Capítulo 3

-Es una joven muy agradable, Conn —dijo Ethan Bailey, enfocando los prismáticos para observar a una joven y veloz yegua que hacía sus ejercicios matutinos en la pista.

—¿Honor Mayfield o tu yegua? —Landry se apoyó en la barandilla y sus ojos siguieron a la espléndida potranca de Bailey.

—Las dos. Pero la verdad es que estaba pensando en tu encantadora Honor.

—¿Tratas de decirme algo, Ethan? —Una extraña sonrisa vaciló en las comisuras de los labios de Landry.

Bailey se encogió de hombros, sin bajar los prismáticos.

—No es asunto mío, claro, pero, en fin, ella no parece tu tipo, hijo.

—Estoy de acuerdo. No es asunto tuyo y seguramente ella no es mi tipo. —Conn mantuvo su tono desenfadado; no quería ofender a su amigo—. Por otra parte, nunca he sabido cuál es mi tipo exactamente. Y Honor está resultando ser… interesante.

Ethan arqueó las cejas con leve desaprobación.

—¿Estás pensando en jugar a algo con Honor Mayfield?

—Pareces muy preocupado por ella.

—Como te he dicho, me agrada. Allí de donde yo vengo, se supone que los hombres no juegan con mujeres como ella.

—Honor sabe defenderse —replicó Conn—. Mira, Ethan, no te preocupes por ella. Ni tampoco te preocupes por mí. Yo sé lo que hago.

—Reconozco que tú siempre pareces tener las cosas bajo control. —Ethan sonrió—. Olvídalo. Sólo trataba de darte una dosis de consejos paternales. Un hombre de mi edad a veces se toma libertades a las que no tiene derecho. Además, si escarbas un poco, probablemente descubrirás que mis motivos no son precisamente tan puros como la nieve recién caída.

—¿Quieres decir que estás celoso?

—Puedes apostar a que sí —reconoció Ethan—. La razón de que un hombre de mi edad empiece a ofrecer consejos paternales a un hombre de la tuya es que está un poco celoso. Es envidia. Pura envidia.

Los ojos de Landry se iluminaron, divertidos.

—Esa chica que iba colgada de tu brazo el mes pasado en Las Vegas no parecía interesada en buscar a alguien más joven.

Ethan lanzó un hondo suspiro y sacudió la cabeza.

—Es triste decirlo, pero me temo que lo único que le interesaba a esa joven era mi cuenta bancaria. Por desgracia dudo que a la señorita Honor se deje impresionar por esas cosas.

—¿Tú crees? —preguntó Landry, pensativo.

—Bueno —bromeó Ethan—, supongo que valdría la pena intentarlo.

A Landry lo sorprendió la repentina tensión que se apoderó de él al imaginarse a Ethan Bailey o a cualquier otro intentando impresionar a Honor Mayfield. Debía de estar loco, se dijo. Ethan sólo estaba bromeando. Fingió que no le daba importancia.

—Las manos quietas, Ethan, viejo amigo. Yo la vi primero.

—¿Y cuándo piensas verla otra vez? Landry observó las gradas vacías.

—Esta mañana. La he invitado a ver los entrenamientos —entornó levemente los ojos al mirar el reloj—. Dijo que intentaría venir.

—Quizá le haya surgido algún imprevisto —dijo Ethan—. ¿No dijiste que tiene un negocio? ¿Algo así como un estudio de decoración?

—Diseña interiores para oficinas. Y también para casas. Eso creo —respondió Conn, ausente, mientras empezaba a preguntarse si Honor lo dejaría plantado después de todo. El día anterior, la mañana siguiente a su cita, la había telefoneado para invitarla a acompañarlo al hipódromo. El señuelo era excelente, se dijo. Tenía la impresión de que Honor disfrutaría viendo los entrenamientos. Ella había titubeado al principio, pero luego, con un pequeño arrebato de entusiasmo, le había dicho que procuraría ir.

Conn había estado seguro de que aparecería. Todo parecía estar saliendo a la perfección. Cuando había aceptado el cheque, ambos habían comprendido que el dinero no bastaba para saldar la deuda que los unía. Él había notado la mirada de gratitud de Honor. Mezclada con cautela, pero sincera.

Honor temía a Granger y él había asumido la responsabilidad de tratar con él en su lugar. Además, la había salvado de verse implicada en la trampa policial que esperaba a Granger en el aparcamiento. Un auténtico caballero de brillante armadura, se dijo Landry sardónicamente. Luego se preguntó por qué aquella imagen lo disgustaba.

Había muchas cosas que lo disgustaban y por las que, sin embargo, no debería preocuparse. No lo entendía. Al principio, cuando había decidido seguirle los pasos a Honor, la cosa le había parecido sencilla y honesta. Su decisión se había basado en la impresión, intuitiva y visceral, de que había preguntas sin contestar y de que Honor Mayfield era la única persona que podía darle alguna respuesta. Conn estaba seguro de que ella no sabía realmente lo que había ocurrido quince años atrás, e pero al fin y al cabo era una Mayfield. A través de ella podría resarcirse de la incertidumbre, la falsedad y la injusticia que llevaban tanto tiempo atormentándolo. Pero Honor huiría si averiguaba quién era él en realidad. Y probablemente haría bien en huir. De modo que debía ganarse su confianza antes de revelarle su identidad.

Después de haberla besado, Landry sabía que los primeros hilos de su trama habían sido enhebrados con firmeza. La respuesta de Honor había sido inconfundible. Conn todavía lo recordaba físicamente, al igual que recordaba la frustración de saber que aún no era el momento de llevársela a la cama.

Sí, ella aparecería, se dijo, satisfecho. La trampa de la gratitud y de la atracción sexual estaba tendida. La combinación era fuerte… Con un poco de suerte, irresistible.

—Ahí está. —Ethan Bailey interrumpió los pensamientos de Conn y saludó alegremente a Honor con la mano. Ella se acercaba con una taza de café humeante en la mano—. Venga aquí, señorita Honor.

Conn volvió la cabeza para mirarla, consciente de cierto placer posesivo. Honor tenía buen aspecto, con el pelo recogido de un lado con una horquilla. Llevaba una camisa de algodón azul índigo anudada sobre unos vaqueros ajustados. Algo en su forma de moverse encendió en él una chispa de deseo. Conn se puso en pie.

Al acercarse a la barandilla, Honor vio al cazador en los ojos de Conn Landry y se estremeció. Pero, al mismo tiempo, reconoció el placer que sentía en su presencia. Quizá debería haber rechazado la invitación, como había pensado esa misma mañana. Cada vez que veía a Conn se arriesgaba a hacer más profunda una relación que le parecía peligrosa. Sin embargo, allí estaba, incapaz de mantenerse alejada de él.

—Empezaba a pensar que no vendrías —dijo Conn en voz baja, después de intercambiar un saludo. La recorrió con la mirada, fijándose en cada detalle.

—No sabía si iba a venir —ella sonrió amablemente y tomó un sorbo de café, sin dar más explicaciones—. ¿Ése es uno de tus caballos, Ethan?

—Sí, señorita —declaró Bailey con orgullo, empuñando un reloj para cronometrar a su yegua—. Pagué una bonita suma por esa preciosidad. Espero mucho de ella.

—Ethan espera mucho de todos sus caballos —señaló Conn.

—Yo no tengo caballos sólo para deducir impuestos. Los tengo para ganar —dijo Ethan con firmeza—. No hay nada más satisfactorio en el mundo que una victoria.

—¿Cuánto tiempo hace que tienes caballos de carreras? —le preguntó Honor con curiosidad.

—Oh, muchos años. Más de los que me atrevo a contar. Esto se te mete en la sangre. —¿A ti también se te ha metido en la sangre, Conn?— preguntó ella, mirando a Landry fijamente.

—Aún no lo sé. Legado es mi primer caballo —contestó él. Sus ojos grises parecían muy fríos al devolverle a Honor su mirada interrogativa—. Hay muchas cosas, además de los caballos, que pueden meterse en la sangre de un hombre.

Honor sintió una punzada de alarma.

—¿Como qué? —preguntó con fingido desenfado.

—Como una mujer.

—O el café caliente —dijo Ethan Bailey de repente, como si hubiera sentido la tensión que había en el aire—. Esa taza tiene muy buena pinta, Honor.

—La he pedido en un puesto que han abierto esta mañana para atender a la gente que viene a la sesión de entrenamiento. Si hubiera sabido que aquí no teníais, habría traído un par de tazas más —se sintió extrañamente agradecida con el viejo por haber disipado la tensión provocada por las palabras de Conn.

—¿Qué me dices, Conn? ¿Vamos a tomar un café? —sugirió Ethan enseguida.

Landry se puso en pie.

—Yo lo traeré —se dio la vuelta y se alejó entre las gradas.

Honor lo observó, fijándose en la suave coordinación de su paso. Conn llevaba vaqueros y una camisa caqui, con el cuello abierto, que armonizaba a la perfección con el cazador que había visto en sus ojos un momento antes. Honor se agitó, inquieta, y tomó otro sorbo de café.

Por enésima vez desde que él la había dejado la penúltima noche, se dijo que haría bien en huir de la relación que empezaba a formarse entre Conn Landry y ella. Y por enésima vez se dijo que había esperado demasiado tiempo para tomar una decisión firme al respecto.

—Es un hombre interesante, Honor —dijo Ethan amablemente, enfocando de nuevo a su yegua con los prismáticos.

—¿Hace mucho que lo conoces, Ethan? —Ella no sabía cómo preguntarle todas las cosas que deseaba saber sobre Conn.

—Sólo desde que compró a Legado. Es nuevo en el mundo de las carreras.

Honor tuvo la impresión de que Ethan cambiaba de idea justo cuando parecía dispuesto a decir algo más. Ella sintió un deseo irresistible de ir un poco más lejos.

—¿Sabes en qué, eh, en qué clase de negocios está metido?

Ethan se encogió de hombros con indiferencia.

—Bueno, creo que ha hecho un par de inversiones sustanciosas.

—¿En qué?

Ethan bajó los prismáticos y le lanzó una mirada vagamente preocupada.

—En negocios. Ya sabes, un poco de esto y un poco de aquello.

—¿Y dónde ha hecho esas inversiones? —preguntó ella con fingida ligereza, percibiendo el titubeo del viejo.

Ethan se aclaró la garganta.

—Creo que una vez mencionó Tahoe —su semblante se iluminó—. Hay unos paisajes preciosos alrededor del lago Tahoe.

—Y también un montón de preciosos casinos —comentó Honor secamente—. ¿Conn está metido en el negocio del juego, Ethan?

—¿No crees que eso deberías preguntárselo a él, Honor? —preguntó el viejo con clara inquietud. Era evidente que estaba azorado.

Honor se sintió avergonzada.

—Seguramente tienes razón. Perdona. Es que Conn es un hombre difícil de conocer. No habla mucho de sí mismo.

—Casi siempre hay una buena razón para no hablar de uno mismo —dijo Ethan, muy serio—. A veces es mejor respetar esa reserva.

Honor sopesó su siguiente comentario.

—Ayer, Conn me hizo un gran favor, Ethan.

—¿Te refieres a lo de Granger? Sí, algo dijo de eso —hizo una pausa, pensativo—. Pero creo que una dama debería tener cuidado al aceptar favores de Conn Landry.

Ella guardó silencio al percibir la poco sutil advertencia que había en las palabras de Ethan Bailey. Impulsivamente, extendió una mano y le tocó el brazo.

—Ethan, por favor. ¿Hay algo que deba saber sobre Conn?

Bailey dejó escapar un profundo suspiro.

—Honor, a mí Conn Landry me cae bien. Me cae muy bien. Pero la verdad es que no estoy seguro de que sea la clase de hombre con el que una mujer como tú deba relacionarse. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No estoy segura —dijo ella en voz baja.

—Oh, diablos, olvídalo —gruñó Ethan con forzado humor—, llevo toda la mañana haciendo de abuelito gruñón. De veras, no quiero preocuparte. Eres una chica estupenda. Lo último que necesitas es el consejo de un viejo como yo.

Honor le sonrió calurosamente.

—Tú no eres viejo, Ethan Bailey.

Él le lanzó una rápida mirada.

—¿Bromeas? Soy lo bastante viejo para ser tu padre. O el padre de Landry. Lo mismo da.

—¿Es que no sabes que tener caballos te hace fascinante para las mujeres? —Ella se echó a reír, y luego vio que Conn regresaba con los cafés—. A las mujeres nos encantan los caballos.

—¿Lo dices en serio?

—¿En serio, qué? —preguntó Landry, ofreciéndole una taza a Ethan.

—Honor acaba de decirme que a las mujeres les encantan los caballos, y que sus dueños les resultan fascinantes —parecía encantado con el comentario.

—No olvides que yo también tengo un caballo —dijo Conn, observando la expresión de Honor—. ¿Significa eso que soy fascinante?

Justo en ese momento, la espléndida yegua de Bailey pasó por delante de ellos como una exhalación, y Honor se salvó de responder. La atención de todos se concentró inmediatamente en el animal. Los entrenamientos de la mañana eran, después de todo, un asunto muy serio.

Una hora después, cuando finalmente Honor decidió que debía volver al trabajo, Conn la acompañó hasta su Fiat rojo. Era la primera vez que estaban solos esa mañana. Cuando se pararon junto al coche, él la agarró por la cintura y le hizo girarse para mirarlo.

—¿Me echaste de menos la otra noche, cuando me marché?

Honor descubrió que era difícil mentirle a un hombre con ojos que parecían de metal.

—La verdad es que tenía otras cosas en la cabeza —le dijo ásperamente.

—¿Otro hombre?

A ella no le gustó su manera de decirlo. —No. Algo relacionado con un biombo que no estaba en su sitio.

Él frunció el ceño.

—¿De qué hablas? Honor suspiró.

—¿Recuerdas que cuando entraste en mi cuarto yo estaba mirando debajo de la cama?

—Sí.

—Bien, pues lo hice porque tenía la sensación de que había algo raro en la habitación. Sé que parece ridículo, pero un diseñador desarrolla un ojo inconsciente para los detalles de una habitación. Y conozco mi casa tan bien que enseguida noto si la cosa más insignificante no está en su sitio.

—¿Y el biombo no estaba en su sitio?

—Lo uso para esconder la televisión —explicó ella, sintiéndose vagamente estúpida—. Estaba desplazado unos pocos centímetros. Estuve un rato pensando en quién lo habría movido y por qué.

Él ladeó la cabeza, observándola.

—¿Y a qué conclusión llegaste?

—La más lógica es que esa noche mi hermana entró en el apartamento mientras nosotros estábamos fuera. Adena tiene un juego de llaves, y sus incursiones en mi guardarropa son ya célebres.

—¿Fue a tu apartamento esa noche? —insistió Conn.

Honor sacudió la cabeza, recordando la conversación telefónica que había tenido con Adena la mañana anterior.

—Me dijo que no, pero la verdad es que estaba tan ocupada cantando tus alabanzas por haberte ocupado de Granger que no sé si le prestó mucha atención a mi pregunta. En Adena tienes una auténtica admiradora.

Él ignoró su último comentario.

—¿Y qué pasó entonces con el biombo? —Bueno, otra posibilidad es que la casera entrara por alguna razón. Por desgracia, ayer salió de la ciudad y no volverá hasta mañana. No podré preguntárselo hasta entonces. Y luego está la última posibilidad.

—¿Cuál es?

Honor sonrió.

—Que mi ojo de diseñadora no sea tan bueno como creo. Pero, de todas formas, no tiene importancia.

—¿No echaste nada en falta?

—Nada.

—Entonces no fue un intento de robo.

—Por suerte, por ahora me he salvado de esa clase de dramas —dijo Honor—. A una amiga mía la robaron hace seis meses. Se lo llevaron todo, salvo la alfombra. No te preocupes, Conn. Es evidente que hay una explicación perfectamente lógica para el hecho de que el biombo estuviera desplazado unos centímetros. Yo ya he dejado de preocuparme por ello.

—Pero te impidió pensar en mí esa noche —musitó él, pasando el pulgar por la mandíbula de Honor.

No, no le había impedido pensar en él, pero Honor decidió que era mejor no decírselo. Su instinto le decía que sería peligroso que Conn supiera cuánto pensaba en él. ¿Qué había dicho Ethan? «No estoy seguro de que sea la clase de hombre con el que una mujer como tú deba relacionarse». Ella tampoco estaba segura.

—¿Te recojo a las seis para ir a cenar? —preguntó Conn suavemente, acariciándole la mejilla.

Honor, sintiéndose casi violenta por su leve caricia, se recordó sus dudas respecto a aquel hombre. Conn parecía no tener ninguna duda de que estaría libre para él esa noche. Su confianza la alarmó.

—Lo siento, Conn, esta noche tengo un compromiso de negocios.

Los ojos grises se endurecieron.

—¿Una cita?

—Puedes llamarla así —no le debía ninguna explicación, se aseguró a sí misma.

Él dejó de acariciarla y, después, Honor sintió que le tocaba levemente la garganta. —Cancélala, Honor.

Ella tragó saliva, sintiendo un escalofrío de temor.

—No puedo hacerlo. Tengo un negocio, Conn. ¿Es que no sabes que eso conlleva muchos compromisos?

—Sí, lo sé, y también sé algo sobre yeguas nerviosas. Relájate, Honor. Cancela esa cita y ven a cenar conmigo —su voz era ronca y persuasiva. La voz de un amante.

Honor vaciló, al borde de la rendición, pero se retiró a tiempo.

—No, no puedo, Conn. Lo siento, pero de veras me tengo que ir. Gracias por invitarme a los entrenamientos. Lo he pasado muy bien. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad? —Hizo la pregunta con despreocupación, enfatizando sutilmente la naturaleza fugaz de su relación.

Él la observó deslizarse en el asiento delantero del Fiat y cerrar la puerta como si fuera un puente levadizo tras el cual se sintiera segura.

—Eso depende.

Ella lo miró con el ceño fruncido y los ojos entornados contra el reverbero del sol.

—¿De qué depende? —le preguntó, haciendo girar la llave de contacto.

—De ciertos negocios de los que tengo que ocuparme.

—Pensaba que sólo habías venido a ver correr a Legado.

—Voy a aprovechar la ocasión para atar unos cuantos cabos sueltos —dijo él fríamente.

Ella detestaba que se pusiera tan críptico.

—En fin, no quiero impedir que te ocupes de tus negocios. —Honor puso el coche en marcha se alejó sin mirar atrás.

Había dudado si asistir o no a la fiesta privada que se celebraba esa noche con motivo de la inauguración de un restaurante. Su amiga Susan Mallory había diseñado los interiores, y Honor sabía que agradecería su presencia. Un proyecto acabado proporcionaba al diseñador la misma satisfacción y placer que un cuadro acabado a un pintor. Por la naturaleza misma de sus oficios, ni el diseñador ni el pintor podían retener la posesión de sus creaciones. Sólo podían disfrutar de ellas un corto periodo de tiempo.

Honor no se engañaba mientras se vestía. Había tomado la decisión de asistir a la fiesta casi únicamente por un deseo instintivo de poner cierta distancia entre Conn Landry y ella.

Las torpes pero bien intencionadas advertencias de Ethan Bailey sólo habían servido para cristalizar sus propias dudas respecto a Conn Landry.

Honor observó el vuelo del amplio vestido de color magenta que había decidido llevar, y luego se recogió el pelo en un moño sobre la nuca. Resultaba difícil sentir entusiasmo por la velada que la esperaba. No dejaba de pensar en lo animada que estaría en ese momento si estuviera esperando que Conn Landry fuera a buscarla.

Honor llegó a la fiesta cuando ésta se encontraba en su apogeo. Se abrió paso a través de la multitud de diseñadores, periodistas y amigos del propietario, buscando, indolente, a Susan. Por el camino, probó algunos de los incontables canapés de quesos exóticos. La muchedumbre la empujó hacia la barra y Honor se encontró de pronto con un vaso de plástico lleno de vino italiano barato en la mano, que la ayudó a tragar el queso. Se preguntó qué estaría haciendo Conn en ese momento.

—¡Honor! ¡Has venido! ¡Qué bien! Dime, ¿qué te parece? —Susan Mallory, ataviada con un extraño kimono japonés a la última moda, avanzó hacia ella entre la multitud. En una mano llevaba un vaso de plástico con vino y con la otra señalaba los interiores art déco que había diseñado.

Honor sonrió a su atractiva amiga de pelo negro.

—Es maravilloso, Susan. Absolutamente maravilloso. Es una pena que nunca se ponga una plaquita con el nombre del decorador.

—Sí —suspiró Susan teatralmente—. Nadie piensa en poner al decorador en los créditos —sonrió—. Pero he conseguido unos cuantos contactos interesantes.

—Estupendo. ¿Cómo van tus planes de boda? —Honor probó un pedacito de Camembert importado.

—Perfectamente —dijo Susan, entusiasmada—. Iba a llamarte la semana que viene para preguntarte si tu casa de la playa estaba disponible.

—¿La segunda semana de junio? —Honor intentó reconstruir de memoria la agenda del alquiler de la casa—. Creo que sí. El agente de la inmobiliaria me dijo que la había alquilado para el mes de agosto, pero creo que estará libre parte de junio. ¿Cómo es que has decidido pasar la luna de miel en Ventura? ¿No te parece un poco corriente? Pensaba que irías a Hawai o a Puerto Vallarta.

—Todo el mundo va a Hawai —dijo Susan jovialmente—. Y los que no van a Hawai, van a Puerto Vallarta. Richard y yo lo discutimos la otra noche y, cuando le dije que tenías una casa preciosa justo en la playa, decidimos preguntarte si estaba disponible. ¿Tú no vas a ir este año?

—Yo rara vez voy por allí —dijo Honor en voz baja, pensando en la casita que constituía la única herencia que le había dejado su padre, aparte de un pequeño fondo de inversiones que la había ayudado a pagarse la universidad—. Voy alguna vez en invierno, cuando no está alquilada, y paso un fin de semana, pero nada más.

—No entiendo por qué no vas más a menudo. A mí me encanta ese maravilloso aire campestre que le has dado, con esos preciosos muebles rústicos y esas fotos de carreras de caballos diseminadas por las paredes. Estuve muy a gusto allí, el verano pasado.

Honor pensó en las fotografías de Elegante Legado que habían pertenecido a su padre y que ella conservaba en la casa, junto con diversos recuerdos hípicos. Era difícil explicar por qué las visitas a la casa siempre le parecían vagamente deprimentes. Allí parecían aguardarla los recuerdos de aquel año traumático, cuando ella acababa de cumplir los trece. Resultaba más sencillo atribuir a un motivo más racional su renuncia a utilizar la casa.

—Perdería las ventajas fiscales del alquiler si pasara mucho tiempo allí —dijo despreocupadamente.

—Ah, claro —dijo Susan. Como californiana que era, comprendió enseguida la necesidad de deducir impuestos. A la gente de California le preocupaban mucho esas cosas—. ¿Tu hermana tampoco la usa?

—Rara vez. Mi madre solía ir de vez en cuando, antes de volver a casarse y mudarse al este. Yo la mantengo sobre todo por las ventajas fiscales. Y si está libre la segunda semana te junio, estaré encantada de que la uses.

—Estupendo. Se lo diré a Richard. Ven, quiero presentarte a mi cliente.

—¿Ese señor del traje malva?

—Ése.

A las diez, Honor decidió que ya había comido bastante queso como para compensar sus carencias de calcio durante un mes entero. Estaba cansada del interminable parloteo de la fiesta. Era hora de irse. Aliviada, se dirigió al aparcamiento y se metió en su Fiat.

No vio los faros por el retrovisor hasta que apenas le faltaban unas manzanas para llegar a su apartamento. Sin saber por qué, pensó que esos mismos faros llevaban mucho rato tras ella y sintió que empezaban a sudarle las manos sobre el volante.

No era oír que alguien había seguido a una conductora solitaria y la había asaltado después de obligarla a salirse de la carretera. Honor había leído que la mejor forma de afrontar una situación así era conducir hasta la comisaría más próxima. Bajo ningún concepto había que volver a casa.

Pero sólo estaba a una manzana de su apartamento y no estaba completamente segura de que la estuvieran siguiendo.

Al doblar la esquina de su tranquila calle, los faros se aproximaron más a su coche. Si aquel vehículo la seguía, probablemente se acercaría velozmente para poder pasar bajo la puerta automática del garaje cuando ella la abriera para meter su coche. Honor podía encontrarse atrapada dentro de un garaje cerrado con quienquiera que condujera el otro coche.

Pero también podía ser producto de su imaginación; de la misma vívida imaginación que la había convencido de que alguien había movido el biombo de su cuarto.

Honor consideró sus opciones y decidió dejar su casa atrás. Daría una vuelta a la manzana y vería si el otro coche la seguía. Si lo hacía, se metería en una calle más transitada y se dirigiría a la comisaría más cercana.

De pronto, el otro vehículo se situó muy cerca de ella. El reflejo de sus potentes faros impedía a Honor ver nada por el espejo, salvo un destello cegador. Iba a acelerar para dejar atrás su bloque de apartamentos, cuando los faros de su coche iluminaron un Porsche gris metalizado aparcado junto a la acera. Había una oscura figura sentada en el asiento del conductor.

De repente, la presencia de Conn Landry le pareció la visión más tranquilizadora que había tenido en mucho tiempo. Sin pararse a pensar, Honor se detuvo tras el Porsche, consciente de que el otro coche también reducía la velocidad. Apagó el motor, salió del Fiat y corrió hacia el Porsche antes de que el otro vehículo se acercara a la acera.

La puerta del Porsche se abrió y Landry apareció ante ella. Honor se arrojó en sus brazos. En ese momento, su impasible poder pareció ofrecerle la seguridad que necesitaba.

—Honor, ¿qué demonios…? —El rugido del motor de una camioneta negra interrumpió sus sorprendidas preguntas. Un segundo después, la camioneta aceleró y desapareció más allá de la esquina de la calle.

Honor consiguió vislumbrar el vehículo, pero no intentó desasirse del abrazo de hierro en el que estaba atrapada.

—Creo… creo que esa camioneta me venía siguiendo —logró decir, aliviada—. Llevaba varias manzanas detrás de mí. He oído que hay tipejos que hacen eso, ¿sabes? Seguir a una mujer a casa y atacarla. Iba a pasar de largo cuando vi tu coche. ¡Oh, Conn, en mi vida me he alegrado tanto de ver a alguien! ¿Pero qué haces aquí?

—Adivina —gruñó él sucintamente. Cuando ella alzó la vista, asombrada, él suspiró y la soltó para cerrar la puerta de su coche—. Estaba esperándote, naturalmente. ¿Por qué si no iba a estar aquí sentado, enfrente de tu apartamento, a estas horas de la noche?

El pulso acelerado de Honor recuperó su ritmo normal al comprender las implicaciones que tenía la presencia de Conn.

—Supongo que esa última pregunta es pura retórica —se liberó del brazo de Conn, que aún la rodeaba, y se alisó el vestido—. No me malinterpretes, Conn, realmente me alegro de verte, pero creo que sería interesante saber qué pensabas conseguir aquí sentado.

—Vamos dentro y te lo explicaré con todo detalle —murmuró él, tomándola del brazo—. Pero, antes, háblame de la camioneta.

—No sé más de lo que ya te he dicho. Algún loco de California que se divierte siguiendo a mujeres solas, supongo. Creo que debería denunciarlo a la policía.

—¿Denunciar qué? Ni siquiera hemos visto la matrícula.

—Bueno, ya se ha ido, gracias al Cielo. Conn la empujó suavemente a través de la puerta y por el tramo de escaleras que llevaba a su apartamento. Cuando tomó la llave para abrir la puerta, Honor se dio cuenta de que aún no sabía qué estaba haciendo allí.

—Conn, sobre el hecho de estuvieras esperándome —comenzó a decir con lo que esperaba sería un tono imperioso—, me gustaría saber qué pensabas conseguir.

Él le lanzó una mirada indescifrable al pasar a su lado y se dirigió al armario donde Honor guardaba el coñac.

—Mi prioridad número uno era ver quién te traía a casa —se sirvió un poco de coñac y levantó el vaso en un ligero saludo—. Mi prioridad número dos era asegurarme de que subías sola.

Honor percibió la tranquila arrogancia de sus palabras y respiró hondo, inquieta.

—Como ves, no me interesan los conductores de camionetas —decidió tomar la ofensiva—. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no me agrade que te tomes tantas libertades con mi coñac?

Él se acercó con fría y masculina elegancia.

—Creo que lo menos que puedes hacer es ofrecerme un trago, dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? —preguntó ella.

—Últimamente, siempre he estado cerca cuando me has necesitado, ¿no?

Ella se mordió el labio inferior.

—Nadie te lo ha pedido, Conn.

—Pero me lo has agradecido, ¿verdad? —Tomó un largo trago de coñac y la miró con sus ojos metálicos—. ¿Qué tal ha ido tu cita de negocios, Honor? ¿Te has divertido?

—Más o menos —dijo ella—. Hasta que esa camioneta empezó a seguirme.

Él asintió, tomando otro trago de coñac. Honor reparó vagamente en que llevaba los pantalones vaqueros y la camisa caqui del día anterior. La ropa oscura, combinada con su talante sombrío y peligroso, hacían de él una fuerza formidable dentro del cuarto de estar.

—Creo que es hora de que seas un poco sincera, Honor Mayfield —le dijo él seriamente.

—¿Y sobre qué exactamente quieres que sea sincera?

—Sobre la razón de que no hayas cenado conmigo esta noche, para empezar.

—Ya te lo dije, tenía un compromiso profesional.

—Un compromiso muy oportuno.

—¿Me estás acusando de algo, Conn?

—Sí, de evitarme. Y me gustaría saber por qué.

Honor intentó apartarse de él, pero Conn le había bloqueado el camino. Ella alzó la barbilla con fría soberbia.

—Porque hay demasiadas cosas que ignoro sobre ti. Me das un poco de miedo, Conn, y creo que lo sabes.

Los ojos grises de Conn brillaron.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué me sometes al tercer grado? —le espetó ella, crispada—. Tal vez es que quieres asustarme de verdad, por alguna razón.

Honor tuvo la sensación de que él se veía obligado a detenerse a pensar la respuesta a su pregunta.

—Tienes razón, Honor —dijo Conn finalmente—. No tengo derecho a decirte lo que debes hacer por las noches, ¿verdad?

—Sí —dijo ella en un susurro.

—El problema es que me gustaría tenerlo —continuó él.

—Conn, por favor…

—Quiero que sepas que estaré ahí cuando me necesites, como pasó con Granger y como ha pasado esta noche con esa camioneta que te seguía. Me gustaría que confiaras en mí, Honor. Quiero que sepas que no tienes que inventarte excusas para no verme.

Sus palabras se derramaron sobre ella en una cascada áspera y sensual que cautivó sus sentidos. Pero aquellas palabras no eran las sencillas mentiras zalameras de un amante. Había en ellas una urgencia que la obligó a reconocer su sinceridad. Sin embargo, no estaba segura de que el propio Conn notara la intensidad con la que hablaba.

Honor lo observó mientras se acercaba a ella, y percibió su mirada de deseo. Recordó la sensación de seguridad que había sentido en sus brazos y comprendió que quería sentirla otra vez.

—Conn, hay muchas cosas que no sabemos el uno del otro —dijo con cierto tono de desesperación.

Él dejó el vaso de coñac y le tocó el cuello con la punta de un dedo.

—Estoy de acuerdo. Hay muchas cosas que no sabemos el uno del otro. Pero creo que esta noche es una buena ocasión para descubrir algunas verdades elementales.

La respuesta de Honor, fuera cual fuera, se perdió en las profundidades de un beso.