SE PROHÍBE TODA EXHIBICIÓN PÚBLICA DE AFECTO

A UNA NATIVA JAPONESA POR UN MIEMBRO DE ESTE

COMANDO. Los OFICIALES NI SIQUIERA DEBEN APARECER

EN LAS CALLES EN COMPAÑÍA DE MUJERES DEL PERSONAL NATIVO.

Yo sabía que me veía enredado en una situación ridícula, porque no podía andar con Hana-ogi por la ciudad ni ella conmigo por su pueblo. Si el general Webster me sorprendía dándole cita a una japonesa me impondría una medida disciplinaria, y si la gente de Takarazuka se enteraba de que Hana-ogi le había dado cita a un norteamericano, la expulsarían de la Compañía Luna. La situación parecía plagiada de la comedia en que yo interviniera en Saint Leonard. En aquella ocasión yo encarnaba a un príncipe que procuraba impedirle a su sobrina que se casara con un maestro de escuela sin un solo centavo. El chico que desempeñaba el papel de maestro era un pobre diablo en la vida real y recuerdo que, en escena, me sentía bastante agraviado, pero aquello me sucedía a mí; y la señora Webster, quien me vigilaba, y la compañía ferroviaria de Takarazuka, al proteger su inversión, serían mucho más duros que un príncipe de Ruritania interpretado por un Lloyd Gruver de diecisiete años.

Aquella madrugada, durante unas dos horas de vigilia -de tres a cinco-, llegué a la conclusión de que todo aquel asunto era muy estúpido, pero cuando amanecía comencé a ver a Hana-ogi bailando a lo largo de la pared de mi cuarto, y sus actitudes clásicas, su taconeo y los gestos de su diestra me fascinaron tanto que sólo pude pensar en su ceñido cuerpo. Mis pensamientos estaban colmados por la gracia de sus movimientos, y al salir el sol me quedé dormido, sabiendo que en alguna parte, dentro del triángulo de las tres ciudades, nos encontraríamos.

EL VIEJO AGRICULTOR: Pongo cada gota de fertilizante contra el tallo de la planta a mano… para que no se pierda una sola.

Aquello sucedió inesperadamente. Un caluroso día de mayo, yo esperaba a Hana-ogi en el Bitchi-bashi, mas la muchacha no aparecía y me fui desconsolado a la estación del ferrocarril a comprar un billete para volver a Itami. Pero cuando me acercaba a la ventanilla vi a Hana-ogi, a pocos pasos de allí, con un billete en la mano, e impulsivamente, aunque estábamos en el corazón de Takarazuka, se me aproximó y fuimos a la taquilla y pedimos dos pasajes para un pueblecito situado en el término de la línea; ese hermoso día caminamos por primera vez por la antigua campiña japonesa.

Hana-ogi no sabía formar una sola frase en inglés ni yo en japonés; flanqueamos los arrozales y cruzamos los pequeños cerros que parecían senderos en miniatura junto a las zanjas de riego. Saludábamos con un movimiento de cabeza a las viejas que trabajaban en los campos, nos reíamos de los niños y mirábamos volar a los blancos pájaros. Hana-ogi vestía su quimono verde y blanco, y sus zoris color crema y ella misma era un ave: el viento de mayo atrapaba sus flotantes prendas de vestir y las ramas de los árboles le agitaban la delicada cabellera.

Adondequiera que íbamos, la tierra estaba atestada. Donde en Texas había un agricultor, allí había cuarenta. El camino de New Hampshire, que hubieran llenado tres personas, se abarrotaba aquí con cincuenta. No había campos abandonados ni arboledas ni musgosas riberas junto a los vagabundos arroyos. Sobre cada palmo de tierra había gente y por más que nos internáramos en la campiña, veíase cada vez en mayor número. Aprecio ese día más que ningún otro de mi vida porque descubrí no sólo el enorme amor de Hana-ogi, sino también su tierra, la trágica y condenada tierra del Japón, y de ella supe el secreto fundamental de su país: demasiada gente.

En Corea solíamos bromear sobre los reclutas que compraban muchachas japonesas de dieciséis o diecisiete años -en Japón un hombre podía comprar una muchacha en cualquier parte- y eso nos parecía una horrible calumnia a ese país, pero hoy he visto que siempre es posible hallar a un agricultor japonés ansioso de venderle su hija a un hombre bueno, porque si ella se quedara en casa y tuviera que luchar por su ración del escaso arroz de la fuente familiar, nunca lo pasaría tan bien como si se marchara con un hombre que pudiese comprarle arroz. Esa tarde vi explicados todos los problemas de los cuales solíamos reírnos por ser tan extraños, tan impropios de Estados Unidos. Los japoneses no eran distintos de nosotros. Los agricultores amaban a sus hijas como amaban a las suyas los agricultores de Iowa. Pero no bastaba la tierra. Nunca bastaba el alimento.

Le agradezco a Dios esa noche de mayo en que caminábamos entre los arrozales mientras nos zumbaban los grillos, porque de no haber visto a aquel hombre que trabajaba en su campo estoy seguro de que, al descubrir finalmente la verdad sobre Hana-ogi, yo no habría podido amarla ya; pero como había visto a aquel viejo y sus parcelas de tierra, la amé más aún.

El agricultor estaba parado en la encrucijada de donde partía un atajo del camino principal, dejando en el cruce una delgada faja de tierra inútil que, en Estados Unidos, habrían dejado cubrirse de bardana. En el Japón, ese triángulo trágico era el campo de un hombre, el sustento de la numerosa familia de un hombre. En esa noche de mayo el agricultor estaba inclinado sobre la tierra, cavándola hasta una profundidad de catorce pulgadas. Ponía respetuosamente a un lado la tierra extraída, hasta que su diminuto campo quedó excavado. Luego, mientras mirábamos tomó cada puñado de tierra y lo pulverizó delicadamente, dejándolo volver a su lecho. Tiraba a un lado los guijarros, ramitas y otras cosas extrañas y, en los dos días siguientes, aquel hombre removería el suelo palmo a palmo. No se habían hecho para él la grada o el arado, sino los dedos nudosos y la espalda agobiada.

Me cuesta hablar de estas cosas, porque no puedo explicarlas como me las explicó Hana-ogi. Señalando, por intermedio de gestos, de pequeñas pantomimas con el viejo, la muchacha me dio a entender que se parecía a su padre, salvo que el campo paterno -antes de que las bombas norteamericanas mataran a su progenitor- había sido un poco más grande. Pero su padre tenía nueve hijos.

Nos resultó evidente, con una evidencia sin réplica, a medida que el sol se hundía detrás de las colinas lejanas, que en un Japón terriblemente atestado de gente, Hana-ogi y yo buscábamos un lugar donde hacernos el amor. Ahora no pensábamos en japoneses ni en norteamericanos. Éramos unos seres humanos intemporales, sin nacionalidad ni lenguaje ni distinto color. Entonces comprendí la respuesta a la segunda pregunta que me desconcertara en Corea: "¿Cómo puede un norteamericano que ha combatido a los japoneses acostarse con una muchacha japonesa?" La respuesta era tan sencilla… Casi medio millón de nuestros hombres la habían hallado. Uno encuentra a una muchacha como Hana-ogi… y ni ella es japonesa ni uno es norteamericano.

Mientras caminábamos bajo la luz crepuscular, nos acercamos más el uno al otro. Hana-ogi me tomó la mano y también tomó mi corazón, y cuando las sombras de la noche se posaron sobre nosotros, buscábamos con más urgencia a un lado y otro. Ya no mirábamos a los pájaros blancos ni a los viejos agobiados sobre la tierra. Buscábamos un refugio -cualquier refugio- porque estábamos desesperadamente enamorados.

Recuerdo que, en cierto momento, me pareció ver un bosquecillo, pero eran casas, ya que no dejaban crecer árboles dispersos en el Japón. En otro momento, Hana-ogi me señaló un cobertizo, pero estaba ocupado. En el Japón, ni siquiera hay tierra libre para el amor.

Pero, finalmente, llegamos a una estructura que me era familiar, dos macizas estacas inclinadas y otras dos cruzadas sobre ellas en lo alto, como una enorme A mayúscula, roma en la cúspide. Era el símbolo intemporal de un altar sintoísta y allí había árboles, pero, como siempre, también había gente. Los miramos franquear la imponente A, detenerse silenciosamente ante el altar, dar tres palmadas, inclinarse y partir, mientras el desgarrado papel blanco y las ristras de arroz de su religión oscilaban apaciblemente al viento sobre ellas.

Hana-ogi me tomó de la mano y me condujo más allá del altar, hasta que llegamos a una herbosa ribera protegida por cuatro árboles. Los lugareños pasaban a tres metros de nosotros y los perros ladraban cerca. Del otro lado del montículo distinguíamos las vagas luces de las casas, porque no existía campo desierto, tal como yo lo conociera en Estados Unidos. No había un solo lugar sin gente. Pero, finalmente, tuvimos que hacer caso omiso de ellos y, cuando me dejé caer junto a Hana-ogi a la luz crepuscular de mayo, me pareció que nos observaban los millones de ojos del Japón.

Recuerdo vívidamente dos cosas que sucedieron. Yo no tenía la menor idea de lo que era un quimono y lo creía una especie de bata, pero cuando nos abrazamos y resultó claro que Hana-ogi se proponía que nos amáramos completamente, traté de desprender aquella finísima prenda, pero llevaba a otra y luego a otra y a otras más, y aunque no podíamos hablar, nos echamos a reír. Luego, repentinamente, no reímos más, porque yo me veía enfrentado con el segundo acontecimiento magno del día, ya que cuando a la moribunda luz del crepúsculo vi finalmente el exquisito cuerpo de Hana-ogi, advertí con sobresalto -aunque estaba preparado a aceptarlo- que me hallaba con una muchacha del Asia. Estaba con una muchacha cuyo cuerpo íntegro era dorado y no blanco y tuve un terrible instante de miedo y creo que Hana-ogi lo compartió, porque asió mi blanco brazo y lo alzó junto a sus dorados senos y lo examinó y apartó los ojos, y luego, con la misma rapidez, me atrajo hacia su corazón y aceptó al hombre blanco de Estados Unidos.

Finalmente volvimos a Takarazuka, y cuando nos acercábamos a ese hermoso paraje, pasamos a vagones separados y esperé durante largo rato, y sólo cuando Hana-ogi hubo desaparecido por el Bitchi-bashi, salí a las calles, dirigiéndome a los cuarteles de la Marina. Mike Bailey estaba tomando una ducha y cuando me oyó pasar gritó y me devolvió a la vida militar con un terrible golpe. Me dijo:

— La señora Webster me vio hoy en Kobe y me formuló una serie de preguntas.

— ¿Sobre usted y Fumi-chan? -pregunté con negligencia.

— No se haga el despistado, hijo. Sobre usted y Eileen.

— ¿Qué le dijo?

— No se trata tanto de lo que le dije como de lo que me preguntó.

Mike esperó a que yo le apremiara, pero grité abajo pidiendo que me trajeran un poco de cerveza fría.

— Me preguntó si andaba con una muchacha japonesa.

Se me atragantó la cerveza y Mike dijo con presteza:

— Naturalmente, dije que no. Eso no es cierto… ¿verdad?

Bebí otro trago de cerveza y medité largo rato sobre lo que debía decir. Luego, el apremiante deseo de hablar con alguien me venció y dije:

— He estado caminando con Hana-ogi. Hemos debido recorrer unos ocho kilómetros y estoy tan enamorado…

Mike era un buen muchacho con quien se podía hablar en semejante coyuntura. Se echó a reír.

— Me parece que soy un traidor al meterle en esto, As. ¡Qué diablos; se supone que soy yo quien está enamorado!

Eso me golpeó como una hélice que gira cuando uno no mira.

— ¡Dios mío, Mike! Para serle franco, estoy desesperado.

Mike volvió a reír y dijo:

— Un hombre no tiene por qué estar desesperado en el Japón. Si no puede hacerle el amor a Hana-ogi porque es actriz, siempre está la Tigre de Takarazuka. Mejores hombres que usted…

Empecé a decir audazmente:

— Pero nosotros…

Mi voz se extinguió y terminé débilmente:

— Las estrellas bajaron y me dejaron fuera de combate.

Mike Bailey me miró burlonamente y dijo, sin bromear:

— Mire, As. Sé mejor que la mayoría de los hombres que están aquí cuán dulce puede ser una muchacha japonesa. Pero no se enrede. Por el amor de Dios, As, no se enrede.

— Estoy enredado.

— La señora Webster dijo que los policías navales tienen instrucciones de arrestar a los oficiales a quienes vean dándole la mano al personal nativo. Bonita frase… ¿eh?

— Simplemente, me importa un rábano, Mike. ¡Al diablo con los policías navales y al diablo con la señora Webster!

— Estoy de acuerdo, As. Pero mientras yo hablaba en la principal división de tanques del general se acercó su hija y pude verla bien. ¡Por Dios, As! Esa muchacha es de una belleza enloquecedora. ¿Por qué tiene que enredarse con una actriz japonesa estando Eileen?

Dejé la cerveza y miré fijamente al suelo. Ésa era la pregunta que yo no le quería formular a Mike. Vi a Eileen tal como la conociera en "Vassar", alegre, vehemente, una camarada maravillosa. La vi ese invierno en Texas, cuando su padre era coronel en San Antonio y yo estaba en Randolph Field. ¿Por qué no me había casado con ella, pues? ¿Por qué había rechazado Eileen a los demás oficiales jóvenes e insistido en esperarme a mí? Me sentí como el locutor que formula las preguntas importantes al fin de cada programa radiotelefónico sobre los corazones destrozados, pero sabía que podía hacer funcionar mi receptor al día siguiente y no conseguir a pesar de todo las respuestas.

Miré a Mike y dije:

— No lo sé.

Mike me preguntó, sin ambages:

— ¿Le tiene miedo a las mujeres norteamericanas?

— No había pensado en eso -respondí.

— Entre una cosa y otra he pasado aquí largo tiempo -dijo Mike-. He visto a muchos hombres entusiasmados con esas japonesas… ¡Al diablo! En eso no me las daré de superior a los demás. A mí me pasa lo mismo. Francamente, y bromas aparte, As, yo preferiría, por cierto que sí, casarme con Fumiko-san a casarme con Eileen. Pero lo que me pregunto es… ¿Por qué son ésos sus sentimientos?

— Mis sentimientos no son ésos. Por lo menos, si lo son no estoy enterado. Pero… ¿por qué le sucede eso a usted?

— En mi caso, el asunto es muy claro. Una cosa lo explica todo. ¿Se hizo frotar la espalda alguna vez por una muchacha japonesa? No hablo de una criada de la casa de baños, fíjese bien. Eso es sencillo. Me refiero a una muchacha que le amara realmente.

— ¿Qué tiene que ver con eso el frotar de la espalda?

— As, o entiende o no entiende.

— ¿Adónde quiere ir a parar?

— Quiero decir que hay centenares de maneras de que se entiendan los hombres y las mujeres. Algunas de esas maneras dan resultado en Turquía, otras en China. En Estados Unidos hemos creado las nuestras. Lo que quiero decir es que, a todas ellas, prefiero la japonesa.

Mike se echó a reír y vio que yo no comprendía muy bien, por lo cual dejó con estrépito su vaso de cerveza y gritó:

— ¡Perfectamente! ¡Una pregunta fácil! ¿Se imagina a Eileen Webster frotándole la espalda?

La pregunta era extravagante, un tiro en las tinieblas realmente infernal, pero evoqué inmediatamente a la regordeta y pequeña Katsumi Kelly la noche anterior al llevar a su dolorido y derrotado marido al baño, al golpearle la nuca, al traerle su quimono y al asegurarle tranquilamente que su amor era más importante que cualquier cosa que el teniente coronel Calhoun Craford pudiese hacerle, y vi al bajito y deforme Joe Kelly resucitando como un hombre completo y sentí grandes temores -como Mike Bailey- de que Eileen Webster no pudiese y no quisiese hacer eso por su hombre. ¡Oh! La alegraría enfadarse y librar una batalla a fondo con el teniente coronel Craford, o conseguir un empleo y ayudarme a ganar lo suficiente para que yo pudiera decirle al teniente coronel Craford que se fuera al infierno, o hacer un millón de cosas más, reveladoras de su capacidad; pero no la creí capaz de tomar a un hombre herido y devolverle su integridad, ya que mi madre, en treinta años de vida conyugal, nunca había hecho por mi padre, que yo sepa, el sencillo acto curativo que hiciera Katsumi Kelly por su hombre la otra noche.

Mike lo dijo por mí. Se echó a reír y declaró:

— El Japón tiene muchas cosas malas. Pero las mujeres japonesas no figuran entre ellas y su punto de vista sobre el amor me conviene.

Luego agregó:

— Pero me fastidia que sea usted quien tome todo eso en serio. Porque las Fuerzas Aéreas nunca le dejarían casar con una japonesa…

— ¿Cómo me lo impedirían?

— Ya lo vería. Es uno de sus hombres jóvenes de talento y pondrían en juego toda clase de presiones…

— ¿Quién habla de matrimonio?

Mike suspiró.

— Más vale así. A juzgar por su manera de empezar, hablaba de matrimonio.

— Dije que estaba desorientado.

— También yo lo estaría si me enredara con dos mujeres como Eileen y Hana-ogi.

Mike quedó pensativo y añadió:

— Eso es muy extraño. Yo nunca habría elegido a Hana-ogi. ¡Es siempre tan masculina…! Ahora que lo pienso, nunca la he visto con ropa de mujer. ¿Y usted?

Pensé en el raro encanto de Hana-ogi y empecé a hablar con tanta veneración que Mike, asustado, dijo:

— As, sé perfectamente que está pensando en el matrimonio, y eso será difícil. Hijo, será difícil.

Insistí en que yo no sabía lo que estaba pensando, pero se me solucionó el problema en forma imprevista. Katsumi y Joe aparecieron a la tarde siguiente en el aeródromo y Katsumi cuidó de todo. Con tono vacilante, me dijo:

— Le hemos encontrado una casa, As.

— ¡Una casa!

— Sí, una pequeña casa.

— ¿Para qué quiero una casa?

— ¿Dónde podrán estar, si no, Hana-ogi y usted?

— Espere un…

— ¿Usted no ama a Hana-ogi?

— Claro que la amo, pero…

Llamé en mi ayuda con la mirada a Joe, quien sonrió y dijo:

— Cuando una muchacha japonesa lo ama a uno, As, el asunto es algo positivo. ¿Cómo cree que he conseguido mi casa?

— Hana-ogi podría verse en dificultades… -les dije.

Katsumi me miró con aire incrédulo y replicó:

— Cuando Hana-ogi venir a nuestra casa a verlo, As-san, significa que ella quererlo. Cuando ella ir al altar sintoísta, eso significar lo mismo. ¿Dónde hacer el amor ustedes? ¿Aquí, en Itami? No lo creo. ¿En el Club de Oficiales de Kobe? No lo creo. ¿En Takarazuka? ¡No!

Yo estaba pronto a desechar todo el asunto cuando Katsumi me mostró un mapa donde se advertía que nuestra casa no estaba lejos de la suya. Luego dijo, con aire grave:

— Hoy, Hana-ogi muchacha número uno de "Takarazuka". Ella trabajar muy fuerte para eso. Usted ser bueno y no decirle a nadie que amar Hana-ogi. Ella hacer algo muy peligroso al venir Osaka por usted.

— Si es tan peligroso…

— Pero ella decirme siempre que trabajar fuerte por creer que algún día encontrar…

Katsumi se sonrojó y no pudo continuar; esperé, pues, a que cobrara valor y entonces murmuró:

— Hana-ogi muchacha alta. No muchacha pequeña y gorda como yo. Largo tiempo soñar con encontrar a un hombre alto… como usted.

Debí revelar mi desilusión al pensar que me habían elegido por la talla, porque Katsumi dijo:

— Ella encontrar muchos hombres altos, pero ninguno valiente como usted… Ninguno bastante valiente para pararse muchas veces en el puente para verla.

Esto fue lo que dijo Katsumi y, cuando se iba, agregó:

— Hana-ogi venir a su nueva casa esta noche a las siete.

Yo estaba ahora en la onda de aire que mueve tan velozmente la hélice del avión y donde las cosas suceden con tanta rapidez que uno no tiene tiempo de abrir el paracaídas. Iba sin rumbo, tropezando, y todos mis pensamientos sobre las órdenes del general Webster, mis progresos en el servicio y mis primitivas ideas sobre el enemigo japonés giraban en un torbellino de confusión. Pero estaba decidido a una cosa. Iría a aquella casa de Osaka en las primeras horas de la tarde y la limpiaría, y abarrotaría los estantes de alimentos y la convertiría en un hogar.

Sin embargo, a las tres y media me llamaron a una reunión urgente y eran casi las siete cuando llegué a Osaka. Fui por la calle principal hacia donde mi canal se desviaba a la derecha y seguí el angosto sendero hasta llegar a un pequeño almacén, donde compré un montón de comestibles. Luego tomé aliento profundamente y salí bajo la luz crepuscular de mayo.

Cuando me acercaba a mi casa, vi que la puerta corrediza estaba abierta y por ella brotaba una brillante luz, y contemplé un espectáculo que nunca olvidaré: una nubecilla de polvo seguida por el levísimo rumor de una escoba. Hana-ogi había venido presurosamente a la nueva casa a fin de limpiarla para mi llegada.

Me lancé a la habitación, arrojé los alimentos al suelo y la tomé en mis brazos. La besé furiosamente y oprimí sus doradas mejillas contra las mías, pero en vez de la lluvia de besos que preveía, ella me repelió, señaló mis zapatos y gritó:

— ¡Oh, Rroyd-san7!

Durante un momento quedé desconcertado y ella se arrodilló y empezó a desatar mis ultrajantes zapatos. Rápidamente le impedí que lo hiciera, y entonces Hana-ogi levantó las viandas que yo dejara caer y cuando las puso sobre el estante vi que ella, con su propio dinero, había abastecido ya la cocina.

Sobre el hornillo hervía una marmita y miré su contenido; luego me volví con presteza y vi que Hana-ogi estaba limpiando mis zapatos y los ponía en el rincón. Di tres pasos, la alcé y la alejé de aquéllos y la llevé al centro de la habitación, donde me quedé parado mirando a mi alrededor con aire impotente, hasta que Hana-ogi se echó a reír y con su expresiva cabeza indicó un armario que abrí de un puntapié, soltándose así una cama plegable. La estiré lo mejor posible con los pies y puse delicadamente sobre ella a Hana-ogi. La muchacha cerró durante un momento sus oblicuos ojos, luego miró y sonrió y me atrajo a su lado.

LECCIONES FÁCILES DE INGLÉS, 1879: Su siempre devoto y humilde servidor.

En los días siguientes recordé a menudo las novelas que leyera sobre los marineros norteamericanos e ingleses que se enamoran de muchachas isleñas y sobre cuán idílico era eso. Pero aquellas detestables novelas terminaban invariablemente con el gran beso y no se me había ocurrido que, después del gran beso, esos amantes isleños debían haber tenido cosas de que hablar. Pero… ¿cómo hablaban sin el auxilio de ningún idioma? ¿Cómo demonios hacían para hablar entre sí?

No creo que quienes han vivido siempre en su país puedan comprender lo tirano que es el lenguaje, hasta qué punto dependemos de él. Durante las tremendas semanas que siguieron, cuando los capullos de mayo florecían junto a nuestro canal, había ocasiones en que yo me desgarraba casi la garganta tratando de encontrar alguna manera de expresarle un sentimiento a Hana-ogi. Está muy bien el que uno indique los ojos de una muchacha y dé a entender que son hermosos, pero si siente que se le dilata el corazón con sólo oír que ella se acerca silenciosamente costeando el canal, si siente temblar de noche la tierra cuando ella trae nuestra blanda almohada a la cama mientras coloca a su lado su propia almohada de lona llena de salvado de arroz, siente que debe hablarle o se morirá.

Sólo conozco cuatro frases japonesas. Ichi ban significa número uno y la he usado interminablemente. Al ver por primera vez desnuda a Hana-ogi, se me escapó una exclamación entrecortada ante su sorprendente belleza y exclamé:

— Ichi ban.

Cuando Hana-ogi preparaba una buena comida, aquello era ichi ban. Cuando vio en el periódico una fotografía del presidente Truman, le dije:

— El ichi ban de Estados Unidos.

Y cuando en cierta ocasión ella insinuó que sus pechos eran demasiado pequeños, protesté:

— Ichi ban! Ichi ban!

Yo conocía también la frase Domo arigato gozaimasu, que significa "gracias". La usaba a cada momento y es curioso hacer notar cómo llegó a significar tanto para nosotros esa expresión de cortesía. Nos estábamos profundamente agradecidos porque habíamos corrido riesgos insólitos, y por eso, en todo lo que hacíamos, se notaba una ternura extraordinaria. Cuando yo abría la cama plegable, solía decir: Dom'arigato. Pero más a menudo usaba la frase completa. Estaba en un país de cortesías donde se me había tratado con gran cortesía.

Desde luego, yo conocía las palabras japonesas takusan y sukoski, que significan "mucho" y "poco", respectivamente. Todos los norteamericanos que estaban en Japón usaban esas palabras como comentario final sobre una infinidad de temas. Esos vocablos me parecen extraños cuando los escribo, porque en japonés la letra "u" no se pronuncia cuando va unida a la "k" y se decía taksan esto y skoski aquello, así como se decía Ta-ka-raz-ka y skiyaki en vez de sukiyaki. Recuerdo que en cierta oportunidad me conmovió profundamente algo que había hecho Hana-ogi y señalé mi corazón, puse sobre él la dorada mano de la muchacha y exclamé:

— Takusan, takusan!

Y di a entender que por ella aquello había llegado a ser takusan después de haber sido sukoski durante tantos años.

Y, finalmente, yo conocía la más extraña de las frases japonesas: Ah, so desu-ka! Se abreviaba usualmente bajo la forma de Ah, so!, y significaba lo mismo que habría significado en inglés, o sea "Ah, conque es así". También se abreviaba bajo las formas Soka, Soda y Deska y yo usaba éstas para todo. A menudo oía conversar a Hana-ogi y a Katsumi, y una de ellas narraba algo y la otra repetía reiteradas veces, en la forma más plañidera: Ah, so desu-ka! Ah, so desu-ka! Todos reímos a mandíbula batiente cuando Joe encontró un artículo norteamericano en que una famosa periodista neoyorquina decía que hasta la emperatriz del Japón se estaba americanizando porque hablaba un poco el inglés. "¡Mientras yo hablaba con la emperatriz, ésta hacía a cada momento un gesto de asentimiento y al mismo tiempo decía con toda claridad: Ah, so!›

Por su parte, Hana-ogi había aprendido poco más o menos la misma cantidad de inglés. Como para todas las muchachas japonesas, su frase favorita era Never hoppen! 8. Sabía decirlo con el más delicioso ingenio y destruir eficazmente cualquier idea engreída que yo hubiese tratado de formarme, pero en cierta ocasión, cuando dije que ella vería algún día Nueva York, me respondió con tono categórico:

— Never hoppen.

Una segunda frase que la muchacha usaba mucho era una que aprendiera de Katsumi y que también se había popularizado en todo el Japón: I don't think so 9. Hana-ogi tenía dificultades con la th y esa frase de clásica duda era pronunciada usualmente así: "I don'sink so."

Pero si Hana-ogi tenía dificultades con th, su conflicto con la l y la v y la f era interminable. En sus espectáculos de "Takarazuka" había aprendido unas pocas frases norteamericanas que le gustaba usar conmigo en momentos imprevistos, pero estaban tan mutiladas a causa del limitado alfabeto fonético del idioma japonés, que a menudo yo debía pensar dos veces para captar su sentido. En cierta ocasión, al término de una larga noche, en que nos habíamos acostado tras limpiar nuestra diminuta casa, me aferró en sus brazos y exclamó: Oh, Rroyd! I rub you berry sweet! 10 Yo no estaba preparado para su emoción ni para su pronunciación y durante un momento terrible poco me faltó para reír, y entonces contemplé sus dulces y encantadores ojos rasgados y vi que estaban llenos de lágrimas y nos sentamos sobre los tatamis mientras amanecía y la muchacha me dijo, con signos y besos y extrañas medias palabras, que nunca había creído que ella, Hana-ogi -dedicada a "Takarazuka" y que no sabía otra cosa- descubriría un día qué era… Se interrumpió y no encontramos palabras para rematar el pensamiento. Luego, ella se levantó de un salto y exclamó:

— Te haré café.

Y asió la cafetera.

Es cierto que la circunstancia de no poder hablar hacía más poderoso nuestro amor físico, allí sobre las esteras de tatami, pero cuando eso había pasado, cuando uno estaba tendido sobre el oscuro piso y oía rumor de pisadas junto al caminito del canal, ansiaba desesperadamente hablar de cosas corrientes, y en cierta ocasión pensé en lo que había dicho Joe y lamenté no poder hablar con Hana-ogi del club de campo o de la dentadura del nene o de cualquier otra bagatela… como la noticia de que Katsumi-san iba a tener un hijo. Yo quería hablar de ese hijo, de su probable aspecto, de si sus ojos serían japoneses, de si viviría bien en Estados Unidos, pero sólo pude poner mi mano sobre el duro y liso vientre de Hana-ogi y murmurar:

— Katsumi-san takusan… takusan.

Y ella me retuvo la mano allí y replicó:

— Quizás algún día Hana-ogi takusan.

Y nos miramos y creo que ambos orábamos para que algún día Hana-ogi fuera takusan.

La cuestión de las plegarias nos causaba ciertas dificultades, como a Joe y a Katsumi. Joe, como buen católico, sintió repulsión cuando Katsumi instaló en el hogar de ambos un altar sintoísta, completo y con los símbolos necesarios para orar. Hubo algunas palabras acaloradas y el altar fue desmontado, pero no creo que Hana-ogi consintiera en renunciar a su fe sintoísta, porque cierto día, al llegar a casa, descubrí que la muchacha había instalado en nuestro hogar tres altares independientes: uno sintoísta, otro budista y otro católico. Traté de explicar que yo no era ninguna de las tres cosas, pero ella afirmó que estaba dispuesta a ser de las tres por mí. Le pregunté por qué honraba tanto al sintoísmo como al budismo y dijo que muchos japoneses eran ambas cosas y que algunos eran también cristianos, y a ella no le parecía extraño, ni mucho menos, atender fielmente los tres altares, y noté que le prestaba tanta atención al mío como a los otros dos.

Resultaba tan imperativo el que conversáramos el uno con el otro, que ambos esperábamos con verdadero deleite las visitas de Joe y Katsumi y yo me alegraba cuando Katsumi escapaba a la vigilancia de Joe y venía a nuestra casa para rezarles a sus dioses sintoístas a fin de que su vástago fuera varón y fuerte. Cada vez que aparecía, Hana-ogi y yo lanzábamos un cúmulo de preguntas sobre las cosas más triviales. Yo decía:

— Dígale a Hana-ogi que me gusta más sal en todas mis verduras.

Aunque parezca mentira, yo no había logrado darle a entender con exactitud una idea tan simple. Y Katsumi respondía:

— Hana-ogi quiere saber… ¿Usted comió alguna vez pulpo?

— ¿Era eso lo que trataba de decirme Hana-ogi? -exclamaba yo.

Y yo repetía la palabra "pulpo" y Hana-ogi me decía cuál era el equivalente japonés y así poseímos otra palabra que compartir.

Pero el acervo de significados aumentaba tan lentamente que yo solía mirar con envidia a los soldados norteamericanos que habían logrado dominar el idioma del país. En cierta ocasión, al comprar comestibles, encontré a un rudo joven de Texas, con su muchacha japonesa, y ambos discutían por unas manzanas. Finalmente, él preguntó, con aire de disgusto:

— Hey! Whatsamatta you? 11 La linda japonesa tomó aliento, empezó a temblar furiosamente y abofeteó al tejano en plena cara. Luego, con los brazos en jarras, preguntó:

— ¡Whatsamatta contigo! ¿Tú me dices whatsamatta a mí? ¡Yo te whatsamatta a ti primero!

El soldado se echó a reír y agarró una caja de caramelos, diciendo, con una reverencia:

— Tú mi amiguita ichi ban. Yo regalo a ti. La muchachita le pasó el brazo por el hueco del suyo, ladeó la cabeza y le preguntó si la creía linda:

— Steky-ne?

Él la besó y exclamó:

— Tú muy steky-ne para mí, nena.

Envidié a la pareja, porque ambos se habían creado un lenguaje propio y éste les permitía transmitirse con exactitud su afecto. Como los chiquillos que se niegan a molestarse en conocer el idioma, desconocían tanto el japonés como el inglés y vivían en un delicioso mundo propio.

Volví con mis compras y pregunté:

— Hana-ogi… ¿Qué es steky-ne?

Ella meditó durante un momento y luego puso el dedo sobre el dibujo particularmente atrayente de su quimono y dijo:

— Steky-ne.

Supuse que se refería a su bordado y señalé otra parte del quimono y pregunté:

— Steky-ne?

Pero ella agitó la cabeza.

Yo estaba perplejo, de modo que ella meditó y tomó mi dedo y lo paseó por el contorno de su maravilloso rostro oval, dejando mi mano contra su mentón y preguntó:

— ¿Tú creer… steky-ne?

Y entonces comprendí qué significaba esa palabra y besé a Hana-ogi con pasión y murmuré:

— Steky-takusan-takusan-ne.

Pero cuando pasaron los días y nos enamoramos cada vez más desesperadamente el uno del otro, descubrimos que era imposible convivir tan apasionadamente sin una mejor comunicación de las ideas; y empecé a aprender un poco de japonés y Hana-ogi -que despreciaba a los norteamericanos y lo que le habían hecho al Japón- asistió a regañadientes a una clase de inglés. Compró un libro de conversación que estudiaba todos los días durante el viaje de ida y vuelta en tren a Takarazuka y una noche me ofreció su primera frase completa en inglés. Apelando a todo su valor como una colegiala que recita a Milton, tragó saliva, me sonrió y declamó:

— Mira, el postillón ha sido fulminado por el rayo.

Estas palabras me causaron tal impresión que estallé en una risa incontenible y vi que Hana-ogi se petrificaba lentamente de odio. Yo me había reído de sus mejores intenciones. Yo, al fin, era un norteamericano.

Me levanté rápidamente del suelo para disculparme, pero cuando vio que avanzaba hacia ella, huyó. Aferrando su libro de inglés, lo hizo trizas y arrojó los fragmentos. Pisoteó las páginas que habían caído a sus pies y gritó en japonés al hacerlo.

Finalmente, atrapé sus manos y la besé. Oprimí su cabeza contra la mía y cuando empezó a sollozar, sentí deseos de arrancarme la lengua. Aquella cruel incapacidad de hablar era mortífera para nosotros y nos estábamos convirtiendo en gente extraviada en un vacío de ideas… Éramos amantes que no podían amar, y cuando Hana-ogi había tratado de atravesar ese vacío -humillándose a sí misma y renunciando a odiar al enemigo-, yo me había burlado de ella.

Entonces comprendí que no debía permitir ya que las palabras nos separaran. Levanté en vilo a Hana-ogi, la llevé a la cama y colocando sus hermosas piernas hacia el fuego, acerqué su cabeza a mi corazón y empecé a hablarle con mis propias palabras, prescindiendo de que las entendiera o no. Esa noche dije:

— ¡Hana-ogi! ¡Hana-ogi! Te amo con toda el alma y toda la mente. He sido un yermo desierto… He sido un hombre que pilotaba un avión extraviado en las lejanías del cielo y nunca conocí hasta hoy a un ser humano. Ahora he llegado a un país extraño, estoy entre gente a quien odié en otros tiempos y te he encontrado y te he arrebatado a esa gente y te he llevado a una casita y te he hecho allí un rincón del paraíso. Hana-ogi, si te he herido por mi ignorancia, debes azotarme en las calles de Osaka, porque mi corazón está en tus manos y si tuviera que herirte, me destruiría a mí mismo. Ya sea que me comprendas o no, estas palabras son para ti.

Y la besé.

Supongo que la muchacha comprendió lo que yo le había dicho, porque con su semblante oprimido contra el mío habló en voz baja, en japonés, y creo que se liberó de las pasiones acumuladas que atormentaran su corazón golpeado por las palabras. Cerré los ojos y escuché el maravilloso sonido de su voz cuando pronunciaba las extrañas y angulosas sílabas de su idioma nativo. Dijo una palabra que parecía ser algo así como hoshimashita y miré y la pronuncié y ella se echó a reír y me besó en los labios para hacerlos callar mientras completaba su frase. No usó una sola de las palabras que yo comprendía, pero la intención de sus pensamientos se transparentó no sé cómo y comprendimos que estábamos más enamorados el uno del otro que nunca.

A partir de esa noche, Hana-ogi y yo nos hablamos mucho y descubrimos que, en el amor, lo que se dice tiene mucha menos importancia para la persona que escucha que para la persona que habla. Si yo quería decirle que los días se hacían más largos y que lo había notado por primera vez el año que pasara interno, cuando muy joven, en una base del Ejército en Montana, lo decía y me resultaba maravilloso, porque entonces recordaba mis sentimientos de la adolescencia -la gran pureza de la vida y su grandeza- y tenía un corazón más grande con que amar y Hana-ogi me hablaba de su infancia y de cómo soñaba con ir a Tokio y de cómo, al llegar allí, aquello le había parecido mucho más pequeño que lo imaginado. Yo sólo entendía un poco de lo que se proponía decir Hana-ogi, pero comprendía una cosa con sorprendente claridad: cuando ella hablaba de esas cosas durante largo tiempo, era más linda de lo que para mi fantasía podía ser una mujer. Creo que en las largas noches de conversación, en la cama, sobre las esteras de tatami, nos acercamos más a compartir en forma definitiva dos vidas humanas de lo que me será posible nunca. Vedado el uso de las palabras, empujamos nuestros corazones hacia la comprensión y comprendimos.

A la mañana siguiente de la noche en que Hana-ogi destrozó el libro de inglés recogí las mutiladas hojas para quemarlas, pero al hacerlo noté que el libro había sido publicado en 1879 por un erudito japonés a quien el inglés había impresionado profundamente, por lo visto, durante los maravillosos días iniciales en que el Japón le abriera las puertas a la ilustración occidental. La primera frase de ese caballero "para el uso de las jóvenes cuando comienzan una conversación en público" era la épica frase de Hana-ogi: "Mira, el postillón ha sido fulminado por el rayo", y aunque estoy seguro de que el viejo erudito no se lo había propuesto, aquella frase se convirtió en la clave verbal de un hogar norteamericano-japonés. Cada vez que se presentaba una dificultad, Hana-ogi recitaba:

— ¡Mira, el postillón!

El libro concluyó por intrigarme y alisé algunas de las demás páginas que contenían perlas tales como "La maleta de mi padre está en la habitación de mi madre". Hana-ogi me preguntó qué significaba eso y traté de explicárselo, pero cuanto más me esforzaba en lograrlo más tonto resultaba todo aquello, hasta que nos ahogó la risa: y recuerdo haber pensado, mientras Hana-ogi me cosquilleaba en las caderas, en el folleto del Ejército expedicionario norteamericano sobre el Japón, donde se decía: "Los japoneses no tienen sentido del humor."

Pero la frase que me cautivó plenamente fue la primera que debía usarse en un té oficial "cuyos participantes no se conocían bien". El profesor aconsejaba lanzar esta granada: "Al camello lo llaman a menudo el barco del desierto." Me pareció que esta frase era la esencia del Japón; pocos japoneses habían visto un camello y a nadie podía interesarle menos el aspecto de un camello que a las muchachas presentes en el té, pero quedaba en pie, obstinadamente, él hecho de que al camello solían llamarlo "el barco del desierto", y por lo tanto esa frase se consideraba un comienzo tan bueno como cualquier otro. Traté de explicarle a Hana-ogi qué ridículo era todo aquello, pero se esforzó mucho en mostrarme, con ademanes, cómo camina el camello por la arena y parece un barco que se balancea y cómo ese animal puede prescindir durante muchos días del agua y cómo hay dos clases de camellos, una con una giba y otra con dos. Traté de contener ese diluvio de informaciones, pero ella me asió de la mano y me arrastró por la callejuela a casa de Katsumi, donde ambas hablaron enérgicamente en japonés y Katsumi sacó su baúl y Hana-ogi hojeó las revistas hasta encontrar una con su retrato en la portada y dentro había media docena de fotografías suyas en el papel de un noble bandido árabe, en una fantasía del desierto llamada El jeque de plata. Luego Hana-ogi le encargó a Katsumi que tradujera y Katsumi dijo:

— Pero al camello lo llaman en realidad el barco del desierto.

Me mordí el labio y señalé una fotografía de Hana-ogi en una indumentaria flotante y dije:

— Ichi ban, ichi ban.

Pero Hana-ogi la examino y movió negativamente la cabeza. Señaló otra y dijo:

— Muy lindo.

Y aquella fotografía la presentaba en un perfil más favorecedor.

LA ESPOSA DEL PRIMER OFICIAL: Cuando los norteamericanos compran ropa interior para las muchachas japonesas, su aspecto es siempre tan conmovedor…

En ocasiones, durante la larga primavera de ese año, yo solía volver a meditar sobre la pregunta de Mike Bailey: ¿Amaba yo a Hana-ogi por temor a las mujeres norteamericanas? A primera vista la pregunta me había parecido ridícula. Es verdad que yo temía el incesante dominio de una suegra como la mujer del general Webster, pero no temía ciertamente a Eileen, salvo cuando mi prometida imitaba a su madre, y, que yo sepa, nunca les había tenido miedo a las norteamericanas en general. En realidad siempre me habían gustado muchísimo y, que yo recuerde, nunca se había realizado un baile en West Point o en cualquiera de las bases de las Fuerzas Aéreas sin que yo concurriera…, y, casi siempre, con una amiguita mía. Llegué a la conclusión de que las mujeres norteamericanas no me asustaban. Pero entonces apareció el problema de los weekies y ya nunca volví a sentirme tan seguro.

Yo había notado que, durante unos días, Katsumi-san trataba de hablar conmigo a solas y supuse que confiaba en que yo quizá conociera algún procedimiento especial para que ella pudiese entrar en Estados Unidos. Como no podía ayudarle traté de rehuir la discusión de aquel triste asunto, pero finalmente Katsumi me atrapó y me preguntó:

— Comandante… ¿Usted mi amigo ichi ban?

— Sí.

— Entonces… ¿quizás usted comprarme weekies?

— ¿Qué son los weekies?

— Usted ir al "P.X.". Por favor, As. Yo no poder comprar weekies.

— ¿Por qué? -pregunté-. Todas las esposas consiguen tarjetas para el "P.X.".

Recuerdo que Katsumi guardó silencio, como si no quisiera revelar las dificultades de Joe, pero como insistí en interrogarla, dijo:

— Coronel Craford no darme pase. No dar pase a ninguna esposa japonesa. Él odiarnos. Él odiar a Joe por haberse casado con japonesa.

Esto me causó pena y eché a andar por la gran avenida donde estaba el "P.X." de Osaka, pero a poco me detuve y volví a la callejuela.

— ¡Katsumi! -exclamé-. ¿Qué demonios son los weekies?

Ella volvió a su sitio las puertas corredizas y trató de explicármelo, pero pronto se sintió cohibida y sólo dijo:

— Por favor, Gruver-san. Quiero ser igual que cualquier muchacha norteamericana. Quiero hacer a Joe takusan feliz.

Entonces emprendí la marcha.

En el "P.X." dos altos guardias se encogieron de hombros cuando pregunté dónde estaban los weekies y yo habría renunciado al encargo, pero me fastidiaba que una mujercita tan dulce como Katsumi fuera agraviada en esa forma. De modo que busqué hasta hallar a uno de esos funcionarios japoneses supereficaces que están sentados junto a su escritorio y siempre parecen saber algo. Cuando lo consulté, frunció visiblemente el ceño y dijo:

— Quinto piso, sección cuatro.

Hablaba lentamente, luchando con cada una de las letras difíciles; por eso, su respuesta sonó así:

— Jinto piso, setión juatro.

Subí en ascensor al quinto piso y comprobé, con gran malestar, que allí vendían ropa femenina. En todo el piso sólo había tres hombres, soldados que compraban cosas para sus muchachas. Pero había casi cien esposas norteamericanas y cuando me vieron en aquella sección, se mostraron ultrajadas en forma unánime. Yo era, evidentemente, otro norteamericano enredado con alguna japonesa vulgar y había venido a comprarle sus cosas de nilón o un vestido o algún otro regalo como parte de mi precio por ella. Empecé a sonrojarme al ver que me seguían miradas de disgusto y murmuré:

— Te has metido en camisa de once varas, imbécil.

Me detuve ante el mostrador de las medias y una descarada japonesa me dijo, con vivacidad:

— A usted no se le permite comprar cosas de nilón, comandante, a menos que tenga la tarjeta de su esposa.

Junto al mostrador había media docena de esposas de oficiales y éstas sonrieron con indulgencia. Dije tranquilamente:

— No necesito nilones. Quiero preguntarle dónde están los weekies.

Las norteamericanas se echaron a reír inmediatamente y me sentí agradecido cuando la japonesa dijo, con exagerada cortesía:

— Ahí, comandante.

Señaló la sección que contenía la ropa interior de seda, mientras las mujeres que estaban detrás de mí volvían a reír.

Supongo que habría sido más simple degollarme allí mismo. Las miradas no hubieran sido más duras ni mi confusión mayor. Pero me encaminé, tratando de llamar la atención lo menos posible, al mostrador de encaje, donde, como obedeciendo a un convenio previo, las vendedoras atendieron antes a todos los demás. De modo que mientras permanecía parado allí, tratando de mirar algún lugar indefinido de la pared, pero viendo siempre sin poderlo remediar corpiños o ceñidores, oí la conversación que se desarrollaba a mi alrededor, pronunciada expresamente para que yo la oyese.

La esposa de un oficial dijo:

— Supongo que esas muchachas atrapan a muchos de nuestros hombres.

Otra observó:

— Nunca les he visto hacer grandes esfuerzos por conservarse libres.

La primera replicó:

— Comprendo a los reclutas y a las japonesas. Es probable que ellos no hayan conocido a ninguna muchacha decente en Estados Unidos.

La segunda admitió:

— Pero resulta imposible comprender cómo puede un oficial degradar su uniforme.

Afortunadamente apareció una vendedora y dije:

— Quisiera unos weekies.

Las norteamericanas se echaron a reír y la vendedora dijo, con el sonsonete profesional usado por las muchachas japonesas:

— ¿Pequeño, mediano o grande?

Tragué saliva y pregunté:

— ¿Qué son los weekies?

Esto causó un verdadero estallido de carcajadas, al cual se plegó la japonesa.

Ésta se inclinó debajo del mostrador y sacó una caja abierta de cartón que contenía una pila de pantalones de nilón color de rosa. Aferrando uno de ellos, lo agitó en el aire y preguntó:

— ¿Pequeño, mediano o grande?

Ahora se habían congregado más mujeres en torno del mostrador y hubo una explosión de incontenida hilaridad. Supuse que no podía suceder nada peor y dije:

— Me llevo ésos.

Después de estas palabras, la risa fue histérica y la japonesa se cubrió la boca por un momento y luego me mostró el cinturón de los pantalones que tenía en la mano.

— Comandante, los weekies son uno para cada día de la semana 12.

Y me mostró que en el cinturón estaba bordada la palabra "Jueves".

Con frenesí, indiqué toda la pila y dije:

— Me los llevo todos.

Pero la vendedora dijo:

— Ésas son solamente las muestras. ¿Pequeños, medianos o grandes?

Desesperado, traté de imaginarme el aspecto de Katsumi. Mi cerebro estaba dolorosamente en blanco y señalé a ciegas a otra vendedora japonesa y dije:

— De su tamaño, supongo.

Detrás de mí, una de las mujeres murmuró con dulzura:

— ¡No recuerda el tamaño de la muchacha!

Miré los rostros de las compatriotas que me rodeaban. Eran duros y angulosos. Rostros de mujeres impulsados por fuerzas externas. Se parecían al de mi victoriosa y desdichada madre, o al de la poderosa señora Webster, o a los rostros presurosos y desolados que se ven en cualquier calle de Estados Unidos cualquier tarde a las cuatro y media. Eran rostros eficientes, bien maquillados, reveladores de decisión, colmados por un gran infortunio. Eran rostros de mujeres cuyos hombres las habían decepcionado. Quizás esos desagradables semblantes del "P.X." de Osaka soportaran una carga desusada, porque los rodeaban a diario las crueles pruebas de que muchos norteamericanos preferían los rostros más suaves y más humanos de muchachas japonesas como Katsumi Kelly.

Cuando pagaba a la vendedora, oí decir a la primera esposa de un oficial:

— Todas las muchachas japonesas que viven con soldados norteamericanos se enloquecen por cualquier cosa que las haga parecer más norteamericanas.

La segunda se volvió para mirar cómo me alejaba y agregó:

— Inclusive por los hombres norteamericanos.

Pero cuando yo abandonaba a aquellas mujeres duras y amargadas y pasaba entre el círculo de sus fisonomías glaciales e inexorables, vi cerca del ascensor a una muchacha norteamericana que habría podido ser Eileen Webster. Era hermosa y fresca y perfecta y estuve a punto de proferir un grito de dolor al pensar que algo debía haber sucedido en la vida norteamericana para alejarnos a hombres como Mike Bailey y yo de muchachas tan deliciosas.

UN MONJE BUDISTA 1794: Esta campana nos la regalaron las muchachas de Yoshiwara.

Como ahora sé que el secreto del amor es la comunicación, quisiera poder contarles exactamente cómo aprendimos a hablar Hana-ogi y yo en esos exquisitos primeros días de amor, pero no recuerdo cómo lo hicimos. Recuerdo, eso sí, la noche en que traté de preguntarle a Hana-ogi qué significaba su nombre. Yo estaba descalzo y vestía el barato quimono azul y blanco tan usual en el Japón. Estaba sentado de espaldas a la frágil pared, con los pies torpemente tendidos sobre el tatami. Traté de expresar esta idea: "¿Qué significa Hana-ogi?" Pero no lo conseguí, porque las dos únicas palabras que ella comprendió fueron what (que) y su propio nombre, y naturalmente sospechó que yo quería saber sus intenciones. De manera que, con minúsculos gestos y muchas señales, indicó nuestra pequeña casa de gran amor y dijo que sólo deseaba estar allí conmigo, oírme chapotear en la cuba, preparar nuestras comidas sobre el reluciente hornillo: y que, cuando cerraba de noche las puertas de papel, quería encerrarnos dentro y que el mundo se quedara fuera.

Yo seguía sentado en silencio contra la pared y ajusté mejor el quimono a mi alrededor, saboreando los delicados pensamientos que ella había expresado por ambos. Pero luego intenté de nuevo explicarme, y esta vez ella gritó:

— Ah, so desu-ka! ¡La otra Hana-ogi! Sí, Rroyd-san. Yo decir.

Ahora yo querría explicarlo, pero no puedo. Sin saber casi nada de mi idioma, aquella extraordinaria muchacha se las compuso para contarme la historia siguiente, mientras yo me acurrucaba contra la pared, con las rodillas contra el mentón. Bailó algunas de las frases, expresó con pantomimas otras y dijo algunas más en un japonés tan expresivo que pude, poco más o menos, comprender su sentido. Y he aquí la historia que me contó: Cerca de Tokio, en un pueblecito, había una vez una muchacha de gran belleza. Nadie sabe su nombre, pero debía llegar a ser con el tiempo Hana-ogi, la prostituta más famosa de la historia del Japón. Cuando niña vivía con su madre viuda, pero pronto resultó evidente que su único porvenir posible estaba en las verdes casas de Yoshiwara, el antiguo barrio rodeado por altos muros que está junto a los pantanos de Tokio, donde adiestraban a las muchachas a quienes no querían las familias de los agricultores para convertirlas en deslumbrantes y cultas cortesanas.

Su vieja madre vendió a Hana-ogi cuando aquella criatura poco común tenía siete años, y durante ocho, esa niña, cada vez más hermosa, sirvió a las cortesanas renombradas de "Ogi-ya", la casa verde que ella debía hacer más tarde la más famosa del Japón. Mientras usaba aún sus obi atados detrás con sus largos cabos, significando que era virgen, las demás muchachas le enseñaron las habilidades de su oficio: y al cumplir los quince años, Hana-ogi abandonó para siempre su verdadero nombre, se ató los obi delante y recibió a su primer cliente.

Éste era un joven de Odawara y se enamoró tan desesperadamente de Hana-ogi que solía rondar la escalinata de "Ogi-ya" hasta cuando no tenía dinero para entrar. Perplejo, observó cómo se convertía Hana-ogi en la mujer más cotizada de Yoshiwara, y en esa época había allí otras cuatro mil. Hana-ogi se hizo famosa por sus poemas, exquisitos suspiros del corazón y delicados recuerdos de la vida agrícola en que el temprano rocío de la mañana empapaba los arrozales. Los sacerdotes, en los templos, solían hablarles a los fieles de aquella santa muchacha que no pensaba en comprar su libertad de las casas verdes, sino que le mandaba todo el dinero a su vieja madre. Los días festivos Hana-ogi iba a un templo budista conocido con el nombre de Templo silencioso, porque no tenía una campana que registrara los días memorables, y una noche Hana-ogi encabezó a una procesión de miles de mujeres que salieron de Yoshiwara llevando una campana de bronce para aquel templo silencioso. Era el don de Hana-ogi a los sacerdotes, que eran tan pobres como ella.

Su fama llegó a ser tan grande que vinieron visitantes de la China para conocer a aquella gloria de Nihon. (Mi Hana-ogi reirá vez llamaba a su país Japón y nunca Nippon.) Los poetas escribieron sobre ella célebres canciones. Los hombres próximos al shogun o general en jefe venían a hablar con Hana-ogi, y sobre todo los pintores del efímero mundo, los tallistas que vivían cerca de Yoshiwara, hacían muchos retratos de ella. Hoy, en los museos de Kioto se pueden ver unas tres docenas de retratos famosos de Hana-ogi. Cuando los veo, dijo mi Hana-ogi, creo que esa inmortal mujer está hablando por mi intermedio a través de los años y cobro valor.

Ahora, siempre que los grandes hombres del palacio del shogun y los pintores de fama mundial estaban con Hana-ogi, el joven enamorado de Odawara observaba también, y en una primavera, cuando los cerezos iban a florecer, raptó a Hana-ogi de las casas verdes. Nadie sabe dónde se ocultaron aquellos dos seres felices. Nadie podría decir si nacieron hijos de su amor. Los años pasaron y la mala suerte llegó a la casa de "Ogi-ya". Los hombres ricos y los pintores ya no venían allí y los sacerdotes de los templos vecinos no recibían ya regalos de Hana-ogi. Los retratos de la inolvidable muchacha se vendían en grandes cantidades, por que todos querían conservar algún recuerdo de la mujer más linda que hubiese producido el Japón.

Luego, cierto día, hubo un estallido de gloria. (Aquí, la verdadera Hana-ogi, la gracia personificada, asumía una suerte de belleza dogmática al mimar un inverosímil desfile.) Hana-ogi había vuelto a las casas verdes. Tenía treinta y cuatro años, y estaba más hermosa que nunca, más majestuosa. La precedían varias muchachas llevando flores. Un ministro la seguía, con aire orgulloso. Dos hombres sostenían sombrillas sobre su cabeza y Hana-ogi vestía un exquisito quimono azul, con ricas vestiduras flotantes de púrpura, y los geta que tenía sobre sus pies pasaban de los veinticinco centímetros de altura. A los cinco días los pintores más grandes del Japón habían realizado magníficos cuadros del jubiloso regreso de Hana-ogi y podemos ver aún los majestuosos desfiles, a la extraña y maravillosa mujer volviendo a su extraño mundo.

¡Era la edad de oro! En esos días se cantaba y había largas pláticas y bellos cuadros y hermosas mujeres y Nihon nunca estuvo tan alegre. Y la reina de la edad de oro era aquella muchacha campesina, Hana-ogi. Ésta nunca explicó su ausencia, nunca dijo qué había sido de su amante, pero la gente adivinó que todos los japoneses se habían cansado de ella y la habían ultrajado. Hana-ogi vivió en "Ogi-ya" durante muchos años, y cuando fue demasiado vieja para seguir atendiendo a los visitantes, desapareció un buen día y nadie volvió a oír hablar de ella.

Mi Hana-ogi viviente juntó las manos y se dejó caer al suelo.

Me espantaba semejante final de un relato tan vigoroso y exclamé, levantándome de un salto:

— ¡No! ¡No! ¿Qué fue de Hana-ogi?

Tardé algún tiempo en explicarme, y entonces mi bella narradora japonesa me miró absorta y sorprendida y dijo:

— En Nihon muchas muchachas. Cada vez nuevas muchachas en "Ogi-ya".

Grité que lo sabía, pero… ¿qué había sido de Hana-ogi? El adorable rostro oval me miró con aire confuso y dijo:

— Hana-ogi convertirse muchacha vieja. (Y contrajo las líneas de su rostro y señaló la ausencia de una muela.) Ella vieja, ella irse.

— Pero… ¿adónde? ¿Adónde se fue?

Mi Hana-ogi viva se encogió de hombros. Luego, adivinando mi decepción, trazó el signo de un templo budista y fingió tañer la campana que la antigua Hana-ogi comprara con sus pocas monedas y dio a entender que sin duda aquella mujer, la más gloriosa de la historia del Japón, había sido echada de "Ogi-ya" cuando se le rompieron los dientes y que quizá se hubiera instalado cerca de los peldaños del templo para pedir limosna.

Yo sentía un intenso dolor en el corazón y me arrodillé en el suelo junto a mi Hana-ogi, quien huyera de su prisión por su amante y cuyo futuro era tan incierto como el de su predecesora. Entre nosotros había un enorme vínculo de ternura, y esto era el comienzo concreto de mi decisión de no abandonar jamás a aquella singular mujer, a aquel tierno milagro pleno de gracia.

No preví las consecuencias de esa determinación, pero me las explicó en parte un hecho ocurrido tres noches después. Como a cualquier marido y cualquier esposa, hasta nuestro perfecto hogar nos pareció enclaustrador y quisimos ir a un cinematógrafo, pero esto no era fácil. Hana-ogi sabía que podían arrestarme si yo aparecía en las calles con ella, y yo sabía, por mi parte, que ella tendría serias dificultades si la veían conmigo; por lo tanto Hana-ogi salió antes por nuestras puertas de papel y yo la seguí a los cinco minutos y nos reunimos en el salón en sombras y nos tomamos de la mano como cualquier pareja de enamorados flamantes, que se felicitan mutuamente de haberles dado esquinazo a las damas de compañía. Pero nuestra buena suerte no duró, porque aquella película se refería a la Legión Extranjera francesa que atacaba un fortín del desierto, y cruzaba la pantalla con pesado andar una larga caravana de camellos y Hana-ogi murmuró:

— ¡Barcos del desierto!

Y yo me eché a reír tan ruidosamente que ella concluyó por taparme la boca con la mano y exclamó:

— ¡Rroyd-san! Alguien vernos.

Tenía razón. La gente nos miraba absorta y dos mujeres reconocieron en Hana-ogi a la gran estrella de "Takarazuka", y cuando se encendieron las luces, esas mujeres cruzaron el pasillo y le pidieron un autógrafo y Hana-ogi no tardó en verse rodeada de muchachas.

Salimos precipitadamente por una puerta lateral; Hana-ogi huyó sola por una calle apartada y cuando llegué a casa la encontré sentada en silencio en el suelo, la cabeza gacha. Me dijo que siempre había presentido que algún día nos descubrirían y que no estaba asustada. Tendría que abandonar "Takarazuka", pero quizás encontrara trabajo en el cinematógrafo. O bien había ciertos teatros de Tokio que podían ofrecerle trabajo. Y agregó:

— Yo no asustada. Pero gustarme mucho mucho "Takarazuka".

Le sugerí que quizá lo mejor era que me abandonara y no siguiera haciendo peligrar una brillante carrera, pero Hana-ogi, con los ojos siempre fijos en el suelo, dijo tranquilamente algunas palabras que significaban lo siguiente:

— Siempre me propuse trabajar en el teatro hasta después de los cuarenta años porque envejeceré lentamente y, cuando concluyan mis días de actriz, pensaba remplazar a Teruko-san, que fue la más grande de las bailarinas clásicas que haya tenido "Takarazuka" y nos enseña ahora los pasos clásicos. Pero cuando vine aquí, Rroyd-san, sabía el peligro que corría, y si mañana fuera ayer, vendría aquí de nuevo.

Creo que fue eso lo que se propuso decir Hana-ogi y me inquietó profundamente la responsabilidad con que yo había cargado y mi decisión de no abandonarla jamás, pero cuando ella advirtió mis silenciosos temores puso su suave mano sobre mi rostro y dijo:

— Esta vez, ser la única que yo estar enamorada. Yo no interrumpir nuestro amor un solo día antes…

Hana-ogi simuló una gran catástrofe con un gesto, como si el mundo se hubiese derrumbado. Me abrazó y caímos sobre la cama y la desnudé y su esbelto cuerpo amarillo brilló a la luz de la luna como una hebra de oro caída sobre mi almohada; empezó a lloriquear y dijo:

— Yo no decir verdad. ¡Oh, Rroyd-san! Yo miedo. Yo no querer irme de "Takarazuka". Yo no querer estar sentada junto al templo… mendigando… vieja… con dientes caídos. Pero si yo dejarte ahora, nunca encontrar valor para volver. Yo nunca amar ya a nadie. Nunca, nunca. Yo no querer estar sola. Yo querer dormir aquí, contigo.

Hana-ogi puso junto a mi cabeza su dura y diminuta almohada, rellenada de salvado de arroz y no hablamos más, porque estábamos descubriendo, como tanta gente, que los caminos del amor son a menudo terroríficos cuando la jornada ha concluido y uno no puede dejar ya de escudriñar las perspectivas del futuro.

Pero al día siguiente Hana-ogi me dio una prueba del valor que decía no tener. Estábamos comiendo pescado frito y arroz cuando se descorrieron nuestras puertas y entró la hermosa Fumiko-san. En Hana-ogi se operó un extraño cambio y pareció que no -estaba ya en nuestra pequeña casa, sino de regreso en el escenario de "Takarazuka" y comprendí hasta qué punto formaba parte desesperadamente de su ser aquel teatro. Fumiko había venido, según, dijo, a ponernos en guardia. Un periodista de Osaka, al vernos en el cinematógrafo, le había informado al supervisor, quien no reprendió esa tarde a Hana-ogi confiando en que recobraría el buen sentido antes de que él se viera forzado a una acción oficial. Fumiko-san dio a entender que el supervisor le había pedido que hablara con aquella brillante estrella que tanto tenía que perder si insistía en su indiscreta actitud.

La noticia trastornó profundamente a Hana-ogi y comprendí que ambas muchachas habían formado, desde hacía mucho tiempo, una pareja de protección mutua y se habían defendido siempre en pareja de las dificultades y derrotas de su profesión. Antes Fumiko se había encontrado con un norteamericano que hiciera peligrar su carrera besándola en público y Hana-ogi había protestado. Ahora le tocaba a Fumiko dar la voz de alarma. Las dos exquisitas muchachas conversaron durante largo tiempo en japonés y supuse que estaban evaluando los diversos riesgos implícitos en la situación, pero los argumentos de Fumiko no prevalecieron y se fue con los ojos llenos de lágrimas. Cuando Fumiko-san hubo cerrado las puertas, Hana-ogi dijo, con sencillez:

— Me quedo.

Discutí con ella los posibles riesgos de esta decisión, y poco me faltó para hacer míos los argumentos de Fumiko; y por ello Hana-ogi se interrumpió repentinamente, se paró frente a mí y me preguntó:

— ¿Será mejor que me vaya?

Como grité que no y la besé, ella clausuró la discusión diciendo:

— Me quedo.

En su boca había una expresión firme al decir esto y me sentí sorprendido, porque había llegado a considerarla el radiante símbolo de todo lo que había de mejor en la mujer japonesa: la paciente aceptadora, la tierna camarada, la entretenida amante. Pero cuando Hana-ogi exhibía su férrea voluntad, yo meditaba que durante las generaciones de mujeres japonesas había existido también interminablemente esa necesidad de ser firmes, de no llorar, de no revelar dolor. Tenían que cumplir los trabajos propios de un hombre y soportar crueles privaciones, pero seguían siendo las mujeres más femeninas del mundo. Ahora que yo conocía a las extrañas mujeres japonesas, veía la contradicción en todas partes. Katsumi iba a tener un hijo cuando no sabía cómo cuidaría de él ni bajo qué bandera: sin embargo, era ella quien mantenía los bríos de su familia. Hana-ogi había hecho peligrar su carrera para pasar unos pocos meses en una casita junto a un canal con un hombre que nunca podría casarse con ella. Estaban las muchachas a quienes yo veía con sus soldados norteamericanos, las mujercitas doblegadas por el peso de los ladrillos y la argamasa que llevaban al noveno piso de un edificio en construcción, las viejas harapientas que tiraban de los arados mejor que los caballos y las esposas jóvenes que llevaban tres niños, amamantando a uno, con otro amarrado a su espalda y con el tercero dando los primeros pasos detrás de ella. Llegué a la conclusión de que ningún hombre podía comprender a las mujeres antes de haber conocido a las del Japón, con su increíble combinación de incesante trabajo, interminable sufrimiento y cordialidad sin límites… así como yo no habría conocido jamás los perfiles del amor si no hubiese vivido en una pequeña casa donde solía alzar los cobertores de mi lecho a ras del suelo para ver allí el esbelto y dorado cuerpo de la eterna mujer. Ahora yo comprendía por qué diez mil soldados norteamericanos habían desafiado las iras de sus comandantes y de su país para casarse con mujeres semejantes. Comprendí por qué se suponía que existían muchos miles de niños norteamericano-japoneses en las islas. Comprendí por qué alrededor de medio millón de norteamericanos habían vagabundeado por las angostas callejuelas en busca de las casas pequeñas y del gran amor.

TENIENTE CORONEL CRAFORD: ¡Maldito amante de las negras!

Esa noche no pude dormir. Me inquietaba el problema de Hana-ogi, aunque, si se tiene en cuenta el curso ulterior de los acontecimientos, debía preocuparme el mío. Sabía que había hallado a la única mujer cuya sola presencia a mi lado en las sombras de la noche me hacía a un tiempo entero y valeroso. Alrededor de las cuatro de la mañana golpeé la almohada desazonado; Hana-ogi se despertó, me tanteó la frente y dijo:

— ¡Rroyd-san, tú enfermo!

Se levantó de un salto del lecho y me atendió como si yo fuera un niño; no tuve la entereza de decirle que temblaba de fiebre porque la imagen que ella me pintara de una vieja acurrucada junto a un templo budista me había hecho ver pesadillas.

Hana-ogi me refrescó la frente y rodeó nuestros cuerpos de sábanas secas y me dormí convencido de que ambos nos evadiríamos en alguna forma de las inevitables consecuencias de nuestros actos. Pero cuando desperté estaba tiritando de nuevo, no de fiebre sino porque me sentía ultrajado. Junto a nuestro lecho estaba parado el teniente coronel Calhoun Craford, un hombre rubicundo y ventrudo que aborrecía a todos los seres humanos del mundo salvo ciertos metodistas de su montuoso rincón de Georgia. Su rostro redondo y sanguíneo parecía una calabaza podrida al mirarnos fijamente.

— Bueno -dijo arrastrando la voz, con un acento irritante- usted lo pasa muy bien aquí, comandante.

Asestó un puntapié al cobertor y Hana-ogi se subió la sábana al cuello. Entonces Craford se tornó purpúreo y gritó:

— ¡Levántese de ahí, comandante, qué diablos! El general tendrá noticias de esto.

Empezó a andar briosamente por la habitación, derribando cosas, y me levanté de un salto del lecho, pero antes de que pudiera hacer algo, Craford me arrojó a la cara mis pantalones y me gruñó:

— ¡Bonito espectáculo está dando! El hijo de un general viviendo con una negra…

Con un sentimiento casi anticipatorio, recordé la violenta amenaza de Joe Kelly una noche en que volviera a casa vencido: "Algún día mataré a ese gordo bribón." Sentí que si el teniente coronel Craford decía una sola palabra más en esa habitación, yo me adelantaría a Kelly en esa tarea. Creo que él lo adivinó, porque miró con desdén a Hana-ogi, acurrucada bajo la sábana, y salió con majestuosos pasos por las puertas de papel. Las puertas temblaron al franquearlas.

Cuando el teniente coronel Craford me hizo entrar en la oficina del general Webster en Kobe, el viejo no escatimó las palabras.

— ¿Qué diablos significa eso, Lloyd? -dijo con vocablos demasiado fuertes para que yo los repita-. ¡Un hombre excelente, limpio, de alta posición como usted! El hijo de un general del Ejército de Estados Unidos… viviendo con una vulgar…

Permanecí inmóvil, aguantando el temporal. Webster no mencionó a Eileen, pero, evidentemente, me regañaba en su nombre. Su hija había quedado en ridículo. A su mujer la hacían pasar por tonta. Y yo había ultrajado el decoro militar.

El general gritó:

— ¿Firmó usted el documento que le enviamos, acusando recibo de mi orden sobre las exhibiciones públicas de afecto con personal nativo?

— Sí, señor.

— ¿De modo que conoce el contenido de esa orden?

— Sí, señor.

— ¿Pero desafió la orden?

— No, señor.

El general estalló.

— ¿Qué diablos quiere decir con eso de "no, señor"?

— Nunca he sido culpable de expresarle afecto en público a una muchacha japonesa.

El teniente coronel Craford se adelantó y dijo:

— Uno de mis hombres los vio la otra noche en el cinematógrafo. Los siguió por las calles apartadas. Iban de la mano -añadió Craford, desdeñosamente.

— ¡Usted miente! -grité.

El general Webster golpeó su escritorio.

— Silencio, Gruver. Esto es un asunto serio. Vamos, Craford. Hable. ¿Qué sucedió en realidad?

El repugnante teniente coronel tosió, me señaló con asco y dijo:

— Ese hombre ha violado la orden en forma flagrante, general. Hace el amor en las calles con una muchacha japonesa. Ha puesto casa con ella. Hemos verificado los antecedentes y es una vulgar ramera.

— Usted…

Abandonando mi actitud de alerta, me abalancé sobre Craford. El general Webster me asombró adelantándose y apartándome de un empellón.

— ¿Conque usted afirma que no lo vieron con ella?

— Eso es lo que digo, general Webster -exclamé.

El general se enfureció y preguntó en voz baja:

— ¿Cómo llama usted al hecho de vivir juntos? ¿No considera que la cohabitación flagrante es una ostentación pública de afecto?

— No, señor -dije-. No lo es en el sentido a que se refiere su orden. Nunca nos vieron en las calles.

El general perdió la serenidad y dijo, con aspereza:

— Voy a someterlo a Consejo de Guerra, joven. Usted ha violado todas las leyes del decoro. Queda arrestado en su casa. ¿Me entiende?

— Sí, señor.

— Vigílelo, Craford. Si hace algo, enciérrelo dentro de la empalizada.

— Así lo haré, señor -dijo Craford, con voz sibilante.

— Además, le he telegrafiado a su padre -dijo el general.

Tragué saliva, y Webster comprendió que aquello me había herido, por lo cual me dominé y dije:

— Está bien, señor, pero habría preferido que no lo hiciera.

— Yo habría preferido que usted no se portara como un asno. Craford, llévelo custodiado a su cuarto.

El teniente coronel sentía verdadero goce al humillarme, sobre todo porque yo era el hijo de un general de cuatro estrellas, y con un despliegue verdaderamente espectacular me depositó en mi cárcel extraoficial. Me hizo entrar en el vestíbulo de los cuarteles de la Marina, subir el breve tramo de escalones que llevaban a los ascensores y recorrer el pasillo junto a todas las puertas abiertas.

— Queda servido, amante de las negras -gruñó.

Apenas se hubo ido llamé por teléfono a la sección motores para tratar de hablar con Joe Kelly. Después de la quinta llamada logré establecer contacto con él y murmuró:

— No puedo hablar, As. Iré allí.

Llegó alrededor del mediodía y se desplomó sobre una silla.

— ¡Vaya, As! El asunto no tiene remedio.

— ¿Qué pasó?

— El viejo Tripa de Grasa mandó a un pelotón de hombres fuertes a registrar su casa, As. Lo fotografiaron todo. Supongo que usted no tenía allí documentos de las Fuerzas Aéreas comprometedores. El caso es que le destrozaron el refugio y lo tapiaron con postigos para siempre.

— ¿Qué fue de Hana-ogi?

— Los vecinos dicen que se escabulló apenas lo arrestaron a usted. Katsumi observó a los hombres de Tripas de Grasa cuando destruían la casa. Luego se marchó precipitadamente a "Takarazuka" con la noticia, pero Hana-ogi no se inmutó.

— ¿Cómo puede recibir las cosas esta gente con tanta serenidad? -exclamé.

— Eso se aprende -explicó Joe-. Cuando se es una mujer japonesa o un recluta, eso se aprende.

Esa noche empezó mi verdadero tormento, porque, al terminar la representación de Butterfly, miré desde mi prisión y vi a Hana-ogi, plena de gracia, que avanzaba como una diosa por el sendero florido y cruzaba el Bitchi-bashi y luego pasaba junto a los puestos donde se vendían legumbres y enfilaba por el sendero que llevaba al dormitorio, y mucho después de su gesaparición me pareció ver gún la imagen ge su esbelta y airosa fjgura que se esfumaba en las sombras… z se afirmó más que nunca mi decisión ge no perderla.

La tercera noche de mi arreswo doméstico yo estaba sentado ante la triste comida#de la Mbrina que me había traído a mi cuarto el camarero, cuando Mike Bailey abrió la puerta suavemente, haciendo girar los goznes como un inquisidor y luego hizo un gesto hacia el pasillo. En ropa de hombre, con el aspecto de un conserje, Hana-ogi se deslizó hacia el interior de mi cuarto. Mike hizo una presurosa señal de bendición y salió de puntillas.

No podría describir el júbilo que me proporcionó ver a Hana-ogi en mi cuarto. No sólo me había torturado el anhelo de tenerla a mi lado en nuestra cama, sino que -como lo advertí ahora- estaba más sediento aún de oír su suave voz parloteando sobre los sucesos del día y creo que se me dilató el corazón cuando me habló de nimiedades.

— Fumiko-san decir que yo estar loca. Cuando coronel Craford destrozar casa, perdidos dos quimonos.

— ¿Qué quieres decir con eso de "perdidos"?

— Hombres llevar. Yo no encontrar.

Me enfurecieron tanto los quimonos perdidos que comprendí que había descubierto un nuevo sentido de la palabra "amor". Yo estaba trabado en deliciosa lucha con Hana-ogi para ver cuál de los dos podía darle más al otro, y esta experiencia de abandonar mis deseos al arbitrio de otro ser humano era nueva para mí e impresionante en sus derivaciones. Yo estaba pensando ya vagamente en el porvenir y un desconcertante problema surgió en forma de categórica pregunta:

— ¿Qué edad tienes, Hana-ogi?

Ella contó treinta con los dedos y sentí como si me hubieran arrojado encima un cesto con carámbanos de hielo, porque la relación entre una mujer de treinta y un hombre de veintiocho parecía algo anormal. Yo conocía a varios oficiales casados con mujeres mayores que ellos y el asunto siempre había dado mal resultado. Me acometió un súbito mal humor, hasta que recordé que a una muchacha japonesa se le asigna siempre un año de edad en el momento de nacer; por lo tanto, calculamos que Hana-ogi sólo tenía en realidad veintinueve años y que, además, durante ocho meses de cada año, ambos tendríamos la misma edad. Era extraordinario comprobar hasta qué punto Hana-ogi parecía más hermosa a los veintinueve años que a los treinta.

Por la mañana Hana-ogi se vistió y se fue, no sin preguntar:

— ¿Cenarás esta noche en casa de Makino?

Le expliqué qué significaba estar arrestado en el alojamiento de uno y dije que había comprometido mi honor de oficial. Ella replicó con sencillez:

— Yo comprometido también. Yo comprometido honor de mi madre y alimento de mis dos hermanas.

Me besó y se fue.

Por eso aquella noche me guardé el honor en la gaveta del fondo, con los calcetines, y me deslicé por las callejuelas hasta llegar al restaurante de Makino; cuando subía por la escalera hasta el cuartito donde viera por primera vez a Hana-ogi, el corazón me latía con tanta violencia como la vibración de un motor de avión y pensaba: "¡Dios mío, parece mentira que esté tan enredado en esto!" Al llegar allí, Hana-ogi, con falda verde y blusa marrón, ya me esperaba. El viejo Makino nos preparó tempura, y con gran sorpresa descubrí que la comida japonesa estaba empezando a gustarme. Hablamos de muchas cosas y Hana-ogi dijo que pronto Swing Butterfly (ella pronunciaba siempre "Butterfry") dejaría de representarse en "Takarazuka". Quizá la siguieran representando en Tokio. La noticia era terrorífica y no tuve el valor de analizar qué significaría para nosotros, pero ella dijo:

— Yo no ir a Tokio. Yo quedarme aquí y esperarte.

Me resultaba increíble que renunciara a "Takarazuka" y dije:

— Hana-ogi tú no puedes hacer eso.

Antes de que la muchacha pudiera responder, Makino entró corriendo y gritó:

— ¡Los policías navales!

Avergonzado de mí mismo me acurruqué dentro de un aparador y oí el pesado golpeteo de las relucientes botas del teniente coronel Craford, y en ese momento comprendí qué feo era el miedo y por qué habíamos librado la última guerra contra los alemanes: combatíamos las pisadas de sus pesadas botas. Y entonces, como el viento en un día tormentoso, cambié por completo y me sentí asqueado de mí mismo al pensar que era un oficial de las Fuerzas Aéreas que había violado su palabra, y que se escondía en un armario con una muchacha japonesa que debía haberme odiado. Yo nunca había llegado tan bajo, y cuando Craford bajó ruidosamente por la escalera, salí del aparador y dije:

— Hana-ogi, tengo que volver.

Ella me miró con ojos penetrantes y preguntó:

— Cuando vinieron policías navales… -y señaló el aparador- ¿tú lamentar?

Hana-ogi no podía hallar el equivalente exacto de "avergonzado" en japonés, pero logró hacer aparecer el rubor en sus mejillas y mostró con la mímica correspondiente mi vergüenza.

— Sí -dije-. Di mi palabra.

Pero cuando me volvía para marcharme, me venció una ansiedad tremenda y aferré su rostro entre mis manos y grité:

— No vayas a Tokio, Hana-ogi. Espera aquí, no puedo dejarte ir.

Su cuerpo esbelto y erecto se tornó laxo y me murmuró en japonés algo que significaba:

— Ni "Takarazuka" ni mi madre podrían alejarme de aquí.

Le besé las manos como lo hiciera aquella primera noche. Quería decirle un centenar de cosas, pero la confusión me agarrotaba la garganta. Bajé con audacia la escalera y me encaminé abiertamente por la calle hacia los cuarteles de la Marina. Hana-ogi, comprendiendo la profunda vergüenza que yo sintiera en el aparador y compartiéndola conmigo, caminaba con el mismo descaro que yo, a mi lado, en el traje característico de "Takarazuka", y me despidió con un beso al llegar a los cuarteles.

— Rroyd-san -dijo en voz baja-, yo amarte takusan mucho.

GENERAL GRUVER: Dígame… ¿Cree usted que se puede confiar en los japoneses cuando volvamos a nuestro país?

Cuando entré en los cuarteles me esperaban mi padre y el general Webster. Mi padre miró hacia la calle y vio a Hana-ogi que se dirigía valerosamente a su dormitorio y dijo:

— Linda muchacha. Casi lo suficientemente linda como para justificar que un oficial haya violado su palabra.

El general Webster empezó a proferir blasfemias y a gritarme, pero mi padre lo obligó a callar sin más. Nos llevó a la oficina del administrador, y allí me puso como nuevo.

Mi padre no es un locuaz general de una estrella que recibe órdenes de su mujer.

Me dijo:

— Imbécil. Pobre imbécil desconcertado.

Yo nunca había visto perder los estribos a mi padre. Masca chicle cuando está furioso y los músculos de su mandíbula se endurecen; y ahora parecía que iba a propinarme una paliza. Me puse en actitud de alerta y aparté los ojos de él.

— ¿Qué harás? -preguntó mi padre desdeñosamente-, ¿Deshonrar tu uniforme, humillar a tus amigos?

Dio una vuelta a mi alrededor y bufó:

— ¡Vaya un oficial!

El general Webster dijo:

— ¡Usted ha violado su palabra de honor y será sometido a Consejo de Guerra!

Mi padre lo interrumpió y preguntó:

— Bueno… ¿Qué vas a hacer?

Respondí con firmeza:

— Apenas salga de aquí me buscaré otra casa.

El general Webster profirió una exclamación entrecortada y mi padre se enfureció.

— ¡No harás semejante cosa! Esta noche sale un avión para Corea. Tómalo. Tengo preparadas unas órdenes. Recíbelas y vete.

— Perfectamente -respondí-, y cuando vuelva, volveré a Hana-ogi.

El efecto que le causó este extraño nombre a mi padre fue sorprendente. Al parecer no podía aceptar el hecho de que las muchachas japonesas tuvieran un nombre y de que los oficiales norteamericanos pudiesen amar esos nombres extranjeros y las exóticas criaturas a las cuales pertenecían. Y gritó:

— ¡Arruinarte por una ramera cualquiera!

Yo había soportado mucho durante esos días y ya estaba al cabo de mi paciencia. Llevé atrás mi puño derecho y le asesté a mi padre un golpe detrás de la oreja izquierda. Él se tambaleó hacia atrás, recobró el equilibrio y avanzó sobre mí, pero el general Webster nos separó. Los tres temblábamos, furiosos, pero Webster fue el primero en hablar:

— ¡Por Dios! Usted ha golpeado a un…

— Salga de aquí, Webster -dijo con tono brusco mi padre-. Yo arreglaré esto.

Asustado y consternado, el general Webster se batió en retirada, y mientras lo mirábamos alejarse tuve un momento para cobrar fuerzas a fin de afrontar la pelea que sabía inminente. Durante la carrera de mi padre, éste había arrastrado cuatro veces a colegas suyos a un ring de boxeo, donde en el anonimato de los pantaloncitos cortos los había machacado. Antes de que empezara nuestra pelea, me cruzó la imaginación como un relámpago el pensamiento de cuán extraño era el que yo hubiese golpeado a mi padre por haber dicho mucho menos que el teniente coronel Craford, y experimenté la aturdidora sensación de que, cuando mi padre volviera su rostro hacia mí, yo vería a mi enemigo y a mi amigo.

Ahuyenté aquella sensación de mareo y preparé mis puños, pero cuando mi padre se volvió sonreía y mascaba su chicle.

— Deduzco que es una prostituta -dijo, riendo.

Yo empecé a decir:

— Señor, esa muchacha…

Pero él me interrumpió y me atrajo a una silla a su lado y me preguntó:

— Hijo… ¿Qué significa todo esto?

Nuevamente empecé a explicárselo, pero él dijo:

— He venido aquí en avión desde el Congreso para meterte algún sentido común en la cabeza. Pero parece que no estás dispuesto a aceptar el sentido común… ¿eh?

— No quiero sermones -dije.

Se echó a reír, mascó su chicle y replicó:

— Hijo, yo no te respetaría si no me hubieras pegado. Ella parece lindísima. ¿Dices que no es una vagabunda?

Le dije de quién se trataba y respondió:

— "Santo Dios", a Mark Webster se le debieron caer los calzoncillos cuando se enteró de que tenías una casa. Me llevó a verla. Oye… en el Japón no las edifican grandes… ¿verdad? Dime… ¿cómo conseguiste una casa?

Me disponía a hablarle de Katsumi y de Joe, pero me dijo:

— Sabe Dios, hijo, que yo confiaba en que te casarías con Eileen Webster. Buena familia, sólidos antecedentes militares. La madre es un poco fastidiosa, pero en el servicio siempre podrías zafarte de ella. Oye… ¿sabes la noticia que realmente irrita a Webster? Su hija se interesa seriamente por un vendedor de bienes raíces de Seattle. Comandante, según creo. Webster está furioso y mandará al individuo en cuestión a Estados Unidos.

Mi padre me escudriñó cuidadosamente de arriba abajo, mascó su chicle y dijo:

— ¿Sabes una cosa, hijo? Si quisieras aún a Eileen, podrías conseguirla. ¡Espérate un momento! No subestimes esa clase de matrimonio. En este momento estás muy excitado por una cuestión sexual, pero un hombre vive una larga vida cuando ese fuego se ha extinguido ya. Entonces uno aprecia lo que significa tener a una mujer con quien hablar, a alguien que conozca la vida militar. ¿De qué hablas con Madame Butterfly?

Esperó a que yo le respondiera, pero apenas empecé a hacerlo dijo:

— Volvamos a Eileen. ¿Conociste alguna vez a oficiales casados con mujeres a quienes disgustaran los militares? Triste suerte. Triste asunto. Tu madre y yo no hemos sido lo que podría llamarse unos enamorados románticos…

Mi padre se propinó una palmada en la pierna y prorrumpió en franca risa.

— ¿Podrías imaginarte a tu madre viviendo en una casucha junto a un canal? Pero, sea como fuere, siempre hemos podido conversar de algo. Queremos las mismas cosas. Queremos las mismas cosas para ti, Lloyd.

Se interrumpió y me pareció estar de vuelta en Saint Leonard en otra ocasión como ésa. Mi padre decía: "Tu madre y yo queremos las mismas cosas para ti, Lloyd", pero ya entonces yo estaba seguro de que mi madre nunca había querido esas cosas para mí y adivinaba, cosa extraña, que si ella estuviera en ese momento en Japón -si conociera esa historia-, estaría de mi parte y no con mi padre.

— Supongo que habrás calculado qué significará tu modo de obrar para tus planes de vida.

— ¿Qué quieres decir con eso de "modo de obrar"?

— Me refiero a tu casamiento con una japonesa.

— ¡Mi casamiento!

— Claro está. Tu casamiento.

Mi padre mascó su chicle con verdadera rapidez y dijo:

— ¿Quieres decir que no has pensado en el casamiento? ¡Y te crees, por lo tanto, el hombre más despierto del mundo! Puedes vivir con una muchacha hasta tener hijos con ella y no pensar jamás en el matrimonio.

— Yo no pensaba en el matrimonio -dije, con voz débil.

— Sé que no pensabas en eso -bramó mi padre.

El general Webster asomó la cabeza por la puerta de la habitación contigua y preguntó nerviosamente.

— ¿Todo va bien?

— Salga de aquí -ordenó mi padre, y pensé cuán rara vez los hombres como él podían respetar a gente como Webster o a hombres como el que yo estaba en camino de ser.

Squaw man13, me habría llamado el Ejército en otros tiempos. Mi padre empezó a pasearse por la habitación, flexionando los músculos de su cabeza y luego se volvió bruscamente, hablando con un tono que recordaba el tableteo de una ametralladora:

— ¿No comprendes qué sucederá, hijo? Irás a parar a un callejón sin salida. No podrás hallar una solución. ¡Y por lo tanto, repentinamente, irás a parar al matrimonio! Te casarás con la muchacha y eso lo redondeará todo. Dios mío, hijo. Tienes veintiocho años. ¿Por qué no te casaste con Eileen en ese verano en San Antonio?

Suavemente, al oír mencionar a Eileen, afluyó tumultuosamente a mi memoria aquel primer verano de ensueño y dije:

— Nunca comprendí del todo, papá. Creo que debió ser esa fiesta de soltero.

— ¿Qué fiesta? -preguntó mi padre con aire desconfiado-. ¿Qué fue eso?

— No lo que supones. ¿Recuerdas la boda del hijo del general Hayward con Della Crane?

— ¿Te refieres a la muchacha de Harry Crane?

— Sí. Su padre había muerto en la batalla de La Cuña…

— Todo un valiente… Nos harían falta unos cuantos Harry Crane en Corea.

— De modo que la esposa de Mark Webster estaba concertando, más o menos, la boda. Muy formalmente. Pero la noche anterior nosotros -un grupo de oficiales jóvenes- nos llevamos a Charles Hayward y lo emborrachamos de tal manera que llegó a la boda con quince minutos de retraso. A todos el asunto les pareció divertido, menos a la señora Webster. Después del casamiento, nos echó un sermón de primera. No porque hubiésemos estropeado la boda de Della y Charley, sino por haber estropeado sus planes. Desde entonces, siempre he tenido miedo de Eileen.

— ¿Miedo?

— Bueno, algo así. Después de la ceremonia, los cuatro oficiales que habíamos emborrachado a Charles nos fuimos en automóvil a Randolph Field. Nadie dijo nada y viajamos a gran velocidad, y cuando, en cierta ocasión, un camión "Ford" estuvo a punto de destrozarnos, uno de mis camaradas dijo: "Ése sería el segundo camión que nos aplastaría hoy." Y todos nos echamos a reír y volvimos a embriagamos y durante el resto del verano nunca pensé seriamente en casarme con Eileen. Luego vino Corea.

— Pero… ¿has pensado en casarte con Madame Butterfly?

— No -dije.

— Un hijo no golpea a su padre, Lloyd, a menos que piense profundamente en algo. Mira, hijo, supón que te casas con esa muchacha amarilla. Yo figuro en el comité de selección y tu nombre aparece. Yo no lo tomaría en cuenta, y si no figurase en el comité de selección les aconsejaría a los demás oficiales que no te tomaran en cuenta. No queremos oficiales con esposas de raza amarilla. ¿Y dónde vivirían ustedes en Estados Unidos? Ninguno de tus amigos te querría ver cerca con una esposa de raza amarilla. ¿Y tus hijos? No se pueden mandar chicos semijaponeses a West Point.

Me pareció muy propio de mi padre suponer que todos sus nietos serían varones y que éstos, naturalmente, irían a West Point. Me disponía a decir algo, pero él siguió hablando.

— Hijo, Mark Webster estaba fanfarroneando. Lo he inducido a olvidar el Consejo de Guerra. Cuando me sentí apenado le pedí que anulara las órdenes con que te enviaba de regreso a Corea. Todavía me siento muy tentado de aprobarlas y de decirte que vuelvas allí y luches hasta el fin. Pero ya has tenido tu Corea. A propósito… ¿Qué tal son esos aviones a chorro rusos?

Le dije que eran buenos y preguntó:

— ¿Crees que los guían pilotos rusos?

Dije que así lo creía, pero que no habíamos capturado a ninguno.

— Esos rusos son unos bribones -declaró mi padre-. Unos verdaderos bribones.

— Hasta ahora hemos logrado habérnoslas con ellos -dije.

Mi padre descargó un puñetazo sobre la silla y dijo:

— Hijo, no tomes demasiado en serio el sexo.

— ¿Qué tomarías en serio tú? -dije.

— Toda una vida -replicó él.

Mascó furiosamente su chicle y dijo:

— Toda una vida, una vida bien redondeada.

— ¿Los ascensos y la posición social y todas esas cosas? -pregunté.

Me miró con aire zumbón y dijo:

— ¿Te burlas de mí, hijo mío?

— ¿Como cuando te casaste con la hija de un general?

Mi padre repuso, con mucha calma:

— A veces, simplemente, no te entiendo. Dentro de diez años volverás a combatir contra los japoneses.

— Quizá. Pero no combatiré contra Hana-ogi.

— ¿Cómo puede enredarse un oficial con una muchacha japonesa y tomar eso en serio?

— Mira, papá. Ese truco dio resultado en otra ocasión… Esta conversación de hombre a hombre…

Mi padre pareció algo divertido y preguntó:

— ¿Qué quieres decir?

— ¿Recuerdas Saint Leonard, cuando creías que yo quería abandonar West Point y estudiar inglés o algo así?

— Fue hace mucho tiempo, lo he olvidado.

— No, no lo has olvidado, papá. Durante el viaje desde el Pentágono aquí trataste de recordar qué truco me había inducido a hacer lo que querías.

Mi padre se mostró irritado por un momento y dijo:

— Hijo, no oscurezcamos los hechos. Estoy aquí porque eres mi hijo y me enorgullezco mucho de ti. Créase o no, hasta me enorgullece el que hayas tenido el valor de hacer caso omiso de la estúpida orden de Mark Webster y de buscarte una casa en Osaka. Pero no quiero que un muchacho norteamericano decente como tú estropee así su vida. Hijo, he visto a nuestros hombres casarse con muchachas alemanas y francesas y hasta rusas. Invariablemente, el que conoce al hombre lo sabe, eso es una señal de debilidad. Los hombres fuertes tienen el valor de casarse con la muchacha de la casa vecina. Esos matrimonios encajan en la comunidad. Fortalecen al país. En tu caso y en el mío, encajan en el servicio militar. Deja que los poetas y los pintores y la gente que le vuelve la espalda a Estados Unidos corra detrás de las muchachas extranjeras.

Mi padre mascó su chicle y dijo, con una lentitud mucho mayor:

— ¿Te hablé alguna vez de Charley Scales? Renunció a su cargo e ingresó en la "General Motors". Dijo que ganaría allí mucho dinero y así fue. Al cabo de varios años vino a proponerme que me asociara a él. Lloyd, eso sucedió en 1933, cuando el Ejército era el cajón de los desperdicios de la democracia, pero ni siquiera lo pensé dos veces. He afrontado muchas tentaciones en mi vida, pero nunca me tentó Charley Scales. Ahora mismo…

Mi padre hizo chascar los dedos y preguntó:

— ¿Quién preferirías ser? ¿Charley Scales o yo?

La treta era infantil, pero surtió un gran efecto sobre mí. Me imaginé a Charley Scales, un hombre corpulento y feliz, de cierto prestigio en Detroit y en el mundo. Pero compararlo con mi padre era ridículo. Mi progenitor dijo:

— Habla de eso con tu Madame Butterfly. Verás que está de acuerdo conmigo.

— Así lo haré -respondí.

— A propósito -dijo mi padre-. ¿Dónde aprendió el inglés esa muchacha?

Le dije que Hana-ogi no hablaba inglés y exclamó:

— ¿Quieres decir que tú has aprendido el japonés?

— No -dije.

Dejó de mascar el chicle y me miró.

— ¿Quieres decir… que no tenéis un idioma común? ¿El francés, quizá? -preguntó.

— Bueno -le respondí-. Te diré…

— ¿De modo que ustedes no pueden hablarse?

— Bueno, cuando se trata de un problema realmente intrincado, ella…

Iba a explicarle que Hana-ogi bailaba para sugerirme las palabras, mas adiviné que mi padre no comprendería. Pero me sorprendió.

Al darse cuenta de que no compartíamos idioma alguno, se mostró insólitamente amable. No recuerdo haberle visto nunca tan suave. Me puso la mano sobre el hombro y dijo con tono tranquilizador:

— Hijo, tú terminarás con eso.

Llamó al general Webster y dijo, con aspereza:

— Mark, yo me equivocaba. Anulo esas órdenes para Corea. Este muchacho no necesita Corea. Su problema está aquí.

El general Webster dijo:

— Eso es lo que le dije y ya ve cómo…

— Mark, no se caliente la cabeza por este muchacho.

— ¿Por qué no? Desobedece una orden, viola su palabra, golpea a un superior…

Mi padre se echó a reír y dijo:

— Ahora usted y yo sabemos, Mark, que fue una perfecta tontería darles semejante orden a un grupo de hombres sanos rodeados de lindas muchachas. Pero eso no hace al caso. No se enoje con Lloyd.

— ¿Por qué?

— Porque será su yerno.

— ¿Será mi qué?

— Él no lo sabe aún y tampoco lo sabe Eileen, pero si usted quiere hacer algo constructivo, aleje de su hija a los vendedores de bienes raíces. Porque, tarde o temprano, Eileen será mi hija también.

Los dos generales salieron de los cuarteles pisando fuerte, y tres horas después mi padre había emprendido el viaje de regreso al Congreso.

WATANABE-SAN: Uno tira de esa palanca y la bolita de acero salta ahí arriba y vuelve a caer…

Si mi padre suponía que las tretas que me derrotaran en la escuela preparatoria darían resultado aún, se equivocaba, porque ahora yo sabía qué quería. Había encontrado a una mujer deliciosa, a una mujer a quien podía amar siempre y, sencillamente, no me importaban ni los padres ni los generales ni las normas de las Fuerzas Aéreas. Allí, en ese país, yo había descubierto a Hana-ogi, y en cuanto mi padre regresó a California ella y yo lo estudiamos todo. Habíamos hecho un trato con Joe y Katsumi: de acuerdo con el mismo, tomamos un rincón de su casa e iniciamos allí la existencia más cordial y afectuosa que hayan conocido dos seres humanos.

Cuando yo volvía del aeropuerto, Joe y Katsumi, mientras preparaban la cena, me contaban lo sucedido ese día y yo intercambiaba habladurías sobre asuntos militares con Joe, pero esos instantes eran de nerviosidad, ya que yo acechaba la puerta y finalmente oíamos los suaves pasos de Hana-ogi que llegaban callejuela arriba y Katsumi y Joe se escabullían por un momento para traer leña o comprar cosas en el almacén. Se abría la puerta y aparecía Hana-ogi, sobre cuyas suaves y doradas mejillas brillaba el sudor. Como todos los japoneses, llevaba sus libros y paquetes envueltos en un chal de seda de colores vivos y con las puntas atadas en cruz; y cuando la evoco en el umbral de la puerta corredera de aquella casita, la veo despojarse con sendos puntapiés de sus sandalias, dejar caer su envoltorio de seda, pasarse la mano por el cabello y cruzar presurosamente los tatamis para besarme. En esas ocasiones yo la cogía en mis brazos, la hacía girar en el aire y la dejaba caer detrás del biombo que cerraba nuestro sector de la habitación. Allí ella se despojaba ágilmente de su ropa occidental y se envolvía lentamente en un quimono adornado con brocado. Era linda: indescriptiblemente linda.

Pero no quiero insinuar que la tibieza y la maravilla de esa casa provenían solamente de Hana-ogi, a pesar de lo bella y completa que era, porque creo no haber visto jamás a una esposa más satisfactoria que Katsumi Kelly. Había organizado su casa a la perfección y la conservaba inmaculada, aunque Hana-ogi y yo solíamos ser negligentes. Sabía cocinar, sabía coser, sabía hablar sobre muchos temas, y al avanzar su gravidez, prometía ser mejor aún como madre que como esposa.

A veces yo solía observarla y recordé con malestar que antaño, en la oficina del cónsul, yo me había negado casi a besarla por parecerme tan rústica y repulsiva con su risita y su gran diente de oro. Ahora me parecía una de las mujeres más perfectas que hubiese conocido, porque Katsumi había estudiado evidentemente a su hombre y solucionado todos los detalles de su jornada de trabajo para que el resultado final fuesen un marido feliz y un hogar tranquilo. En cierta ocasión le pregunté sobre esto a Joe y dijo:

— Dentro de diez años, en Estados Unidos habrá un club. El club de los hombres que nos hemos casado con japonesas. Nuestro santo y seña será una risita sofocada. Porque no permitiremos que los estúpidos del otro extremo de la calle descubran qué minas de oro tenemos.

— ¿Son todas las japonesas tan buenas esposas como Katsumi? -le pregunté.

— Reconozco que he conseguido algo especial -dijo Joe-. Pero no he oído quejarse a los demás muchachos.

Nos arrollamos los quimonos alrededor de las piernas y volvimos a sentarnos para disfrutar de uno de los momentos más gratos de la jornada. Las muchachas estaban preparando la cena y las escuchamos hablar en japonés. Katsumi parloteaba rápidamente -los chismes del día sin duda- y Hana-ogi, mientras lavaba nuestro arroz, repitió por lo menos dos docenas de veces: Hai! Hai! La frase salía siempre disparada de su boca con tanta fuerza que parecía brotar del fondo mismo de su estómago, como un grito de terror primitivo. En realidad, era simplemente la manera japonesa de decir "sí". Pero además de aquella ametralladora del hai seguía asintiendo con la cabeza y canturreando tristemente:

— Ah, so desu-ka! Ah, so desu-ka!

El escuchar a las muchachas durante cualquier plática trivial lo convencía a uno de que alguna sublime tragedia nos había fulminado a todos.

Joe, finalmente, preguntó:

— ¿Qué dicen ustedes?

Katsumi nos miró sobresaltada y explicó:

— Yo le hablaba a Hana-ogi de un pez que mi padre pescó cierto día.

Me eché a reír, pero Joe preguntó tranquilamente:

— ¿El pez era grande?

— Más grande que éste -dijo orgullosamente Katsumi-. Hanako-san decir que ella nunca ver semejante pez.

Me gustó el nombre que le daba Katsumi a Hana-ogi. Las muchachas japonesas toman sus nombres a menudo de palabras femeninas o poéticas a las cuales agregan generalmente la partícula -ko o -yo. Así, en "Takarazuka", muchas de ellas ostentaban nombres tales como Nieve Neblinosa o Capullo de Primavera o Noche Estrellada. Y sus nombres habitualmente terminaban en "ko". En cuanto a mí, prefería la otra forma, Hanayo, y en cierta oportunidad, Hana-ogi me dijo:

— Hanako más japonés, pero Hanayo más dulce.

Cuanto más vivía yo con Joe Kelly, criado en un orfanato y rechazado por sus padres adoptivos, más me asombraba el que Joe pudiera amoldarse en forma tan perfecta a la vida matrimonial. Era un marido concienzudo, un payaso doméstico feliz y uno de esos hombres de familia dichosos y a sus anchas que uno ve en los anuncios del Saturday Evening Post.

A propósito del Post, debo decir que esta revista me ayudó a comprender un poco mejor qué es la vida conyugal. ¡El 30 de mayo, las muchachas eran todo murmullos, y durante la cena, saltó la gran sorpresa! Era una fiesta norteamericana, y por lo tanto ellas habían preparado un pastel de calabaza confitada. Nunca supimos dónde habían conseguido la calabaza, pero el pastel no parecía de este mundo, porque las muchachas habían usado la calabaza como si fuese manzanas o cerezas, cociéndola tal como saliera de la lata y aquello era realmente espantoso. Lo miré y empecé a decir:

— ¿Qué…?

Pero Joe me interrumpió y probó su pedazo.

— Es sabroso -dijo lacónicamente.

Las muchachas mordieron sus trozos y pudimos notar que se miraban como para decir: "Los norteamericanos deben estar locos. ¡Pensar que comen cosas como éstas los días de fiesta!" Terminamos el horrible postre en silencio y cuatro días después Katsumi, al hojear un número atrasado del Post, vio la fotografía de un auténtico, pastel de calabaza confitada. Esperó a que yo llegara a casa y me preguntó a escondidas si eso era pastel de calabaza confitada. Dije que sí y me preguntó cómo se conservaba tan grueso y blando y le expliqué cómo se hacía el pastel de calabaza confitada y Katsumi se echó a llorar, y cuando Joe volvió a casa lo abrazó y besó y le confesó cuán avergonzada estaba; y como Hana-ogi no había llegado aún, me senté malhumorado en un rincón y recordé la oportunidad en que me había reído de ella por su frase: "Mira, el postillón ha sido fulminado por el rayo", y llegué a la conclusión de que la manera de obrar de Joe era mejor y me pregunté cómo un niño del orfanato podía comprender semejante problema, mientras que yo no tenía la más leve idea del asunto.

Con todo, no debo insinuar que todas las mujeres japonesas sean unas esposas perfectas. Un paseo por nuestra callejuela habría convencido a cualquiera de que los hogares japoneses contienen todos los problemas que pueden hallarse en los hogares norteamericanos; y, por añadidura, algunos muy especiales. En la angosta casa contigua vivían los Shibata. Él era un empleado de comercio de menor cuantía que no percibía prácticamente un sueldo, pero que poseía una envidiable cuenta para gastos de la cual extraía dinero casi todas las noches de la semana para costosas parrandas con las geishas. Al mismo tiempo, dedicaba parte de aquel dinero a mantener a una de las geishas, joven y bonita. Se decía que la tenía en un segundo hogar cerca del centro de Osaka y tradicionalmente su esposa habría debido aceptar esa combinación con filosófica indiferencia, pero la señora Shibata no era tradicionalista. Era moderna y trató de apuñalar a su marido. A las tres de la mañana, cuando el pequeño Shibata-san, con chaqueta negra, entraba sigilosamente en su casa, notábamos un momento de silencio cuando se abría la puerta y luego un estallido de su esposa, quien acostumbraba perseguirlo con un palo. Era evidentemente una arpía, y Katsumi y Hana-ogi la disculpaban.

— Se espera que la esposa japonesa comprenda a los hombres como la geisha -dijeron.

Además, la mayoría de las esposas japonesas tampoco eran los seres pacientes y silenciosos que me habían dicho. Cuando Sato-san, un empleado ferroviario, llevaba a su mujer de compras, ésta lo seguía a la respetuosa distancia de un metro y no decía una sola palabra, a menos que le hablaran sus amigos más íntimos. Pero en su casa aquella mujer era un tirano y censuraba desdeñosamente a Sato-san porque no ganaba suficiente dinero. Cuando conocí bien a las esposas del Japón, tuve que llegar a la conclusión de que eran idénticas a las de Estados Unidos: algunas eran unas dulces madres; otras, auténticas dictadoras, y otras, talismanes que traían a sus hombres una cosa buena tras otra. Consideré que el tipo de esposa que encontraba un hombre dependía en gran parte de su suerte, pero siempre que miraba a Hana-ogi yo presentía, con creciente seguridad, que me había topado con un talismán auténtico.

Del otro lado de la callejuela vivían la viuda Fukada y su hija de veinte años, Masako, quien había tenido un hijo con un soldado norteamericano sin casarse. A veces, de noche, oíamos que la abuela le gritaba a Masako que era una mujerzuela, y las demás mujeres de la calleja asentían. El niño norteamericano era indeseado y no lo dejaban jugar con los niños de raza japonesa pura, y aunque todos los que vivían en la callejuela querían a Joe Kelly y a Katsumi y se enorgullecían de que una gran actriz de "Takarazuka" viviera entre ellos con su aviador norteamericano, sentían un hondo resentimiento contra Masako Fukada, quien había deshonrado la sangre del Japón.

En el otro extremo de la calle vivían los bulliciosos Watanabe. La esposa era casi tan ancha como él alto. Se entendían a maravilla, salvo que Watanabe-san tenía una amante más exigente aún que una geisha: lo enloquecía jugar al pachinko. Se gastaba todo el dinero en ese juego y se pasaba todas sus horas libres en el salón del pachinko. Cuando la Policía cerraba el salón de juego todas las noches a las once, Watanabe volvía de mala gana a su casa y yo oía gritar con tono burlón a la gorda señora Watanabe:

— ¡Ahí viene "Pachinko-san"! ¡Sin un centavo!

El salón de pachinko estaba ubicado en una esquina, la más próxima al canal y era una sorprendente habitación única flanqueada de juegos mecánicos. Por unos pocos yens, Watanabe-san recibía siete bolitas de acero, que disparaba hacia lo alto de la máquina y miraba con consternación cómo caían abajo, errando casi siempre los agujeros por los que se pagan los grandes premios. El salón de pachinko de nuestra callejuela estaba atestado de gente desde la mañana hasta la noche, y el bicho del pachinko los mordía a todos, inclusive a Hana-ogi y a mí, y conviene hacer notar, cosa curiosa, que la amistad con los jugadores de pachinko de ese atestado salón debía salvarme la vida más tarde.

Del otro lado de la calle, enfrente mismo del salón de pachinko, estaba la floristería. Parecía que en toda esa callejuela no podía existir un solo yen herrumbrado para gastarlo en flores, pero casi todos los que vivían junto a nuestras angostas veredas entraban en la tienda para comprar un solitario ramillete de capullos en flor que llevaban respetuosamente a su casa para el rincón donde vivían los dioses. No recuerdo que, en nuestro rincón, hayan faltado flores jamás, y yo -que nunca había distinguido a una violeta de una margarita- terminé por amarlas.

Cuesta describir la tienda siguiente. En realidad es imposible, porque en todo el resto del mundo no hay tiendas idénticas a estas del Japón. Era una tienda de cosas sexuales donde los maridos y las esposas podían comprar ingeniosos artificios para vencer los errores de la naturaleza y abreviar sus mutaciones. A fin de satisfacer nuestra curiosidad, cierto día Katsumi-san nos llevó a Joe y a mí. El tímido dueño nos dejó reír ante su sorprendente colección de aparatos sexuales. Luego dijo en japonés:

— Eso es, ríanse. Los japoneses jóvenes también se ríen. Pero cuando se casan y llegan a los cuarenta años vienen a pedirme ayuda.

Katsumi tradujo estas palabras y luego prorrumpió en incontenibles risitas. Le pregunté qué le había dicho al tendero y me explicó:

— Yo decirle que Jim no necesitar ayuda.

El tímido tendero sonrió nerviosamente y replicó:

— A los veinte años, nadie la necesita.

Pero lo verdaderamente asombroso de nuestra callejuela eran los niños. Yo no podía contarlos ni olvidarlos. Eran carirredondos, muy rubicundos, con unos flequillos lacios que les caían sobre la frente, unas piernas regordetas y una alegría sin límites. Creo que nunca he oído llorar a un niño japonés. Ciertamente, nunca vi que le pegaran a alguno de ellos y llegué a creer que los niños más deliciosos que he visto en mi vida eran esos chiquillos alborotadores, alegres. Siempre que se agolpaban a mi alrededor cuando iba calle arriba, amaba más aún a Hana-ogi.

Todas las casas de nuestra callejuela estaban atestadas de una manera desesperante, de modo que, a menudo, una diminuta habitación se convertía en el equivalente de un hogar norteamericano completo y aquellos hormigueros humanos vivían y trabajaban y tenían hijos y discutían sobre política como toda la gente del mundo. Pero existía la siguiente diferencia: no se desperdiciaba una sola hebra de nada, ni siquiera los excrementos humanos, que se recogían tan pacientemente todas las mañanas y de los cuales brotaban las flores y los alimentos. Recuerdo ciertas noches de esa primavera cuando yo entraba en aquella angosta callejuela al acabar el día y los frentes de todas las casas estaban abiertos y acudían corriendo docenas de niños, con las negras cabelleras recortadas, a saludarme; y desde todas las habitaciones abiertas que daban a la callejuela, el pueblo del Japón hablaba conmigo y yo compartía un calor y una bondad que nunca conociera en Lancaster o en los campamentos donde creciera. Yo era uno más entre el pueblo… uno de los millones de integrantes del pueblo que se aferran a la menor hebra de esperanza y de propiedad que pueden obtener, y aquella callejuela, con su miríada de chiquillos y las riñas y las flores y el niño norteamericano-japonés indeseado y el juego de pachinko y los vasos de sake me contagiaron una fortaleza que nunca había tenido.

INFORME CONSULAR: Eskivan, Peter. Su madre dice: "Es un inútil."

Aquello se expresó en una forma imprevista. Yo estaba en mi oficina de la base aérea de Itami cuando apareció un sargento y me dijo que el teniente coronel Craford estaba fuera. El sanguíneo militar entró y fue al grano sin tardanza.

— Usted se cree inteligente al conseguir que venga un general de cuatro estrellas y le salve el pellejo. ¿Está habituado a esconderse detrás de su papaíto?

Luego me dijo todo lo que tenía pensado.

— Mis hombres le han estado siguiendo los pasos, Gruver. Sabemos que usted y esa vagabunda hacen su nido en alojamientos militares. Pero no podemos tocarlo a usted a causa de su papaíto. Por lo tanto, haremos algo mejor. Mandaremos a Joe Kelly de regreso a Estados Unidos.

— Pero… ¿qué será de Katsumi?

El gordo teniente coronel me miró con aire fastidiado.

— ¿Quién es esa no sé cuántos?

— La esposa de Kelly.

— La muchacha japonesa. No nos incumbe preocuparnos de lo que pueda sucederle.

— ¿No se propondrá usted destruir esa familia?

— No la llame familia. Esa muchacha es una vulgar vagabunda japonesa.

Dije que Katsumi era una muchacha decente que estaba estudiando para hacerse católica, como su marido, pero por lo visto Craford aborrecía más aún a los católicos que a la gente de color, porque dijo:

— Cuando hayamos terminado con Kelly buscaremos alguna manera de ajustarle las cuentas a usted. Con padre o sin él.

Craford se marchó y yo me quedé sentado durante largo tiempo, mirando fijamente mi escritorio, contemplando el enredo que yo mismo había causado. Como oficial, resultaba una impostura. Había arruinado la vida de un recluta. Había puesto en ridículo a Eileen, sin proceder mucho mejor con Hana-ogi. Luego empecé a pesar lo que consiguiera en Japón y las cosas tomaron un cariz más alegre. Había descubierto qué significaba un hogar, un hogar sin pretensiones donde existía el amor. Había hallado a una hermosa muchacha llena de ternura, gracia e ingenio. Finalmente, había aprendido a compartir mi corazón con otro ser humano. Y, sobre todo, conocía ahora la tremenda pasión de abrir de noche la cama plegable y de ver el cuerpo esbelto y perfecto de Hana-ogi. Me levanté de un salto y grité:

— Gruver-san, si pierdes a esa muchacha estás loco. Cásate con ella, estúpido. Cásate con ella.

Pero apenas hube pronunciado estas palabras comencé a sudar y recordé todas las predicciones que hiciera mi padre aquella noche en los cuarteles de la Marina. Mi carrera destruida, mi unidad aérea y su promesa perdidas, mi lugar en el mundo norteamericano desaparecido y yo con una esposa asiática. Fue entonces cuando mi flamante valor se afirmó.

Advertí la jugarreta que me hiciera mi padre. Había sembrado esas ponzoñosas semillas para que pudieran prosperar en ese preciso instante y llegué a la conclusión de que yo me sublevaba contra esas tretas. Yo no quería llegar a ser un general como mi padre, con su frío aislamiento del mundo. No quería ser un segundo Webster, manejado por Eileen. Y, ciertamente, no quería ser, por nada del mundo, un Craford. Quería ser un hombre que se valiera por sí mismo y compartiese el mundo que pudiera conquistar con la mujer que le había ayudado a descubrir ese mundo. En mi momento de decisión y de clarividencia, comprendí que nunca vacilaría en mi propósito. Me casaría con Hana-ogi.

Le telefoneé a Joe Kelly y lo cité en un diminuto bar que conocíamos en Osaka y que nunca visitaban los policías navales. Resulta imposible describirles a los norteamericanos esos establecimientos japoneses. ¿Cómo se puede describir un bar tan pequeño que sólo tiene espacio para cuatro clientes y dos cantineras?

— Joe -dije saludándolo-, ¿sabría usted guardar un secreto?

— Naturalmente, As.

— Quiero decir dos secretos. ¡Grandes!

— ¿Hanako tendrá un hijo?

— Joe, Tripas de Grasa lo acecha. Lo enviará a Estados Unidos en la primera oportunidad que se le presente.

— Eso no es un secreto. Sin ir más lejos, me amenazó abiertamente hace dos días. No se lo dije a nadie. No quise afligirlo a usted. Pero él gritó: "Todos ustedes, los aficionados a las negras, volverán a nuestro país. Pronto."

— Joe, quiero que me prometa no cometer ninguna estupidez.

— ¿Yo? ¿Que yo sea tan estúpido como él?

— Mire… Una noche oí que usted le decía a Katsumi que mataría a tiros a Tripas de Grasa.

— ¿Yo? No soy un pistolero. ¿Cuál es su otro gran secreto?

Pedí otra cerveza y bebí un gran trago.

— ¿Cuáles son los documentos que se deben firmar para casarse con una japonesa?

Joe dejó escapar un silbido y dijo:

— Mire, As, eso no es para usted. ¡Supongo que Hanako le habrá pedido que se case con ella! Eso no es para usted.

— Joe, no deduzca conclusiones precipitadas. No se lo he dicho aún a Hana-ogi. Pero, pase lo que pase, me casaré con esa muchacha. ¿Cuáles son los pasos que se deben dar?

Joe repitió su advertencia y le pregunté:

— ¿Quiere insinuar que está arrepentido de haberse casado con Katsumi?

El semblante de Joe irradió una amplia sonrisa y declaró:

— Una noche, le dije a usted que casarse con esa cabeza de Buda era vivir. No hay tal. Es mucho mejor que vivir. Es como si uno estuviera muerto y se hubiesen acabado todo el apremio y toda la tensión y como si quedase lo mejor de todo…, y es lo mejor porque está contenido en ella. Eso no es vivir, As. Yo he vivido ya en Chicago. Es algo que está mucho más allá.

Me senté, cubriéndome la cara con las manos, y no lo miré durante un momento. Luego dije:

— Siento exactamente lo mismo con Hanayo.

Joe hizo caso omiso de estas palabras y dijo:

— As, no creo que usted pueda soportar hasta el fin el mal rato que ellos le están haciendo pasar.

— ¿Qué quiere decir?

— Lo agotan a uno. Los reclutas están habituados a que los agoten, pero usted no está acostumbrado a plantarse con verdadera obstinación y a resistir.

— ¿A qué se refiere?

— Le dan a uno tantos documentos… El capellán reza por uno. Y todo lo hacen con unas sonrisas extravagantes, como si uno hubiese perdido la chaveta y sólo ellos pudiesen salvarlo. Y lo que es peor, le hacen a la muchacha tantas preguntas dolorosas… Hana-ogi no se lo dirá, pero alguna noche, cuando usted la bese, desfallecerá y llorará durante una hora. No creo que usted pueda soportarlo.

— Mañana por la mañana, inicio el trámite burocrático.

— As, usted es un hombre importante. Ellos harían el papel de tontos si lo perdieran a causa de una muchacha japonesa. Por lo tanto, lo atacarán con recursos importantes.

— Estoy dispuesto.

— As, lo atacarán con generales y almirantes y hombres que han conocido a su padre. La única manera de que usted pueda eludirlo es obteniendo la ayuda de su representante en el Congreso. ¿Quién es ese representante?

— No lo sé.

— ¿Dónde vive usted?

— No he…

— Bueno… ¿Dónde vota?

— Nunca he votado.

Por primera vez me di cuenta de que yo era un militar por los cuatro costados. Las Fuerzas Aéreas eran mi hogar. Emito mi voto con la eficaz cola de un "F-86".

Joe meditó sobre aquello y dijo:

— No se aflija. Virtualmente a cualquier legislador le gustaría luchar por usted. ¿Quiere que enrole en su defensa a Shimmark? Le gusta ver su nombre en los periódicos.

Le di las gracias a Joe y dije que ya solucionaría el asunto de alguna manera, pero esa misma noche ellos empezaron a bombardearme con sus grandes argumentos, antes aún de que yo le dijera a Hana-ogi que me proponía renunciar a las Fuerzas Aéreas y casarme con ella. Aquello sucedió muy lejos, en Texas, porque esa noche oí un programa radiotelefónico en el cual se explicaba por qué los demócratas de Texas iban a sostener la candidatura de Dwight Eisenhower para la presidencia. Yo había conocido al general en varias bases aéreas distintas y jugado con su hijo. Repentinamente, allí, en las oscuras calles de Osaka, Eisenhower se convirtió en el símbolo de lo que podía llegar a ser un comandante de las Fuerzas Aéreas: un hombre preparado a muchos tipos distintos de acción si su país lo necesitaba. Durante una hora infernal caminé por las calles de Osaka sopesando lo que hacía, y luego me vi en la entrada de mi callejuela, y el flaco Watanabe-san había acertado con fuerza en el pachinko y salió corriendo a la calle para ofrecerme una cerveza y me sentí enardecido de optimismo, y alrededor de las once, Hana-ogi vino a llevarme a casa, pero no le revelé la gran decisión que había tomado.

Por la mañana penetré furtivamente en Kobe, porque no quería que me vieran el general Webster ni el teniente coronel Craford y fui al Consulado norteamericano. La suerte me acompañaba, ya que el señor Carstairs, el cónsul, no había llegado aún, y pude hablar en privado con su secretaria, la muchacha de rostro caballuno que se casara con un soldado norteamericano.

La secretaria me reconoció inmediatamente y dijo:

— Gracias a usted mi hermanito es el héroe de toda la manzana.

— ¿Qué quiere usted decir?

— Me refiero a su autógrafo. Los chicos toman en serio Corea, aunque los adultos no lo hagan.

La muchacha dijo esto con una sonrisa, pero advertí que me escudriñaba con desconfianza, y después que hube intentado torpemente un par de veces iniciar la conversación, apoyó con firmeza ambas manos sobre el escritorio y dijo:

— Comandante Gruver… ¿Ha venido a averiguar cómo hace uno para casarse con una japonesa?

Tragué saliva y debí sonrojarme, porque mi interlocutora agregó, de inmediato:

— Yo los adivino a ustedes a un kilómetro de distancia. ¿De qué se avergüenza?

Le pregunté a qué se refería y se echó a reír.

— Todos ustedes creen que existe alguna treta para eludir el expediente. Y a usted le avergüenza hablarle a sus superiores.

La secretaria del cónsul me miró con una alegría tan contagiosa que hube de reír y me dijo:

— Pero nunca creí que usted se entusiasmara por una "cabeza de Buda", As Gruver…

Me mostré algo indeciso y pregunté:

— ¿Cuáles son, exactamente, las exigencias burocráticas?

— No puedo decirle una sola palabra, comandante.

— Usted trabaja aquí.

— Nos está prohibido. Ustedes los héroes militares tienen que solucionarlo todo mediante sus mandos.

— ¿Tan difícil es la cosa?

— Más que difícil, comandante. No queremos que hombres como usted se casen con japonesas. Dificultamos más aún el camino a los hombres como usted.

— Preguntaba nada más -dije.

— ¡Naturalmente! Aquí nunca vino un soldado con verdaderas intenciones de casarse. ¡Preguntaban nada más!

— ¿Conque no me ayudará?

La corpulenta muchacha se asomó por la puerta para ver si el señor Carstairs había llegado ya. Después de haberse convencido de que no, dijo:

— El viejo Calzoncillos caídos se atiene a la ley. Me echaría si me viera conversar con usted sobre asuntos legales. Pero supongo que si un hombre puede derribar siete "Mig", tiene derecho a un poco de ayuda.

Me mostró el legajo terminado de un marinero que se había casado con una japonesa. Yo había oído hablar del trámite burocrático. Hasta lo había visto en parte, al casarse Joe. Pero no había comprendido hasta qué punto era reiterativo y degradante. Comencé a comprender qué había querido sugerir Joe al decir que sólo un recluta, acostumbrado a estar en fila y a aguantar el chubasco, podía llegar al término de un casamiento japonés.

— ¿No le parece bastante dura esta carrera de obstáculos? -dije.

La muchacha se echó a reír y dijo:

— Si yo pudiera salirme con la mía, la haría más dura aún. Los hombres como usted no debieran aferrar a las japonesas por la sola razón de que están a su alcance.

— No quiero un sermón -protesté.

— Mire, comandante. Soy su hermana mayor. ¿Lo recuerda? Acabamos de estudiar cuáles son los norteamericanos que se casan con japonesas. Los descubrimientos no son agradables.

La secretaria hojeó varios documentos y leyó la historia de varios tristes casos: "Wyskansi, Noel. Se quedó huérfano. No obtuvo instrucción. Peleó a puñetazos con el sacerdote católico. Reformatorio." "Merchant, Nicholas. Huyó de su casa. Estuvo periódicamente en el calabozo desde que lo reclutaron. Dos consejos de guerra. Amenazó al visitador de la ayuda social, quien demostró que la primera muchacha con quien quiso casarse era una notoria prostituta." "Kelly, Joe. Su amigo. Registra los peores antecedentes de las Fuerzas Aéreas de Corea. Un constante problema de disciplina. Acusado de haber matado a un borracho en Chicago, pero la demanda fue desestimada en Chicago a causa de una argucia legal. Siempre al borde de la acusación criminal. En dos ocasiones, se recomendó su exoneración de las Fuerzas Aéreas."

La secretaria dejó la ficha de Kelly y preguntó categóricamente:

— ¿Cómo se enredó con un tonto como ése?

— Formaba parte de mi unidad.

— ¿Conoció usted a su japonesa por intermedio de Kelly?

Vacilé durante un instante, tratando de urdir una respuesta, pero la sagaz secretaria comprendió. Dejó el legajo y dijo pacientemente:

— Comandante Gruver, usted no es el hombre indicado para esas cosas. Esos individuos…, esos eternos fracasados…

La secretaria guardó ruidosamente el legajo y se volvió para sonarse. En ese momento se abrió la puerta y entró el señor Carstairs, siempre vestido de punta en blanco. Le bastó una mirada para verme y para ver el legajo y a su secretaria, que se secaba los ojos. Se detuvo exactamente en el centro del umbral y dijo:

— ¡Caramba! El comandante Gruver no se propondrá casarse con una japonesa… ¿verdad?

La secretaria alzó los ojos y resopló.

— Sí que lo piensa, maldita sea. Y yo le he estado diciendo que es un perfecto estúpido.

— Lo es -dijo el señor Carstairs.

Cruzó nuestra habitación y dijo con aspereza al salir:

— Pero no hay por qué inquietarse. Las Fuerzas Aéreas no permitirán esa estupidez.

Cuando el cónsul se hubo marchado, su secretaria preguntó:

— ¿Ha iniciado su japonesa el trámite que le corresponde?

— Le diré… Yo no he… -dije.

Con gran alivio, la muchacha se echó a reír y dijo:

— ¡Comprendo! Usted no se lo ha pedido… ¿verdad? ¡Gracias a Dios!

Me sonrojé y dije:

— Mire… Nos vamos a casar.

Ella hizo caso omiso de mis palabras y dijo:

— ¡Qué alivio! As, docenas de hombres como usted vinieron a preguntar sobre la manera de casarse. Pero, en su mayoría, no han hecho aún la proposición matrimonial. Respiro, pues, con alivio, ya que todo va bien.

— ¿Tiene usted alguna manera especial de impedirlo?

— No -dijo ella sorprendida-. Sólo que las muchachas japonesas de primera no quieren casarse con norteamericanos. Prefieren el Japón. Créame, As: se puede apostar diez contra uno a que la muchacha que se merece no querrá casarse con usted, y que el tipo de muchacha que puede conseguir no será aceptada por usted.

Miré la modesta oficina y la pila de informes sobre matrimonios. Luego declaré, con aire ceñudo:

— Puede iniciar un nuevo legajo: "Gruver Lloyd. Culto. Nunca tuvo dificultades. El mejor hombre que tenían en Corea las Fuerzas Aéreas. De definido tipo norteamericano. Se casó con una muchacha japonesa porque la amaba." Muéstreselo todos los días a su señor Carstairs.

Realmente furioso fui al pueblo de Takarazuka, donde esperé en un puesto de venta de legumbres próximo al Bitchi-bashi; y hacia el mediodía vi pasar a las primeras muchachas de "Takarazuka", con sus ondulantes faldas verdes. Luego pasó a mi lado Fumiko-san y me oculté en el fondo del puesto hasta que desapareció. Finalmente vi que se acercaba Hana-ogi y tuve la rara experiencia que suele vivir un hombre cuando ve que la muchacha a quien ama sortea los obstáculos en un sendero atestado de gente sin saber que él está mirando, y en esas ocasiones están extraordinariamente lindas y ratifican doblemente todos los pensamientos y decisiones de los días anteriores. Hana-ogi estaba así. Vestía un quimono gris veteado de plata y oro y aquella prenda la envolvía amorosamente, y sus pies, calzados con zoris de color plata claro, trazaban un intrincado dibujo entre la muchedumbre de compradores del mediodía, y cuando se acercó más a mi puesto de legumbres yo estaba vibrando como una hélice rota, pero sabía qué quería. Me estiré, la así del brazo, la atraje a mi lado. El dueño del puesto sonrió y salió a la vereda, como si estuviera habituado a que invadieran así su comercio todos los días.

— ¡Hanayo! -exclamé, con una pasión que nunca experimentara-. Me he decidido y he iniciado el trámite. Vamos a casarnos.

Al parecer, ella no comprendió, porque preguntó:

— ¿Qué dices?

— Voy a casarme contigo. A llevarte a Estados Unidos.

Recuerdo que una de las paredes del puesto estaba totalmente flanqueada por enormes rábanos blancos japoneses, de un metro veinte centímetros de longitud y del grosor de un hombre. Hana-ogi se replegó sobre ellos y se llevó la mano a la mejilla, donde, a la usanza japonesa, su cabello corto crecía hacia abajo en flequillos. Me miró durante un instante y las lágrimas afluyeron a sus oscuros ojos.

— Nosotros no hablar de casamiento, Rroyd-san. No. No.

— Sé que es una sorpresa -dije-. Pero lo he pensado todo a fondo y quiero renunciar a las Fuerzas Aéreas y encontrar algún otro empleo.

— Pero, Rroyd… Yo no ir a Estados Unidos.

— Ya solucionaremos eso también -dije-. Algún día modificarán esa estúpida ley en tal forma que un hombre pueda llevarse allí a su esposa.

— Tú no comprender, Rroyd-san. Yo no querer ir.

Me aparté de los rábanos gigantes y miré absorto a Hana-ogi. Me resultaba incomprensible el que una muchacha japonesa, que vivía en un pequeño y apretado país, sin comodidades y sin porvenir, rechazara Estados Unidos. ¿Qué había dicho la esposa del oficial en el "P. X." de Osaka?: "Esas malditas muchachitas japonesas están al acecho en las esquinas con lazos y atrapan así a los soldados norteamericanos."

— Te lo explicaré todo esta noche -dije.

Pero Hana-ogi replicó, con tono muy extraño:

— Algún día te irás del Japón, Rroyd-san. Antes de que te vayas, me gustaría que vieras retratos de la verdadera Hana-ogi, en Kioto.

— ¡No quiero ver retratos de ninguna clase! -exclamé-. ¡He venido aquí a decirte que vamos a casarnos, qué diablos!

— Tú conseguir automóvil mañana por la mañana… temprano -dijo ella.

Avanzó rápidamente hacia la puerta del puesto de legumbres y luego volvió para besarme con pasión en los labios.

— Quiero que, cuando tú volver a Estados Unidos, tú recordar gran belleza de Hana-ogi.

EL GUARDIÁN DEL MUSEO: Es probable que ni uno solo de los extranjeros de nuestra historia haya comprendido realmente al Japón.

En las primeras horas de la mañana siguiente partimos de Osaka en el "Chevrolet" del teniente Bailey y costeamos un río que, durante incontables siglos, había irrigado los arrozales de esa zona. Estaba muy por debajo del nivel de la carretera, comprimido entre poderosas represas construidas hace numerosas generaciones, y en toda la tierra se veían huellas de muchos afanes y pisadas de mucha gente. Adondequiera que mirábamos las mujeres trabajaban halando y levantando.