II
Especialista en enfermedades nerviosas
El doctor Gachet esperaba en la estación la llegada de Theo y Vincent. Era un hombrecito nervioso y vivaz con pronunciada melancolía en los ojos. Estrechó calurosamente la mano de Vincent.
—Sí, sí, usted encontrará que este lugar es un verdadero pueblo de pintores y estoy seguro que le agradará. Veo que ha traído su caballete. ¿Tiene suficientes pinturas? Debe comenzar a trabajar de inmediato. ¿Acepta almorzar hoy en mi casa? ¿Sí? ¿Ha traído algunas telas? Aquí no encontrará el amarillo arlesiano, pero hay otras cosas, sí, sí, encontrará otras cosas interesantes. Tiene que venir a pintar a mi casa. Le daré como modelos jarrones y mesas que han sido pintados por todos desde Daubigny hasta Lautrec. ¿Cómo se encuentra? Tiene buen semblante. ¿La parece que le agradará este lugar? Sí, sí, lo cuidaremos bien, y haremos de usted un hombre sano.
Vincent se alejó unos pasos para contemplar a su gusto el paisaje y Theo aprovechó para decir en voz baja al doctor:
—Le ruego que vigile cuidadosamente a mi hermano. Si nota cualquier síntoma alarmante, telegrafíeme. Quiero estar aquí cuando…, no debe quedarse solo…, pues hay gente que dice que…
—Ta, ta, ta —interrumpió el doctor Gachet—. Por supuesto que está loco. Pero ¿qué quiere? ¡Todos los artistas lo están! Eso es lo mejor que tienen, y me gustan de ese modo. A veces quisiera estar loco yo mismo. «Ninguna alma excelente está exenta de ligera locura». ¿Sabe quién dijo eso? Aristóteles.
—Lo sé, doctor, pero Vincent es joven, apenas tiene 37 años, aún le queda la mejor parte de su vida delante de él.
El doctor Gachet se quitó su gorro blanco y se pasó varias veces las manos por el pelo.
—Déjemelo. Sé cómo debe tratarse a los pintores. Lo convertiré en un hombre sano en menos de un mes. Lo haré trabajar y eso lo curará. Le haré hacer mi retrato, empezará esta misma tarde. Eso le hará olvidar su enfermedad.
Vincent volvió a acercarse respirando con fruición el aire puro del campo.
—Deberías traer aquí a Johanna y al pequeñuelo, Theo. Es un crimen criar a los niños en las ciudades.
—Eso es, vengan a vernos algún domingo y pasarán todo el día con nosotros —asintió el doctor Gachet.
—Gracias me agradaría muchísimo. Pero aquí llega mi tren. Adiós, doctor Gachet, le agradezco por encargarse de mi hermano. Vincent, escríbeme todos los días.
El médico y el pintor se encaminaron hacia el pueblo, y mientras andaban el doctor Gachet no dejaba de charlar.
—Este es el camino principal que conduce al pueblo, pero venga, subiremos a la colina y verá qué hermoso panorama se divisa desde allí. No le molesta caminar con su caballete a cuestas ¿verdad? Hacia la izquierda verá usted la iglesia católica. ¿No notó que los católicos siempre construyen sus iglesias sobre las alturas a fin de que los feligreses tengan que elevar la vista para mirarlas? ¡Dios mío!, me estoy volviendo viejo, cada año esta subida se me hace más pesada. Esos trigales son hermosos, ¿verdad? Auvers está rodeado de ellos. Usted tiene que venir a pintar en los campos. Naturalmente que no encontrará aquí el amarillo intenso que domina en la región provenzal… Sí, allí a la derecha está el cementerio, desde él se domina todo el río y el valle… ¿le parece que tienen gran importancia para los muertos el lugar donde reposan? Sin embargo les hemos adjudicado el más bello punto de todo el valle del Oise…, ¿quiere que entremos? Verá qué hermoso se ve el valle desde allí…, casi puede divisarse a Pontoise… Sí, la reja está abierta…, empújela…, eso es… ¿Verdad que es hermosísima? Han construido el muro que lo circunda a fin de reparar el viento… Aquí se entierra tanto a los católicos como a los protestantes… Vincent se adelantó unos pasos a fin de escapar al torrente de palabras del médico. Reinaba allí una profunda paz. Dominábase todos los alrededores tal como lo había dicho el médico y el paisaje era realmente magnífico.
—Me hizo bien mi estadía en el Sur —dijo Vincent a su compañero—, ahora puedo apreciar mejor al Norte. Fíjese cómo domina el violeta en las márgenes del río, allá lejos…
—Sí, es verdad…
—Y que sano y tranquilo es todo esto…
Volvieron a bajar la colina atravesando los campos de trigo y pasando cerca de la iglesia.
—Lamento no poder tenerlo en mi casa —dijo el doctor Gachet—, pero desgraciadamente no tengo lugar. Lo llevaré a la posada, y vendrá usted todos los días a pintar a casa.
Cuando llegaron a la posada del pueblo, Gachet habló con el dueño, quien consintió en dar una habitación con pensión a Vincent por seis francos por día.
—Ahora lo dejaré para que se instale un poco —dijo el médico al artista—, pero acuérdese que almorzamos a la una. Y no se olvide de traer su caballete. Quiero que haga mi retrato. Usted me enseñará sus últimas pinturas y charlaremos.
En cuanto el doctor hubo desaparecido, Vincent tomó sus cosas y se encaminó hacia la puerta.
—¿Dónde va? —preguntó el dueño sorprendido.
—Soy un trabajador y no un capitalista —le repuso Vincent—. No puedo pagar seis francos diarios.
Comenzó a caminar por la calle hasta que encontró un humilde café, frente a la municipalidad, que se llamaba Ravoux, y donde consiguió una pieza con pensión por tres francos cincuenta diarios.
El café Ravoux era el lugar de reunión de los campesinos y labradores que trabajaban en los alrededores de Auvers. Detrás del café hallábase el billar, que constituía el orgullo del dueño. Desde su ventana, Vincent podía ver la iglesia católica y parte del muro del cementerio.
Tomó su caballete, sus tubos de pinturas y pinceles y el retrato de una arlesiana y partió en busca de la casa de Gachet. Siguió el camino principal hasta que encontró una encrucijada de donde partían tres caminos. Tomó el del centro, como le había indicado Gachet. Caminaba lentamente y a medida que avanzaba pensaba en el médico bajo cuyo cuidado lo había dejado su hermano. Notó que las casas eran cada vez más bellas e importantes.
Por fin llegó frente a la del doctor Gachet e hizo sonar la campanilla de bronce, apareciendo de inmediato el dueño de casa, quien lo hizo subir a la terraza rodeada de flores. La casa constaba de tres pisos y estaba sólidamente construida. Luego el médico lo llevó bacía los fondos del jardín, donde estaba el gallinero lleno de patos, gallinas, pavos y otros animales.
Después de haberle narrado con lujo de detalles la historia de cada uno de sus animales, lo condujo al living room.
La habitación era grande y quedaba al frente de la casa, pero sólo tenía dos pequeñas ventanas. A pesar de su tamaño apenas si había espacio para que estuvieran en ella los dos hombres, tan repleta de muebles y de chucherías estaba. Gachet iba de un lado para otro enseñándole las cosas a Vincent, poniéndole entre las manos los objetos más heteróclitos y volviéndoselos a quitar antes de que éste tuviera siquiera tiempo de verlos.
—¿Ve ese ramo de flores en ese cuadro? Delacroix usó este florero para colocar las flores. ¿Y esa silla? Courbet se sentó en ella para pintar el jardín desde la ventana. ¿No le parece que estas fuentes son exquisitas? Me las trajo Desmoulins del Japón. Claude Monet utilizo una de ellas para una naturaleza muerta. Tengo el cuadro arriba, venga, se lo enseñaré.
A la hora de la comida, Vincent se encontró con Paul, el hijo de Gachet; era un muchacho hermoso y vivaracho de unos quince años. Gachet, que era enfermo del estómago y no podía digerir bien, sirvió un almuerzo de cinco servicios. Vincent, que estaba acostumbrado a las lentejas y pan negro de St. Remy, al cabo del tercer servicio no pudo continuar más.
—Y ahora empecemos a trabajar —exclamó el doctor una vez que hubieron terminado de comer—, quiero que haga mi retrato, Vincent, ¿le parece que pose tal cual estoy?
—Me parece conveniente esperar a que lo conozca mejor antes de hacerle el retrato, doctor —repuso el artista—, pues de lo contrario temo no interpretarlo bien. —Tal vez tenga razón… Pero seguramente querrá pintar algo, ¿verdad? ¿Me dejará mirarlo mientras trabaja? Estoy ansioso de verlo pintar.
—He notado un rincón del jardín que me agradaría hacer.
—Bien, Vic, yo mismo le instalaré el caballete. Paul, lleva el caballete del señor Vincent al jardín. Usted nos indicará dónde quiere que lo coloquemos y yo le diré si ya algún otro pintor ha reproducido ese lugar.
Mientras Vincent trabajaba, el doctor se movía de un lado a otro gesticulando, hablando y profiriendo exclamaciones sin parar un instante.
—Sí, sí. Esta vez está bien… ¡Cuidado! Estropeará ese árbol. ¡Ah, sí…, tiene razón! No, no. Basta de cobalto. Aquí no estamos en Provenza. Ahora comprendo. ¡Es extraordinario! ¡Cuidado! ¡Cuidado! Vincent, ponga un toque de amarillo en esa flor… Sí, así. ¡Cómo hace usted vivir las cosas! No, no, le ruego… Tenga cuidado, ah, sí… tiene usted razón. ¡Es magnífico! ¡Sorprendente!
Vincent soportó las contorsiones y el monólogo del doctor cuanto pudo hasta que finalmente le dijo:
—Mi querido amigo, ¿no le parece que es contraproducente para su salud que se agite en esa forma? Usted como médico debiera saber lo importante que resulta conservar la tranquilidad.
Pero Gachet no podía conservar la tranquilidad cuando alguien pintaba.
Cuando Vincent terminó su ligero estudio, entró de nuevo en la casa con el doctor Gachet, y le enseñó el retrato de la arlesiana que había traído. Después de haberlo observado con ojos críticos durante un buen rato y haber discutido volublemente consigo mismo respecto a sus méritos, dijo:
—No, decididamente no lo comprendo. No comprendo lo que usted ha tratado de expresar en ese cuadro.
—Nada de particular —contestó Vincent—. Esa mujer es la síntesis de las mujeres arlesianas, nada más. Traté sencillamente de interpretar su carácter por medio de colores.
—¡Ay! —exclamó el médico con pena—. ¡No llego a comprenderlo!
—¿Me permite echar un vistazo a los cuadros que tiene en su casa, doctor?
—Por supuesto, por supuesto. Mientras tanto seguiré estudiando a esta arlesiana para tratar de comprenderla.
Vincent, amablemente conducido por Paul se entretuvo durante más de una hora contemplando la hermosa colección de Gachet diseminada por su casa. Tirado descuidadamente en un rincón encontró a un Guillaumin que representaba a una mujer desnuda echada sobre una cama. La tela comenzaba a deteriorarse, y mientras Vincent la estaba examinando, apareció el Dr. Gachet presa de gran agitación y comenzó a hacerle gran cantidad de preguntas acerca de la arlesiana.
—¿Y usted estuvo mirándola todo este tiempo? —inquirió Vincent sorprendido.
—Sí, sí, me parece que comienzo a comprenderla…
—Disculpe mi presunción, doctor Gachet, pero éste es un magnífico Guillaumin Si usted no le hace poner un marco conveniente, pronto estará arruinado del todo.
Pero Gachet ni siquiera lo oyó.
—Usted me dijo que siguió a Gauguin en el dibujo… No concuerdo con usted…, esa oposición de colores… mata su femineidad…, no, no la mata pero… En fin, voy a volver a mirarla…, poco a poco creo que la comprenderé…
Pasó todo el resto de la tarde contemplando la arlesiana, haciendo infinidad de preguntas a su respecto y hablándose a sí mismo. Cuando cayó el sol la mujer lo había conquistado por completo.
—Qué difícil es ser sencillo —comentó por fin exhausto mirando aún al retrato.
—Así es.
—Esa mujer es hermosa, hermosa. Jamás sentí semejante profundidad de carácter.
—Si le agrada a usted, doctor —dijo Vincent—, es suya, lo mismo que la escena que hice del jardín.
—Pero ¿por qué me regala esos cuadros, Vincent?, tienen valor.
—Tal vez dentro de poco tenga usted que cuidarme, y yo no tengo dinero para pagarle… le pago con cuadros.
—Pero yo no lo cuidaré a usted por dinero, Vincent, lo cuidaré por amistad. —Perfectamente; entonces acepte estos cuadros como el obsequio de un amigo.