A Mark
CAPELLÁN FEENEY: Su deber, así como el mío, es impedir semejante boda.
El 4 de abril de 1952 derribé mis sexto y séptimo "Mig". Esto sucedió cerca del río Yalú, y cuando volví a la base de J-10 me sentía excitado. El médico de las Fuerzas Aéreas me miró y dijo:
— Gruver, se lo ha pescado.
Estas palabras eran deliciosas ¡qué diablos! Significaban que no me vería obligado a volar durante algún tiempo. Pero como era un hombre de West Point, me creí en el deber de mostrarme apenado ante el médico de aeronáutica, a quien habían hecho abandonar la vida civil, a pesar de su prominente abdomen. De modo que fruncí el ceño y dije:
— No tengo nada, doctor. Una botella de cerveza me dejará como nuevo.
— De acuerdo -admitió el médico.
Había tomado en serio mi ansiedad y por un momento me sentí un poco enfermo, por dentro. Por lo menos en esos instantes no quería seguir volando. Quería mostrarme resistente y dispuesto a proseguir la lucha, a la vez que deseaba alguna tarea militar sólida y tranquila.
Pero el médico de aeronáutica era sagaz. Se echó a reír y dijo:
— No palidezca, Gruver. Yo hablaba en broma. Nunca tomo en serio esto de los héroes.
Suspiré con alivio y dije:
— Gracias. Hasta en Corea uno necesita dormir un poco.
— Le diré algo mejor -dijo el médico, dejando su estetoscopio-. ¡Usted volverá al Japón!
En la manera de decirlo se adivinaba que, en su opinión, el Japón era un paraíso, pero yo lo había visitado y mi impresión distaba de ser buena. Calles sucias, casas pequeñas de papel, hombres regordetes y bajos y mujeres rollizas. Yo no había comprendido jamás por qué algunos hombres de las Fuerzas Aéreas se entusiasmaban tanto al hablar del Japón.
— Si le gusta el Japón, mejor que mejor -dije-. Yo preferiría quedarme aquí, en la J-10.
El médico replicó:
— ¿Conque usted nunca se ha enredado con alguna de esas lindas muñecas japonesas en Tachikawa?
— Soy hijo de un general de cuatro estrellas -repliqué-. No me enredo con muñecas japonesas, sean lindas o no.
El médico me miró con aire apesadumbrado y dijo:
— Camarada, usted está más enfermo de lo que suponía.
No deseaba mostrarme mojigato, pero cuando uno sabe que se proponen hacerlo progresar rápidamente hasta el grado de coronel y aun quizás hasta el de general de una estrella cuando llegue a los treinta años, no lo impresionan mucho las parrandas usuales en la vida militar. Por lo demás, nunca traté de darme ínfulas con los oficiales de la reserva por el solo hecho de que fueran civiles de corazón. Y dije:
— Doctor, me acordaré de usted cuando me tope con esas limpias sábanas de Tokio y esa buena cerveza.
Mi interlocutor movió la cabeza con una mirada taimada y furtiva, y declaró:
— Para usted, camarada, no habrá Tokio. Para usted… hay órdenes especiales.
Como un presentimiento, y sin pensar realmente en esa palabra, exclamé:
— ¿Kobe?
— ¡Sí, camarada! Ha adivinado.
Instintivamente me llevé la mano izquierda a la cadera, tanteé mi cartera y dije:
— En cuanto a esas órdenes especiales… ¿son del general Webster?
— Sí, camarada. Eso es.
El médico juntó las manos, me guiñó el ojo y dijo:
— ¿Por qué un general no habría de cuidar del hijo do otro general?
Yo sabía que aquel médico era un hombre de segundo orden y me negué a dejarme arrastrar a una discusión. Le hice el juego y dije:
— Es lo que llaman el espíritu de West Point.
— Eso es lo que quiero decir -declaró el médico-, Kelly tiene en su poder esas órdenes.
— Iré a ver a Kelly -dije, contento de zafarme de aquel civil sabelotodo.
Pero cuando salí de la tienda de campaña del cuerpo médico e iba por el sendero de grava al cuartel general de la escuadrilla donde trabajaba Kelly, otro civil me gritó:
— Gruver… ¿Podría hablar con usted?
Me volví y vi al capellán, y como éste casi nunca hablaba con nadie, salvo cuando se presentaban dificultades, me detuve bruscamente y pregunté:
— ¿Kelly, de nuevo?
— Sí -dijo el capellán, con aire casi pesaroso-, Kelly.
Esperé en el sendero de grava mientras el capellán cruzaba el pardo lodo coreano, sorteando los obstáculos. La J-10 era casi todo lodo. Cuando se me acercó, le pregunté:
— ¿Qué fechoría ha cometido ahora Kelly, padre?
— Esta vez, se trata de algo serio -me respondió el sacerdote, con aire acongojado.
Me condujo a su tienda de campaña, una capilla improvisada con biblias, crucifijos y los objetos de plata usuales para efectuar las ceremonias del culto.
— ¿Kelly afrontará otro Consejo de Guerra? -pregunté.
— Peor aún. Ha apelado a su representante en el Congreso.
Siempre me habían fastidiado los reclutas que les escribían cartas a los legisladores. Las Fuerzas Aéreas tenían una manera razonable y justa de solucionar cualquier problema. Los legisladores estaban de más. De modo que pregunté:
— ¿Por qué no le aconseja al coronel que exonere a ese individuo?
— De acuerdo con las nuevas reglamentaciones…
Las "nuevas reglamentaciones". Yo las olvidaba a cada paso. Desde 1945, un grupo de reblandecidos, benefactores de Washington, había revisado las normas básicas de la conducta militar y por eso se veían ahora reclutas que escribían cartas a los legisladores. Yo le había dado siempre la razón a mi padre. Lo que correspondía era propinarles un golpe en la cabeza a aquellos serviles y mandarlos al calabozo. Entonces los benefactores podrían llorar de veras.
— Y bien… De acuerdo con las nuevas reglamentaciones… ¿qué pasa? -pregunté.
— Kelly se sale con la suya. Vuelve al Japón.
— Es ridículo -repuse-. Las Fuerzas Aéreas se están convirtiendo en un jardín de infancia.
— Y cuando Kelly vuelva al Japón, se casará con la muchacha.
Esto ya era demasiado. Me senté sobre una de las desvencijadas sillas del capellán y pregunté:
— ¿Quiere usted decir que, a pesar de todo lo que le han dicho a ese chiquillo el coronel y usted, se le concede permiso para casarse con la muchacha?
— Así es.
— ¿Por qué no le dará alguien un golpe en la cabeza?
— Eso no sería una solución. Quiero que usted hable con él.
— No puedo decir más.
— ¿Comprende ese muchacho que, si se casa con la japonesa, no podrá llevársela a Estados Unidos? -preguntó el capellán.
— Claro que sí. Le hice firmar el documento probatorio de que lo sabe. Lo firmó y me dijo qué podía yo hacer con él.
— Debe volver a hablar con Kelly, Gruver. Es un niño extraviado.
— Es un delincuente que está en un callejón sin salida, padre, y usted lo sabe.
— ¡Un delincuente, no! Un muchacho tosco que ha tenido dificultades en las Fuerzas Aéreas. Es, simplemente, un exaltado.
— Su exaltación no está en la cabeza, padre 1.
El capellán se echó a reír y dijo:
— Tiene razón. Por eso mismo, no debemos permitir que pase por tonto.
Yo estaba cansado de evasivas y dije, rotundamente:
— Mire, padre, Kelly es su feligrés y es usted quien tiene que salvarlo.
El capellán Feeney adoptó un aire grave y tomó mis manos entre las suyas. Era una treta a la cual apelaba cuando quería demostrar algo y ello explicaba, en gran parte, su éxito en la escuadrilla. Nunca temía una discusión con un hombre.
— Debe creerme cuando le digo que no trato de salvar a Kelly para mi iglesia. Trato de salvarlo para sí mismo. Si se casa con esa japonesa, sólo podrá provocar una tragedia. En tiempos normales semejante casamiento ya es una imprudencia, pero bajo la vigencia de la nueva ley… cuando ni siquiera puede llevársela a Estados Unidos… ¿Qué pasará, Gruver?
Hablaba con tanto apasionamiento que hube de ceder.
— Perfectamente. ¿Qué quiere que yo haga?
Al capellán le causaba tanto malestar lo que se proponía sugerir que vaciló durante un momento. Luego dijo, con el tono de quien se disculpa:
— Usted es el prometido de una hermosa y buena muchacha norteamericana. Una noche, me mostró su retrato.
Y sonrió, mientras yo metía mecánicamente la mano izquierda en el bolsillo donde estaba mi cartera.
— Cuando usted vuela y las cosas comienzan a ponerse difíciles, acaricia ese retrato en busca de buena suerte… ¿no es eso?
Admití que así lo hacía. Era una costumbre que había adquirido al pasar de los aviones de propulsión a los aviones a chorro. Como a la mayoría de los pilotos, éstos me asustaron al principio y, cuando corría un serio peligro, acariciaba mi cartera como a un talismán, porque Eileen Webster había sido para mí una buena nueva desde el memorable fin de semana en que la conociera en San Antonio.
El capellán Feeney dijo:
— Si se presenta la oportunidad, muéstrele a Kelly el retrato de su novia. Que recuerde cómo es una buena muchacha norteamericana.
— Yo no vendo nada -respondí.
El capellán era un hombre inteligente.
— ¿Quién le ha pedido semejante cosa? -replicó-. Cuando Kelly le diga que está resuelto a casarse, contéstele que lo comprende. Dígale que ha visto a algunas japonesas realmente maravillosas.
— Lo malo, padre, es que no las he visto. Todas son tan regordetas y carirredondas… ¿Cómo pueden nuestros hombres, buenos muchachos de tipo corriente, casarse con esas mujercitas amarillas? En 1945, yo peleaba contra los nipones. Ahora, mis soldados se están casando con ellos.
— Nunca lo he comprendido. Esos matrimonios están condenados y mi misión es impedirlos.
— De acuerdo.
— Entonces… ¿hablará usted con Kelly?
— ¿No sería más sencillo que el coronel le ordenara simplemente no casarse? -pregunté.
El capellán Feeney se echó a reír.
— Hay cosas que no se pueden solucionar así. Hemos practicado investigaciones sobre la muchacha con quien proyecta casarse Kelly. No es una prostituta. No es un elemento subversivo. En realidad, la han recomendado nuestros investigadores. Solía trabajar en una biblioteca. Kelly tiene derecho a casarse con ella.
La palabra "casarse" me sobresaltó extrañamente y me sentí arrastrado a cuatro años atrás, a un fin de semana de primavera en Texas, cuando salíamos en pandilla de Randolph Field para divertirnos en grande en San Antonio. Bajábamos unos peldaños de piedra que llevaban a un teatro al aire libre, junto al río que fluye por el centro de San Antonio, cuando vi repentinamente que se acercaba esa hermosa muchacha. Salté cuatro escalones y exclamé: "¿No es usted la hija del general Webster?" Y ella me respondió con una sonrisa deslumbrante y dijo que sí y me quedé mirándola absorto y pregunté: "¿Por qué no tenía ese aspecto cuando vivía enfrente de mí, en Fort Bragg?" Y ella replicó que siempre había sido así, pero que yo había estado harto ocupado con West Point para notarlo. Hice memoria, pero ni siquiera pude recordarla con claridad tal como era entonces y dije: "Usted debió ser una chiquilla zanquilarga de once años cuando estábamos en Fort Bragg." Entonces, ella dijo algo que me dejó frío. Haciendo caso omiso de los demás hombres de las Fuerzas Aéreas que estaban a mi lado, declaró:
— Sigo siendo una chiquilla zanquilarga.
Tenía razón y a los dieciocho días decidimos casarnos. Pero la madre de Eileen y Corea intervinieron en eso.
De modo que conseguí volver a la realidad de Corea y le dije al capellán Feeney:
— Haré lo que pueda.
— Gracias, Gruver.
Cuando me disponía a salir, el capellán me preguntó:
— ¿Tiene inconveniente en que le hable al coronel de usted?
— ¿Para qué?
— Usted está tenso como una cuerda de reloj, hijo. Le diré al viejo que conviene dejarlo con el personal de tierra.
Me eché a reír y dije:
— El médico le ha sacado ventaja. Me voy al Japón.
— Espléndido -respondió el capellán-. ¿Tokio?
— No, Kobe. El padre de mi novia es general allí.
— Es una suerte.
— El asunto tiene sus dificultades.
— Quiero decir que Kelly va a Kobe también. Usted podrá vigilarlo.
Me sentí fastidiado.
— ¿Conque usted lo devuelve adonde está su novia?
— Su representante en el Congreso insiste en ello.
Me disponía a decir lo que pensaba de los legisladores que se entrometen así en los asuntos militares, pero el capellán declaró:
— Usted podría salvar a ese muchacho.
Pensé en el pequeño y esmirriado Kelly y dije, al salir:
— Nada podría salvar a ese inútil.
JOE KELLY: Los soldados expedicionarios norteamericanos casados con muchachas japonesas dan la impresión de conocer un secreto magno e importante.
El día era poco común en Corea. Nuestra base aérea de J-10 sin ser lo que se llama calurosa, ofrecía un hálito primaveral, la tierra comenzaba a deshelarse y hasta Corea se parecía muchísimo a cualquier parte del mundo en primavera. Aspiré profundamente dos largas bocanadas de aire y eché a andar hacia la calle donde estaba el cuartel general, un lúgubre tubo cuyos flancos mordisqueaba la primavera y me dije:
— Olvida a Kelly. Que se cuide solo.
Me encaminé hacia el salón comedor de oficiales, donde habría cerveza y una partida de póquer, pero comprendí que Kelly debía tener prisa en entregarme las órdenes, de manera que entré en la tienda de campaña de la escuadrilla, donde aquel imbécil estaba sentado detrás de un letrero pintado a mano tan grande como si se refiriese a un general y que ostentaba estas palabras: AVIADOR KELLY.
Era un muchachito de unos diecinueve años. Yo tenía veintiocho y cualquiera que tuviese menos me parecía inmaduro, pero Kelly en realidad no lo era. Nunca había ido a la escuela, pero poseía una rápida inteligencia animal y una especie de sentido práctico formado en el arroyo. Se había criado en un barrio de gente de mal vivir de Chicago; tenía el cabello rufo y un desafiante rostro irlandés. Estaba siempre contra el mundo, y contra todos los oficiales en particular. Tenía el extraño antecedente de haber sido ascendido a cabo en cuatro oportunidades… y reintegrado a la condición de soldado raso otras tantas. Estaba amargado y siempre en apuros y era, en nuestro cuerpo de aviadores, el hombre de quien menos podía esperarse una relación seria con una muchacha.
Me mostró las órdenes y dijo:
— Qué bueno es tener amigos.
Yo había provocado uno de los Consejos de Guerra de Kelly, pero él me asombró al pedir que yo fuera su defensor. No respetaba a nadie, pero le gustaban los hombres que pilotaban los aviones a chorro. Cuando me mostró mis órdenes yo me disponía a echarle otro sermón, pero Kelly sonrió y declaró:
— He oído decir que usted derribó hoy otros dos aviones.
— Así es.
— ¿Cómo estuvo eso ahí arriba, As?
— Nunca me resultó más fácil.
— ¿Sabe qué dicen sus órdenes? -preguntó, con el aire taimado de un pistolero que pregunta por la remuneración que le deben por una fechoría.
— Kobe -dije, tomando los papeles.
— Sí, pero quiero decir… ¿Cómo las consiguió?
— Nunca discuto esas cosas con los soldados rasos -repliqué, volviéndome hacia la puerta.
Kelly no era como los demás. E inquirió:
— Lo que quiero decir, es esto… ¿Sabía usted que el general Webster le escribió al coronel?
Aquello era irritante. Sentí tentaciones de darle un puñetazo en la cara a aquel pequeño imbécil, pero Kelly me intrigaba. Vacilé y dije:
— Son amigos.
— Naturalmente, pero esas cartas se referían a usted.
— ¿A mí?
— Sí, el general Webster iniciaba todas sus cartas diciendo: "Desde luego, no tengo la intención de entrometerme y el jefe de la escuadrilla es usted, pero…" Siempre usaba el "pero".
— Pero… ¿qué?
— Pero le gustaría con toda seguridad que el comandante Lloyd Gruver viniera inmediatamente a Kobe.
Me metí los papeles en el bolsillo y dije:
— No pedí órdenes de ésas.
Kelly rió de una manera extraña y dijo:
— Usted no ha oído nada aún, As.
Parecía despreciarme por ser un oficial y tolerarme al propio tiempo por ser un piloto eficaz. Declaró:
— El general Webster lo ha destinado a la Junta de Interservicio de Aviación, lo cual significa que usted se pasará el día sentado sobre su paracaídas y no hará nada.
Luego, sonrió y agregó:
— Pero… las "noches"…
— ¿Qué noches?
Kelly volvió su pequeña cabeza roma a un lado y luego a otro y preguntó:
— As… ¿Sabría guardar un secreto?
Yo siempre había tenido buen cuidado de no discutir los secretos militares con nadie y respondí:
— Prefiero no oírlo.
Kelly me hizo un saludo algo ofensivo y dijo:
— No se trata de un secreto de las Fuerzas Aéreas, sino de un secreto de As Gruver.
— ¿Qué quiere decir con eso?
— ¿Por qué cree que le dan órdenes para Kobe? ¿Y un trabajo cómodo? ¿Y un vuelo con prioridad?
Adiviné que llegaba demasiado lejos con Kelly y cambié de tema.
— El capellán me dijo que también usted va a Kobe.
— Sí.
— Tengo entendido que el asunto lo arregló su representante en el Congreso.
— Sí. El capellán dijo que no. El coronel dijo que no. Pero el legislador dijo que sí.
Le dejé adivinar en mi expresión fisonómica que me disgustaban semejantes procedimientos y pregunté, no sin ironía:
— Y tengo entendido que usted se va a casar.
— Sí.
Su insolencia anulaba toda posible intención por mi parte de ayudar al capellán Feeney tratando de convencer a aquel individuo de baja condición. Firmé el recibo de mis órdenes y me encaminé hacia la puerta. Pero Kelly me detuvo bruscamente al decirme:
— Tengo entendido que también usted se casa.
— ¿Qué quiere decir? -pregunté.
— La hija del general llega a Kobe. Mañana.
Kelly me miró con una sonrisa desagradable y cuando le pregunté si aquello era cierto, respondió:
— Sí. El general Webster arregla las cosas para que usted se pueda casar con su hija. Mi representante en el congreso me las arregla a mí. Los generales para los oficiales. Los legisladores para los campesinos.
Kelly y yo nos miramos, en uno de esos raros instantes en que a uno le parece ver la vida bajo una luz absolutamente clara y fría. Uno ve a otro ser humano sin uniforme, sin jerarquía militar, sin pasado ni futuro. Ahí está, con sus problemas y ambiciones muy lejanos de los de uno, pero que al propio tiempo forman parte de ellos. En cierta ocasión, el ministro de guerra me dijo que el gran éxito de mi padre en el ejército provenía de su capacidad de ver a cada uno de los hombres con quienes tenía que trabajar como si se balancearan en el aire, suspendidos de una pequeña cuerda que llevaba Dios de la mano. Yo podía respetar a Kelly. Trataba de irritarme y era un pequeño duende maligno, pero yo podía respetarlo.
Saqué la cartera y pregunté:
— ¿Le he mostrado alguna vez el retrato de la hija del general?
Creo que Kelly debía estar mirándome con la misma luz fría y clara, porque se inclinó hacia delante como un ser humano y dijo que no.
Pero yo estaba aturdido -nunca había derribado a dos "Mig" en un mismo día- y la fotografía que cogí no fue mi favorita, sino una de Eileen y su madre. Kelly examinó la fotografía y dijo:
— ¿Esa hacha de combate es su suegra?
Le arrebaté la fotografía y dije:
— La que me proponía mostrarle es ésta.
Kelly dejó escapar un silbido.
— ¡Caracoles! No hay duda que esta niña llena debidamente un traje de baño.
— Tal era su intención -observé.
— Es un encanto -agregó Kelly-. Hasta para ser la hija de un general, es un encanto.
— La idea de que una muchacha como ésa lo espera a uno en Kobe es bastante emocionante -dije-. Gracias por la buena noticia, Kelly.
Joe replicó:
— ¿Ha visto alguna vez a Katsumi?
— ¿Dónde está Katsumi? -pregunté.
— La muchacha con quien me caso.
— Perdón. No conozco los nombres japoneses.
— No tiene importancia -replicó él, con aire insolente.
Sacó a relucir una pequeña fotografía del "P.X."2 de su muchacha. Sentí cierto malestar porque aquella Katsumi distaba de ser una Madame Butterfly. Su rostro era grande y redondo, sus mejillas salientes y su cabello negro como el petróleo. Si uno nunca hubiese estado en el Japón, la habría tomado quizá por una india o una esquimal. Pero el que había visto Tokio, podía reconocer inmediatamente a Katsumi. Era una entre tantos millones de muchachas que nunca podrían ser lindas, que hacían todos los trabajos pesados y se vestían como si la única indumentaria existente en el Japón se hiciera con bolsas viejas de harina.
Yo tenía que decir algo y, a Dios gracias, recordé que aquella muchacha trabajaba en una biblioteca; dije:
— Realmente, parece inteligente.
Kelly replicó:
— Es mucho más despierta que yo.
Me disponía a marcharme cuando recordé la promesa que le había hecho al sacerdote y pregunté:
— ¿No estará usted corriendo un gran riesgo?
— Los riesgos ya no me asustan -dijo con aire desafiante.
— Me refiero a la imposibilidad de llevársela a su país.
— Eso es lo que no me asusta -declaró Kelly.
— ¿Qué edad tiene usted?
— Diecinueve años.
— No es más que un chiquillo. ¿Por qué no lo piensa bien?
— Lo he pensado. El Ejército, las Fuerzas Aéreas y el Departamento de Estado se han coligado para impedir que me case. Eso, simplemente, refuerza mi decisión.
— ¿Qué quiere decir con eso de que se han coligado? No me gusta la gente que se siente víctima.
— En cuanto mi capitán de Kobe vio que yo ya tenía realmente intenciones serias con Katsumi, me mandó a Corea. Entonces los figurones de Washington fijaron un plazo, diciéndome: "Si se casa con la japonesa después de ese término, no le permitiremos que la traiga al volver a Estados Unidos." Y me formaron Consejo de Guerra por haber pedido que me mandaran nuevamente al Japón para casarme con la muchacha antes de la nueva ley. No lo hice. Y ahora, todas las semanas el padre Feeney me da un folleto que prueba mi estupidez sólo por pensar en eso.
Kelly tiró con violencia de una gaveta y puso con un golpe sobre el escritorio algunas páginas mimeografiadas que se usaban mucho en nuestra zona para devolverles la cordura a los jovencitos. La de arriba ostentaba el siguiente título. "Pero… ¿LA ACEPTARÁ SU FAMILIA?" Kelly la asió en su mano velluda, la estrujó y la tiró al cesto de los papeles.
— Lo han intentado todo para impedir que nos casemos, pero… ¿sabe qué haré. As?
— Alguna estupidez, con seguridad.
— Precisamente. Soy lo bastante estúpido para estar enamorado. Lo que pasa es que amo a esa muchacha. Y si tengo que renunciar a mi ciudadanía norteamericana para casarme con ella, estoy dispuesto a hacerlo.
Kelly temblaba como un poseído y reintegró la fotografía de su muchacha al escritorio.
Me ultrajó la idea de que un norteamericano pudiera hablar así. ¡Renunciar a su ciudadanía! Sentí tentaciones de asir a aquel joven imbécil e infundirle a golpes un poco de sentido común, de decirle que quienquiera tuviese la osadía de pensar en abandonar su ciudadanía norteamericana para casarse con una japonesa debía… Kelly me volvió la espalda y empezó a escribir algo, como despidiéndome.
No acepto de nadie semejante actitud. Me enfurecí, lo aferré de la camisa y lo hice girar en redondo.
— ¿Quién diablos cree ser? -grité.
Con gran asombro mío, alzó el puño y me amenazó.
— Se lo haré probar, As.
Por un momento, me sentí tentado de liarme con aquel mozalbete y de calentarle las orejas, pero comprendí que aquello sería un asesinato. Yo podía derribarlo cuando se me antojara. De manera que dejé caer la mano y dije, bastante nervioso:
— Uno pierde la serenidad fácilmente con esos malditos aviones a chorro.
Kelly estaba completamente sereno. Riéndose replicó:
— Nos hacen falta aquí hombres como usted.
— Discúlpeme, Kelly -dije-. Pero sus palabras me parecieron propias de un loco cuando dijo que renunciaría a su ciudadanía… por una muchacha.
— Estoy loco -repuso-. Estoy enamorado… Loco.
Me sentía algo aturdido y le propuse:
— Vamos a mi salón, a beber una cerveza.
— Magnífico -exclamó Kelly, cerrando con violencia su escritorio, y mientras caminábamos bajo el sol del atardecer, envueltos en la insinuación de una tibieza primaveral, dijo-: ¿Sabe una cosa, As? Hace un momento, yo no temía pegarle. Porque sabía que usted me respondería lealmente y no vociferaría pidiendo un fácil Consejo de Guerra.
— ¡Vamos! ¡Qué manera de equivocarse, Kelly! Acabo de afirmarle al capellán que debieran someterlo a Consejo de Guerra por haberle escrito a su representante en el Congreso.
— Quise decir que usted no me entregaría por un rencor personal.
Lo pensé un poco y dije:
— Creo que tiene razón.
— Eso es lo que he querido decir -declaró Kelly.
Entramos en el salón y pedimos un quinto de Suntory. Le dije a Joe:
— Creo que los japoneses hacen esta bebida con las medias de los agricultores.
Pero Joe bebió un sorbo aniquilador y exclamó, con aire de aprobación:
— ¡Caramba! Esto es bebida de hombres.
Era evidente que necesitaba conversar con alguien. Preguntó:
— Usted supone verdaderamente que estoy chiflado… ¿no es así? También lo creen los muchachos del salón. Es decir…
Kelly se interrumpió, me miró cautelosamente.
— Es decir… Algunos de ellos, lo creen. Pero… ¿sabe una cosa extraña, As? En los salones de los oficiales, de noche, nunca se oye quejarse a ningún hombre que se haya casado con una japonesa. Muchos se quejan de sus mujeres. Pero no los casados con japonesas.
Esto parecía tan inverosímil que bebí un largo sorbo de la botella y pregunté:
— ¿Cómo se explica eso?
— Parece algo anticuado, As, pero debe ser el amor. Si un hombre blanco con una buena paga en las Fuerzas Aéreas se casa con una muchacha amarilla, debe ser por amor.
Volvía a acometerme el deseo de infundirle un poco de sentido común a golpes a aquel jovencito, pero Kelly había vuelto a asir la botella y por consiguiente dije:
— Estoy enamorado. La mitad de los hombres que conozco aquí aman a alguna muchacha que está en Estados Unidos. ¿Qué tiene de extraordinario el amor de una japonesa?
— ¿Suele usted venir a los salones comedor de noche? -preguntó Kelly-. Los hombres que tienen esposas en nuestro país hablan de los tirantes de su hijito y de los bailes del club del pueblo y de la marca de automóvil que ha comprado su mujer. Pero los que se han casado con japonesas sólo hablan de una cosa: de sus maravillosas esposas. Están enamorados. El asunto es muy sencillo.
Esto me turbó, porque Kelly parecía hablar de mi propia familia. Mi padre era un general de cuatro estrellas de gran fama por su actuación en Guadalcanal y en las Filipinas, y mi madre había escrito un par de cuentos que se publicaron en el Atlantic Monthly. Eran dos seres muy buenos, muy conmovedores, pero que no habían estado enamorados. Seguramente, en las veladas del salón comedor de los oficiales, mi padre hablaba de mis tirantes y del automóvil que conducía mi madre. Estoy seguro de que nunca hablaba de amor.
— Hay una explicación mejor -declaré-. Los que se casan con japonesas son más jóvenes. No tienen hijos de que hablar.
Joe meditó sobre esto, bebió otro sorbo y dijo:
— Quizá tenga razón, As. Pero no quiero correr riesgos, porque cuando veo a Katsumi veo a una mujer capaz de llenar mi corazón durante el resto de mi vida.
Miró el otro extremo de la tienda de campaña, como cavilando sobre su próximo comentario. Luego, se decidió y lo hizo.
— Dígame, As, ¿son ésos los sentimientos que le inspira su muchacha?
Kelly había vuelto a herirme en lo vivo porque yo era un soldado profesional. Mi futuro estaba trazado y yo sabía que nunca encontraría a una muchacha cuya presencia me llenara el corazón por completo. Entre los oficiales jóvenes de mi pandilla, el amor no era así. Se inspeccionaba el terreno y si se encontraba a una ciudadana sana y de buen aspecto capaz de soportarlo a uno durante el resto de su vida y, además, provenía de una familia militar, como Eileen, no cabía pensarlo dos veces. Yo no podía explicarle a Kelly que Eileen sería la mejor de las esposas que podía tener un oficial de las Fuerzas Aéreas, sin ser, con todo, tal como él la pintaba.
— ¡Venga a verme dentro de diez años y verá a un ciudadano feliz!
Joe tomó un whisky final y exclamó:
— Le creo, As. ¡Caramba! Hay muy pocos hombres como usted. As, usted es el único, entre un millón de oficiales, con quien puedo hablar.
Me estrechó con torpeza la mano y salió ruidosamente a la polvorienta calle. En el umbral, volvió los ojos y exclamó:
— ¡Caramba, As! ¡Lo conseguiremos! ¡Nos casaremos!
Y se dirigió, tambaleándose, al salón comedor. SRA. WEBSTER: No quiero sugerir que los japoneses sean seres inferiores, pero sí que debemos recordar quién ganó la guerra.
El lunes, el soldado raso Kelly y yo nos trasladamos al Japón en el mismo avión y mientras yo lo miraba sujetarse con la correa a su asiento con verdadera satisfacción al pensar que llegaría allí y vería a su muchacha, comprendí qué distintos eran nuestros viajes. Kelly iba al encuentro de la regordeta Katsumi y de un futuro que nadie podía prever, mientras que yo iba hacia la gran sorpresa que el general Webster me había preparado: un seguro trabajo de oficina, el casamiento con su bella hija Eileen y, antes de muchos años, el ascenso seguro a coronel y el posible ascenso a general.
No conversé con Kelly durante el viaje porque en el avión había varios coroneles y me pareció más prudente quedarme sentado frente a ellos y cambiar ideas sobre los pilotos rusos con quienes nos enfrentáramos en Corea. Pero al llegar al Japón subieron los médicos para desinfectar el avión y mientras yo estaba parado en el pasillo, Kelly murmuró:
— As, usted es el único amigo que tengo aquí y como está en la misma escuadrilla…
Creí que iba a pedirme dinero y me disponía a darle un billete, pero me dijo:
— Me pregunto si querría usted ser mi testigo de boda. ¿El sábado?
Los coroneles empezaron a moverse y no pude quedarme allí discutiendo. Toda mi manera de ser, todo lo que me habían enseñado, todo lo que había experimentado, me inducían a decir que no, pero repliqué, con tono brusco:
— Bueno.
— Gracias -dijo él.
Mientras Joe cruzaba trabajosamente el aeródromo, con su andar patizambo y su cuerpo encorvado como el de un pistolero, pensé que aquel muchacho de pelo color arena y cabeza cuadrada no tenía el tipo de los que se describen como grandes amantes en los libros. En cierto modo, uno no se lo imaginaba franqueando murallas de fuego para conquistar a la princesa. Parecía, más bien, el muchachón de la estación de servicio que les silba entre dientes a las alocadas flappers modernas que pasan en sus automóviles. Pero partía a casarse con una muchacha asiática en tierras extrañas y debí admitir que tenía coraje.
Yo observaba a Kelly cuando el general Webster pronunció mi nombre y, al mirarlo, noté a su lado a la señora Webster. Grité:
— ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo llegó usted aquí?
La señora Webster era una mujer hermosa -de las que aparecen en los anuncios ilustrados luciendo trajes sastre y cabello cano y diciéndole a la joven novia por qué tal limpiador es mejor que tal otro- y en los círculos del Ejército se comprendía perfectamente que Mark Webster debía en gran parte su éxito a aquella mujer inteligente y enérgica. En cierta ocasión le oí decir a mi padre, cuando algunos de sus condiscípulos del 22 pasaban unos días con nosotros:
— Mark Webster, en West Point, era un coronel irremediable. Le resultaba absolutamente imposible llegar más lejos. Pero apareció una esposa de primer orden y lo hizo general.
Cuando dijo esto, en su voz no había desdén… ni envidia.
Al verme la señora Webster se lanzó a mi encuentro para besarme en la mejilla. Tuve que fingir ignorancia sobre el paradero de Eileen y pregunté:
— ¿Qué noticias hay de Eileen?
Los conspiradores se miraron con aire malicioso.
— Trabaja aún en la compañía petrolífera -dijo la señora Webster-. Pero Tulsa la aburre sin usted.
— ¡Caramba! ¡Cómo me aburrió Corea sin ella!
El general Webster dijo:
— Supongo que no le fastidiará el que yo lo haya alejado de los rusos.
— Debo decirle con franqueza, señor, que apruebo su actitud. Ya me sentía un poco nervioso.
— Bueno. Lo llevaremos a Kobe y le mostraremos cómo están las cosas. Usted figura en la Junta de Interservicio de Aviación… ¿comprende…? Pero sólo empezará a trabajar dentro de una semana.
— Voy a dormir un poco -dije y los Webster se echaron a reír, con una risita tonta.
El general me condujo hasta un "Cadillac" negro, cuya chapa ostentaba una reluciente estrella roja. Webster había sido siempre un hombre elegante, y su delgadez, sus uniformes extrapulcros y su condición de compañero despierto en el cuartel general acentuaba la buena impresión que causaba. Era uno de esos individuos a quienes los reclutas llamaban "pollos" porque exigían todas las cortesías militares, los quepis bien calados, los botines relucientes. El propio Webster caminaba con zancadas exageradas y empleaba una mirada que era un pregón de sinceridad. Como yo conocía a fondo a mi padre, y lo sabía un general auténtico que omitía toda la hojarasca para ir al núcleo de cada problema, dejándoles a los demás los zapatos relucientes y los saludos militares enérgicos, sospechaba a menudo que Mark Webster jugaba simplemente a general. En cierta ocasión se lo hice notar a mi padre, quien se enojó mucho y me replicó:
— ¡Mira, sabelotodo! El Ejército necesita muchas clases de generales. Mark Webster sabe hacer una docena de cosas que yo no sé.
Luego, frunciendo el ceño, dijo:
— No es que yo quiera hacerlas. Pero no subestimes a los hombres que mantienen en marcha la organización.
Unos tres días después, estábamos cenando en un restaurante adonde concurrían muchos pisaverdes y mi padre dijo:
— Siempre admiro a los maîtres d'hôtel que parecen impasibles, pero mantienen en marcha a la organización.
Me puse la mano sobre la boca y murmuré;
— Días pasados, dijiste lo mismo del general Webster.
Mi progenitor me miró con ojos penetrantes, meditó durante un momento y dijo:
— Creo que eso era lo que quería decir… si lo dije.
Pero durante aquel viaje desde el aeródromo el general Webster parecía desquiciado. No era el mismo cortés militar de siempre. En realidad, denotaba virtualmente malestar, pero sólo cuando llegamos al centro de Kobe descubrí qué le roía el alma. La señora Webster estaba montando guardia de nuevo.
Pasábamos por una esquina en la cual holgazaneaban media docena de reclutas: teníamos orden de no llamarlos ya "G.I."3. Estaban en Kobe para su "descanso y restablecimiento" después de la lucha en el frente de Corea y, como la mayoría de los soldados, se restablecían con las trotacalles. Cinco rollizas muchachas japonesas estaban paradas con ellos y, cuando pasábamos en el automóvil, uno de los soldados le dio una palmada en las posaderas a una de ellas, que profirió un chillido.
— A eso me refería -declaró la señora Webster.
— Kobe es un centro de recreo -dijo con aire ceñudo el general-. No puedo cambiar eso.
— Es algo vergonzoso.
— Sé que lo es -replicó el general, con un bufido.
— Además, degrada el uniforme militar.
— No parece existir regla alguna que lo prohíba -murmuró el general Webster, echándose atrás, irritado.
Al ver que no podía obtener nada del general, la señora Webster me preguntó:
— ¿Qué piensa con respecto a eso, Lloyd?
— No trate de hacerme hablar contra un general -rogué.
El general Webster se irguió en su asiento.
— Hablando en serio, Gruver… ¿Qué opinan ustedes, los oficiales jóvenes?
Yo había empezado a decir: "Nunca comprendí cómo puede salir con una muchacha japonesa un oficial que se respete", cuando me interrumpí bruscamente, porque, delante mismo de nuestro "Cadillac" vi a un teniente de Marina, de elevada estatura, que salía de una tienda donde vendían ropa interior de nilón, acompañado por la primera muchacha japonesa bonita que yo viera en mi vida. Era esbelta y de cabellos negros y sus ojos no miraban oblicuamente. Reía. No sé por qué, nunca me había imaginado a las muchachas niponas riendo. Pero aquélla, extraordinariamente hermosa, reía y apretaba su paquete con ropa interior de nilón bajo el brazo derecho. Luego, como cualquier esposa norteamericana en una bocacalle de mucho tráfico, asió cordialmente la mano de su teniente y le sonrió.
— Es una vergüenza -bufó el general.
La señora Webster se inclinó hacia delante para observar al oficial y a su compañera.
— Pues es un gallardo joven -exclamó, con voz entrecortada-. Y, probablemente, de muy buena familia. ¿Qué está haciendo con una japonesa?
Se me ocurrió una respuesta propia de un engreído, pero la reprimí y miré al general y adiviné claramente en sus ojos que se le había ocurrido la misma réplica y que también él la había reprimido, por la misma razón. La señora Webster nos miró y preguntó:
— ¿Es verdad, Mark, que algunos de nuestros jóvenes se han casado finalmente con esas muchachas?
— Unos diez mil -repuso el general, con aire ceñudo.
— ¡Es simplemente increíble! ¡Muchachas amarillas como madres de un hogar norteamericano! Hasta los pobrecitos que se casaron con francesas la última vez… ¿Recuerdas a esos horribles Farringdon de Camp Polk?
— ¿Se ha casado con una japonesa algún hombre de su Cuerpo? -me preguntó el general Webster.
— El viernes me pasé toda la tarde discutiendo con un chiquillo de diecinueve años que está resuelto a casarse con una de ellas.
— ¡Qué cosa tan lamentable! -dijo la señora Webster, con un suspiro.
Hablaba con auténtica piedad y, al parecer, compadecía realmente a todo muchacho de diecinueve años que, lejos de su país, se enredaba con una chica japonesa.
En ese momento un voluminoso comandante del Ejército, quien no era evidentemente un militar de carrera, se adelantó balanceándose calle abajo, curioseando los escaparates como si estuviese en San Francisco, y llevaba colgada del brazo, curioseando en los escaparates también, a una japonesa. Varios colegas del Ejército se cruzaron con ellos y el grueso comandante los detuvo para presentarles a su muchacha, como si se tratara de cualquiera con quien hubiese tenido cita en su país. La japonesa conversó durante unos instantes con los oficiales y luego condujo a su comandante calle abajo.
— Debes hacer algo para poner término a esa conducta -declaró con aire adusto la señora Webster-. Por lo menos, entre los oficiales.
Nuestro "Cadillac" se detuvo en el Campamento de Kobe y el general Webster se apeó de un salto diciendo:
— Tengo que cumplir una tarea desagradable. Nancy, vuélvete al Club. Lloyd y yo nos encontraremos pronto allí contigo.
La señora Webster me sonrió con picardía.
— Hoy nos ofrecen un almuerzo especial. Casi extraordinario, diría yo.
El general me señaló un canapé de su hermosa antesala -con artesonados de pino japonés- y le dijo a su edecán:
— Perfectamente. Lo recibiré ahora.
Un coronel de botas muy lustrosas desapareció en una de las habitaciones interiores y dijo, lacónicamente:
— El general Webster lo recibirá ahora.
Por la puerta irrumpió el aviador Kelly. Haciendo el juego usual en las Fuerzas Aéreas, no dio señales de conocerme, y pasó de largo con la vista fija hacia delante, siguiendo al acicalado coronel, pero cuando éste desapareció por una puerta que llevaba a la oficina interior del general Webster, Kelly se encogió de hombros.
Estudié los mapas de la sala de espera del general y hojeé su ejemplar de la Revista de Infantería, pero mi lectura fue interrumpida por la voz del general, que gritaba:
— ¿Por qué diablos quiere casarse con ella, después de todo?
Luego oí que el coronel argumentaba, más persuasivamente:
— Pero, soldado Kelly… Si se casa con ella, no se la podrá llevar a Estados Unidos.
Kelly respondió algo con voz ahogada, pero, a juzgar por lo que sucedió luego, aquel chico debió decir: "No quiero volver a Estados Unidos", porque el general gritó: "¡Al demonio! Yo lo mandaré allí, le guste o no. Coronel, envíe a nuestro país a este mequetrefe. ¡Esta misma noche!"
Fue entonces cuando oí por primera vez la voz de Kelly.
— No iré.
El general estalló:
— ¿Que no irá?
Kelly replicó:
— Así es. Porque el diputado Shimmark lo ha concertado todo para que me case.
He descubierto que, en cualquier sector militar donde uno esté -el Ejército, las Fuerzas Aéreas, la Marina, tanto da- la gente se apacigua cuando alguien menciona al Congreso. Recuerdo haber oído hablar de la época en que mi padre estaba varado en las Filipinas, sin abastecimientos. Fue durante la batalla en que obtuvo su cuarta estrella y en que McArthur podía desplomarse muerto en cualquier momento y Nimitz era un vagabundo muy capaz de darle un golpe en la cara a Roosevelt. Y cuando apareció un legislador de metro y medio, mi padre se mostró blando como la manteca. Porque sabía que los legisladores tienen en sus manos el destino de los militares. Aprueban el presupuesto.
Por eso, el general Webster dio marcha atrás al oír el nombre del diputado Shimmark.
— Está bien -dijo, con aire fanfarrón-. Adelante. Estropee su vida. Yo he cumplido con mi deber. He tratado de detenerlo.
Luego, al parecer, se volvió hacia el coronel, porque exclamó, con tono brusco:
— Arregle el casamiento de este joven tonto. Pronto tendremos que preparar un cuarto para niños.
El coronel tenía adustamente apretados los labios cuando llevó de nuevo a Kelly a la sala de espera.
— ¿Quién cree ser para hablarle así a un general? -masculló, con tono salvaje.
Kelly respondió, con gran decisión:
— No aceptaré que me sigan molestando. Me voy a casar.
El coronel lo llevó hasta la puerta y declaró:
— Lo lamentará durante el resto de su vida.
Kelly lo miró y se echó a reír. Luego, me vio y se encogió de hombros nuevamente.
— El sábado -dijo, por entre la comisura de la boca.
Cuando se hubo marchado, apareció el general. Su rostro estaba congestionado y murmuró:
— ¡Demonios! En otros tiempos, yo habría hecho poner en la empalizada a ese mocoso insolente. Ahora tenemos un Ejército nuevo y todos esos cachorros les escriben a sus diputados. ¡Qué diablos! Ojalá se murieran todos esos legisladores…
El coronel trató de bromear y dijo:
— ¡Usted no puede evitar que los hombres se casen con las mujeres!
El general lo miró como si el coronel hubiese perdido la chaveta y gruñó:
— Pero se puede evitar que los oficiales norteamericanos hagan el ridículo en público. ¡Y por Dios que lo conseguiré!
Entonces me vio y, tomándome del brazo, dijo:
— Lloyd, ojalá los imbéciles que están bajo mis órdenes fuesen tan razonables como usted. Pero lo que sucede es que usted se ha criado en una tradición de servicio a la nación. Comprende qué significa un uniforme.
Buscó con los ojos a su "Cadillac", que no había vuelto aún, y llamó en su remplazo a un "Buick". Apenas hubimos subido, dijo:
— A propósito de Eileen, comamos.
— Yo no hablaba de Eileen -repuse.
Y me eché a reír.
— Yo sí -manifestó él-. Porque… quiero decir… es inconcebible que esos oficiales a quienes uno ve exhibiendo a muchachas japonesas hayan podido conocer siquiera a muchachas norteamericanas puras y decentes como Eileen…
Se volvió bruscamente y su voz se perdió en un vago crepitar, como un volcán falto de aire. En la vereda de enfrente estaban parados el comandante gordo y su japonesita que iban de tiendas. Miraban vestidos, cogidos de la mano bajo el sol primaveral. El general se inclinó y le preguntó a su chófer:
— ¿No es ése el comandante Bartlett?
— Sí, señor.
— Vendedor de zapatos en la vida civil -observó con un bufido el general-. ¿Qué puede esperarse de él?
El chófer rectificó:
— El comandante Bartlett es el dueño de la cadena de estaciones de servicio, señor.
El general Webster dejó relajar su tensión.
— ¡Dios mío, qué Ejército! -suspiró.
Fuimos en automóvil al hotel de lujo japonés que albergaba el Club de Oficiales y adiviné que al general lo excitaba cada vez más la perspectiva de darme una sorpresa con Eileen. En realidad, yo también estaba bastante excitado, porque no veía a Eileen desde hacía más de un año. Nerviosamente, di una palmada en mi cartera para tener buena suerte y empecé a subir los peldaños de mármol.
Un ordenanza japonés saludó al general. Un capitán japonés le entregó unos papeles. Un ascensorista japonés nos llevó con rapidez al departamento del general y una camarera japonesa nos guió precipitadamente por el pasillo. Un mayordomo japonés nos abrió la puerta con una sonrisa feliz y una criada japonesa se inclinó casi hasta el suelo para honrar al general.
Permanecí alerta, esperando que se abrieran las altas puertas de la biblioteca y recuerdo que me dije: "Vamos, torpe. Tienes que fingirte sorprendido." Pero no necesitaba el adoctrinamiento, porque Eileen surgió inesperadamente del pasillo y era mucho más linda de lo que yo la recordaba.
— ¡Aleluya! -grité, avanzando presurosamente hacia ella y noté que estaba más atractiva, más linda, cuando sonreía.
Eileen corrió a mi encuentro, nos besamos y dije:
— ¡Caramba! ¡Qué manera tan maravillosa de hacer volver a un hombre de Corea!
Y ella me respondió:
— Quise telegrafiarte apenas me permitió venir el Ejército, pero mamá dijo: "Más vale que le demos una sorpresa."
La señora Webster nos interrumpió.
— No queríamos distraerlo de sus vuelos -me dijo.
Eileen preguntó:
— ¿Fue duro el asunto esta vez?
— Están haciendo jugar a su primer equipo -repliqué.
Sujeté firmemente las manos de Eileen y retrocedí para inspeccionarla.
— Conque has cambiado de peinado… ¿eh? ¡Oh, ese hermoso cabello rubio cuando todos tienen aquí pelo negro! Y tu vestido… Parece mostrarte por dentro y por fuera 4.
— Está hecho para mostrarme por dentro y por fuera -dijo riendo Eileen-. Yo soy yo por dentro y por fuera.
El general Webster tosió y dijo:
— Estás mucho más linda que todas las fotografías que me mandaste… salvo quizás aquella especial, en traje de baño. ¡Caramba! ¡Ésa sí que te muestra por dentro y por fuera!
— Ésa me muestra toda por fuera -dijo Eileen-. ¡Pesé casi cuatro kilos más este verano!
— ¿No les parece que podríamos bajar a comer? -propuso el general Webster.
Pero la señora Webster estaba disfrutando de la romántica escena que había concertado y dijo:
— Bebamos antes a la salud de los jóvenes amantes.
Sacó a relucir un juego de centelleantes vasos de vino y explicó:
— Del "P. X.". El pequeño vendedor japonés dijo que los fabricaban aquí mismo, en Kobe.
El general Webster sirvió el jerez y recitó, con aire teatral:
— ¡A la salud de los amantes!
Luego, miró a su esposa y dijo, con tono quejumbroso:
— ¡Qué fea palabra! ¿No son amantes los franceses que viven juntos en una buhardilla y nunca se casan?
— ¡No! -exclamó Eileen-. Los amantes son gente de una película inglesa que viven en una cabaña y la esposa del vicario los condena.
— Una palabra muy desagradable, de todos modos -dijo el general, que mientras servía más jerez añadió-: A la salud del comandante Lloyd Gruver y de Eileen Webster, de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Eso parece mucho más norteamericano y mucho más sano.
La señora Webster se echó a reír.
— Tienes razón, Mark, pero la palabra "amantes" tiene otro sentido perfectamente sano. Se refiere a los norteamericanos de edad madura que se aman… hasta después de veintiséis años de matrimonio.
Se acercó al general y lo besó afectuosamente.
Mi padre y mi madre nunca se habían entendido muy bien, y desde los diez años, poco más o menos, advertí que por más que progresara mi padre y por más normal que resultase la carrera de Mark Webster, mis progenitores envidiaban a los Webster porque Mark y Nancy se amaban, y ellos no. Mi padre solía traicionar su desdén por la docilidad con que Mark Webster se dejaba manejar por su esposa, y mi madre, quien provenía de una famosa familia alemana de Lancaster, Pensilvania, se quedaba habitualmente a pasar unos días con su círculo de amistades y hablaba con tristeza de Nancy Webster, quien "correteaba por el mundo como una vivandera".
En aquel momento, en Kobe, cuando los Webster se estaban besando, compartí los sentimientos de mis padres y comprendí por primera vez, con cierto sobresalto, que cuando me casara con su hija Eileen me parecería probablemente más a mi padre que a Mark Webster. Siempre me sentiría algo inhibido: con todo, mientras estaba parado allí frente a Eileen y veía su radiante belleza, llegué a la conclusión de que estaba profundamente enamorado… a mi manera y como mi padre, y pensé en ese instante de vacilación que mi amor parcial, llamémoslo así, podía llevar a la creación de una familia sólida como la de mi padre, a mi progreso en las Fuerzas Aéreas, y a una firme posición social como la de mi madre en Lancaster. Me dije: "Así ama un soldado."
Pero creo que la señora Webster, que conocía bien a mis padres, debió adivinar mis pensamientos, porque exclamó, por encima del hombro de su marido:
— Bese a la muchacha, Lloyd.
Lo hice y el general rogó:
— Ahora… ¿podemos comer?
Bajamos al comedor, donde el maître japonés había preparado una mesa deslumbrante, con flores y una iglesia tallada en hielo. Tres camareros japoneses nos acercaron las sillas y una orquesta japonesa de tres instrumentos martilló una versión jive de Aquí viene la novia. Los oficiales de las mesas próximas se levantaron y aplaudieron, pero el almuerzo se estropeó cuando a la derecha y bastante cerca de nosotros se sentó el teniente de Marina con su bella japonesa, mientras que junto a la orquesta se instalaba el gordo comandante y su muchacha.
La señora Webster jugó nerviosamente con la servilleta.
— Si yo supiera que eso no había de humillarlos me iría. ¿Quién ha ganado la guerra, a fin de cuentas?
Eileen asió el brazo de su madre y murmuró:
— Son buenas muchachas. Por favor, no des un escándalo.
La señora Webster cedió y empezó a revolver con su cuchara el contenido del tazón, pero en seguida se detuvo.
— Simplemente, no tengo apetito -dijo, con firmeza.
El almuerzo fue un desastre, y apenas pudo hacerlo decorosamente, el general Webster me arrastró de nuevo a su oficina y allí le gritó a su edecán:
— Vaya y tráigame al comandante Bartlett.
Luego, llamó a su secretario y dictó una severa nota:
"Hágase cumplir inmediatamente: que ningún nativo japonés participe en función alguna del Club de Oficiales de Kobe, incluyendo, taxativamente, el salón comedor del club."
— ¡Colóquela en un sitio bien visible! -dijo el general y cuando su secretario iba a salir, agregó, con voz tonante-: Cuide sobre todo de que haya una junto a cada ascensor.
Al aparecer el comandante Bartlett, el general lo fulminó con la mirada. El gordo comandante, uno de esos civiles particularmente exasperantes que no quieren tomar en serio la vida militar, no se molestó siquiera en cuadrarse.
— Su conducta es deshonrosa.
— Comprendo.
— Usted no puede comprender. De ser así, no se pasearía por la calle de la mano de una muchacha japonesa.
— Comprendo.
— ¡Maldita sea! Nuestros enemigos hace poco tiempo.
— Los míos, no. Combatí en Alemania.
— Entonces los de su país. Usted debiera respetar las responsabilidades de su país.
— Comprendo -dijo el comandante arrastrando la voz, con tono insólitamente defensivo.
— ¿Comprende que no debe volver a traer a esa muchacha al Club?
— Lo comprendo.
Esto enfureció al general, quien dijo:
— Y tampoco dejarse ver en las calles con ella.
El comandante me miró, enarcó las cejas y contestó:
— Comprendo.
Esto ya era demasiado para el general, quien agregó con aspereza:
— Comandante Bartlett, me han ordenado que mande a una tanda de reclutas a Corea. Más vale que usted vaya con ellos.
— Ciertamente.
Ahora yo mismo estaba harto ya. Y grité:
— Ciertamente, señor. Usted sabe que hay una pena por insolencia en los modales.
— Ciertamente, señor -me dijo el gordo, con leve gesto de asentimiento.
— No se meta en esto, Gruver -ordenó el general-. Bartlett, la tanda parte mañana.
— ¡Ciertamente, señor! -dijo el comandante con la mayor precisión militar, haciéndonos un brusco saludo extrarreglamentario.
Cuando Bartlett hubo salido, el general me miró.
— El eterno civil. Bueno, es inútil someter a Consejo de Guerra a un hombre como ése. Quizá Corea le meta algún sentido común en la cabeza.
— Me gustaría que me permitiera habérmelas con él.
— Ya descubrirá usted que el Ejército gana más a la larga tolerando las tonterías de los civiles. Pero… ¡Vaya! Uno no tiene por qué tolerarlas en los almuerzos.
Esa noche, cuando volvimos al club y entramos en el ascensor, el general comprobó con satisfacción que su orden había sido colgada allí, pero cuando leyó la parte final de la hoja impresa se tornó carmesí, porque alguien había garabateado con lápiz: "Firmado, señora de Webster."
— ¿Quién hizo eso? -gritó el general.
La muchacha japonesa que manejaba el ascensor no sabía leer el inglés y no pudo comprender la razón de la ira del general. Webster señaló la firma garabateada con lápiz y preguntó:
— ¿Quién hizo eso?
— Mí no ver -respondió la muchacha, refugiándose intimidada en un rincón.
Tan azorada estaba que el ascensor pasó de largo ruidosamente por el piso del general, y cuando la asustada muchacha logró dominarlo, el general Webster había arrancado el cartel. Luego arrastró a la ascensorista a su departamento y tocó furiosamente el timbre para llamar al gerente del hotel, quien estableció el hecho de que el comandante Bartlett había empleado esa tarde el ascensor. Pero era imposible probar nada y a la hora de la cena todos los oficiales del hotel estaban enterados del incidente, porque los oficiales que no son de carrera parecen colegiales: festejan siempre con risitas de deleite la aparición de algo que le cause dificultades al maestro.
Esa noche, la cena fue glacial. Eileen y yo, en silencio, soportábamos las miradas de odio de los oficiales que normalmente traían a cenar a japonesas. El comandante Bartlett hizo su aparición, me saludó inclinándose y se sentó en el lugar preciso donde podía verlo el general, charlando risueñamente con algunos camaradas y contando anécdotas obscenas. Pero el blanco principal de las miradas glaciales esa noche era la señora Webster, a quien no parecían importarle. Con su marido había pasado por muchas crisis del Ejército -algunas, como ésa, precipitadas por ella- y nunca la habían acobardado las críticas. Mi padre no aprobaba la intervención de la señora Webster en la vida militar, pero, en cierta ocasión, me dijo:
— Si algún día te ves en apuros, Lloyd, haz como Nancy Webster. Saca la mandíbula y aguanta el castigo.
La señora Webster señaló con descaro una mesa donde tres maestras norteamericanas cenaban con varios civiles a quienes el ejército usaba para manejar el sistema de abastecimiento de gasolina. Alzando la voz lo suficiente para que la oyeran, dijo:
— ¿Verdad que es encantador ver a esas lindas muchachas norteamericanas junto a aquella mesa?
Alguien tenía que decir algo y repliqué:
— Cuando uno ha estado en Corea, resulta maravilloso ver a una muchacha norteamericana.
Comprendí en el acto que eso sonaba horriblemente y me convencí de ello cuando el comandante Bartlett asió de improviso su cuchara y empezó a lustrarla como un demente. Lo miré con enojo, pero él siguió concentrado en su cuchara, sopló sobre ella como cuando se limpia una manzana y la siguió lustrando.
Toda dificultad entre el gordo comandante y yo quedó solucionada al aparecer el joven teniente de Marina con su linda japonesa. Aparentemente no había visto el cartel, porque se encaminó hacia una mesa desocupada y todos los presentes miraron para ver qué pasaría.
El maître se abalanzó hacia la pareja, le explicó la situación a la muchacha en un acalorado japonés y ella, evidentemente bien educada, se apartó de allí, con acentuado malestar. El teniente no quiso aceptar la imposición. Tranquilamente aferró de la mano a su bella compañera y la condujo hacia la mesa contra su voluntad. El maître se enfureció. Le endilgó con sibilante voz instrucciones a la muchacha y tuvo la mala suerte de usar algunas palabras que el oficial conocía, porque el norteamericano soltó la silla que le estaba ofreciendo a la muchacha, llevó atrás la mano y quiso propinar un puñetazo al maître.
Otro oficial de la Marina lo previo y asió con destreza la mano de su amigo, conteniendo el golpe. Luego, le explicó la nueva norma y lo incitó a marcharse, pero el primero de los oficiales notó en ese instante que en el salón estaba Webster y sus acompañantes. Se sintió espantado. Rápidamente hizo salir de allí a la japonesa, se acercó a nuestra mesa y dijo, con vivacidad:
— Lo siento muchísimo, señor. Creí que se burlaban de mí.
— No tiene importancia -respondió el general.
— Lo siento muchísimo, señora Webster.
La esposa del general se mostró muy amable y Webster, a sus anchas, dijo:
— Teniente Bailey, permítame que le presente al comandante Gruver. Ingresa en el Cuerpo directivo de ustedes la semana próxima.
El teniente dijo:
— Hemos oído hablar de usted. ¿Siete "Mig"?
Guiñé el ojo y él declaró:
— Nos serán muy útiles sus servicios.
Se inclinó y salió; el general dijo:
— Sea como fuere, uno tiene que respetar a la gente de la Marina. Son unos sabuesos de la publicidad, pero saben qué es la disciplina.
La señora Webster dijo:
— No es que me disgusten los japoneses. Son gente maravillosa. Muy hábiles y con otras virtudes. Hasta durante mi breve permanencia aquí me han tratado con insólita cortesía. Pero un ejército conquistador debe conservar su dignidad.
— De acuerdo -replicó el general-, pero según esos patanes de Washington, tenemos que atraérnoslos ahora. ¡Si leyeras las instrucciones que recibo, Nancy!
— ¡Las apruebo en un ciento por ciento! -insistió la señora Webster-. El Japón es ahora un país libre. Debemos atraer a los japoneses a nuestro bando, pero también recordar nuestra posición. Y mostrarnos firmes.
Haciendo caso omiso del comandante gordo, la señora Webster siguió cenando con fruición.
EILEEN WEBSTER: Yo no podría contentarme nunca con vivir la misma vida estéril que tu madre.
El viernes, la señora Webster dio una prueba sorprendente de que efectivamente le gustaban los japoneses… si se mantenían en su lugar. Ella y Eileen me vinieron a buscar a mediodía y me llevaron al campo, no muy lejos de allí, en el "Cadillac" negro. La señora Webster anunció:
— Tenemos un bocado delicioso para usted, Lloyd. Vamos a Takarazuka.
— ¿Adónde? -pregunté.
— A Takarazuka -repitió ella, lentamente.
— ¿Qué es eso?
— Por lo pronto, un pueblecito con un zoológico delicioso. Pero también es algo específicamente japonés.
— ¿Por ejemplo?
— ¡Usted se asombrará!
A los pocos minutos penetramos en la aldea japonesa de Takarazuka. Salimos por una callejuela muy angosta y nos internamos en algo que parecía un reino de cuento de hadas. Promediaba abril y el caminito que teníamos delante estaba flanqueado de cerezos y yo nunca había visto árboles semejantes. Los capullos eran extraordinariamente abundantes, de un color púrpura arenoso, grisáceo, fuerte y delicado. Las cargadas ramas se agobiaban sobre nosotros y entre ellas se vislumbraba el cielo azul primaveral. El camino estaba lleno de gente que se apresuraba bajo los capullos hacia algún destino que yo no podía ver. Había mujeres en quimono, muchachas en alpargatas, viejos de negro, criaturas con ropas de colores detonantes y media docena de bellísimas muchachas con una especie de vestido verde que se arremolinaba alrededor de sus tobillos al andar.
— ¿Quiénes son ésos? -pregunté, con voz entrecortada.
— Son las muchachas del "Takarazuka" -explicó la señora Webster.
— ¿Qué hacen?
— Ésa es la gran sorpresa.
Pero yo debía tardar en descubrirla, porque la esposa del general nos condujo por el sendero florido y dejamos atrás a veintenas de tenduchos que vendían souvenirs de Takarazuka y luego añosos árboles que daban sombra y después diminutos restaurantes en cuyas puertas las mujeres ofrecían comida barata. Estábamos en el corazón del Japón y la señora Webster se estaba divirtiendo tanto como cualquier japonesa.
Apenas habíamos recorrido una breve distancia, se nos unió un flaco joven de traje negro y nos hizo una profunda reverencia, tomando aliento entre dientes.
— Mil, mil perdones -dijo-. Los esperaba en la oficina principal.
Nos llevó al zoológico, donde había hermosos lagos, macizos de flores y encantadores bancos donde uno podía sentarse bajo los cerezos en flor y mirar cómo jugaban los niños.
El joven preguntó, en buen inglés:
— ¿Es usted el piloto que abatió siete "Mig"?
Se veía que estaba impresionado y expresó:
— Fui aviador. Ahora trabajo aquí.
— ¿Qué lugar es éste? -pregunté, bajando la voz.
— ¿No lo sabe?
— Nunca oí hablar de él.
La señora Webster nos vio conversar y exclamó:
— ¡Oh, Lloyd! ¡No nos estropee este placer!
— Odio los misterios -dije.
— Está bien. Iremos.
Ella y el joven flaco nos condujeron fuera del zoológico, hasta que llegamos a un enorme edificio que parecía una armería de Kansas. Era un teatro. Ocupamos nuestras butacas especiales de primera fila y quedamos frente a uno de los escenarios más grandes del mundo, donde se representaba el más asombroso de los espectáculos que yo haya visto.
No puedo decir que haya entendido la obra. Se llamaba, dijo el joven, Sarutobi Sasuke, lo cual significa El Monito Sasuke, y Sasuke es el nombre de un niño. Se trata de unos niños que, casualmente, hacen aparecer a un mago, quien les ayuda a salvar de manos del enemigo un castillo. No logré comprender quién era el enemigo o qué castillo era aquél, porque lo importante en "Takarazuka" no era el argumento, sino el abrumador efecto del tamaño.
La representación empezaba a la una y seguía hasta las seis. Se presentaban treinta y cuatro escenarios distintos, todos ellos tan grandes y dispendiosos como sea dable imaginar. Nunca vi un espectáculo de Ziegfeld, pero la señora Webster me dijo que cualquiera de los decorados de "Takarazuka" podía eclipsar al mejor de los presentados por Ziegfeld. Había música, baile, canciones. En realidad, había de todo. En aquel espectáculo figuraban dos gorilas, dos lechones vivos, un hechicero, tres tercetos distintos que cantaban tres clases de canciones distintas, un ballet, un partido de fútbol, una cabra viva, un fragmento cinematográfico que mostraba el hechicero en acción, un trozo de ópera y una caverna cuyos árboles se movían. Pero, sobre todo, había muchachas.
En escena movíanse más de un centenar de muchachas y todas eran realmente deslumbrantes, pensé: "¡Y tú afirmaste no haber visto jamás a una japonesa bonita! ¡Vamos!" Pero, al propio tiempo, había algo de ridículo en este exceso de belleza, porque no trabajaban hombres. Las muchachas más bonitas desempeñaban los papeles masculinos y le murmuré a Eileen:
— En este espectáculo podrían intervenir algunos Clark Gable.
La señora Webster me oyó y se echó a reír.
— En Tokio existe otro teatro donde no hay mujeres. Allí los hombres desempeñan todos los papeles.
— Eso no parece razonable -dije.
— Es japonés -explicó ella.
Pronto me cansó el espectáculo: sólo veía un enorme decorado tras otro y a bellas muchachas que se fingían hombres. Dije que estaba dispuesto a irme cuando los demás se diesen por satisfechos. Eileen declaró:
— Cuando quieras.
Y al echar a andar por el pasillo en sombras, comencé a advertir las enormes dimensiones de aquel teatro. Debían de caber más de tres mil personas sentadas. Le pregunté a nuestro guía:
— ¿Se llena siempre así?
No se veía un solo asiento desocupado. El joven tomó aliento orgullosamente y replicó:
— Todos los días del año. Dos veces los sábados y domingos.
No se lo dije, pero supuse que en un espectáculo de "Takarazuka" debía de haber algo que ningún norteamericano podía comprender, porque a mí me aburría y lo mismo les pasaba a Eileen y a su madre. Pero a los japoneses les gustaba. Estaban casi apoyados en los bordes de sus asientos, con los redondos rostros transfigurados de intenso placer.
Nos disponíamos a volver a nuestro automóvil cuando el guía nos detuvo y dijo:
— El supervisor los invita a asistir a un ensayo especial de nuestro espectáculo del mes próximo.
— ¿Tienen ustedes dos Compañías? -preguntó Eileen, algo ofuscada por las ciento quince muchachas que acababa de ver.
— Tenemos cuatro -respondió orgullosamente el guía-. Una trabaja aquí, otra en Tokio, una tercera sale en gira y la cuarta está ensayando.
Nos condujo a un enorme escenario vacío donde varias muchachitas de faldas verdes ejecutaban una intrincada danza, mientras que un hombre, al piano, martillaba una melodía que sonaba a Schubert. En otro recinto vacío, otro hombre ejecutaba una canción que parecía de Gershwin para un terceto de muchachitas, también de falda verde.
— Visten el traje de "Takarazuka" -explicó el guía.
Luego, repentinamente, se puso en guardia y las muchachas que estaban junto al piano dejaron de cantar. Todos miraron hacia la puerta, por la cual había entrado un anciano de barba blanca, que, al descubrir a la señora Webster, se adelantó presurosamente hacia ella, le hizo una profunda reverencia y dijo:
— ¡Señora Webster! Nos hace un extraordinario honor.
Agitó la mano con aire de desaprobación y añadió:
— Esto es un ensayo solamente.
Al volverse, dejó ver a sus espaldas a una actriz esbelta y muy linda de falda plisada, chaquetilla marrón y arrogante boina verde, calada con insolencia sobre uno de sus ojos. Murmuré a Eileen:
— Ésa es la muchacha que estaba con el teniente de Marina.
Eileen la observó y dijo:
— Claro que lo es.
El supervisor nos vio contemplar absortos a la llamativa muchacha y dijo:
— Señora Webster, honorables huéspedes… ¿Puedo presentarles a Fumiko-san, una de nuestras mejores actrices?
Aunque estoy seguro de que la muchacha nos había reconocido, no lo reveló, se adelantó con parsimonia y se inclinó profundamente ante la señora Webster. Cuando llegó hasta mí le tendí la mano, pero ella iniciaba una nueva reverencia, por cuya razón retiré la mano y vi que me miraba con inmensa gratitud por no haberla reconocido en presencia del supervisor. Eileen lo notó también y tuvo suficiente naturalidad para decir:
— ¿No la hemos visto en el escenario?
La muchacha replicó, con voz contenida:
— Yo no trabajar esta semana… Yo… Luna… Compañía.
Precipitadamente, el guía explicó:
— Cada una de las cuatro compañías tiene su nombre. Luna, Estrella, Nieve y Flor. Podría decirse que la señorita Fumiko es una de las mejores estrellas de la compañía Luna.
Me disponía a comunicarle que yo había visto ya a la señorita Fumiko, cuando una clara mirada de la actriz me suplicó que guardara silencio.
Con extraordinaria gracia la señorita Fumiko se acercó a un piano, pero no la oí cantar porque en el preciso instante en que comenzó enfilamos por el florido sendero que nos llevaría de regreso a nuestro "Cadillac". Mientras caminábamos bajo los capullos de cerezo que se balanceaban, noté que en todos los comercios que viéramos antes se exhibían grandes fotografías satinadas de las principales actrices de "Takarazuka". Cuando pasábamos lentamente por allí, los retratos de las bellas muchachas, la mitad de las cuales vestían indumentaria masculina, surtieron un efecto mesmerizante, pero, mientras yo los examinaba, Eileen descubrió uno de los fenómenos auténticos del Japón.
— ¡Oh, miren! -exclamó.
El drama Sarutobi Sasuke había terminado y las muchachas de "Takarazuka" salían de los camarines y se internaban en el sendero florido. Las más jóvenes vestían la típica falda verde y a su alrededor se apretujaba un grupo de admiradores que intentaba tocar a las actrices, rozar sus verdes faldas o hacerles aceptar una carta o un regalo. Cuando aparecía una muchacha particularmente famosa, la multitud profería un leve grito y retrocedía, y la actriz avanzaba con una suerte de cortesana grandeza.
Las muchachas de "Takarazuka" recorrieron el sendero florido con las verdes faldas balanceándose bajo los capullos de los cerezos y pude oír suspiros entre la multitud cuando doblaron la esquina, subieron a un puente y cruzaron el río hasta llegar al otro lado, donde, me habían dicho, vivían como monjas en un aislado salón dormitorio. Cuando se fueron, la muchedumbre agolpada ante las puertas de los camarines paseó la mirada a su alrededor como si ya no le quedara nada que hacer y por primera vez advertí que todos sus integrantes eran muchachas. No había ningún galán de los que esperan junto a la puerta del escenario. Todas eran damitas.
La señora Webster dijo:
— Las muchachas del Japón idolatran a esas actrices.
— ¡No me extraña! -contestó Eileen-. Las actrices son tan hermosas…
— ¡Y las muchachas que esperan fuera tan feas…! -repuso la señora Webster.
— ¿Viste alguna vez tantos rostros redondos y rubicundos? ¿Y a unos pequeños seres tan regordetes?
— No lo sé -dijo Eileen-. Estados Unidos tiene lo suyo. A los trece años, yo me miraba fijamente en el espejo y rezaba para que Dios me asemejara a Myrna Loy.
— ¡Oh! Pero nunca fuiste una chiquilla de cara cuadrada. Lloyd, esta muchacha fue siempre linda.
Después de proferir estas palabras, la señora Webster jugó su carta de triunfo.
— Voy a cenar con el supervisor…, ese viejo encantador de la barba. Es un hombre muy importante. Ustedes vuélvanse a casa.
Y me miró con unos ojos absolutamente sinceros, como diciendo:
"Usted tiene veintiocho años de edad, Lloyd. Debió casarse con Eileen hace cuatro. Crezca."
Y, como siempre, tenía razón en un ciento por ciento. A pesar de haber impedido ella misma ese casamiento en el primer año -sin advertirlo- y aunque yo podía poner la guerra de Corea como una excusa adicional, nunca pude explicarme honradamente por qué Eileen y yo no nos habíamos casado. Estábamos enamoradísimos y ella había corrido el riesgo de provocar comentarios trasladándose en autobús a una lejana base aérea de Texas para pasar conmigo una semana de locura, pero ambos sabíamos que, cada vez que se acercaba el gran momento de casarnos, yo lo rehuía. Con los aviones a chorro me sentía a mis anchas. Con las mujeres, no. Creo que el ver a la señora Webster y a mi madre me había hecho muy tímido.
Cierta noche oí conversar en un bar a uno de nuestros médicos. Había sido todo un personaje en la vida civil y decía:
— Vemos que, cuando un hombre proviene de un hogar destrozado, no está en condiciones de casarse temprano. Se diría que hay que presentarle el amor. Si no lo encuentra en su propia familia, podría recorrer toda la vida sin hallarlo. Desde luego -añadió el médico-, en cualquier momento, cualquier muchacha, prácticamente podría proporcionarle la enseñanza necesaria si quisiera tomarse esa molestia. Pero los hombres de costumbres relajadas que no se casan antes de los cuarenta -los hombres que no han conocido realmente el amor- apenas justifican que una muchacha se moleste por ellos. Por eso podemos decir que algunos hombres viven toda una vida sin descubrir algo tan simple como el amor. Nadie se ha molestado en hacérselo conocer.
Yo recordaba a menudo las palabras de aquel médico, pero con la convicción de que yo no era así, por lo menos en todos los sentidos. Es cierto que mis progenitores no me habían mostrado su propio amor, ni familiarizado con la idea de tener un hogar apuntalado por el amor de una muchacha.
Creo que eso explica por qué tenía yo veintiocho años, estaba vagamente enamorado de Eileen y seguía soltero. Y creo que la señora Webster lo adivinaba y nos empujaba ahora al uno hacia el otro.
— Nos volveremos a ver en el hotel -exclamó y nos abandonó, siguiendo a un pequeño japonés que la condujo a presencia del supervisor y al cual ella llevaba sus buenos diez centímetros de ventaja.
Yo esperaba ansiosamente la oportunidad de hablar a solas con Eileen y apenas se hubo alejado la señora Webster, atraje a mi prometida a un rincón del "Cadillac" y la besé fuertemente. Eileen murmuró:
— Durante todo el viaje en avión, soñé con encontrarme contigo en un lugar romántico como éste.
Señaló desde el automóvil los pequeños arrozales contiguos a la carretera por donde viajábamos y las diminutas casas dispersas entre los árboles. En el aire se cernía una dulce pesadez, y al contemplar a los pequeños obreros japoneses que avanzaban trabajosamente por los senderos anochecidos, nos parecía formar parte de aquel país extraño.
— Yo no quería partir de Estados Unidos. La idea de… -mi novia vaciló y agregó-, de casarse en un país extraño no es muy atrayente. Pero, ahora…
Simulé no haber oído su mención del matrimonio.
— Hoy me sentí orgulloso de ti.
— ¿Con qué motivo?
— Esa muchacha.
— ¿La actriz?
— Sí. Sabías que era la misma que tu padre hizo echar del salón comedor. Pero no la pusiste en apuros.
— ¿Por qué había de hacerlo? Había venido al club como invitada y su aspecto era muy agradable.
— Pero tu madre…
— Mamá no tiene nada de malo. Sólo necesita saber que lo gobierna todo.
— ¿Se enojaría muchísimo si faltáramos al almuerzo del club?
— Sabe que estamos de galanteo.
— ¡Qué extraña palabra para una muchacha del colegio "Vassar"!
— Ya no soy del "Vassar". No te dejes engañar por el rótulo. Camarada, yo he estado viviendo en Tulsa, donde la gente galantea.
— Vamos de galanteo.
— ¿Adónde iremos?
— A un club nocturno japonés.
Eileen meditó y sonrió:
— ¡Vamos de galanteo!
El chófer nos dejó a regañadientes en una esquina y, más a regañadientes aún, nos indicó cómo podíamos hallar "Las Noches del Fuji", al promediar una callejuela. "Las Noches del Fuji" resultó un cuartito especializado en cerveza y pescado frito. Una geisha de rostro blanqueado con almidón de maíz se acercó, se sentó con nosotros y nos enseñó a hacer los pedidos. Pronto se nos acercaron otras cuatro geishas de rostro blanco para admirar el rubio cabello de Eileen. Una que hablaba inglés acercó un bucle de Eileen a su pelo, negro como el azabache y dijo, con un suspiro:
— ¡Qué lindo!
Eileen replicó:
— ¿Verdad que es fascinante la manera como pronuncia la "1" esta gente? (La geisha había dicho "rindo" por "lindo".)
Le pregunté a la geisha:
— ¿Cómo dicen ustedes "linda línea"?
Ella se echó a reír y respondió:
— Usted bromea.
— ¡Por favor! -le rogué.
La japonesa puso sus finos dedos bajo el mentón de Eileen y dijo:
— Usted tiene una "rinda rínea".
Eileen aplaudió y observó:
— También su quimono es lindo.
Las muchachas conversaron un rato y luego hicieron funcionar el receptor radiotelefónico y bailamos. La geisha que sabía hablar el inglés preguntó a Eileen:
— ¿Puedo bailar con su oficial? Es muy importante que nosotras sepamos el baile norteamericano.
— Claro que sí -dijo Eileen, y por primera vez en mi vida bailé con una muchacha extranjera.
Aquello fue aburridísimo. La geisha tenía algo viscoso en el cabello y su talle estaba tan recubierto de ropa que yo no podía asirla firmemente por ninguna parte. Al parecer no era la primera vez que ella afrontaba ese problema porque me tomó la mano y la deslizó hasta una posición segura bajo un bulto de ropa particularmente grande y bailamos. Le pregunté por qué usaban tanta indumentaria las geishas y me respondió, con timidez: -Yo no ser verdadera geisha. Sólo ser geisha de après-guerre.
Creí que la muchacha había usado un modismo nipón y le pregunté qué quería decir.
— Après-guerre -dijo-. Quizá sea francés. Geisha de la posguerra.
Yo no comprendía aún y pregunté si se trataba de una clase especial. Con verdadero malestar ella rehuyó mi mirada y me explicó:
— Aquí, nosotras sólo ser geishas de mentirijillas. Ser geisha de verdad exigir muchos años de estudios. Muchos quimonos. Nosotras ser muchachas pobres. Nosotras comprar un solo quimono, fingir para norteamericanos. Nosotras tener que hacer dinero.
Cuando me llevó de nuevo a la mesa, dos de las otras falsas geishas empezaron a hablar en una jerga ininteligible y finalmente una de ellas corrió al fondo del salón. Resultaba divertido verla moverse, ya que la mayoría de esas muchachas caminan casi de puntillas, lo cual imprime un cadencioso balanceo a su andar. Al cabo de un instante apareció con un periódico japonés y allí, del tamaño de un penique norteamericano, veíase mi fotografía. Esto excitó a las cinco geishas y me obligaron a ponerme de pie para poder inspeccionar mi uniforme. Una levantó siete dedos y asentí, después de lo cual las muchachas profirieron una exclamación entrecortada y la primera geisha le dijo a Eileen:
— Usted estar seguramente muy orgullosa.
— Lo estoy -dijo Eileen, y horas más tarde, cuando volvíamos en el automóvil, me besó apasionadamente y murmuró-: Me gusta salir de galanteo contigo.
Recuerdo que pensé:
"Vamos, inútil: o resuelves ahora mismo el problema de esta mujer o la abandonas para siempre."
Y me decidí a la zambullida:
— En mi pueblo, Podner, galanteo significa casamiento. ¿Cuándo?
Eileen sonrió con dulzura, como si hubiera sucedido algo muy natural y contestó:
— Yo quisiera casarme… si…
Yo me había zambullido y el agua no me asustaba tanto como esperaba. De modo que me tiré a fondo y dije algo muy refinado, para ser mío:
— He estado volando donde los segundos equivalen a horas. No quiero esperar un solo día más.
Eileen se echó a reír nerviosamente:
— ¿No puede vacilar acaso una muchacha cuando le proponen matrimonio por primera vez?
Me sentía ansioso de representar el papel del enamorado resuelto -que me estaba empezando a gustar- y contesté:
— Siempre supiste que yo no podría vivir con otra esposa que no fueras tú.
Entonces advertí que, en realidad, Eileen estaba perpleja. Honradamente, tenía sus dudas. Vaciló durante unos instantes y dijo:
— Me resulta difícil explicarlo, pero varias veces, aquí, en el Japón, me he preguntado si serías mejor marido que tu padre.
— ¿Qué quieres decir? -exclamé, con voz entrecortada.
— Tú lo sabes. Nadie ignora que tu padre vive para una sola cosa: el Ejército.
— ¿Es malo eso?
Eileen hizo caso omiso de mi pregunta y declaró:
— Lloyd, he tenido el presentimiento, débil pero terrible, de que algún día pensarías lo mismo que tu padre de tu madre.
Repentinamente el agua en que me había zambullido se volvía glacial y pregunté:
— ¿Te parece que mi padre tiene algo de malo?
— Francamente, sí -replicó ella-. Me refiero a su satisfacción al enclaustrar a tu madre en un limitado círculo de amigos íntimos, en Lancaster, mientras él se va a las guerras. Eso no es suficientemente bueno para mí.
— Más vale que afirmemos nuestros pies en el suelo y organicemos ciertas cosas.
Eileen aceptó mi insinuación. Abrió la portezuela del automóvil y se apeó de un salto.
— Buena idea -dijo.
Despedimos al chófer y nos lanzamos a vagabundear sin rumbo por las calles de Kobe hasta llegar al muelle, donde el gran Mar Interior del Japón ha brindado un amarradero, desde tiempos antiquísimos, a los barcos errantes y sus ricos cargamentos. Eileen examinó uno de los oscuros navíos.
— Vine al Japón porque quería que nuestro matrimonio se iniciara bien -dijo ella-. Soy más joven que tú, Lloyd, pero igualmente inteligente. Y creo que igualmente valerosa. Quiero estar contigo… en las buenas y en las malas.
— No comprendo de qué me hablas -alegué.
— De nosotros. No, seré sincera. De ti.
— ¿Qué pasa conmigo?
— Nunca te lo dije, Lloyd, pero hace nueve meses visité a tu madre. Viajaba en automóvil por Pensilvania y me detuve allí. Me aterró la soledad en que vive…, en que ha vivido siempre.
Desfallecí. Sabía que Eileen decía la verdad, pero, con todo, protesté:
— Mamá quiere vivir así.
— ¡Tonterías! Ninguna mujer quiere vivir así, sino convivir en cuerpo y alma con el hombre a quien ama. Quizá tu madre afronte valerosamente la vida que se ve obligada a vivir porque no tiene otra alternativa… Dime una cosa, Lloyd. Aquella vez que te seguí hasta la base aérea de West Texas… ¿Por qué estabas tan asustado?
— Me preocupabas.
— ¿Por qué había de preocuparte?
— Te diré…
— ¿Te refieres… a mi reputación?
— Para serte franco, sí.
— ¡Tonterías, Lloyd! La razón de tu pánico era que debías vértelas con una muchacha que insistiría en compartir toda tu vida. Pues bien: tenías razón. No podrías enterrarme en un rincón de Lancaster.
Sentí que me subía la sangre a la garganta y dije, aturdido:
— Más vale que te lleve de nuevo al hotel.
Hubo un penoso instante de silencio -que, ahora lo comprendo, pude interrumpir con un ruidoso beso- y como yo no me movía, Eileen dijo, con aire abatido:
— Creo que tienes razón. ¿Por dónde se va al club de los oficiales?
Seguimos andando, en lúgubre mudez, durante unos minutos. Luego Eileen habló:
— Querido Lloyd, no te irrites como un chiquillo por esto. Es algo de una importancia absolutamente fundamental. Por favor, piénsalo.
— ¿Que piense qué? -grité.
— No pierdas la serenidad. Me refiero al hecho de que un matrimonio a medias no te sirve a ti ni me sirve a mí. Necesito a un hombre que me ame con toda su alma. Adelante y conviértete en el más grande de los generales que registra la historia de las Fuerzas Aéreas. Pero ámame también.
— ¡Te amo, qué diablos! -protesté, cuando las luces del hotel aparecían al doblar la esquina.
— Claro que me amas, parcialmente, fríamente. Meditémoslo durante unos días.
De improviso empecé a luchar por mi matrimonio y comenté:
— Yo tenía entendido que viniste al Japón a casarte.
— Así es, pero debo casarme con un hombre completo y no, simplemente, con las hebras que quedaron cuando dejó en otra parte lo más importante de su vida.
Me enfureció, no lo que dijera Eileen, sino el haber adivinado con tanta claridad el hombre que mis progenitores habían hecho de mí. Razonablemente mi padre había llegado a la conclusión de que le convendría casarse con la hija de un general, que tenía una fácil vida de familia en Lancaster. Una esposa así no le estorbaría y podía serle útil. Ahora yo razonaba de la misma manera. Quería casarme con Eileen porque pertenecía a una familia de militares y ella comprendería los deberes de las Fuerzas Aéreas, sin discutir como hacen los civiles. Era linda y, como comprobara esa noche, muy inteligente y valerosa. Implicaba un hallazgo para cualquier hombre, y yo la quería para mí, pero Eileen tenía razón al decir que no me acercaba a ella con un corazón totalmente suyo. La comprendía, porque sabía que nunca la había querido en forma tan absorbente como amara a su japonesa aquel enano de Joe Kelly.
Pero lo importante era esto: yo quería aprender. En el fondo sabía que el modo de vivir de mis padres distaba de ser ideal y deseaba que Eileen me ayudara a buscar algo mejor.
Por lo tanto, la tomé en mis brazos y le ofrecí lo que llamábamos "la rendición incondicional", un beso tan largo que Eileen debió golpearme los brazos para que la dejara respirar. Cuando la dejé en el suelo se echó a reír, mirándome con aquella maravillosa sonrisa suya y dijo, con dulzura:
— Por primera vez tengo la sensación de que sacaremos a flote esto.
Luego me besó en la oreja y murmuró:
— Obras mucho mejor de lo que hablas.
Y creo que todo habría acabado a las mil maravillas de no mediar lo que sucedió a la mañana siguiente.
LA MUCHACHA ALTA: A una proscrita de Estados Unidos no la divierte ver cómo esas lindas japonesas conquistan a todos los norteamericanos.
Antes de que me levantara me visitó el soldado Joe Kelly y me dijo:
— Bueno, As. ¡Hoy es sábado!
— ¿Y qué hay con eso? -pregunté adormilado.
— As, me voy a casar.
Por un momento, no logré concentrarme en esa idea. Luego le contesté:
— Bueno. Mis felicitaciones.
— ¡As! -gritó aquel pequeño pistolero-. ¿No lo recuerda? Usted será mi testigo.
Me disponía a rehusar y exclamé:
— ¡Caramba, Kelly! Tengo una cita…
Pero Kelly formaba parte de mi organización. Por inútil que fuera, pertenecía a mi escuadrilla. Por consiguiente, dije:
— Cancelaré ese compromiso, Kelly. ¿Dónde se efectuará ese gran acontecimiento?
Fui andando hasta el humilde edificio donde tenía sus oficinas nuestro cónsul y me sorprendió hallar allí a cuatro parejas formadas por soldados norteamericanos y japonesas que esperaban que los casaran. Todo hombre, en esas circunstancias, mira instintivamente a las muchachas para ver si tomaría por esposa a alguna de ellas, y créanme si les digo que no había allí una sola que pudiera interesarme. Katsumi, la novia de Joe, era idéntica a su fotografía: carirredonda, de altos pómulos, tupido cabello negro y ojos pequeños. Cuando sonrió durante las presentaciones vi que, como la mayoría de las muchachas niponas, tenía delante un gran diente de oro.
— Haremos cambiar eso -dijo Joe, con cierto malestar.
Katsumi no estaba muy segura de si debía darme la mano, y cuando le tendí la mía se deshizo en atormentadas risitas y se cubrió la boca con el puño izquierdo. Sus nudillos estaban agrietados y rojos y mientras yo examinaba a aquellas muchachas me pregunté por qué nuestros "G. I." (soldados expedicionarios) -aunque nos habían ordenado que no usáramos la palabra, ésta brotaba espontáneamente-, parecían casarse siempre con las muchachas más feas y nunca con las bonitas que veíamos en "Takarazuka".
La mañana era lúgubre. Como a Joe le tocaba el tercer turno para casarse, observé con creciente desagrado el espectáculo de los soldados norteamericanos que se casaban con las muchachas que habían podido pescar. Me avergonzaba el que me atrajera aquel abominable espectáculo, por cuya razón me estaba mirando las uñas cuando una alegre voz me preguntó:
— ¿Es usted el comandante Gruver?
Alcé los ojos y dejé escapar un suspiro de alivio, porque se trataba de una muchacha norteamericana. Era demasiado alta, pero me alegró saber que existían aún muchachas norteamericanas.
La desconocida murmuró:
— Soy la secretaria.
— Apostaría a que es un trabajo interesante.
Ella movió la cabeza.
— Un casamiento tras otro.
— ¿No saben acaso esos hombres que no se podrán llevar a las muchachas a Estados Unidos?
— Claro que lo saben. Pero yo quería hablar con usted porque tengo un hermanito a quien enloquecen los aviones. Me dijo que si me encontraba alguna vez con un verdadero piloto de avión a chorro, le consiguiera su autógrafo. ¡Quiero su autógrafo, comandante!
La secretaria me condujo a su oficina interior, me hizo firmar en una hoja de papel y luego me acercó otra.
— Quizá mi hermanito pueda vender ésta a buen precio… como un guante de béisbol.
— Lo que no comprendo, por lo pronto, es por qué permite el Gobierno esos casamientos.
— El Gobierno es inteligente. La opinión pública, en nuestro país, insiste en que a los soldados les permitan casarse; por lo tanto, el Gobierno lo permite y se lava las manos.
La secretaria me mostró un formulario que debía firmar cada "G. I.", además de todos los demás, y que era casi lo más franco y brutal que yo había visto en mi vida. Kelly, por ejemplo, reconocía que estaba fuera de la ley, renunciaba a sus derechos legales, afirmaba que cuidaría de la muchacha por su cuenta y declaraba por escrito que las Fuerzas Aéreas no tenían la menor responsabilidad por su esposa. Al pie, juraba estar en su sano juicio y haber firmado en presencia de testigos.
— Pero… ¿se siguen casando esos muchachos?
— Día tras día.
— ¿Por qué?
— No es justo que me lo pregunte -dijo ella con cierta aspereza.
— Usted trabaja aquí.
— ¡Ajá! -dijo ella-. ¿Diría usted que soy linda? No, nadie lo diría. Soy una fea moza que no pudo casarse en Estados Unidos y por eso vino a casarse aquí, donde abundan los hombres.
La muchacha empezó a reírse de sí misma con una risa deliciosa y caballuna y dijo, con amargura:
— ¡Nos apodan las repudiadas del Stateside! Por cierto que sobraban hombres cuando llegué aquí. Pero esas malditas japonesas los atraparon a todos.
— Todavía no lo comprendo.
— Lo mismo me dijo un soldado -explicó ella-. Repetía, sin cesar: "Ustedes, las muchachas norteamericanas, no comprenderían."
— ¿No comprenderían qué? -pregunté.
— Todos los hombres dicen que esas muchachas japonesas hacen algo por ellos.
— ¿Sexualmente?
— No, sexualmente no. Como ya no siento amargura, no se lo atribuyo al sexo. ¿No lo ha notado?
Me mostró un anillo matrimonial.
— El hombre que conseguí finalmente había estado enamorado de una japonesa durante dos años. Dijo, francamente, que sabía muy bien que yo nunca valdría como esposa ni la mitad de lo que ella.
— Entonces… ¿por qué se casó con usted?
— Dijo que yo estaría más a tono en Denver.
La muchacha echó mano a su bolso y sacó una arrugada fotografía.
— ¡Mi rival! -dijo con evidente asombro.
Antes de mirar la fotografía, adiviné que la muchacha se parecería mucho, probablemente, a Katsumi. Rubicunda, carirredonda. La secretaria norteamericana miró fijamente la fotografía y continuó:
— A mí me parece positivamente fea. Robé esta fotografía cuando mi marido quemó las demás. La conservo para recordar que debo ser una buena esposa.
— ¿Dónde está esa muchacha ahora?
— Se suicidó.
La secretaria volvió a guardar la estropeada fotografía entre sus chucherías asegurándome:
— Todo sucedió antes de que yo conociera a Gus. Nada tuve que ver con el suicidio.
Se abrió la puerta y el cónsul entró precipitadamente.
— Podremos atender a la próxima pareja dentro de un par de minutos -dijo-. ¿Es usted el testigo, comandante? Entre.
La secretaria me condujo a la oficina de la cual saliera el cónsul. Era un cuarto desolado, con una mesa de escribir, una Biblia, un retrato del presidente Truman y una percha.
— Aquí es donde se perpetra ese sucio hecho -dijo, echándose a reír-. Soy siempre uno de los testigos y eso está empezando a desgarrarme el alma, porque todos los soldados norteamericanos que entran en esta habitación tienen la misma expresión fisonómica que mi marido cuando habla de su japonesa.
La secretaria tamborileó sobre la mesa y exclamó:
— ¡Malditas sean! Todas tienen el mismo secreto.
— ¿Cuál?
— Hacen que sus hombres se sientan importantes. Yo traté de formar a mi marido… como debe hacerlo toda esposa. Pero en mi caso es un juego. En el caso de esas feas muchachitas carirredondas no es un juego: es la vida.
Se abrió la puerta y entró Katsumi seguida por Joe Kelly. Esperaban ver al cónsul preparado para casarlos y Joe me miró encogiéndose de hombros y preguntó:
— ¿Estarán inventando una nueva manera de emporcarme?
La secretaria preguntó:
— ¿Desde cuándo lo zarandean, soldado?
— ¡Por favor, señora! No soy un soldado. Pertenezco a las Fuerzas Aéreas.
— Si en el cuerpo hay calor, es un soldado -dijo la secretaria.
El cónsul entró y empezó a preparar los documentos. Era un hombre joven con un principio de calvicie, de mirada tensa y pies muy grandes. Sus manos se mostraban torpes con los papeles y se mostró irritado al ver a Katsumi.
— Usted debe esperar fuera -le dijo con aspereza.
Obedientemente Katsumi salió. Joe se disponía a seguirla, pero el cónsul le dijo que se quedara y Joe me rogó:
— As, no la deje sola en semejante momento.
Fui a sentarme con la muchachita y oímos que Joe le gritaba al cónsul:
— ¡Sí, qué diablos…! He leído los papeles. Sí, comprendo que renuncio a mis derechos. Sí. Sí. Vamos al grano.
— Me limito a formularle las preguntas que exige la ley -dijo el cónsul.
— Y yo le afirmo simplemente que el diputado Shinmark me afirmó que yo podía llevar a la práctica mi proyecto y casarme.
Yo no lo sabía aún, pero, por lo visto, a los hombres del Departamento de Estado los legisladores los asustan tanto como a los generales, porque de inmediato se abrió la puerta y el cónsul dijo, con tono brusco:
— Adelante, señorita.
El cónsul situó frente al escritorio a la pareja, le hizo firmar otros documentos y luego celebró una breve ceremonia. Estaba furioso con el soldado Kelly, consternado ante Katsumi y harto de todo el asunto. Fue una ceremonia desagradable, cumplida a regañadientes y me avergonzó haber servido de testigo en ella.
Pero, en pleno malestar, alcé los ojos y vi el semblante de Kelly cuando se inclinaba para besar a Katsumi: y en ese instante, la fealdad de la habitación desapareció y tuve que morderme el labio. La secretaria norteamericana de rostro caballuno escribió algo en un libro y se secó los ojos, mientras el cónsul le decía a Kelly:
— ¿Usted comprende que ha renunciado a muchos derechos en este asunto?
Kelly no pudo seguir soportando aquello. Miró al cónsul y le temblaron las aletas de la nariz.
— ¡Hijo de…! -comenzó y comprendí que el cónsul no tardaría en recibir un tratamiento tipo Kelly completo, que es todo lo blasfemo que se puede ser.
Pero Katsumi, que ya era su esposa, tomó tranquilamente de la mano a su marido y le dijo:
— Vámonos ya, Joe.
Joe se desinfló como un globo reventado. Me miró y dijo:
— Casarse es un infierno. Créame, As.
Y luego preguntó:
— ¿No besará usted a la novia?
Yo no estaba preparado para esto y seguramente dejé vislumbrar cierto sobresalto, porque noté en Joe un rictus de amarga humillación al ver que yo no tenía el menor deseo de besar aquella boca tan grande, con su reluciente diente de oro. Por mi parte, sentí deseos de que me tragara la tierra por haber agraviado a un miembro de mi escuadrilla en semejante momento. El mío era el último insulto de la larga sarta que le habían infligido su país, sus superiores del Ejército, su cónsul y hasta su religión. En mi defensa, diré que nunca se me había ocurrido que alguien quisiera realmente besar a una japonesa de piel amarilla. Uno combatía a los japoneses en Guadalcanal, les organizaba el país en Kobe, los defendía de Corea. Pero nunca se me había ocurrido siquiera la idea de besarlos.
Tomé en mis manos la cara grande de Katsumi y dije:
— La secretaria me manifestó que las japonesas resultan unas esposas magníficas. Usted será una buena esposa para Joe.
Luego la besé. Aquello me causó repulsión, pero al propio tiempo sentí que había ayudado a uno de mis hombres a casarse con la mujer a quien amaba, aunque mi ayuda fuese trivial.
— Buena suerte, chicos -dije.
— Gracias, As -replicó Joe.
Cuando se fueron, el cónsul declaró:
— Estos casamientos son unos errores horribles. Hacemos todo lo posible por impedirlos.
— ¿Lo consiguen… a menudo?
— Le sorprendería saber con qué frecuencia. Hacemos tan engorroso el expedienteo que muchos de esos jóvenes apasionados van perdiendo el entusiasmo. En realidad, hemos logrado impedir algunas tragedias inevitables.
— Su éxito no fue muy grande con Joe.
— Aquí vemos de todo. Peleas, lágrimas. Pero cuando uno de los muchachos tiene el coraje de escribirle a su diputado, sabemos que está resuelto a llegar hasta el fin. Ahora a Joe le bastará con conseguir que su diputado haga aprobar una ley especial y podrá hacer entrar a su esposa en Estados Unidos. Francamente, entre nosotros, le diré que confío en que tenga éxito. Pero mi deber es pintar un cuadro lúgubre.
La secretaria salió de la habitación para llamar a la pareja siguiente y el cónsul murmuró:
— Tomemos por ejemplo a la muchacha que acaba usted de ver, mi secretaria. Está casada con un soldado norteamericano con el cual tuve un poco de suerte. Iba a casarse con una japonesa muy vulgar, pero la lentitud de nuestro trámite burocrático y nuestras demoras le hicieron recobrar el buen sentido.
— ¿Qué le dijo usted? -pregunté.
— Si mal no recuerdo, era de Denver y le pregunté simplemente: "Si usted llevara a esa muchacha a Denver… ¿podría adaptarse ella a aquello?"
— ¿Qué fue de la muchacha?
— Acaba usted de verla. Trabaja aquí. Mi secretaria.
— Quiero decir… ¿Qué fue de la muchacha japonesa?
Yo quería oír su explicación.
Antes de que el cónsul pudiera contestarme, la secretaria trajo a la oficina a la cuarta pareja y el cónsul preguntó con voz monótona:
— ¿Comprende lo que ha firmado?
El joven, un marinero, se apoyó sobre un pie, luego sobre el otro y replicó con estudiada paciencia:
— Sí, señor. Sí, señor.
La muchacha era tan fea como Katsumi y me disponía a marcharme cuando el cónsul me llamó y le dijo al marinero:
— ¿Le gustaría que As Gruver fuera su testigo?
— ¿Es usted As Gruver? -preguntó el joven.
— Sí.
— Me enorgullecería -dijo el marinero.
Se volvió hacia la muchacha y le habló en un rápido japonés, usando las manos para indicar aviones que combatían. La muchacha me miró, dejó oír unas risitas furiosas y dio una palmadita sobre sus dientes con coronas de oro.
Fue el propio bienintencionado cónsul quien me puso en un gran apuro, porque cuando le presentó su informe semanal sobre los casamientos de los soldados norteamericanos al general Webster, debió mencionar su sorpresa al verme aparecer como testigo de Joe. El caso es que el general me llamó a su oficina y me dijo, con aire colérico:
— Me asombra que usted se haya prestado a semejante cosa…, sobre todo sabiendo mis objeciones y las de la señora Webster a la confraternización.
— Eso no fue confraternización, señor -dije-. Fue un casamiento.
— Con una japonesa -dijo él, furiosamente, vomitando las palabras.
— Ese muchacho pertenece a mi cuerpo de Corea, señor.
— Con tanta más razón debió intentar salvarlo de semejante locura.
— Lo intenté, señor.
— Carstairs me dice que usted hasta besó a la muchacha. ¿Es cierto?
— Sí. Él me pidió que lo hiciera.
— ¿Quién, Carstairs?
— No, Kelly.
El general se mostró ultrajado. Se levantó del sillón como impelido por un resorte y se quedó parado, contemplando un mapa. Finalmente, estalló:
— ¡Que me condenen! ¡Pero no logro entender que un hombre como usted, educado en las mejores tradiciones del servicio, pueda ultrajar así el decoro militar! Esos matrimonios son algo abominable, deshonroso. ¡Tenemos que tolerarlos porque así lo quiere Washington, pero no debemos lustrar los botones de nuestros uniformes y rebajarnos a besar a la novia!
— Yo…
— Nauseabundo. Todo eso es nauseabundo, pero repugna especialmente que un miembro de nuestro propio personal…, podría decirse de nuestra familia…
El sermón que me endilgó el general fue una bagatela comparado con el de su esposa. La señora Webster se mostró blanda como la manteca durante el almuerzo, pero cuando el general y Eileen salieron, obedeciendo a señales convenidas de antemano, me dijo ásperamente:
— Tengo entendido, Lloyd, que usted alentó esta mañana a un soldado norteamericano a casarse con una japonesa. ¿No es así?
— Uno de los hombres de mi Cuerpo de Aviación.
— Pero usted no habrá asistido, por lo menos oficialmente…, ¿verdad?
— Me rogó que lo sacara del apuro.
— ¿Y usted fue al Consulado, y en presencia de otros japoneses que quizá lo conocieran…?
— Tenga en cuenta, señora Webster, que era un hombre de mi propio cuerpo.
— No fue sólo un hombre, Lloyd. Fue una humillación para el servicio y una bofetada en pleno rostro para el general Webster.
— Yo no aprobaba eso, señora Webster. Argumenté durante días para evitarlo.
— Pero su presencia significó aprobación. En este salón comedor, en este preciso momento, la mitad de los oficiales se están riendo de mí.
¡Conque era eso…! En realidad, a la señora Webster no la preocupaban el bienestar del servicio ni la reputación de su marido. La irritaba el hecho de que algo iniciado por ella -la no confraternización- hubiese rebotado como un bumerang, proyectando el ridículo sobre su persona. La enojaba especialmente la circunstancia de que el instrumento de ese ridículo hubiese sido, como decía el general Webster, un miembro de su propia familia.
— ¿Cómo habría podido negarme a asistir a la boda…? -pregunté.
— ¡No llame boda a eso! Fue una lamentable y furtiva ceremonia realizada en el más deleznable de los niveles. Sólo fue permitida porque algunos estúpidos cobardes de Washington no tuvieron el valor de afrontar los hechos.
— Estoy de acuerdo con usted, señora Webster.
La señora Webster no quería que estuvieran de acuerdo con ella. Quería modelarme a golpes, de una vez por todas. Cuando vi que estrechaba el cerco, tratando de que yo le presentara mis excusas por lo que había hecho de buena fe, adiviné con toda claridad que libraba una batalla por el casamiento de su hija. Años antes había provocado al joven Mark Webster a una batalla como aquélla y vencido, y todo el ejército lo sabía: y desde entonces había modelado a Mark Webster haciéndolo llegar al grado de general de una estrella, que nunca habría podido alcanzar solo. Ahora enseñaría a su hija cómo hacerme llegar al grado de general de cuatro o cinco estrellas. La señora Webster frunció el ceño y dijo:
— Si desea formarse una reputación en el servicio, Lloyd, no puede ofender el decoro militar. No puede insultar a los generales.
Me enfurecí y dije:
— Hasta ahora me he formado una excelente reputación abatiendo "Mig" y no preocupándome de la vida social.
Ella profirió una exclamación entrecortada y se llevó la mano a la boca, como si la hubiesen abofeteado. Con intensa ira gritó: -¡Usted es un pequeño advenedizo insolente!
Inmediatamente se avergonzó de sus palabras y trató de borrarlas, diciendo algo más o menos sensato, pero la ira la dominaba y siguió diciendo, con apasionada vehemencia:
— Se parece usted a su insoportable padre.
Yo sabía que Mark Webster temía a mi padre -le inspiraba un terror mortal quienquiera tuviese más estrellas como general que él- y me sorprendió el que la señora Webster atacara a alguien que podía dañar la carrera de su marido, pero mi interlocutora estaba trémula de cólera y no le importaba lo que decía. Y agregó:
— Debe cuidar de no convertirse en un segundo Harry Gruver.
Hablaba como su hija, y recordé, con cierto sobresalto, que casi todas las veces que yo había visto la fotografía de Eileen en las crónicas de sociedad de las ciudades donde viviera, mi prometida aparecía invariablemente con su madre. Parecían hermanas, hombro con hombro contra el mundo.
Mi padre lo había comentado en cierta ocasión, afirmando que en el Ejército existían dos clases de matrimonios: el suyo, en que su esposa se quedaba en su país, y el de Mark Webster, en que la esposa lo seguía a uno como una sombra. Me dijo que habría preferido francamente este último tipo de matrimonio, pero observaba que, por lo general, la vida de la mujer resultaba penosa en esos casos.
— Está siempre en marcha, y sus hijos también lo están. Por eso las mujeres se agrupan en pequeñas camarillas. Puedo decir honradamente que nunca he temido a los japoneses o a los alemanes, pero temo a esas camarillas de mujeres del Ejército.
Le oí decir con amargura a la señora Webster:
— Creo que Eileen debe sentirse avergonzada y disgustada.
No respondí. Ni siquiera le comuniqué mi convicción de que ella se encargaría de que Eileen se sintiera disgustada. En vez de hacerlo, la miré muy cuidadosamente, y al ver su rostro limpio, hermoso, duro, sin una sola arruga fuera de lugar, pensé en la muchacha japonesa de Joe Kelly a quien besara esa mañana, y de inmediato vislumbré qué había querido decir la secretaria norteamericana al declarar: "Esas malditas japonesas tienen un secreto." Intuí cuál era ese secreto: las japonesas amaban a alguien…, simplemente lo amaban. No proyectaban hacer de él un general de cuatro estrellas ni humillarlo a causa de algún asunto trivial por el cual él había presentado ya sus excusas. Atrapaban simplemente a un hombre y lo amaban.
Ahora yo había visto de cerca a dos matrimonios norteamericanos: el de mis padres, en que los cónyuges convivían en respetuosa tregua, y el de los Webster, en que había una temprana rendición, seguida por un tratado de paz sin venganza. Pero nunca había visto un matrimonio en que dos personas se amaran en pie de igualdad y en que el hombre desempeñara sus tareas fuera de la casa y la mujer en la casa y donde no se permitía que esas responsabilidades interfirieran con el amor esencial que existía cuando se olvidaban las tareas externas y la economía doméstica.
La señora Webster dijo con acritud:
— Eileen me pidió que le dijera que estará en el salón de peluquería.
Le di las gracias, le aparté la silla cuando se levantó y la acompañé hasta el ascensor. Creo que la señora Webster sabía que había dado un espectáculo lúgubre durante nuestra conversación, porque dijo:
— Confío en que no volverá a colocar en situación desairada al general.
Le prometí no irritar a Webster y me abstuve de señalarle que habíamos estado hablando de algo muy distinto: de que yo la había irritado a ella.
Bajé a un piso inferior del hotel, donde había un salón de peluquería para las norteamericanas que trabajaban con nuestro Ejército en el Japón y vi salir de allí a Eileen, más linda y más radiante aún que antes. Tenía lo que el Life había llamado en cierta ocasión el aire límpido y estaba adorable, con el fresco y alegre encanto que sólo parecen poseer las muchachas norteamericanas. Me sentí disgustado conmigo mismo por haber reñido con ella la víspera y le sugerí que nos sentáramos en un rincón del elegante vestíbulo, donde un jovencito japonés, de uniforme azul claro, nos sirvió bebidas.
— Si estuvieras tan adorable siempre, nadie podría siquiera reñir contigo -dije.
— Anoche no reñimos -replicó Eileen burlonamente.
— Me alegro -afirmé-. Porque necesito, por lo menos, conservar el favor de una de las Webster.
Ella frunció el ceño y preguntó:
— ¿Mamá te hizo pasar un mal rato a la hora del almuerzo?
— Muy malo -respondí.
— Mamá es un caso especial, Lloyd. El Ejército es su vida. Vela por papá como una gallina por su pollo y ha sido buena con él. Por eso papá tiene que confiar en ella y si mamá dice que no le gusta ver a oficiales norteamericanos con muchachas japonesas… Francamente, no creo que papá apruebe todas las órdenes que debe dar porque, por tradición, el Ejército mira con tolerancia, con espíritu de persona madura, toda relación entre hombres y mujeres…, cualquier clase de mujeres. Pero ha descubierto que, a la larga, mamá tiene generalmente razón.
— ¿La tiene?
— Sí.
— Ahora me toca a mí asustarme.
— ¿Qué quieres decir?
— Tú temes que yo me parezca a mi padre. En realidad, temo que tú te parezcas a tu madre.
— ¿Qué tiene de malo eso? -preguntó Eileen.
— No me gusta que me atropellen.
Eileen alzó su vaso y describió círculos sobre la tapa de mármol de la mesa. Luego dijo lentamente:
— No creo que yo llegue a ser tan mandona como es mamá, porque tú eres mucho más fuerte de lo que lo fue nunca papá. Pero, sobre todo, no quiero herirte, porque te quiero muchísimo…
Esto era lo que yo quería oír, y dije:
— Tengo veintiocho años y he andado por ahí con demasiados aviones. Lo que deseo ahora es una esposa y una familia.
Eileen me besó furtivamente.
— Siempre que pienso en una familia -agregué- es para formarla con alguien como tú…, con una muchacha de pasado militar como el mío…
Eileen se sintió un poco irritada.
— Eso es precisamente lo que quiero significar -protestó-. ¿Por qué dices "una muchacha como yo"? Yo no soy un tipo. Soy yo. ¡Qué diablos, Lloyd! ¿Nunca sentiste deseos de asirme, simplemente, y de arrastrarme a alguna cabaña?
Ahora me tocó el turno de irritarme.
— Cuando uno es un oficial, se topa con innumerables problemas de reclutas que han aferrado simplemente algo y se lo han llevado a la rastra. Eso no me seduce.
— Lloyd, a veces un hombre debe rendirse -replicó Eileen-. No eres tan importante para tener que defenderte como una fortaleza.
En su manera de hablar adiviné que estaba en tensión como yo y que si nos casábamos nos temeríamos siempre un poco y estaríamos siempre un poco ansiosos de tomarnos mutuamente la delantera. La señora Webster, francamente, me había asustado bastante, y ahora yo veía las mismas tendencias marciales en su hija. La veía organizando mi vida, basándose solamente en que me amaba, pero la definición de lo que era el amor sería siempre su definición; pensé en Joe Kelly y en la muchacha que Joe había hallado. Ellos debían librar su batalla con el mundo exterior -el Ejército y el Departamento de Estado y el general Webster- pero estaban en paz consigo mismos.
Ahora Eileen me había asustado, como lo hiciera poco antes su madre. He aprendido a reconocer cuándo tengo miedo, porque hace falta valor para saber cuándo se debe tener miedo. Recuerdo la ocasión en que luché contra tres aviones rusos en el Yalú. No vi que habían matado a mi compañero, pero, de pronto, me pareció que el mundo se había reducido a un silencio terrible y sentí verdadero pánico. Le imprimí gran velocidad a mi avión y en el preciso instante en que los "Mig" se me acercaban para aniquilarme, aparecieron a lo lejos cuatro de nuestras máquinas. No me importó mi aire de temor porque estaba asustado. Lo curioso es que, si me hubiese asustado estúpidamente, no le habría imprimido velocidad a mi avión y mis cuatro salvadores no hubieran podido alcanzarme a tiempo.
— Lo que dijiste anoche resultó un montón de ideas nuevas -declaré.
— Lo dices de una manera que resulta muy desagradable.
— ¿No querías que así fuera? Cuando tu madre se lo propone, le hace pasar un mal rato a uno.
Eileen se levantó.
— No creo que pienses llevarme al baile esta noche.
No quería responder a esto y dije:
— Algunas de las cosas que me dijiste anoche tenían sentido común. Hay que meditarlo.
— De acuerdo. ¿Supongo que querrás meditar por tu parte… esta noche… solo?
— Sí, por lo que a mí respecta -repliqué.
Y Eileen se alejó de mí, cruzando el vestíbulo.
Era bastante tarde y aquello estaba desierto.
Corrí en pos de ella y le pregunté:
— Eileen… ¿Por qué estamos riñendo?
— Por los cincuenta años próximos -replicó ella.
Y su frialdad era tal y se parecía tanto a su madre que le volví la espalda, me alejé y alcancé un automóvil que iba al aeródromo de Itamia, donde asombré a todo el mundo al asumir mis tareas dos días antes de lo que me correspondía.
MIKE BAILEY: Como marino tengo ciertas teorías que lo explican todo.
Podría decirse que Itami está en el corazón mismo del Japón, porque se halla en el triángulo formado por las tres grandes ciudades del Sur: Kobe, Osaka y Kioto. En realidad las tres forman una sola gran ciudad, ya que se puede viajar de Kobe a Osaka sin pasar jamás por el campo, pero, no se sabe por qué, se las ha separado: a Osaka la cruzan centenares de canales, a Kobe grandes muelles y a Kioto interminables museos y templos. De Itami se puede ir a cualquiera de esos lugares en pocos minutos, y por eso, un hombre que resida ahí tiene al alcance de la mano todos los aspectos de la vida japonesa, si le interesan.
Apenas llegué a Itami, ese sábado por la noche, me sentí mejor. Allí estaba a mis anchas. Conocía los aviones, las pistas de aterrizaje, los hombres. Allí mi trabajo era una ganga. El general Webster me había conseguido aquel cargo como una especie de regalo a su hija, a fin de que yo pudiera estar con ella. El cuerpo directivo al cual yo pertenecía se reunía un par de veces por semana, pero los tres miembros de mayor edad hacían todo el trabajo y el grupo de pilotos de aviones a chorro de Corea sólo estábamos para que nos consultaran, en caso necesario.
Uno de ellos era el teniente Bailey, el oficial de Marina que trajera aquel día a la actriz japonesa al Club de Oficiales de Kobe. Era un hombre que sabía de combates con aviones a chorro, y como ambos estábamos de acuerdo en la mayoría de los problemas, los oficiales mayores se mostraban muy satisfechos cuando faltábamos a las reuniones, ya que no les gustaba lo que teníamos que decir. Por eso Mike Bailey y yo nos entendimos, y al terminar la primera semana Mike me dijo:
— Debiéramos ver algo del Japón. Me he ingeniado para que pueda mudarse al hotel de la Marina. Demostré que eso era necesario para nuestras consultas. Y he conseguido un "Chevrolet".
Cargó mi equipaje en aquel automóvil y nos dirigimos hacia su alojamiento.
— Vivimos a diez kilómetros de la base aérea -me explicó-. Una ventaja más, es que no estamos conectados con los teléfonos de Itami. No nos molestan mucho. Hijo, he solucionado perfectamente nuestra situación.
Guiaba el automóvil a tanta velocidad que sólo tardamos un par de minutos en llegar a un interesante pueblo de calles angostas y por el cual vagabundeaban centenares de personas. Avanzamos por una callejuela y trepamos por una pequeña colina, hasta llegar a un hotel grande y destartalado de cuatro pisos.
— El alojamiento de la Marina -dijo Bailey, orgullosamente-. Mire a ese muchacho japonés en actitud de alerta.
Un groom le hizo a Mike un brusco saludo militar y murmuró:
— A las siete en casa de Makino.
Mike le dio cien yens y me dijo:
— Los japoneses son la mejor gente del mundo.
— Si mal no recuerdo, me dijo que había luchado contra ellos en Tarawa.
— ¿Quién es rencoroso?
Bailey le dijo al groom japonés que me mostrara la habitación que había desocupado el comandante de las Fuerzas Aéreas que me precediera en el cuerpo directivo, y al entrar allí, descubrí que desde aquella habitación se divisaba un sugestivo panorama del pueblo. Abajo fluía un ancho y rocoso río que cortaba en dos la localidad. Junto a nuestra margen, llegaba un ferrocarril de Osaka, que debajo de nuestra ventana pasaba a la orilla opuesta y se detenía junto a un hermoso parque. Frente a mi cuarto había varios edificios muy grandes y, mientras yo los contemplaba, vi salir a enormes multitudes, que se dirigieron a pie hacia el tren.
Pero mientras examinaba a aquella gente que iba de prisa a la estación, vi a otra multitud que se reunía detrás de los edificios, y en aquella multitud se internaron una docena de muchachas, cogidas del brazo, todas con una larga falda verde que se arremolinaba sobre sus tobillos.
— ¡Eh, Bailey! -grité-. ¿Cómo se llama este pueblo?
— Takarazuka -gritó, a su vez.
— Esas muchachas de verde…
Mike irrumpió en mi cuarto y contempló la ribera opuesta del río. Me asió del brazo y gritó:
— ¡Dios mío! Nos estamos perdiendo el espectáculo.
Me empujó fuera de la habitación y escalera abajo hasta llegar a una angosta calle por la cual avanzamos hacia un ancho y hermoso puente de piedra, con este letrero en inglés: RÍO MUKO, CUIDADO CON LOS PEATONES. Con un largo dedo Mike señaló el otro lado del puente y dijo, con manifiesto deleite:
— Ahí vienen los peatones.
Entonces vi a las muchachas de "Takarazuka", que volvían a su dormitorio después de la función del día. Primero venían las principiantas, cuya labor consistía en agolparse en el fondo del escenario en gran número. Eran las muchachas de quince y dieciséis años y caminaban orgullosamente con sus largas faldas verdes y sus zoris de corcho. Ya se consideraban muchachas de "Takarazuka". Bailey me propinó un codazo cuando pasaban y preguntó:
— ¿Vio alguna vez muchachas más hermosas?
Yo había visto ya a aquellas deslumbrantes criaturas en el ensayo y sabía que eran hermosas, pero cuando las miraba desaparecer a la luz crepuscular parecían alejarse de mí a la deriva con extraordinaria gracia. Caminaban de una manera curiosa, poniendo cuidadosamente un pie delante del otro, de manera que sus largas faldas verdes ondulaban silenciosamente sobre la polvorienta calle. Se habían alejado ya tanto de mí que se estaban convirtiendo en alucinantes espectros cuando Mike me dio otro codazo y dijo:
— ¡Mire a ésa! Imagínese al general Webster echándola del Club de Oficiales aquel día.
Miré al otro lado del puente y vi allí a la exquisita muchacha a quien conociera durante mi visita a "Takarazuka". La acompañaban otras dos actrices y formaban un terceto tan gracioso que la gente del pueblo que asistía a la procesión se replegó contra los flancos del puente para mirarlas pasar. Cuando se nos acercaron, la muchacha de Mike miraba fijamente el vacío con sus oscuros ojos.
— ¿No las va a saludar? -le pregunté a Bailey.
— ¿En público? -exclamó él-. ¡A una muchacha de "Takarazuka"! Usted debe estar loco.
Ahora el terceto nos había alcanzado, y la muchacha de Bailey, sin volver la cabeza, le hizo un leve saludo que él simuló no ver. Luego, como verdes sombras sobre un campo al término del día, las muchachas se alejaron por la angosta calle.
Entonces avanzó un animado y exuberante grupo de otras quince o más, las cuales charlaban alegremente, fingiendo no advertir a la gente que las observaba. Eran jóvenes, lindas, graciosas. Usaban poco maquillaje, hablaban con voz dulce, y cuando los hombres de la Marina norteamericana del puente las contemplaban absortos, rehuían mirarlos. Eran auténticas muchachas de "Takarazuka", quizás el grupo más extraño y bello de mujeres del mundo, y al mirarlas pasar en la luz crepuscular extrañamente tibia de abril, me cautivó el poético revoleo de sus largas faldas verdes y los flexibles y ocultos movimientos de sus bellos cuerpos cuando desaparecían en la oscuridad.
Por fin aparecieron las actrices principales, famosas en todo Japón, unas muchachas altas y majestuosas cuyos rostros conocidísimos y memorables les servían de publicidad a toda clase de productos en las revistas. Se movían con especial autoridad y las asediaban multitudes de niñas buscadoras de autógrafos. Entre esas actrices noté a varias que interpretaban papeles masculinos en el escenario y que ahora vestían como hombres en público. Es decir que usaban pantalones y suéters y boinas, pero al hacerlo conseguían parecer tentadoramente femeninas. La gente se apretujaba particularmente a su alrededor y a veces las mujeres adultas solían acosarlas exigiéndoles que les firmaran una fotografía comprada ese mismo día.
La solemne procesión de las diosas de "Takarazuka" había terminado, pero en el otro extremo del puente apareció una última muchacha con una suave estola blanca, un quimono gris y una remolineante falda verde. Había quedado retrasada y se daba prisa en alcanzar a sus amigas. Sus zoris verdes tamborilearon un amable ritmo cuando avanzó precipitadamente hacia nosotros de puntillas, inclinando hacia delante el cuerpo con tácita urgencia. Su rostro, sonrojado, era extraordinariamente hermoso. Se parecía más que las otras a una campesina, estaba menos "sofisticada" en su precioso uniforme verde y al pasar me miró con sorpresa y sonrió. Vi que su rostro reflejaba una insólita animación y que su dentadura era pareja y de deslumbrante blancura. Nunca volví a ver a esa muchacha; ni siquiera supe jamás su nombre. Quizá sólo fuese una principianta sin importancia, pero cuando la vi desaparecer silenciosamente en la noche primaveral me pareció que me había rozado los ojos alguna terrible esencia de la belleza, algo cuya existencia yo ignorara hasta entonces. Sentí deseos de correr detrás de aquella extraña y linda muchacha, pero había desaparecido para siempre.
Mike Bailey me tiró del brazo y dijo:
— Bueno, vamos al restaurante.
— ¿Qué restaurante? -pregunté.
— El de Makino -dijo Mike, y me condujo por calles angostas y tortuosas y sentí que no había visto jamás realmente una población japonesa: la gente hacinada, las diminutas tiendas, las puertas de papel a través de las cuales se veían arder pequeñas luces, los moradores con toda clase de indumentaria, desde espectaculares quimonos hasta trajes de trabajo de color opaco, los rostros diversos, las multitudes de niños y las garitas de la Policía en la esquina.
Por momentos me sentía como una ballena que nada aguas arriba contra una pléyade de pececillos, porque dominaba con mi estatura a la gente y por más lejos que llegáramos o por grande que fuera nuestra velocidad, parecía asediarnos el mismo número de japoneses.
Por fin llegamos a una callejuela muy angosta y nos escurrimos por la puerta de un restaurante sobre la cual pendían gallardetes rojos y blancos que nos rozaron la cara al pasar. Dentro había muchos japoneses apretujados alrededor de pequeñas mesas comiendo pescado, que nunca me gustó. Una japonesa nos saludó con tres profundas reverencias, una criadita se hincó de rodillas ante nosotros y tomó nuestros zapatos, y dos falsas geishas, de empolvados rostros, nos condujeron a un tramo de angostos peldaños.
Subimos a un piso alto, donde tres parejas estaban sentadas silenciosamente junto a unas pequeñas mesas. Sigo usando las palabras "pequeña" y "diminuta" porque, para un hombre que mide casi los dos metros, es una experiencia muy fuerte viajar por el Japón. Por lo pronto, uno tiene que estar rehuyendo siempre con la cabeza los dinteles, y todo lo que ve parece construido para enanos.
En un rincón, aprisionado por una mesa en forma de cuarto de círculo, estaba parado un japonés rollizo y gallardo de sesenta años, quien observaba un hornillo de carbón donde crepitaba un grueso trozo de grasa, en el cual él arrojaba pedazos de pescado, revolviéndolos con largos palillos de metal. Era Makino-san. Las geishas de "posguerra" nos dijeron que debíamos sentarnos en el suelo, junto a la mesa de cuarto de círculo que aislaba a Makino del resto de la habitación.
Mike dijo:
— Éste es el mejor restaurante de "tempura" del Japón.
— ¿Qué es eso de "tempura"? -pregunté.
— Mire.
Mike me señaló un menú pintado sobre la pared en japonés y en inglés. Makino-san tenía veintinueve variedades de pescado, desde langosta hasta anguila, incluyendo el calamar, el pulpo, el camarón, las sardinas y el excelente pescado nipón llamado tai. También servía, poco más o menos, el mismo número de verduras, sobre todo nueces de ginko, habas japonesas y chalotes.
— Esto es vivir, hijo -exclamó Bailey, rodeando con el brazo a una de las falsas geishas, quien se echó a reír y lo llamó Mike-san.
La otra geisha empezó a disponer mis platos para la cena, pero Mike dijo:
— Está bien, muchachas. Váyanse.
Ellas asintieron dócilmente y se fueron a la planta baja. Debí parecer desilusionado, porque Mike dijo:
— Es estúpido conservar geishas junto a la mesa de uno cuando se espera a una muchacha.
— Yo no sabía que una muchacha comería con nosotros.
— ¿No le oyó decir acaso a Fumiko-san que vendría aquí?
— ¿La muchacha del puente?
— Sí, Fumiko-san. Me hizo la señal cuando pasó por el Bitchi-bashi.
— ¿Qué es ese Bitchi-bashi?
— Bashi, en japonés, significa puente. Llamamos Bitchi-bashi al puente por donde pasan las muchachas porque hay allí muchas cosas lindas y uno no puede tocar la mercancía.
— Mire, Mike -dije-, no comprendo esta manera de concertar citas. Si conoce a esa muchacha, ¿por qué no se acercó simplemente a ella para pedirle una cita?
La mandíbula de Bailey se desencajó y me respondió:
— A una muchacha de "Takarazuka" no se le permite concertar citas.
— ¿Por qué?
— Le diré… En otros tiempos, los teatros tenían una reputación poco limpia en el Japón y por eso el ferrocarril decidió mantener a "Takarazuka" en condiciones que podrían calificarse de impecables.
— ¿Qué ferrocarril? -pregunté.
— Todo este pueblo progresó porque era un lugar de visita de los trenes de excursión que vienen de Osaka, Kioto y Kobe. Empezó con una fuente termal, luego tuvo un zoológico y finalmente algún genio inventó esos espectáculos de las muchachas.
— ¿Quiere decir que esto sigue siendo propiedad de un ferrocarril?
— Claro. Esa gente no gana un centavo con el pueblo de Takarazuka ni con el teatro, pero hace un negocio fabuloso con el ferrocarril. Todos vienen a ver el espectáculo. Cincuenta cuadros suntuosamente presentados, un centenar de hermosas muchachas… espléndidas, espléndidas, espléndidas.
— ¿Y ninguna de esas muchachas da citas?
— Eso les valdría la exoneración inmediata. El ferrocarril las busca afanosamente en todo Japón, gasta un dineral en su adiestramiento. Tienen que portarse bien.
Medité sobre todo esto durante un instante y pregunté:
— Pero, si las muchachas no pueden concertar citas… ¿cómo se explica que espere a una de ellas?
— Le diré lo que le dije al presidente Truman: "Harry, usted se equivocaba al subestimar a la infantería de Marina."
Mike empezaba a apuntar su índice contra mí cuando se detuvo repentinamente, se levantó con esfuerzo y se dirigió de prisa hacia la puerta.
— ¡Fumiko! -gritó, con verdadera emoción.
El aspecto de la delicada actriz era totalmente distinto de cuando la viéramos en el Bitchi-bashi. Ahora lucía un quimono y avanzó de prisa hacia Mike con unos presurosos pasitos que la hacían exquisitamente encantadora. Su quimono era de un azul terroso y a su cuello asomaban por lo menos cinco prendas de ropa interior, cada una de ellas doblada concienzudamente sobre la siguiente, formando un bello marco para su dorado rostro. Su cabello no estaba peinado a la usanza japonesa antigua, sino que le colgaba casi hasta los hombros, formando el resto del marco para su rostro esbelto y expresivo. Vestía unas tabi o medias blancas y unos zori de corcho blanco en vez de zapatos, y un enorme ceñidor atado en flotante lazo a la espalda. Cuando me levanté y le tendí la mano apenas la tocó con la suya, que parecía inverosímilmente suave, y me asombró su gracia, su juventud.
Mike Bailey estaba ya más allá del asombro. Emocionado, le arreglaba los almohadones y los platos a la muchacha como un camarero francés. Luego, le pellizcó la mejilla color marfil y dijo:
— Cuesta mucho tratar de verte, nena.
Fumiko-san se echó a reír al oír estas palabras y su voz era aguda y tintineante como la de una niña que juega con muñecas.
Cuando se sentó con nosotros, pareció que se ensanchaban los muros del diminuto restaurante, nuestra plática se hizo más expansiva y Makino, acurrucado en un rincón, empezó a freír el pescado. Mike dijo, generosamente:
— Este norteamericano es As Gruver, el de los nueve "Mig".
Le mostró a Fumiko-san cómo combaten los aviones a chorro, y cuando ella empezaba a admirarme más de la cuenta, Mike intentó cambiar de tema, pero Fumiko dijo:
— Ya conozco a Gruver-san.
Mike hizo otra payasada y la muchacha volvió a reír.
— ¿Te gusté en Swing Butterfly? -preguntó.
— ¡Estuviste maravillosa! -dijo Mike-. Pero apostaría a que si ustedes hubiesen representado eso cuando estaba aquí McArthur, el general las habría encarcelado a todas.
Le pregunté el porqué y Fumiko dijo -yo no podría explicar exactamente cómo habló o qué hizo con gestos ingleses y japoneses, pero logró hacérmelo comprender- que Swing Butterfly se burlaba de los marinos norteamericanos que se enamoran de las japonesas. Pero Butterfly no se hizo el hara-kiri.
Aquí, Fumiko-san se apoderó de un cuchillo para cortar manteca y fingió ejecutar el ritual.
— Creo que si gustarle reír, si no ser demasiado orgulloso, usted disfrutar con Swing Butterfly.
— ¿A usted le gustó? -le pregunté a Mike.
— Me gusta todo aquello en que interviene esta niña -dijo Mike con voz derretida de deleite.
— ¿Qué papel desempeña ella?
— Yo geisha -explicó Fumiko-. Tener a raya a un barco lleno de marineros norteamericanos.
Con un hábil movimiento de hombros, Fumiko indicó cómo desempeñaba el papel, y Makino y los dos hombres del restaurante estallaron de risa, y a mí, de pronto, no me gustó estar en aquel cuartito del piso alto. No me gustaba que un gordo cocinero se burlara de los norteamericanos. No me gustaba estar oculto en un rincón con una japonesa, por linda que fuese, quien ridiculizaba a nuestros hombres. En realidad, no me gustaba nada de lo que había visto ocurrir en el Japón desde la partida del general McArthur y no quería tener que ver con ello. Con gran sorpresa descubrí que me hallaba prácticamente en el bando de la señora Webster. Después de todo… ¿quién había ganado la guerra? Le dije a Mike:
— Es probable que quieras estar solo. Desaparezco.
Mi amigo se mostró muy excitado y gritó:
— ¡Eh! No puedes hacer eso, As.
Me levanté torpemente, pero él me volvió a hacer sentar.
— As -dijo-. Si alguno de los entrometidos de "Takarazuka" entra aquí y me sorprende con Fumiko a solas, habrá muchas dificultades.
— ¿Y de qué sirvo yo? -gruñí.
— Estorbas -admitió Mike-. Pero Fumiko estaría mucho más a sus anchas si esto pareciera una inocente cena para tres… ¿verdad, señora?
Me volví para ver si Fumiko asentía y noté, con gran asombro, que había palidecido y temblaba.
Porque en el umbral de la habitación se hallaban paradas tres muchachas de "Takarazuka", altas y de una belleza abrumadora. Dos de ellas lucían el vestido de faldas verdes de "Takarazuka", pero la del medio no. Ostentaba unos pantalones grises, un suéter azulgris, camisa y corbata blancas y gorro gris pizarra. Evidentemente, la disgustaba sorprender a Fumiko-san sentada con dos norteamericanos.
En tres pasos categóricos, llegó hasta nosotros, se detuvo y le habló con aspereza a Fumiko-san, quien se alejó confusa, deshonrada. Recuerdo haber mirado el enérgico rostro de la intrusa. Era extraordinariamente bella, pero de una extraña frialdad. Me sentí curiosamente agraviado por ella y exclamé:
— ¿Es usted el caudillo de este equipo?
Pero la muchacha no hablaba inglés y me contestó con tono seco algo en japonés. Luego, con la misma brusquedad, se volvió y condujo a Fumiko-san a una mesa, donde las cuatro actrices hicieron caso omiso de nosotros.
Me disponía a levantarme, pero Makino, el cocinero, me asió del brazo y tradujo:
— Ella no enojada. Sólo decir que ser muy peligroso para Fumiko-san pasear con norteamericanos.
— Fumiko-san no paseaba -exclamé-. Estaba sentada aquí.
— ¡Por favor! -protestó Makino-. Yo no hablar bien. Demasiadas dificultades.
Mike se disponía a acercarse a las muchachas de "Takarazuka", pero Makino intentó convencerlo.
— Usted pronto marcharse del Japón, Mike-san. Yo tener que quedarme. Por favor, no dificultades.
Se llevó rápidamente los platos en que había estado comiendo Fumiko-san, y Mike y yo nos quedamos sentados con aire sombrío, contemplando nuestra "tempura". Me irritaba estar sentado en el suelo a la usanza japonesa, mientras que las muchachas de "Takarazuka", que nos habían censurado, estaban sentadas junto a una mesa, a la usanza norteamericana. Dije:
— Vámonos.
Pero antes de que pudiéramos irnos, la cabecilla del grupo -la muchacha de los pantalones- se acercó, me miró con dulzura y empezó a hablar en voz baja.
Makino me tradujo sus palabras:
— Ella no saber inglés. Ella lamentarlo mucho, pero Fumiko-san muchacha de familia famosa en Japón. Suponer ella ser echada "Takarazuka", todos perder prestigio.
La linda actriz me miró con aire implorante y dijo, por intermedio de Makino:
— Muy difícil ser muchacha de "Takarazuka". Nosotras tener que protegernos la una a la otra.
Me sonrió, me hizo una graciosa reverencia y volvió a su mesa. Yo me sentía mucho mejor, pero ahora fue Mike quien montó en cólera.
— ¿Qué diablos soy yo? -preguntó-. ¿Un hombre o un ratón?
Apartó la mano de Makino que lo contenía, se acercó a grandes pasos a la mesa, se inclinó, tomó a Fumiko-san del mentón y la besó hasta que la muchacha tuvo que luchar para recobrar la respiración. Luego, Mike se inclinó cortésmente ante la muchacha de los pantalones y dijo:
— También yo lo lamento muchísimo. Pero nosotros los muchachos también tenemos que protegernos los unos a los otros.
Luego nos fuimos, pero al volvernos en la puerta vimos a las cuatro muchachas de "Takarazuka", sentadas remilgadamente en sus sillas y con los ojos fijos en sus platos.
Cuando volvimos a los cuarteles, Mike dijo:
— No culpo a las muchachas. Deben atenerse a normas severas. Si las sorprendieran con soldados norteamericanos, las echarían. Pero esa mujercita de los pantalones me hizo perder los estribos.
— ¿Por qué le interesan si no puede darles cita? -pregunté.
Mike dejó su toalla y me miró con asombro.
— ¿Desde cuándo necesita razones un hombre para perseguir a una muchacha bonita?
— ¡Pero si ni siquiera puede hablar con ella!
— ¡Hijo! -exclamó Mike-. ¿No lo leyó cuando muchacho? ¿No se topó con cuentos de hadas? ¿Cuentos donde el príncipe se abre paso a través de la muralla de fuego? Cuantas más reglas le oponen a uno, más apasionante resulta el asunto.
— Pero la muchacha es una japonesa.
— Olvide el adjetivo, hijo. Es una muchacha.
— Cuando la besó… Parecía realmente entusiasmado por ella.
— Hijo, cuando llego a cualquier país quiero hacer tres cosas. Comer las viandas locales, en este caso el sukiyaki, que es horrible. Beber el licor, que también es horrible. Y hacerles el amor a las muchachas, lo cual en el caso de Fumiko-san sería el delirio.
— ¿Aunque no hubiera probabilidades?
— Me fastidia mostrarme engreído en este terreno, hijo, pero ustedes los hombres de las Fuerzas Aéreas no comprenderían. Cuando uno es de la Marina, siempre hay probabilidades.
— ¿Hasta con esas muchachas?
— Hijo, cuando yo estaba en Nueva Zelanda durante la última guerra esperando el momento de atacar Tarawa, en el pueblo había una linda camarera y todos los muchachos trataban de conquistarla. Yo no me molestaba en hacerlo porque también había otra muchacha, muy rica y famosa, que vivía en una colina: y ya descubrirá, cuando sea hombre maduro y aprenda el arte de vivir, que ésas son las muchachas que conviene buscar. Porque ellas lo tienen todo: poder, posición, el furioso aplauso del mundo…
Mike se llevó atrás la mano y se la pasó por el cabello.
— Pero les falta una cosa… El amor.
Yo iba a preguntarle por qué estaba tan seguro de que les faltaba el amor, pero Mike me interrumpió y dijo:
— Lo mismo sucede con las muchachas de "Takarazuka". Tienen fama, riqueza, su nombre se destaca con brillantes caracteres luminosos…
Mike se puso lacrimoso y concluyó:
— Pero todo eso son cenizas porque no tienen amor. ¡Y fíjese bien, hijo mío! Las muchachas de "Takarazuka" no se diferencian en lo más mínimo de las de la vieja Nueva Zelanda. Y yo soy el hombre que puede llevar amor hasta a la más aburrida de las vidas.
Fuimos al cuarto de las duchas y mientras Mike estaba chillando bajo el agua, me agarrotó la garganta el presentimiento de que debía irme del Japón. Cuando volvimos al vestíbulo, Mike se dirigió hacia su cuarto, pero yo le dije:
— Venga pronto.
Y charlamos durante largo rato. Yo declaré:
— Hace un momento tuve la más extraña de las sensaciones. Quise irme del Japón. Creo que estaba asustado.
Me disponía a contarle mi mala suerte con Eileen y me interrumpió.
— ¡No me lo diga! La esposa del general empezó a echarle sus garfios. Pude apreciarla de cuerpo entero cuando echó de su club de tercer orden a una muchacha como Fumiko-san…
Mike me oprimió cordialmente la mano y dijo:
— Hijo, cuando usted se escapó de la señora generala Webster, se salvó de horrores más intensos que la muerte.
— Pero yo no quise escapar -dije-. Quería casarme con Eileen y tener una esposa de quien pudiera enorgullecerme y un hogar en alguna parte y una buena vida en las Fuerzas Aéreas. Todo estaba arreglado y me gustaba.
— Y ahora… ¿qué?
— Tuve la muy extraña sensación, Mike, de que estaba de regreso en "Saint Leonard".
— ¿Dónde está eso?
— El colegio secundario. Me disponía a preparar los exámenes de ingreso a West Point, pero había allí un maestro que amaba la literatura inglesa y me consiguió un papel en la comedia que representaría la escuela. El autor era un húngaro llamado Molnar, y repentinamente perdí las ganas de ir a West Point. No quería ningún papel en la comedia, y mi madre, que ha escrito un par de excelentes relatos para el Atlantic, vino al colegio y me dijo: "Siempre confiamos en que ingresarías en West Point, como tu padre y el padre de tu padre." Respondí: "De improviso, me parece vislumbrar un mundo totalmente nuevo." Al oír esto, mi madre se echó a llorar y empezó a hablar con bastante incoherencia, pero la conclusión que deduje de sus palabras fue que, si uno tenía esa visión, no debía permitir que nada lo detuviera. No quiso decir sin ambages, inmediatamente, que yo no debía ir a West Point, ya que su propio padre había estudiado allí, llegando a ser un general famoso. Pero adiviné que su intención era ésa.
"Durante las dos semanas siguientes, pasé las de Caín. Toda la gente del colegio era realmente de calidad. No se enfurecía conmigo ni decía que yo estropeaba mi vida si renunciaba a estudiar en West Point.
"Pero luego mi padre vino de Texas en avión y fue como un soplo de aire fresco en una sequía de Kansas.
— Le ajustó las cuentas… ¿eh?
— No. Mi padre nunca vocifera. Ustedes los de la Marina suelen tener ideas erróneas. Sólo porque un par de generales han revuelto Koje-do, ustedes dan por sentado que todos ellos son unos alborotadores.
— No digo eso.
— Si algún día a usted se le presenta la oportunidad de conocer a mi padre, conocerá a un hombre que justifica la existencia de los generales. Ese día me miró y dijo: "Si no quieres ir a West Point, Lloyd, no vayas. Los hombres más infortunados que conozco son aquellos a quienes han obligado a hacer algo para lo cual no se sentían con aptitudes."
— Eso fue un noble comienzo -dijo Mike-. Pero… ¿qué usó como argumento decisivo… como remache?
— ¿Qué quiere decir?
— ¿Cómo ajustó los tornillos? ¿Cómo lo obligó a ir a West Point?
— No me obligó a ir. Simplemente hablamos, y él volvió en avión a Texas y yo fui a West Point.
Y hasta esta misma noche, no lo he lamentado en lo más mínimo. Pero esta noche volví a experimentar esa sensación enfermiza y tuve la clara impresión de que quizá yo no quería quedarme en las Fuerzas Aéreas y pugnar por obtener una estrella.
"Quizá no quería casarme con Eileen y andar en dificultades con su estúpido padre y su pendenciera madre.
Me llevé la mano a la frente y declaré:
— Quizás haya sentido que todo el mundo se desmoronaba bajo mis pies.
Mike se puso serio y dijo:
— ¡Hombre, por cierto que conozco eso! He visto a mi padre soportar la crisis económica, he visto desmoronarse realmente a un mundo. Por eso no le doy mucha importancia a la seguridad permanente de los mundos… de cualquier clase. Pero… ¿qué le ha dado? Uno no decide una cosa así, simplemente, porque le fastidie.
— Pues… Casi me avergüenza confesarle lo que me ha dado.
Mike era un hombre de mente muy ágil y replicó, con voz sonora:
— ¡Fumiko-san! Miró muy de cerca a Fumiko-san. Bueno, hijo mío. La verdad es que esa muchacha sería capaz de hacerle perder la chaveta a cualquiera… es decir, a cualquiera menos a un viejo perito en amores como yo.
Me eché a reír.
— Ojalá el asunto fuera tan sencillo -dije-. Usted y yo nos batiríamos por Fumiko-san en sendos aviones "F-86", a 13.000 metros de altura.
"Pero días pasados fui testigo en una boda entre un "G.I." y una japonesa. ¡Caramba, la muchacha no era ninguna Fumiko-san, pero me impresionó mucho!
"Como un trozo de tierra en el centro de un soufflé de queso.
"Y esta noche, al ver esa otra parte del Japón, me pregunté…
Súbitamente se me trabó la lengua y no pude seguir hablando.
— ¿Se preguntó qué? -inquirió Mike-. Ciertamente, no querrá raptar a la esposa del recluta.
— Parecerá una estupidez, pero vine aquí en avión dispuesto a casarme con Eileen. Cuando ella y yo empezamos a vacilar, dudé de todo lo demás… hasta de la conveniencia de quedarme en las Fuerzas Aéreas. Sé que es ridículo, pero ese "G.I." y esa regordeta muchacha japonesa…
Mike me miró absorto, con las mandíbulas relajadas por el horror y preguntó, bajando la voz:
— ¿Quiere decir que empezó a meditar sobre la vida?
Se revolvió el cabello, echándoselo sobre los ojos y continuó en voz baja:
— ¡Oh! ¿Qué significa todo eso? La eterna lucha… el sexo… ¡En realidad, yanquis de Nueva York!
— Eso es, ensúcielo. Pero, de pronto, me pareció estar en un mundo cuyas tinieblas giraban a mi alrededor y cuya única realidad era esta tierra… la tierra del Japón.
— ¡Dios mío! -gritó Mike, aferrándose la cabeza-. ¡Un nuevo Sigmund Freud!
Tuve que reír, y mientras Mike pedía por teléfono cerveza fría, pregunté:
— ¿No se le ocurren a veces ideas descabelladas como ésas?
— Un millón de ideas así. Nunca le hacen daño a nadie.
— Pero cuando a uno se le ocurren repentinamente, se le presenta con violencia todo un mundo… Me pareció que volvía a estar en el colegio secundario.
— Creo que eso es fácil de explicar -dijo Mike, después de su segunda botella de cerveza, que le dio más autoridad-. Uno ha estado combatiendo como un loco en Corea y se le ocurre esa soberbia idea de venir al Japón y casarse…
— Ella ni siquiera me dijo que venía al Japón.
— No permitas que los detalles lleven el caos a mi teoría. Luego, cuando veas el hacha de combate que es la madre de Eileen…
— No es, en realidad, tal hacha de combate…
— ¿Quién me echó del Club con Fumiko-san?
La pregunta despertó todas las animosidades de Mike y lo lanzó a una perorata contra las esposas de los generales y no concluyó su explicación.
Pero a la noche siguiente estábamos en el Bitchi-bashi contemplando el majestuoso desfile de las muchachas de "Takarazuka" cuando éstas se acercaban en las sombras del anochecer para desaparecer en las densas tinieblas. Me conmovió profundamente el paso de aquellas silenciosas, que me parecieron los miembros de un grupo militar dedicado a sus rituales y ascensos de la misma manera que yo estaba atado a los míos. Vivían y obraban con un sentido de su responsabilidad militar, mientras que a mí me condicionaban las normas de mi Ejército. No eran libres y yo tampoco lo era, porque creo que ningún hombre que gobierna un avión dirigido contra el enemigo o guía un barco hacia aguas enemigas es un hombre libre.
Lo encadenan ciertas convicciones y restricciones que los demás nunca conocen.
Yo meditaba en esto cuando se acercó Fumiko-san.
La acompañaba la actriz de ropa masculina que nos sermoneara la víspera, y cuando las admiradoras del Bitchi-bashi vieron a aquella alta muchacha, se abalanzaron hacia ella con salvaje impulso para rodearla y pedirle autógrafos. La actriz los repelió fríamente, pero las sustituyeron otras chiquillas.
Le dije a Mike:
— Esa muchacha debe de ser alguien de importancia.
Mi amigo le preguntó a una japonesa quién era la actriz, y la muchacha prorrumpió en risitas que denotaban una horrible confusión.
Pero llamó a otra muchacha que no podía tener más de catorce años y hablaba inglés y ésta me respondió:
— Ella es… Hana-ogi-san. ¡La muchacha número uno!
Repetí el nombre, y algunos niños cerca de mí, con furiosas risitas, empezaron a canturrear "¡Hana-ogi-san! ¡Hana-ogi-san!", y la hermosa actriz se detuvo por un momento sobre el puente y nos miró. Mike hizo una gran reverencia y le mandó un beso con el pulgar a Fumiko-san pero ambas actrices hicieron caso omiso de él y reanudaron su viaje entre las sombras de la noche.
KATSUMI-SAN: A los japoneses les gustan los dientes de oro, pero yo conseguir uno blanco para Joe.
Me perdí el desfile nocturno del lunes en el Bitchi-bashi porque el general Webster mandó un mensaje ordenándome que me trasladara a Kobe para informar sobre la marcha de mi trabajo. Adiviné que, en realidad, quería preguntarme por qué no había estado en el Club. Sin duda, la señora Webster le había ordenado que lo averiguara y me pregunté qué le diría. Esto me resultaba difícil de explicar.
El asunto estaba vinculado a la alegría de vivir con un grupo de hombres que uno nunca puede explicarse. El relajamiento, la libertad de andar por el salón en short, los intereses comunes por un problema común. Recuerdo el enardecimiento de mi padre al volver de una marcha de adiestramiento de seis días con su infantería. Yo era un niño entonces, pero le notaba algo muy real y violento en esas ocasiones. Desde luego, era un hombre excelente en su casa -creo que muchas otras familias, tanto las madres como los niños, se habrían alegrado de tener a un padre como el mío-, pero en ciertas oportunidades insistía en vivir en un mundo de hombres y creo que, en gran parte, su resuelta decisión de seguir a los vivaques de campamento antes que cultivar las partidas de bridge me había sido inculcada por él muy profundamente. Siempre me habían gustado las reuniones de Aviación como las de Itami. Me gustaban las veladas del Alojamiento de Oficiales Solteros. Me gustaba ir con Mike al restaurante donde se comían pescaditos. Y también reunirme, sin premeditación, a un grupo de camaradas y vagabundear a través de la oscura noche japonesa y recalar en algún cinematógrafo norteamericano de Osaka o Kioto. Lo que más me agradaba era trabajar en la pista de aterrizaje, cuando alguno de mis conocidos de Corea irrumpía ruidosamente con la última primicia calentita.
Cierto día, por ejemplo, un corpulento sueco que pilotaba un "C-47" de las Fuerzas Aéreas como si fuera un taxímetro de una base aérea cercana, llegó a Itami y nos pasamos una larga noche riendo con algunas de nuestras aventuras en aquel lúgubre país. Sobre todo, recordé la oportunidad en que el sueco nos llevó a un grupo de aviadores a Seúl un día lluvioso. La capa de nubes estaba rasgada y sólo había cinco aberturas a través de las cuales se podía descender a la isla situada en mitad del río, donde estaba la pista de aterrizaje. Nos tocó un práctico naval que no había volado aún a Seúl y se mostró más cauteloso de la cuenta. Se le escapó la primera brecha de las nubes, luego la segunda, y que me condenen si no perdió la tercera. El sueco que pilotaba nuestro avión comenzó a enfurecerse y le gritó al de la torrecilla: "¡Por favor, dígale al chico que haga aterrizar este barrilete!" Cuando aterrizamos, el de la Marina nos esperaba y quiso saber quién lo había llamado chico. Nos miramos para ver quién era el más alto, y un hombre de las Fuerzas Aéreas que medía un metro ochenta se adelantó y dijo: "Yo fui. Usted retrasaba el desfile." El de Marina miró al grandote y replicó: "Soy nuevo aquí. Buscaba la isla." El hombrón dijo: "Me alegro de que la haya encontrado, porque se nos acababa la gasolina." Me eché a reír, y por un momento hubo una atmósfera de pugilato; mientras permanecimos en Corea, siempre que veíamos a un avión de la Marina, alguno de los más despiertos decía: "Ahí viene el chico." Le conté esto a Mike Bailey, pero no le hizo gracia. Al vivir de nuevo con esos pilotos, yo no quería, francamente, ir a Kobe y sentarme en el elegante Club de Oficiales y tratar de explicarle a la señora Webster por qué no cortejaba a su hija.
Pero era eso lo que tenía que hacer. En su oficina, el general me formuló muchas preguntas triviales que difícilmente podían interesarle, y luego me condujo hasta su "Cadillac". Durante la cena busqué con la vista a Eileen, pero Webster me dijo que su hija estaba en Kioto, visitando un museo, y que no podría reunirse con nosotros. Miré a la señora Webster, quien devoraba un camarón y perdí el apetito.
La cena fue glacial, y después de los postres Webster se excusó diciendo que tenía trabajo en la oficina y pensé: "Si mi padre llega a ser algún día jefe de Estado Mayor, lo pondré en guardia para que no nombre a Mark Webster director del Servicio de Inteligencia, porque no hay duda de que oculta su pensamiento."
Por cierto que la señora Webster no ocultaba el suyo. Cuando llegamos a su departamento preguntó rotundamente:
— ¿Qué pasa entre usted y Eileen?
— Estoy seguro de que ella debe habérselo dicho.
— Lloyd, nada de evasivas. Usted no la ve desde hace más de una semana.
Evidentemente, esta vez me convenía aterrarme a la verdad y dije:
— Reñimos. Eileen me dijo…
— ¿Riñeron? ¿Por qué?
Tragué saliva y repliqué:
— Teme que me parezca demasiado a mi padre.
Mi sinceridad sobresaltó a la señora Webster, pero no hizo gesto de interrumpirme, y pude terminar:
— Y yo creo que ella… es demasiado autoritaria.
Mi tono, al pronunciar esta frase, revelaba con excesiva claridad que Eileen me parecía harto análoga a su madre. Pero la señora Webster no parpadeó siquiera. Por lo tanto, agregué:
— Y, además, estuve trabajando.
— Eso es ridículo -dijo ella, con tono brusco-; Mark le consiguió este cargo porque no daba ningún trabajo.
— Si es ése el motivo de que me lo hayan dado… -empecé, con una dignidad de mera fórmula.
— …preferiría volver a Corea… ¿no es eso? -concluyó ella.
— Sí.
— Lloyd, no sea tonto. Todos saben perfectamente en Kobe que usted es un joven muy valeroso a quien el general Webster trajo al Japón para que pudiera estar con Eileen. En eso nada hay de deshonesto… si se propone casarse con Eileen.
— Lo planeamos durante largo tiempo… en cierto modo.
— ¿Cómo se casa la gente… en cierto modo?
La señora Webster estaba sentada sobre un costoso sofá comprado en París y se inclinó hacia delante, repitiendo las ofensivas palabras:
— ¿En cierto modo?
— Quiero decir que no hay nada en concreto. ¿Dijo Eileen que lo había?
— Claro que no. No habló conmigo del asunto, pero advierto cuán humillante es para ella. Todo el hotel…
Yo conocía perfectamente a Eileen y sabía que le importaba un rábano lo que pudiera pensar el hotel. Pero a la señora Webster sí le importaba porque, si no nos casábamos, quedaría en ridículo. Y dije:
— Nos preguntamos si hemos nacido el uno para el otro.
— ¿A estas alturas? Pero… ¡si usted conoce a Eileen desde hace años! Son del mismo ambiente. No comprendo…
— Pues eso fue lo que dijo Eileen cuando inició esta pelea…
— ¿Una pelea? Lloyd, esto es simplemente una riña de enamorados y no tiene más significación que ésa.
— Quizá no la haya tenido al principio, pero las preguntas de Eileen y algunas de mis propias cavilaciones me inducen a preguntarme si no será errónea toda mi concepción de la vida.
Ahora yo había dado con algo serio y la señora Webster lo admitió. Habló muy pausadamente, mientras jugaba nerviosamente con un pañuelo de encaje:
— Si un hombre del Ejército pone en tela de juicio en algún momento la gran idea del servicio militar, está perdido. Créame, Lloyd… He visto eso muchas veces y es lo peor que le podría suceder a usted. Desde su más tierna infancia, usted está hecho para el servicio. Y no ha conocido otra cosa.
Sentí deseos de contradecirla y de decirle que durante dos semanas -hace mucho tiempo- yo había concebido otro género de vida, pero eso hubiera provocado demasiadas preguntas a las que yo no habría podido contestar. Una cosa era confiarle semejante secreto a un espíritu despreocupado como el de Mike Bailey y otra muy distinta revelarle esa idea a la señora Webster. Con tres preguntas ella me habría desnudado y expuesto al mundo, tan estúpido y ridículo como lo fuera yo en St. Leonard.
— ¿No sería mejor, en todo sentido, que su marido me enviara de regreso a mi cuerpo? -pregunté.
— ¿A Corea?
— Sí. Eso pondría término a mis dudas.
Con gran sorpresa de mi parte, la señora Webster asintió.
— Ahora, eso parece lo mejor. Pero sería un error por dos razones. Eileen quedaría en ridículo. Parecería que no ha podido retener a su hombre. Y de parte suya, Lloyd, sería una cobardía.
— Eileen no me necesita -dije.
— Tiene usted muchísima razón, Lloyd. La invitan a fiestas todas las noches. Pero no hombres del Ejército, sino civiles de ropa militar. Supongamos que se enamorara de uno de esos civiles… Se establecería como esposa de un farmacéutico en Chicago; y eso no es para Eileen, créame.
La señora Webster resultaba harto difícil de manejar para un aviador de veintiocho años de edad y dije:
— Entraré a darle las buenas noches al general.
Pero aquella mujer me tenía atrapado como una trampa de acero y replicó:
— Y hay un tercer motivo por el cual su regreso a Corea sería un error. Al volver allí, usted huiría de su problema fundamental.
Sentí deseos de gritar: "De quien quiero huir, es de usted. Huyo de su hija por lo mucho que se le parece." Pero un hombre puede abatir a tiros a los rusos y temer a la esposa de su comandante. Por eso respondí:
— Mañana me comunicaré con Eileen.
— Bien -dijo ella-. Conozco a Eileen y sé que quiere casarse con usted. No permita que les separen unas riñas de enamorados. Eso sería una estupidez.
La señora Webster se metió el pañuelo en la manga y agregó, con vigoroso énfasis:
— No deje que una incertidumbre pasajera lo induzca a pensar que ha cometido un error con toda su vida. Usted es un hombre del Ejército, Lloyd. Lo han educado para la vida militar.
Encontré al general Webster en un cuarto de trabajo cuyas paredes estaban revestidas de libros. Los señaló con amplio gesto y dijo:
— El coronel que ocupó este departamento hace tres años reunió esos libros. Virtualmente, están todos los temas que podrían interesarle a usted.
— Supongo que sabrá de qué hemos estado hablando con la señora Webster -dije-. Creo que lo mejor sería que usted me mandara nuevamente a Corea.
El general tamborileó sobre el escritorio y replicó:
— Quizá fuese lo mejor, pero sería algo tan claro… Eso es lo que tiene de malo la vida militar. Cada paso puede ser interpretado muy fácilmente por el enemigo. Pero… ¡Caramba, Lloyd! ¿Qué sucede entre usted y Eileen?
— Nada, señor. Sólo que ambos no estamos seguros de poder entendernos… en definitiva.
— Muy razonable.
El general Webster me sirvió una respetable cantidad de whisky y dijo:
— Sólo el que es muy hombre se asusta estúpidamente ante la perspectiva del matrimonio. Tomemos mi caso. La noche que precedió a mi boda, su padre, el general Gruver, tuvo que emborracharme hasta la inconsciencia para impedir que yo mandara a un mensajero de la Western Union a casa de mi mujer… Su padre era el coronel Keller… el que tuvo aquella seria reyerta con el embajador persa. Entonces, a ese país lo llamaban Persia.
El general narró, con su incoherencia habitual, las historias de media docena de casamientos militares, y cómo todos aquellos hombres, antes o después de la boda, habían querido rehuir el trance.
— Pero a la larga, el matrimonio es lo mejor para todo hombre -me aseguró-. Fue lo que me convirtió en alguien. ¿Le contó alguna vez su padre su clásica boda? Estaba comprometido para casarse con la hija del teniente general Himmelwright, y dos días antes del casamiento se enamoró de otra muchacha. Poco le faltó para enloquecer de indecisión. Pero supongamos que hubiese perdido la chaveta y dicho que no había nacido para ser general. ¡Qué diablos! Veinte años después, Estados Unidos podía haber perdido Guadalcanal.
Webster sirvió otro par de whiskies, continuando su explicación:
— Encare el asunto en esta forma, Lloyd. ¿Para qué demonios lo pusieron en el mundo? ¿Para ser uno de esos caballeretes lamidos sin hogar y que se sientan en algún club a charlar sobre China?
Creo que el whisky me había dado coraje, porque repliqué:
— Pregúntele a Eileen si quiere cenar conmigo mañana.
— ¡Bravo! -gritó el general, dándome una vigorosa palmada en la espalda-. Le ordené a mi mujer que no le hablara a usted de ese tema. Resultaba humillante para Eileen. Pero Nancy dijo que siempre llegaba un momento en la vida amorosa de toda muchacha… ¿Verdad que esa palabra es horrible?
— Telefonearé a Eileen alrededor de las doce -dije.
El general se sirvió un trago extra y dijo:
— Me siento diez años más joven. Si tiene hijos, Lloyd, tenga varones.
Cuando bajábamos en el ascensor, vi un nuevo letrero que expresaba lo siguiente:
"Los oficiales de este comando no aparecerán en las calles de Kobe con muchachas del personal nativo. Esta orden rige también para las calles de Osaka y Kioto. Firmado, Mark Webster. Comando."
Pensé: "¡Caracoles! La mujer del general está realmente resuelta a limpiar todo el Japón." Y me eché a reír, porque ahí el Ejército norteamericano les prohibía a sus hombres que se dejaran ver con las japonesas, mientras que el Ejército de "Takarazuka" les prohibía a sus muchachas que se dejaran ver con soldados norteamericanos.
Reía aún cuando se abrió la puerta del ascensor y oí que me llamaban por mi nombre. Era el soldado Joe Kelly, con un revólver de servicio de las dimensiones de un cañón. Gritó:
— ¡Por fin las Fuerzas Aéreas me ha dado una oportunidad! Me ha trasladado al Centro del Mensaje Combinado. Tengo el mejor puesto de Ottawa.
Esperó a que un oficial le firmara un recibo por una correspondencia importante y luego se reunió conmigo. Su "Ford" estaba junto a la vereda.
— ¿Dónde puedo dejarlo? -preguntó, desprendiéndose de su artillería.
— Mire. Yo trabajo en Itami.
— Tanto me da. El Ejército paga la gasolina.
— Y vivo en Takarazuka.
— Voy en esa dirección.
Subimos y me contó cómo marchaban las cosas para él y Katsumi.
— Hemos encontrado una linda casa… ¡Oiga, As! Es temprano… ¿Por qué no vamos a Osaka y se queda a pasar unos días con nosotros?
Se mostraba tan enérgico y me interesaba tanto, según ya le había explicado a Mike, que acepté.
Lanzó el "Ford" por la carretera de Kobe-Osaka y traté de estudiar exactamente el aspecto de aquel antiguo e histórico camino japonés. Vi las casitas con ventanas de papel que se extendían durante kilómetros y más kilómetros, sin que se avistara por un solo momento el campo. Vi los comercios de puertas abiertas que trabajaban durante toda la noche y a los millares de personas que avanzaban por la carretera y noté cómo una sola lámpara, en cualquiera de las casas, parecía iluminar toda la sección adyacente del camino.
Pero pronto dejé de pensar en el Japón y pregunté:
— ¿A qué velocidad va, Joe?
— A sesenta y ocho -me informó Kelly.
— ¿No lo ha detenido jamás la Policía por volar tan bajo?
— Todos ellos me conocen.
— Apostaría a que sí.
— Lo primero que hice fue invitarlos a la casa, y Katsumi les sirvió una comida especial.
Kelly esperó a que pasara de largo un automóvil patrullero y sacó la cabeza y les gritó algunos insultos en japonés a los policías navales y todos ellos bramaron de risa y Joe dijo:
— Una gran pandilla.
Cuando entrábamos en Osaka, Joe enfiló hacia el Sur, hasta que llegamos a una carretera que bajaba junto a uno de los numerosos canales. Pronto la carretera desapareció y cuatro chiquillos nipones montaron guardia junto al "Ford", mientras subíamos a pie un angosto sendero por el que descendían trabajosamente dos hombres con unos enormes cestos de mimbre. Cuando pasaban junto a cada casa, por las puertas de papel se vertía la luz, dando la impresión de intensa calidez.
En el otro extremo del sendero erguíase una casucha de un solo piso y de aspecto poco llamativo, cuya madera, desde hacía tiempo, había coloreado de un gris negruzco la intemperie. El porche era perfilado por bloques de hormigón. El techo era de tejas color naranja, colocadas a la manera china, con un leve declive hacia delante en cada extremo. En Estados Unidos no habríamos llamado a aquello casa ni mucho menos. Con sus puertas corredizas de papel, habría sido un cobertizo para guardar vacas o herramientas del campo, pero cuando Joe las descorrió, ahí estaba Katsumi, envuelta en un quimono y preparando la cena. La muchacha tomó con presteza mis zapatos, me ofreció una taza de amargo té verde y dijo, en un inglés bello y ampuloso:
— Resulta agradable verlo entre nosotros… esta noche.
— Katsumi ha estado tomando lecciones de inglés -dijo con orgullo Joe- y yo estudio un poco de japonés.
Dijo presurosamente unas pocas frases y Katsumi lo miró con aire radiante, como si hubiese escrito una enciclopedia.
— Se está muy bien aquí, As -dijo Joe, con tono expansivo-. Dos habitaciones, el canal ahí abajo, un buen empleo y buena comida. As, estoy viviendo. Por primera vez en mi vida, me siento como un ser humano.
Me mostró dónde poner los zapatos y cómo apoyarme sobre unos almohadones cuando nos sentamos sobre las esteras de tatami. Y dijo:
— Me crié en un orfelinato, pero me adoptó una familia. Los desilusioné y me abandonaron -no los culpo, yo era muy fastidioso- de manera que volví al orfelinato y luego pasé al reformatorio. Traté de enrolarme en el Ejército durante la última guerra, pero consiguieron hacerme confesar mi verdadera edad y terminé en Chicago y luego en las Fuerzas Aéreas. Ahora soy un hombre de familia.
Miró a Katsumi, con cálida aprobación y preguntó:
— ¿Advierte el gran cambio, As?
— Me gusta el quimono -dije, porque Katsumi era una de esas muchachas japonesas vulgares que, en quimonos flotantes, parecen casi atrayentes.
— No es el quimono, As. ¡Observe su sonrisa!
En japonés, Joe le ordenó a su esposa que sonriera, pero cuando ella lo hizo yo no comprendía aún, de modo que Joe exclamó:
— ¡El diente, As! ¡El diente!
Entonces lo vi. El gran diente de oro había sido retirado de allí y en su lugar un dentista del Ejército había calzado una correcta corona de porcelana. Realmente, el aspecto de Katsumi era agradable con el quimono y el diente.
— Es una reforma -dije.
— Es un milagro -afirmó Joe, con un suspiro-. Y ella no ríe ya con esa risita falsa… ¿verdad, nena?
Atrajo a Katsumi y la besó en la mejilla.
— Porque le he dicho que, si volvía a reír así y a meterse el puño en la boca, le rompería el brazo asiéndola de la muñeca.
Le dio a Katsumi una buena palmada en la nalga y la muchacha se echó a reír como una loca, metiéndose la mano en la boca.
— A veces lo olvida, As. Pero esto es vivir.
Joe le explicó a su mujer que yo vivía en Takarazuka y Katsumi habló en un rápido japonés, que él me tradujo:
— Magnífica idea, As. Mañana, iremos a "Takarazuka" a ver el nuevo espectáculo. Venga con nosotros.
— Me gustaría ir, pero tengo una cita para cenar en Kobe.
— ¿Y qué? A las seis habrá acabado el espectáculo y yo lo llevaré a toda velocidad a Kobe, sin paradas.
Joe tiró de una cuerda imaginaria e imitó a un silbato de tren.
— Trato hecho, As, porque con Katsumi se divertirá de veras. Conoce a todas las actrices y podrá explicarle qué ocurre en el escenario.
Joe le ordenó algo a Katsumi en japonés y la muchacha se acercó a un baúl donde guardaba sus más preciados bienes, volviendo a los pocos instantes con una revista de brillantes cubiertas. La revista empezaba por el fin, como se acostumbra en Japón, y Katsumi me mostró la fotografía de un deslumbrante decorado. Le pregunté qué revista era ésa.
— Una revista de admiradores 5 de los espectáculos de "Takarazuka" -explicó Joe-. Katsumi está suscrita a tres de ellas.
Revolvió una pila de pintorescas revistas y adiviné en la devoción con que las reordenó Katsumi que la muchacha había sido en otros tiempos una de las hechizadas admiradoras que se paraban todas las noches junto al puente para ver pasar a las grandes estrellas. Ahora se había convertido en una típica ama de casa, quien seguía conservando como un tesoro los autógrafos de las actrices más importantes.
— Supongo que Katsumi pertenecerá a un club de admiradoras -dije, con ánimo festivo.
— ¡Nada de bromas!
Joe volvió a hablar en japonés y Katsumi se acercó al baúl, del cual sacó una pila de fotografías y me las tendió. Al parecer, se remontaban a sus tiempos de niña. Y pregunté:
— ¿Tiene Katsumi las fotografías de las muchachas que intervinieron en el espectáculo del mes pasado?
Inmediatamente Katsumi buscó entre las revistas y reunió todo el grupo de primeras figuras de la compañía y explicó qué hacía cada una de ellas. Hasta cantó dos de las canciones y pregunté:
— ¿Conoce todos los espectáculos tan bien como éste?
Joe le propinó a su mujer una afectuosa palmadita en el brazo y dijo:
— No se le escapa ni uno. Así ha sucedido durante años.
— Entonces, queda convenido. Iremos mañana. Pero usted se compromete a llevarme a Kobe para la cena.
Joe no tuvo necesidad de hacerlo porque, cuando le telefoneé a Eileen al día siguiente, ella se fingió difícil y me dijo, con tono brusco:
— Voy a cenar con uno de Marina.
— ¡Es una lástima! -dije-. ¿Qué te parece si cenáramos juntos el viernes?
Eileen dijo que también tenía comprometido el viernes, a lo cual repliqué:
— ¡Caramba! Tengo mala suerte. Te llamaré más tarde.
Pero ni yo ni ella habríamos apostado mucho dinero acerca de cuándo sería ese más tarde.
FUMIKO-SAN: Cuando Japón saber que Estados Unidos ganar, mi padre matarse honorablemente… estilo japonés.
En realidad, cuando fui al teatro esa tarde me sentía bastante aliviado. Al parecer Eileen y yo habíamos terminado y no tenía por qué preocuparme más de la señora Webster. Le dije a Joe:
— Estoy ansioso de ver ese espectáculo.
Pero no estaba preparado para lo que había hecho "Takarazuka" con Madame Butterfly. En cualquier momento, las actrices podían toparse con una escena sin relación con todo lo sucedido antes o lo que ocurriría después. Había unas antiguas danzas japonesas para complacer a los aficionados a los números clásicos, el jitterburg 6 para representar a los Estados Unidos de 1890, lucha romana, micrófonos, una serie de números de salón de baile, un motín a bordo de un barco norteamericano, veinte estúpidos policías japoneses y un incendio.
Pero en esta parodia de una gran ópera había una hebra sólida: la ridiculización de los militares norteamericanos. Debo reconocer que la muchacha de Mike Bailey, Fumiko-san, estaba impresionante en el papel de una deliciosa geisha que acosaba a la flota norteamericana. Su rostro hermoso y enjuto y sus expresivos movimientos la hacían divertida cuando luchaba con un soldado norteamericano ebrio, de licencia en Tokio. En realidad, su pantomima nada tenía de agraviante, pero uno adivinaba que todos los japoneses del público la azuzaban porque estaban hartos de los norteamericanos.
Sin embargo la interpretación de la estrella del espectáculo era muy distinta. El papel lo desempeñaba la muchacha de pantalones que nos endilgara el sermón en el restaurante, y su teniente Pinkerton era estridentemente ridículo, altanero, ignorante y mal educado. Pero, al mismo tiempo, la actriz parecía más esencialmente femenina que cualquiera de las otras muchachas del escenario y por eso resultaba tan devastadora su versión de Pinkerton. Era todas las mujeres japonesas burlándose de todos los hombres norteamericanos.
Me bastó con un acto de aquella despreciable tontería. No me creo engreído, pero no podía tolerar que la gente hiciera bromas baratas con los hombres de uniforme, y como los que representaban la parodia eran japoneses, dije sanseacabó. Cuando bajó el telón del primer acto, me levanté para irme, pero Katsumi puso su mano sobre la mía y dijo:
— ¡No! ¡No! ¡Ahora viene lo mejor!
Por una entrada lateral entró la estrella, con tradicional traje samurai y perseguida por dos villanos. Éstos la atacaron y en la danza altamente ritualista subsiguiente, sentí por primera vez el hechizo del arte japonés.
No sabría decir qué me cautivó en esa danza. Quizá fuese la alucinante música, porque ahora los instrumentos occidentales, como los violines y oboes, habían enmudecido y en su lugar se percibían tres sonidos horriblemente misteriosos: el martillo de un tambor, el golpeteo de unos cubos de madera que entrechocaban y el penetrante gemido de una flauta asiática. O quizás haya sido el deslumbrante telón ante el cual bailaba ella, vasto y de colores oro, azul y rojo, con ocho gigantescas flores de lis bordadas, que erguían su solemne perfección oriental. Pero sobre todo me cautivó Hana-ogi, aquella extraordinaria mujer a quien viera en el restaurante. No usaba zapatos, sino sólo unos tabis blancos muy ceñidos, y fueron principalmente sus pies los que me impresionaron. Los usaba como habría podido hacerlo un gran atleta y poco a poco comprendí que estaba viendo a una de las más grandes bailarinas del mundo. Silenciosamente, a la usanza japonesa, Hana-ogi se movía hacia delante y hacia atrás entre sus atacantes, En vez de una espada usaba el símbolo tradicional, su diestra vívidamente levantada en sentido vertical, y mientras yo contemplaba la mano, ésta trazó un maravilloso dibujo contra el telón de oro. Yo nunca había visto a una bailarina como aquélla, a una bailarina capaz de llenar el escenario con su autoridad.
La escena tuvo un final frenético cuando Hana-ogi empezó a zapatear un inolvidable ritmo y a agitar aquella mano clara en la oscuridad. La multitud prorrumpió en aplausos y le murmuré a Kelly:
— Dígale a Katsumi que me gustaría conocer a esa muchacha.
Con gran sorpresa mía, Kelly dijo:
— Eso es fácil. Katsumi las conoce a todas.
Pero cuando le habló a su esposa, ésta se mostró grave y Joe manifestó:
— Katsumi dice que esa muchacha no le hablaría a un norteamericano.
— ¿Por qué?
— Ahorcamos a su hermano como criminal de guerra. Matamos a su padre con nuestras bombas.
Volví a sentarme y, por extraño que pueda parecer, sentí el mismo alivio que al oír que Eileen no podía cenar conmigo. Tuve la clara sensación de que estaba en Saint Leonard, abismado en importantes decisiones que simplemente no podía tomar. En ese momento sentía desesperados deseos de estar en un avión a chorro que sobrevolara enérgicamente el Yalú. Allí arriba me sentía a salvo y aquí, en el Japón, horriblemente atado.
Como si volviera a la tierra desde otro mundo, miré a Joe y pensé:
¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo? ¡Lloyd Gruver, el número 44 de West Point, proponiéndole a un recluta que le concierte una cita con una muchacha japonesa!
Dije a Joe:
— Vámonos a tomar un poco de aire.
— ¿Por qué no? Iremos de parranda y Katsumi puede volver en tren.
En ese preciso momento yo habría podido eludir todo lo que siguió, pero exclamé:
— ¡No! ¡No he querido decir eso! Quiero ver el resto.
Luego pregunté:
— ¿Cómo se explica que Katsumi conozca a una actriz como ésa?
Joe se echó a reír, asió el bolso de su esposa y hurgó en él, hasta encontrar media docena de fotografías. Todas mostraban a la bailarina en alguno de sus famosos papeles: como torero español, gondolero veneciano, actor cómico de Broadway y samurai. Era siempre el hombre y parecía siempre devastadoramente femenina.
— Katsumi organizó un club de admiradoras -explicó Joe-. Comprende a las muchachas de Osaka que idolatran a Hana-ogi.
— ¿Cuál es el apellido de Hana-ogi?
Joe se lo preguntó a Katsumi.
— Se llama, simplemente, Hana-ogi. Es un nombre de teatro. Mi esposa está loca por ella. Hasta que Katsumi se casó conmigo, su espíritu era realmente infantil. Solía quedarse parada bajo la lluvia para ver a su diosa.
— Pero… ¿por qué?
— Mire, As. Supóngase que usted es una muchacha regordeta y tiene que trabajar como una esclava durante todo el día. Entonces aparece esa muchacha alta, esbelta y bella, que es famosa en todo el país y gana muchísimo dinero. Una actriz como Hana-ogi prueba qué puede llegar a ser una muchacha. Si usted asalta alguna vez la casa de Katsumi puede robarle las cazuelas y las sartenes, pero no esas fotografías. Katsumi las adora.
Katsumi comprendió nuestra conversación, pero nada dijo. Volvió a tomar en silencio las fotografías, las reintegró a cierto orden preferido y las guardó en su bolso. Luego explicó en un inglés desgarrado el argumento del segundo acto, que leyera en una de las revistas que "Takarazuka" les enviaba a sus fieles clientes. Contenía una gran sección gráfica, que me entretuve en hojear. Vi unas sesenta excelentes fotografías de las muchachas de "Takarazuka" fuera del escenario. Tejían, esquiaban, se paseaban o asistían a un concierto sinfónico. Gradualmente empecé a notar una distribución extraña. Las muchachas estaban siempre en parejas o grupos mayores, nunca solas. Y jamás aparecían con hombres. Las fotografías mostraban un mundo rico, victorioso y célibe, y recordé la insistencia de Mike en que un hombre sabio busca siempre el amor en un mundo así, porque, como él lo señalara elocuentemente, esas mujeres lo tienen todo menos el amor. Lo adiviné más que nada al ver las tres fotografías de la Fumiko-san de Mike. Era quizá la más fascinante de las muchachas de "Takarazuka", ya que lucía su indumentaria con un efecto deslumbrante y sus fotografías me brindaban un interés adicional por el hecho de que en todas ellas aparecía con Hana-ogi, la estrella del espectáculo ese día, y Hana-ogi, invariablemente, usaba ropa varonil… y, sin embargo, parecía la más femenina y deseable de ambas.
El segundo acto fue una experiencia sorprendente, ya que Hana-ogi demostró ser mucho más que una simple bailarina. Tenía una hermosa y nítida voz de cantante, una notable fuerza expresiva para las escenas dramáticas y un travieso sentido de la comicidad. Me incliné por delante de Katsumi y pregunté:
— ¡Joe! ¿Cree usted que esa muchacha podría triunfar en Nueva York?
Y él murmuró como respuesta:
— No conozco Nueva York.
Pero Katsumi oyó mi pregunta y comprendió aún antes que yo mi decisión de conocer a Hana-ogi ese día, de modo que en las tinieblas me tocó la mano y dijo:
— Después nosotros ir por sendero florido. Yo hacer hablar usted con Hana-ogi-san.
Cuando bajó el telón final de Butterfly me disponía de nuevo a marcharme, pero Katsumi murmuró:
— No, As-san. Ahora, todo tan hermoso…
Rápidamente, el telón se descorrió y apareció todo el elenco de las ciento veinte de pie, en espléndidos quimonos interpretando una canción de despedida. Una especie de estructura metálica se internaba entre el público y las estrellas bajaban y adoptaban posturas exactamente encima de nosotros. Nuestros asientos estaban ubicados en forma tal que Hana-ogi se paró muy cerca de mí y por primera vez la vi en ropa de mujer. Era adorable.
Es cierto que también era orgullosa y combativa y que sus nervios se hallaban excitados al término de una actuación muy larga. Pero, por encima de todo, estaba adorable en su momento triunfal. Su quimono, lo recuerdo, era verde y blanco.
Katsumi me condujo ahora por entre la multitud y llegamos al sendero florido y a la diminuta verja que franqueaban las muchachas de "Takarazuka" camino de Bitchi-bashi. Se había congregado para aplaudirlas una gran muchedumbre cuando aparecieron, y docenas de muchachitas carirredondas se apretujaban contra la verja, confiando en tocar a las grandes actrices; y cuando miré a aquéllas, me pareció increíble que alguna de esas regordetas figuras pudiese remplazar algún día a Fumiko-san o a Hana-ogi.
Entonces aparecieron las muchachas de "Takarazuka" de menor categoría y luego Fumiko-san y las bailarinas de falda verde y zoris de cuero. Finalmente, las actrices principales franquearon la verja mientras la multitud se empujaba contra ellas. Sobre las vociferantes cabezas vi a Hana-ogi. Nos miramos cautelosamente, como para comprobar si alguno de nosotros había sufrido algún ultraje; luego ella avanzó lentamente hacia mí a través de la gran masa humana. Mi admiración fue profunda: Hana-ogi era una espléndida mujer.
Katsumi disipó el hechizo asiéndola de las manos y parloteando en japonés. Finalmente, me dijo:
— Hana-ogi confía en que le haya gustado su trabajo.
La alta actriz me miró por encima del hombro de Katsumi y yo respondí tranquilamente:
— Me gustó la obra, pero no los marineros norteamericanos.
Katsumi le comunicó esto a Hana-ogi, quien se sonrojó y dijo algo, que Katsumi se mostró reacia a traducir.
— ¡Vamos, dilo! -insistió Joe.
— Hana-ogi decir que norteamericanos ser divertidos. No malos.
Katsumi se oprimió el vientre con las manos y sugirió así la risa.
— Aquello no era divertido -dije.
Hana-ogi captó mi intención y frunció el ceño, de manera que añadí rápidamente:
— Pero la danza de Hana-ogi-san fue maravillosa.
Imité la lucha de la actriz con los villanos y Hana-ogi sonrió.
Las demás admiradoras de Hana-ogi se apretujaron contra nosotros y dije torpemente:
— ¿Por qué no cenamos los cuatro?
Pero cuando Katsumi tradujo esto, Hana-ogi se irritó mucho, dijo algo áspero y echó a andar bruscamente por el sendero florido.
Entonces, durante una semana, tuve sueño tras sueño. La guerra de Corea debía haberme agotado más de lo que suponía, porque mi repentino relajamiento en el seudoempleo de Itami les permitió a mis nervios hallar su nivel. Éste no era alto, y sentí lo mismo que antaño en West Point, cuando nos disponíamos a jugar contra la Marina y yo estaba seguro de que estropearía las perspectivas de mi equipo. En otras ocasiones me veía de regreso en Saint Leonard, con una gran confusión en el espíritu, sin saber si quería o no ir a West Point.
A veces, de noche, me despertaba sobresaltado y me creía en un avión a chorro de caza que se precipitaba sobre el río Yalú y me esforzaba en recobrar el dominio de la máquina y de mí mismo. Luego, mientras permanecía tendido en la oscura noche japonesa, veía cruzar de prisa mi muro de la medianoche a la muchacha solitaria y exquisitamente bella que viera aquel primer día en el Bitchi-bashi y trataba de alcanzarla y de descubrir su nombre.
Pero al imaginar todas esas cosas me engañaba a mí mismo y lo sabía. Porque, inevitablemente, pensaba en Hana-ogi-san y la veía bailando, seguía las primorosas curvas de su adorable cuerpo, vislumbraba su rostro oval, que me sonreía con una diminuta sonrisa japonesa, y me preguntaba cómo podía estremecer tanto a un hombre la sola idea de una muchacha. En realidad, yo no había hablado con ella, nada sabía de su carácter ni de su personalidad, pero me dejaba hipnotizar casi voluntariamente por aquella extraña criatura. Mucho después debía reconocer que estaba creando la imagen del amor y que, sin esa imagen, un hombre podía vivir toda una vida íntegra y vacua.
Por ello todas las noches alimentaba mi delirio apostándome en el Bitchi-bashi para mirar pasar a Hana-ogi y sí, durante las horas anteriores, había empezado a preguntarme por casualidad si la actriz era realmente tan hermosa como yo la imaginaba, me bastaba con verla para disipar esa herejía. Era más deseable aún. El viernes volví a ver Butterfly, y durante el paseo final aplaudí tan ruidosamente que Hana-ogi tuvo que mirarme, pero no delató sentimiento alguno y apartó rápidamente la mirada. El sábado por la noche yo estaba realmente desasosegado y Mike Bailey me arrastró a otra cita secreta que tenía con Fumiko-san y me pasé la mayor parte de la velada interrogando a ésta sobre las muchachas de "Takarazuka", confiando en que me hablaría de Hana-ogi.
Fumiko-san dijo:
— Mi padre hombre famoso, pero matarse cuando Japón rendirse. No dinero, no esperanza para mí. Yo leer en periódico que "Takarazuka" buscar a nuevas muchachas. Yo peinarme todas las noches, estudiar baile, gritar con toda mi voz. Yo elegida y una noche yo trabajar diez horas diarias y pensar que ésa mi única posibilidad. Supervisor gustarle yo y yo ir a la Compañía Luna con Hana-ogi-san. Ella buena conmigo y yo interpretar papeles bien. Yo vivir dormitorio con las otras muchachas, pero pasarlo mejor cuando Compañía Luna ir a Tokio.
— ¿Usted está enamorada de alguien que vive en Tokio? -le pregunté.
— ¿Enamorada? ¿Cómo amar yo a alguien?
— ¿No se casará?
Fumiko-san me miró con aire zumbón y dijo:
— Yo muchacha "Takarazuka". ¿Qué otra cosa podía querer ser?
Su respuesta me asombró tanto que hice algo impulsivo que me asombró como a la propia Fumiko-san. Tomé sus manos en las mías y dije, en voz baja:
— Esta noche, cuando vuelva al dormitorio, usted debe hablar con Hana-ogi-san. Dígale que la amo y que necesito verla.
Fumiko-san retiró las manos y dijo, con aire consternado:
— ¡Nunca suceder! Hana-ogi-san nunca hablar con hombres. ¡Y con norteamericano! ¡Nunca suceder!
— Dígaselo -repetí, porque estaba convencido de que nadie podía bailar tan apasionadamente como Hana-ogi sin conocer los impulsos y los propósitos del amor.
Yo sabía que la actriz no podría negarse a verme.
A la tarde siguiente Joe Kelly fue a Itami y me dijo bruscamente:
— Mi mujer dice que usted debe venir a cenar con nosotros a las siete.
— No podré…
— Venga, As -dijo con aire fatalista aquel muchachito deforme.
— Ya he…
— No falte, Bub. Vendrá Hana-ogi.
EL AGUATERO: Muchachas japonesas lindas para besar… ¿verdad?
No recuerdo con exactitud cómo llegué esa noche a casa de Joe Kelly, pero cuando fui finalmente calle arriba al abandonar el canal, cuando vi por fin el pequeño edificio de madera y las puertas corredizas de papel, mi corazón latía fuertemente. Abrí con violencia las puertas e irrumpí allí, esperando ver a Hana-ogi parada en el interior. En cambio estaban Joe y Katsumi, quienes arreglaban cosas y preparaban la cena. Me dijeron que me sentara en el suelo, y desde esa posición observé a la enamorada pareja y se me ocurrió que yo nunca había vivido en una casa donde hubiera amor. Mis padres se querían en la forma necesaria y estoy seguro de que el general Webster y su mujer se amaban, pero se trataba siempre de amor para un objetivo final: el progreso en el Ejército, la posición social en Lancaster, los hijos. Ahora visitaba yo la casa misma del amor.
— Joe -pregunté, mientras esperábamos a Hana-ogi-. ¿Qué me dijo usted en Corea? Los maridos norteamericanos hablan de los clubs de campo y de los dientes que le salen al nene.
— Sí, pero si están casados con muchachas japonesas hablan de amor.
— Supongamos que usted volviera ahora al frente…
— ¡Dios no lo quiera!
— ¿De qué hablaría?
Joe mantuvo a distancia a Katsumi y dijo:
— Tema para esta noche, As. He luchado por obtener a esta niña y estoy satisfecho de lo que tengo.
Luego, le habló a Katsumi en japonés y ella prorrumpió en incontenibles risotadas. Empezó a meterse la mano en la boca, pero Joe le dio una fuerte palmada en la mano.
— Le juro, As, que es más fácil adiestrar a un perro.
Cuando decía esto, se abrió la puerta y entró Hana-ogi. Suavemente y con infinita gracia, corrió la puerta en pos de sí y se quitó sus zoris. Vestía un quimono azulgrís y su cabello estaba revuelto. Se quedó parada en silencio, tan silenciosamente que Joe y Katsumi no advirtieron su presencia; de manera que, mientras estaban de espaldas aún, me incorporé torpemente hasta ponerme de rodillas y me volví hacia ella, logrando ponerme de pie. Hana-ogi se echó a reír ante mi embarazosa situación, y el timbre de su voz era tan dulce que me vi forzado a inclinarme y a llevarme sus manos a los labios y a tratar de besarlas, pero cuando lo hice las retiró instintivamente y noté, con indescriptible emoción, que eran realmente de mármol. Me aparté para dejarla pasar y dije:
— ¡Cuánto me alegro de que haya venido!
No comprendió mis palabras, pero aun así asintió con aire de inteligencia y pensé que estaba menos irritada que cuando yo tratara de besarle la mano…, y, por mi parte, yo sabía que estaba más hermosa que cuando la viera en el escenario con ropa varonil.
Entonces Katsumi se adelantó presurosamente y abrazó a la actriz, mientras Joe la saludaba en un japonés chapurreado, lo cual la hizo reír de buena gana, y tuve la clara impresión de que Hana-ogi distaba de ser la retraída y hechicera muchacha a la cual yo miraba en el Bitchi-bashi, porque su amable buen humor era exactamente el que podía esperarse de una bondadosa y feliz muchacha campesina que trabajaba en la ciudad.
Pero yo sólo había visto dos aspectos de Hana-ogi y aquella muchacha era infinita, porque cuando le pregunté a Katsumi su apellido y Katsumi se sonrojó y dijo que no se atrevía a formular esa pregunta, insistí, y cuando Hana-ogi se la oyó traducir a Katsumi, se enojó muchísimo. Yo no podía comprender qué pasaba, pero Katsumi, sonrojándose con un ígneo rojo que asomaba sobre sus amarillas mejillas, dijo:
— Una muchacha de "Takarazuka" nunca revelar su verdadero nombre.
— ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Cuál es su verdadero nombre? -insistí.
Katsumi le habló a la actriz y las únicas palabras que comprendí fueron "Estados Unidos", y Hana-ogi se mostró muy solemne y habló con aspereza, después de lo cual Katsumi dijo:
— Ella no dirá su nombre. Ni yo misma lo conozco.
Joe la interrumpió y replicó:
— Eso es lo que pasa con todas las profesionales del Japón… las geishas… las rameras…
— ¡Un momento! -exclamé-. Esa muchacha…
Intenté asirle la mano, pero Hana-ogi se apartó de mí y Katsumi exclamó:
— Será mejor que comamos.
Fue una bonita cena oficial. Formulé media docena de preguntas, a ninguna de las cuales Hana-ogi contestó realmente y sólo hubo verdadera animación cuando Katsumi sacó a relucir un álbum con fotografías de Hana-ogi. Luego, ambas muchachas empezaron a hablar en un rápido japonés, rieron mucho y cantaron fragmentos de canciones de los famosos espectáculos en que Hana-ogi figuraba como estrella. Finalmente el hielo se derritió un poco y supe que Hana-ogi provenía del norte del Japón, donde una mujer de una aldea vecina había visto un espectáculo de "Takarazuka" en Tokio, sugiriendo que Hana-ogi se presentara a hacer un examen. El padre de la actriz había muerto durante las incursiones de los aviones de bombardeo "B-29" al Japón. A su hermano lo habían ahorcado por su conducta con los soldados norteamericanos en un campamento de prisioneros.
La buena voluntad de Hana-ogi para referirse a su familia me alentó a hablar y dije que yo había empezado bien en las Fuerzas Aéreas y que, con mis antecedentes, llegaría sin duda al grado de coronel y entonces todo dependería ya del azar. Añadí que, si alcanzaba la jerarquía de general, confiaba en serlo tan bueno como mi padre. Hana-ogi preguntó el nombre de mi progenitor, y cuando le respondí que se llamaba Harry Gruver, apodado Tiro Caliente, guardó silencio y Katsumi dijo:
— Todos los japoneses conocer a Gruver-san… Guadalcanal.
La velada volvió a tomar su cariz oficial.
Hana-ogi se levantó y dio a entender que debía irse. Me impresionaba profundamente el haberla visto y hablado con ella -aunque fuese por intermedio de una intérprete- y no quería dejarla ir. Dije:
— Katsumi, pídale que se quede, por favor.
Hana-ogi contestó algo áspero que Katsumi se negó a traducir. Cuando insistí, la mujer de Joe guardó un obstinado silencio y entonces invoqué a Hana-ogi, quien me miró con una tranquila y sumisa expresión nipona que no revelaba emoción alguna, pero me desafiaba a apartarla un solo ápice de su decisión. Lentamente, como una criatura de siete años, dijo:
— ¡Estados Unidos… no!
Adiviné en su "amable" réplica una férrea intención de odio, pero saludó inclinándose ligeramente, sonrió con una irritante satisfacción y me miró desde el umbral de la puerta corrediza.
— ¡Estados Unidos… no! -repitió con dulzura, pero mucho después de su partida yo recordaba aún su gracia al inclinarse junto a la puerta para calzarse sus zoris, la rara delicadeza con que se ajustó el quimono; por cuya razón, a pesar de la insistente aprensión de que me esperaban serias dificultades, decidí que sea cual fuere la opinión de Hana-ogi sobre los norteamericanos y las órdenes impartidas por el Campamento Kobe con respecto a las muchachas japonesas, yo volvería a verla.
Durante las dos noches siguientes, nada sucedió. Me aposté en el Bitchi-bashi para observar el desfile de las muchachas, y al ver que Hana-ogi, con la cabellera al viento, pisaba el otro extremo del puente, sentí que me martillaba el corazón como una de esas máquinas remachadoras con que se ajustan las alas de los aviones. ¡Dios mío! ¡Hana-ogi parecía una princesa medieval que salía de su palacio! Caminaba tan erguida, altanera y segura de sí misma… Y sus ojos negros brillaban como hogueras en su dorado rostro…
— ¡Hijo, le ha dado fuerte! -me previno Mike Bailey en la segunda noche.
— Veré a esa muchacha. Mañana.
— Hijo… ¿Toma eso en serio?
Me volví para mirarlo y me pareció un perfecto extraño.
— ¿Acaso no toma usted a Fumiko en serio? -pregunté-. ¿Quién empezó esto, después de todo?
— ¿Fumi-chan? -dijo él, riendo-. Hijo, un hombre de la Marina tiene que enredarse con una linda muchacha o no es de la Marina. Pero… ¿quién podría tomar en serio a una muchacha de "Takarazuka"? Ésas tienen serrín en el lugar del corazón…
— ¿Cómo es eso? -pregunté-. Hace poco me decía…
Mike se rascó la cabeza.
— En otros tiempos, un primo mío vino a pasar unos días conmigo en vísperas de un gran partido de baloncesto del colegio secundario. Miré a aquel feo renacuajo y me dije: "¡Diablos! No puede tener el sarampión." Pero lo tenía y me pusieron en cuarentena. Hijo, creo que tiene el sarampión.
Le respondí:
— Mañana por la noche tomaré por asalto ese Bitchi-bashi y conseguiré una cita con esa muchacha.
— Hijo -dijo Mike-. ¡Podrá no tener el sarampión, pero queda la rubéola!
Prudentemente se apartó del puente esa tercera noche y cuando las primeras muchachas de "Takarazuka" lo cruzaban, sentí que el corazón volvía a martillarme; pronto vi a Hana-ogi, acompañada por otras tres estrellas, y me adelanté y me planté entre las tres y tomé la mano de Hana-ogi, alcé hasta mis labios sus nudillos amarillos y los besé. Luego le dije:
— Tengo que verla.
Pero ninguna de las muchachas hablaba inglés y Hana-ogi retiró su mano y se dispuso a marcharse, pero a mí eso ya no me importaba, y por consiguiente la aferré del hombro, la hice girar sobre sus talones y la besé en los labios. Nuestros ojos estaban abiertos y recuerdo que en ese instante de locura no pude decidir si sus ojos eran oblicuos o no, pero eran negrísimos, como el cielo de noche.
Hana-ogi me rechazó, cruzó el puente y oí detrás de mí el murmullo de los japoneses y pensé: "¡Demonios, habrá escándalo y me someterán a Consejo de Guerra!", pero cuando me volví no vi animosidad. Los hombres reían y un viejo, con un haz de leña sobre la espalda, señaló a otras muchachas de "Takarazuka" que se acercaban por el puente y me hizo ademanes, alentándome a besarlas también, pero volví precipitadamente a los cuarteles de la Marina, donde Mike Bailey me recibió con un par de prismáticos de campaña y una broma:
— Eso estuvo bueno, hijo. La manera de abordar fue delicada.
— Prometí verla esta noche -contesté.
— As, no se deje dominar por ese asunto -dijo Mike-. Si quiere hacer una comedia con una linda actriz…, de acuerdo. Pero no se deje dominar por eso. Para serle franco, parecía tonto ahí, en el puente.
A los pocos minutos apareció un muchacho japonés con un mensaje para Mike, y mi amigo dijo:
— Fumi-chan quiere verme en el restaurante. Quiere que usted venga también.
Cuando llegamos allí, Makino-san, el cocinero, había oído ya hablar de mi conducta y me endilgó un sermón.
— Muy importante en Japón esas muchachas. Usted hacer mucho mal, As-san.
— ¿Qué dice? -pregunté-. Besé a una muchacha.
— A una muchacha de "Takarazuka" -dijo Makino-san, con aire de veneración.
Antes de que pudiera argumentar más, apareció Fumiko-san, lindísima y muy femenina. No lloró, pero arguyó conmigo y dijo que una cosa así podía ser la ruina de una muchacha de "Takarazuka" y que si Hana-ogi perdía su empleo, su madre y sus hermanas menores…
— Ella muy pobre, Hana-ogi -me dijo Fumiko-san.
— ¿Qué quiere usted decir? -pregunté.
— Ustedes los norteamericanos no saber qué significar pobre. Hana-ogi nunca probar carne hasta venir a "Takarazuka". Nunca tener un lindo vestido. As-san… ¿Usted no volverle a hablar, por favor?
Me dijo que la única posibilidad que se le había presentado en la vida a Hana-ogi -su única oportunidad de evadirse de una terrible pobreza- era "Takarazuka".
— Yo conocer a esa muchacha -dijo solemnemente-. Antes de ir al examen, ella no comer durante tres días para poder… ¿Cómo llamar ustedes…?
Señaló una ondulación permanente del cabello.
Dijo que existía ya la probabilidad de que Hana-ogi pudiera llegar a ser una de las raras afortunadas: la de que la conservaran en "Takarazuka" definitivamente como maestra de baile cuando pasaran sus días de actriz.
— Aquí hay una buena vida para Hana-ogi-san. No hay otra.
Le pregunté a Fumiko por qué corría el riesgo de ver a Mike Bailey y se echó a reír.
— Yo no ser gran actriz. Yo no ser muchacha pobre. Mi familia estar ganando mucho dinero de nuevo.
Luego suplicó:
— Usted no venir al puente ya, As-san. ¿Por favor?
Yo quería ver a Hana-ogi, quería ver esos ojos cerca de los míos y su dorado rostro oprimido contra mis labios, pero dije:
— Lo prometo.
Con gran sorpresa mía Fumiko-san me besó, inclinando su bella cara japonesa sobre la mesa.
— Norteamericanos ser tan buenos. Hasta cuando Hana-ogi venir esta noche a casa y decir "Norteamericanos no buenos", yo decirle ellos ser muy buenos.
Pero aunque cumplí mi promesa de no rondar el puente, eso no significó nada porque a la mañana siguiente Joe Kelly vino al aeródromo de Itami y dijo, con verdadera alegría:
— ¡De nuevo cena esta noche, As!
El corazón debió desangrárseme por los ojos, porque Joe se echó a reír y dijo:
— Sí. Hana-ogi vino a Osaka anoche, muy tarde, y conversó con Katsumi durante tres horas.
— ¿Qué dijo?
— ¿Cómo podría yo saberlo?
Y Joe desgranó una mezcolanza de palabras en japonés.
Ojalá yo pudiera sentir en el resto de mi vida la excitación que me poseyó esa noche. Me afeité en Itami, me lustré los zapatos y partí para Osaka. Poco me faltó para enloquecer en un diminuto taxi japonés. El chófer era todo sonrisas y dijo que sí, que entendía adónde quería ir yo, pero por lo visto fuimos a parar al infierno, y en mi desesperación tuve que recurrir a un chiquillo que nos guiara para volver a la estación principal y fui a casa de Joe a pie. Empujé la puerta corrediza y grité:
— Hana-ogi, yo…
Pero ella no estaba allí. Katsumi se hallaba sola, cantando para sí mientras preparaba la cena. Me senté en el suelo y observé sus ya tradicionales movimientos sobre los hornillos de carbón de leña que han usado durante siglos las mujeres japonesas. Para ellas no había abrelatas ni viandas congeladas. Cada plato era preparado laboriosamente a mano y mientras Katsumi ejecutaba esta antigua tarea, canturreaba viejas canciones y me parecía cada día más linda…, pero yo debía descubrir pocos minutos después hasta qué punto estaba más linda.
Porque el pequeño Joe Kelly entró impetuosamente en la casa, temblando de ira. Arrojó un paquete al suelo y gritó:
— ¡Ese hijo de perra del coronel!
Yo había oído desahogarse a Joe contra los oficiales e intenté calmarlo, pero esta vez Kelly tenía un motivo serio.
— ¡Ese bribón del teniente coronel Calhoun Craford! Me pisotea. Me pisotea todos los días.
Casualmente yo estaba observando a Katsumi junto al hornillo. No alzó los ojos, pero adiviné que una terrible tensión le recorría todo el cuerpo. Sus tobillos, en los blancos tabis, temblaban un poco y comprendí que temía desesperadamente por su hombre.
Porque yo había oído hablar de aquel Calhoun Craford, un canalla que odiaba a la gente de color. Joe dijo:
— Todos los hombres de este cuerpo que están casados con japonesas pasan las de Caín por culpa del bribón de Craford.
Katsumi, comprendiendo que ella era la causante de las dificultades de Joe, dejó el hornillo de carbón de leña y avanzó hacia el centro de la habitación. Empujó a Joe hacia un almohadón y le quitó los zapatos.
— Tú no venir sobre los tatamis con zapatos, Joe -dijo con dulzura.
Le trajo una diminuta taza de vino de sake y cuando él hubo bebido, lo condujo a la otra habitación, donde había un baño japonés, y pronto pude oír cómo se movía en la cuba el pequeño Joe Kelly, el muchacho del callejón sin salida, mientras su paciente esposa lo rociaba con agua fría y le frotaba la espalda. A poco, volvieron a mi lado y Joe se rascó bajo el quimono azul oscuro que le había hecho Katsumi. Y dijo:
— ¡Al diablo con el coronel Craford! Mire qué tengo.
Y sacó a relucir una botella de vino italiano, que Katsumi tomó de sus manos.
Luego, mientras oíamos el suave rumor de los zoris sobre las callejuelas de piedra, guardamos silencio y creo que Joe y Katsumi estaban tan excitados como yo, aunque sus corazones no podían martillar con la misma violencia. Las puertas de papel se descorrieron y apareció Hana-ogi en un quimono verde y oro, los labios entreabiertos por una sonrisa, los ojos centelleantes después de su caminata nocturna y el cabello negro como el azabache agitado por el viento que soplaba a lo largo del canal. Empezó a hablar, pero la atrapé en mis brazos y la besé. Esta vez ambos cerramos los ojos, pero cuando nos separamos finalmente -porque también ella me besaba- Hana-ogi se pasó el dorso de la mano por la frente y al parecer adivinó entonces que para una muchacha dedicada a "Takarazuka" y un hombre dedicado a la vida militar norteamericana, el amor sólo podía derivar en una tragedia y apartó mi mano de la suya, se quitó con delicado gesto los zoris, se sentó sobre los tatamis y le habló en voz baja a Katsumi, quien le dijo algo en japonés a Joe y ambos vacilaron, no sabiendo cómo traducir lo que acababa de decir Hana-ogi; entonces la actriz me tendió la mano y me invitó a sentarme sobre las esteras a su lado y finalmente Katsumi afirmó:
— Ella ya no enojada.
Después de la cena, Katsumi dijo:
— Joe, nosotros salir a pasear.
Hana-ogi no protestó y apenas se cerraron, deslizándose, las frágiles puertas, la tomé en mis brazos.
Nos quedamos sentados sobre las esteras, sin poder pronunciar una sola palabra. Puse mi dedo sobre su maravilloso rostro y dije:
— Lindo.
Pero ella no logró comprender. Me dio algunas instrucciones en japonés, pero sólo pude encogerme de hombros, y Hana-ogi se echó a reír y aferró el pulgar de mi pie y enderezó mis envaradas piernas y me dio una palmada en las rodillas, indicando que yo debía estar rígido después de haber permanecido sentado durante tanto tiempo a la usanza japonesa. Luego hizo, de su regazo, una almohada para mi cabeza y así continuamos nuestra conversación sin sentido sobre los tatamis.
A ambos nos resultaba evidente que volveríamos a encontrarnos muchas veces, pero cuando ella pasara a mi lado por el Bitchi-bashi no me miraría, y también era evidente que Hana-ogi se proponía que fuéramos amantes -pero no esa primera y silenciosa noche- y que, a medida que transcurrieran los días, postergaríamos una decisión tras otra hasta que finalmente alguna fuerza externa, como "Takarazuka" o el general Webster, interviniese para tomar las decisiones críticas para nosotros; pero cuando Hana-ogi me miró con sus serenos ojos, cuando sus maravillosas manos asieron mi rostro y sus piernas esbeltas y plenas de gracia se estiraron finalmente junto a las mías sobre las esteras de tatami, hubo respuesta por lo menos para una pregunta. Yo me había preguntado a menudo cómo un norteamericano que se respetara podía sentirse excitado por una muchacha japonesa. Ahora lo sabía.
Cuando llegó la hora de marcharse, Hana-ogi se negó a dejarse ver conmigo por la calle y tomó un tren para volver a Takarazuka. Joe me llevó a Itami, donde tomé el autobús a Takarazuka, pero algo debió retrasar el tren de Hana-ogi, porque cuando llegué a mi cuarto y contemplé el Bitchi-bashi, la vi cruzándolo a la luz de la luna de abril. Me lancé a la calle para hablar con ella, pero Hana-ogi pasó de largo altivamente y sus zoris de color cremoso flanquearon casi en puntillas las vías ferroviarias que llevaban a su dormitorio.
Esa noche no dormí gran cosa, porque al volver a mi cuarto encontré una carta que había traído un mensajero especial. Contenía un memorándum de rutina en que se me recordaban las órdenes impartidas poco antes por el Campamento Kobe, y al pie, en mayúsculas, leí: