Capítulo 1

Cormick Grayson apartó a un lado el montón de papeles sobre los que estaba trabajando, se sirvió otra copa de coñac y dijo con tranquilidad:

—Se me está ocurriendo que no veo ninguna pega en que nos casemos.

Amber Langley, que en aquel momento saboreaba un sorbo de coñac, se atragantó.

—¿Cómo has dicho?

Intentó recuperar el aliento mientras que Grayson le golpeaba amistosamente la espalda. Era un gesto natural de él.

Después de todo, era su amigo. Amber repitió la pregunta.

—¿Qué has dicho?

—Ya lo has oído —replicó Grayson, sonriendo—. No encuentro ni una sola razón para no casarnos, somos amigos, trabajamos a gusto juntos, y te pasas la mayor parte del tiempo en mi casa.

Sus ojos acaramelados la observaban con aire divertido desde el sofá.

Amber pestañeó, tratando de recobrar la calma que parecía haber perdido.

—Trabajo para ti, ¿recuerdas? Si haces de tu casa el lugar de trabajo, la conviertes en una oficina. Es en una oficina en la que me paso mucho tiempo.

Grayson se encogió de hombros con naturalidad.

—No me da la impresión de que estés a disgusto aquí.

—No —admitió Amber pensativa—, la verdad es que no me importa trabajar aquí.

Levantó la mirada para estudiar a Grayson. Cormick era un hombre de fuerte constitución. No era que fuera obeso, pero tenía un corpachón. También sus pies y sus manos eran grandes, y debía medir sobre el metro noventa.

Los ojos de Grayson tenían una mezcla acaramelada de verde y dorado, y su mirada era directa y observadora, aunque nunca intimidatorio. Las facciones de su rostro estaban en consonancia con la corpulencia de su cuerpo; la barbilla enérgica, los labios firmes, y la nariz amplia. El cabello castaño, con reflejos cobrizos, estaba siempre cuidadosamente arreglado. Su aspecto general era el de un hombre conservador que rayaba los cuarenta.

Pero, a pesar de su fortaleza y de su musculatura, Cormick Grayson era un hombre tranquilo y silencioso. Era probablemente aquella contradicción la que Amber consideraba más atractiva.

Grayson no era un tipo de hombre temperamental o intranquilo, sino que siempre estaba en calma, y sus pasos eran predecibles. Cynthia, la hermana de Amber, lo calificaba de «plácido». Amber había notado todas aquellas cualidades de placidez de Grayson desde el día en que lo conoció, unos meses antes, cuando la agencia de secretarias temporales la envió a su casa. Grayson la había recibido con una sonrisa cortés y un brillo amable en los ojos. Se había presentado a sí mismo, y la había invitado a llamarlo Gray.

Amber sabía que no había impresionado a Grayson con sus habilidades profesionales, que eran pasables, pero no extraordinarias. Como otras muchas mujeres que se veían sin trabajo temporalmente en sus especialidades, Amber se había apoyado en su conocimiento básico de mecanografía. No tenía más opción que ésa, o esperar con los brazos cruzados que le cayera un trabajo del cielo.

Pero, a las dos semanas de trabajo junto a Grayson, éste le había ofrecido un empleo de jornada completa como ayudante. Aunque Grayson admitía que el trabajo a máquina de Amber no era perfecto, había descubierto su buena cabeza para los negocios.

En realidad, no era tan sorprendente, ya que, hasta hacía poco, Amber había trabajado en una agencia de publicidad de California. Allí había aprendido a tener ojo para los negocios, y a manejar a los clientes con facilidad. Sabía generar entusiasmo con sólo una sonrisa y todas éstas eran cualidades que Gray necesitaba en su negocio.

Pero, quizá, lo más importante de todo era que a Amber no le importaba ayudarlo en el estudio sobre Ulysses Twitchell, un poeta no muy conocido y con el que poca gente era tolerante. Amber estaba segura de que había sido aquella colaboración la que más la había ayudado a conseguir el puesto. Aquella noche, Grayson le estaba proponiendo matrimonio, de la misma manera razonable y casual en la que le había ofrecido el puesto. Era su forma habitual de comportarse. Pero, aquella vez, había conseguido sor— prenderla. —Estás bromeando, ¿verdad?

—Claro que no, Amber, me parece lógico —repuso Grayson—. Nos gusta trabajar juntos, nos respetamos y nos lo pasamos bien. Tenemos intereses similares. Quiero que lo pienses. Ya sé que no soy un hombre excitante o pasional; pero me da la impresión de que tú tampoco buscas eso.

Amber negó con la cabeza.

—No —susurró Amber—, tienes toda la razón. Yo no busco eso.

Había tenido una relación de aquel tipo seis meses antes con un piloto de coches de carreras llamado Roarke Kelley. Los altibajos de su unión habían desequilibrado tanto su vida que había necesitado dos meses para centrarse y acabar con la relación. Kelley le había proporcionado pasión y fuego, en una escala de intensidad que Amber no había podido resistir.

Entonces, se había alejado de California y de su espléndido trabajo buscando una vida más estable. La había encontrado junto a su hermana, en Bellevue, y trabajando para Cormick Grayson. Gray tenía razón. El tipo de matrimonio que le ofrecía era el que más le convenía. Pero había un problema.

No amaba a Gray.

Lo admiraba, lo respetaba, le tenía cariño…, pero no lo amaba. A veces se preguntaba si Roarke Kelley no habría acabado con toda su capacidad de pasión y amor.

—Qué estás pensando, ¿Amber? —preguntó Gray, que seguía cómodamente recostado en el sofá, observándola.

Gray había pensado a menudo que Amber era una mujer perfecta para él. El color de su cabello y de sus ojos se asemejaba al ámbar. Tenía el pelo rizado y aquella noche se lo había recogido con varias horquillas. El halo dorado del cabello enmarcaba y destacaba los grandes ojos, la boca sensual, y el resto de las delicadas facciones. Amber no era una mujer particularmente hermosa, pero la mayoría la consideraría interesante.

En los tres meses que llevaba con ella, Gray nunca había visto en su rostro demasiado maquillaje.

Aquello le gustaba, pero también lo intrigaba. Suponía que cuando trabajaba en la agencia de California debía de pintarse mucho más. Pero aquella reticencia al uso excesivo de carmín, esmalte y sombra de ojos debía de ser otra de las reacciones contra su vida anterior.

También le sorprendía su forma de vestir; siempre austera y elegante, que contrastaba con la moda propia del mundo de la publicidad de California. A Gray le gustaba más cuando vestía con vaqueros, como aquella noche; le parecía más natural en ella.

Pero, llevara lo que llevara, Gray no podía dejar de admirar la curva suave de su pecho, y la redondez llamativa de sus caderas. No era de los hombres a los que atraía la delgadez de la figura femenina, y casi todos sus amigos compartían sus gustos. Como Ulysses Twitchell decía en uno de sus versos: «la mujer debe parecer mujer, y no una vaca famélica».

En cualquier caso, Amber no era de las mujeres que cuidaban obsesivamente la línea, y eso la convertía en compañera ideal para disfrutar de una buena comida.

Y Gray sabía que eso no era lo único que se podía disfrutar con Amber. Intuía que, escondida tras el olvido, había una pasión cálida y dulce que sólo esperaba a ser descubierta. Gray sabía que era un sentimiento oculto para todo el mundo, incluida la propia Amber. Le habían hecho daño en California, y necesitaría tiempo para reponerse.

Pero, desde el primer momento que la vio, Gray supo que, cuando llegara el momento de desvelar sus sentimientos, él tendría que ser el hombre elegido. Y casarse con ella sería como asegurarse ese puesto. Estaría esperando a que la Bella Durmiente despertara.

Con los ojos semicerrados, ocultando el interés de su mirada, Gray esperaba la respuesta.

—¿Que qué pienso? —repitió Amber frunciendo el ceño—. Es que me has pillado desprevenida. No me había dado cuenta… no había notado que me mirabas como a una posible esposa.

Gray sonrió con amabilidad.

—¿Por qué no? Creo que te he llegado a conocer bastante bien en estos dos meses, y tienes todo lo que siempre he deseado en una mujer.

Amber protestó con decisión.

—¿Y qué hay del amor? —planteó—. Gray, yo te admiro de veras, pero no te amo. En realidad, no me veo capaz de amar a ningún hombre, por lo menos pasionalmente.

—¿Es que tengo aspecto de hombre pasional? —preguntó Gray, mientras alzaba las cejas con ironía—. ¡Qué raro! Siempre me he considerado tranquilo y plácido como el mar en calma.

Pese a su confusión, Amber rió.

—Pues no sabes lo bien que se está junto al mar en calma.

—Cásate conmigo, y lo experimentarás siempre.

La sonrisa de Amber desapareció, y miró la copa de coñac que sostenía entre los dedos. —¿Estás seguro de lo que haces, Gray?—. ¿Alguna vez no lo he estado?

No había arrogancia en aquella contestación. Cormick Grayson siempre sabía lo que hacía.

Amber no lo dudaba ni un momento. Movió la cabeza.

—No, Gray. La verdad es que nunca te he visto cometer el más mínimo fallo, por lo menos en el trabajo. Pero el matrimonio es algo diferente, ¿no te parece? —¿Qué tiene el matrimonio de diferente? He estudiado la situación y nuestras circunstancias, y creo que puede salir bien. Ninguno de nosotros es excesivamente apasionado, por lo que los sentimientos no cegarán nuestra relación. Además, ambos somos honestos, y creo que muy capaces de cumplir un compromiso. ¿Qué más se necesita para un matrimonio?

Amber hizo un gesto de exasperación.

—¿Qué más? —repitió—. Yo no lo sé, Gray; pero siempre oí hablar d amor y pasión, además de integridad.

—No lo creas. Estoy seguro de que a lo largo de la historia ha habido muchos matrimonios felices que no basaban su relación en el amor ni la pasión. La idea del amor romántico es algo que ha surgido en este siglo. En los siglos anteriores, nadie se casaba por amor.

Amber frunció el ceño.

—Lo sé. Las generaciones anteriores se casaban por dinero.

—Yo no lo llamaría «cultura», precisamente, pero entiendo lo que quieres decir —dijo—. Creo que intentas sobornarme, Gray.

—Claro. El viaje te hará bien, y a mí me apetece que vengas…, no como mi ayudante, sino como mi esposa.

Amber se llevó la copa a los labios, y luego jugueteó con ella entre los dedos.

—No sé, Gray, de verdad que no. Me siento halagada por tu proposición, pero, si te digo la verdad, no se me había pasado por la cabeza la idea de casarme todavía.

Gray alargó la mano y dibujó una caricia a lo largo de la barbilla de Amber. Su mirada reflejaba comprensión y gentileza.

—Lo sé —dijo—. Te repito que no hace falta que aceleremos las cosas. Si no puede ser antes del viaje a Arizona, no me importa esperar. Yo, por mi parte, lo tengo muy claro.

Amber se sentía terriblemente tensa.

—Estás seguro de que no buscas un amor intenso o salvaje, ¿verdad Gray? Porque eso no te lo podré dar; y lo último que desearía sería hacerte desgraciado. Eres bueno, y quiero que seas feliz. —Tú puedes hacerme feliz, Amber. ¿Estás convencido?

—Sí.

—Bueno… lo pensaré —decidió Amber al fin en un susurro.

—Si te digo la verdad, Cynthia —dijo Amber al día siguiente desde el asiento de al lado del conductor del BMW de su hermana—, estoy considerándolo muy seriamente.

—No entiendo cómo pudo adoptar una postura tan fría para pedírtelo. ¡Dios mío! Por lo que dices, más parece que te estuviera mandando trabajo que pidiendo en matrimonio.

Cynthia Paxton dobló una de las esquinas que las acercaba al centro comercial de Bellevue. Hubiera podido hacer aquella ruta con los ojos cerrados, tal era la frecuencia con la que visitaba esos grandes almacenes.

Cynthia era dos años mayor que Amber. Tenía el pelo corto, algo más oscuro que el de su hermana, y había heredado los ojos azules de su padre, no como su hermana, que los tenía pardos. Trabajaba en el departamento de personal de un banco cuando conoció a Sam Paxton, un corredor de bolsa, y se casó con él. Cynthia abandonó el empleo al nacer su hijo Drake, aunque pensaba volver a trabajar cuando el niño cumpliera los tres años. Mientras tanto, atendía la casa, iba de compras, y daba buenos consejos a su hermana.

Amber dirigió a Cynthia una sonrisa irónica.

—Es la manera en la que me hubiera imaginado a Gray en una situación así, de haberme parado a pensarlo. Es su forma de ser. Es silencioso, racional y tranquilo.

—Yo diría más bien aburrido —opinó Cynthia mientras recorría el aparcamiento del centro comercial en busca de un espacio para aparcar—. Silencioso, racional, tranquilo y aburrido. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres, Amber? No te metas en algo de lo que no estés segura solo porque parezca un puerto seguro después de la tempestad de Roarke. El que te friera mal con Roarke Kelley no significa que tengas que buscar ahora todo lo contrario. Después de todo, cuando estabas contenta con Roarke, estabas feliz. Casi eufórica.

—Sí, y cuando estaba triste, estaba destrozada —concluyó Amber con firmeza—. Creo que prefiero vivir sin altibajos. La verdad es que creo que las cosas irán bien con Gray.

Cynthia deslizó el automóvil en un espacio vacío y apagó el motor. Luego, se volvió hacia su hermana.

—Crees que «bien» es suficiente, ¿Amber?

—Estoy casi segura de que lo será para mí —respondió Amber lentamente—, pero…

¿Pero?

—Pero no estoy tan segura acerca de Gray. Se merece más, Cynthia, se merece una mujer que lo ame. —Y tú no lo amas.

Amber suspiró.

—Me gusta; me encuentro a gusto con él; lo respeto. Pero no estoy enamorada de él. Creo que nunca volveré a sentir pasión por un hombre. Roarke agotó mis reservas.

Cynthia golpeó con la mano el volante, ignorando los saltos y movimientos del pequeño que viajaba detrás, y que empezaba a impacientarse.

—Dime, Amber; ¿qué te parece Gray como amante? Amber se sonrojó ligeramente, asombrada de su turbación por una pregunta bastante lógica.

—No me desagrada, si te refieres a eso.

—No quiero decir eso. Dime, ¿te gusta? ¿Os habéis besado? ¿Te has acostado con él?

—No, no me he acostado con él, aunque no creo que sea de tu incumbencia.

—Amber, estamos hablando de matrimonio. La parte física es muy importante.

—Me ha besado un par de veces —murmuró Amber al tiempo que salía del coche.

Prefirió omitir que habían sido besos breves, más amistosos que apasionados.

—¡Te ha besado un par de veces! ¡Vaya! Menudo donjuán, me siento impresionada —se burló Cynthia, que había salido también del coche, y estaba sacando a Drake del asiento trasero—. Has estado casi viviendo en su casa, ¿y eso es lo único que ha hecho?

—No he estado viviendo en su casa —protestó Amber—. Trabajo allí.

Era curioso que Cynthia y Gray hubieran hecho un comentario tan similar.

—Tranquila —dijo Cynthia con suavidad—, sólo quería destacar que la cosa no parece muy emocional. —Y no lo es— admitió Amber—, pero yo lo prefiero así.

—¿Y Gray también? ¿Estás segura?

—Dice que le gusta el trato, y que no tiene prisa.

—¿Que no? ¡Si se quiere casar en el plazo de dos semanas!

—Sólo porque sería más conveniente —replicó Amber. Al decirlo, no pudo evitar una sensación desagradable.

Era cierto que no buscaban una relación apasionada, pero Gray se había pasado de prosaico, y estaba segura de que cualquier otro matrimonio, por muy plácido que fuera, presentaría mejores argumentos que la conveniencia. Pero enseguida rechazó el pensamiento. La conveniencia era una razón válida para programar la fecha de la boda.

—Dime algo —la retó Cynthia mientras avanzaban hacia la entrada del centro comercial—. ¿Hay algo que le emocione a Grayson?

—Bueno, está Sherbone Ulysses Twitchell —murmuró Amber, esbozando una sonrisa—. Ha habido momentos en los que lo he visto absolutamente entusiasmado con él.

—¡Twitchell! ¿Ese horrible poeta del siglo diecinueve que Grayson dice haber descubierto?

—Te aseguro que Twitchell existe —afirmó Amber—. Grayson tiene tres copias de sus obras completas, firmadas por el puño y letra del propio autor. Creo que son los únicos ejemplares, lo que convierte a Gray en el gran experto sobre el tema.

—Está loco —opinó Cynthia—. La primera vez que me hablaste del tema, creí que era mentira. Aún no estoy muy segura de si debo creérmelo.

Amber movió la cabeza.

—Es la pura verdad. Gray ha publicado varios artículos sobre Twitchell en alguna oscura revista literaria. Hace un par de meses publicó uno bastante interesante.

Cynthia miró a su hermana con desconfianza.

—¿De veras? ¿En qué revista?

—Una que se llama Atardeceres Radiantes. Es una revista mensual de poesía. El artículo de Gray se titulaba: «La metáfora del desierto como soledad física en las obras de S. U. Twitchell». Yo lo ayudé a escribirlo.

—Bueno —dijo Cynthia—, no te sientas tan orgullosa por ello.

—Es divertido —dijo Amber riendo—. Me encanta discutir con Gray sobre el tema. Twitchell es un autor tan increíblemente malo…

—¿Está Grayson de acuerdo con eso?

—¡Qué va! Lucharía por Twitchell hasta quemar el último cartucho.

Cynthia agitó la cabeza, exasperada.

—No puedo creer que estés pensando en casarte con un hombre tan aburrido que no se emociona si no es analizando las obras de un poeta malísimo del que nadie ha oído hablar —fue la opinión de Cynthia—. Espero que lo pienses seriamente.

Amber se metió las manos en los bolsillos.

—Lo he pensado y, cuanto más lo hago, más me gusta la idea. Si Gray está seguro de poder ser feliz con una mujer que no lo ama apasionadamente, creo que aceptaré —meditó Amber, sintiendo satisfacción una vez alcanzada la decisión—. Creo que seré feliz con él.

Cynthia gruñó.

—Bueno, ya eres mayorcita para decidir, pero ¿por qué no esperas un poco más? ¿Qué prisa hay? —Gray tendrá que ir a Arizona dentro de dos semanas para asesorar a uno de sus clientes en la compra de un rancho.

—A Grayson le va bien en el negocio de asesor de negocios, ¿verdad?

Amber se encogió de hombros.

—No le va mal.

—Sabías que Sam lo comprobó, ¿no?

Amber, furiosa, se volvió hacia ella.

—No, no lo sabía. ¿Cuándo?

—La primera vez que fuiste a trabajar con Grayson. No me mires así… sólo me preocupaba por ti. Parecías estar muy desconcertada cuando llegaste de California, acababas de abandonar un trabajo bien remunerado en la publicidad y, de pronto, aceptabas un puesto de secretaria temporal. Luego, en sólo dos semanas, te convertiste en secretaria permanente de un hombre que ni siquiera tiene una oficina. Era lógico que me preocupara, así que le dije a Sam que hiciera algunas investigaciones. Lo hizo así, y descubrimos que Cormick Grayson parecía tener éxito en su asesoría de negocios; además de muy buena reputación.

—Eso te lo podía haber dicho yo también —murmuró Amber—. Gray es un hombre honrado y respetable. Nunca rompe su palabra; está algo anticuado en ese aspecto.

—Siento haberme entrometido, Amber —se disculpó Cynthia—, pero estaba preocupada por ti.

Amber suspiró profundamente.

—Lo sé, Cynthia, no te preocupes. Si la situación hubiera sido al contrario, probablemente yo hubiera hecho lo mismo también. Roarke pasó por mi vida como un vendaval. Cuando se acabó, sé que actué irracionalmente un tiempo; pero eso terminó.

—¿Estás segura? A mí me parece que todavía sufres los efectos de tu relación con Roarke. ¿Estarías considerando en serio este matrimonio si no fuera así?

Amber trató de responder razonablemente, pero descubrió, asombrada, que no era capaz. —No lo sé— admitió finalmente—. Si no hubiera conocido a Roarke Kelley, ahora sería una persona diferente. Pero Roarke cambió muchas de mis ideas sobre las relaciones.

—¿Estás segura de que no te vas con Gray por despecho? —preguntó Cynthia.

Amber negó con la cabeza.

—No es despecho, porque nunca volvería con Roarke o con alguien similar —dijo, y suspiró—. Cynthia, creo que ya he tomado mi decisión.

—Ya lo veo —repuso Cynthia—. En fin, no más discurso fraternales. Recuerda únicamente que, si no funciona, siempre se puede recurrir al divorcio.

Amber se sintió incómoda.

—Lo sé. No hablemos más de ello, Cynthia.

—Bueno, espero que me invitarás a la boda.

—Considérate invitada.

A la mañana siguiente, Amber entró con su llave en la casa de Grayson a la hora habitual. Gray le había proporcionado una llave poco después de empezar a trabajar. Se trataba de un edificio moderno y amplio, con grandes ventanales que se abrían al lago Washington. El Interior estaba decorado en estilo oriental, y los objetos parecían hechos a la medida de Gray. A Amber le gustaba la tranquilidad y la belleza clásica de la casa.

Se quedó un momento admirando la vista desde el recibidor.

—Eres tú, ¿Amber? —gritó Gray desde la cocina.

—¿Es que tiene la llave alguien más? —preguntó Amber.

Gray surgió por la puerta que separaba el comedor de la sala, llevando dos tazas de té en la mano.

—No —dijo con gentileza—, ya lo sabes.

—Humm —dijo Amber, sintiéndose súbitamente nerviosa—, entonces, no podía ser otra que yo.

Tomó una de las tazas de té de su mano.

—Buena deducción. ¿Has decidido algo? —preguntó Gray suavemente.

Las manos de Amber temblaron al tomar la tetera, aunque no entendió aquella angustia. Era difícil sentir angustia con Cormick Grayson. Le había propuesto casarse con él, y no parecía que para él fuera una gran cosa. ¿Por qué ponerse nerviosa? Amber sonrió.

—¿Estás seguro de que quieres que se tu esposa, Gray?

Los ojos de Gray estaban semiocultos bajo sus largas pestañas. —Segurísimo.

—Entonces, sí, quiero casarme contigo. Gracias por aceptar. Lo arreglaré todo. ¿Te importa que sólo invitemos a los más allegados?

Gray tomó un sorbo de té, y la miró por encima de taza. Su mirada era inescrutable, pero sonrió levemente.

—Gracias por aceptar. Lo arreglaré todo. ¿Te importa que sólo invitemos a los más allegados? Amber negó con la cabeza, sintiéndose algo decepcionada, aunque era de esperar una reacción tan fría.

—Me gustan las bodas íntimas —dijo Amber—, sólo invitaré a mi hermana y a mi cuñado.

—Vale. Iremos a cenar después de la boda. Gray saboreó el té de nuevo, con expresión pensativa, como ultimando los detalles en la cabeza. Impulsivamente, Amber le tiró de la manga.

—Intentaré ser una buena esposa para ti, Gray —dijo.

—Lo sé —respondió Gray sonriendo—. Yo también trato de ser un buen marido.

Amber lo miró indecisa, sin saber muy bien qué hacer qué decir. Había que discutir aquellas cosas con sensatez, pero aquello ya estaba siendo demasiado plácido.

—Gray…

Gray se inclinó hacia ella, y acarició sus labios con los Fue un contacto cálido y afectuoso, pero no mucho mas. Amber cerró los ojos, y acarició el antebrazo de Gray, sintiendo su dureza. No estaba muy segura de lo que esperaba, o de lo que deseaba, pero sabía que era algo más que aquel leve beso. Notó que Gray se quedaba un momento quieto y, luego, tomaba su taza de té y la depositaba sobre una mesa. Sin palabras, estrechó a Amber entre sus brazos.