17

«La Julia» limpiaba la barra mientras se calentaba la cafetera. Eran las siete y media de la mañana, la hora en que los habitantes de la noche se congregaban en el local parroquial a desayunarse antes de acostarse. Normalmente se trataba de drogadictos que entraban al bar de Ventura para calentarse un poco antes de regresar a sus casas o de salir a las calles a pedir una limosna que les permitiera pagarse la dosis necesaria para evitar el síndrome de abstinencia. También acudían prostitutas que regresaban de su trabajo, unas con la cara sonriente y otras con el rostro enrojecido por el frío de la noche. Las primeras solían invitar a las segundas con una camaradería insólita e impensable para los tratadistas de las clases más bajas de las etnias urbanas. Ventura siempre estaba allí. El sacerdote disfrutaba como un niño el día de Navidad hablando y escuchando las anécdotas que le contaban sus corderos, sus hijos, como él llamaba a todos los habitantes del submundo en que habitaba y al que había entregado su vida. Necesitaba esas conversaciones matutinas antes de meterse en la iglesia para dar la misa de las nueve, antes de predicar a las beatas una doctrina en la que, a cada minuto que pasaba, creía menos. Esas beatas eran el reflejo más claro de la hipocresía de los que se llamaban a sí mismos cristianos. Cuando pasaban delante de alguno de los que junto a él mojaban en el café las porras recién hechas por «la Chelo» lo más «respetable» que hacían era murmurar entre ellas cuando no llegaban a insultar al prójimo.

Ese día había dos clientes nuevos. Se les notaba a la legua que no pertenecían a aquel submundo. La primera que se dio cuenta fue «la Julia» al sentir el tacto de uno de ellos cuando le pagó los cafés con leche que habían pedido, un hombre fuerte y con cara de pelotari. La suavidad de la mano le delató: pertenecía a una clase más alta. La camarera se dio cuenta de un bulto bajo una americana negra  y raída que llevaba. Su experiencia en las calles hizo que supiera de inmediato que iba armado. Buscó con la mirada al padre Ventura y vio que estaba entrando en su habitación. Rápidamente preparó un café y se acercó hacia allí para llevárselo. Una excusa para justificar que saliera de la barra. Entró sin llamar en la alcoba. Éste, al verla muy pálida y con la taza en la mano, preguntó:

— ¿Te pasa algo Julita?

— Padre Joaquín. Ahí fuera hay dos tipos que me dan mala espina. Van vestidos como si fueran mendigos o yonquis pero no tienen pinta de serlo. El que me ha pagado se ha delatado. Primero me da un billete de veinte euros y después, al darle las vueltas y rozar su mano me doy cuenta de que son muy suaves, sin un callo, a pesar de la cara de bruto que tiene.

— ¡Vamos, vamos! No te preocupes. Termino de prepararme para la misa, salgo a ver qué pasa ahí fuera y hablo con esos dos.

— Tenga cuidado. El que me pagó lleva pistola.

— Eso ya no me gusta tanto.

Ventura no creía que hubieran dado con él tan pronto. Seguro que se trataba de dos nuevos parias de la sociedad, dos hijos de gente de dinero que, por su adicción a las drogas, habían sido expulsados de su torre de marfil. Sin embargo, tenía miedo.

* * *

El funeral fue más multitudinario de lo que nos habíamos imaginado Gracia y yo. Era una persona muy querida por todos pero no nos podíamos creer que en el cementerio se hubieran congregado más de dos mil personas para dar su último adiós, para derramar lágrimas de homenaje a un hombre que siempre trabajó en la sombra, que no alcanzó la fama más que en los círculos por donde se movía, los círculos de la periferia del mundo.

Cuando llegué a casa la noche anterior al sepelio y vi las sirenas de la policía y de las ambulancias pensé que ocurrió lo que nos había advertido Alejandre en la cafetería: los asesinos del Servicio Secreto Vaticano había entrado en mi casa para pegarme dos tiros y, viendo que no me hallaba en el piso, descargaron su furia sobre mi esposa o sobre mis hijos al comprobar que no sabían nada en lo que estaba metido. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Entré rápidamente en el bloque y, después de discutir con uno de los agentes que me quería impedir la entrada, abrí la puerta de mi casa para llevarme una de las sorpresas más agradables y hermosas de los últimos tiempos al contemplar cómo Gracia dormía plácidamente en el sillón del salón. Se me saltaron las lágrimas de la emoción. La desperté y la besé en los labios.

— ¿Qué te pasa? ¿A qué viene toda esta escenita? —preguntó extrañada. Hacía mucho tiempo que no entraba en casa de esa manera.

— Cuando llegué de la redacción vi en la puerta del bloque un montón de sirenas de policía y una ambulancia. Creí que os había pasado algo. Ya sabes, lo de los terroristas.

— ¡Ay pobre! No te preocupes. Estamos bien. Lo que pasa es que el vecino del tercero, el poeta, se ha muerto. Según me ha dicho la vecina del segundo, esa que sabe todo de todos, le ha dado un infarto. La verdad es que ese hombre llevaba una vida muy mala. No se cuidada —me acarició la cara y con su dedo impidió salir una lágrima de uno de mis ojos.

Lancé un suspiro de alivio que repetí en el cementerio mientras recordaba el suceso. El día era lluvioso y un mar de paraguas llenaba el lugar. Se escuchaban las palabras del cura, palabras llenas de hipocresía en las que afirmaba que no entendía por qué la gente lloraba cuando alguien moría porque el mundo terrenal no era más que la antesala del reino de los cielos, del lugar donde el dolor no existía y donde la mano de Dios lo perdonaba todo. ¿Qué mano de Dios? ¿La que destruye a los que no se someten a su voluntad? ¡Qué cantidad de mentiras salían de la boca de aquel sacerdote! Dios es el ente más contradictorio de los que el hombre ha inventado. La raza humana, en su afán por demostrar todas las causas de las cosas que le rodean, inventó un algo superior para hacer más viable la presencia de fenómenos inexplicables a su entendimiento. De ahí que ese algo superior fuera tomado como un ser terrible, capaz de destruir al hombre en cualquier momento. Por eso se le asemejó con el trueno, con el fuego o con los animales más terribles y poderosos, es decir, a todo lo que las sociedades primitivas, las inventoras de Dios, no podían hacer frente con sus rudimentarias armas. Había otra cosa muy importante que muchos tratadistas pasaban por alto y que tuvieron que ser pensadores modernos los que descubrieran otra contradicción: teóricamente el Dios cristiano estaba de parte de los pequeños, de los que sufren, de los que lloran penas y padecen injusticias por parte de los poderosos, sin embargo, en la práctica, ese Dios amable, caritativo y eternamente misericordioso traicionó a los que más le añoran, ya sea por su fe o por su falta de cultura, ya sea por la ausencia de personalidad, para aliarse con los poderosos que destruyen las ilusiones de los más desfavorecidos.

Además, realizando un estudio exhaustivo del caso que la Iglesia hizo y hace a los mandamientos de la Ley de Dios se puede apreciar que falta a una gran cantidad de ellos. El primer mandamiento, «amarás a Dios sobre todas las cosas», se lo han pasado por el forro en multitud de ocasiones a lo largo de la historia. Lo ejemplifica la codicia con que durante siglos la Iglesia se ha dedicado a engrandecer su poder a costa de desangrar a sus acólitos, el ansia de protagonismo en la política de distintos países apoyando a movimientos autoritarios que derrocaron a gobiernos democráticos que apostaron por el laicismo o les quitaron privilegios. Respecto al segundo mandamiento, «no tomarás el nombre de Dios en vano», no es ningún secreto los genocidios perpetrados por parte de la Iglesia en nombre de ese Dios. «Santificarás las fiestas» es el tercer mandamiento. Los días grandes para la religión cristiana son, han sido y serán utilizados para mostrar ante el mundo el poder de la Iglesia y no como una forma de rendir culto a los hombres y mujeres que lucharon o murieron por una idea y una fe. El cuarto mandamiento, «honrarás a tu padre y a tu madre», fue violado por muchos Papas y el ejemplo más claro lo encontramos en la familia Borgia. En el quinto, «no matarás», la transgresión es obvia, se relaciona con lo dicho respecto al segundo y con la muerte, por ejemplo, de Papas como Juan Pablo I que fueron asesinados porque quería acercar a la Iglesia al mensaje evangélico terminando con la corrupción de la Curia. El sexto, «no fornicarás», ha sido vulnerado por todos los curas, obispos, cardenales y Papas a lo largo de dos mil años. Es cierto que hubo un tiempo en que no existía el celibato, pero esto no excluye las orgías o las rupturas del voto de castidad en las órdenes religiosas, celibato que es la causa de los miles de casos de abusos a menores por parte de ordenados. Respecto al séptimo mandamiento, «no dirás falso testimonio ni mentirás», ¿qué mayor mentira que la que ellos han promulgado durante dos milenios? El octavo, «no robarás», es, quizá, el más vulnerado: diezmos abusivos a campesinos hasta casi nuestros días, tierras hurtadas a sus dueños legítimos utilizando el nombre de Dios como escudo durante todas las evangelizaciones de América y Asia, por no hablar de la apropiación de edificios emblemáticos que son patrimonio de la Humanidad aprovechándose de legislaciones hechas a medida de la Iglesia y para engrandecer sus posesiones. El noveno, «no tendrás pensamientos impuros», es un mandamiento del que no puedo hacer comentarios porque no soy psiquiatra y desconozco los entuertos del subconsciente de un religioso pero, si se producen fornicaciones, quiere decir que previamente hubo pensamientos sucios. Finalmente, el «no cometerás adulterio» es el cachondeo padre. ¿Cuántos curas, obispos, cardenales y Papas han utilizado su poder sobre la gente humilde para mantener relaciones sexuales con la mujer de un pobre campesino a cambio de favores o de no cobrar una parte del diezmo que era fundamental para que no murieran de hambre.

En estas reflexiones me encontraba cuando sonó mi teléfono móvil. Me salí del cementerio para no molestar a los que seguían con atención las palabras del sacerdote. Era Delia.

— Jorge, ya he terminado con la traducción de los manuscritos. Cuando quieras te pasas por mi casa y los recoges.

— Prefiero que me los mandes por mensajero a la redacción. Estoy en un entierro. Mi vecino se murió ayer de un infarto. Era el poeta Manuel Elorriaga.

— Me enteré esta mañana por la radio. De todos modos sus versos no tienen más que un afán destructor de la armonía de la poesía. ¿No crees?

— No he leído nada de él. Seguro que a partir de hoy nos bombardearán con ediciones especiales de su poesía, como ocurre siempre que algún escritor más o menos famoso muere.

— Bueno, te mando la traducción con los pasos que he seguido para conseguir el resultado final. Te dejo que están llamando al a puerta.

— ¿Nos vemos esta tarde? Lo pensé mejor y prefiero que me la des tú —era mucho más seguro que fuera ella quien me entregara a la «criatura» en mano a que anduviera por ahí en manos de no se sabe quién.

— De acuerdo, ¿en el Gijón?

— A las siete.

— A las siete. No te enrolles más que los de la puerta siguen insistiendo. Hasta lueguito.

— Adiós.

* * *

Sonaros tres disparos cuando abrió la puerta de su habitación. Se oyeron gritos y lamentos desde el otro lado del tabique en el que se refugió tras las detonaciones.

Ventura salió del dormitorio a ver qué había pasado. En el suelo de la cafetería yacían dos de los drogadictos a los que él trataba de sacar de la heroína. Se le hizo un nudo en la garganta y una lágrima furtiva cruzó su rostro. Sintió repugnancia al ver la cara de satisfacción de los dos tipos de los que «la Julia» le había hablado y cuando se puso a su altura escupió al suelo. La gente se reincorporaba de los sitios donde se refugiaron tras el tiroteo e intentaban salir de la vigilancia de los que habían disparado porque tenían toda la pinta de ser policías y todos los allí presentes se verían obligados a declarar en comisaría. Nada en favor de los muertos, por supuesto, porque si a alguno se le ocurría defender a los dos muertos le bajarían a los calabozos y le molerían a palos.

— ¿Qué cojones ha pasado aquí? —preguntó airado el padre Ventura al más alto. Éste sacó una placa de policía para identificarse.

— Esos dos tenían una orden de busca y captura. Uno de ellos sacó una pistola al tiempo que nos acercábamos a él para detenerlo. No tuvimos más remedio.

— ¡Una puta mierda! En cuanto los visteis sacasteis la pipa y los cosisteis a tiros. ¡Sois unos hijos de puta! —gritó desde el otro lado de la cafetería uno de los amigos de los muertos que estaba desayunando junto a ellos.

Al escuchar el improperio el policía más bajo sacó su arma, se acercó al muchacho y le dio con la culata en la cara.

— Como te vea por ahí solo te voy a romper el culo, maricón —dijo un travesti.

— ¡Hijos de la gran puta! —gritó un borracho.

— ¡Fascistas!

Ante el aumento del griterío y de los insultos los dos agentes dispararon al unísono al techo del bar. Se volvió a hacer el silencio.

— ¡Vale ya! —gritó Ventura agarrando del brazo al más alto—. Manden que se lleven a estos dos y ya iremos a comisaría a testificar. Ahora, ¡todos a trabajar o a dormir!

Fueron saliendo poco a poco lanzando miradas de odio hacia los agentes hasta que en la cafetería sólo quedaron el cura, los dos policías y «la Julia». Esperaron a que llegara una ambulancia, el forense y un juez para retirar los dos cuerpos. Le preguntaron a Ventura si sabía si tenían familia. No tenía ni idea. Los conoció cuando otro yonqui los llevó a la parroquia. Eran como los demás, tenían su vida y sólo compartían con los extraños sus penas y dejaban todo lo que les rodeaba a un lado.

— Creí que venían a por mí —dijo Ventura cuando se quedaron solos.

— ¿A por usted? ¿Qué es lo que ha hecho esta vez? Desde luego que si no está metido en líos no vive a gusto. Ya llevábamos mucho tiempo sin follones y, claro, había que buscarlos. Seguro que el periodista ese tiene algo que ver. No tiene remedio —respondió «la Julia».

— No he hecho nada malo, y lo sabes. Prepárame un carajillo de coñac, por favor, y me lo llevas a la habitación.

Cuando entró en el dormitorio se sentó en la cama, encendió un cigarrillo y lloró. Por una vez en su vida las lágrimas no eran por otros sino por sí mismo. Había sentido el roce de la guadaña de la muerte en el cogote cuando oyó los disparos y la presencia de la «señora de negro» en su habitación parecía un hecho cuando «la Julia» le dijo que había dos sospechosos en la cafetería y uno de ellos llevaba pistola. No se arrepentía de nada de lo que había hecho en su vida y mucho menos de lo que iba a hacer. Pasaría la mañana en la cama. No se encontraba bien. «La Julia» llamó a la puerta. Entró con el café, completamente desnuda. Besó al sacerdote y se acostó con él.