Capítulo 6
Le daría veinticuatro horas, decidió Conn. Diablos, ¿a quién quería engañar? Él necesitaba tanto como ella tomarse algún tiempo. Conn condujo el Porsche hacia su hotel, lo dejó en el aparcamiento y entró en un bar de estilo inglés. No se percató de cuánto debía de notarse su estado de rabia y frustración hasta que pidió un whisky. El camarero actuaba como si estuviera sirviendo a un tiburón que hubiera entrado casualmente en aquel confortable salón. Conn vio, al otro lado del bar, a un par de tipos que tenían caballos en Santa Anita. Estaban alojados en el hotel, pero ninguno hizo intento de invitarlo a que se uniera a ellos. Su sombrío humor debía de ser evidente incluso desde aquella distancia.
Landry dio un largo trago de whisky y se quedó mirando su reflejo en el espejo que había tras la barra. Le devolvió la mirada un hombre de cara torva y ojos como láminas de gélido metal. Veinticuatro horas. Eso sería suficiente, pensó. Honor estaba enfadada y con fusa, pero al cabo de veinticuatro horas se habría calmado lo suficiente para atender a razones. Y, con suerte, él también se habría calmado un poco.
No había previsto que aquello ocurriera así, ni que Honor pudiera averiguar la verdad por su cuenta. Había planeado exponerle los hechos cuidadosamente, para que no se alarmara. Se lo habría dicho al final, cuando creyera que había llegado el momento oportuno y hubiera conseguido sacarse de la cabeza aquella obsesión.
Ésa era la parte más complicada, pensó. Era consciente de que no había hecho más que farfullar cuando había llegado el momento de explicar la extraña ambivalencia que sentía al principio. No había conseguido disipar los temores de Honor, ni explicarle algo que él mismo apenas entendía. Si al menos hubiera tenido tiempo para prepararse…
Pero sus sentimientos hacia Honor habían ido cristalizando lentamente y en fragmentos. Todavía no había unido esos fragmentos para formar un todo completo que pudiera comprender. Era como si hubiera empezado a pegar los relucientes pedazos de un espejo roto. Algunas cosas estaban ya claras. Sabía más allá de toda duda que la deseaba. Había aceptado su necesidad de protegerla. Y ya no luchaba por ignorar aquel extraño sentimiento de posesión.
Pero otras imágenes del espejo todavía permanecían rotas y desenfocadas. Así, por ejemplo, no estaba seguro de los sentimientos de Honor, más allá de la certeza de que disfrutaba en la cama con él. No le había mentido al decirle que seducirla lo había cambiado todo. Era cierto. Pero, al parecer, ella no había comprendido aún que las cosas no sólo habían cambiado para él. También se habían alterado completamente para ella.
Al menos, admitió Conn en un arrebato de lúcida honestidad, él deseaba con todas sus fuerzas que así fuera. La idea de que lo que había ocurrido entre ellos no fuera para Honor tan intenso y significativo como lo era para él, le provocó una punzada en la boca del estómago. Bebió un poco más de whisky para disfrazar el dolor.
Se dijo que tenía algunas certezas fragmentarias. En Honor percibía una integridad elemental que no había esperado encontrar en la hija de Nick Mayfield. Cuando estaban juntos, sentía en ella una rectitud que no alcanzaba a explicar. Le gustaban la expresividad de sus ojos castaños y la forma en que había corrido hacia él la noche en que el tipo de la camioneta la asustó. Le gustaba la sensación de hacerse el héroe y el protector. Admiraba el coraje del que Honor había dado muestra al intentar tratar con Granger de parte de su hermana. Había muchas cosas en ella que lo atraían.
Por todas esas razones y otras muchas, se había dicho a sí mismo que necesitaba tiempo para volver a evaluar la situación. Pero lo que había ocurrido aquel día le había robado esa posibilidad. ¿Cómo demonios había averiguado Honor que era el hijo de Richard Stoner? Tendría que aclarar ese punto la siguiente vez que la viera. Chismorreos de hipódromo, probablemente.
Conn pidió otro whisky y pensó en la solitaria cena que lo esperaba. Tal vez se quedara en el bar hasta que fuera hora de subir a la habitación y de enfrentarse, ahíto de whisky, a una cama aún más solitaria.
A unas pocas manzanas del hotel, Honor cerró la puerta de su apartamento y recogió la maleta de cuero rojo que había a sus pies. Le había dejado un mensaje a Adena en el contestador. Su hermana cuidaría del apartamento durante su ausencia.
Bajó la maleta al garaje y la metió en el maletero del Fiat. Luego se deslizó en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto.
Iba a ser un largo viaje, pero por el camino tendría mucho tiempo para pensar.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no vio la camioneta negra que la seguía hasta que llegó a la incorporación de la autopista. Cuando la vio, el estómago se le encogió con una súbita punzada de temor.
«No es seguro que sea la misma camioneta», se dijo. Estaba muy oscuro y no veía con claridad la imagen del retrovisor. Su desasosiego se redobló al pensar en la posibilidad de que quien la seguía fuera un auténtico lunático. Quizá algún loco había decidido aterrorizarla. Podía intentar conducir hasta una comisaría para ver qué ocurría, pensó, apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Pero, justo cuando intentaba pensar qué salida la llevaría hacia una comisaría, la camioneta quedó rezagada. Dos coches ocuparon el espacio que la separaba del Fiat de Honor; y ésta empezó a relajarse. Tal vez sólo había sido una coincidencia, o su imaginación.
Durante los kilómetros siguientes, los peligros potenciales de conducir por la autopista reclamaron su atención. Los carriles empezaron a llenarse. Las autopistas en torno a Los Ángeles estaban atestadas a esa hora, un viernes por la tarde. Honor perdió de vista la camioneta y se dijo que no tenía de qué preocuparse. Últimamente, había montones de camionetas como ésa en las carreteras.
Cuando se disipó su nerviosismo, Honor volvió a pensar en la amargura que la había impulsado a salir de la ciudad. El dolor de descubrir que Conn Landry le había mentido no había disminuido. En todo caso, se había hecho mucho más fuerte después de que el propio Conn confirmara sus temores. No tenía sentido negar que, secretamente, había alentado la esperanza de que hubiera alguna explicación lógica para todo aquello.
Y, por supuesto, había una explicación lógica, pensó amargamente. Lo que Ethan Bailey le había dicho era la verdad. Ninguna explicación era más lógica que ésa.
Se había enamorado del hijo de Richard Stoner. Había sido una necia. Landry la había manipulado desde el momento en que se conocieron. No, había empezado a manipularla mucho antes. Él mismo había reconocido que llevaba meses siguiéndola.
Sí, un hombre peligroso la había seguido. Pero no el hombre de la camioneta. Su perseguidor conducía un Porsche y albergaba una primitiva sed de venganza. Honor sólo podía escapar mientras intentaba afrontar el traumático giro que habían dado los acontecimientos.
Y se lanzó por la autopista 101 como si la persiguieran los demonios.
Conn tenía una buena razón para acordarse de su decisión de emborracharse, cuando el teléfono sonó intempestivamente a las siete y media de la mañana del día siguiente. La sola idea de responder le produjo un inmediato dolor de cabeza.
—Diablos —gruñó, buscando a tientas el aparato—. Yo no he pedido que me despierten —farfulló antes de que la persona del otro lado de la línea pudiera decir nada.
—¿Conn? ¿Eres tú, Landry?
Conn se recostó contra el cabecero de la cama, con una mano sobre la sien palpitante. Pensó que el estómago le daba vueltas.
—¿Quién es? ¿Ethan? ¿Por qué demonios me llamas en mitad de la noche?
—Siento despertarte. Estoy en Santa Anita. He venido a ver los entrenamientos —hubo una pausa.
—Yo no voy a ir esta mañana —masculló Conn, cerrando los ojos y tomando aire con sumo cuidado—. Tengo otras cosas en la cabeza —podría dominar su estómago. Era el dolor de cabeza lo que lo estaba matando.
—Escucha, Conn, no te llamaba por eso. Hay algo más. Algo raro. Creo que deberías pasarte por aquí.
—Dame una buena razón.
—Tiene que ver con Legado —dijo Ethan.
Conn abrió los ojos y al instante lamentó haber hecho un movimiento tan brusco.
—¿Con Legado? ¿Qué pasa con él? ¿Está bien?
—Bueno, sí, pero…
—¿Dónde está Humphrey? —Conn se sentó en la cama, ignorando su dolor de cabeza en un fiero acto de voluntad—. Si algo va mal, dile a Humphrey que vaya a ver al caballo. Yo iré en cuanto pueda.
—Legado está bien, Conn. Pero esto tiene que ver con él y, francamente, preferiría no hablar de ello ahora mismo. Estoy en un teléfono público.
A través del dolor de las sienes, Conn percibió la preocupación del viejo.
—De acuerdo, de acuerdo. Iré enseguida. ¿Pero seguro que Legado está bien?
—Sí, Conn —dijo Ethan con cansancio. Landry colgó el teléfono y apoyó los pies en la moqueta que cubría el suelo. Le costó gran esfuerzo levantarse de la cama, pero al fin logro llegar al cuarto de baño. Abrió la cremallera de su bolsa de aseo, encontró un frasco de aspirinas y se tragó dos tabletas. Después abrió el grifo de la ducha y se quedó varios minutos bajo el chorro, pensando en cuánto tiempo hacía que no se emborrachaba por culpa de una mujer. Ni siquiera recordaba haberlo hecho alguna vez. La primera había sido a la salud de Honor.
Tendría que decirle lo que había hecho con él. Lo pondría en la lista de agravios que pensaba presentarle en cuanto hubieran pasado las veinticuatro horas.
La cabeza se le había despejado un poco para cuando consiguió localizar el Porsche en el aparcamiento del hotel y poner rumbo a Santa Anita, pero todavía se movía con precauciones cuando cruzó el aparcamiento del hipódromo en dirección a los establos.
Se encontró con Ethan Bailey en la puerta de la cuadra. Una sola mirada a la cara del viejo, y Conn comprendió que le esperaba un dolor de cabeza mucho mayor. El talante campechano y jovial de Bailey parecía haber desaparecido esa mañana.
—Será mejor que me digas lo peor y acabemos cuanto antes —dijo Conn, suspirando.
—Vamos a mi coche —sugirió Ethan suavemente. Sin esperar a ver si Conn lo seguía, echó a andar hacia el aparcamiento.
—¿Por qué demonios estás tan misterioso? Hoy no estoy de humor para estas cosas. Si algo terrible le ha pasado a Legado, dímelo sin más. —Conn alcanzó a su amigo. La cólera bullía bajo su superficie. Esa mañana parecía estar enfadado con todo el mundo. Con el pasado, con el presente, con Honor Mayfield, con Escocia, con todo el mundo. Y encima, Bailey le venía con adivinanzas.
No, eso era injusto. Bailey parecía muy preocupado. En realidad, en el par de años que hacía que se conocían, nunca lo había visto tan serio.
—Tienes peor aspecto que aquella vez que la venta de unos terrenos en el condado de Orange se fue al traste —masculló Conn.
—Aquello eran negocios. Esto es personal —le dijo Ethan en tono preocupado. Se detuvo junto a su Mercedes blanco y volvió a mirar a Landry—. Tal vez demasiado personal. Puede que me equivoque —abrió la puerta y agarró un bulto envuelto en harpillera—. Puedes mandarme al infierno si lo he malinterpretado todo, Conn. Pero quería que vieras esto antes de hacer algo demasiado dramático.
—¿Qué es? —Conn miró con el ceño fruncido el bulto de aspecto inofensivo.
—Lo encontré esta mañana en el establo de Legado. Pasé por allí mientras el caballo estaba dando el paseo de la mañana, y eché un vistazo dentro. —Ethan desenvolvió la harpillera y mostró dos manzanas verdes. Conn las contempló con asombro.
—Un par de manzanas. ¿Y bien? Seguramente uno de los mozos las puso en el establo de Legado.
Ethan sacudió la cabeza.
—Tú sabes lo estricto que es Humphrey con la dieta de los caballos. Ninguno de sus mozos se atrevería a llevarle algo especial a Legado, ni a los demás caballos. Conn, alguien puso esto en la comida de Legado mientras el caballo estaba entrenando. Mira esto. —Ethan dio la vuelta a una de las manzanas para mostrarle que le había extraído el corazón.
Conn tomó la manzana y examinó el agujero que había en su base. Sin decir una palabra, metió la mano en el bolsillo de su camisa vaquera de color azul y sacó un pequeño objeto con forma de estrella.
Ethan frunció el ceño.
—¿Qué demonios es ese chisme?
—Algo que tengo desde hace muchos años —explicó Conn, distraído, mientras usaba una de las afiladas puntas de la estrella para partir limpiamente la manzana en dos—. Una especie de amuleto, podría decirse.
—No sabía que fueras supersticioso —observó Ethan.
Conn limpió la estrella en sus pantalones y volvió a guardársela en el bolsillo. Luego, separó las dos mitades de la manzana.
—Uno desarrolla algunos hábitos extraños cuando trabaja en los sitios en los que yo he trabajado. Bueno, ¿qué te parece esto? —dijo en un susurro, al extraer una cápsula alargada. Ethan observó la cápsula llena de polvos.
—Ya me imaginaba yo que no habría una buena razón para que esas manzanas estuvieran en el establo de Legado.
Landry alzó sus ojos gélidos y contempló la mirada desvaída del viejo.
—Tal vez a Granger no le hizo gracia que le advirtiera que se mantuviera alejado de Adena Mayfield.
Ethan lo miró fijamente.
—Conn, Granger es un canalla, pero también es un tipo anticuado.
—Explícate, Ethan.
—Granger es lo que las feministas llamarían un auténtico cerdo machista. Él no utilizaría a una mujer.
Conn se quedó inmóvil.
—¿De qué demonios estás hablando, Bailey? Ethan hizo un visible esfuerzo por contar el resto de su historia.
—Cuando encontré esas manzanas esta mañana, le pregunté al guarda si había entrado algún extraño en la zona de los establos. Me dijo que no.
—Puede que Granger haya sobornado a alguien que trabaja aquí —lo interrumpió Conn, irritado.
—Eso pensé yo. —Ethan dejó escapar un suspiro y miró la muralla de montañas que se elevaba en la distancia—. Pero el guarda me dijo que sólo había entrado una persona con pase de visita. Una mujer. Una joven con el pelo castaño claro, pantalones amarillos y un impermeable azul. No se quedó mucho tiempo.
Conn se quedó inmóvil durante un instante interminable. Imágenes de Honor, con su pelo castaño claro y su brillante vestimenta, cruzaron su dolorida cabeza. Honor, una mujer que se sentía utilizada, la víctima de un hombre que la había perseguido para vengarse. Honor, la hija de un hombre que una vez había traicionado y matado a su mejor amigo.
¿De tal palo, tal astilla? —No— musitó.
—¿Te encuentras bien, Conn? —Ethan lo miró con preocupación.
—Sobreviviré.
Tal vez. De pronto, no estaba seguro. En su interior había una extraña y dolorosa tensión, una náusea que no tenía nada que ver con su resaca.
—¿Le llevamos las manzanas a la policía? Conn se obligó a concentrarse en una sola cosa, aunque su mente corría en un centenar de direcciones distintas, a cual más absurda.
—No.
Maldición, ¿por qué no podía pensar con claridad?
—No sé —dijo Ethan, inquieto—. Tal vez deberíamos analizar el contenido de esas cápsulas antes de que tomes una decisión. Al fin y al cabo, no sabemos con seguridad lo que hay en ellas.
—¿Cuántas razones se te ocurren para meter una cápsula dentro de una manzana y dársela a una caballo de carreras de cien mil dólares? —preguntó Conn sardónicamente, volviendo a envolver las manzanas. Lo sorprendió el esfuerzo que le costaba esa pequeña acción, hasta que se miró las manos y se dio cuenta de que le temblaban.
—No se me ocurre ninguna. A no ser que Toby Humphrey intentara engañar a Legado para que se tomara algún tipo de medicación —añadió Ethan con cierto optimismo.
—Ayer tuve una larga charla con Humphrey sobre la salud de Legado. El caballo no está tomando ninguna medicación —dijo Conn fríamente, sin ninguna emoción—. Sea lo que sea lo que haya en esta cápsula, sólo puede servir para envenenar a Legado.
—Las autoridades…
—¡No! —Su negativa sonó demasiado agria, demasiado fuerte. Conn recobró el control con salvaje determinación. Si no tenía cuidado, pronto le temblaría la voz tanto como los dedos—. Yo me ocuparé de esto —tomó las manzanas envueltas y miró a su amigo—. Tú sabías que lo haría, ¿verdad? Por eso no has avisado a las autoridades del hipódromo.
Ethan asintió, abatido.
—Cuando el guarda habló de una mujer, bueno, yo… —No acabó la frase—. Comprendiste a quién se ajustaba la descripción.
—Conn, esto es lo más repugnante que he visto nunca. ¿Qué le has hecho a esa señorita para que quiera hacerte algo así?
Conn miró el bulto que llevaba en la mano. —Le he hecho enfadar, supongo— se dio la vuelta y echó a andar hacia su Porsche—. Pero eso no es nada comparado con lo que ella acaba de hacerme a mí.
Ésa era la verdad, añadió para sí mientras se metía en el Porsche y tiraba el bulto de harpillera al suelo del coche. Probablemente, no debía ponerse tras el volante de un coche en ese momento. Si le quedaba un poco de sentido común, iría a alguna parte y se calmaría antes de enfrentarse a Honor.
Pero lo cierto era que, si hubiera tenido sentido común, no se habría metido en aquella situación. Todo lo que sabía sobre la naturaleza humana parecía haberse evaporado en presencia de Honor Mayfield. Se preguntaba qué demonios le había pasado a la forma realista con que solía acercarse a la gente.
Debía haber esperado algo así, pensó, asqueado, mirando el paquete incriminatorio. Honor era la hija de un hombre que había traicionado y matado a su mejor amigo. ¿Ese tipo de inclinación se llevaba en la sangre? En algunos lugares del mundo, la gente creía que sí. Aunque el instinto no fuera hereditario, había otros factores que Conn debería haber tenido en cuenta, como, por ejemplo, el hecho de que él no era precisamente el mejor amigo de Honor.
Ella se había puesto furiosa al saber la verdad. Conn sabía que era una mujer apasionada. Era razonable pensar que semejante cualidad afectaría a otros aspectos de su vida, además de a su conducta en la cama.
Pensar. Esa mañana, Conn no podía pensar con claridad, y no sólo por los efectos de la resaca. Le llevó casi todo el trayecto entre el hipódromo de Santa Anita y el edificio de apartamentos de Honor reconocer que sus pasiones parecían peligrosamente fuera de control.
Era el dolor lo que no llegaba a entender por completo. Debería haber sido la fría y dura tensión de la rabia. Pero era algo más, algo que ya no se imaginaba capaz de sentir. No sólo sentía dolor físico, sino también un dolor emocional que no había vuelto a experimentar desde el día en que le dijeron que Richard Stoner había sido asesinado.
Al detener el Porsche frente al complejo de apartamentos, la olla a presión de sus emociones parecía a punto de explotar. Tenía que esforzarse por mantener su autodominio, y saberlo solo servía para aumentar el nivel de su tensión explosiva. Él nunca había tenido esa clase de problema. Siempre mantenía el control sobre sí mismo y sobre cualquier situación dada. Ese talento, que poseía de forma natural, le había resultado imprescindible en su trabajo. Durante años, había encarado la vida de forma controlada, fría, eficaz y despiadada. El hecho de que aquella mujer lo hubiera arrastrado más allá de sus límites, lo había sorprendido como un impacto de bala.
Conn subió las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso y se detuvo frente a la puerta de Honor. Respiró hondo un par de veces en un vano intento de controlar su rabia. Luego, aporreó brutalmente a la puerta.
Hicieron falta varios minutos y las quejas malhumoradas de una pareja de vecinos para convencerlo de que su presa había volado.
—Mire —dijo un hombre cubierto de sudor que regresaba de correr—, yo vengo ahora del garaje, y el coche de la señorita Mayfield no está allí. Le doy mi palabra. Se ha ido a pasar el fin de semana fuera —secándose el sudor de la frente, el corredor metió la llave en la cerradura de su apartamento.
—¿Sabe adónde ha ido?
El filo acerado del tono de Conn hizo que el hombre levantara la cabeza mientras abría la puerta.
—Lo siento —dijo, tenso—, no lo sé —entró apresuradamente y cerró la puerta tras de sí: Conn oyó que echaba el cerrojo.
Atemorizar a los vecinos de Honor no iba a servirle de mucho. Era hora de hacerle una visita a Adena. Conn tenía la dirección de la joven entre el montón de información que había acumulado durante los meses anteriores. Regresar al hotel y buscar entre los papeles le llevó tiempo y aumentó aún más su impaciencia. Iba a salir de la habitación con el trozo de papel en la mano cuando recordó las aspirinas. Podría tomarse alguna más. La cabeza no había dejado de dolerle. Pero, al menos, su estómago parecía bajo control. Se detuvo para tragar un par de tabletas y no perdió más tiempo. Diez minutos después estaba llamando a la puerta de Adena Mayfield. Esta vez, obtuvo respuesta.
—Cielo santo, ¿qué quieres? Son sólo las ocho y media y hoy es sábado. Si vas a echarme otro sermón sobre Granger, ahórratelo, por favor. Tengo una memoria excelente. —Adena observó a su visitante, sujetándose el kimono rojo y púrpura que se había echado encima para abrir la puerta. Su moderno peinado todavía no había recibido su dosis de laca y su pelo rubio estaba hecho una maraña. Conn pensó que parecía más joven sin maquillaje.
—Estoy buscando a tu hermana —dijo él secamente.
—¿A Honor? —Adena parpadeó, soñolienta—. ¿Y yo qué sé dónde está? Tú la ves mucho más que yo últimamente.
—No está en su apartamento —le costaba un esfuerzo terrible mantener un tono de voz normal.
—A mí no me culpes si la has perdido —gruñó Adena—. Eh, ¿qué pasa? —exclamó cuando, de pronto, Conn abrió la puerta de un golpe y entró en el vestíbulo—. Mira, Honor no está aquí, si eso es lo que estás pensando —algo en la actitud de Conn pareció por fin zarandear su cerebro adormecido—. ¿Qué ocurre, Conn? ¿Le pasa algo a Honor?
—Tengo que encontrarla.
—¿Por qué? —En su voz había un repentino temor.
Conn percibió su cambio de tono y se obligó a reprimir su furia. Si alarmaba demasiado a Adena, sería difícil sacarle cualquier información.
—Anoche discutimos. Parece que se ha ido de la ciudad. Estoy intentando localizarla.
—Ah —dijo Adena, y su expresión se suavizó—. Quieres arrastrarte un poco, ¿eh? Conn la miró fijamente.
—Yo no diría tanto.
—Bueno, no te preocupes. Honor es un alma comprensiva y tolerante. El cielo sabe que a mí me ha perdonado muchísimas cosas en los últimos años. Voy a ver si me ha dejado algún mensaje en el contestador. Normalmente, siempre me dice si va a marcharse de la ciudad —reprimiendo un bostezo, Adena entró en la cocina y apretó el botón del contestador.
Conn oyó dos mensajes de jóvenes que la invitaban a ir al mismo concierto punky y una llamada de una chica que quería saber si Adena podía ir con ella al centro comercial, antes de oír la voz tensa de Honor. Sin darse cuenta, Conn apretó tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Adena? Soy Honor. Voy a marcharme un par de días. Creo que voy a ir a la casa de la playa. Te llamaré cuando decida volver. Por favor, no le digas a… —Hubo una pausa—. Te agradecería que no le dijeras a nadie dónde estoy. Necesito pasar algún tiempo sola.
—Oh, oh. —Adena sonrió secamente, apagando el contestador—. Creo que no debería haberte dejado oír esa llamada, ¿eh? Pero seguro que Honor escuchará tus abyectas disculpas. ¿Vas a ir a la casa de la playa?
—Necesitaré que me des algunas indicaciones.
—Claro. —Adena se las dio rápidamente y luego miró a Conn con curiosidad—. ¿Por qué os habéis peleado?
—Es un asunto privado —dijo Conn con crispación, dirigiéndose a la puerta.
—Ah. Bueno, como te he dicho, estoy segura de que Honor te acogerá con los brazos abiertos —le aseguró Adena alegremente—. Nunca la había visto así por un hombre. Claro que nunca la había visto con un hombre como tú. Tú no eres de su tipo.
Conn se detuvo en el umbral.
—¿Porque no llevo zapatos de diseño ni corbatas de color malva?
—No sé por qué —dijo Adena secamente—, pero creo que no es sólo por eso. Adiós, Conn. No olvides ensayar tus rastreras disculpas mientras conduces. Creo que necesitas mucha práctica.
Conn se marchó antes de ceder al impulso de decirle a Adena que no eran precisamente rastreras disculpas lo que pensaba ofrecerle a Honor cuando por fin la encontrara.
Hizo una parada más en el hotel para recoger su bolsa de aseo y un par de cosas, y luego volvió a montarse en el Porsche. Al cabo de una hora en la autopista, no parecía haberse producido ningún cambio en su humor. Tal vez, debería haber llevado algo de comida. Tomar todas esas aspirinas con el estómago vacío no había sido una idea muy brillante. Por otra parte, la idea de comer no le apaciguaba el ánimo. Sólo tenía que mirar el bulto de harpillera para que el dolor y la rabia se reavivaran.
La traición no debería doler tanto, decidió. Después de todo, sólo era un acontecimiento más de la vida. ¿Cómo era posible que la traición de una mujer pudiera herir a un hombre hasta la médula, como un cuchillo? La imagen era idónea. Conn se sentía como si estuviera sangrando.
Al llegar la noche anterior, muy tarde, Honor había tenido la sensación de desasosiego y triste resentimiento que siempre la embargaba cuando abría la puerta de la casa de la playa. Los sentimientos se habían mitigado con el tiempo. Ya no eran tan fuertes como antaño, pero seguían siendo lo bastante poderosos como para que hubiera reducido sus visitas al mínimo.
El sábado por la mañana se levantó tras una noche de sueños inquietos y se preparó un desayuno a base de café y cereales. Mientras comía, miraba las paredes, observando, absorta, las fotografías de Elegante Legado. Rara vez las miraba detenidamente. Le dolía ver la cara de su padre sonriendo al mundo como si lo esperara un futuro feliz.
Diseminados por la habitación había otros recuerdos del interés de su padre por los caballos. Una fusta colgaba en la pared junto a una pequeña silla de montar que habían conservado después de la venta de Elegante Legado. En un rincón había un arcón de madera y hierro que contenía varios trofeos hípicos. Sobre él, cubriéndolo, había una manta que había pertenecido a Elegante Legado. En el dormitorio, guardados en un cajón, había ejemplares del Diario hípico de quince años atrás, que contenían halagüeños artículos sobre el caballo. También había algunas copias de su pedigrí y otros papeles que antaño habían significado algo para su padre, y que Honor guardaba bajo llave.
Pensó que tal vez ir allí hubiera sido un error, después de todo. La casa la deprimía. Pero había huido como un animal herido, y allí era donde el instinto la había llevado. Era la casa, o registrarse en un hotel anónimo. Por alguna razón, esa alternativa le parecía aún más deprimente. Quizá dar un paseo por la playa le sentara bien.
Se puso unos vaqueros y unas zapatillas de tenis y sacó de la maleta un jersey de terciopelo de colón melocotón. Empezaba a hacer frío. Cuando llegara la noche, la neblina marítima cubriría la playa. Aquel día, el calor de Pasadena no llegaría tan al norte.
La playa solitaria se extendía a lo largo de unos centenares de metros antes de terminar en una cresta rocosa. Al pie de las rocas, el agua se encabritaba peligrosamente, empujada por una corriente que hacía imposible nadar. La playa invitaba a pasear y el viento frío que soplaba del mar resultaba vigorizante, pero nada aligeraba el dolor de Honor, que se encontró repasando una y otra vez la secuencia de acontecimientos que rodeaban su relación con Conn Landry, en busca del punto exacto en el que debería haberse dado cuenta de lo que él pretendía. Le asustaba haber sido tan increíblemente vulnerable.
Pero más aún le asustaba afrontar la turbulenta mezcla de emociones que la dominaba. Se había enamorado de él. ¡Enamorada! Al recordar la desconfianza que Conn le había inspirado al principio, se preguntó cómo podía haber sido tan estúpida.
Al cabo de cuarenta minutos renunció al paseo terapéutico y regresó con desgana a la casa. Realmente, empezaba a hacer frío y parecía que la niebla caería antes de lo que había previsto. Honor podía sentirla en el aire.
La casa de su padre se levantaba, aislada y solitaria, en un promontorio sobre la playa. Había un par de casas más en las proximidades, pero ambas estaban vacías en esa época del año. Aquella parte de la costa estaba demasiado lejos de Santa Bárbara como para convertirse en un sitio de moda. Algún día, se había dicho Honor, cuando el desarrollo turístico llegara hasta allí, su herencia se convertiría en una mina de oro. Había usado ese razonamiento cada vez que la lógica le ordenaba vender la casa.
Lo cierto era que, en el fondo, nunca había querido venderla. Aunque la deprimía y le producía un extraño desasosiego, no podía librarse de ella. Demasiadas preguntas sobre el pasado permanecían sin respuesta; preguntas que debían haberse formulado quince años atrás. Honor no había sido capaz de hacerlas, ni de deshacerse de las cosas que había en la casa y que al principio habían suscitado todas aquellas preguntas.
Estaba cavilando sobre los caprichos de su propia naturaleza, cuando oyó el bramido de un motor y vio que el elegante Porsche gris y negro se detenía frente a la casa. Honor se paró bruscamente y el remolino de sus emociones amenazó con tragársela.
Conn Landry había ido tras ella.
Muda de asombro, vio que él salía del coche y caminaba hacia la casa. Honor estaba a unos pocos metros, de pie a la sombra de la casa, pero podía ver la expresión implacable de su áspero semblante. Dejó que levantara la mano para llamar a la puerta antes de doblar la esquina, con la cabeza alta y las manos metidas en los bolsillos de su jersey de terciopelo. La brisa le arremolinaba el pelo alrededor de los hombros.
—Hola, Conn. ¿Todavía andas buscando venganza? Pensaba que ya te habías dado por satisfecho. Pero aunque no sea así, no vas a conseguir nada más.
Él se giró para mirarla. Sus ojos grises la observaron con una intensidad que Honor no supo interpretar. No podía ser dolor, pensó.
—Tú podrías enseñarme un par de cosas sobre la venganza —replicó él con suavidad—. Me has sorprendido, ¿sabes? Nunca hubiera imaginado que utilizarías al caballo para hacerme daño. Habría apostado mi vida a que no eras de esa clase de gente.
Honor sintió un sobresalto de temor.
—¿De qué estás hablando?
—De ese pequeño plan tuyo de envenenar a Legado.
—¿Es que te has vuelto loco? —exclamó ella. El inclinó la cabeza una sola vez, mofándose de ella.
—Existe esa posibilidad. Yo he estado haciéndome la misma pregunta durante las dos últimas horas. Debo de estar loco por haber pensado que no eras igual que tu padre.
—¡No metas a mi padre en esto! —replicó ella, furiosa.
—¿Por qué no? Todo empezó por culpa suya. Pero se va a acabar aquí, Honor Mayfield, te lo juro.
—No me toques —siseó ella, atemorizada. Pero, al mismo tiempo, la furia no le permitía darse la vuelta y echar a correr, como le dictaba el instinto.
—Tengo que hacerlo —dijo él ásperamente, acercándose a ella—. Tengo que encontrar una manera de olvidarme de ti. Tú me has hecho sentir algo que no sentía desde la noche en que me dijeron que Richard Stoner había sido asesinado. Ésa fue la última vez que sentí esta rabia, Honor. Pero hace quince años no había nadie que pudiera pagar por lo que ocurrió. Ahora es diferente. Ahora tú estás en mis manos.