Ciudades desiertas del corazón

Susana fue llevada a empujones y a punta de pistola hasta el automóvil, y Eligio se lanzó de nuevo entre la nieve que seguía cayendo, ahora revuelta con lluvia lo cual creaba un espectáculo alucinante pero muy inapropiado con las luces que se reflejaban en el parabrisas. Susana no advertía nada de eso, desde que subió en el vega se despeñó en un mutismo casi total, y como Eligio tampoco quiso decir palabra alguna, los dos viajaron en silencio, procurando no mirarse, con dificultades para respirar normalmente. El silencio era tenso y los dos tenían que respirar con la boca abierta para controlarse. Susana se sentía fatigada, casi sin fuerzas, pero llena de una ira helada. Su mente se había poblado de imágenes de lo que acababa de ocurrir en el albergue de Chicago y esos recuerdos le impedían reflexionar y solo la hundían en la desesperación. No sabía qué podría ocurrir, pero se hallaba segura de que su relación con Eligio acababa de echarse a perder definitivamente. La imagen del rostro de Eligio tras el cristal empañado se había metido tan adentro que, pensaba, ya jamás podría ver directamente a su marido sin revivir todo lo que había acontecido. No lograba sentir nada por Slawomir, por otra parte, sino cierta compasión y la eterna fascinación por su conducta; pensaba que de alguna manera ella lo había manipulado, aunque sin duda a él le había correspondido padecer todo eso. Por algo sería. En el viaje a Chicago había tratado, por primera vez, de establecer una verdadera comunicación con el polaco; le preguntó por el lugar donde había nacido, su familia, su infancia, cómo descubrió la poesía, sus estudios; había querido saber dónde vivía, con quién, cómo se sostenía, cómo escribía, quiénes eran sus amigos; por último, lo interrogó sobre la situación en su país, después del golpe de estado que habían llevado a cabo los militares. Slawomir no respondió nada, escuchó lo que Susana decía pero no abrió la boca. Susana creyó detectar en él algo monumental que lo forzaba al mutismo, y especuló si, como Eligio había sugerido, no se debería todo a un problema de conciencia. Eligio había asegurado que ese polaco era un colaboracionista, un oportunista de mierda, de otra manera jamás habría podido salir de Polonia y en varios momentos Susana lo creía, en especial cuando se daba cuenta de que empezaban a irritarla los silencios del polaco, algo podría decir, ¿o no?, cualquier cosa, pero, de pronto, surgía la hipótesis de que Slawomir había sido obligado a asistir al Programa con forzada y su¡ géneris representación oficial. Al poco rato las especulaciones se desvanecían, ya que, al margen de lo que había leído en los periódicos, sin mucha atención además, y fuera de unos inconexos conocimientos de la historia de Polonia, todo lo que Slawomir y su país representaban se hundía en un misterio hermético. Susana no podía decidir qué era lo que la llevaba hacia el polaco. Desde un principio él la había tratado con indiferencia, casi con dureza, y ella había optado por traducir esa conducta como manifestaciones bárbaras de ternura y de necesidad de cariño. Desde antes de que Eligio llegara al Programa, en verdad desprogramando muchas cosas, Susana se había inquirido qué hacía con el polaco. Después de la patética experiencia con el judío, Susana había decidido, sin formulárselo directamente, no involucrarse más con nadie y dedicarse a escribir para no desaprovechar las vacas gordas que al parecer habían comenzado en México desde el momento en que supo que asistiría al Programa. Pero, después, nunca pudo evitar que el polaco ejerciera sobre ella una atracción que jamás había experimentado. Esa atracción, un verdadero fascinosum, pensaba, era aún más incomprensible por el hecho de que Slawomir jamás la cortejó, ni siquiera hablaba con ella, solamente se acomodaba junto a Susana cada vez que salían, quizá porque los dos habían llegado al Programa el mismo día y desde entonces se había acostumbrado a que estuviera cerca. Una noche, después de una de las primeras y últimas cenas en casa de Wen y Rick a las que asistió el polaco, a Susana de pronto se le derrumbó la fachada de cordialidad y seguridad en sí misma que había estado mostrando hasta ese momento; de súbito todo se volvió extraño, el vaso de vino en su mano, la estancia llena de gente que bebía y bailaba, Altagracia ondulando la cintura en brazos del húngaro, y de pronto tuvo la necesidad invencible de salir de allí para encerrarse en su cuarto, el único sitio que no le parecía tan ajeno. No se despidió de nadie, simplemente salió y bajó el camino de la colina; al poco rato escuchó pasos tras de sí, se volvió y vio que el polaco iba tras ella con la vista en el suelo. En ese momento Susana tuvo la idea exacta de que el polaco le pertenecía, inexplicablemente había salido de ella y había logrado corporizarse; en todo caso, eran almas gemelas, de alguna manera los dos estaban mucho más solos que los demás, compartiendo el mismo agujero del abismo. Susana detuvo sus pasos y el polaco la alcanzó; los dos caminaron juntos, en silencio. Cuando llegaron al piso del polaco, Susana creyó ver en los ojos de él, en el instante en que sus miradas se encontraron, que Slawomir la convocaba con un apremio que jamás había visto. No titubeó y salió del elevador con el polaco, ¿se equivocaba o había visto en el rostro de él una línea de sonrisa? No, no había visto nada. Susana quiso echarse a correr cuando entraron en el cuarto; había recordado de golpe la experiencia con el judío, pero se asustó más bien porque tuvo la idea de que seguir a ese gigantón casi albino implicaría penetrar nuevamente en otro desconocido ámbito humano, bucear de nuevo en las oscuridades de un conocimiento, pero en ese caso se trataba de algo distinto, como entrar en un compartimento del infierno que jamás había sido registrado por todos los viajeros que pudieron regresar cuando menos a referir lo que habían visto; aquello que Melville y Blake y Goethe y Dante y Lowry y De Quincey y Meyrink no habían podido atisbar, allí se econtraba frente a ella y la puerta era el cuerpo robusto, enorme, del polaco. Éste ya había entrado en el cuarto, bebía un poco de vino, se quitaba los zapatos y la camisa y se recostaba pesadamente. Susana dio unos pasitos viendo el cuarto sin verlo, constatando, sin pensarlo, que era idéntico a todos salvo en los mínimos detalles personales. El polaco tomó un libro y, al parecer, se puso a leer. Susana vio un volumen de Browning, lo recogió y fue a la cama. Slawomir le hizo espacio, en silencio. Susana se recostó también y trató de leer los poemas, pero no podía, la presencia del polaco a su lado era increíblemente perturbadora y le dificultaba la respiración, de la misma manera como le ocurría en situaciones muy tensas con Eligio. Pero el polaco leía, al parecer despreocupado de ella, y Susana sintió que quizás había encontrado un amigo, ¿por qué no? Pudo concentrarse en los poemas, y de hecho los estaba disfrutando como pocas veces cuando advirtió que la mano pesada del polaco tomó la de ella y la colocó encima de su miembro; Susana se congeló al sentir un objeto enorme, un cilindro descomunal que había alcanzado la máxima corpulencia. Durante un rato Susana se quedó quieta, pero después tocó el pene con detenimiento, sin advertir casi que el polaco se abría el pantalón para que ella lo manipulara con mayor libertad. Susana se incorporó un poco y decidió dar toda su atención a ese miembro insólito, lo tomó con las manos sin dejar de sorprenderse del tamaño, que solo había visto, y en una ocasión, en un sueño. Al poco rato el polaco llevó sus manos a la cabeza de ella e hizo presión, y Susana se descubrió mirando de cerca el glande. El polaco siguió haciendo presión para que ella se metiera el pene en la boca y Susana empezó a lengüetearlo y a frotarlo con curiosidad, casi con espíritu investigativo, pero de pronto todo se había borrado, ya no se encontraba en ninguna parte, estaba suspendida en otro rincón de la realidad, un área dura y blanda, seca y viscosa, en donde existía un poder primario que la obligaba a ceder, a tomar el preservativo que el polaco le daba y a colocarlo con cuidado en el miembro, a abrir las piernas porque el gigantón la había alzado en vilo y la acomodaba encima de él; Susana sintió cómo toda su vagina se dilataba y la vista se le oscureció cuando fue hundiéndose en el pene con mucha lentitud para no lastimarse. A partir de ese momento la relación entre los dos se concretó a hacer el amor en silencio total y a leer en la cama, siempre en la de él. Slawomir a veces no abría la puerta cuando Susana lo buscaba y jamás fue al cuarto de ella. Casi nunca se dijeron nada, ni saludos ni buenos días, pero eso no le molestaba a Susana. Ella sabía que el polaco también recibía a Altagracia, varias veces incluso la vio salir del cuarto de él cuando Susana llegaba, pero tampoco importaba, como tampoco importaba que el polaco, en ocasiones, sobre todo después de hacer el amor, se hundiera en depresiones monumentales y tomara a Susana de los hombros y la sacara con rudeza. Una vez, incluso, ella quiso quedarse, pero Slawomir la miró con frío detenimiento y después le dio un puñetazo en la barbilla, no muy fuerte como para hacerle daño pero sí la tiró al suelo. Esa noche Susana no pudo dormir, todo el tiempo se acarició el sitio que había recibido el golpe, pero no dormía por el dolor sino porque la asombraban sus reacciones; por alguna razón ella siempre había creído que lo peor que pudiera sucederle era que un hombre la golpeara, pero en cierta manera todo eso era distinto, Slawomir no era un hombre, al menos tal como ella solía considerarlos; en fracciones de segundo pensaba que la relación que se había desarrollado entre ellos implicaba una experiencia en la que todo era peligroso y, por lo mismo, fascinante, una relación que quitaba el aliento, borraba los contornos, ablandaba la percepción y en la que todas las cosas se acomodaban con su propio y extraño ordenamiento y obtenían así su verdadera naturaleza, una naturaleza oscura, ciega, pero que a ella la cobijaba, la nutría. Así habían transcurrido las cosas hasta que llegó Eligio y todo pareció readquirir una brillantez extraordinaria, fue como salir de laberintos espirales y ascendentes y emerger en la punta de un volcán. ¡Cómo había cambiado todo!

Susana y Eligio viajaban en silencio, respirando pesadamente, sin poder mirarse ni mucho menos hablar y eso era algo que Susana no soportaba, porque los silencios pertenecían a la zona de Slawomir y lo que ocurría en esos instantes era una corrupción insoportable de todo lo que había ocurrido con el polaco, una caricatura grotesca que la hacía odiar intensamente a Eligio, jamás creyó llegar a detestarlo de esa manera; su sola presencia le era irritante. Eligio, por su parte, manejaba impertérrito, casi bizco porque nevaba con fuerza, muy despacio pues en cada recodo el vega patinaba incontrolable, seguramente cansado porque los ojos se le cerraban, lo que ocurriría tarde o temprano era que iban a estrellarse a causa de la nieve y la pésima visibilidad, prácticamente no se veía la carretera y sólo se le adivinaba porque en ella la nieve era más plana. Allí perecerían los dos, en medio de la tormenta. Manejaron durante horas, que a Susana le parecieron interminables; logró dormitar un poco cuando se le acabaron los cigarros, pero despertó a los pocos minutos nuevamente entre la nieve que caía con su silencio aterrador, desdibujando los contornos, donde sólo había una pantalla de capas blancas, luz mortecina, inamovible, que a veces se abría un poco y dejaba ver el campo ya bien cubierto por más de medio metro de nieve.

La nieve se había acumulado de tal manera que el vega patinó una vez más y fue a hundirse suavemente en una duna de nieve que se había formado junto a la carretera. Eligio salió maldiciendo entredientes, y constató que el auto se hallaba bien atrapado. Sólo una grúa lo sacaría de allí. Regresó al interior y trató, por última vez, de desatascar el auto, fue imposible, el motor bramó como si agonizara, las llantas chirriaron y eso fue todo. Susana cerró los ojos, fingiendo que dormía, por si Eligio quería hacer algún comentario y desencadenar, de esa manera, un infiernito, pero pudo sentir que Eligio la miraba largamente y que de pronto una frazada más la cubría. Susana reprimió una mueca de irritación y cerró los ojos con más fuerza. Nunca supo en qué momento se quedó profundamente dormida.

Cuando despertó, Eligio dormía hecho un ovillo con la cabeza totalmente hundida entre los brazos, muy pálido por el frío. Había terminado de nevar, era de día y el auto era un islote solitario. Nada se movía por allí. Un nuevo estremecimiento de frío la hizo frotarse con vigor brazos y muslos. Quiso salir del auto, pero la nieve bloqueaba la portezuela, Susana se conformó con abrir la ventanilla, pero la corriente de aire que entró la hizo cerrarla al instante. En la parte trasera buscó con qué cobijarse, y entre las maletas revueltas y las prendas que, desordenadas, yacían allí, tomó otro abrigo y se lo echó encima. Eligio dormía pesadamente, con un ronquido leve y sus labios parecían transparentes, con pequeñas líneas azules, sin más cobijo que la chamarra. Sólo la fatiga lo hacía dormir en ese frío intolerable. Buscó nuevamente en el asiento trasero y encontró una bufanda y un gorro con orejeras; los colocó en Eligio con mucho cuidado para no despertarlo. Tomó otra chamarra y dos suéteres, y los puso en los muslos y los pies de Eligio, quien, aun dormidísimo, relajó un poco el cuerpo.

Susana vio a Eligio nuevamente, pero el rostro apenas aparecía entre la bufanda, el gorro y las orejeras; parecía un animal de pliegues infinitos, un ser indefinido. Qué estará soñando, pensó Susana, ¿estará soñando? Probablemente no. Sintió una oleada de ternura y, a la vez, una descarga de recriminaciones por admitir esa ternura; muy en lo profundo de sí misma tuvo una clara imagen, una imagen peculiarísima que no llegó a cristalizarse en su mirada como visión o en el interior de su mente como alucinación, vio una imagen concreta, tridimensional, con volumen, que se había formado en algún punto de su cuerpo que no era la cabeza, quizás emergía de la zona del pecho, y en esa imagen aparecía ella misma, Susana, como en aquellos locos grabados de los alquimistas: de su tronco surgían dos cabezas sobre largos cuellos; una de las cabezas tenía una expresión dinámica, enérgica, brillante, casi lustrosa, y era dura, los ojos fríos pero sin llegar a parecer inertes como los de Slawomir; la cabeza restante mostraba un rostro más suave, dulce, pero de apariencia atormentada, desorientada; de pronto, las dos cabezas se alzaron hacia arriba, de cara a un extraño cielo de tonalidades blancuzcas, mortecinas, y ambas silenciosamente, lucharon por darse de mordiscos, como si a una película se le suprimiera la banda sonora y sólo quedaran ademanes y gestos.

Nuevamente abrió la ventanilla y advirtió que la nieve aún no se endurecía; era algo infinitamente suave, desintegrante, que Susana recogió con la mano y llevó a la boca. Se empinó sobre la ventanilla y procedió a retirar la nieve con las manos, hasta que vio que se había inclinado tanto que ya casi salía del auto.

…Hundirse en la nieve, el rostro pegado a la frialdad que incendia; Susana logró ponerse en pie y, cuando sacudía la nieve de la ropa vió a Eligio profundamente dormido con la cabeza apoyada en el volante. Susana suspiró, y acabó sonriendo al descubrir que se hallaba vacía de sentimientos, ni odio ni amor, sólo una vaciedad abismal, un hueco enorme, quemante, que no le permitía reposar. De nuevo volvió a sentir el frío inmisericorde y alzó la vista al cielo, una compacta capa de nubes casi tan blancas como la nieve, lo que es arriba es abajo, ¿o era al revés? Todo se hallaba sumamente quieto, y Susana se preguntó qué hora sería; no tuvo ni la más remota idea bajo ese cielo sin sol. Advirtió hasta entonces que ya se había hundido en la nieve hasta las rodillas. Con grandes zancadas rodeó el coche y llegó al camino, donde la nieve era poca pero empezaba a congelarse en capas resbalosísimas, que no vaya a soltarse el viento, pensó Susana, si hay ráfagas de viento voy a tener que hacer algo, pero qué, se preguntó, mientras caminaba despacio por la carretera desierta procurando no resbalarse, frotándose para ahuyentar el frío, y le vino a la cabeza el recuerdo de su amiga Licha que en su primera temporada en las nieves del norte de Estados Unidos había pensado en suicidarse porque no hallaba cómo soportar el frío. A Susana le preocupaba no saber dónde se encontraba. Ese camino era estrecho y en su derredor no se veía absolutamente nada. Era posible, pensó, que el camino condujera a alguna de las grandes vías interestatales, donde seguramente una legión de trabajadores retiraba la nieve, esparcía sal, arena, y regaba compuestos químicos en la pista asfáltica. Siguió caminando, de esa manera el frío cedía un poco.

De pronto advirtió que había ascendido una pendiente tan suave que nunca se dio cuenta de que la subía. Volvió la vista hacia atrás. El vega ya no estaba a la vista. Se detuvo porque avanzaba sin rumbo, sin tomar una decisión: caminar hasta encontrar algo o alguien, o regresar con Eligio. De súbito la poseyó una sensación muy cálida y le pareció que en ella se formaba el rostro de Eligio en sus mejores momentos: el indio de rostro brillante, expansivo, de grandes ojos negros, nariz recta y boca llena cuya risa contagiaba porque no se inhibía, cuya mirada resplandecía como hilera de brasas, que se desplazaba de un lado a otro derramando tanta energía que arrastraba a los demás, el hombre del carisma. Sintió por segundos una verdadera necesidad de volver con él, por segundos estuvo segura de que se lamentaría toda la vida si lo dejaba, pero su cuerpo no se movía, al parecer era el que deseaba ir a la deriva. Pensó que había perdido las riendas de su vida y que ya todo dependía de factores externos, buenos o malos. Para su sorpresa vio que a lo lejos entroncaba otro camino y que en él avanzaba una gran camioneta con defensas altas que le permitía hacer a un lado la nieve, seguramente disponía de doble tracción, como la camioneta de Rick que le permitía subir sin problemas la colina llena de nieve. Susana corría, resbalando, agitaba las manos y gritaba para que el conductor de la camioneta no fuera a dejar de verla. Sus músculos ardían por el esfuerzo, crepitaban como madera vieja, pero el de la camioneta ya la había visto y se lo avisaba con la bocina. Ayúdeme, por favor, le pidió Susana, ayúdeme a salir de aquí y a llegar a algún pueblo. Claro que sí, respondió un hombre de edad, muy delgado y cuya expresión sorprendida y recelosa no superaba la conmiseración de ver a una joven perdida en esas desolaciones. ¿Cómo llegó usted aquí?, inquirió, ¿se le paró su carro? ¿Dónde está? Más adelante, señaló Susana, a uno o dos kilómetros de aquí. ¿Kilómetros? ¿Es usted extranjera? Sí, soy mexicana, respondió Susana al subir en la camioneta, que le pareció un paraíso con sus asientos bien acojinados y, sobre todo, la calefacción. Ahora mismo sacaremos su carro, dijo el campesino, no se preocupe. No no, por favor, no quiero saber nada de ese carro en este momento, explicó Susana atropelladamente, por favor lléveme a un pueblo y ya después me encargaré de todo. ¿De veras no quiere que saquemos su coche? Mi camioneta está bien equipada, le aseguro que en segundos lo desatascamos y después yo la guiaré hasta donde resuelva sus problemas. No no, insistió Susana, aún estremeciéndose; en verdad no quiero saber nada de eso. Entiendo, debe de haber pasado una noche miserable. No se preocupe, señorita, la llevaré al poblado más cercano, y yo mismo regresaré por su auto y con uno de mis hijos lo llevaremos a su hotel. ¡Maravilloso!, exclamó Susana, ¡es usted un ángel!, y pensó que Eligio no se quedaría abandonado a su suerte en mitad del campo. Esa idea salió de ella como una espina y cuando menos lo esperaba se hallaba llorando abundantemente, ajena por completo a las miradas piadosas que le dedicaba del viejo campesino.