V

Anton Mauve

La Haya es posiblemente la ciudad más limpia de toda Europa es sencilla, austera y hermosa. Las calles inmaculadas, están bordeadas de magníficos árboles; las casas construidas de ladrillos rojos, tienen en el frente bien cuidados jardincitos adornados con rosales y geranios.

Muchos años antes, La Haya había adoptado como emblema oficial a la cigüeña, y desde entonces por todos lados se veía allí prosperar a la simpática avecilla.

Vincent esperó al día siguiente para visitar a Mauve que vivía en Uileboomen 198. La suegra de Mauve era hermana de Ana Cornelia, y por lo tanto el pintor recibió afectuosamente al joven pariente suyo.

Mauve era un hombre fuerte de anchas espaldas y pecho robusto. Su cabeza, al igual que la de Tersteeg y la mayoría de la familia Van Gogh, era grande y de rasgos característicos. Tenía ojos luminosos, algo sentimentales, nariz gruesa y recta, frente ancha, y barba grisácea que ocultaba el óvalo perfecto de su rostro.

Era un hombre de gran energía, la que sabía controlar perfectamente. Pintaba sin cesar; aún cuando estuviese cansado de hacerlo, seguía pintando, hasta que recobraba fuerzas para continuar pintando.

—Jet no está en casa, Vincent —le dijo al joven—. ¿Quieres que vayamos al estudio? Estaremos más cómodos allí.

Vincent aceptó vivamente. ¡Deseaba tanto ver aquel estudio!

Se dirigieron hacia una gran construcción de madera que se hallaba en medio del jardín, lo que permitía a Mauve estar completamente aislado para trabajar.

La espaciosa habitación olía deliciosamente a tabaco, pipas y barniz. La cubría una espesa alfombra de Deventer. Los muros estaban llenos de estudios, y veíanse varios caballetes con cuadros. En un rincón había una mesa antigua con un pequeño tapiz persa enfrente de ella. La pared que daba hacia el norte tenía una amplísima ventana por la cual entraban raudales de luz. A pesar de su aspecto bohemio dominaba en el ambiente el orden que emanaba del carácter de Mauve. Inmediatamente ambos comenzaron a hablar del tema que más les interesaba en el mundo: la pintura, y Mauve enseñó al joven el trabajo en el cual estaba empeñado en ese momento: un paisaje iluminado pálidamente por la luz del crepúsculo.

Cuando llegó la esposa de Mauve, insistió en que Vincent se quedara a comer. Después de la comida, el joven sentóse ante la chimenea con los niños, y comenzó a pensar cuán agradable sería si tuviese un estudio propio, con una amante esposa que creyese en él, e hijos para quienes sería todo el universo. ¿Llegaría para él algún día ese momento feliz?

Los dos hombres no tardaron en regresar al estudio con sus pipas bien llenas. Vincent sacó sus copias del paquete y se las enseñó a Mauve. Este las examinó con su experto ojo de profesional.

—Como ejercicios no están mal. Pero carecen de importancia. Estuviste copiando como un escolar. La obra creadora ha sido hecha para otros.

—Creí que me serviría para «sentir» las cosas.

—Nada de eso. Hay que crear y no imitar. ¿No tienes algún dibujo propio? Recordando las palabras de Tersteeg, el joven no sabía si mostrárselos o no al artista. Había venido a La Haya para pedir a Mauve que fuese su maestro, y temía que si veía que su trabajo no era bueno…

—Sí —repuso por fin— he hecho estudios de caracteres.

—Bien, enséñamelos.

—Tengo algunos croquis de los mineros del Borinage y de los campesinos de Brabante. No están muy bien, pero…

Con el corazón palpitante el joven le mostró sus croquis. Mauve los estudió durante largo rato mientras se pasaba una mano por entre el cabello. De pronto, con un dibujo que representaba a un campesino, se acercó al caballete donde estaba su último cuadro, y después de compararlos exclamó:

—¡Ahora comprendo dónde está el error!

Y tomando un lápiz corrigió varios trazos, siempre consultando el bosquejo de Vincent.

—Ahora está mejor —dijo alejándose para contemplar su obra—. Ahora parece como si ese hombre perteneciera a la tierra.

Se acercó a su primo y colocándole la mano sobre el hombro le dijo:

—Tu trabajo es bueno; rústico y torpe aún, pero bueno. Hay en él cierta vitalidad que no se encuentra a menudo. Déjate de copias, Vincent, compra una caja de pinturas y empieza a trabajar con ellas, cuanto antes lo hagas será mejor. Tu dibujo es deficiente aún, pero mejorará.

Considerando el momento propicio, Vincent se atrevió a decir:

—He venido a La Haya a continuar mi trabajo, primo Mauve. ¿Serías tan amable como para ayudarme de vez en cuando? Necesito la ayuda de un hombre como tú. Te pido que sólo me dejes ver tus estudios y hablar de ellos de tanto en tanto. Todo artista joven necesita un maestro, primo Mauve y te estaría muy agradecido si me dejaras trabajar a tu lado.

Mauve echó un vistazo a todas sus telas inconclusas. El poco tiempo que le dejaba su trabajo, le agradaba pasarlo en familia. La afectuosa simpatía con que había envuelto a Vincent pareció desvanecerse. Este excesivamente sensitivo, lo sintió al instante.

—Soy un hombre muy ocupado —dijo su primo— y me es difícil ayudar a los demás. Un artista debe ser egoísta; debe dedicar todo su tiempo a su propio trabajo. Dudo de que pueda enseñarte algo.

—No pido mucho —insistió Vincent—. Sólo que me dejes trabajar aquí y mirarte cuando pintas… Y de vez en cuando podrías indicarme algún error en mis dibujos. Eso es todo.

—Crees que pides poco —repuso Mauve— pero créeme, tomar un aprendiz es asunto serio.

—Te prometo no ser ninguna carga para ti —insistió el joven. Mauve reflexionó largo rato. Siempre se había opuesto a tomar un aprendiz; le desagradaba tener gente a su lado mientras trabajaba. No le gustaba hablar de sus creaciones y siempre había tenido disgustos cuando había querido ayudar a principiantes. No obstante, Vincent era primo suyo; el Tío Vincent Van Gogh y las Galerías Goupil le compraban todas sus obras y además había algo tan vehemente en el pedido del muchacho, tanta pasión… La misma pasión que había notado en sus dibujos, que se dejó vencer.

—Bien —dijo por fin— probaremos.

—¡Oh primo Mauve!

—Pero ten por entendido que no te prometo nada concreto. Cuando te instales en La Haya, ven aquí y trataremos de ayudarnos mutuamente. Ahora voy a pasar una temporada en Drenthe, así que te espero a principios del invierno.

—Magnífico. Justamente pensaba venir para esa época. Necesito aún de unos momentos de trabajo en el Brabante.

—Perfectamente Entonces estamos de acuerdo.

Durante el viaje de regreso a casa de sus padres, el corazón de Vincent, parecía cantarle en el pecho. Jubiloso se decía para sí:

—¡Tengo un maestro! ¡Tengo un maestro! Dentro de pocos meses estudiaré con un gran pintor y aprenderé a pintar. ¡Cuánto estudiaré durante estos meses, para demostrar que he hecho progresos!

Cuando llegó a Etten, encontró allí a su prima Kay Vos.

Lujuria de vivir
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