Capítulo 11
Amber estaba totalmente desorientada cuando avanzó hacia la puerta de entrada. La aterrorizaba el pensamiento de ser seguida por un hombre armado. Roger y Ozzie habían saltado de los arbustos en el mismo momento en que apagaba el motor. Amber sabía que lo había estropeado todo.
—Hola, Amber —la saludó Gray con calma en cuanto entró—, ¿estás bien?
Amber se quitó el bolso, ignorando a los dos hombres que la seguían, y clavó la mirada en Gray. —Sí— respondió.
—Llegas una hora tarde.
—El tráfico en Vancouver era peor de lo que había imaginado.
No podía concebir que estuvieran sosteniendo una conversación tan trivial. Aquello la desorientaba aún más.
—Échese hacia atrás, Grayson —ordenó Roger mientras Ozzie cerraba la puerta—. Y usted también, señorita. Ha llegado usted justo a tiempo. Ozzie y yo estábamos pensando en entrar a charlar un rato con su marido, y estábamos esperando el momento propicio. No sabíamos que su guardaespaldas estaba fuera de casa.
Amber comprendió que Gray había planeado a conciencia su viaje a Vancouver, consiguiendo que ni Ozzie ni Roger se enteraran. Ella había estropeado los planes al regresar de improviso, y supuso que Gray tendría algo que decir al respecto más adelante. Pero era todo culpa de su marido, pensó Amber. Hubiera debido saber que no conseguiría apartarla así como así. —No te preocupes por estos dos, cariño— estaba diciendo Gray—. Son sólo un par de aficionados. Tomó la mano de su esposa y retrocedió. Amber observó la pistola que portaba Roger, y se alegró de que sólo fueran aficionados. ¡Dios sabía cómo sería de tratarse de profesionales!
—¿Aficionados, Grayson? —repitió Ozzie con febril mirada—. ¿Eso cree que somos? No sabe de qué demonios habla. Usted es el aficionado. ¿A quién se le ocurre pensar que podía desafiar al señor Delaney?
—Sobre todo después de lo amablemente que se portó con ustedes dos en Tucson —añadió Roger—. ¡Qué ingratitud! Ése es su problema, señor Grayson —repitió moviendo la cabeza con tristeza—, la ingratitud. Lo menos que puede hacer es redactar un buen informe para Symington; y más vale que se esmere, o el señor Delaney nos enviará a terminar lo que vamos a empezar esta noche.
Amber se estremeció.
—Bien —dijo—, habéis hecho la advertencia. Ahora, marchaos.
Ozzie rió.
—Esta advertencia no se limita a unas cuantas palabras, señora Grayson. Eso ya lo intentamos con su marido, pero me temo que sea demasiado cabezota. Hoy le haremos una demostración de lo que nosotros entendemos por negocios.
Roger alzó la pistola.
—Y usted va a ayudarnos, señora Grayson.
Amber lo miró incrédula. Fue Gray el que contestó, y lo hizo en un tono calmado, tan frío que hasta la misma Amber lo miró extrañada.
—Ella no tiene nada que ver con esto —dijo Gray—. Esto es entre Delaney y yo. Dejadla irse. —Bueno, Grayson— rió Roger con maldad—, no esperará que hagamos eso en serio, ¿eh? Ya le advertimos que esta vez utilizaríamos a su mujer.
—Ella no tiene por qué estar presente.
De pronto, Amber lo comprendió. Roger y Ozzie habían amenazado con hacerle daño. No era de extrañar, pues, que Gray hubiera optado por enviarla a Canadá con tal celeridad.
—Me temo que sí —espetó Ozzie, mirando a Amber—. Además, le debemos algo por la bromita de Tucson. Venga aquí, señora.
Amber no se movió.
—Marchaos al infierno —dijo con una voz casi tan fría como la de Gray.
Sintió que su esposo le apretaba la mano levemente.
—¡He dicho que venga aquí! —repitió Ozzie con furia—. Dejaremos que su marido disfrute de lo que le vamos a hacer. Creo que lo inspirará para entregarle un buen informe a Symington.
Ozzie se acercó a Amber, que retrocedió aún más.
Roger señaló a Gray, que estaba de pie delante del sofá. —Más vale que lo atemos a él primero dijo—, no vaya a ser que se le ocurra hacerse el héroe.
—Encantado —respondió Ozzie al tiempo que sacaba una cuerda de su bolsillo—. Ponga las manos en la espalda, Grayson.
—¿Y por qué se cree que se lo voy a poner tan fácil? —repuso Gray, inmóvil.
—Sujeta a la chica —ordenó Ozzie a su colega.
—Te dije que eran un par de aficionados, Amber —remarcó Gray cuando ya Ozzie se le acercaba con la cuerda—. Sólo un par de gallinas. Son muy capaces de amenazar con pegar a una mujer, pero nunca se atreverían con un hombre.
—Cállese, Grayson —masculló Roger entre dientes—. Y usted, venga aquí.
Apuntaba alternativamente con la pistola a Gray y a Amber, pero aquélla no se movió.
—¡He dicho que venga, maldita sea! —repitió Roger.
—En cuanto acabe con Grayson, me encargaré de ella —prometió Ozzie—, pero, primero, voy a bajarle un poco los humos. ¿Así que aficionados? Grayson, usted no sabe lo que esa palabra significa. Es usted el único aficionado de esta sala.
Ozzie le dio un puñetazo en el pecho, que le hizo perder el equilibrio y caer en el sofá. —¡Gray!— exclamó Amber.
—¡Cállese! —Gruñó Roger.
Observaba interesado a su compañero, que, en aquel momento, ayudaba a Gray a levantarse para darle un nuevo golpe.
Pero lo que sucedió entonces fue muy caótico, y ni siquiera Amber sería capaz de reconstruir la escena horas después. Gray saltó del sofá cuando Ozzie se inclinaba sobre él, pero no con las manos vacías. En su puño brillaba un objeto negro.
—¿Qué demonios…? Roger, ¡tiene una pistola!
Ozzie se retiró, pero no lo suficientemente rápido para esquivar el golpe que Gray le dio en el cuello, y que lo hizo caer en redondo. Roger chilló, e intentó agarrar a Amber.
Pero las manos de Amber estaban ya ocupadas agarrando el volumen de Cactus y Armas, que aún reposaba sobre el sillón. De un movimiento ágil, hizo chocar el libro contra la pistola de Roger, que cayó al suelo. Hubo una explosión bajo el sillón, que produjo temblor en los cristales, y Roger gritó de rabia.
Rápidamente, Amber se quitó del medio, respirando con fuerza. Volvió la vista hacia Gray. —Ya te decía yo que muchas veces no hay nada como la poesía de Twitchell— comentó él sin dejar de vigilar a Roger.
—Tienes razón —respondió Amber mirando el libro que reposaba pesadamente sobre el suelo—. ¿Estás bien, Amber?
—Mucho mejor que hace unos minutos.
Ozzie gimió, e intentó agarrar el pie de Gray, que se apartó a tiempo.
—Me temo que ha habido un cambio de poderes aquí —dijo Gray—. Amber, agarra la pistola de Roger.
Amber obedeció, y recogió la pistola. Se sorprendió de su peso.
—Ya la tengo.
—Bien, pues llama a la policía para que se lleve a este par.
—Hubiéramos debido haberlo hecho hace tiempo —murmuró Amber al descolgar el aparato—. No teníamos cargos contra ellos hasta hoy —replicó Gray—. Por lo menos, no los suficientes para quitárnoslos del medio. Pero ahora sí, ya que han cometido todo tipo de errores esta noche. Como bien dije, son aficionados.
Roger le dirigió una mirada de odio. Ozzie gimió de nuevo, pero no se movió. Amber los ignoró y se dispuso a marcar.
El sonido de un coche a la entrada llegó al tiempo que Amber colgaba. Dios mío. ¿Cómo se las han arreglado para llegar tan pronto?
—No creo que sea la policía. Mira a ver quién es antes de abrir, Amber. Ya hemos tenido bastantes sorpresas esta noche.
Amber no protestó, y se asomó a la mirilla de la puerta.
—¡Lo que faltaba! —exclamó.
—¿Quién es? —preguntó Gray, sin apartar la mirada de sus prisioneros.
—Me temo que no te va a gustar, Gray.
—Esta noche no ha sido de mis preferidas. ¿Quién es? —Roarke.
—Ah.
Era imposible saber lo que pensaba Gray por su voz. —¡Yo no le pedí que viniera!— declaró Amber, indefensa.
—Abre la puerta.
—¿Qué le abra? ¿Estás loco, Gray? ¿Por qué?
Gray le dirigió una mirada burlona de reojo. —Haz lo que te digo, Amber. Abre la puerta. El timbre sonó de nuevo, y Amber se acercó hacia la puerta. Era una locura. Amber no sabía si estallar en llanto o en furia, aunque predominaba lo segundo. Abrió la puerta y vio que Roarke estaba apoyado en el marco con arrogancia—. ¿Qué haces aquí? —le imprecó—. Nadie te ha invitado.
Roarke sonrió.
—¿Estás segura, Amber? Pensé que necesitabas que te rescataran, y a eso he venido.
Los ojos de Amber se abrieron como platos, sin dar crédito a lo que oía. ¿Cómo había podido saber Roarke lo que acababa de pasar?
—¿Rescatar? —preguntó.
—Del aburrimiento —rió Roarke—. Quiero que te acuerdes de lo bien que lo pasabas conmigo en los viejos tiempos.
—Me prometiste que me dejarías en paz. Veo que tu palabra de honor vale tanto como antes. —Tenemos cosas de las que hablar— repuso Roarke en tono sensual—. ¿De veras creías que me marcharía sin haber resuelto nuestros problemas? Me he estado informando acerca de Grayson. No es tu tipo, pequeña. ¿Dónde está ese aburrido y laborioso negociante? Quiero conocer al hombre detrás del que te escondes.
Por primera vez en la noche, Amber se iba a divertir. Dio un paso atrás y gesticuló un «adelante» con exageración.
—Ahí mismo. Entra y lo conocerás.
Aquella respuesta no era lo que Roarke estaba esperando. Sin embargo, avanzó por el vestíbulo hasta la sala. Al observar la escena que se desarrollaba en la misma, se detuvo de golpe.
Gray le dirigió una mirada rápida y desinteresada. Sostenía la pistola con una gran naturalidad.
—Hola, Kelley. ¿Qué tal va el negocio del aceite?
Roarke estaba paralizado, convencido de que se hallaba frente a la escena de un crimen. Amber se acercó por detrás, satisfecha de la estupefacción de Kelley.
—¿Qué demonios pasa aquí? —farfulló Kelley.
—Estos dos hombres me estaban molestando —explicó Amber con suavidad—. No hacían más que amenazarme. Pero ya ves que Gray se ha hecho cargo de ellos, y no creo que nos molesten más. —No me gusta que molesten a mi esposa— explicó Gray cortésmente—. Supongo que entenderá mi postura.
—¡Dios mío! —exclamó Kelley, posando una mirada desorbitada en la pistola—. Estáis locos. Los dos.
Se volvió de golpe, todavía atónito, y salió.
Amber se asomó a ver cómo Kelley entraba en su Porsche y encendía el motor. Salió tan deprisa, que levantó polvo en toda la calle. Cuando el coche desapareció en una curva, Amber pudo oír las sirenas de la policía.
—Pensé que habías dicho que no cometería la estupidez de presentarse en nuestra casa —comentó Amber mientras observaba cómo se acercaban los policías.
—Sí, es más tonto de lo que yo creía. Se habrá pasado con los anuncios, y se le habrá secado el cerebro. Además, tú estabas convencida de haberlo despachado.
Amber suspiró.
—Sí, parece que interpreté mal la situación.
—Ya no importa —se aseguró Gray—. Creo que ya no volverá.
Amber recordó la expresión de Kelley cuando salió disparado hacia su coche, y pensó que Gray estaba en lo cierto. Kelley no la molestaría más. Se imaginaba lo que aquella escena debía haberle parecido. Se creería afortunado por haber salido con vida. Amber reía cuando abrió a la policía. Pero algunas horas después, Amber ya no sonreía. Había asumido su expresión más reservada mientras sermoneaba a Gray.
Gray había aceptado el sermón con su placidez habitual, aunque sus ojos dejaban escapar de cuando en cuando un brillo picaresco. Por ello, Amber redobló los esfuerzos para llegar a lo que deseaba.
—Vas a tener que contestar a varias preguntas.
Gray suspiró.
—Sí, señora.
—¿De dónde sacaste la pistola?
—La encontré bajo el cojín del sillón. Es asombroso lo que esconden estos muebles. Vamos a tener que decir a la señora de la limpieza que sea más cuidadosa.
—No me torees, Cormick Grayson. Quiero respuestas. ¿De dónde sacaste la pistola?
Gray la miró fijamente antes de contestar.
—Es mía. La tengo desde hace años. Tengo licencia, si es eso lo que te preocupa.
—No. No es eso lo que me preocupa —replicó Amber—. Lo que quiero saber es a cuento de qué guardas una pistola en casa.
—Es una vieja costumbre.
—¿De cuándo? —insistió Amber—. De mi oficio anterior. —¿Que era cuál?
—Vaya, servirías de interrogadora —se quejó Gray.
Amber ignoró su comentario.
—Trabajabas con Mitch, ¿no? ¿En qué firma?
Gray se encogió de hombros.
—Era una gran multinacional. Estábamos encargados de la seguridad. Mitch y yo trabajamos juntos hasta hace unos cinco años. Un día nos fuimos de copas y decidimos dejarlo. Obviamente, se ganaba más, y se trabajaba más tranquilamente en el sector de los negocios que en el de la seguridad. Ambos habíamos estudiado, y habíamos tenido la oportunidad de ver funcionar de cerca el mundo de los negocios. Nos dimos de baja y volvimos a casa a pasar el resto de nuestras vidas ganando dinero de forma aburrida y laboriosa.
La mirada de Amber se suavizó.
—Quieres decir que depusisteis las armas y comenzasteis una vida normal. Copio cualquier pistolero del Oeste que decide retirarse a un rancho.
Gray alzó una ceja.
—Creo que estás dramatizando.
—Ni mucho menos —replicó Amber—. Ahora lo entiendo todo.
—¿Ah, sí?
—Claro. De algo me había de servir leer a Twitchell. No me extraña que te gusten sus baladas.
Twitchell escribe siempre sobre hombres que vivieron del revólver y luego lo dejaron.
—Yo no vivía exactamente del revólver, Amber. Tenía un buen trabajo, de grandes beneficios y un plan de retiro.
Amber hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Tonterías. Eso es exactamente el equivalente a un pistolero antiguo. Tuviste que reírte mucho la noche que corrí a rescatarte en Tucson. No me necesitabas en absoluto, ¿eh?
—Claro que te necesitaba —replicó Gray con seriedad—. Siempre te necesitaré. —¿Estás contento con tu nueva vida? Gray sonrió.
—Mucho.
—Bien, eso zanja la cuestión —observó Amber con satisfacción.
—¿Qué cuestión?
—Bueno, la verdad es que no me gustaría tener que preocuparme porque un día vayas a decidir reanudar tu antigua carrera.
—¿Eres feliz junto a un aburrido y laborioso hombre de negocios?
—Mucho —asintió Amber. ¿Y estás satisfecha?
—Muy satisfecha.
—¿Quizás incluso contenta? —aventuró Gray.
Amber lo miró suspicaz.
—Muy contenta —dijo.
Hubo un silencio expectativo, durante el cual Gray la miró con curiosidad. Luego, tomó despacio el libro de Twitchell, Cactus y Armas y lo abrió por la primera página. Amber contuvo el aliento. —Pues según lo que hay aquí escrito, parece que estás más que contenta, Amber— dijo suavemente. Amber recordaba cada palabra de lo que había escrito. Era un mensaje muy simple: A Gray, con todo mi amor y mi corazón para siempre. Amber.
—Iba a ser una sorpresa —susurró.
—¿El qué? ¿El libro, o la dedicatoria?
—El libro —contestó Amber—. La dedicatoria pareció escribirse sola.
—¿Sentías lo que escribiste? Amber lo miró.
—Cada una de las palabras —dijo simplemente—. Creo que no había sido capaz de admitirlo hasta que lo vi escrito. Pero entonces supe que era cierto. Te quiero, Gray. Gray dejó el libro a un lado y se acercó hacia ella. Amber sonrió.
—Me alegro —dijo Gray, con las manos sobre los hombros de Amber—, porque yo te quiero muchísimo, Amber Langley Grayson. Más de lo que jamás he querido a nadie. Y te querré siempre, porque formas parte de mi vida. Eres parte de mi vida desde el día en que llamaste a mi puerta pidiendo trabajo.
—Supongo que debía adivinarlo cuando me pediste que me quedara pese a mis defectos como secretaria. Yo pensaba que admirabas mi sentido comercial.
—Y es cierto. Pero nunca me hubiera casado contigo por eso —rió Gray—. Siempre me he considerado un hombre paciente, pero ha habido veces en estos tres meses en las que hubiera deseado acelerar las cosas. Por eso decidí pedirte en matrimonio. Así despertarías antes. —¿Despertar?
Gray asintió.
—Me gustaba pensar en ti como en una especie de «Bella Durmiente apasionada», y quería ser el hombre que vieras al despertar. La forma más sencilla era casarme contigo.
Amber agitó la cabeza, asombrada.
—Creo que no puse mucha oposición al matrimonio.
—No, pero me largaste un aburrido discurso sobre tu pasividad, y luego me sedujiste en el viaje de novios.
Amber se sonrojó, y apoyó suavemente la cabeza en el hombro de Gray.
—Quería que las cosas fueran normales entre nosotros, ya que, al fin y al cabo, estábamos casados. Me estaba volviendo loca al ver que tú no parecías interesado en ejercer tus derechos conyugales. —Yo estaba deseando hacer el amor contigo desde el momento en que te vi— espetó Gray—, pero quería que tú también lo desearas, de veras. No quería que lo tomaras como un deber de esposa. Así que esperé a que tú tomaras la iniciativa. Después de aquella noche en Phoenix, comprendí que no había hecho falta esperar tanto. Eras tan apasionada y generosa en el amor como yo había soñado. Por eso tenías que estar enamorada de mí, aunque no fueras capaz de admitirlo.
Amber rodeó la cintura de Gray.
—Siento haber tardado tanto en admitirlo.
Gray le acarició la cabeza.
—No importa. Las cosas han ido bien. Aunque te hubiera matado cada vez que utilizabas la palabra «contenta» para describir nuestra relación.
—Pero si estoy contenta contigo, Gray. Muy contenta. No creo necesitar más de lo que tú me das. Te amo apasionadamente, pero no creo que la pasión pueda sobrevivir si no hay amistad. Yo no quería admitir que te quería porque, en el pasado, esa emoción resultó ser muy destructiva. Pero ahora sé que funciona de maravilla cuando va acompañada por otras.
—Lo sé. Yo también estoy muy contento de estar contigo, cariño. La única diferencia es que yo admití mis sentimientos desde un principio.
—¿Y vamos a quedarnos aquí toda la noche discutiendo sobre nuestra pasión? —rió Amber con coquetería.
Gray la estrechó contra sí.
—Prefiero mil veces sucumbir a la pasión que discutir sobre ella.
—Hummm… Todavía otra cosa, Gray —dijo Amber, intentando retenerlo un poco más. Gray la besaba el cuello—. ¿Qué?
—Quiero tu palabra de honor de que nunca me alejarás de aquí. Si tienes entre manos asuntos peligrosos.
—No hubiera debido intentarlo siquiera. Te faltó tiempo para volver, ¿eh?
—Nunca hubiera entrado en ese avión de no haber estado tan aturdida por el pensamiento de que me consideraras lo suficientemente estúpida como para huir con Kelley. Eso me dolió, Gray.
Gray la abrazó.
—Lo siento, cariño. Fue la única excusa que pude encontrar para sacarte de la ciudad.
—Tenías que haberme dicho la verdad.
—No me atrevía. Estaba seguro de que tú no te irías cuando la supieras. Sólo necesitaba un par de días, y sabía que actuarían deprisa. Ellos mismos se tendieron la trampa.
—Aficionados.
Gray rió suavemente.
—Eso es.
—Oí a Mitch mientras hablaba por teléfono contigo anoche. Por eso supe que aquí pasaba algo gordo. Supongo que a ti Roger y Ozzie te parecerán aficionados porque estabas acostumbrado a tipos peores en tu antiguo trabajo, ¿no?
—Roger y Ozzie son un par de críos, y no muy inteligentes.
—¿Y Delaney? —preguntó Amber.
—Le hablé a la policía sobre él hoy, y dijeron que se encargarían, pero supongo que Delaney estará ya bastante lejos, fuera del país. Seguramente se habrá llevado todo el dinero del complejo. —Espero que lo atrapen.
Gray se encogió de hombros.
—Es posible. Roger y Ozzie lo implicarán, de eso no cabe duda.
—Y sobre lo de simular que tenías celos de Roarke… —empezó Amber, que quería volver al tema que le interesaba.
—No era una simulación. Estaba muy celoso. Amber levantó la cabeza bruscamente. —No te creo—. No me malinterpretes. Ya sabía que no ibas a huir con él, pero los celos son un sentimiento muy primitivo, y no siempre responden a la lógica. ¿Por qué te crees que te dije que hicieras pasar a Kelley antes? No me importaba que me viera con una pistola frente a dos tipos, uno de ellos inconsciente…
Amber rió.
—Como cualquier ex pistolero que se refugia en su reputación para asustar a un rival. Sólo que Roarke no era ningún rival, Gray. Cuando dejé California, estaba decidida a no verlo jamás. Aunque no te hubiera conocido, tampoco habría cambiado de parecer. Una vez aceptado el hecho de que era un tipo despreciable, nada me hubiera hecho cambiar de opinión.
—Bien —dijo Gray satisfecho—. Entonces no hablaremos de él más.
—Perfecto. ¿Vamos a la cama ya?
—¿Cuándo se te ocurrió la idea de no ser apasionada, señora Grayson? Cada vez que me descuido, me arrastras a la cama.
—¿Alguna objeción?
—Ninguna —le aseguró Gray.
La levantó en brazos con facilidad y entró en el dormitorio.
Amber se acurrucó en su hombro, aspirando el dulce aroma que despedía la piel cálida de su esposo. Cuando Gray la depositó en el suelo, ambos se desnudaron mutuamente, desparramando la ropa por la alfombra entre caricias, gemidos de placer y suspiros.
Gray llevó a Amber hasta la cama, y acarició todo su cuerpo con una pasión que pronto los arrastró a un torbellino de placer. Por primera vez, Amber dio voz a las palabras que durante tanto tiempo había llevado enterradas dentro de su corazón.
—Te quiero, Gray. Te adoro.
Gray bebió aquellas dulces palabras de los labios de su esposa, devolviéndoselas mientras hacían de sus dos cuerpos uno solo.
—Dios mío, cuánto te quiero, Amber. Siempre te querré.
La noche envolvió a la pareja en la pasión que nace del amor y de la amistad unidas. La pasión que dura para siempre. Ambos se dejaron atrapar por la magia del placer y de la emoción y, finalmente, cayeron rendidos el uno en brazos del otro.
La segunda carta de Honoria Tyler Abercombrie llegó dos días más tarde. Amber la localizó en el correo, y corrió a llamar a Gray, que estaba en la cocina haciendo té.
—Tu rival, la señora Abercombrie, ataca de nuevo —anunció con voz de triunfo mientras agitaba el sobre.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué quiere discutir esta vez?
Amber leyó por encima el contenido de la carta.
—Dice que quiere analizar tu interpretación de la Balada de Billy Ballantine que hiciste. Dice que te hará admitir que las líneas concernientes al duelo entre él y Jack Poner el Grande son, desde luego, metáforas sexuales, y que Twitchell estaba obsesionado con el sexo. Además, según dice ella, Twitchell distorsionó la historia. Según sus averiguaciones, Ballantine no se encontró a Bonner jamás, ni en Texas, ni en ningún otro sitio.
Ja. Eso puedo probarlo a través de un periódico que guardo de la época. Twitchell se toma ciertas libertades como poeta, peor no se lo inventa. ¿Y qué es eso de las metáforas sexuales en la Balada? A mí me parece que el obsesionado por el sexo no era Twitchell, sino la señora Abercombrie. Debe de ser una mujer frustrada.
De pronto, Amber se enfureció.
—¡Eso no es cierto! ¿Cómo te atreves? Es muy propio de un hombre hacer ese tipo de crítica cuando se le acaban los argumentos literarios.
—¿Qué te apuestas a que Honoria Abercombrie es una anciana que se divierte discutiendo conmigo?
—Lo que pasa es que estás celoso de que tenga una copia de las Obras Escogidas —anunció Amber con ojos brillantes—. ¿Y si tuviera un ejemplar de Cactus y Armas también? Sería divertidísimo. Más vale que escribas pronto el artículo, atribuyendo la autoría del libro a Twitchell, no se te vaya a adelantar.
Gray sonrió con picardía.
—Pues será mejor que no lo intente.
—¡Ah! ¿Y por qué no? Lo más que podrás hacer será tirarte de los pelos.
—No te creas. Como la señora Abercombrie me provoque demasiado, puede que le dé un par de lecciones sobre el uso correcto de la metáfora sexual.
Hubo un largo silencio, tras el que Amber pestañeó.
—¿Qué es lo que quieres decir con eso, Cormick Grayson?
—Quiero decir, señora Honoria Tyler Abercombrie, que si tiene usted algo de sentido común, no escribirá ese artículo. Aún no ha visto al experto en Twitchell cuando estalla en furia. Amber continuó mirándolo, y luego cayó en la silla, con un suspiro de resignación.
—¿Hace cuánto que lo sabes?
—¿Que tú eres Abercombrie? —dijo Gray mirando al techo, como si considerase la cuestión—. Desde el principio, por supuesto.
—Es imposible. Lo disimulé muy bien. Mandé las cartas al editor para que no llevaran el sello de la ciudad, y me aseguré de que mencionasen en el artículo que Abercombrie era de otro estado. Era imposible que lo descubrieras.
—Nunca infravalores la inteligencia de tu jefe. Puede ser lento, pero no estúpido —dijo Gray—. La pista me la dio tu apoyo incondicional a las tesis de la señora Abercombrie. Si te digo la verdad, el descubrimiento me dio esperanzas. Pensé que no podrías estar tan interesada en el tema de las metáforas sexuales, si no estabas interesada en el sexo. Sobre todo, en el sexo conmigo.
Amber rió.
—De acuerdo. Admito que no pude resistir la tentación de crear una señora Abercombrie. Y me lo he pasado muy bien. Creo que continuaré enviando artículos pedantes sobre Twitchell. Has tenido la exclusiva durante demasiado tiempo; un poco de competencia te hará bien.
—Esperaré su próximo artículo con impaciencia, señora Abercombrie —dijo Gray con una leve inclinación—, pero, mientras tanto, creo que podríamos explorar sus teorías sobre la metáfora sexual en Twitchell con un poco más de profundidad.
—¿Explorarlas cómo? —Preguntó Amber con coquetería—. ¿A través de sus escritos?
—No. En el dormitorio.
—Que no se diga nunca —declaró Amber, levantándose contenta—, que hago ascos a cualquier tipo de aprendizaje literario nuevo.
FIN