paralizado al ver que Susana se volvía a ver qué había ocurrido, por qué esa verga tan sabrosita de pronto se fue de ella. Eligio se llenó de tristeza y, abatido, sólo dijo vístete, pero ya, vístete, reiteró, y ella lánguida, todavía alcanzó a ronronear un poco antes de ser izada por Eligio, quien la tomó de la cintura, vístete, nos vamos a la casa. Susana, perezosa, con una semisonrisa, mordiéndose un labio a causa del deseo inconcluso, tomó la ropa que él se afanaba en recoger. El gigantón había desaparecido, pero se le oía tararear en la cocina entre ruidos de cristales, agua que corría, un ahhh de satisfacción, quizá de resignación. Después eran las cuatro de la mañana, ¡la hora del lobo!, y Eligio deambulaba en una calle oscura, vacía, irreconocible, que conducía a otras calles desiertas y desconocidas.

Eligio había despertado sobrecogido por el sueño, con el cuerpo sudoroso y los músculos adoloridos. Pero en ese momento ya se desvanecía la impresión y finalmente podía relajarse. Hacía frío, pero no demasiado, y la luz del sol era totalmente oblicua. Le estaba empezando a gustar mucho cómo el follaje cerraba el paso a la luz. Enfrente se hallaba el río de Arcadia, que desde allí parecía sumamente apacible, estático en las curvas cadenciosas. Eligio respiró hondamente y se dejó arrullar por la inmovilidad del atardecer, los lentos y casi imperceptibles murmullos de todo tipo, las hojas de los árboles que en ese momento le parecían alucinantes con la variedad de tonos de la decoloración y de pronto se hallaba en un verdadero reposo y sintió que no estaba ni en Estados Unidos ni en México ni en ninguna parte del mundo, sino en un balcón a la eternidad, suspendido entre las líneas candentes; allí confluía una paz, una armonía que ya había olvidado. Qué instante tan extraño, alcanzó a pensar, y en ese momento un vehículo bajó la colina entre chirridos de llantas que frenaban en la pendiente; era un especie de camioneta muy roja, con rayas amarillas y onduladas como llamaradas, con unas llantas inmensas y un diseño de carrocería que jamás había visto antes, una cruza de tanque y nave espacial de la que bramaba el sonido clarísimo de un rock a todo volumen.

Eligio no tuvo más remedio que ponerse en pie y seguir subiendo, de nuevo malhumorado, con frío, hambre y sed. Pero la casa de los directores del Programa ya estaba muy cerca: un sitio muy grande, con alberca al fondo y una imponente terraza de madera enfrentada al paisaje del río. Eligio tocó el timbre y casi al instante oyó que una voz potente le gritaba ¡adelante, suba por favor! Abrió la puerta y lo primero que vio fue una sucesión de máscaras chinas, japonesas, africanas, polinesias y latinoamericanas, y consideró que sólo una era realmente impresionante y que las demás eran tristes como las cabezas hechas en cocos que venden en las playas. Subió una escalera y llegó a una estancia amplia con un gran ventanal para ver el río y muebles cómodos, modernos y de buen gusto, un librero con ediciones caras, un equipo de sonido con lucecitas por todas partes y bocinas como roperos, máscaras por todas partes, hasta en la chimenea, y algunos cuadros, ninguno como para arrodillarse ante él. En un sofá se hallaba casi acostado un hombre de edad, largo y blanco, con el pelo totalmente encanecido y lacio, quien, al ver el lodo en la ropa de Eligio, enarcó las cejas. ¿Qué le sucedió?, dijo, apuesto que se resbaló en la colina al venir subiendo. No, así me visto cuando salgo al extranjero, pensó Eligio pero respondió: sí, más o menos, sopesando al viejo. Éste ya se había puesto en pie, en verdad era un hombre alto, y lo invitaba a que se autosirviera de la abundancia de botellas en el barecito que dividía a la sala del comedor. Eligio tomó una cerveza y, sin hablar, la bebió a grandes tragos, pero al poco rato tuvo que controlar la necesidad de escupir lo que había bebido, qué cerveza más infame, dijo, en español, viendo la lata y la marca: Olympia. Por eso bebían ambrosía en el Olimpo, pensó hasta que vio la mirada escrutadora del viejo. En fin, en qué puedo servirlo, preguntó. ¿Usted es el director del Programa?, preguntó Eligio. En cierta manera así es, aunque la directora es mi esposa. Yo soy Rick, añadió el viejo. Y yo soy Eligio, el marido de Susana. He venido a pasar con ella resto de su estancia aquí, avisó Eligio, tendiendo la mano, pero la retiró al instante porque en esa ocasión fue Rick quien casi se atragantó. Vio a Eligio fijamente. ¿Usted es el marido de Susana? Sí señor, respondió Eligio, y añadió: es más, traje una copia de mi acta de matrimonio por si hacía falta. Eligio ignoró el pasmo del viejo y calmosamente sacó de su bolsillo una copia fotostática del acta matrimonial. Rick la revisó con rapidez y casi al instante la devolvió a Eligio. La verdad, explicó, esto me sorprende, usted sabe, Susana, quien por cierto es una estupenda escritora y una persona deliciosa, jamás nos dijo que estuviera casada, incluso se asentaba que era divorciada en los papeles que nos enviaron nuestros amigos del Departamento de Estado.

Eligio no hizo comentarios y vio lastimosamente su lata de cerveza. Veo que no le ha agradado la cerveza; no lo culpo, las cervezas mexicanas son magníficas. ¿Por qué no se pasa usted a una buena bebida americana? Aquí tengo un excelente whisky, añadió dando una palmada en la espalda de Eligio, nada menos que un Jack Daniels, ésa sí es una buena bebida americana. Bueno, las cervezas mexicanas también son buenas bebidas americanas ¿verdad?, precisó Eligio, y el viejo rió a carcajadas. Claro, claro, concedió, tiene usted razón: me temo que la gente de mi país hemos acaparado todo lo que es América, pero créame, uso el término por costumbre, no con criterios colonialistas. Este programa es celosísimo de los orgullos nacionales de todos nuestros invitados, ¡salud!, concluyó, pues ya había servido un Jack Daniels en un vaso, le había añadido hielo y lo había pasado a Eligio. Salud, dijo él. ¡Ah!, ésta sí es una gran bebida. No está nada mal, concedió Eligio, pero prefiero el escocés. Es su privilegio, comentó Rick mirando a Eligio fijamente, entre severo y divertido, mientras bebía. Eligio también lo hizo y el whisky le supo realmente bien. Dígame, inquirió el viejo con mirada de zorro malicioso, ¿le gusta a usted el futbol? ¿El futbol?, repitió Eligio, sorprendido, ¿el futbol soccer o el americano? Ya ve, usted también le dice americano a nuestro futbol. Las costumbres son lo más difícil de cambiar, sentenció. /Aquí en América, prosiguió con un guiño, ¡el futbol sólo puede ser americano! ¿Le gusta a usted? Tengo boletos para el encuentro de Los Ojos de Perro contra Las Medias Tintas de Nebraska el próximo domingo, y voy a llevar a algunos participantes del Programa. Quizás usted quiera acompañarnos, ¿sabe usted?, el futbol es algo que uno no debe perderse en este país; considérelo algo así como un rito de fecundidad, o de fertilidad, algo semejante.

Eligio no sólo era indiferente al futbol, sino que jamás había asistido a algún estadio deportivo, y no creía que en ese viaje debiera romper esa sana costumbre. Si se tratara de ver un buen partido en la televisión, con una buena dotación de tres equis, la cosa sería distinta. Le agradezco la invitación, dijo finalmente, y Rick lo miró, un tanto sardónico. Discúlpeme, dijo después y se fue por un pasillo. Al poco rato regresó con una mujer delgadita, absolutamente china, de baja estatura y movimientos rápidos. Venía muy arreglada con un traje negro con flores estampadas en la parte inferior. Mira, éste es el marido de Susana. ¿El marido de Susana? Sí lo es, incluso trae consigo un acta matrimonial para corroborarlo. ¿Un acta matrimonial…?, volvió a repetir la china, vaya sorpresa que nos ha dado Susana… Le presento a mi esposa Wen-ch'iao, ella es la directora del Programa. ¿Cómo se llama usted?, preguntó Wen. Eligio dijo su nombre mientras retiraba la mano que había tendido: al parecer en ese país nadie acostumbraba saludar estrechando la mano. Posiblemente Susana ya le haya hablado de mí y de mi marido Rick en alguna de sus cartas o en sus conversaciones telefónicas. Mucho gusto, saludó Eligio inclinando la cabeza y reprimiendo el deseo de chocar los talones, ¿puedo servirme otra copa?, me gustó este whisquito. Ya se está usted civilizando, bromeó Rick, sírvase, sírvase: lo que hay en esta casa está a la mano de todos. Eligio se sirvió sin inhibiciones, pensando que los efectos del alcohol ya se dejaban sentir. ¿Y piensa usted acompañar a Susana hasta diciembre?, preguntó Wen. ¿En diciembre termina el Programa? Así es. Entonces, sí. Wen se volvió a su marido, con aire preocupado. ¿Qué haremos, Rick?, le dijo, ¿no crees que sea necesario cambiarlos de ubicación? Quizá, respondió Rick, en todo caso, más adelante. Dígame, agregó dirigiéndose a Eligio al parecer casualmente, ¿le gusta a usted mi colección de máscaras? Espero que no vaya a decirnos, como otros, que eso significa que el Programa es un teatro. Eligio percibió tal inflexión en la palabra máscaras que en un relampagueo tuvo una idea clara de la situación. Sí, sí, replicó Eligio, las vi desde que entré en la casa, son excelentes, calificó con impunidad; ¿sabe usted?, he cometido un error gravísimo; mire, Susana me pidió que le trajera una o dos máscaras y yo naturalmente las compré, pero con la excitación del viaje y los preparativos, usted sabe, ahora estoy recordando que olvidé traerlas… El viejo alzó los brazos con un gesto teatral de resignación, pero Eligio agregó: no se preocupe, hoy mismo telefonearé a México y pediré que me las envíen por correo. Antes del invierno las tendrá usted aquí. No no, no se moleste usted, dijo Rick implicando lo contrario; después de todo mi colección es buena… aunque una máscara mexicana no caería mal. ¿Ya vio usted a Susana?, preguntó Wen. Aún no, respondió Eligio, fui al edificio donde vive pero me dijeron que acababa de salir, por eso vine aquí, quizás ustedes me puedan ayudar a entrar en el departamento de mi esposa, sólo para guardar mis maletas, que en este momento están en la administración del edificio. Voy a telefonear, avisó Wen, Becky debe haberla llevado de compras y es probable que hayan regresado. Discúlpenme. Señora, pidió Eligio, no le diga que estoy aquí, es una sorpresa. Ah, ya entiendo, dijo Wen, dubitativa. Le diré, si acaso ya llegó, que venga a vernos.

Susana prometió ir en el acto y mientras Wen hacía algunas preguntas corteses acerca de México, Rick se arrellanó en un sofá y hojeó una revista sin prestarles atención. Cuando sonó el timbre, Eligio ahogó una sonrisa gozosa, se puso en pie y se ocultó tras un biombo de madera lacada. Me voy a esconder, avisó con tono de niño travieso, mientras Susana subía la escalera y llegaba, un tanto agitada, seguramente esta pobre niña subió corriendo el monte, pobre pendeja, ha de creer que le van a duplicar la beca o que le van a traducir un libro, qué sé yo. Hola, dijo Susana. Susana, te tenemos una sorpresa muy agradable. ¿De qué se trata?, preguntó Susana, interesada, mientras Eligio, entre risitas, veía que Rick bostezaba y se estiraba, pinche gringo, pensó Eligio, ya le caí gordo nomás porque no quise ir con él al futbol… ¿No adivinas?, insistía Wen, ¿qué es lo que más te gustaría en este momento? Eligio vio que Susana enarcaba las cejas: detestaba ese tipo de jueguitos misteriosos. Me rindo, dijo, más seria de lo que hubiera querido. Eligio se tuvo que tapar la boca para no soltar la carcajada cuando Wen, con toda buena fe, exclamó: ¡es tu marido, vino desde México a darte una sorpresa! ¿Mi marido…?, empezó a decir Susana, pero Eligio ya estaba frente a ella y, con una sonrisa farisea, la abrazó. Ella se quedó petrificada, sin poder dejar de verlo. Así es, mi amor, decía Eligio, qué sorpresota, ¿verdad? Me vine sin avisarte, antes de lo que habíamos quedado, y no me vayas a regañar pero se me olvidaron las máscaras que me pediste por teléfono. Ah, dijo Susana, gélida, aún sin reponerse de la sorpresa, mientras Eligio seguía abrazándola, incluso le acariciaba las nalgas con absoluta desfachatez. Susana se desprendió de Eligio, procurando sonreír. ¡Sírvase una copa!, indicó Rick, a gritos, sin moverse de su diván, ¡gracias!, gritó Eligio y se sirvió por tercera vez. Susana parecía haberse petrificado y procuraba no mirar ni a Eligio ni a nadie, pinche Sana, pensó Eligio, está viendo cómo va a arreglárselas ahora que le cayó el chahuixtle.

En ese momento tocaron a la puerta y Rick vociferó ¡adelante! ¡Dios!, exclamó Wen, son nuestros invitados, avisó a Rick, ya es hora. Tenemos una pequeña reunión, informó a Susana y Eligio con una sonrisa un tanto avergonzada, y Eligio comprendió que su esposa no había sido invitada; pero no se vayan a ir, por favor, tienen que cenar con nosotros para que festejemos el encuentro. En ese momento entraba en la sala un grupo de diez o doce escritores, quienes saludaban e iban directamente a las bebidas. El timbre volvió a sonar. ¡Adelante!, gritó Rick sin moverse de su asiento.