VI

La bondad florece en lugares muy extraños

Si Tersteeg estaba perdiendo fe en él y Mauve se tornaba cada vez más frío, Cristina poco a poco ocupaba su lugar, y llenaba la vida del joven con esa sencilla amistad que él anhelaba. Venía a su estudio todas las mañanas temprano, y traía con ella su costura. Su voz era áspera y sus palabras ordinarias, pero Vincent pronto encontró el medio de no oírla cuando estaba concentrado en su trabajo. La mujer estaba contenta de permanecer tranquilamente sentada al calor de la estufa mirando por la ventana o bien cosiendo repita para su futuro hijo. Como modelo era bastante torpe y aprendía con dificultad, pero tenía grandes deseos de complacer a Vincent. Pronto tomó la costumbre de preparar la cena antes de retirarse.

—No debes molestarte en eso, Sien —decíale el joven.

—No es ninguna molestia, sé hacerlo mucho mejor que tú.

—Entonces me acompañarás a comerla.

—Bien. Mamá se ocupará de los chicos.

Vincent le daba un franco diario. Sabía que era más de lo que podía, pero le agradaba su compañía y la idea de que le evitaba el duro trabajo de lavandera, le complacía. A veces seguía trabajando hasta muy entrada la noche, y entonces ella no se molestaba en regresar a su casa. Por la mañana el ambiente estaba perfumado por el aroma del café recién hecho, y la vista de aquella mujer que se ocupaba tranquilamente de los menesteres del hogar, le reconfortaba el corazón. Era la primera vez que tenía una mujer y le parecía muy agradable.

A veces Cristina decía:

—Quisiera dormir aquí esta noche. ¿Me lo permites, Vincent?

—Por cierto, Sien. Quédate cada vez que te agrade; ya sabes el placer que me haces.

A pesar de que él nunca le pedía nada, pronto la mujer tomó la costumbre de lavarle y remendarle la ropa e ir al mercado de compras.

—Ustedes los hombres no saben cuidarse solos —decía—. Necesitan de una mujer. Estoy segura que en el mercado te roban escandalosamente.

No era una buena ama de casa, pues su vida desordenada había repercutido en su orden y pulcritud. Era la primera vez que se ocupaba del hogar de alguien que le gustase, y le encantaba hacer las cosas… siempre que se recordase. Ahora ya no se sentía muerta de cansancio día y noche como antes, y su voz había perdido su aspereza, y hasta su vocabulario ya no era tan grosero. Tenía un carácter muy vivo que no sabía controlar y cuando algo le disgustaba, se enfurecía y empleaba palabras obscenas que Vincent no había oído desde los días de la escuela. En esos momentos el joven permanecía tranquilo, esperando que pasara la tormenta. Otras veces era Vincent quien se enojaba, ya sea porque sus dibujos no le complacían o porque Cristina no posaba como él le había enseñado. Gritaba furioso hasta que los muros de la habitación temblaban, pero en pocos minutos volvía a la calma. Afortunadamente nunca se enojaban en el mismo momento.

Después de haberla bosquejado muchas veces hasta que las líneas de su cuerpo se le hicieron familiares, decidió emprender un verdadero estudio. La idea del mismo le vino leyendo una frase de Michelet: «Comment se faitil qu’il y ait sur la terre une femme seule désespérée» [Como pasa que existe en la tierra una mujer desesperada]. Colocó a Cristina desnuda, recostada sobre un tronco cerca de la estufa. Después convirtió el tronco en un árbol caído haciendo del estudio una escena exterior. La joven tenía las manos anudadas a las rodillas y la cabeza oculta entre los brazos descarnados. El pelo le caía sobre la espalda y los pechos le pendían flácidos. Lo llamó «Dolor». Era el cuadro de una mujer de la cual había sido exprimido todo el jugo de la vida. Debajo de él escribió la frase de Michelet.

El estudio le llevó una semana y terminó con su dinero. Faltaban aún diez días para el primero de marzo, y sólo le quedaba pan negro para dos o tres días.

—Sien —dijo con tristeza—. No podrás volver aquí hasta el primero del mes.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—No tengo más dinero.

—¿Quieres decir para mí?

—Sí.

—Vendré lo mismo. No tengo otra cosa que hacer.

—Pero tú necesitas dinero, Sien.

—Me arreglaré para conseguirlo.

—No podrás ir a lavar si estás todo el día aquí.

—… no te preocupes… ya encontraré.

La dejó volver durante tres días más, hasta que se terminó el pan. Aún faltaba una semana para el primero. Le dijo que se iba a Amsterdam a visitar a su tío y que cuando regresara la llamaría. Durante tres días se ocupó en copias, tomando sólo agua. Al tercer día fue a visitar a De Bock con la esperanza de que le ofreciera té.

—Hola, viejo —exclamó el pintor al verlo—. Siéntate… ahí tienes unas revistas. Yo debo terminar este trabajo antes de salir a cenar donde me han invitado.

Pero no habló del té.

Sabía que Mauve no lo recibiría y tenía vergüenza de pedir cualquier cosa a Jet. En cuanto a Tersteeg, que había hablado mal de él a Mauve, prefería morirse de hambre antes de ir a verlo. Por más desesperado que se sintiera, no se le ocurría que pudiera ganar dinero de otro modo que con su pintura. La fiebre, su vieja enemiga, volvió a atacarle y tuvo que permanecer en cama. A pesar de que sabía que era imposible, alimentaba la esperanza de que Theo le enviara los cien francos con algunos días de anticipación.

Durante la tarde del quinto día, Cristina fue a verlo y entró sin llamar. Vincent se hallaba durmiendo. Le miró el rostro cansado y pálido y colocó su mano sobre la frente afiebrada. Buscó en el estante donde guardaba los alimentos y viendo que no había una sola migaja de pan ni un poco de café, salió a la calle.

Una hora más tarde, Vincent comenzó a soñar que se hallaba en la cocina de su madre en Etten y que le estaba preparando un plato de porotos. Cuando se despertó vio a Cristina delante de la cocina.

—Sien —murmuró.

Ella se inclinó colocándole su mano fresca sobre la mejilla ardiente.

—Déjate de ser orgulloso —díjole suavemente— y no me vengas con más mentiras. Si somos pobres no es culpa nuestra. Debemos ayudarnos el uno al otro. ¿Acaso no me ayudaste la primera noche que nos encontramos en el bodegón?

—Sien —volvió a decir el joven.

—Descansa un poco más. Fui a casa y traje unas papas y unos porotos. Ya está todo listo.

Aplastó las papas sobre un plato y puso a su lado unos porotos y le trajo la comida servida.

—¿Por qué me diste tu dinero si no tenías bastante para ti? —le reprochó mientras le daba de comer—. No podrás hacer nada si sufres de hambre.

Hubiera podido resistir su sufrimiento hasta que llegara el dinero de Theo, pero la bondad de la mujer quebró su resistencia. Decidió ir a ver a Tersteeg. Cristina le lavó la camisa pero no pudo planchársela, pues no tenía plancha, y a la mañana siguiente, después de haberse desayunado juntos con un poco de café y pan, se dirigió a la Plaats. Su aspecto era bastante lamentable. Sus pantalones estaban remendados y sucios, el saco de Theo le quedaba chico, su corbata vieja y ajada parecía un trapo, y sobre la cabeza tenía uno de esos gorros estrafalarios que gustaba de usar y que nadie sabía de dónde venían.

Caminó por las vías del ferrocarril bordeando los bosques y luego se internó en la ciudad. Al pasar ante la vidriera de un negocio, vio su figura reflejada en él. Y en un breve momento de clarividencia se vio tal como lo veían las gentes de La Haya: sucio, descuidado, enfermo, débil, completamente desgastado.

En la Plaats estaban reunidos los más lujosos negocios, y Vincent titubeó antes de entrar en ese barrio aristocrático. Nunca se había percatado hasta entonces de la enorme distancia que había puesto entre él y la Plaats.

Los empleados de Goupil estaban quitando el polvo del negocio, y lo miraron sin disimulada curiosidad. La familia de ese hombre controlaba el mundo artístico de Europa. ¿Por qué andaba él tan asqueroso?

Tersteeg se hallaba en su oficina del primer piso abriendo su correspondencia con un cortapapel de jade. Miró el rostro de Vincent cubierto de barba roja, sus ojos azul verdosos y su frente prominente. Aún no había decidido si encontraba ese rostro feo o hermoso.

—Eres el primer cliente de esta mañana, Vincent —díjole—. ¿En qué puedo servirte? El joven le explicó sus apuros.

—¿Qué has hecho con tu mensualidad?

—La he gastado.

—Si has sido imprevisor, no puedes esperar que yo te ayude. En el mes hay treinta días, y no debes gastar diariamente más de lo que corresponde.

—No he sido imprevisor. La mayoría de mi dinero lo gasté en modelos.

—¿Y por qué los alquilas? Trabaja sin ellos.

—Trabajar sin modelo es la ruina del pintor de figuras.

—No pintes figuras. Haz vacas y carneros. No necesitarás pagarlos.

—No puedo dibujar vacas o carneros, Mijnherr. No me atraen.

—De todos modos no deberías dibujar gente; esos dibujos no se venden. Tendrías que dedicarte a la acuarela y nada más.

—No siento la acuarela.

—Creo que tu dibujo es una especie de narcótico que empleas para no sentir el dolor que te produce no ser capaz de pintar en acuarela.

Hubo un silencio entre los dos hombres. Vincent no supo qué contestar a eso.

—De Bock no emplea modelos y es rico. Y supongo que convendrás conmigo que sus telas son espléndidas. Sus precios siguen subiendo. Tenía la esperanza de que tú lograras un poco de su encanto en tus trabajos, pero no pareces conseguirlo. Estoy decepcionado contigo, Vincent; tu trabajo continúa tosco… De una cosa estoy seguro, y es que no eres artista.

El joven, debilitado por sus cinco días de dieta, se sintió desfallecer. Sentóse fatigado sobre una magnífica silla tallada y por fin preguntó débilmente:

—¿Por qué me dice eso, Mijnherr?

Tersteeg sacó del bolsillo un pañuelo inmaculado y después de pasárselo sobre la nariz y los labios repuso:

—Porque lo debo tanto a ti como a tu familia. Debes conocer la verdad, Vincent. Aún tienes tiempo de salvarte si obras con rapidez. No estás hecho para ser artista; deberías dedicarte a otra cosa. Yo nunca me equivoco respecto a los pintores.

—Lo sé —repuso Vincent.

—Creo que has comenzado demasiado tarde, si hubieras empezado de muchacho posiblemente hubieras llegado a algo. Pero tienes treinta años, Vincent, ya deberías haber triunfado. Yo a tu edad tenía mi situación floreciente. ¿Cómo quieres tener éxito si careces de talento? Y sobre todo ¿cómo puedes encontrar justificación para aceptar la caridad de Theo?

—Mauve me dijo una vez: «Vincent, cuando dibujas eres un verdadero pintor…» —murmuró el joven.

—Bah, tu primo ha querido ser bondadoso. Yo soy tu amigo, y mi bondad es mejor que la suya. Olvídate de la pintura antes de que hayas perdido inútilmente toda tu vida. Algún día, cuando triunfes en otra cosa, vendrás a agradecérmelo.

—Mijnherr Tersteeg, hace cinco días que no tengo un solo céntimo en mi bolsillo para comprar un pedazo de pan, pero no le pediría dinero si fuese para mí solo. Tengo una modelo, pobre y enferma. Le debo unos francos y no puedo pagárselos.

Ella los necesita Le ruego me preste diez florines hasta que reciba el dinero de Theo. Se los devolveré.

Tersteeg se puso de pie y se acercó a la ventana y miró hacia el estanque de la plaza donde se veían unos inmaculados gansos blancos. ¿Por qué Vincent habría venido a instalarse en La Haya cuando los negocios de sus tíos estaban en Amsterdam, Rotterdam, Bruselas y París?

—Crees que te haría un favor prestándote diez florines —dijo sin volverse quiera— pero a mí me parece que te lo haría mayor si te los rehusara.

El joven sabía cómo había ganado Sien el dinero para las papas y porotos que él había comido, y no podía tolerar que siguiera manteniéndolo.

—Mijnherr Tersteeg, probablemente usted tenga razón. Yo no poseo talento, y sería mal que usted me estimulara con dinero Debo comenzar a ganarme la vida sin dilación. Pero en nombre de nuestra antigua amistad le pido que me preste esos diez florines.

Tersteeg sacó una cartera de su bolsillo y tomando un billete de diez florines lo entregó al joven sin decir una palabra.

—Gracias —dijo éste—, usted es muy bueno.

Mientras regresaba a su casa por las calles bien cuidadas con sus agradables construcciones de ladrillo rojo, le invadió una sensación de confort y seguridad y murmuró para sus adentros:

—No siempre se puede ser amigo; a veces es necesario reñir… No volveré a ver a Tersteeg hasta de aquí seis meses, ni le enseñaré mi trabajo.

Entró en lo de De Bock deseoso de ver qué era ese «encanto», esa cosa que hacía «vendibles» sus cuadros y que los suyos no poseían. Encontró al joven sentado en un sillón, con los pies sobre una silla y leyendo una novela inglesa.

—Hola —díjole al verlo entrar—. Estoy de malas y no puedo trazar una línea. Acerca una silla y siéntate. ¿Quieres un cigarro? ¿Has oído últimamente algún chiste bueno?

—¿Me permites ver de nuevo algunos de tus cuadros, De Bock? Quiero saber por qué tus obras se venden y las mías no.

—Talento, amigo mío, talento —dijo el joven irguiéndose perezosamente—. Es un don del Cielo, que, o bien s posee o no se posee…

Le enseñó algunas de sus más recientes telas y Vincent permaneció largo rato estudiándolas con avidez.

—Las mías son mejores —se dijo para sí—. Son más verdaderas, más profundas. Yo expreso más con un simple lápiz que él con toda una caja de pintura. Lo que él expresa es obvio, y cuando ha terminado de expresarlo no dice nada. ¿Por qué no le escatiman elogios ni dinero y a mí me rehúsan los miserables centavos necesarios para comprarme pan negro y café?

Cuando salió del estudio de De Bock, el joven murmuró para sus adentros:

—En esa casa hay una atmósfera perniciosa, algo hipócrita, que me oprime. Millet tenía razón cuando decía: «Preferiría no hacer nada que expresarme débilmente». De Bock puede guardarse su encanto y su dinero. Yo prefiero seguir viviendo en la realidad y en la pobreza.

Encontró a Cristina lavando el piso de su estudio. Se había atado la cabeza con un pañuelo negro y su rostro picado de viruela brillaba de sudor.

—¿Conseguiste dinero? —preguntó levantando la cabeza hacia él.

—Sí, diez francos.

—¡Qué magnífico es tener amigos ricos!

—Sí. Aquí están los seis francos que te debo. Sien se enjugó la cara con su delantal negro.

—No puedes darme nada ahora —dijo—. Espera a que tu hermano te envíe algo.

¿Qué harías tú con cuatro francos?

—Ya me arreglaré. Tú necesitas ese dinero, Sien.

—Y tú también. Si quieres haremos lo siguiente: me quedaré aquí hasta que venga el dinero de tu hermano. Viviremos los dos con esos diez francos como si nos pertenecieran a ambos. Yo sabré hacerlos durar más que tú.

—Pero no podré pagarte para que poses.

—Me darás casa y comida, ¿te parece poco? Estoy contenta de poder quedarme aquí al calor y no tener necesidad de salir a trabajar hasta enfermarme. Vincent la tomó en sus brazos y le acarició suavemente su cabello negro. —Sien, ¡a veces casi me haces creer que hay un Dios!

Lujuria de vivir
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