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El Señor Presidente se encontraba sumergido en el tedio de un día tan ajetreado como la vitalidad de un muerto. ¿Cómo era posible que un hombre con sus obligaciones estuviera tan aburrido en los momentos en que la nación parecía recuperarse de la gestión de los anteriores gobernantes, de esos rojos canallas, como él los llamaba? Vestido con un traje azul marino, con su corbata solemne y ese rostro un poco antiestético que había heredado de su padre, se hallaba tendido en un sofá leyendo las últimas noticias que le involucraban a él y a otros altos cargos del Gobierno en unas actividades conspiranoicas para conseguir expulsar de la presidencia a su antecesor. Lo logró de milagro, pero él ya había alcanzado su objetivo, el poder que tanto había añorado en su juventud. ¡Cuántas veces cerró los ojos y se vio rodeado de una gran multitud aclamando su nombre, gritando su nombre, alabando su nombre, tal y como lo hicieron durante casi cuarenta años con su referente político: Franco. Él quería ser como el Caudillo mientras estaba estudiando en la universidad y no entendía el porqué de las revueltas estudiantiles cuando el país iba «de puta madre».

Volvió a leer las noticias. Le frustraba y molestaba al mismo tiempo que los periódicos que supuestamente estaban de su parte, los que tenían su misma ideología, los que le habían ayudado en su ascensión al poder, no hicieran ni una sola mención a este hecho que denunciaban los medios con ideologías contrarias a la suya. Le jodía que no movieran un solo dedo para defenderle a él y al partido. ¿Le habría abandonado la prensa? Esa era una de las cosas que más le preocupaba: el abandono de cierto sector de los medios a los que tenía en el bolsillo a cambio de una serie de privilegios y concesiones a dedo. Tenía miedo a quedarse si órganos de propaganda. Sin embargo, sabía que había una cadena de radio que jamás le dejaría en la estacada. A esos sí que les convenía que se volviera a los tiempos anteriores, a los tiempos en que poseían un alto grado de poder cuando la Iglesia y el Estado estaban plenamente fusionados y lo que decía un obispo, un cura o un cardenal aparecía al día siguiente en el Boletín Oficial del Estado, es decir, que iba a misa.

¿Cómo reaccionarían la Conferencia Episcopal, el pus y las asociaciones religiosas que apoyaban a su Gobierno? ¿Y los empresarios? ¿Y el pueblo? Todos estos sectores tendrían un pensamiento común que le agobiaba: «cuando el río suena…». Por eso se desasosegaba su espíritu en divagaciones sobre la forma de parar la ofensiva de la «caballería roja», de esos marxistas, de la chusma, del populacho, como consideraba a la clase política democrática. Aquella mañana, en el Congreso, cuando se cruzó con algunos diputados socialistas escuchó comentarios del tipo «¿Pica?, pues te rascas», «¡A que jode!», o «¡Vaya putada que te hagan lo mismo que hiciste tú!».

Recordó entonces unos versos de Lorca que reflejaban en buena medida su estado emocional del momento: aburrimiento, miedo, culpabilidad, drama interno, remordimiento:

¿Quién puso estos ojos que no quiero

y estas manos que tratan

de prender un amor que no comprendo?

¡Y con mi vida acaba!

¿Quién me pierde entre sombra?

¿Quién me manda sufrir sin tener alas?

 

¿Por qué se acordaría precisamente en ese momento de aquellos versos que le obligó a leer su hijo una tarde paseando por el jardín del Palacio y que él leyó de mala gana? Quizá fuera porque a partir de ese instante comenzó a admirar un poco más la obra del poeta granadino, a pesar de que fuera un rojo maricón.

Mientras se encontraba en esas divagaciones, quebrándose la cabeza, buscando una salida urgente para la situación tan comprometida en la que le habían metido esos periodistas al sacar a la luz los trapos sucios de su gestión presidencial, sonó un teléfono:

— ¡Diga! —él nunca preguntaba, siempre afirmaba con tono imperativo.

— Señor Presidente, tiene una llamada del Vaticano por la línea tres —respondió una voz femenina al otro lado de la línea.

Retuvo la llamada durante unos segundos. El mundo se le venía encima. Seguramente las noticias habían llegado a la Santa Sede  le esperaba alguna reprimenda de uno de los cardenales encargados de la información y la propaganda de la Iglesia Católica.

— ¡Dígame!

— Buenas tardes, señor Presidente. Soy Havryil, ¿me recuerda?

— ¿Cómo no voy a acordarme de Su Santidad? ¿Qué desea de mí? —era la primera vez el Papa se dirigía a él personalmente, sin ningún tipo de intermediario. Cambió su tono de voz rotundo por otro más sumiso. Sólo se producía esta metamorfosis cuando el que conversaba con él era superior o en rango y hasta aquel momento lo había hecho nada más que con dos hombres: el Presidente de los Estados Unidos y el Rey de España.

— Tenemos un grave problema entre manos. De él depende la credibilidad de la Iglesia y la permanencia en el puesto en el que se encuentra usted. Ya me he enterado por las noticias de unos asuntillos un tanto extraños que ensombrecen su gestión. No sé si se estará dando cuenta de que está cometiendo los mismos errores que su antecesor.

El Presidente no estaba acostumbrado a que nadie le hablara en ese tono tan amenazante. Sin embargo no podía hacer callar a Su Santidad. Se descartaría a partir de ese momento el apoyo incondicional de la Iglesia a su Gobierno. Además, tenía la obligación moral de ayudar a los herederos de la obra de Cristo, a los predicadores de su mensaje, por una razón muy simple: ellos le habían ayudado a conseguir la Presidencia. El Papa envió un año antes de las Elecciones Generales a un grupo de curas del Servicio Secreto Vaticano para sacar a la luz los trapos sucios del partido que anteriormente sostenía al Gobierno. Este hecho sólo lo conocía él y el Vaticano. Ni siquiera lo sabía la Conferencia Episcopal española ni se podían imaginar que todos los rumores, todos los escándalos divulgados por un periódico habían sido hecho públicos gracias al trabajo de aquellos sacerdotes. Las noticias aparecían de repente y sin previo aviso encima de la mesa del director del diario, amigo personal del Presidente, sin remite y con una escueta nota: «publícalo y no hagas preguntas».

El Papa continuó hablado:

— Verá. Han aparecido en su país unos documentos comprometedores que podrían desestabilizar a la Iglesia. Podrían incluso… —un silencio incómodo inundó la línea telefónica, un silencio de esos que explica muchas cosas. El Presidente lo entendió: se trataba de algo realmente grave—. Unos documentos que podrían provocar la desaparición de la Iglesia. Por eso necesito su ayuda.

— Lo que usted quiera. Recuerde que estoy en deuda con Su Santidad.

— Nadie está en deuda con nadie. ¿Acaso piensa que lo que hicimos para favorecer a su partido en las elecciones fue por su cara bonita? No, amigo, no. Lo hicimos para eliminar de una vez del mapa a esa escoria marxista.

— Muy bien, pero… ¿en qué puedo ayudar?

— He enviado a España a tres miembros del Servicio Secreto. Lo único que pido es que su Policía les deje trabajar en paz, que no se  inmiscuyan en su trabajo. Si por algún raro malentendido fueran detenidos, deberá llegar a la comisaría una orden de libertad firmada por usted mismo. Eso es lo único que deseo. Si todo sale bien y si su colaboración es la correcta, tal vez mis tres agentes se queden una temporadita más en España para limpiar sus trapos sucios. ¿De acuerdo?

— De acuerdo, Su Santidad. Lo que necesite —respondió el Presidente a la vez que escuchaba cómo el Papa colgaba el teléfono—. ¡Joder, otro follón que se me viene encima! —dijo para sí mismo.