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Los periódicos de hoy hacen una pequeña mención a las infructuosas investigaciones de la policía para encontrar al «asesino del tiro en la frente». ¡Pobres policías! Buscan a un hombre que, en realidad, es un equipo que ya ni siquiera está en el país. Tratan de hallar a una persona que asesinó a nueve personas: Alejandre, Adriana, Delia, «la Julia», «la Chelo», Joaquín Ventura…; intentan detener a un perturbado mental sin saber que el propio Gobierno les oculta datos y encubre a los homicidas. No se dan cuenta de que esas nueve muertes son el precio pagado por una victoria en las elecciones. ¡Qué poco valor tiene la vida humana cuando se mezclan intereses personales y ansia de poder!
Han pasado ya varios meses desde la muerte del padre Ventura. Desde aquel día llevo oculto en este paraíso del Pirineo Aragonés. Cuando le vi caer encima del altar supe que lo acababan de asesinar los sicarios del Papa. Salí disparado hacia la cafetería para decirle a «la Julia» que llamara a la policía y allí me encontré los cadáveres de la camarera y de «la Chelo». Entré en el dormitorio de Ventura para recuperar el manuscrito pero se lo habían llevado. Todo iba quedando más claro: los miembros del Servicio Secreto Vaticano tenían órdenes de encontrar todo el material relacionado con las Memorias de Josaphat, destruirlo y terminar con la vida de quienes hubieran tenido algún contacto con el libro. Llamé al 091 para denunciar lo ocurrido en la parroquia. Después marqué el teléfono de mi casa. Nadie contestó. Hice lo propio con el móvil de Gracia: apagado o fuera de cobertura. Si los matarifes del Papa habían entrado en mi casa sólo encontrarían las copias que un día recibí en la redacción, las copias que en su día hizo de las Memorias el padre Trotiani, otra víctima de la intolerancia de la Iglesia Católica. Lo que quedaba claro es que mi familia estaba en peligro.
Un gran silencio dominaba el piso cuando entré, un silencio que martilleaba mis pensamientos. No era normal que a esas horas Gracia hubiera salido con los niños y mucho menos con lo que llovía en la calle. Al silencio se unía la oscuridad total de la casa. Anduve a tientas buscando un interruptor. De repente, tropecé con algo. Lo palpé para cerciorarme de qué se trataba. Un escalofrío recorrió mi cuerpo porque lo primero que toqué fue un pecho de mujer, el pecho que tantas veces había besado en las noches de amor, el pecho que había amamantado a mis hijos, el pecho de Gracia. Encendí la luz y vi su cuerpo inerte rodeado de un gran charco de sangre. Tenía un disparo en la cabeza, Rápidamente me levanté y fui al dormitorio de los niños. También estaban muertos. Lleno de dolor entré en la sala que utilizaba como despacho. Las copias de las Memorias de Josaphat habían desaparecido. Encima de la mesa había una nota escrita con tinta roja, ¡con sangre!, que decía: Siempre gana Goliat.
Esa hoja de papel tenía razón. A pesar de que David gana una batalla, la victoria en la guerra será siempre del más fuerte, de Goliat. Por unos días Delia, Ventura y yo vencimos: las Memorias de Josaphat fueron publicadas pero el Gobierno, recibiendo órdenes directas del Vaticano, redactó un Decreto Ley por el que mandaba a los comerciantes y a la editorial la retirada del mercado de la obra. Cuando los lectores lo buscaban los libreros no tenían más remedio que decir que estaba agotado. Fue una medida muy «democrática».
Sin embargo, lo que ellos no saben es que una copia de la traducción de mi amiga y de los escaneados del original está en una editorial de un país donde el Vaticano no tiene influencia y que será publicada en breve. La verdad no puede ser silenciada, ni siquiera por el poder de las armas. Todo el contenido digital está oculto en un servidor y, por mucho que desde Roma quieran acceder a él, siempre habrá alguien que tenga el legado de Josaphat a su alcance. Tal vez Goliat siempre gane, pero David siempre encontrará piedras con las que cargar su honda.
Aunque estoy oculto no me siento seguro. Día a día me despierto esperando a que lleguen los miembros del Servicio Secreto Vaticano para terminar con mi vida. Eso ocurrirá tarde o temprano, lo sé, del mismo modo que sé que no podré hacer nada para impedirlo porque, tarde o temprano, me encontrarán.
Me asomo a la ventana de este refugio de montaña y veo un todoterreno Toyota que se ha parado en la puerta. Dos hombres se bajan del vehículo. El que conduce es alto y fuerte. Parece un pelotari. El otro tiene pinta de intelectual resabiado. Les reconozco porque son los dos que Alejandre nos enseñó en fotografías aquella tarde en el café del centro de Madrid. El aragonés ya nos advirtió que eran muy peligrosos. El más grande saca una pistola y le coloca un silenciador con tranquilidad. Saben que les estoy mirando. Llaman a la puerta, les oigo hablar. Se les nota impacientes pero no nerviosos. Les estoy esperando. Seguramente tirarán la puerta abajo. Tengo un machete preparado. Suena un fuerte golpe. Ya están aquí.