Nuestra entrada en Kioto fue memorable, porque vimos a lo lejos las altísimas torres de los grandes templos budistas, todas con las esquinas vueltas hacia arriba a la usanza china. Y a lo largo de una calle vislumbramos el famoso santuario sintoísta de Heian, un espléndido edificio bermellón con unos enormes toros color rojo sangre.

Pero hoy no nos interesaban los santuarios ni los templos. Caminábamos por una calle apartada, de pinos antiquísimos, donde, bajo un dosel de siemprevivas, nos detuvimos para entrar a un museo. Estaba construido como un templo, con casi un centenar de estatuas de piedra y madera, como si los antiguos héroes del Japón se hubiesen congregado para recibirnos, petrificados para siempre en sus rígidas actitudes rituales. El guardián acudió presurosamente a nuestro encuentro, y al enterarse de que yo ignoraba el japonés, llamó a un joven de sorprendente aspecto, que me pareció de unos treinta y tantos años y usaba unas gruesas gafas. Poseía una excelente dentadura, una franca sonrisa y un raro dominio del inglés.

— Estudié en Oxford, trabajé unos años en nuestro almacén de la Quinta Avenida y durante dos en nuestro almacén de Boston. ¿Qué quería ver usted?

A todas luces aquel hombre no conocía a Hana-ogi y la suponía simplemente alguna linda trotacalles que yo había recogido para pasar el día. Por eso, se sintió algo azorado cuando ella le habló en japonés, por cuya razón le interrumpí y dije:

— Tengo entendido que usted posee una colección desusada de estampas de Hana-ogi, de "Ogi-ya".

Inmediatamente mi interlocutor se replegó sobre sí mismo y me escudriñó con sumo cuidado. Luego, miró a Hana-ogi y le hizo una gran reverencia.

— Usted es Hana-ogi-san, de "Takarazuka" -dijo, en un inglés muy correcto-. Es muy hermosa. Y usted, comandante, es Lloyd Gruver. Sí, sí. Hasta en Kioto hemos oído hablar de usted.

No sé si quería decir que había oído hablar de mí como aviador o que había oído hablar de Hana-ogi y de mí, pero movió la cabeza con aire solemne y dijo:

— Aprecio de veras su deseo de ver las famosas estampas de la otra Hana-ogi.

Nos condujo al primer piso, donde pasamos junto a ceñudos héroes nipones y me sentí en tierra hostil. En aquel extraño edificio me parecía ser, en definitiva, un invasor, rodeado por una religión extraña y un arte misterioso, cuya antigüedad superaba en muchos siglos a la de mi propio país natal. Experimenté este sentimiento más profundamente aún cuando me senté en el suelo ante un caballete, mientras el joven guardián iba hacia una vitrina cerrada. Hana-ogi debió adivinar mis inquietos pensamientos, porque puso su mano en la mía y murmuró:

— Ahora tú ver la mayor belleza.

Yo distaba de estar preparado para lo que vi. Me había formado una imagen de la antigua Hana-ogi. Debía ser bastante parecida a mi Hana-ogi; una mujer extraordinariamente hermosa, pero de definido tipo oriental. Suponía que sus retratos debían recordar un poco a los cuadros de Botticelli.

Nunca olvidaré el fuerte sobresalto que me causó la primera estampa. El joven guardián me la ocultó durante unos instantes y dijo, con veneración:

— La primera representa a Hana-ogi cuando era una muchachita recién llegada a "Ogi-ya". La pintó uno de nuestros mejores artistas, Shuncho.

Y, exuberante de orgullo y afecto, me exhibió el cuadro.

Era repulsivo. El semblante de la muchacha era carnoso e inexpresivo. Su cabellera, una masa de peinetas amarillas. Estaba envuelta en siete quimonos abiertos en la nuca. Pero lo peor eran sus ojos, unas caricaturas, unas meras ranuras, y los dientes, de un negro horrible. En aquel retrato de la beldad muerta no logré hallar una sola hebra de belleza.

Debí dejar vislumbrar mi desilusión porque tanto Hana-ogi como el guardián trataron de explicarme que el dibujo estaba fiscalizado por la tradición artística japonesa, así como el retrato de una mujer pintado por Picasso no parece realmente hermoso. Recuerdo que hice todo lo posible por recordar quién era Picasso, pero antes de que lo consiguiera se llevaron la primera estampa y trajeron otra, de un pintor cuyo nombre no oí bien, pero mi consternación fue mayor aún. La famosa cortesana tenía el mismo rostro carnoso, los ojos como ranuras y los dientes fúnebres, pero esta vez su cabeza estaba torcida en un ángulo tal que recuerdo haber pensado: "Si no la endereza, morirá estrangulada." En la mano izquierda la cortesana tenía una de las interminables peinetas que trataba de ensartar en su masa de aceitoso cabello, y en la diestra asía un gran abanico negro de ébano que le daba a todo el cuadro un aspecto estúpido. Hasta la media docena de quimonos estaban lamentablemente pintados y con colores ridículos.

Fue el tercer retrato el que provocó la discusión. Recuerdo el nombre del pintor, Masayoshi, porque mostraba a Hana-ogi al volver a la Casa de "Ogi-ya" después de su fuga. Vestía muchos quimonos cubiertos por una vestidura púrpura y la seguían dos criadas descalzas que sostenían una sombrilla y un compacto ramo de flores. Examiné el cuadro con consternación, porque había reconocido inmediatamente el que me describiera Hana-ogi esa noche al relatarme bailando la historia de su predecesora, pero lo que no me había dicho era que aquel retrato de Hana-ogi mostraba a una mujer notablemente fea, de gran nariz, manchas de tierra sobre las cejas e hinchadas mejillas.

— ¡Qué fea es! -exclamé.

Me sentía defraudado.

Mi Hana-ogi retrocedió como si yo la hubiese golpeado y el joven retiró el retrato.

— Temo que usted no aprecia nuestro arte -dijo, con tono cortante.

— Me habían dicho que Hana-ogi era la mujer más bella de la historia del Japón.

— Lo era -insistió mi interlocutor.

— Pero esos retratos…

— Es nuestro estilo en la pintura -explicó él.

— Pero mire a esta Hana-ogi-san. A ésta. Es realmente bella.

El joven no miró a Hana-ogi-san. En vez de hacerlo, reintegró a la vitrina el retrato de la antigua Hana-ogi y volvió con otro. Tranquilamente, dijo:

— Temo que usted es ciego ante ese problema, comandante. Pero… ¿le gustaría que yo se lo explicara con unas pocas palabras?

— Claro que sí -dije.

— ¿Me perdonará si son palabras muy sencillas?

— Claro. He oído hablar tanto de esa Hana-ogi que no quiero volver decepcionado.

— Si su espíritu es libre, volverá exaltado -me aseguró él-. El cuadro que le voy a mostrar es de uno de los pintores más eminentes del Japón, Utamaro. ¿Ha oído usted hablar de él?

— No.

— No importa, pero… ¿me creerá si le digo que sus obras son estimadas en el mundo entero? Bueno. Verá usted una de sus más bellas creaciones. Cuando la mire, no piense en Hana-ogi. Piense solamente en ese celestial amarillo.

Me exhibió rápidamente el cuadro, y aquel amarillo parecía realmente un hermoso resplandor de sol. Continuó su narración señalando las proporciones perfectas del dibujo, la exquisitez de la línea, las suaves armonías de los colores y las tramas sugeridas. Yo lo seguía cuidadosamente y asentía a sus palabras. Luego, bruscamente, dijo:

— En cuanto al rostro de Hana-ogi, nosotros los japoneses creemos que nos fue enviado por el cielo.

La vehemencia de su comentario me cogió de sorpresa y desde algún lejano rincón de mi cerebro llegó la afirmación: "El hombre que conoció a esta mujer la creía hermosa." E inmediatamente acudió otro terrible recuerdo: el de una ocasión en que los oficiales asistíamos a una boda y vimos a la novia y hubo un instante de terrible silencio y alguien murmuró a mis espaldas:

— Bueno. Todo hombre cree que la muchacha con quien se casa es linda.

Y me vi de regreso en Estados Unidos a punto de presentarle a mi Hana-ogi a extraños que nunca la habían conocido y me pareció verlos apartándose de mi muchacha japonesa -fea para ellos- como me apartaba yo ahora de la otra Hana-ogi, muerta desde hacía tanto tiempo. Volví a mirar el venerado rostro, los ojos extrañamente oblicuos y los dientes negros, y desde mi humildad y las desaparecidas casas de Yoshiwara surgió la seguridad de que era hermosa. Dije:

— Creo comprender.

El joven se disponía a llevarse el Utamaro, pero le dije:

— Déjeme mirarlo un poco más.

Señalé algo estampado en colores en la esquina superior del cuadro y pregunté qué era. Durante la memorable discusión que siguió el joven guardián permaneció alerta, con la mano izquierda sobre el caballete. Me basta con cerrar los ojos para verlo parado allí, con su marchito eco de la gran Hana-ogi.

— Es imposible decir qué significa eso que está estampado ahí, comandante. Se trata de un poema, escrito por algún hombre sin importancia que visitó a Hana-ogi. Esos símbolos son su nombre: El hombre del otro lado de Yanagiwara. Eso es todo lo que sabemos de él; fue un forastero que vino de una aldea lejana y vio una vez a la gran mujer. Pero su poema vivirá entre nosotros eternamente.

— ¿Qué escribió?

— Lo siento, pero no puedo decirle el significado.

— ¿No puede traducir los símbolos?

— ¡Oh, sí! -me aseguró él, orgullosamente-. Fui traductor de nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores durante el tratado de paz de San Francisco. Pero el idioma japonés, como la belleza japonesa y la vida japonesa, no pueden ser traducidos con veracidad. Por ejemplo, el nombre Hana-ogi significa "flor y abanico", y sus símbolos están entretejidos en el poema, pero nadie podría decir qué se proponen sugerir en este poema en particular. El propio forastero del Yanagiwara no lo sabía.

— ¿Qué quiere usted decir con eso?

— En el Japón un hombre ve a una mujer hermosa y expresa palabras, pero éstas no tienen un sentido concreto.

— ¿Cómo pueden no tener un sentido concreto las palabras? Está el símbolo. Aquí mismo. ¿Por qué no puede leerlo?

— ¡Oh! Sí que puedo, comandante. Lo malo es que puedo leerlo en demasiadas formas. De acuerdo con una de ellas el forastero del Yanagiwara dice: "Hasta una visión fugaz, en otoño, de esa flor que florece en la noche, Hana-ogi, inunda mi alma de verano."

— Eso es bastante claro -dije.

— Pues no lo es, porque yo sólo adivino qué quiso decir el forastero, ya que también se pueden leer estas palabras así: "Hana-ogi es más bella que aquella flor nocturna que, en cierta ocasión, puse sobre un abanico para recordar un amor de antaño y que no trae el escalofrío del otoño a mi corazón."

Me sentí confuso.

— ¿Quiere decir que esos mismos símbolos pueden significar cosas tan distintas?

— También pueden significar muchas otras, comandante. Nuestra vida en el Japón contiene muchos sentidos implícitos, significados ocultos. Por ejemplo, dicen que usted está enamorado de Hana-ogi-san. ¿De cuál Hana-ogi?

Al oír mencionar su nombre, Hanayo-chan rodeó con su mano la mía y yo dije:

— ¿De cuál? De ésta. De la viva.

— Pero… ¿de cuál de las vivas?

— De ésta. ¡Aquí!

El joven, quien debía odiar a los norteamericanos por haberse llevado sus galerías de cuadros a Londres, Boston y Nueva York, permaneció parado con aire de amargura junto al caballete y dijo en voz baja:

— Pero hoy tenemos aquí a muchas Hana-ogi. Esta muchacha es famosa en el Japón y la quieren mucho. Está la campesina que es bondadosa con su madre y sus hermanas. Está la joven cortesana a quien adiestraban para ser geisha. ¿No sabía usted que su padre la vendió para una casa verde? Está la famosa beldad que fue rescatada por uno de los ricos Matsudaira. Y la que se suicidó. Su hija, Fumiko-san, está ahora en "Takarazuka". O la graciosa actriz Hana-ogi, a quien se veía usualmente con Fumiko-san. O la ascética muchacha que aspiraba a ser la más grande de las bailarinas japonesas. O la imprudente que huyó con un aviador norteamericano. Somos gente muy sutil…, ¿comprende? Nuestras palabras significan muchas cosas.

Creo que Hana-ogi tenía una idea acerca de lo que decía el joven, porque seguía rodeando con su mano la mía y cuando el guardián del museo hubo terminado, ella se levantó y me hizo levantar. Mirando con aire intencionado al joven, dijo en voz baja:

— Yo nunca ato mi obi así.

Y señaló el retrato de la Hana-ogi muerta en remotos tiempos, de la extraña y maravillosa cortesana cuyo recuerdo suscitaba dolor aún y mostró el obi de Hana-ogi, atado delante en la forma como lo hacen para pregonar su oficio las prostitutas profesionales.

Me daban ganas de pegarle al joven guardián por haberme dicho todas esas cosas, pero me sonrió repentinamente y me dijo:

— Tengo que mostrarle un retrato más, comandante. En algunos sentidos es el más bello de todos.

Nos trajo una estampa delicada, toda oro y amarillo y esfuminado azul. Desde aquel cuadro, una juvenil Hana-ogi nos miraba volviendo apenas la cabeza, tan dulce y hermosa como yo la quería. Atormentaba el espíritu por lo inasequible, y en el rincón inferior del cuadro aparecía uno de sus jóvenes criados, un niño de nueve años que jugaba con raqueta y volante. Afectuosamente, el guardián señaló al niño y dijo:

— Ése era Tatsuta. Hasta los nombres de los niños que servían a nuestra inmortal Hana-ogi han sido registrados.

Luego, de una manera absolutamente imprevista, puso su mano con ternura sobre la cabeza de mi Hana-ogi y le revolvió el cabello.

— Ésta también fue una Tatsuta -dijo-. Mire, el obi está atado detrás.

Por un momento creí que se refería a la historia de mi Hana-ogi porque estaba enamorado de ella y celoso de mí; pero cuando salíamos del salón del tesoro, me volví y vi que el joven japonés estaba guardando celosamente los cuarenta y un retratos de la famosa muchacha que, en tiempos lejanos, adornara las verdes casas del Yoshiwara, y comprendí que estaba enamorado evidentemente de Hana-ogi, pero no de mi Hana-ogi.

Durante el viaje de regreso guardamos silencio hasta llegar a un tramo de la ribera donde tres mujeres cultivaban un arrozal. Entonces, repentinamente, Hana-ogi me asió la mano, me la besó y murmuró:

— Nosotros muy pobres. Mi padre no quererme vender a una casa de geishas. Padres japoneses amar a sus hijas. Como en Estados Unidos. Pero…

Nunca volvimos a hablar del asunto, ni del Matsudaira que la había comprado ni de la hija de éste, Fumiko-san, de la cual Hana-ogi se sentía ahora responsable. A los pocos minutos de haber abandonado el museo, temí no poder casarme con mi Hana-ogi si conocía su historia, pero una sola alusión a su padre disipó mis dudas, porque recordé al viejo agricultor japonés a quien contempláramos la primera noche que habíamos pasado juntos. El cerner a mano cada grano del suelo para hacerle rendir un poco más de arroz sí era pobreza. Yo sabía que si el padre de Hana-ogi la había vendido, era porque no tenía otra alternativa. Y dije con renovado ahínco:

— Ahora nos casaremos.

Pero ella, simplemente, se apretó más contra mí y creo que me habría llevado a Kioto para que yo pudiera conocer su niñez y que, si el guardián no me lo hubiese dicho, ella misma lo habría hecho cuando examinábamos los cuadros. Con el brazo derecho atraje hacia mí su revuelta cabellera y guié el automóvil con mucha lentitud junto al viejo y turbulento río.

Pero me inquietaba la idea de que, en realidad, Hana-ogi no hubiese accedido aún a acompañarme a Estados Unidos. Supuse que vacilaba para proporcionarme una escapatoria de mi temeraria promesa de abandonar las Fuerzas Aéreas. Luego, en forma dramática, descubrí que estaba resuelta a no casarse conmigo, porque una mujer de edad me indicó las razones que tenía Hana-ogi para quedarse en el Japón.

TERUKO-SAN: Esas maravillosas chiquillas trabajan desesperadamente para aprender los pasos… como lo hiciera antaño Hana-ogi.

Aquella japonesa de dulce fisonomía vino a los cuarteles de la Marina en Takarazuka acompañada por una elegante joven que hablaba un aceptable inglés y me explicaron su deseo de que yo las acompañara por un asunto de la mayor importancia. Las seguí al Bitchi-bashi y luego entre los puestos de legumbres y por el sendero que llevaba al dormitorio de las muchachas.

Era la primera vez que yo pisaba aquel sendero, y cuando me acercaba al edificio donde viviera Hana-ogi antes de conocerme me sentí muy excitado; visité el dormitorio propiamente dicho y aquel sencillo edificio de madera cubierto de esteras de bambú y protegido por una hilera de criptomerias, plantadas para formar un alto seto me pareció imponente. La casa tenía algo de fortaleza y me alegró la perspectiva de invadirla.

Pero mi guía no se detuvo allí, sino que me condujo por un angosto caminito que se escurría junto a las criptomerias y llegaba a una pequeña colina que daba sobre el río. Allí se detuvo ante una curiosa puerta que semejaba la entrada a un templo en miniatura, y después de abrirla me hizo entrar en un bello jardín que rodeaba una magnífica casa japonesa de madera muy lustrosa. La custodiaba una enorme piedra roma sobre la cual estaban sentadas nueve muchachas que lucían las verdes faldas del uniforme de "Takarazuka". Todas se levantaron de un salto e hicieron una gran reverencia hasta que la anciana hubo pasado.

Ésta me llevó a un cuarto cubierto de exquisitos tatamis blancos. En uno de sus extremos veíase una tarima de tablas bien ensambladas de ciprés y de un barniz pardo dorado. Evidentemente, era la habitación de una maestra de baile.

La mujer dijo ser Teruko-san, una de las primeras grandes estrellas de "Takarazuka". En sus tiempos había sido una leyenda y ahora les legaba esa leyenda a las muchachas que la esperaban sentadas sobre la roca. Éstas acudían cinco días por semana y se sometían a la tiranía de aquel rostro semejante a una máscara, ahora próximo al mío.

Teruko-san se sentó conmigo en el suelo, arreglando con precisión su quimono, y vi que su indumentaria estaba formada por cinco tonos de gris concertados con delicada armonía y subrayados por una dulce y fina línea azul que aparecía alrededor del cuello. Sus tabis eran blancos y acentuaban los contornos de sus bellos y vigorosos pies. Me recordaron los soberbios pies de Hana-ogi, y sin duda Teruko-san debía proponérselo también, porque dijo con presteza:

— Comandante Gruver… Si por culpa suya Hana-ogi nos abandona, ella no sólo perderá el gran teatro, también perderá esto.

Con lento ademán, como si interviniera en una danza, indicó aquella habitación perfecta y concluyó por apuntar con el dedo hacia un marco que contenía un contundente lema escrito con vigorosos caracteres por un gran novelista japonés. Y dijo:

— Nuestro lema: Sé pura. Sé justa. Sé bella.

Luego agregó:

— Cuando yo muera, Hana-ogi habrá de sucederme, porque es nuestra mejor bailarina. Creo que hasta será más grande que yo, porque cuando bailé no había otra y me destacaba como el Fuji-san. Pero ahora hay muchas buenas bailarinas y Hana-ogi descuella por encima de todas ellas. ¿Y sabe por qué son buenas? Me incliné con deferencia y prosiguió: -Sí. Son excelentes porque les enseño como me enseñó a mí un viejo famoso. Así conservamos vivo el arte del Japón.

Mientras Teruko-san seguía hablando con tono monótono, me pareció oír la alegre voz de Hana-ogi, con aquel acento algo ronco que me llegaba al corazón y evoqué su meticulosa manera de plegar los bordes del quimono para delinear su cuello maravillosamente fuerte y su clásico estilo al bailar. Se podía creer que esas cosas, en parte, provenían de aquella habitación. Teruko-san dijo:

— Si usted insiste, Hana-ogi no volverá jamás a este cuarto.

Luego me hizo una treta astuta. Dijo:

— Debe sentarse aquí, comandante Gruver, porque tengo que dar una lección.

Y la intérprete se fue en busca de las nueve muchachas. Éstas entraron silenciosamente, practicaron unos pasitos sobre los tatamis y luego, con destreza, dejaron caer sus faldas verdes y subieron al bajo escenario, en sus ceñidos pantaloncitos de baile.

Teruko-san se había transformado. En vez de una majestuosa anciana, era ahora una vigorosa bailarina que golpeaba con el pie el escenario mucho mejor de lo que lo habría hecho su mejor alumna. Les hizo practicar durante largo tiempo un solo paso y observó a un par de muchachas que parecían tener sinceros deseos de llegar a ser bailarinas. Comprendí que Teruko-san se había propuesto que yo viera en aquellas niñas que se esforzaban -creo que eran quince- a la Hana-ogi de años antes, y al mirar aquellos bellos rostros, que ahora transpiraban como Hana-ogi al correr por las callejuelas para venir a nuestra casa, pude imaginar los días y años que ella se había pasado estudiando.

Cuando las muchachas se fueron, Teruko-san dijo:

— He querido hacerle comprender con exactitud qué está haciendo…

Me condujo a la puerta y, con gran sorpresa mía, despidió a la intérprete y volvió conmigo al dormitorio, desierto en las últimas horas de la tarde. Le hizo un gesto al guardia y me llevó a un pequeño cuarto, empujó la puerta de papel y me dijo que entrara, diciendo: "Hana-ogi."

La habitación era tan hermosa como la muchacha a quien yo amaba. Una pared estaba flanqueada por gavetas de laca y bandejas y cofres en que ella guardaba sus cosas. El resto del aposento estaba desnudo y limpio y brillante. Había ocho tatamis de un blanco cremoso -es decir, no se trataba de una gran habitación- y seis almohadones de vivos colores rodeaban un viejísimo brasero de oro y cerámica verde en que descansaba el carbón de leña sobre una pila de reluciente arena blanca. Una mesa baja y cuatro platos de un negro azabache completaban el mobiliario, además de un estante con ejemplares de las obras en que había trabajado Hana-ogi. El único adorno era una estampa japonesa, impresa en excelentes colores, que representaba un puente suspendido a la luz lunar sobre un rocoso desfiladero, con una luna en cuarto creciente a baja altura. Sentí que empezaba a comprender las estampas japonesas, y cuanto más las comprendía, más me gustaban.

A pesar de que Teruko-san había sido muy inteligente al querer que yo viese aquella habitación y lamentara sacar de allí a Hana-ogi, la treta surtió el efecto contrario. La habitación proclamaba a gritos, en las sombras del atardecer, que yo debía insistir y casarme con su propietaria. Una mujer de tanta vitalidad como Hana-ogi no podía ser destinada a tan estrecha cárcel. La madera del aposento era hermosa, pero Hana-ogi lo era más. Los tatamis eran limpios, los libros importantes y la estampa japonesa representaba sin duda una de las cumbres del arte… pero también la representaba Hana-ogi, y además se trataba de una mujer espléndida, de una mujer que sentía vivo placer al deslizarse por las oscuras callejuelas de Osaka para encontrarse con el hombre a quien amaba.

Pero si su habitación parecía autorizar mi amor, lo que vi luego me dio una orden directa de hacerlo, porque cuando Teruko-san y yo salimos de allí y recorrimos el pasillo, vi casualmente unas puertas corredizas abiertas y la habitación contigua a la de Hana-ogi.

Lo sorprendente no eran los ocho tatamis que contenía, sino las muñecas, osos marrones de suave piel, almohadones con orlas rosadas, banderolas de encaje azul, mesas con pájaros de vidrio y rincones repletos de deliciosas bagatelas sueltas que la invadían. Era el aposento de una muchacha que disfrutaba de todos los aspectos de la vida y abundaba allí aquel feliz desorden tan amado por la gente que no tiene que tomar partido. Miré a Teruko-san y dijo:

— Fumiko-san.

Luego señaló la mesa, baja y exquisitamente tallada en el ornamentado estilo chino, y sin poder apelar al inglés me dijo que ésa era la mesa usada por el padre de Fumiko-san al hacerse el harakiri en la catástrofe de agosto de 1945. La habitación me asustó y quise salir de allí.

En el umbral del dormitorio hice una profunda reverencia y dije:

— Domo arigato gozaimasu, Teruko-san.

Ella se sintió complacida de oírme hablar aun ese trivial japonés, y me respondió con una reverencia igualmente profunda y dijo:

— Do itashi mashite, dozo.

Y me di prisa en llegar al tren, que me llevaría a Osaka con toda la rapidez posible.

¿Cómo podría yo recordar el viaje de un joven desesperadamente enamorado cuando se dirige a través del paisaje japonés, ese paisaje que parece escapado de un libro de láminas, hacia una ciudad de canales donde se encontrará con su amada? Mi tren cruzó el río Muko y pude ver el Bitchi-bashi, donde había esperado con frecuencia a Hana-ogi y por el cual pasaban ahora las muchachitas revoleando sus verdes faldas. Durante unos instantes seguí el sendero que llevaba al dormitorio, donde cuatro de las estrellas se paseaban cogidas del brazo. En el propio dormitorio vi a Fumiko-san que entraba en el oscuro e imponente muro de criptomerias.

Ahora estaba yo en el campo y podía ver los arrozales que se extendían hasta el último centímetro de traviesa del ferrocarril. Más allá estaban las pulcras y acicaladas aldeas, con techos de rojas tejas, y también los techos de tejas doradas de los templos. En los campos había viejos que tiraban de las gradas y mujeres que cavaban, mientras en las calles de la aldea los niños reían y se entretenían con ruidosos juegos a base de saltos.

Hubo una momentánea emoción cuando el tren penetró en la ciudad de empalme de Nishinomiya, porque yo sabía que, al mirar el otro lado del andén de la estación, vería un gigantesco cartelón anunciando la representación de Swing Butterfly, con un enorme retrato de Hana-ogi en el centro. Me quedé esperando el rápido directo, preguntándome qué habría pensado la gente del andén de haber sabido que, al cabo de unos pocos e interminables minutos, yo estaría con Hana-ogi y ella se pondría un quimono gris y azul para poder sentarse en el suelo conmigo a comer pescado frío y arroz con vinagre en una escudilla.

El rápido de Kobe entró rugiendo en la estación y eludí el vagón donde estaban sentados con aire muy solemne los oficiales del Estado Mayor del general Webster, con sus uniformes recién planchados. Busqué, en cambio, un vagón trasero desde el cual podía vislumbrar a ratos el Mar Interior y pronto llegamos al sitio donde el río desaguaba en el mar mediante grandes alcantarillas de hormigón; no tardamos en entrar en la propia Osaka, donde el tren se internaba en un desfiladero de feas casas en que había ropa colgada y penetraba en un túnel que me llevó a una ruidosa y atestada estación. Cuando me acercaba al canal, me sentí frenético de excitación. Era joven y llegaba al final de un viaje que ansiaba poder hacer todos los días de mi vida: de Takarazuka a Osaka, donde esperaba Hana-ogi.

Y cuando llegué a casa, la maravilla de mi viaje se acrecentó, porque ahí estaba Hana-ogi esperándome con la noticia de que Joe había llevado en automóvil a un coronel a Tokio y Katsumi se había ausentado por un par de días por asuntos privados. Una vez más teníamos la casa a nuestra disposición. Me puse mi quimono de algodón azul y blanco y compartí con Hana-ogi el pescado frío y el arroz. Cuando terminamos de cenar, dije:

— Hoy vino a verme Teruko-san. Me mostró su escuela de baile. La que podría ser tuya algún día. Ahora ya sé por qué quieres quedarte en "Takarazuka".

Hana-ogi suspiró y dijo que le alegraba verme comprender la razón por la cual no podía acompañarme a Estados Unidos, pero agregué:

— Y también vi tu cuartito. Con la hermosa estampa.

Mostré mis manos caídas como el cuello del solitario retrato de Hana-ogi. Al verlo, ella se sonrojó y se llevó la mano a los mechones caídos sobre su mejilla.

— Y cuando vi esa habitación desnuda, que te guarda como a una prisionera… sin vida… ni alguien a quien amar…

La atrapé en mis brazos y nos anegó una tremenda marejada de amor; y más tarde, cuando yo yacía sobre los tatamis mirándola elegir su ropa para el día siguiente, dije:

— Por lo tanto, nos casaremos lo antes posible. Nueva York te gustará. Podrás ver centenares de espectáculos, algunos como los de "Takarazuka", pero ninguna de las actrices será tan bella como tú.

Me la imaginé en Nueva York, por lo cual me levanté y le mostré cómo podía reintegrar a su sitio el retozón cabello que se le extraviara sobre las mejillas. Así lo hizo y se examinó en el espejo.

— Ahora pareces una muchacha norteamericana -dije.

Hana-ogi tiró de su cabello hacia abajo y dijo:

— La manera japonesa es mejor.

Pero la convencí de que si quería podía parecer casi norteamericana, y entonces Hana-ogi se asentó la cabellera y los flequillos japoneses desaparecieron. Parecerá extraño, pero creo que, en una calle neoyorquina, pocos habrían advertido que era japonesa.

EL AUXILIAR DEL FARMACÉUTICO: En Kobe está ese hombre que puede, por ocho dólares, quitarle la oblicuidad a sus ojos.

Por la mañana, le rogué que se quedara conmigo hasta el último momento, pero insistió en irse temprano y me pidió que llamara a un taxi. Recuerdo el idioma que habíamos inventado para nosotros:

HANA-OGI: Rroyd-san, you takushi preeze. (Por favor, consígueme un taxi.)

Yo: Daijobu, I takushi, get, ne. (Perfectamente, te lo conseguiré.)

HANA-OGI: I rike stay with you. Keredomo I train go, honto. (Pero tengo que alcanzar el tren, de veras.)

Yo: More sukoshi stay, kudasai. (Quédate un poco más, por favor.)

HANA-OGI: Dekinai, Rroyd-san. No can stay. (Lo siento. No puedo quedarme.)

Yo: Do shi'te Whatsahurry? (¡Eh, ¿Por qué te apuras?)

HANA-OGI: Anone! Takarazuka, my job-u, ne? I job-u go, ne? (Oye, tengo un empleo.)

Yo: Chotto, chotto, giddamn matte! Takarazuka ichi-ji start now. Ima only 10 o'clock… ne? (¡Espérate un momento!)

HANA-OGI: Anone! Rroyd-san! You mess muy hair, ne? (¡Tú revolver mi cabello! ¿No?) I beauty saron go, make nice, desho? (Desho es la dulce palabra japonesa sin sentido que hace musicales y tiernas las frases de las muchachas japonesas.)

Yo: No, no, no. Anone. You takusan steky now. (Escucha. Estás muy linda ahora.)

Pero, con todo eso, Hana-ogi se marchó y mi última advertencia fue que debía peinarse a la norteamericana. Al anochecer apareció Joe con un poco de "Suntory", el whisky japonés al cual ambos habíamos cobrado tanta afición y festejamos en silencio la coyuntura mientras esperábamos a las muchachas y pronto llegó Hana-ogi con su nuevo peinado. Aquello era una transformación.

— Wow! -exclamé-. ¡Hana-ogi podría pasearse por la Quinta Avenida y eclipsarlas a todas!

Ella se sonrojó nerviosamente y creo que la habría complacido su aspecto norteamericano, pero llegó Katsumi y lo estropeó todo.

Tenía vendados los ojos y miraba por unas ranuras que le dejaran en los vendajes. Joe pensó inmediatamente que había sufrido un accidente, pero recuerdo que yo miré con cierto sufrimiento a Hana-ogi y murmuré:

— ¡Oh, qué diablos! ¡Se sometió a esa denigrante operación!

Y tenía razón. La buena de Katsumi quería, por sobre todas las cosas, parecer una norteamericana. Entonces Joe se enorgullecería cuando la llevara a su país; por consiguiente, el primer día que él la dejó sola, Katsumi fue a escondidas a ver al charlatán de Kobe. Por ocho dólares, éste le hizo un corte en los párpados superiores para que el pliegue mongólico volviera a su sitio. Había ejecutado la operación más de mil veces y a veces su remodelamiento les permitía a las muchachas perder por completo su aspecto japonés.

Orgullosamente, Katsumi se paró ante nosotros y dejó caer sus vendajes.

— ¿Qué has hecho? -gritó Joe.

Más orgullosamente aún, la muchachita abrió con lentitud los ojos, el uno tras el otro.

— Ahora mis ojos ser buenos -dijo.

El resultado era horrible. Proferí una exclamación entrecortada y Hana-ogi retrocedió. Pero Joe se quedó inmóvil en su sitio. Estaba a unos dos metros de Katsumi cuando ésta se volvió para enfrentarlo y pudo ver que aquel hermoso y típico rostro japonés era ahora un conglomerado. Observé a Joe, pero nadie habría podido adivinar sus pensamientos en ese momento. Iba a hablar, mas se contuvo. Luego, se acercó y besó a su esposa y dijo:

— ¡Dios mío, Katsumi, pareces más norteamericana que yo!

— Me siento tan orgullosa… -dijo ella, dejando caer su nuevo rostro contra los brazos de Joe.

En la habitación hubo una pausa de silenciosa intensidad y luego Hana-ogi dijo:

— Rroyd-san… ¿vamos a dar un paseo?

Joe me miró y preguntó, con aire belicoso:

— Whatsamatta… ¿Pasa algo?

Y, yo repliqué:

— Absolutamente nada. Creo que Katsumi tiene buen aspecto.

Pero apenas Hana-ogi y yo hubimos cruzado el canal, ella exclamó:

— ¿Por qué ella hacer eso? ¿Ella no orgullosa de ser japonesa?

Diestramente metió sus dos índices en los párpados superiores y los estiró hasta reducir los ojos a meras ranuras, diciendo:

— ¡A mí gustarme ojos japoneses! ¡Gustarme!

Luego, empezó a sollozar y traté de consolarla, pero me rechazó y con fuertes dedos soltó los bucles que yo levantara y éstos cayeron sobre sus mejillas a la usanza japonesa. Cuando lo hacía, sus uñas se clavaron en su carne y un fino reguero de sangre resbaló por su rostro hacia el mentón. Traté de secarlo, pero gritó:

— Yo orgullosa ser japonesa. Yo no querer ser norteamericana. Yo gustarme Tokio, no Nueva York.

Tuve que quedarme parado allí, en el aire frío de la noche y mirar cómo Hana-ogi se abofeteaba el rostro hasta que la sangre cesó de manar. Luego se volvió hacia mí con aire desafiante y dijo:

— Tú no gustar muchacha japonesa…, ¿eh? Tú avergonzarte rostro japonés. ¿Tú querer que yo cortarme los ojos también?

La rodeé con el brazo, besé la desgarrada piel y dije:

— Cuando te levantaste así los ojos, parecías la estampa de Utamaro. Estabas hermosa. Pero ese día, en Kioto, yo no estaba preparado para tanta belleza.

Me disponía a decir algo más cuando ella me aferró del brazo y murmuró:

— ¡Sssst!

Y señaló a un grupo de jóvenes trotacalles que se paseaban perezosamente cerca del canal. Eran las infortunadas que no habían podido pescar a un soldado norteamericano para la noche. Osaka era una ciudad de licencia para nuestras tropas de Corea y había acumulado más trotacalles que cualquier otra ciudad del mundo, de modo que las probabilidades de una muchacha eran escasas. Aquellas mujeres reconocieron a Hana-ogi y se agolparon a su alrededor.

— ¿Es cierto que te casas con un norteamericano? -preguntaron.

Cuando ella les respondió que no lo sabía se mostraron deprimidas, porque para ellas el sueño más delicioso era atrapar a un soldado norteamericano que las llevara a Estados Unidos, pero sabían que había pocas posibilidades de lograrlo, ya que los capellanes norteamericanos y la policía secreta japonesa practicaban investigaciones sobre todas las muchachas y se extirpaba a las prostitutas. Como tenían la noche desocupada, acosaron a Hana-ogi y le preguntaron:

— ¿Tienes una fotografía?

Hana-ogi no la tenía; por consiguiente ellas sacaron trocitos de papel en los que la actriz estampó su nombre, con los caracteres chinos usados para todos los nombres. Una de las muchachas examinó la firma y preguntó:

— ¿Cuál es tu verdadero nombre, Hana-ogi?

En el primer momento la actriz se negó a decirlo; luego, en un estado de ánimo profundamente japonés, dijo:

— Me llamo Kaji.

Inmediatamente, la muchacha tocó a Hana-ogi en la muñeca y exclamó:

— ¡Eres kaji, kaji!

Pregunté qué significaba esto y Hana-ogi dijo:

— En japonés, mi verdadero nombre significa fuego.

Una de las muchachas, la cual sabía el inglés, hizo funcionar un encendedor que le regalara un soldado norteamericano y exclamó:

— ¡Fuego, fuego!

Otra muchacha gritó rápidamente:

— ¿Un cigaretto, comandante?

Hice circular un paquete de cigarrillos y en la noche se distinguió un círculo de llamitas y luego Hana-ogi declaró, con tono desafiante:

— Me enorgullezco de ser una actriz para esas muchachas… para todas las muchachas de Nihon.

Cuando las trotacalles se alejaron, reanudé mi argumentación y pregunté:

— ¿Qué quisiste sugerir al decir que no sabías si te casarías con un norteamericano?

Ella hizo una señal con las manos, como indicando una llama que cayera a través del aire nocturno y dijo:

— El fuego se apaga.

— ¡No! -exclamé-. ¡Hay fuegos que nunca se apagan!

Hana-ogi se recostó contra un árbol que crecía cerca del canal.

— Hace mucho tiempo, Teruko-san amar supervisor. Ellos ser muy felices e ir a suicidarse en las cataratas de Kegon. Pero no lo hicieron y ahora él ser un hombre famoso y ella mujer famosa y soler encontrarse y tomar el té juntos. Ella hablarme hoy.

— Pero la llama no se apagó aún… o ella habría olvidado. La llama sigue aún ahí, créeme…

Entonces ella dijo algo asombroso:

— Tú volver a tu país y casarte con Eileen…

— ¿Eileen? -exclamé-. ¿Dónde oíste…?

Yo nunca había pronunciado el nombre de Eileen.

— Sí -dijo Hana-ogi-. Tú casarte con Eileen (pronunciaba Eireen). Tu padre decirme.

— ¿Mi padre?

— Sí. General Tiro Caliente Harry. Venir a verme tarde una noche.

Con amargura golpeé el suelo con el pie, porque sentía a mi padre reordenando las cosas.

— ¿Fue él quien te convenció de que hicieras eso? -pregunté.

— ¡No! Dice que si yo querer casarme contigo, está bien, pero saber que yo nunca hacerlo.

— ¿Qué te dijo?

— Él hombre muy amable, muy bueno. Él decir que tú casarte con Eileen. Yo creerlo también.

Yo supliqué:

— No creas en lo que te dijo. Hace años me arrastró a una vida… He progresado, pero eso no fue decisión mía.

Hana-ogi tocó el distintivo que yo llevaba sobre mi camisa y preguntó:

— ¿Tú no feliz? ¿Fuerzas Aéreas?

— Ha sido mi vida… -exclamé-. Me gustó. Pero podría haber otras.

Hana-ogi me asió firmemente la mano y dijo:

— A veces, yo tener miedo de ti porque tú vestir uniforme. Mi hermano ponerse uniforme y hacerse cruel. Tu Ejército ahorcarlo. Yo tener miedo de los uniformes.

Luego puso la cabeza sobre mi hombro y añadió:

— Pero tú… tu padre… hombres buenos.

Me sentía profundamente emocionado y me esforcé desesperadamente en bajar -por una vez en mi vida- al duro lecho de roca del vivir. Y dije:

— Hanayo, eres la esperanza de mi vida. Si me dejas, todas las cosas…

Ella me replicó en japonés:

— Lo sé, Rroyd. Para mí, tú también eres la base. Contigo, yo poder ser una mujer y una madre y ambos podríamos viajar a Londres. Yo poder amarte y ayudarte…

Se mostró exquisitamente tierna y comprendí entonces que, con ella por esposa, yo lograría hallar la base sólida para vivir que se me había escapado hasta entonces; y adiviné que también para ella yo era la única evasión que Hana-ogi podría conocer nunca. Si me rechazaba ahora se reduciría simplemente al magnífico contorno de una mujer aprisionada en pequeños cuartos o en pisos gigantescos… para ser amada, solamente, por otras mujeres.

La alcé en vilo y exclamé:

— Entonces… ¿nos casaremos?

Ella me miró fijamente y dijo:

— No.

La dejé suavemente sobre la ribera y besé su impasible rostro dorado, recordando con amargura las historias que leyera sobre los hombres blancos en tierras extrañas. La muchacha amarilla trataba siempre de seducir a aquellos hombres cabales para alejarlos de sus honestas novias blancas, porque todos sabían que las muchachas amarillas trazaban planes perversos para tentar a los blancos. Y si lo conseguían, los hombres blancos se hundían cada vez más en la barbarie.

— ¡Todo ese relato es una patraña, qué diablos! -exclamé.

Cuando Hana-ogi me miró con sorpresa, dije:

— Soy un hombre de West Point, un hombre de honor. En las novelas se supone que me pides que me case contigo. Hanayo-chan, pídemelo, por favor.

Ella se echó a reír ante mi divertida súplica, pero creo que vislumbró los años vacíos que la esperaban, porque tomó mis manos y se las llevó a la cara, confesando con tono fatídicamente nipón:

— No quiero convertirme en la solitaria vieja que enseña a bailar.

Su lamento me hizo arder el corazón y exclamé:

— Entonces, cásate conmigo.

Esta vez respondió en voz más baja, henchida aún de aquel inevitable sentimiento de tragedia que parece rondar a los japoneses:

— Yo nunca tener la intención de casarme contigo, Rroyd-san. Matrimonios de japoneses con norteamericanos no buenos. Nosotros leer sobre muchachas japonesas en Estados Unidos… Lo que pasó en Cedar Rapids.

— Entonces… ¿por qué viniste a vivir conmigo? -pregunté, con angustia.

Hana-ogi oprimió su linda cabeza contra la mía y dijo en voz baja, en japonés:

— Sé que hice mal. Pero era la única oportunidad que se me presentó de amar a un hombre. Ningún japonés se habría casado conmigo… como te dijo el hombre del museo. ¡Oh, quizá lo hiciera un pescador o un plantador de arroz! Pero los japoneses son muy crueles con las esposas como yo. Rroyd-san, tú eres el único hombre del mundo a quien me he atrevido a amar.

Hana-ogi se echó a llorar, lamentándose con amargura de toda una etapa de su vida que acababa a los veintinueve años. Era un tormento infernal estar allí con ella, oírla hablar de entregarse a ese mundo absurdo de las muchachas de "Takarazuka", las de las faldas verdes y ondulantes y de que yo volviera a mis aviones y a hacer la guerra. Le así las manos y exclamé:

— ¡Hanayo-chan! ¡Por favor! Estás hablando de nuestras vidas. "¡Cásate conmigo!"

Laxamente, con desesperación, Hana-ogi apartó las manos. Luego, alzando los brazos como para encerrar entre ellos a toda la dormida ciudad de Osaka, dijo, con trágica decisión:

— Yo japonesa, yo siempre japonesa. Yo nunca ser feliz en otra parte.

Luego su dolor la avasalló y prorrumpió en nuevos sollozos. Al bajar los ojos para ocultarme sus lágrimas, vio uno de los arrugados sobres "Kodak" usados por los "P. X." en el Japón. Una de las prostitutas, fotografiada por algún enamorado soldado, lo había tirado. Delicadamente, Hana-ogi recogió el papel color naranja y lo alisó. Luego, con una mano dolorosamente bella, señaló la marca de fábrica usada por la "Kodak" en el Japón: aquella terrible y sagrada estatua de Buda en Kamakura, la antigua capital. Su amplio e impasible rostro era adorado como un símbolo de la nación japonesa y lentamente la mano de Hana-ogi lo abandonó y señaló su propio rostro simbólico, con sus hermosos ojos japoneses y su clásica boca.

— Un poeta decir que mi cara igual esta cara de Kamakura. Yo muy orgullosa.

Luego, con tierno gesto de perdón, señaló nuestra oscura callejuela y preguntó, con tristeza:

— Katsumi-san casarse con muchacho norteamericano… ne? ¿Qué suceder con ella, desho?

La respuesta a esta pregunta llegó al día siguiente bajo la forma de un regalo especial del 4 de julio para Joe Kelly, nuestro héroe de ultramar. Habíamos celebrado la fiesta escapándonos al campo con un par de cestos de picnic. A lo lejos habíamos oído que hacían estallar fuegos artificiales en una aldea próxima a Kioto, y Katsumi dijo:

— Japoneses gustar festejar. Hasta gustarnos fiestas norteamericanas.

Pero cuando volvimos a Osaka, Joe encontró la fatídica carta insertada debajo de la puerta. Todos sabíamos que debía llegar tarde o temprano, pero aun así nos cogió de sorpresa. Las manos de Joe temblaron cuando leyó la mala noticia.

— ¿Lo mandan a Estados Unidos? -pregunté.

— Sí -respondió él, con voz débil.

Me mostró la hoja de papel, en la cual reconocí inmediatamente una de aquellas no destinadas a que las leyeran los reclutas y mi adiestramiento de West Point se rebeló.

— ¿Cómo consiguió esto?

— Un amigo de un amigo -replicó Joe.

Leí las impersonales frases que un par de meses antes nada habrían significado para mí.

"El personal militar norteamericano casado con mujeres japonesas será enviado inmediatamente de regreso, para que ello no afecte su lealtad a Estados Unidos." Y más abajo se añadía: "Esto se aplica especialmente al personal casado después del 1 de abril de 1952." Luego figuraban las frases de mera fórmula usuales donde se disponía que los comandantes ayudaran en toda forma a los soldados que debían tomar disposiciones poco usuales para las esposas que se veían forzadas a quedarse en el Japón.

Joe preguntó con amargura:

— ¿Qué entienden ellos por disposiciones poco usuales? ¿Conseguirle a la esposa japonesa trabajo en un buen burdel?

— ¡Joe, tómelo con calma!

— No es fácil tomarlo con calma.

— Joe, he visto centenares de órdenes como ésas. Todas desaparecen.

— Creo que, esta vez, ellos hablan en serio, As. ¿Debo escribirle a mi representante en el Congreso?

A pesar de mis sentimientos primitivos al respecto, dije ahora:

— Llévele el asunto directamente al Presidente, Joe.

Me volví y besé en la mejilla a Katsumi, la de los ojos negros y dije:

— Ojalá tuviéramos un millón de muchachas como usted en nuestro país.

Joe dijo:

— Esto tiene importancia para usted, As, porque un día de éstos, quizá trate de llevar a Hanayo a Estados Unidos.

— Ya lo estoy tratando -dije, y agregué, con desesperación-: Hanayo no puede decidirse, pero yo he iniciado el trámite esta mañana. Por lo que pueda suceder.

Noté que Hana-ogi profería una exclamación entrecortada al oírme y se disponía a protestar, pero Joe la interrumpió señalando los rincones de la casa de madera y papel.

— Yo era feliz aquí -dijo, con aire ceñudo-. Una esposa maravillosa, un hijo por llegar, amigos, un hogar. Bueno, así salta la bola.

Mientras vislumbraba la catástrofe inminente, Joe se refugiaba en la frase que nuestros hombres de Corea adoptaran como reacción ante las tristes tretas de la guerra: "Así salta la bola."

Para Joe, la bola tomaba un giro nefasto. Al día siguiente llegó una carta complementaria, con una dura y fría lista de los hombres a quienes enviarían a Estados Unidos, y en la K, Joe encontró su nombre. Le llevó la lista inmediatamente al teniente coronel Craford, quien dijo:

— Ya le previne que usted volvería a Estados Unidos. En esa lista figuran cuatro hombres. Todos ellos han venido a poner el grito en el cielo.

— Pero mi esposa va a tener un hijo.

— Todas las esposas tienen hijos. Para eso están.

— ¿Podrían trasladarme de nuevo a Corea?

El teniente coronel gruñó:

— Usted es el cuarto que prefiere volver a Corea antes que regresar a Estados Unidos. ¿De veras que prefiere Corea?

Joe vislumbró la oportunidad de quedarse en esa zona y exclamó ansiosamente:

— ¡Sí!

El teniente coronel Craford se apartó de él, fastidiado, y dijo:

— Es deshonroso el que un hombre prefiera el Japón a Estados Unidos, pero el que prefiera volver a Corea ya es demencia.

— ¿De modo que puedo ir? -insistió Joe.

— ¡No! -gritó Craford-. ¡Usted volverá a Estados Unidos, qué diablos! Todos ustedes, los amantes del Japón, tienen que volver a Estados Unidos, que es donde deben estar.

Miró los documentos de Joe y preguntó:

— ¿Dónde está su hogar?

— En Osaka -dijo Joe.

Craford se puso carmesí y volvió a preguntar:

— Me refiero a su verdadero hogar.

— Osaka -repitió obstinadamente Joe.

Craford descargó un puñetazo sobre el escritorio y gritó:

— ¡Salga de aquí! Debiera enviarlo a un Consejo de Guerra.

Sin meditarlo, Joe le tomó la palabra:

— ¿Significaría eso que podría quedarme en el Japón?

Craford se tornó apoplético y farfulló:

— Perfectamente, joven astuto. Perfectamente. Cuando venga la lista de embarque, usted no tendrá necesidad de inspeccionarla. Porque su nombre será el primero.

Cuando Joe me comunicó todo esto, me sentí furioso. He visto a mi padre habérselas con centenares de problemas humanos, y aunque es un general de los más duros que se ven, siempre pone a los hombres en primer término. En Francia hay un dicho en su Cuerpo de Ejército: "Si su esposa se está muriendo, no se moleste en hablarle al coronel. Dirá que no. Vea al general Gruver. Dirá que sí." De manera que le dije a Joe:

— Usted odia a los militares, chico, pero eso no es lógico. Yo lucharé por este asunto hasta llegar al propio general Webster.

Tomé el tren para Kobe, y cuando paramos en Nishinomiya, estaba el cartelón de Hana-ogi que me sonreía.

El general Webster no sonreía. Durante los tres primeros minutos no me dio una sola oportunidad de intercalar una palabra.

— ¿Quién demonios cree que acaba de estar aquí? -dijo finalmente-. ¡El inspector del ferrocarril Keihanshin Kyuko!

Esperaba que esto surtiera efecto, pero como no comprendí, el general agregó, fastidiado:

— El ferrocarril que explota el teatro en el cual usted se ha distinguido… más allá de lo que exigía su deber.

Esperé la explosión, pero no se produjo. El general Webster sonrió agradablemente y dijo:

— Todo está arreglado. El escándalo niponorteamericano ha sido solucionado por las negociaciones Webster-Ishikawa.

Se inclinó y dijo:

— Se llamaba Ishikawa.

Parodiando a un diplomático, continuó:

— Los términos del tratado Webster-Ishikawa son los siguientes.

Me tendió un legajo de papeles y dijo:

— Tome su avión y vaya al aeródromo de Randolph. La actriz va a Tokio.

— ¿Cuándo? -exclamé.

— Ustedes dos se van de estos lugares el diez de julio…, dentro de cinco días.

Luego, con gran sorpresa de mi parte, el general insistió en que yo almorzara con él, y cuando fuimos al Club de Oficiales nos esperaban allí la señora Webster y Eileen. Nos comportamos con la correctísima indiferencia que se otorga a un hombre que ha vuelto de un lazareto para leprosos, pero la señora Webster era una veterana harto ducha en los campos de batalla sociales para jugar semejante partida durante largo tiempo.

— ¿Ha visto el espectáculo de este mes en "Takarazuka"? -fue su andanada inicial-. La muchacha que desempeña el papel principal es bonita.

Me dolía aún la forma como trataban a Joe Kelly y me dije: "Si todo está perdido, allá va", y declaré:

— Conozco a la muchacha, y tiene mucho talento, pero vine a Kobe, más que nada, para convencer a su esposo de que permita quedarse en el Japón al soldado Kelly.

— ¿Quién es el soldado Kelly? -preguntó la señora Webster.

— Su esposa, que es japonesa, va a tener un hijo. Y lo mandan a Estados Unidos… sin ella.

El general se tornó escarlata y procuró cambiar de tema, pero Eileen acudió en mi ayuda:

— Una treta muy sucia, a mi entender.

Su padre dijo:

— No me mires con esa cara. Es una orden para toda la zona.

— ¿Qué será del hijo? -preguntó Eileen.

El general dejó su servilleta y manifestó:

— Discutí con Kelly durante media hora, previniéndolo de que no se casara con una japonesa.

Esto no satisfizo a Eileen, que preguntó:

— ¿Les obliga el Ejército a abandonar a sus esposas? ¿Acaso no están casados legalmente?

— Sí, están casados legalmente -replicó con tono brusco el general-. Tenemos que permitirles que se casen y luego tenemos que dejar varada a la esposa.

— Esto es grave -protestó Eileen-. ¿No trata nadie de impedir esa estupidez inhumana?

El general Webster dijo directamente a su hija:

— Yo traté de convencer a ese joven. Lloyd trató de convencerlo. ¿Qué conseguimos?

Pero Eileen dijo:

— No hablo de lo que sucedió. Hablo de la injusticia que se va a cometer.

La señora Webster la interrumpió y preguntó:

— ¿Cómo está usted complicado en esto, Lloyd?

Tomé aire profundamente y dije:

— Kelly pertenece a mi Cuerpo de Aviación de Corea. (Con el rabillo del ojo, noté que el general lanzaba un suspiro de alivio al comprobar que yo no lo había puesto en situación embarazosa mencionando a Hana-ogi, pero no me proponía eludir el problema.) Y también da la casualidad de que yo mismo me propongo casarme con una muchacha japonesa.

Había dejado caer mi bomba incendiaria. El general tragó saliva. La señora Webster se sonrojó hasta que su rostro se tornó absolutamente encarnado y Eileen puso su mano en la mía y dijo:

— Siempre pensé que tenías coraje.

— Gracias. Creo que, ahora, más vale que me vaya -dije.

La señora Webster inquirió con voz débil:

— ¿La actriz?

— Sí.

El general dijo:

— Lloyd no se casará con ninguna actriz. El jueves lo mandan a Estados Unidos.

Me disponía a marcharme, pero Eileen insistió en ir hasta la puerta conmigo, como si yo fuera la muchacha y ella el acompañante.

— Me enorgullezco de ti, Lloyd -dijo-. Te deseo toda la suerte del mundo.

Nos estrechamos la mano y se me ocurrió decir una docena de cosas, aunque ninguna de ellas tenía mucho sentido, y repliqué:

— Lamento que las cosas se hayan puesto tan enredadas.

Y ella declaró:

— Fue culpa mía, más que nada.

Y luego, cuando me iba, se echó a reír y dijo:

— ¿Recuerdas cuando te pregunté si alguna vez habías sentido deseos de agarrarme pura y simplemente y arrastrarme a alguna cabaña?

Ambos sonreímos torpemente ante estas palabras y ella dijo:

— Eso fue, poco más o menos, lo que hiciste… ¿no es así? Pero con otra.

Me besó en la mejilla y me dijo, con aire jovial:

— Bueno. Me alegro de que hayas resultado un hombre y no un ratón.

Al volver a casa encontré a Joe y a Katsumi solos, entregados a una suerte de embotado pánico.

— He hablado del asunto con todo el mundo -manifestó él-. Hasta fui a ver al cónsul, pero todos me muestran los documentos del casamiento y me dicen: "Usted los firmó. Usted sabía que no se la podía llevar a Estados Unidos." Como si esto lo solucionara todo.

Yo ya sabía que el nombre de Joe encabezaba la lista y no tuve el valor de preguntarle cuál era la última noticia desagradable, pero él mismo me la reveló:

— Soy el primero de la primera tanda.

Katsumi, sin una sola palabra, preparó la comida, mientras yo observaba la puerta, esperando a Hana-ogi. Llegó alrededor de las siete y advertí que ya estaba enterada de que debía irse a Tokio. Nunca la había visto tan nerviosa, y pregunté si estaría enterada de que me mandaban a Estados Unidos. Nos miramos durante un momento, mientras ella arrojaba con un puntapié sus zoris, y luego ninguno de los dos pudo continuar por más tiempo la comedia. Hana-ogi cruzó corriendo los tatamis y gritó:

— ¡Rroyd! ¡Rroyd! ¡Yo ir Tokio cinco días!

La atrapé en mis brazos y la abracé como si quisiera aplastarla para que ella no pudiera huir nunca.

— Yo tengo que irme en avión a Texas inmediatamente.

Ella me repelió y gritó:

— ¿Tú irte del Japón?

Asentí. Hana-ogi prorrumpió en sollozos, llamando a Katsumi en japonés. Las dos muchachas se quedaron paradas en el centro de la habitación y nos miraron a Joe y a mí, y los cuatro sentimos que el mundo se desintegraba lentamente.

HANA-OGI: No hay jabón en la bañera, Rroyd-san. Fuera hay jabón, por favor.

Hay una costumbre japonesa que he llegado a amar, y Hana-ogi se sumergió en ella para aliviarse de la tensión de nuestro hogar que se desmoronaba. Fue al rincón del baño y encendió una violenta llama de carbón de leña bajo la enorme bañera cuadrada de madera. Cuando el agua estuvo caliente, llamó:

— Ven, Rroyd-san. Yo frotarte la espalda.

Entré en el pequeño aposento, donde el vapor me envolvió y me lavé con jabón, enjugándome antes de trepar a la bañera. El agua estaba casi hirviente y Hana-ogi tomó una especie de corteza suave y me frotó la espalda durante veinte minutos, mientras conversábamos sobre las decisiones del día.

Cuando se hubo atenuado el dolor de mi corazón, ella se enjabonó a su vez, se enjugó y me remplazó en la bañera, mientras yo le frotaba la espalda. Apenas salimos, Joe y Katsumi ocuparon nuestro lugar, y a las nueve estábamos los cuatro sentados a la otomana en torno de la fuente de suki-yaki, mientras Katsumi nos servía un excelente almuerzo. Hana-ogi dijo:

— Nunca olvidaremos esta ocasión.

Y la tibieza del baño, el vigor del fregado y la buena amistad de nuestro hogar nos permitió hacer caso omiso durante algún tiempo de las penalidades que se cernían sobre nuestras cabezas. Creo que los cuatro sabíamos que nunca volveríamos a conocer en la vida la misma intensa amistad y amor que compartíamos esa noche, y Joe dijo, con tono malhumorado:

— Me enfurece la idea de vivir en alguna casa de apartamentos de Chicago… esperando.

Hacia la medianoche, lo ineludiblemente lúgubre de nuestra situación se cernió con firmeza sobre nuestra pequeña casa, y Hana-ogi y yo sentimos la necesidad de liberarnos un poco y de caminar en el fresco aire nocturno. Las estrellas, sobre Osaka, eran las mismas que brillaran sobre Estados Unidos siete horas antes: Vega, Arturus y Altair. No reconocían barreras nacionales y empecé a pensar -yo, un oficial que había jurado proteger a Estados Unidos- que algún día quizá siguiéramos el ejemplo de las estrellas.

Pero, como sucede con frecuencia, apenas empecé a albergar este efímero pensamiento, me sentí gustosamente más norteamericano que nunca. Porque en la entrada de nuestra callejuela apareció un nutrido grupo de bribones que gritaban:

— ¡Los norteamericanos a su país! ¡Que se vaya al infierno Estados Unidos! ¡Los norteamericanos a su país!

Aquellos hombres se esparcieron como un enjambre por el otro extremo de la calle, llenos de frenesí. Al llegar a la casa de Masako Fukada, la muchacha que había tenido un hijo con un soldado norteamericano, derribaron la puerta y arrastraron a Masako a la calle, vociferando:

— ¡Matemos al bastardo norteamericano!

Antes de que yo pudiera hacer algo, Hana-ogi se lanzó hacia el centro de la enfurecida muchedumbre. Aunque arriesgaba su permanencia en "Takarazuka", y más también, se precipitó sobre Masako, a quien le asestaban puntapiés en el vientre y la cubrió con su cuerpo.

Esto enfureció a los bribones, quienes blandieron sus antorchas y gritaron con agudas voces que Hana-ogi merecía la muerte por andar con un norteamericano. Me lancé hacia ellos, pero Hana-ogi me previno con un grito que me apartara. Esto hizo que la multitud se volviera hacia mí, y a la cárdena luz de sus fluctuantes antorchas, esos fanáticos rostros parecían, ni más ni menos, las estampas de los bárbaros japoneses que tuviéramos colocadas en nuestras habitaciones durante los años de la guerra. Recuerdo un horrible rostro que se abalanzó sobre mí. Estaba desfigurado, tenía un aire maligno, brutal, inhumano.

— ¡A ti te busco, bribón japonés! -grité, y le propiné un golpe en el vientre.

Otro japonés blandió en el mismo instante un palo y pensé que me había roto la cabeza, pero mi impulso me hizo pasar de largo, choqué con el cabecilla del grupo y sentí el maravilloso impacto de mi cuerpo contra el suyo y la sorda caída del japonés, que profirió un gruñido de ira. Empecé a golpear su rostro deformado y aborrecible. Al propio tiempo conservé suficientemente la serenidad para gritar:

— ¡Eh, Joe!

El joven irrumpió fuera de sus puertas de papel blandiendo una escopeta por la culata. Corrió hacia mí y tratamos de defendernos, pero la sangre me manaba del rostro y empecé a desfallecer. -¡Por amor de Dios! -gritó el soldadito Kelly-. ¡Ahora no! Los haremos correr.

Un segundo más y se desplomó bajo el impacto de tres palos japoneses y me desmayé. Más tarde supe que la multitud antinorteamericana nos habría matado de no mediar los jugadores de pachinko. Éstos, en el extremo de la callejuela que daba sobre el canal, estaban sentados con aire sombrío en la oscuridad después del cierre del salón de juego y uno de ellos, a quien yo solía hablarle en inglés al jugar al pachinko, oyó a Joe gritar mi nombre. Comprendieron que estábamos en apuros y sabían que éramos sus amigos.

El pequeño Watanabe-san, y el hombre que mantenía a dos geishas, y el hombre a quien su esposa apaleaba, y el que había estado en presidio, acudieron corriendo calle arriba. Me contaron que se libró una violenta batalla, pero no me di cuenta de nada. Lo último que vi fue un rostro japonés; no una de las máscaras malignas, sino la belleza oval y amarilla de Hana-ogi cuando yacía temerosa y con los ojos cerrados sobre el cuerpo de la inconsciente Masako Fukada.

Cuando me hicieron reaccionar, oí que el pequeño Joe repetía tranquilamente:

— ¡No, no! No manden por un médico del Ejército. Vayan por un médico japonés.

Le estaba explicando a uno de los jugadores de pachinko:

— Lo aprendí en Chicago. No se debe llamar jamás a un agente de policía. Los policías nunca ayudan a nadie.

Cuando desperté, con la sensación de una dolorosa magulladura en el rostro, volví a ver a Hana-ogi. Me dijo:

— No estoy herida.

Inmediatamente me sentí mejor, y a medida que avanzaba la noche comencé a sentirme perfectamente, porque nuestra pequeña casa estaba atestada de gente de la callejuela. Todos ellos estaban parados allí en sus quimonos o sentados a la turca en el suelo, tomando aliento y bebiendo el té verde que les servía Katsumi. Decían, con reiterado énfasis:

— Los bribones que los atacaron… no eran japoneses. Eran comunistas coreanos. Nosotros somos japoneses. Nosotros somos amigos de ustedes.

Recuerdo a un joven, a un jornalero robusto y sufrido, que lucía aún el quepis del Ejército japonés. Yo había jugado al pachinko y les había regalado cosas a sus cuatro hijos. Mascullaba en forma poco inteligible y no conocía el inglés, pero dijo:

— No todos eran coreanos. Muchos japoneses odian a los norteamericanos. Pero yo combatí contra ustedes en Guadalcanal. (Yo pensé: "En esos días, me habrías decapitado.") Y ustedes se han portado en el Japón mucho mejor de lo que esperábamos. Ahora soy amigo suyo. Esos de la calle eran comunistas.

De todas maneras, al día siguiente Masako-san y su hijito norteamericano abandonaron nuestra callejuela y nunca volvimos a oír hablar de ellos. La madre de Masako se quedó parada en la calle maldiciendo a la muchacha por haber causado la revuelta, y las demás mujeres de la callejuela apartaron la vista.

Era domingo. El lunes, las Fuerzas Aéreas notificaron oficialmente a Joe que debía volver en avión a Estados Unidos el miércoles. Para Joe, aquello fue una condena al tormento. Lo encontré sentado a la turca en el suelo, examinando la notificación, con aire sombríamente resignado. Alzó los ojos, ceñudo, y preguntó:

— ¿Por qué han de castigarme? ¿Por qué he de volver a los Estados Unidos?

Mecánicamente repliqué:

— Así salta la bola.

— ¡No! -gritó él-. ¿Qué me espera en Estados Unidos?

— Abandonará las Fuerzas Aéreas y encontrará un empleo, y pronto Katsumi lo seguirá allí.

Me miró con tristeza y dijo:

— Ojalá el asunto fuera tan sencillo.

Recuerdo todos los incidentes de ese día intenso y monótono. Fui a Itami a tratar de acabar mi trámite burocrático y almorcé con Mike Bailey, quien me dijo:

— Mi asunto con Fumiko-san está más claro y limpio que camisa de sargento en día de inspección. Fumiko dijo que temía que pasara algo. Un suicidio, una vida destrozada, un niño no querido. Dijo que esas cosas sucedían en su familia porque los suyos eran unos aristócratas y encaraban la vida muy severamente. Y afirmó que Hana-ogi era el tipo de la muchacha tal como debía ser. Fuerte y valiente.

Fui a Takarazuka en busca de mi correspondencia y encontré una carta de mi padre, que decía: "Sigo las noticias de la guerra con más dominio del asunto desde mi conversación contigo. Sin duda, tu pequeña Butterfly te habrá dicho que la visité esa noche. Tienes suerte de haber conocido a tan buena muchacha. Confío en que mamá y yo te veremos en Lancaster un día no lejano. Hasta entonces, me enorgullezco profundamente de un hijo capaz de derribar a siete aviones enemigos. Harry."

Al caer la tarde, alcancé el tren de Osaka y volví a experimentar un avasallador sentimiento de identificación con aquella tierra extraña. Los campos que veía podían ser los que trabajáramos Hana-ogi y yo. Los viejos eran sus padres, y los regordetes chiquillos, nuestros hijos. La interminable lucha por la vida era nuestra lucha.

Cuando, en cierta ocasión, Joe Kelly había exclamado "No quiero volver a Estados Unidos", poco me había faltado para golpearlo como a un retrasado y antipatriota. Ahora, en el tren a Takarazuka, comprendí que un hombre puede tener muchos hogares y que uno de ellos debe ser el sitio, aunque sea extranjero, donde advierta por primera vez que él y alguna mujer pueden formar parte felizmente del tránsito inmortal de los seres humanos sobre la faz de la tierra: las mujeres grávidas, los labradores, los constructores, los luchadores y eventualmente los que mueren y vuelven a la tierra.

Yo había descubierto ese apasionado sentimiento en el país de Hana-ogi, y para mí -un oficial de Estados Unidos educado en el patriotismo- los atestados campos que se extendían entre Takarazuka y Osaka, los insignificantes canales, la diminuta casa, los tatamis y la cama plegable que se abría de noche siempre serán uno de mis hogares.

Esta alucinante sensación perduró en mí cuando crucé Osaka esa tarde de sol porque, al pasar frente a una casa de estampas, vi en el escaparate el viejo retrato, tallado en madera, de una clásica beldad japonesa. Tenía una montaña de cabellos negros en los cuales estaban insertadas grandes peinetas amarillas y me recordó aquel día del museo de Kioto. Instintivamente entré en el tenducho y saludé al propietario inclinándome.

— ¿Tiene una estampa tallada en madera de Hana-ogi? -le pregunté.

Quería llevármela al irme del Japón. El propietario se mostró muy melancólico e insinuó que no sabía inglés, pero al cabo de un momento salió a la calle gritando y pronto apareció la inevitable muchacha que había aprendido el idioma durmiendo con soldados norteamericanos.

— ¿Qué desea, comandante? -preguntó.

— Quisiera una estampa en madera de Hana-ogi.

— Ah, so desu-ka!

El propietario se acercó presurosamente a una vitrina y pronto apareció con seis de las satinadas fotografías vendidas en Takarazuka. Mostraban a mi Hana-ogi en el papel de un jeque, en el de un gondolero norteamericano, en el de un príncipe chino y en el de otros tres hermosos jóvenes. Hice una profunda reverencia y dije:

— No me refería a esa Hana-ogi. Me refería a…

Y señalé el cuadro de la vitrina.

— Soka! -gritó el propietario.

— Ah, soka, soka! -gritó la muchacha y dieron a entender con su gesto que si me interesaba aquel cuadro yo era uno de ellos.

Dos mirones que estaban en la tienda se nos unieron, mientras el propietario revolvía una pila de estampas. Finalmente sacó una, brillante y con un fondo negro tornasolado, donde se veía a Hana-ogi el día de su regreso a las verdes jaulas de Yoshiwara: esplendorosa con sus agujas de ámbar entre el cabello y sus muchos quimonos. Sus ojos eran muy oblicuos y teñidos de azul, sus dientes de un negro azabache, y el cabello, en torno de su oreja, bajaba en flequillos. Era intemporal y era el Japón.

La muchachita que viniera de la calle dijo:

— Este retrato no es verdadero. Sólo una copia. Pero es muy viejo. Quizá tenga cien años.

Los mirones contuvieron el aliento y me felicitaron cuando me llevaba el recuerdo viviente de Hana-ogi. EL VENDEDOR DE FIDEOS: Soba, soba, soba.

Parece extraño, pero recuerdo todas las cosas triviales que llenaron ese hermoso día japonés. Al entrar en nuestra callejuela pasamos ante el salón de pachinko y nos asomamos para darles las gracias a los hombres que me ayudaron en mi pelea con los comunistas, pero la mayoría de ellos estaban tan enfrascados en su juego mecánico que apenas levantaron la cabeza. Luego crucé la callejuela hasta la floristería y di a entender que quería un ramo para nuestra casa. El hombrecito -sigo usando el término porque aquellos hombres eran realmente muy pequeños- inició una catarata de palabras en japonés, salió a la calle y gritó hasta que vino un niño. En el Japón, siempre hay quien conoce algo de inglés. Aquel niño explicó que, como yo debía volver pronto a Estados Unidos, el florista quería darme tres flores muy especiales. Cuando el comerciante me las entregó, parecían las que lucen habitualmente las muchachas norteamericanas en los partidos de rugby. Yo las había comprado a menudo para Eileen Webster, pero ahora el niño, tomando aliento, dijo asombrado:

— Es muy insólito que florezcan los crisantemos en julio.

Agregó que aquéllas eran las flores nacionales del Japón y las miró con codicia cuando yo las tomaba de manos del florista.

Dándole poca importancia al regalo llevé flores a casa, pero apenas las vieron las muchachas tomaron aliento como lo hiciera el niño y Katsumi salió corriendo a la calle para anunciar que teníamos crisantemos en julio. Pronto llenaron nuestra pequeña habitación los vecinos, quienes se sentaron sobre los tobillos, contemplando absortos los tres maravillosos capullos. De vez en cuando llegaban hombres nuevos, se inclinaban ante Hana-ogi, se sentaban en el suelo y contemplaban aquella milagrosa hazaña. Hasta Watanabe-san abandonó su pachinko para mirar. El niño que me sirviera de traductor se nos unió y explicó algo extraño: "En el camino a Kobe, un florista tiene una gran casa de vidrio donde cultiva estas flores. En una sección, hay postigos cerrados para impedir la entrada del sol. Guiado por un almanaque, ese hombre inteligente logra que el sol se ponga más temprano cada día, de modo que, en el término de tres semanas, parece recorrer la trayectoria de cuatro meses. Las flores se engañan. Creen que ha llegado el otoño y florecen." Los hombres tomaron aliento, con admiración.

En ese momento Katsumi sintió de pronto la primera señal de vida en sus entrañas y cayó ligeramente hacia delante. Hana-ogi le lavó la frente con agua fría, y Joe, ante la necesidad de dejar en el Japón a su esposa grávida, dijo en voz alta:

— Sólo tengo una esperanza. Espero que el coronel Craford vuelva a nuestro país y se compre un "Buick" nuevo azul claro y que vaya avenida abajo cuando yo llegue por el otro extremo en un camión "Macy".

Me disponía a prevenir a Joe que no intentara ninguna violencia contra Craford, cuando vi que Hana-ogi se estaba ajustando el quimono. La prenda era azul y blanca, muy suave y especial para el verano. Con ella la muchacha usaba dos prendas interiores de la más fina tela: seda rosada y algodón blanco. Me pareció que nunca la había visto tan linda. Sin advertir mi mirada, ensayaba las líneas de su vestimenta hasta que las dispuso en un dibujo que la hacía más hermosa que el retrato comprado por mí. Me disponía a compartirlo con ella cuando Hana-ogi alzó ambas manos y se alisó el cabello en torno del rostro, para que se asentara a la usanza japonesa. Se examinó en el espejo y movió la cabeza con aire de aprobación. Luego me oyó reír y se arrodilló rápidamente junto a mí.

— Rroyd-san -dijo-. Yo tener que ser así. Yo ser japonesa.

Creo que esperaba verme herido, pero desenrollé la estampa y apenas Hana-ogi vio los audaces caracteres de la esquina superior exclamó:

— ¡Hana-ogi! ¡Rroyd-san! ¿Tú comprar?

Ambos examinamos la estampa durante un momento, y luego ella se acercó al baúl de Katsumi y volvió con un pincel de dibujo y una piedra de tinta. Usando los firmes caracteres chinos adoptados desde hacía mucho tiempo para la escritura japonesa, agregó una nueva columna en el flanco del retrato: "Hana-ogi de "Takarazuka" amó a un norteamericano." La aferré en mis brazos y la besé, pero al hacerlo destruí la armonía del color y la tela sobre su garganta, y Hana-ogi se arregló el quimono de nuevo.

Para las mujeres enamoradas, no puede haber una prenda de vestir más fascinante que el kimono. Al contemplar a Hana-ogi, yo sabía que en el futuro, cuando hasta el recuerdo de nuestra ocupación se desdibujara, un cuarto de millón de norteamericanos amarían más a todas las mujeres por haber observado tiernamente alguna muchacha de dorada piel cuando se envolvía en la trémula belleza de un quimono. En memoria de su femenina gracia, todas las mujeres parecerán siempre más femeninas.

Cuando Hana-ogi terminó de vestirse, ella y Katsumi nos dieron la sorpresa. ¡Nos llevaban a Joe y a mí a ver los títeres de Osaka! Audazmente, puesto que no nos importaba ya quién pudiera vernos en las calles, echamos a andar en el bello atardecer estival hasta un antiguo teatro, pequeño y apartado, donde durante muchas generaciones exhibieran los famosos títeres del Japón. Las muchachas, radiantes en sus quimonos, compraron nuestros billetes de acceso por unos pocos yens y nos hicieron pasar orgullosamente hacia la atestada platea, donde presenciamos una función notable.

El escenario era pequeño y estaba lleno de hombres vestidos de negro. En las manos llevaban títeres de cuatro piernas, de tipo extrañamente humano, que representaban una de las tragedias clásicas japonesas. En el primer momento me resultó imposible aceptar la ilusión, porque se requerían tres adultos para manipular cada títere y los hombres eran constante y totalmente visibles. Si la heroína tenía que cruzar el escenario, uno de los imponentes hombres de negro manipulaba abiertamente el quimono del títere para simular el andar, mientras que un anciano de distinguido aspecto, quien vestía un ondulante quimono y un ceremonioso chaqué de grandes faldones, manipulaba la cabeza y el brazo derecho del títere. Parecía ridículo que seis brazos humanos estuvieran tan atareados dando vida a un muñeco, pero antes de que yo advirtiera el cambio había aceptado completamente el convencionalismo. Los imponentes hombres de negro, cosa curiosa, se tornaron en realidad invisibles, como espíritus de otro mundo que organizan la vida humana, y me absorbió realmente la tragedia de esos muñecos.

Estábamos contemplando una de las muchas piezas clásicas en que ambos amantes se suicidan. En ésta, un hombre casado se enamoraba de una bella muchacha del Yoshiwara, a quien Hana-ogi me identificó en la oscuridad como "igual a la antigua Hana-ogi". No creo que ningún norteamericano haya comprendido nunca realmente los pormenores de una tragedia japonesa, pero esa pareja me causó la impresión de dos personas atrapadas en un conjunto cada vez más insoportable de presiones. Nunca comprendí cuáles eran esas presiones, pero Hana-ogi y Katsumi lloraban silenciosamente, y cuando pregunté la razón, me dijeron:

— Esto es tan triste… Es tan triste ver cómo habla de ese hombre la gente…

Pero a quienes no comprendí fue a los músicos: Porque los misteriosos hombres de negro no hablaban. El diálogo lo cantaba un hombre sorprendente, acompañado por cuatro músicos que tocaban samisens. Quizá "cantaba" no sea la palabra justa, porque nunca oí sonidos más pavorosos. El cantante era un hombre gordo, calvo, de sesenta y tantos años, quien estaba en cuclillas y, al cobrar intensidad la tragedia en el escenario de los títeres, se inclinaba hacia delante y gritaba con inconcebible furia hasta que su redondo rostro se tornaba púrpura y las venas sobresalían en su cuello. Durante los pasajes amorosos narraba la escena con trémulo plañir femenino, y cuando los amantes sentían la inexorable presión de la sociedad, el cantante imprimía a su voz una tonalidad áspera y horrible, como si una sierra rota rozara un clavo oxidado. Oír a aquel hombre era una experiencia terrorífica, porque yo nunca habría creído que la voz humana fuese capaz de tan avasalladora emoción. Desafío a cualquiera a no dejarse acobardar por aquella impresionante voz.

Ahora, cuando los acosados amantes se acercaban a la histórica escena de Amijima, en que se suicidarían juntos, las negras y misteriosas figuras del escenario giraban velozmente en lo que parecía ser una confusión de destinos; los muñecos de madera marchaban rígidamente hacia su perdición, y el inspirado narrador vociferaba con verdadero terror, mientras los samisens, con sordina, dejaban escapar una música quejumbrosa. Había otro sonido en aquella sorprendente tragedia, pero no lo noté hasta que se hubo corrido el telón: todas las mujeres próximas a mí lloraban, y cuando aparté los ojos del epiléptico cantante, cuyo rostro se había relajado por fin, como si hubiese muerto repentinamente, vi a la linda Hana-ogi sentada con las manos juntas sobre su quimono y sollozando desesperadamente. Estaba tan acongojada que poco faltó para que las lágrimas afluyeran también a mis ojos; pero cuando hice volver su cara hacia la mía, noté que distaba de sentirse desdichada. Había éxtasis en su maravilloso rostro y sus ojos brillaban. Sorprendido, murmuré:

— ¿Qué pasa, Hanayo-chan?

— ¡Eso fue tan hermoso…! -dijo.

— ¿Qué? ¿El canto?

— No -replicó ella en voz baja, tomándome la mano-, el doble suicidio. Fue tan tierno…

— ¿Qué quieres decir? -pregunté.

Las mujeres que estaban a mi alrededor se levantaban ahora y en todos los rostros vi la misma extática satisfacción. Al parecer, el doble suicidio las había inspirado más aún que a Hana-ogi. Por eso no me sorprendió el que ella no intentara explicar este misterio, pero cuando miré a Katsumi y vi en su rostro humedecido por las lágrimas la misma expresión arrobada, hube de reconocer que, para el público japonés, aquel doble suicidio proporcionaba una experiencia vitalmente satisfactoria.

— ¿A qué se debe todo esto? -le pregunté a Katsumi, señalando a las mujeres que lloraban.

— Los amantes -dijo ella, en voz baja, mostrando el escenario ahora desolado-. Por fin han hallado la felicidad.

— Han muerto -dijo Joe.

Mientras volvíamos a pie por las anchas y limpias calles de Osaka a nuestro canal, tuve la dolorosa sensación de que siempre habría muchas partes del Japón en que Joe Kelly y yo nunca podríamos penetrar.

— ¿Qué pasó ahí? -le pregunté a Joe-. Sólo vi a un montón de muñecos y a un hombre que gritaba.

Mi pequeño camarada se echó a reír como si no tuviera motivo para inquietarse, y dijo:

— Cada tres semanas, Katsumi-san sufre accesos de llanto. Podría creerse que se le ha destrozado el corazón. Eso solía asustarme mucho. Luego descubrí qué pasaba. La primera vez fue un ex general del Ejército que se suicidó porque lo habían acusado de malversación de fondos. Katsumi dijo que aquello era tan hermoso que debía llorar. La vez siguiente fue una geisha de Kioto. Se degolló. Esto fue particularmente hermoso.

Hana-ogi me oyó reír y se volvió bruscamente. Yo esperaba que me hiciera reproches, pero en cambio me tomó la mano y susurró:

— Tú no comprender. Tener valor. Tener honor. Es muy bello.

Cuando entramos en el sendero que llevaba a nuestro canal, un considerable alboroto interrumpió nuestra conversación. Oímos gritos y corrimos a nuestra callejuela, llegando a tiempo para ver un magnífico despliegue de fuegos artificiales.

— ¡Ah! -exclamó Hana-ogi-. Yo olvidar Tanabata.

Y mucho después de haber cesado los fuegos artificiales, la gente de nuestra callejuela seguía parada contemplando las estrellas. En japonés, Hana-ogi explicó:

— Vega, la estrella princesa, se enamoró de Altair, la estrella pastor. A diferencia de los cuentos de hadas norteamericanos, el pastor se casó con la princesa sin dificultad; luego, como en nuestros cuentos, amaba tanto a su esposa, que sus ovejas se extraviaron a causa de su negligencia y el rey lo arrojó al otro lado del río de la Vía Láctea. Una vez por año, en julio, el pastor cruza a nado el río y le hace el amor a su princesa. Para el pueblo del Japón, esta Tanabata es la noche del amor.

Pero Hana-ogi y yo, al desplegar nuestra cama pensamos que nos quedaban aún dos noches que pasar juntos, de manera que les dejamos su amor a la princesa y al pastor mientras estábamos tendidos el uno junto al otro, escuchando los exquisitos sonidos de la noche japonesa. El viejo que hacía masajes en los músculos doloridos y quemaba polvo de moxa sobre los nervios para aliviarlos, pasó por nuestra callejuela haciendo sonar su melancólica flauta y dando golpecitos con su nudoso bastón. Durante algún tiempo reinó el silencio. Luego pudimos oír a Watanabe-san, quien volvía de su partida de pachinko acompañado por su mujer, que caminaba dando saltitos. Hana-ogi se acurrucó contra mí y dijo:

— Nunca reñimos.

Pero yo toqué la leve cicatriz que había bajo sus bucles y dije:

— ¿Y en aquella ocasión, cuando quise que te volvieras norteamericana?

Hana-ogi se tornó sombría y dijo:

— Porque yo conocerte, ahora yo mejor japonesa. Tú mejor norteamericano.

Entonces poco me faltó para desfallecer. Quise abismarme en su amor y confesar:

— No puedo vivir sin ti, Hanayo-san. ¡Dios mío! No puedo hacer frente al solitario mundo sin tu ternura.

Pero yo sabía que nos quedaban aún dos noches y temía que si me abandonaba ahora plenamente a mi pena, las noches siguientes serían insoportables. Se me agarrotó la garganta y oculté mi rostro contra el suyo, sintiendo sus ojos japoneses contra mis labios, su negro cabello japonés contra mi semblante.

— ¡Oh, querida! -murmuré-, ¿por qué no puedes casarte conmigo?

Ella me ciñó con sus brazos como lo hiciera aquella primera noche en los bosques junto al santuario sintoísta y dijo:

— Hay gente que nunca amar a nadie. ¡Oh, Rroyd-san! Yo amarte hasta que mis pies estar viejos para bailar… ¡hasta que romperse mis dientes como los de Hana-ogi!

Creí que no podría soportar esto, pero entonces oí el más dulce de los sonidos nocturnos que hubiese oído en mi vida, el suave paso del vendedor ambulante de fideos, quien empujaba su carrito con cascabeles mientras tocaba una rítmica melodía en su flauta. Durante toda la noche los vendedores de fideos caminaban por las calles de Osaka haciendo resonar su bella melodía. Algunos usaban cinco notas consecutivas que concluían en una débil llamada. Otros tocaban una melodía menor. Otros más ejecutaban notas al azar, y unos pocos, que terminaban por ser recordados y por suscitar afecto, tocaban melodías que habrían podido llamarse canciones de amor, porque parecían llegar siempre cuando uno estaba durmiendo con la muchacha que compartía su lecho sobre los tatamis.

Durante el resto de esa noche, según recuerdo, Hana-ogi ni siquiera me puso el brazo sobre el cuerpo y, aunque parezca ridículo, no dijimos más que lo siguiente:

— ¿No crees que mañana debiéramos llevar a cenar a Joe y a Katsumi?

Ella replicó:

— No. Creo que debiéramos.

— ¡Caramba, Hanayo! ¿Quieres explicarme de nuevo por qué dices "No, debiéramos", y "Sí, no debiéramos"?

Pacientemente, ella volvió a explicármelo:

— En japonés cortés decir así. Si tú decirme "no" a mí, yo decir "no" para estar de acuerdo contigo.

— Todavía no comprendo.

— Tú hacerme una pregunta.

— ¿No quieres casarte conmigo?

— Sí, yo no casarme contigo.

— Pero lo que te pregunté fue: "No quieres casarte?"

El juego llegó a su término porque ella murmuró:

— No, no, Rroyd-san. Yo querer.

Gruñí:

— No logro comprender ni tu gramática ni tu corazón.

Ella puso mi mano sobre su corazón, y el delicado calor dorado de su esbelto cuerpo me invadió y Hana-ogi dijo:

— Mi corazón para ti, takusan, takusan. ¿Recuerdas cuando tú decirme eso?

Yo lo recordaba, y mientras la dulce canción del vendedor de fideos suscitaba ecos en el otro extremo de nuestra callejuela, nos quedamos dormidos.

UNA MUCHACHA DE OSAKA A UN MARINO CON LICENCIA DE COREA: Para los japoneses, la danza de Hana-ogi ahora ichi-ban.

Si el lunes fue apacible, el martes no lo fue. Hana-ogi y yo nos despertamos alrededor de las ocho y media y descubrimos que Joe había salido para hacer una última exhortación al teniente coronel Craford. Katsumi, adivinando que queríamos estar solos, fue a lamentarse con sus amigas; entonces encendí el fuego y Hana-ogi, envuelta en una sábana, trató de preparar el desayuno, pero yo insistía en tirar de la sábana hasta que ella la soltó por completo; después de lo cual apoyamos una silla contra la puerta corrediza y dejamos que el fuego se apagara.

A las once, Hana-ogi se vistió para ir a Takarazuka. Le até sus obis y ella insistió en que dejara colgar sus cabos casi hasta el suelo. Dio unos pasitos y exclamó:

— ¡Yo muchacha maiko!

Luego, diestramente, unió los cabos en un lazo, símbolo de las muchachas mayores, y dijo:

— Yo no ser ya virgen. Yo ser mujer casada.

Creo que ésas fueron las últimas palabras que dijo esa mañana. La miré alejarse por la callejuela y todas las mujeres, desde los almacenes y casas que estaban abiertas, le gritaron algo esa mañana de verano.

A los pocos minutos de haberse ido Hana-ogi, volvió Joe. Estaba derrotado. Tiró su gorra al suelo y dijo, en un arranque final de desesperación:

— As… ¿Qué puedo hacer?

— Tome aliento -dije-. Y aguántelo hasta el fin. Tendrán que modificar la ley.

— En Washington tienen cincuenta senadores como Craford. ¿Cree que ellos cambiarán la ley?

Sus ojos estaban desencajados.

— ¡Joe! Cálmese.

— ¿Cómo podría calmarme? As, soy un inútil. Si vuelvo a Estados Unidos sin Katsumi, tendré que dedicarme a los salones de billar y a los restaurantes baratos. No podré aguantarlo.

— Por ahora tendrá que aguantarlo.

Joe se sentó sobre el tatami y dijo, con aire ceñudo:

— En Chicago maté a un hombre. Fue un asunto confuso… y no fue mía toda la culpa. No pudieron probarme nada. No me excuso, ya que también pudo haber sido culpa mía. Porque soy un inservible. Y si pierdo a Katsumi, volveré a serlo.

Yo sabía que debía decirle algo, alguna palabra vulgar de estímulo, pero no se me ocurrió una sola. Joe declaró:

— Un hombre como usted, de buena familia… Usted no comprendería. Por primera vez en mi vida estoy viviendo. De noche, cuando oigo llegar a Katsumi por la callejuela arrastrando sus zuecos… y luego, cuando se pone esta almohadilla ridículamente dura junto a la mía… cuando veo la clara bondad de esa muchacha…

Miró el tatami y adiviné que las lágrimas le agarrotaban la garganta. Quise decirle que yo lo sabía, pero me sentí cohibido.

— Joe, prométame que no se pondrá en dificultades con Craford.

Joe me miró como si Craford hubiese muerto ya.

— ¿Él? -resopló-. Sólo creo en Dios cuando pienso en esa gorda babosa. Dios sabe anotar a canallas como ésos. De lo contrario, nada tendría sentido.

Le dije:

— Recuérdelo, Joe. Usted me dijo que no se buscaría dificultades con ese…

Traté de hallar un epíteto y repentinamente afluyó a mi boca, como bilis, todo el dolor del problema de Joe. Me puse carmesí y maldije a Craford durante varios minutos. Maldije a mi padre y al general Webster y a la señora Webster y a todos los convencionalismos que nos impedían casarnos a Hana-ogi y a mí. Luego me interrumpí, pero estaba trémulo aún a causa de la furia acumulada.

Joe me miró y dijo:

— Gracias, comandante. Me imaginé que sus sentimientos eran ésos.

Yo temblaba todavía.

— Aun así, creo que las cosas se enderezarán -dije.

— Yo no lo creo -replicó Joe.

No había nada que añadir. Joe conocía mis sentimientos. Sabía que yo estaba con él. Quizá yo lo hubiera desviado de algún error propio de un cerebro enfebrecido. Ésa era mi mejor esperanza y por lo tanto fui a Itami para sacar todo lo que tenía en mi escritorio y pedirle a Mike Bailey que me prestara su automóvil; pero cuando partía de la base aérea rumbo al teatro donde debía presenciar la última representación de Swing Butterfly, tuve una desagradable aventura que me pareció un presentimiento de tragedia. Fuera de la verja principal que daba acceso a la base Aérea de Itami, se extendía a lo largo de más de un kilómetro una ancha carretera flanqueada por salones de baile baratos, cervecerías, cantinas y burdeles lisos y llanos. Frente a cada uno de esos establecimientos holgazaneaban grupos de muchachas y aquel tramo de calle recibía el nombre de Carrera de las Mil Yardas. Se afirmaba que cualquier norteamericano de uniforme capaz de recorrer aquel ruidoso trecho sin perder los pantalones, recibiría un premio de mil dólares por una demostración de heroísmo que excedía las exigencias del deber.

Cuando yo salía por última vez de la Base aérea vi los sucios salones llamados "Bar del Pueblo", "Club del Hombrecito", "El Toro Volador" y "El Paraíso de la Fuerza Aérea". Luego, con gran disgusto mío, mi automóvil se atascó en el fango y lo rodearon inmediatamente tres muchachas. Una de ellas trepó al vehículo y dijo:

— Muy bien, general. ¿A dónde vamos?

Al instante apareció un policía de la Marina y volvió a llevar a la muchacha a su tramo de calle y me hizo una advertencia fraternal:

— Cuidado con ella, comandante. Es una mala pécora.

Me saludó militarmente, señaló una taberna situada en el otro extremo de la calle y dijo:

— Si quiere algo realmente bueno, comandante, puede confiar en las muchachas de "El Dólar de Plata".

Cuando logré poner en marcha el motor de mi automóvil vi con consternación que desde la dirección opuesta había venido un "Packard" de las Alturas de Toneyama, el cercano distrito residencial donde vivía la gente de categoría, y en él viajaban las esposas de dos coroneles que me conocían. Ambas observaron con disgusto cómo las tres porfiadas mujerzuelas volvían a trepar a mi automóvil apenas se iba el policía naval. Mientras las echaba, pensé que algún día recordaría a Hana-ogi y tendría que decirle su nombre a alguien, y si ese alguien había estado en Itami recordaría el "Trecho de las Mil Yardas" y a las descaradas prostitutas y me guiñaría el ojo y diría:

— ¡Caramba! ¿Acaso no conozco a las japonesas? Pero no las conocía, y nada de lo que yo pudiera decir a los que hubiesen visto Itami explicaría a Hana-ogi. Sentí un escalofrío junto al volante y murmuré:

— Todo esto debió suceder dentro de cincuenta años. Entonces, quizás habría habido alguna probabilidad. En mis tiempos no existía la menor posibilidad de semejante casamiento.

Me vi en años futuros. Los oficiales jóvenes afirmarían con aire fanfarrón:

— Ustedes podrán decir que el general Gruver parece inflexible y serio, pero… ¿saben que cuando sirvió en el Japón huyó con una gheisa? Sí, la sacó directamente de una casa pública.

Pero nunca sabrían la verdad.

Con todo, el disgusto que me causó la aventura del "Trecho de las Mil Yardas" fue disipado por la exquisita interpretación de Hana-ogi. Al verla por primera vez, ofendido por su parodia de los norteamericanos, yo no había podido apreciar su talento. Ahora mi reacción era distinta, porque advertí que, hasta contra mi voluntad, me hacía reír su libelo apuntando hacia los norteamericanos. La razón era sencilla. Hana-ogi había estudiado con minucioso cuidado mis modales y los reproducía ahora en forma burlesca. Cuando encendió un cigarrillo me imitó, cuando le propuso casamiento a Madame Butterfly era yo mismo al tratar de besarla en el Bitchi-bashi. Esta vez yo, más que ninguna otra persona del público, saboreé su imitación de los norteamericanos.

Cuando se acercaba el gran número de danza sentí aprensión sospechando que su imitación de los americanismos embotaría su personalidad japonesa, pero me equivocaba, ya que en el samurai a quien encarnaba había ahora una libertad y una fanfarronería que ninguna muchacha maiko, como llamaba Hana-ogi a las vírgenes, podía haberle infundido. Hana-ogi era la artista. Aún más que amante o esposa, era una artista, y si su manera de bailar el jitterburg norteamericano era más divertida por haber estudiado de cerca a un yanqui, su baile clásico japonés era más intenso porque había conocido a aquel norteamericano no como sujeto de estudio, sino como amante… como un hombre que proclamaba a gritos su intención de casarse con ella. Comprendí lo que había dicho Hana-ogi la noche anterior. Ahora era una japonesa mejor.

Durante el entreacto, sentí tentaciones de precipitarme entre bastidores y de abrazarla y de decirle que aunque viviese un millón de años enjaulada en "Takarazuka", yo estaría con ella cada vez que bailara… pero estaba predestinado a no verla porque no podría llegar a los camarines.

CABO SHARKEY: Apártense de la puerta, malditos amarillos con cabeza de Buda.

Y así se perdió mi éxtasis. El grande y hondo éxtasis que yo sentía al contemplar a Hana-ogi en su labor teatral, nunca llegó a su conocimiento, porque cuando me senté al empezar el segundo acto se me acercó un policía naval y me preguntó:

— ¿El comandante Gruver?

— Sí.

— Tendrá que venir con nosotros.

Aún no habían levantado el telón y Hana-ogi no me vio salir, lo cual me alegró, porque yo temblaba. Pensé que el teniente coronel Craford me enviaba a Estados Unidos sin tardanza, pero cuando salí y vi a otros dos policías navales con fusiles pregunté.

— El aviador Kelly -me dijeron.

— ¿Joe?

— Sí. Desertó.

— Imposible. Lo vi esta mañana.

— Lo sabemos. Pensamos que usted podría decirnos…

Otro de los policías lo interrumpió y dijo:

— Kelly debía partir en un vuelo extraordinario a las 13. Aunque figuraba en la lista de mañana, apareció un avión especial y el teniente coronel Craford dijo: "Llévenlo en él."

El primer policía concluyó:

— Lo vi en el aeródromo a las doce, pero antes de que el avión despegara huyó.

— Supusimos que usted podía saber dónde estaba.

— ¡No! La última vez que vi a Kelly…

— ¿Cuándo fue esa última vez?

— Alrededor de las ocho y cuarto. ¡No! Eran las once y veinte.

— ¿Sabe dónde vive?

— Naturalmente.

Sentí un desagradable sabor seco en la boca al lanzar la sirena su ulular cuando entrábamos en Osaka. En Itami pregunté:

— ¿Despegó el avión?

— Sí. Es deserción.

Empecé a sudar. Ahora Joe Kelly era realmente hombre al agua. Lo acusarían de insubordinación y deserción y ya nunca podría llevar a Katsumi a Estados Unidos. Por lo tanto, pregunté:

— ¡Dios mío! ¿Están seguros de que ha desertado?

— Lo comprobé. Sharkey lo vio marcharse.

Nos detuvimos junto al canal y yo encabecé la marcha hacia la callejuela, donde dos de los policías trataron de abrir la puerta. Parecía atrancada, de manera que ellos se dispusieron a romper el papel recién remendado, pero en ese momento me parecía que aquello era mi casa y no quise que destruyeran mi papel; dije:

— Quizás hayan apoyado una silla contra la puerta. Usaré la ventana.

Uno de los policías navales fue conmigo a los fondos de la casa y allí forcé una ventana y empecé a trepar por ella. Cuando mi pierna estaba aún suspendida en el aire, vi a Joe. Estaba tendido en el suelo, con la cabeza destrozada por un "45". Sobre él -evidentemente, había muerto después-, yacía Katsumi, con un cuchillo de cocina hundido hasta el fondo en el cuello.

Durante un momento no llamé ni hice nada. Sólo pude mirar el suelo… contemplar a los dos enamorados que se necesitaran tanto el uno al otro.

El policía se acercó y miró por sobre mi hombro. Luego gritó:

— Más vale que derribe esa puerta, Sharkey.

Observé cómo se inclinaban y caían las frágiles puertas. Oí el crujir de la madera y el rumor del papel al rasgarse; y las puertas que tan a menudo franqueara Hana-ogi al anochecer, dejando caer al suelo sus paquetes envueltos en sedas, desaparecieron. Sharkey me miró y dijo:

— Avisen a los fotógrafos. Ustedes querrán registrar esto tal como sucedió.

Sharkey le gritó al hombre que estaba a mi lado:

— Eddie, informe a la Policía japonesa.

Luego me vio y dijo:

— Lo necesitaremos aquí, comandante.

Salté por la ventana a la calle y fui hasta el frente de la casa, donde se había agolpado una multitud y los niños gritaban anunciando la tragedia a los compañeros del otro lado del canal. Un viejo atisbo por las puertas rotas y salió para informar con exactitud sobre el doble suicidio.

Yo estaba mudo de impotente ira. Joe y Katsumi Kelly eran quienes más merecían en el mundo entero la protección y el derecho a vivir. Me los imaginé riendo y ayudándose mutuamente y sentí un lacerante dolor íntimo, pero luego pensé en Hana-ogi, quien no debía tardar, y tuve miedo, porque habían llegado los fotógrafos y estaban enfocando aquello con verdadero frenesí.

Y entonces vi en el círculo externo de la muchedumbre a dos de las pequeñas prostitutas con quienes nos encontráramos la otra noche. Estaban trabajando ya en las calles principales y se habían detenido a mirar la tragedia. Les dije:

— ¿Recuerdan a Hana-ogi?

— Claro, comandante.

— Vigilen ahí. Díganle que se vaya. Por favor.

— ¡Cómo no, comandante! ¿Usted tener cigaretto?

La otra muchacha señaló la casa y se golpeó el vientre como con un cuchillo.

— ¿Ellos matar?

Asentí y las muchachas miraron la casa con ceñuda fascinación.

— ¿Muchacha japonesa y soldado norteamericano?

Dije que sí y las muchachitas avanzaron hacia la entrada del canal, donde podrían interceptarle el paso a Hana-ogi, mientras los periodistas me acometían en enjambre. Eran unos jóvenes despiertos, que en su mayoría hablaban inglés, y tuve suficiente buen sentido para callar, porque de haber dicho algo habría exclamado con vehemencia:

— Querían enviarlo de regreso a Estados Unidos, pero insistió en quedarse en el Japón.

Finalmente me dominé y dije:

— Formaba parte de mi Cuerpo de Aviación en Corea. Esto me ha impresionado muchísimo.

Los periodistas vieron a otra persona y se alejaron en tropel, pero uno de ellos se quedó y preguntó:

— ¿No es usted As Gruver?

Asentí.

— ¿Es usted el que vive con Hana-ogi?

Sentí tentaciones de matarlo de un tiro, pero ahora todo se había derrumbado, de manera que asentí con aire ceñudo y él señaló canal arriba.

Allí estaba, finalmente, Hana-ogi. El sol del crepúsculo jugaba sobre su desgreñado cabello negro e iluminaba el ruedo de su quimono. Con ágiles pasitos flanqueaba presurosamente el canal, acercándose tanto que pude ver la oblicuidad de sus adorables ojos y aquella dulce boca, siempre pronta para una encantadora sonrisa.

Las dos prostitutas la detuvieron, la informaron sobre los suicidios y trataron de impedirle que se acercase a la multitud. Hana-ogi hizo caso omiso de ellas y avanzó hacia mí por el malecón del canal, pero los periodistas parados a mi lado corrieron hacia ella y le hablaron con rapidez. Hana-ogi escudriñó la multitud buscándome y al no encontrarme se alejó de las vigilantes prostitutas y de los periodistas que la ponían en guardia para dirigirse resueltamente hacia el sitio donde esperaba la Policía.

En aquel momento comprendí que el mundo de Hana-ogi se desmoronaba imprudentemente y el instinto me impulsó a gritar, presa de pánico:

— ¡Mira, el postillón!

Ella se detuvo. La sonrisa que se asomara a sus labios se esfumó y su bello rostro volvió a convertirse en una máscara impersonal. De puntillas escudriñó la multitud, buscándome aún, pero me oculté para que tuviera que volver. Al cabo de un momento se alejó de la muchedumbre que avanzaba hacia la casa de los suicidas, y la vi por última vez moviéndose con extraordinaria gracia al emprender el regreso a la calle principal.

La brisa estival, que soplaba a lo largo del canal, agitaba su quimono, y la luz del crepúsculo se posaba sobre sus cabellos. Me parece ver aún los pliegues de la tela, concienzudamente arrollados en torno de su cuello. Luego la ocultó una columna y no volví a verla.

Porque en el preciso instante en que empezaba a correr tras ella, apareció balanceándose el teniente coronel Craford y a éste parecía casi deleitarle la tragedia. Aquello probaba que tenía razón y que los hombres como Kelly de nada servían. Me vio y se abalanzó hacia mí para repetir su advertencia de que me embarcaría…

— ¡Canalla! -grité-. ¡Hediondo canalla!

Saltó hacia atrás como si yo le hubiese asestado un puntapié y comenzó a proferir bravuconadas, pero yo no podía aguantarlo más.

— ¡Cerdo! -grité-. ¡Kelly me repitió lo que le dijo usted, canalla! ¡Usted mató a ese muchacho!

Mi arranque le sorprendió y comprendió de improviso que si yo me sentía realmente herido, podría poner nuestro conflicto en manos de mi padre, y trató de apaciguarme, pero le dije:

— No me tema, sucio canalla. No lo delataré… pero fue usted quien mató a ese muchacho.

Craford se retiró y un oficial de policía japonés me dijo:

— Venga conmigo.

Y durante tres horas, mientras yo ansiaba furiosamente ver a Hana-ogi, tuve que responder a preguntas e informar sobre la muerte de Katsumi-san. Después de las diez me soltaron y logré tomar un taxi, cuyo chófer profirió una exclamación de asombro cuando le dije: "Takarazuka"; pero me llevó allí, y ese domingo, a las once de la noche, pasé presurosamente junto a las criptomerias y entré en el dormitorio donde vivía Hana-ogi.

Al parecer preveían mi visita, porque la vieja Teruko-san y su ceñuda intérprete me esperaban.

— Hana-ogi no está aquí -me dijo ella.

— ¡Sé que está! -grité.

— Hana-ogi ha partido para Tokio.

— ¡Imposible! ¡La he visto!

— Por favor, comandante Gruver. Hana-ogi-san no está aquí.

Irreflexivamente me abrí camino entre ambas mujeres y recorrí el pasillo sobre el cual vivía Hana-ogi. Las muchachas de "Takarazuka" me escudriñaron cuando pasé como un torbellino y suspiraron al verme llegar al cuarto vacío de Hana-ogi. ¡Estaba tan vacío…! Las pequeñas cosas que lo hicieran suyo habían desaparecido…

Fumiko-san salió del aposento contiguo y dijo, llorando:

— Hana-ogi irse de veras, comandante.

Empecé a dar vueltas por allí como un loco. Aquello no podía terminar así… con nosotros dos en las márgenes opuestas del canal, separados por las cabezas de un centenar de personas en el escenario de un suicidio, y Hana-ogi que desaparece para siempre.

— ¡Está aquí! -insistí.

Permanecí inmóvil durante unos instantes y luego vi en un rincón del cuarto de Hana-ogi un zori que ella había olvidado. Crucé los tatamis de puntillas, como si Hana-ogi estuviese aún allí, haciéndome reproches por no haberme quitado los zapatos, recogí el zori y me pareció que su vigoroso e inspirado pie estaba en mi mano y el dedo pulgar se adhería a la correa del zori y la música japonesa empezaba y la danza samurai iba a iniciarse y Hana-ogi… ¡Oh, Hana-ogi…!

— ¡Hanayo-chan! -grité-. ¡Hanayo-chan! ¿Dónde estás…?

Desde sus puertas, las hermosas muchachas de "Takarazuka" me miraron con aire impasible. El mundo parecía oscurecerse y grité:

— Hana-ogi. ¡No me abandones!

Entonces sentí que Fumiko-san me ponía la mano sobre el hombro y me decía:

— Usted irse ahora, Rroyd-san. Ella no estar más.

Y me condujo a la calle.

EL GENERAL WEBSTER: Todo lo que haga de uno un mejor hombre, lo hace un mejor marido.

Al día siguiente el general Webster me llamó a Kobe y dijo:

— Lo ocurrido anoche en Osaka fue terrible. Me preguntó si yo había oído rumores de que el teniente coronel Craford había manejado mal el asunto. Ganas me daban de ponerle una bomba al gordo Tripas de Grasa que matara a Kelly, pero algo viejo y poderoso arguyó en mi alma: "¿A qué provocar un conflicto militar?", y me callé. Luego me encogí de hombros y dije:

— Creo que Craford manejó bien el asunto. Pero inmediatamente comprendí que yo volvía a ser el mismo hombre que antaño tratara de disuadir a Kelly de su propósito de casarse con una japonesa. Estaba defendiendo al Ejército del hombre y me sentía avergonzado de mí mismo. Debí estremecerme, porque el general Webster me dijo, con aspereza:

— Lloyd, no lo tome con tanta amargura. Kelly ha muerto. Nadie puede hacer nada para remediarlo. Usted mismo me dijo que Kelly era un inútil… sin remedio.

Miré al general. Un hombre que estaba bajo su mando había preferido suicidarse a volver a Estados Unidos y él se zafaba de la responsabilidad. Pregunté:

— ¿Y qué me dice del coronel de Tokio que se suicidó antes de abandonar a su muchacha japonesa? ¿O del comandante de Yokohama? ¿Eran unos inútiles?

— ¡Sí! Eran hombres de segundo orden. He visto informes sobre siete suicidios de esa clase y todos esos individuos eran de un material burdo. Desde luego, los hombres de primera suelen enamorarse de las nativas, pero se sobreponen a eso. Las olvidan y vuelven a su país. Al trabajo.

— ¡Maldita sea! -grité-. ¿Por qué las llaman nativas los hombres como usted y mi padre? ¿No pueden creer…?

El general Webster tenía una paciencia poco común. Me interrumpió, poniéndome con vehemencia en la mano un periódico amarillo.

— Supongo que un hombre joven de nada sirve si no tiene el valor de luchar por lo que cree justo -dijo-. Usted tuvo el valor de luchar por Joe Kelly y su nativa. Fue una actitud valiente, Lloyd, pero innecesaria. Lea esto.

El periódico amarillo provenía de Washington y anunciaba que estaban aprobando una ley que permitía a hombres como Joe Kelly traer a Estados Unidos a sus esposas japonesas.

— ¡Ahora lo hacen! -grité.

— Lo habían empezado a hacer ya -dijo Webster-. Todos sabían que la antigua ley era mala.

Pensé en Joe y en Katsumi ensangrentados en el suelo y sentí náuseas. Tenía que ver a Hana-ogi. En el mundo entero, era la única persona que podía ayudarme ahora. Mi corazón y mi cerebro clamaban por ella.

— ¡Señor! -exclamé-. Tengo que ir a Tokio.

— Eso está prohibido, Lloyd. Usted debe tomar el avión que partirá para Estados Unidos.

— No me importa lo que suceda. Tengo que ver a Hana-ogi.

El general se sobresaltó cuando usé aquel nombre extraño y dijo, tranquilamente:

— Si desobedece cualquier orden…

— Bien. Abandonaré las Fuerzas Aéreas. Conseguiré un…

Yo esperaba que Webster se enfurecería, pero cuando no está presente su mujer no es tan malo. Y dijo:

— Siéntese, Lloyd. No le impondré mi autoridad. Es usted un perfecto estúpido y ambos lo sabemos, pero ha llegado con toda naturalidad a esa situación.

— ¿Qué quiere decir con eso?

— Esto recuerda lo sucedido en 1924.

— No comprendo -dije, con voz apagada.

— Su padre estuvo enredado con una muchacha… esa de quien le hablé. Hubo un miembro de nuestra clase a quien usted nunca conoció. Un tal Charley Scales. En 1924 tuvo la oportunidad de abandonar el servicio militar y aceptar un buen empleo en la "General Motors". De modo que su padre decidió casarse con la muchacha y abandonar el Ejército e irse con Charley, pero algunos de nosotros, los más cuerdos, lo disuadimos de hacerlo. Por lo visto, ustedes lo llevan en la sangre.

— ¿Mi padre quiso abandonar el Ejército?

— Sí. Su estado daba lástima.

El general Webster se echó a reír y se rascó el mentón.

— Recuerdo que lo considerábamos un débil para enloquecer así por una camarera. Véalo ahora.

— Creo que mi padre cometió un error en 1924 -repliqué.

El general dejó escapar un suspiro de alivio y dijo:

— Lo mismo creo, pero, a mi entender, todo hombre tiene el derecho de enredarse con una camarera una vez en su vida…

— No me refiero a eso. Quiero decir que probablemente debió casarse con la camarera.

— ¡Lloyd! ¡Su padre, convertido en un vendedor de automóviles "Chevrolet"!

— Quiero decir que no debió casarse con mi madre. Nunca fueron felices.

— ¿Felices? ¿Qué es ser felices? Su padre es un gran general.

— Creo que ha malogrado su vida.

El general Webster se enfureció y dijo:

— ¡Lo cree! ¿Quién diablos es usted para creerlo? Sólo unos pocos hombres en cada generación pueden ser buenos generales. ¡No lo olvide!

— Sigo queriendo casarme con esa muchacha.

— Hijo -dijo el general Webster-, el supervisor de "Takarazuka" y yo nos quedamos hasta tarde, anoche, estudiando la manera de impedir que a su organización y a la mía les hagan una mala publicidad los suicidios. Nos protegimos y no podemos permitir que usted lo estropee todo.

— ¡Por lo menos, deme la oportunidad de decirle adiós!

— No. Ella misma lo quiso así.

— ¡No hay tal cosa!

— La vi. Dijo que lo enviara a usted a Estados Unidos.

— No lo creo -dije.

Y entonces me tendió una carta escrita dos días antes. Lo supe porque Hana-ogi había usado papel mío y, al leerla, me pareció oír su dulce voz que avanzaba a tientas entre las dificultades de mi idioma:

Querido:

Muy pronto (ésta era una frase que yo usaba muy a menudo…) nuestra última noche. Yo ir a Tokio. (Una frase estaba tachada y luego…) Yo no creer que fuego se apaga. Llama no morir. Yo pensar en ti muchas veces. (Luego, Hana-ogi agregaba una frase de su manual…)

Su devota y segura servidora

Y la carta estaba firmada con los caracteres chinos que representaban su nombre. ¡Qué extraños eran esos caracteres, qué hermosos, cuán profundamente ocultos para mí detrás de la muralla del Asia!

Sentí deseos de arrojarme al suelo y de llorar como lo habría hecho Hana-ogi si hubiésemos estado en casa, pero en vez de eso acudió a mi espíritu aquella triste y definitiva palabra japonesa que ella se negara a enseñarme:

— Sayonara, Hana-ogi. Sayonara, hermosa bailarina. Has elegido el camino difícil. Confío en que tus dioses te den valor para seguirlo. Sayonara, Katsumi, madrecita. Perdóname el que en cierta ocasión te haya creído demasiado fea para besarte. Tú no puedes saberlo, pero me abrí paso luchando entre cuatro policías navales para darte el beso de despedida, y el gordo teniente coronel Craford tembló. ¡Oh, Katsumi, sayonara! ¡Y, qué diablos, Sukoshi Joe, tu muerte fue precipitada! En este preciso instante están aprobando una ley para permitir que hombres como tú se lleven a sus esposas a Estados Unidos. Fue una buena lucha la que libramos esa noche hasta que me desmayé. A la callejuela y al canal y a las pequeñas casas y al salón pachinko y a las flautas nocturnas… a todo eso le digo sayonara. Y a ti, Japón, atestadas islas, tierra trágica… sayonara a ti, enemigo mío, amigo mío.

Pero en el instante mismo en que yo pronunciaba esas palabras sabía que debía olvidarlas, porque me veía forzado a reconocer que vivía en una época en que la única profesión honrosa era la del soldado, en que la única actitud aceptable frente a los países extraños y a los pueblos de otro color no debía ser el amor, sino el miedo.

Cual si fuera la voz de mi propia conciencia oí, como desde lejos, la voz del general Webster que decía:

— Domínese, hijo. Todo lo que hace a un hombre mejor, hace a un oficial mejor.

Alcé los ojos y dije:

— ¿Qué?

— Yo no debiera decírselo, Lloyd, porque eso no tiene aún carácter oficial. Pero apenas vuelva usted a Randolph Field, lo ascenderán al grado de teniente coronel.

Instintivamente, hice el saludo militar.

El general dijo:

— Más vale que nos pongamos en marcha. Eileen quiere llevarnos en automóvil al aeródromo.