Capítulo 3

Amber no recobró su equilibrio emocional ni su sentido de las proporciones hasta que hubieron acabado de cenar en el salón del hotel. Sonriendo, decidió que el vino que Gray había encargado para la cena había contribuido favorablemente para aquella recuperación.

A través de los ventanales del salón, se vislumbraban, iluminados por farolas, jardines con forma de terrazas, una gran piscina, y algún que otro estanque. Detrás de todo ello, las cimas quebradas de la cordillera rasgaban el cielo estrellado. Era un escenario de ensueño.

Amber se había puesto para la ocasión un precioso vestido de seda verde. Lo había conservado porque no le traía recuerdos de Roarke. Gray pareció sorprendido al verla utilizar aquella indumentaria, pero su reacción fue de apreciación.

—Todavía no puedo creer que me haya casado contigo —dijo con una extraña sonrisa.

—Lo entiendo perfectamente —respondió Amber, intentando sonreír a su vez.

Era incapaz de separar los ojos de Gray, que estaba imponente aquella noche. Lo que había sentido cuando Gray la tomó del brazo antes de cenar había sido algo más que fría apreciación de la fuerza de sus manos.

Amber llevaba todo el día imaginando con sensualidad lo que sería pasar la noche junto a un hombre tan fuerte como Gray. Había recordado tantas veces el único beso que se habían dado, que tenía memorizado cada detalle.

Todavía desconocía la razón por la que les habían adjudicado una alcoba con dos habitaciones separadas, pero sí sabía que las maletas de Gray habían sido instaladas en el cuarto opuesto al suyo.

La intriga sobre dónde dormirían aquella noche la consumía cuanto más avanzaba la velada. —Este complejo residencial está muy aislado— dijo Amber cuando el camarero retiró los últimos platos de la mesa—. ¿Se da cuenta Symington de lo lejos que queda de cualquier centro habitado? Está en pleno desierto.

—El aislamiento forma parte del encanto —dijo Gray—. Todos los que vienen a un rancho del Oeste están deseando escapar de la civilización.

—Siempre que tengan todas las comodidades a mano añadió Amber riendo.

—Naturalmente. Cuando pagas un riñón por unos días en el desierto, estás pagando para algo. Como dijo muy bien Ozzie, este lugar ofrece todas las facilidades de la civilización, además de una agradable sensación de estar huyendo de ellas.

Amber se inclinó, bajando la voz.

—El grupo de Symington tendrá que invertir una fortuna para comprarlo.

—Sí, pero la tienen, y la gastarán si creen que el negocio es beneficioso.

Aquélla era la labor de Gray: decidir la conveniencia del negocio e informar a Symington, como Amber sabía muy bien.

—¿Qué tal los libros? —preguntó.

—Apenas tuve tiempo para descubrir dónde se encuentra la oficina de contabilidad —dijo Gray con sequedad—. Claney estuvo todo el rato dándome una charla estimulante sobre el lugar y sus posibilidades. Pero conseguí tina cita con el contable y el administrador mañana por la mañana.

—¿Vas a necesitarme? —preguntó Amber.

—No creo —respondió Gray suspirando—. Tardaré un rato en orientarme. ¿Te apetece bailar? Hay un trío tocando en el otro salón.

—Sí —respondió Amber sonriendo ampliamente—. Me encantaría.

Se dirigieron hacia el vestíbulo de techo de cristal, y Gray tomó la mano de Amber con una frialdad que la incomodó. Alzó la cabeza con una mirada interrogante. Gray la observó un instante, y luego la rodeó entre sus brazos. Amber se arrojó a ellos sin dudarlo un momento.

Podía sentir el calor de la mano de Gray sobre su espalda, y la delicadeza de sus dedos que se entrelazaban con los suyos. Gray la atrajo hacia sí, invitándola en silencio a reposar la cabeza sobre su hombro, lo que Amber hizo con un suspiro.

—¿Te das cuenta de que es la primera vez que bailamos juntos? —preguntó Amber.

—Sí, ya me he dado cuenta —respondió Gray, acariciando su pelo—, y creo que nos amoldamos perfectamente. —Cierto— asintió Amber.

También ella hubiera calificado de «perfecto» su acoplamiento en la pista de baile, y no podía por menos que preguntarse si sería igual aquella noche en la alcoba. Se acurrucó en los brazos de Gray, que la estrechó aún más contra su cuerpo.

La misma Amber estaba sorprendida de la cantidad de sensaciones eróticas que estaba experimentando aquella noche. Dos semanas antes, mientras escuchaba la proposición de Gray, estaba segura de que nunca sentiría por él más que un gran afecto. Sin embargo, sus pensamiento en la pista de baile estaban bastante alejados de la pasividad de tal sentimiento.

De repente, Amber sintió un acceso de vértigo, al dar— se cuenta de que estaba sintiendo más de lo que quería sentir. Más de lo que había esperado sentir hacia Gray.

Alzó la cabeza y se encontró con la mirada de Gray lavada sobre ella. Sus ojos pardos eran dorados a la pálida luz del salón, Aunque no hizo ningún movimiento que lo delatara, Amber supo que Gray había leído sus Pensamientos, y que presentía que algo iba mal. Le sonrió insegura y trató de buscar una conversación trivial.

—El complejo residencial parece estar en buen ésta —o, Gray. Está hasta arriba de clientes, y los campos están cuidados. Todo parece indicar que sería una buena inversión Gray se encogió de hombros.

—No es oro todo lo que reluce.

Amber pensó que Gray no sólo se refería a la venta, y no encontró ningún comentario brillante para replicar; de modo que asintió y no volvió a hablar. Sin embargo, tampoco apoyó la cabeza en su hombro como había hecho antes.

Le parecía a Amber que se había establecido cierta tensión entre Gray y ella. No sabía cuándo ni por qué, pero era como una red que los fuera envolviendo sutilmente. Conocía a Gray desde hacía tres meses, y nunca se había sentido a disgusto a su lado.

Pero, de pronto, era como si la presencia de Gray fuese más tangible que de costumbre, como si por primera vez aspirase su aroma varonil, observase su mirada dorada o sintiese su fuerza.

Intentó convencerse de que todo estaba en orden, de que era normal interesarse por el hombre que se acababa de convertir en su esposo mientras Gray la acompañaba hasta la mesa que compartían. Después de todo, era la noche de bodas. Pero era una tontería ponerse nerviosa, y más tratándose de Gray. Sería una tontería ponerse nerviosa… un amante amable y dulce, y la verdad era que Amber esperaba con expectación serena la primera noche a su lado.

Aquélla era la palabra adecuada, pensó Amber: Su expectación no tenía nada de apasionada, o impaciente, sino que era una espera calmosa y complaciente. Amber estaba segura de que Gray no esperaba nada más. El hubiera deseado que sus nervios también lo supieran, y que su mano no hubiera temblado al tomar la copa. —Se hace tarde— comentó Gray cuando acabó la copa, momentos después—, y quiero ver al administrador y al contable mañana. ¿Nos vamos a dormir?

Amber trató de descubrir si aquella pregunta guardaba alguna intención oculta, pero fue imposible, así que se limitó a asentir. Gray la tomó de la mano, y pronto estuvieron frente a la puerta de su habitación. Cuando Gray introdujo la llave en la cerradura, Amber sintió un sudor frío, y deseó que Gray hiciera el primer movimiento, como era lo tradicional. Hubiera dado cualquier cosa por poder leer el pensamiento de su esposo.

Pero no mucho después de entrar en la alcoba, Amber supo que no era tan difícil adivinar el fin de la velada. Gray se quitó la chaqueta con despreocupación, se desabrochó un botón y deshizo el nudo de la corbata. Luego, sonrió a Amber.

—¿Tienes todo lo que necesitas en tu habitación? Supongo que el botones colocaría las maletas en su sitio, pero no lo he comprobado.

Amber tragó saliva e intentó esbozar una sonrisa.

—Sí —dijo—, lo tengo todo.

—Entonces —dijo Gray asintiendo—, te dejaré dormir. Se aproximó a ella y le besó levemente los labios.

Luego, se dirigió a su habitación.

—No te levantes mañana cuando me oigas —dijo desde la puerta—. Éstas son tus vacaciones.

—Lo recordaré.

Amber dijo aquello con tal frialdad, que Gray se volvió y la miró fijamente.

—Buenas noches, Gray —consiguió decir—, gracias por esta velada maravillosa.

—Gracias por casarte conmigo —respondió Gray. Amber lo observó mientras desaparecía hacia su habitación. Tardó un rato en darse cuenta de que se había quedado estupefacta de pie y mirando la puerta cerrada. Entonces se metió en su habitación, enfadada con Gray y consigo misma. Se hundió en la cama. La cabeza le daba vueltas.

«De acuerdo», pensó, «ya sé que éste no es el idilio del siglo, pero eso no significa que los recién casados duerman en habitaciones separadas».

Y no se trataba de que Gray friera demasiado tímido… no le había costado nada declararse. Tenía que haber otra razón para aquel comportamiento. Amber se mordió el labio inferior, imaginando qué razones podrían impulsar a Gray a dormir sólo aquella noche. Se quitó los zapatos y paseó de un lado a otro de la habitación Lo peor de todo era que no sabía si sentirse dolida, ofendida o aliviada.

Se desvistió y se puso el camisón que había comprado para la ocasión. Luego, se miró en el espejo. Tenía treinta años y se había casado con Gray de buena fe, dispuesta a ser su esposa en todo el sentido de la palabra. Si Gray no opinaba igual, era ridículo que se hubiera casado con ella, No tenía sentido.

Herida en lo más íntimo y cada vez más excitada, Amber salió de su habitación como una exhalación. Cruzo la sala y llamó a la puerta de Gray.

Pasa, Amber —respondió la voz profunda de Gray al cabo de un rato.

Amber abrió la puerta y entró. Gray estaba de pie junto a la ventana, desnudo de cintura para arriba, y no se volvió hacia ella. Amber admiró sus anchos hombros y su cintura delgada. Tardó unos segundos en recuperar el habla. Creo que deberíamos hablar, Gray.

—No es necesario —respondió Gray con dureza y amabilidad a un tiempo—, por lo menos, no lo es todavía.

Cada cosa a su tiempo, Amber.

Amber avanzó hacia él, pero Gray siguió sin mirarla. —No lo entiendo, Gray— dijo—. Si no querías… si no tenías la intención de tratarme como a una esposa, ¿por qué me pediste que me casara contigo? Gray se volvió por fin, con expresión meditabunda. Durante un momento, observó extasiado la figura de Amber en camisón, y después de mirar su rostro, su expresión se dulcificó.

—Tenemos mucho tiempo, Amber; no hay prisa. No quiero forzar la situación.

—Pues no parecía tal cosa cuando me pediste el matrimonio —contestó Amber con brusquedad—. Era el momento apropiado.

—¿Eso es todo lo que soy? ¿Algo apropiado? Gray frunció el ceño, y se acercó hacia ella. —Amber, cariño, ¿qué sucede?— Eso pregunto yo.

Gray se detuvo a su lado e hizo que Amber alzara la mirada, sosteniendo su barbilla con la mano. —Somos amigos, ¿no? No somos un par de adolescentes que no saben controlarse. Las cosas hay que hacerlas despacio y con buena letra, paso a paso. Amber lo miró retadora.

—Gray, te gustan las mujeres, ¿verdad? Quiero decir… no te habrás casado conmigo sólo para cubrir algún problema de homosexualidad, ¿no?

Los ojos de Gray brillaron de pronto con una intensidad desconocida y, sin una palabra, la estrechó de pronto entre sus brazos y la besó como nunca la había besado antes.

Amber se quedó tan desconcertada, que no hizo nada. El abrazo encerraba el calor y la seguridad usuales en Gray, pero daba la impresión de que había abandonado de pronto ciertas inhibiciones. La fuerza reconfortante de Gray pasó a convertirse en algo mucho más elemental e instintivo, que hizo que Amber se estremeciera, y el calor pasó a ser una llama de pasión, que prometía más que simple afecto.

Inconscientemente, Amber entreabrió los labios y Gray mordisqueó el inferior. Luego la tomó de los muslos y la estrechó contra sí, dejando que Amber comprobara el deseo que lo consumía. Entonces, Amber gimió su nombre, y Gray se apartó.

Amber lo miró asombrada.

—¿Responde eso a la pregunta? —preguntó Gray con una calma aparente que el fuego de su mirada desmentía.

Amber pestañeó y asintió a la vez.

—Sí —susurró—, supongo que sí. Gray sonrió.

—Entonces, vuelve a tu habitación y deja de preocuparte. Ya te he dicho que cada cosa a su tiempo. —Pero tú me deseas— dijo Amber despacio.

—Puedo esperar.

Amber lo miró con perplejidad.

—¿A qué? —preguntó—. Gray, tengo treinta años… no me trates como a una jovencita inocente. Gray rió. —Me parece que hay muchas jovencitas que son menos inocentes que tú, Amber.

—¿Qué quieres decir? Gray suspiró.

—Cariño, ya te he dicho que puedo esperar.

—Pero ¡si yo no te lo pido! Soy tu mujer. Me casé contigo esperando compartir tu cama. —No lo entiendes aún, ¿eh?— dijo Gray, asomándose a la ventana de nuevo—. Cuando te acuestes conmigo, Amber, quiero que sea porque lo has deseado, no porque sea tu deber de esposa. Amber sintió que las mejillas se le coloreaban, y se alegró de que Gray no estuviera mirando. Se recobró de su aturdimiento y dijo con firmeza: Gray, a mí me apetece dormir contigo. Es lo más natural, dadas las circunstancias, y es un deber que no me cuesta nada. De veras.

Gray se volvió hacia ella. Su expresión reflejaba frialdad y furia, lo que desconcertó a Amber. Nunca le había visto perder la paciencia. Siempre se había comportado con serenidad y sangre fría.

—Vuelve a tu habitación, Amber. Te he dicho que no quiero precipitar las cosas y va en serio.

Su voz reflejaba el enfado de su mirada.

De pronto, la furia envolvió a Amber, como una tempestad de rabia incontrolada.

—¡Maldita sea, Gray! ¡No entiendo qué es lo que esperas! Me casé contigo porque pensé que nos entendíamos; y eso incluía la relación sexual. Pensé que podría mantener una relación madura contigo. Tú sabías que no me desbordaba la pasión, y si crees que eso cambiará con el matrimonio, estás pero que muy equivocado.

—¿Ah, sí? —preguntó Gray.

Para la mayor exasperación de Amber, la furia de Gray estaba cediendo lugar a la burla. —¡Sí! ¡Te juro que lo estabas!

Amber alzó la cabeza con orgullo y salió de la habitación, cerrando de un portazo. Una vez fuera, descubrió que todo su cuerpo temblaba. Ahogando un sollozo se metió en su habitación y cerro con llave que todo su cuerpo temblaba. Ahogando un sollozo, se metió en su habitación y cerró con llave. Gray se quedó un rato contemplando la puerta, primero impasible y luego sonriente. Su garita pasional estaba empezando a enseñar las garras. Con un poco de suerte, Amber no tardaría en descubrir la llama pasional que la quemaba y que ella misma se ocultaba.

Pero, hasta ese momento, Gray tendría que pasar varias noches solo e incómodo. Maldiciendo por lo bajo, Gray se aproximó a la cómoda donde reposaba una botella de coñac, cortesía de la casa. El coñac no era su compañero preferido para la noche, pero no se senda exigente. Se sirvió una copa y caminó hacia la ventana. Apagó la luz y se quedó mirando el paisaje.

Twitchell tenía razón; el desierto podía resultar un lugar muy solitario. Totalmente relajada. Todavía le chocaba su propia reacción violenta de la noche anterior, pero la mañana radiante le hizo encontrar mil excusas a su comportamiento había sido un día largo y ajetreado… la boda, el viaje… Al parecer, Amber había malinterpretado las intenciones de Gray en el matrimonio. Pensó que llevarían una vida conyugal tradicional.

Se vistió y salió de la sala. Gray ya había salido para su reunión de negocios. Había una nota sobre la mesa en la que le indicaba que se reuniría con ella en el restaurante a la hora de comer. Le sugería que fuera un rato a la piscina por la mañana.

Por supuesto, no mencionaba el pequeño altercado de la noche anterior. Amber frunció el ceño y tiró la nota a la papelera. Su reacción principal al recordar la escena era de vergüenza. No era propio ni de ella ni de Gray el perder la paciencia de aquella manera. Ambos estaban bajo una gran tensión, decidió Amber, y ninguno se había dado cuenta. Aquel día intentaría restaurar la paz y la armonía que había reinado en su relación durante aquellos tres meses. Y algo le decía que Gray trataría de hacer lo mismo.

En realidad, había muchos aspectos en los que eran muy similares, pensó mientras bajaba a desayunar a la cafetería del hotel. La desagradable escena de la noche anterior sería olvidada a la luz del nuevo día. Ninguno de los dos haría la más mínima referencia, y su relación recobraría el tono tranquilo y reposado que la caracterizaba. Amber supuso, aliviada, que ambos actuarían como si nada hubiera ocurrido.

Y estaba en lo cierto. Cuando Gray se reunió con ella en la comida, su mirada era cálida y agradable.

Amber le sonrió.

—¿Qué tal la reunión con la administración? —preguntó Amber una vez hubieron pedido la comida.

—Suave como la seda. Amber alzó las cejas.

—Me parece descubrir un doble sentido en tus palabras, ¿me equivoco?

—No —respondió Gray untando mantequillas en el pan—. Todo fue demasiado bien esta mañana. Los libros están en perfecto estado. Tanto, que he decidido ir a jugar al golf esta tarde, en vez de trabajar. ¿Te apetece?

Amber rió.

—Soy un desastre jugando al golf.

—Yo también, pero ¿no es una pena no aprovechar las ventajas de nuestra estancia?

—Tú estás tramando algo, Gray. ¿Qué es?

—Te lo contaré en el hoyo once.

—Ajá. Qué misterioso. ¿Y qué pasa en el hoyo once? Gray tomó un pedazo de pan.

—Creo que será mejor que no hablemos de ello hasta llegado el momento.

—¿Temes que nos estén escuchando? —preguntó Amber riendo.

—Ya me conoces, no me gusta arriesgarme.

—Si —asintió Amber contenta—, ya te conozco.

Y era cierto. El enfrentamiento de la noche anterior no había sido más que una equivocación de los dos.

De modo que, aquella tarde, alquilaron dos juegos de palos de golf y se dispusieron a jugar. La hierba verde y cuidada del terreno contrastaba violentamente con los alrededores secos y rojos del desierto.

—Es como un oasis en el desierto, ¿verdad? —comentó Amber mientras se disponían a disparar la primera pelota.

Hacía tiempo que no jugaba, y sabía que el golpe iba a ser muy malo.

Gray no dijo nada hasta que Amber disparó. La bola no fue muy lejos, pero, al menos, no se desvió. Amber colocó su palo sobre el carro motorizado que estaban utilizando.

—No está mal —observó Gray cortésmente.

—Espero que seas tan malo como dices —dijo Amber—, porque si no, te vas a aburrir muchísimo jugando conmigo.

—Ya verás —replicó Gray con sequedad. Amber sonrió al ver lanzar la pelota a Gray con un ágil movimiento que la colocó muy cerca del hoyo.

—Lo sabía —comentó, sentándose a su lado en el cochecito—. Esto se te da muy bien. Cuando te canses de mi torpeza, recuerda que fuiste tú el que te empeñaste en jugar.

—Lo recordaré. Pero no te preocupes; no me gusta nada este juego.

Amber lo miró sorprendida.

—Entonces, ¿por qué jugamos?

—Porque quiero echar un vistazo al hoyo once.

—Pues menudo rollo, tener que jugar diez agujeros para llegar hasta allí —murmuró Amber.

—Desgraciadamente, no se me ocurre otra manera de investigar sin llamar la atención.

—¿Vas a decirme qué es lo que pasa, ahora que estamos alejados del hotel? —preguntó Amber con curiosidad.

Gray solía tenerla informada siempre de sus negocios. La trataba como a un igual, y aceptaba agradecido su consejo.

—Según los libros que miré esta mañana, la administración gastó mucho dinero en arreglar el hoyo número once tras unas inundaciones del invierno pasado —explicó Gray.

—Muchísimo dinero, Amber —enfatizó Gray—. Estuve hablando con uno de los jardineros esta mañana, y mencionó por casualidad que las inundaciones estaban previstas antes de construir el hotel. Todo el campo de golf está protegido, de forma que el agua se encauza en unos canales que lo rodean. De todas formas, la naturaleza es impredecible, y todo puede pasar.

—Vaya, la cosa se pone interesante. Dime lo que sospechas.

—Este jardinero trabajaba aquí el invierno pasado, y recuerda la inundación —dijo Gray, parando el carro junto a la pelota de Amber—. Dijo que el campo de golf no había sufrido desperfectos.

—Bueno; ya veo por dónde vas.

Amber calculó la distancia que separaba su pelota del hoyo. El segundo golpe se desvió un poco hacia la izquierda, pero cayó en la hierba.

—Te salvaste —comentó Gray alegremente. Amber se llevó la mano a la frente, tratando de ver la pelota.

—Ni siquiera puedo verla. No te preocupes, yo la tengo controlada. Amber subió al carro de nuevo Bueno Sherolock colmes, cuéntame el resto de tus deducciones. —Elemental, querida Watson respondió Gray—. Sospecho que Vic Delaney aprovechó las inundaciones del año pasado para reclamar más daños de los que había en realidad y escribió un gasto de miles de dólares en un hoyo; el once.

—Ummm. —Justo lo que yo dije: «ummrn» —asintió Gray. De todas formas, eso no implica que el hotel tenga dificultades económicas— opinó Amber con lógica—, sólo que Delaney hace trampa al declarar a Hacienda.

—Ya. Pero encontrarme algo así nada más empezar despierta mi curiosidad —dijo Gray.

La curiosidad y al tenacidad de Gray eran las que lo habían convertido en un asesor convincente y de confianza.

—Lo sé —dijo Amber, que lo había visto trabajar más veces—. En fin, no tenemos mis que aguantar hasta el dieciocho, el último. Si no, llamaríamos mucho la atención, ¿no crees?

—Creo que voy a acabar agotada —dijo Amber—, cada vez hace más calor. —Eso me recuerda otro poema de Twitchell— musito Gray—. Emboscada bajo d Sol Abrasador.

Lo recuerdo —intervino Amber—. Era otro de los que hacían referencia a la piel caliente y al hierro ardiendo. ¿Sabes? Desde que te escribió la señora Abercombrie, no hago más que descubrir connotaciones sexuales en los poemas deTwitchell.

—No lo descubriste antes, porque, en realidad, no existen —afirmó Gray con dureza—. Y en mí carta a la señora Abercombrie, voy a demostrarlo. Y lo demostraré aún más a fondo en mi artículo para Poetas del Suroeste.

—Estoy segura de que le encantará tener noticias del otro único estudioso de Twitchell —afirmó Amber, divertida. Yo no soy el «otro» único experto en Twitchell —replicó Gray con calor—. Yo soy el «único» experto.

—Supongo que la señora Abercombrie tendría algo que objetar a eso.

—La señora Abercombrie es un fraude, y pienso demostrarlo rió Amber.

Exactamente. Cada cosa a su tiempo y la justicia vencerá como en las baladas de Twitchell. —¿Después de que te demuestres a ti mismo que el hoyo once no ha sufrido ninguna reparación costosa?

El hoyo once era, para el ojo inexperto de Amber, exactamente igual que los otros. Gray lo estudió con detenimiento, como si estuviera buscando una pelota, aunque Amber sabía que sólo era una excusa. Ella consiguió meter la pelota al tercer intento, mientras que Gray lo hizo de un solo movimiento.

—Menos mal que no te gusta jugar —comentó Amber, colocando la bandera en su lugar.

—Es un juego tonto y aburrido —dijo Gray montando en el carro.

—Si piensas así, ¿de dónde sacaste ganas para aprender a jugar tan bien?

—No juego tan bien. Sólo lo suficiente como para no hacer el ridículo frente a mis clientes.

Muchos de ellos, desgraciadamente, son aficionados al juego.

Amber lo miró con escepticismo. Algo le decía que Gray no había tardado mucho en aprender a jugar. Su fuerza y coordinación naturales lo habrían ayudado.

Al pensar en su cuerpo, recordó de nuevo la noche anterior; el tiempo que había tardado en dormirse, pensando en lo que sería estar en los brazos de Gray. Pero prefirió desechar tales pensamientos. Las cosas iban bien entre ellos dos en aquel momento, y no sería Amber quien las estropease.

—¿Qué haremos esta noche? —preguntó Amber.

—Esta noche —respondió Gray—, cenaremos con vino francés.

—¿Ah, sí? —repuso Amber intrigada—. Bueno, me encanta el vino francés, pero ¿hay alguna razón especial? La mirada de Gray brilló.

—Sí, creo que Delaney no tendrá de la marca que voy a pedir. No está en la lista de vinos.

—¿Y entonces por qué lo pides?

—Porque Vic Delaney gastó un montón de dinero en traerlo, y creo que la operación no llegó a realizarse. Pero esta noche lo sabremos, ¿verdad?

—Claro —respondió Amber despacio.

Trató de parecer diplomática, ya que Gray no hablarías que de negocios; pero estaba empezando a temer que la segunda noche de su matrimonio transcurriría como la primera: solos cada uno en su habitación.