I

Pabellón de tercera clase

La sala en la cual los internados dormían se asemejaba a una sala de espera de algún pueblo de difuntos vivientes. Los lunáticos siempre llevaban puesto sus sombreros y sus abrigos y empuñaban sus bastones como si estuviesen listos para emprender algún viaje.

La Hermana Dechanel condujo a Vincent; por la larga habitación y le indicó una cama vacía.

—Usted dormirá aquí, señor. A la noche puede correr las cortinitas para estar más cómodo. El Dr. Peyron desea verlo en su oficina en cuanto se haya instalado.

Y partió con su delantal y cofia almidonados sin hacer el menor ruido.

Los once hombres que se hallaban sentados en torno de la estufa apagada ni siquiera parecieron notar la llegada de Vincent. Este, dejó su valija sobre la cama y miró a su alrededor. A ambos lados de la sala se alineaban las camas ligeramente inclinadas hacia los pies y separadas con unas cortinitas color crema que se corrían de noche. En el techo se veían las gruesas vigas de madera y los muros estaban pintados a la cal. En el centro encontrábase la estufa encima de la cual pendía la única lámpara de la habitación.

Vincent se preguntaba por qué aquellos hombres estaban tan tranquilos. Ni siquiera hablaban entre sí. Apoyados contra sus bastones miraban a la estufa sin preocuparse de lo que los rodeaba.

A la cabecera de la cama había un estante, pero Vincent prefirió dejar sus cosas en su valija que ubicó debajo del lecho. En el estante puso su pipa, su tabaco y un libro. Una vez que hubo hecho esos someros preparativos salió al jardín, que estaba desierto. Se dirigió hacia la izquierda donde se hallaba la casa particular del doctor Peyron y su familia.

El doctor Peyron había sido un «médico de Marina» en Marsella, y luego oculista, hasta que finalmente un serio ataque de gota le obligó a buscar un puesto en una

Casa de Salud.

—Antes cuidaba la salud del cuerpo —le dijo a Vincent—, y ahora me dedico a cuidar la del alma… Es siempre el mismo oficio.

—Usted que tiene experiencia sobre enfermedades nerviosas, ¿puede explicarme por qué me corté la oreja, doctor? —inquirió Vincent.

—Eso suele suceder a los epilépticos —repuso el médico—. Ya he tenido dos casos similares. Los nervios auditivos se tornan extremadamente sensitivos y el paciente cree que podrá hacer cesar las alucinaciones cortando su auricular.

—… Ah… ¿Y qué tratamiento debo seguir?

—¿Tratamiento? Ah… sí, deberá tomar por lo menos dos baños calientes por semana. Insisto sobre ello… Y permanecerá en el agua unas dos horas. Eso lo tranquilizará.

—¿Y qué más, doctor?

—Tiene que permanecer completamente tranquilo. No excitarse, no trabajar, no leer ni discutir.

—Sí… Estoy demasiado débil para trabajar.

—Si usted no desea participar de la vida religiosa de St. Remy, avisaré a las Hermanas de no insistir. Cualquier cosa que necesite, venga a mí.

—Gracias, doctor.

—La cena se sirve a las cinco. Ya oirá usted el gong anunciándola. Trate de acomodarse cuanto antes a la vida del hospital, así se repondrá más pronto.

Vincent volvió a salir al jardín semiabandonado y se dirigió hacia el edificio de la tercera clase, pasando por una larga hilera de celdas oscuras y desiertas. Se sentó sobre su cama y permaneció mirando a sus compañeros que aún se hallaban en torno de la estufa siempre silenciosa.

Después de un tiempo oyóse ruido en la habitación adjunta y los once hombres se pusieron de pie dirigiéndose atropelladamente hacia ella. Vincent los siguió.

La pieza en la cual comían tenía piso de tierra y carecía de ventana. En el centro había una rústica mesa de madera con bancos alrededor. Las Hermanas servían la comida que resultó bastante desabrida. Primero sirvieron una sopa con pan negro, luego un plato de porotos, garbanzos y lentejas. Sus compañeros comían desaforadamente, limpiando sus platos con la miga del pan negro.

Cuando termino la comida, los hombres regresaron a sus sillas cerca de la estufa y después de un rato comenzaron a levantarse uno por uno y a desvestirse y tirar las cortinitas para la noche. Vincent no los había oído aún pronunciar una sola palabra.

El sol se estaba poniendo. De pie contra la ventana, el artista contemplaba el valle verde. El cielo tenía un espléndido tono limón pálido contra el cual se dibujaban los pinos como un encaje oscuro. El espectáculo no conmovió a Vincent, ni siquiera sintió el menor deseo de pintarlo.

Permaneció allí hasta que llegó la oscuridad. Nadie vino a encender la lámpara. Vincent se desvistió y se metió en la cama. Permaneció largo tiempo con los ojos abiertos. Había traído consigo el libro de Delacroix. Buscó en el estante y lo tomó, apoyando la cubierta de cuero contra su pecho en la oscuridad. Esto pareció tranquilizarlo. Él no pertenecía al grupo de lunáticos que lo rodeaban sino al gran maestro cuyas palabras de sabiduría y consuelo parecían fluir a través de las cubiertas de cuero hacia su corazón.

Después de un tiempo se durmió. Un suave quejido proveniente de la cama contigua a la suya lo despertó. Los quejidos fueron en aumento hasta que se convirtieron en gritos y en un torrente de palabras vehementes.

—¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡No me persigan! ¡Yo no lo maté! ¡No traten de engañarme! ¡Ustedes son de la policía secreta! ¡Regístrenme si quieren, yo no robé ese dinero! ¡Fue él que se suicidó! ¡Por amor de Dios, déjenme!

Vincent se levantó de un salto y descorrió su cortinita, viendo a un joven rubio de unos veintitantos años destrozándose la camisa de dormir con los dientes. Cuando el muchacho vio a Vincent corrió a arrodillarte delante de él y le tomó las manos entre las suyas:

—¡Señor Mounet Sully, no me arreste le aseguro que no fui yo! ¡No soy sodomita! ¡Soy abogado! ¡Prometo defenderle todos sus casos, señor Mounet Sully, pero no me arreste! ¡Yo no lo maté, yo no robé el dinero! ¡Mire, no lo tengo!

Mientras hablaba se desgarraba la ropa ansioso de demostrar que no tenía el dinero encima. Vincent no sabía qué hacer; todos los demás ocupantes del dormitorio parecían dormir profundamente. Finalmente decidió despertar a uno de ellos y descorrió una de las cortinitas, sacudiendo de un brazo al hombre que se hallaba en la cama. Este abrió sus ojos y lo miró con expresión estúpida.

—¡Levántese! ¡Ayúdeme a calmarlo! —dijo Vincent—. Temo que se lastime.

El hombre, en la cama, comenzó a babear mientras emitía sonidos inarticulados.

—¡Pronto! —insistió Vincent—. Yo solo no puedo tranquilizarlo.

Sintió que alguien le posaba una mano sobre el hombro, y volviéndose rápidamente notó que uno de los hombres de más edad se hallaba a su lado.

—Ese hombre no le entiende —dijo designando al de la cama—. Es idiota. No ha pronunciado una sola palabra desde que está aquí. Venga, le ayudaré a tranquilizar al muchacho.

El joven estaba ahora revolviendo su colchón; con las uñas había logrado hacer un agujero por el cual sacaba la paja que lo rellenaba. Cuando vio a Vincent; volvió a dirigirse a él en forma incoherente.

—¡Sí! ¡Fui yo quien lo mató! ¡Pero no fue por pederastía! ¡Fue por su dinero! ¡Mire! ¡Aquí lo tengo! ¡Lo oculté en el colchón! Se lo entregaré a usted, pero no permita que la policía secreta me persiga. ¡Aún a pesar de haberlo matado puedo librarme de la prisión! ¡Puedo citarle casos…!

—Tómelo por el otro brazo —dijo el otro hombre a Vincent.

Entre ambos obligaron al muchacho a acostarse y lo mantuvieron así por la fuerza, pero durante más de una hora continuó con sus divagaciones. Finalmente, exhausto, cayó en una especie de sopor afiebrado.

—El pobre muchacho estaba estudiando para abogado —explicó el hombre a Vincent—. Trabajó con exceso y le hizo daño. Estos ataques le sobrevienen cada diez días más o menos, pero no hace daño a nadie. Buenas noches.

Regresó a su cama y al poco rato estaba profundamente dormido. Vincent se acercó de nuevo a la ventana que daba al valle. Aún faltaba mucho para el amanecer, y únicamente se veía la estrella matutina en todo su esplendor. El artista recordó el cuadro de Daubigny que la representaba expresando la inmensa paz y majestad del universo…, y todo el sentimiento de angustia por el individuo insignificante que la contempla desde abajo.

Lujuria de vivir
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