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Caos orbital
El problema de los tres cuerpos
Un viejo chiste afirma que se puede decir hasta qué punto es avanzada una teoría física por el número de cuerpos interactuantes que no puede manejar. La ley de la gravedad de Newton entra en problemas con tres cuerpos. La relatividad general tiene dificultades al tratar con dos cuerpos. La teoría cuántica se queda corta para un cuerpo, y la teoría cuántica de campos entra en problemas cuando no hay ningún cuerpo, en el vacío. Como muchos chistes, este contiene un grano de verdad[56]. En particular, la interacción gravitatoria de tan solo tres cuerpos, que se supone obedecen a la ley de la inversa del cuadrado de Newton, confundió al mundo matemático durante siglos. Aún lo hace, si lo que uno quiere es una bonita fórmula para las órbitas de dichos cuerpos. De hecho, ahora sabemos que la dinámica de tres cuerpos es caótica: tan irregular que tiene elementos de aleatoriedad.
Todo esto está en tremendo contraste con el sorprendente éxito de la teoría gravitatoria newtoniana, que explicaba, entre muchas otras cosas, la órbita de un planeta alrededor del Sol. La respuesta es la que Kepler ya había deducido empíricamente a partir de las observaciones astronómicas de Marte: una elipse. Aquí solo hay dos cuerpos: Sol y planeta. El siguiente paso obvio es utilizar la ley de la gravedad de Newton para escribir la ecuación para las órbitas de tres cuerpos, y resolverla. Pero no hay ninguna caracterización geométrica clara de las órbitas de tres cuerpos, ni siquiera una fórmula en geometría de coordenadas. Hasta finales del siglo XIX muy poco se sabía sobre el movimiento de tres cuerpos celestes, incluso si uno de ellos fuera tan minúsculo que su masa podía ignorarse.
Nuestro conocimiento de la dinámica de tres (o más) cuerpos ha aumentado espectacularmente desde entonces. Una gran parte de ese progreso ha sido una comprensión cada vez mayor de lo difícil que es la pregunta, y por qué. Eso puede parecer un paso atrás, pero a veces la mejor manera de avanzar es hacer una retirada estratégica y ensayar alguna otra cosa. En el caso del problema de los tres cuerpos este plan de campaña ha conseguido algunos éxitos reales, cuando un ataque frontal se hubiera empantanado sin remedio.
Los primeros seres humanos no pueden haber dejado de advertir que la Luna se mueve lentamente a través del cielo nocturno con respecto al fondo estrellado. Las estrellas también parecen moverse, pero lo hacen como un todo, como minúsculos alfileres de luz en una enorme bóveda giratoria. La Luna es claramente especial en otro aspecto: es un gran disco brillante que cambia de forma desde luna nueva hasta luna llena y vuelta a empezar. No es un alfiler de luz como una estrella.
Algunos de estos alfileres de luz también desobedecen las reglas. Se pasean. No cambian de posición con respecto a las estrellas tan rápidamente como la Luna pero, incluso así, no hace falta observar el cielo durante muchas noches para ver que algunos se están moviendo. Cinco de estas estrellas errantes son visibles a simple vista; los griegos las llamaban planētēs («vagabundos»). Son, por supuesto, los planetas, y los cinco que han sido reconocidos desde tiempos antiguos son los que ahora llamamos Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno —todos nombres de dioses romanos—. Con la ayuda de telescopios ahora conocemos dos más: Urano y Neptuno. Más nuestra propia Tierra, por supuesto. Plutón ya no cuenta como planeta, gracias a una controvertida decisión sobre terminología que tomó la Unión Astronómica Internacional en 2006.
Conforme los antiguos filósofos, astrónomos y matemáticos estudiaban los cielos, se dieron cuenta de que los planetas no vagan al azar. Siguen órbitas enrevesadas pero bastante predecibles, y vuelven prácticamente a la misma posición en el cielo nocturno a intervalos de tiempo muy regulares. Ahora explicamos estas pautas como movimiento periódico en una órbita cerrada, con una pequeña contribución del propio movimiento orbital de la Tierra. También reconocemos que la periodicidad no es exacta aunque está muy próxima a ello. Mercurio tarda casi ochenta y ocho días en dar una vuelta alrededor del Sol, mientras que Júpiter tarda casi doce años. Cuanto más lejos del Sol está el planeta, más tiempo tarda en completar una órbita.
El primer modelo cuantitativamente preciso del movimiento de los planetas fue el sistema de Ptolomeo, que debe su nombre a Claudio Ptolomeo, quien lo describió en su Almagesto («El [tratado] máximo») aproximadamente en 150 d. C. Es un modelo geocéntrico (centrado en la Tierra) en el que todos los cuerpos celestes orbitan en torno a la Tierra. Se mueven como si estuvieran engarzados en una serie de esferas gigantescas, cada una de las cuales rota a una velocidad fija alrededor de un eje que a su vez puede estar engarzado en otra esfera. Se necesitaban combinaciones de muchas esferas rotatorias para representar el complejo movimiento de los planetas en términos del ideal cósmico de rotación uniforme en un círculo, el ecuador de la esfera. Con suficientes esferas y las elecciones correctas de sus ejes y velocidades, el modelo se corresponde muy estrechamente con la realidad.
Nicolás Copérnico modificó el esquema de Ptolomeo en varios aspectos. El más radical fue hacer que todos los cuerpos, salvo la Luna, den vueltas alrededor del Sol, lo que simplificaba de modo considerable la descripción. Era un modelo heliocéntrico. Esta propuesta contradecía a la iglesia Católica, pero finalmente la visión científica prevaleció y las personas instruidas aceptaron que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol. En 1596 Kepler defendía el sistema copernicano en su Mysterium cosmographicum («El misterio cosmográfico»), cuyo punto culminante era su descubrimiento de una relación matemática entre la distancia de un planeta al Sol y su período orbital. Según esta, si nos movemos hacia fuera a partir del Sol la razón del incremento en período de un planeta al siguiente es dos veces la diferencia de los radios orbitales. Más tarde decidió que esta relación era demasiado imprecisa para ser correcta, pero sembró las semillas de una relación más exacta en su trabajo futuro. Kepler también explicó el espaciado de los planetas en términos de los cinco sólidos regulares, limpiamente anidados unos dentro de otros, separados por las esferas que los sostenían. Cinco sólidos explicaban por qué había cinco planetas, pero ahora reconocemos ocho, de modo que esta propiedad ya no es una ventaja. Hay 120 maneras diferentes de ordenar cinco sólidos, y es probable que una de estas se aproxime a las proporciones celestes dadas por las órbitas planetarias. De modo que es simplemente una aproximación accidental, que encaja con calzador en la naturaleza una pauta sin significado.
En 1600 el astrónomo Tycho Brahe contrató a Kepler para que le ayudara a analizar sus observaciones, pero se interpusieron problemas políticos. Tras la muerte de Brahe, Kepler fue nombrado matemático imperial por Rodolfo II. En su tiempo libre trabajaba en las observaciones de Marte que había hecho Brahe. Un resultado fue Astronomia nova («Una nueva astronomía») de 1609, donde presentaba otras dos leyes del movimiento planetario. La primera ley de Kepler afirma que los planetas se mueven en elipses. Él lo había establecido para Marte, y parecía probable que lo mismo fuera cierto para los otros planetas. Al principio supuso que una forma ovalada ajustaría los datos, pero eso no funcionó, de modo que probó con una elipse. Tampoco esto le pareció aceptable y buscó una descripción matemática diferente para la forma de la órbita. Finalmente se dio cuenta de que esta era en realidad solo otra manera de definir una elipse[57]:
Dejé aparte [la nueva definición], y volví a las elipses, creyendo que esta era una hipótesis muy diferente, mientras que las dos, como demostraré en el próximo capítulo, son una y la misma… ¡Ah, qué insensato he sido!
La segunda ley de Kepler afirma que el planeta barre áreas iguales en tiempos iguales. En 1619, en su Harmonices mundi («Armonías del mundo»), Kepler completó sus tres leyes con una relación mucho más precisa entre distancias y períodos: el cubo de la distancia (la mitad del eje mayor de la elipse) es proporcional al cuadrado del período.
El escenario estaba ahora preparado para Isaac Newton. En sus Philosophiae naturalis principia mathematica («Principios matemáticos de la filosofía natural») de 1687, Newton demostró que las tres leyes de Kepler son equivalentes a una única ley de la gravitación: dos cuerpos se atraen mutuamente con una fuerza que es proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos. La ley de Newton tenía una gran ventaja: se aplicaba a cualquier sistema de cuerpos, por muchos que pudieran ser. El precio que había que pagar era la manera en que la ley determinaba las órbitas: no como formas geométricas, sino como soluciones de una ecuación diferencial que incluía las aceleraciones de los planetas. No está claro en absoluto cómo encontrar las formas de las órbitas planetarias, o las posiciones de los planetas en un instante dado, a partir de esta ecuación. Para ser franco, no está nada claro cómo encontrar sus aceleraciones. De todas formas, la ecuación proporcionaba implícitamente dicha información. El problema estaba en hacerla explícita. Kepler ya lo había hecho para dos cuerpos, y la respuesta era órbitas elípticas con velocidades que barren áreas a un ritmo constante.
¿Y qué pasa con tres cuerpos?
Era una buena pregunta. De acuerdo con la ley de Newton todos los cuerpos en el Sistema Solar se influyen gravitatoriamente unos a otros. De hecho, todos los cuerpos en el universo entero se influyen gravitatoriamente unos a otros. Pero nadie en su sano juicio trataría de escribir ecuaciones diferenciales para todos los cuerpos en el universo. Como siempre, la manera de avanzar era simplificar el problema… pero no demasiado. Las estrellas están tan alejadas que su influencia gravitatoria sobre el Sistema Solar es despreciable a menos que se quiera describir como se mueve el Sol a medida que rota la galaxia. El movimiento de la Luna está influenciado sobre todo por otros dos cuerpos, la Tierra y el Sol, aparte de algunos efectos sutiles que implican a otros planetas. A principios del siglo XVIII esta cuestión escapó de los dominios de la astronomía y adquirió importancia práctica, cuando se entendió que el movimiento de la Luna podía ser útil en la navegación. (No había GPS en aquellos días; ni siquiera había cronómetros para medir la longitud geográfica). Pero este método requería predicciones más precisas que las que podían proporcionar las teorías existentes. El lugar obvio donde empezar era desarrollar las implicaciones de la ley de Newton para tres cuerpos, que para este fin podían tratarse como masas puntuales porque los planetas son extraordinariamente pequeños comparados con las distancias entre ellos. Entonces se resolvían las ecuaciones diferenciales resultantes. Sin embargo, los trucos que llevaban desde dos cuerpos a las elipses fallaban cuando un cuerpo extra entraba en la mezcla. Algunos pasos preliminares funcionaban, pero luego el cálculo quedaba bloqueado. En 1747 Jean d’Alembert y Alexis Clairaut, amargos rivales, compitieron por un premio de la Academia de Ciencias de París sobre el «problema de los tres cuerpos», que ambos abordaron a través de una aproximación numérica. El problema de los tres cuerpos había adquirido su nombre, y pronto llegó a ser uno de los grandes enigmas de las matemáticas.
Algunos casos especiales podían resolverse. En 1767 Euler descubrió soluciones en las que los tres cuerpos se encontraban en una línea recta en rotación. En 1772 Lagrange encontró soluciones similares en donde los cuerpos forman un triángulo equilátero en rotación, que se expande y contrae. Ambas soluciones eran periódicas: los cuerpos repetían la misma secuencia de movimientos indefinidamente. Sin embargo, incluso con simplificaciones drásticas no se llegaba a producir algo más general. Se podía suponer que uno de los cuerpos tenía una masa despreciable, se podía suponer que los otros dos se movían en círculos perfectos en torno a su centro de masas, una versión conocida como el problema de los tres cuerpos «restringido»… y aún así no se podían resolver las ecuaciones exactamente.
En 1860 y 1867 el astrónomo y matemáticos Charles-Eugène Delaunay atacó el caso específico del sistema Sol-Tierra-Luna utilizando teoría de perturbaciones, que considera el efecto de la gravedad del Sol sobre la Luna como un cambio pequeño superpuesto al efecto de la Tierra, y derivó fórmulas aproximadas en forma de series: muchos términos sucesivos sumados. Publicó sus resultados en 1860 y 1867; cada volumen tenía novecientas páginas y consistía básicamente en fórmulas. A finales de los años setenta del siglo pasado sus cálculos fueron comprobados utilizando programas de álgebra simbólica, y solo se encontraron dos errores pequeños y poco importantes.
Fue un cálculo heroico, pero la serie se aproximaba a su valor límite demasiado lentamente para tener uso práctico. Sin embargo, animó a otros a buscar soluciones en forma de series que convergieran con mayor rapidez. También destapó un gran obstáculo técnico para todas las aproximaciones de este tipo, conocido como el problema de los denominadores pequeños. Algunos términos de las series son fracciones, y los denominadores (la parte inferior) se hacen muy pequeños si los cuerpos están casi en resonancia: un estado periódico en el que sus períodos son múltiplos racionales uno de otro. Por ejemplo, las tres lunas más interiores de Júpiter, a saber Io, Europa y Ganímedes, tienen períodos de revolución en torno al planeta de 1,77 días, 3,55 días y 7,15 días, en razones 1: 2: 4 casi exactas. Las resonancias seculares, relaciones racionales entre las velocidades a las que giran los ejes de dos órbitas casi elípticas, son una molestia especial, porque el error probable al evaluar una fracción se hace muy grande cuando su denominador es pequeño.
Si el problema de los tres cuerpos era difícil, el problema de n-cuerpos —cualquier número de masas puntuales que se mueven bajo la acción de la gravedad newtoniana— era sin duda más difícil. Pero la naturaleza nos presenta un ejemplo importante: el Sistema Solar entero. Este contiene ocho planetas, varios planetas enanos como Plutón y miles de asteroides, muchos de ellos bastante grandes. Por no mencionar los satélites, algunos de los cuales —Titán, por ejemplo— son más grandes que el planeta Mercurio. De modo que el Sistema Solar es un problema de diez cuerpos, o un problema de veinte cuerpos, o un problema de diez mil cuerpos, dependiendo de cuántos detalles se quieran incluir.
Para predicciones a corto plazo las aproximaciones numéricas son efectivas, y en astronomía mil años es poco tiempo. Entender cómo evolucionará el Sistema Solar durante cientos de millones de años es otra cosa muy diferente. Y una gran pregunta depende de ese tipo de visión a largo plazo: la estabilidad del Sistema Solar. Los planetas parecen moverse en órbitas casi elípticas y relativamente estables. Estas órbitas cambian un poco cuando otros planetas las perturban, por lo que el período podría cambiar en una fracción de segundo o el tamaño de la elipse podría no ser exactamente constante. ¿Podemos estar seguros de que estos suaves empujones es todo lo que va a suceder en el futuro? ¿Es representativo de lo que sucedió en el pasado, sobre todo en las primeras fases del Sistema Solar? ¿Permanecerá estable el Sistema Solar o colisionarán dos planetas? ¿Podría un planeta escapar a los confines distantes del universo?
El año 1889 se celebraba el sexagésimo cumpleaños de Oscar II, rey de Noruega y Suecia. Como parte de las celebraciones, el matemático noruego Gösta Mittag-Leffler convenció al rey para que convocara un premio por la solución del problema de n cuerpos. Esta se obtendría no por una fórmula exacta —para entonces estaba claro que esto era mucho pedir—, sino por algún tipo de serie convergente. Poincaré se interesó y decidió empezar por una versión muy simple: el problema de los tres cuerpos restringido, en el que uno de los cuerpos tiene una masa despreciable, como una minúscula partícula de polvo. Si se aplica la ley de Newton ingenuamente a dicha partícula, la fuerza ejercida sobre ella es el producto de las masas dividido por el cuadrado de la distancia, pero una de las masas es cero, de modo que el producto es cero. Esto no ayuda mucho, porque la partícula de polvo simplemente sigue su propio camino, desacoplada de los otros dos cuerpos. En su lugar, se establece el modelo de modo que la partícula de polvo siente el efecto de los otros dos cuerpos pero estos la ignoran por completo. De modo que las órbitas de los dos cuerpos masivos son circulares y se mueven a una velocidad fija. Toda la complejidad del movimiento se invierte en la partícula de polvo.
Poincaré no resolvió el problema que planteaba el rey Oscar. Eso era demasiado ambicioso. Pero sus métodos eran tan innovadores, y él hizo tantos progresos, que pese a todo se le concedió el premio. Su investigación ganadora del premio fue publicada en 1890 y sugería que incluso el problema de los tres cuerpos restringido podría no tener el tipo de respuesta que se había estipulado. Poincaré dividió su análisis en varios casos diferentes, dependiendo de las características generales del movimiento. En la mayoría de ellos podían obtenerse perfectamente soluciones en forma de serie. Pero había un caso en el que la órbita de la partícula de polvo era en extremo complicada.
Poincaré dedujo esta complejidad inevitable a partir de algunas otras ideas que había desarrollado, lo que hacía posible describir soluciones de las ecuaciones diferenciales sin resolverlas realmente. Esta «teoría cualitativa de ecuaciones diferenciales» fue la semilla a partir de la que ha crecido la moderna dinámica no lineal. La idea básica era explorar la geometría de las soluciones; más en concreto su topología, un tema en el que Poincaré estaba también profundamente interesado (véase capítulo 10). En esta interpretación, las posiciones y velocidades de los cuerpos son coordenadas en un espacio multidimensional. Conforme pasa el tiempo cualquier estado inicial sigue una trayectoria curva a través de este espacio. La topología de esta trayectoria, o el sistema entero de todas las trayectorias posibles, nos dice muchas cosas útiles sobre las soluciones.
Una solución periódica, por ejemplo, es una trayectoria que se cierra sobre sí misma para formar un lazo. Conforme pasa el tiempo, el estado recorre el lazo una y otra vez, repitiendo el mismo comportamiento en un proceso sin fin. El sistema es entonces periódico. Poincaré sugería que una buena manera de detectar tales lazos es colocar una superficie multidimensional de modo que sea atravesada por el lazo. Ahora la llamamos sección de Poincaré. Soluciones que parten de puntos en esta superficie pueden volver con el tiempo a la superficie; el propio lazo vuelve exactamente al mismo punto, y soluciones que pasan por puntos vecinos vuelven siempre a la sección al cabo de aproximadamente un período. De modo que una solución periódica puede ser interpretada como un punto fijo de la «aplicación de primer retorno», que nos dice lo que les sucede a puntos de la superficie cuando vuelven a ella por primera vez, si es que lo hacen. Puede que esto no parezca un gran avance, pero reduce la dimensión del espacio, el número de variables en el problema. Esto es casi siempre una buena cosa.
La gran idea de Poincaré empieza a mostrar su verdadero valor cuando pasamos al siguiente tipo más complicado de solución, una combinación de varios movimientos periódicos. A modo de ejemplo sencillo, la Tierra da una vuelta alrededor del Sol cada 365 días aproximadamente y la Luna da una vuelta alrededor de la Tierra cada 28 días poco más o menos. De modo que el movimiento de la Luna combina estos dos diferentes períodos. Por supuesto, la idea general del problema de los tres cuerpos es que esta descripción no es totalmente exacta, pero soluciones «cuasiperiódicas» de este tipo son muy habituales en problemas de muchos cuerpos. La sección de Poincaré detecta soluciones cuasiperiódicas: cuando vuelven a la superficie no inciden exactamente en el mismo punto sino que inciden en un punto que se mueve en una curva cerrada sobre la superficie, en pequeños pasos.
Poincaré se dio cuenta de que si todas las soluciones eran así, él sería capaz de construir series apropiadas para modelarlas cuantitativamente. Pero cuando analizó la topología de la primera aplicación de retorno, advirtió que podía ser más complicada. Dos curvas particulares, relacionadas por la dinámica, podrían cruzarse. Esto no era demasiado malo en sí mismo, pero cuando se prolongaban las curvas hasta que incidían de nuevo en la superficie, las curvas resultantes seguían teniendo que cruzarse… pero en un lugar diferente. Prolonguémoslas de nuevo, y se vuelven a cruzar. No solo eso: estas nuevas curvas que aparecen al prolongar las originales no eran realmente nuevas. Eran partes de las curvas originales. Ordenar la topología necesitó alguna lúcida reflexión, porque nadie había tomado parte antes en un juego de este tipo. Lo que emerge es una imagen muy compleja, como una red loca, en la que curvas zigzaguean repetidamente, se cruzan, y los propios zigzags zigzaguean, y así de modo sucesivo en cualquier nivel de complejidad. De hecho, el propio Poincaré se declaró sorprendido:
Cuando uno trata de representar la figura formada por estas dos curvas y su infinidad de intersecciones, cada una de las cuales corresponde a una solución doblemente asintótica, estas intersecciones forman una especie de red, madeja o malla infinitamente fina… Uno queda perplejo ante la complejidad de esta figura que ni siquiera intentaré dibujar.
Ahora llamamos a esta imagen una maraña («autoconexa») homoclina (véase Figura 31). Gracias a nuevas ideas topológicas introducidas en los años sesenta del siglo pasado por Stephen Smale, ahora reconocemos en esta estructura a una vieja amiga. Su implicación más importante es que la dinámica es caótica. Aunque las ecuaciones no tienen un elemento de aleatoriedad explícito, sus soluciones son muy complicadas e irregulares, compartiendo ciertas propiedades de procesos genuinamente aleatorios. Por ejemplo, existen órbitas —la mayoría de ellas, de hecho— para las que el movimiento imita con total exactitud el repetido lanzamiento aleatorio de una moneda. El descubrimiento de que un sistema determinista —un sistema cuyo futuro entero está de modo unívoco determinado por su estado presente— puede sin embargo tener propiedades aleatorias es extraordinario y ha cambiado muchas áreas de la ciencia. Ya no suponemos automáticamente que reglas simples dan lugar a un comportamiento simple. Esto es lo que en lenguaje coloquial se conoce como teoría del caos, y todo se remonta a Poincaré y su premio Oscar.
FIGURA 31. Parte de una maraña homoclina. Una imagen completa sería infinitamente complicada. © http://random.mostlymaths.net.
Bueno, casi todo. Durante muchos años así contaban la historia los historiadores de las matemáticas. Pero alrededor de 1990 June Barrow-Green encontró una copia impresa de la memoria de Poincaré en las profundidades del Instituto Mittag-Leffler en Estocolmo, la hojeó y se dio cuenta de que era diferente de la versión que podía encontrarse en innumerables bibliotecas matemáticas en todo el mundo. Era, de hecho, la impresión oficial de la memoria de Poincaré ganadora del premio, y había en ella un notable error. Cuando Poincaré presentó su trabajo para el premio había pasado por alto las soluciones caóticas. Él detectó el error antes de que la memoria fuera publicada, desarrolló lo que debería haber deducido —a saber, caos— y pagó (más de lo que le había reportado el premio) para que se destruyera la versión original y se imprimiera una versión corregida. Por alguna razón los archivos del Instituto Mittag-Leffler conservaron una copia de la defectuosa versión original, pero esta quedó olvidada hasta que Barrow-Green la desenterró al publicar su descubrimiento en 1994.
Al parecer Poincaré pensaba que estas soluciones caóticas eran incompatibles con desarrollos en serie, pero eso también resultó ser falso. Era una hipótesis fácil de hacer: las series parecen demasiado regulares para representar caos; solo la topología puede hacerlo. El caos es comportamiento complicado causado por reglas simples, de modo que la inferencia no es irrefutable, pero la estructura del problema de los tres cuerpos impide definitivamente soluciones simples del tipo que derivó Newton para dos cuerpos. El problema de dos cuerpos es «integrable», lo que significa que las ecuaciones tienen suficientes cantidades conservadas, tales como energía, momento y momento angular, para determinar las órbitas. «Conservadas» significa que estas cantidades no cambian cuando los cuerpos siguen sus órbitas. Pero es sabido que el problema de los tres cuerpos no es integrable.
Pese a todo, existen soluciones en serie, pero no son universalmente válidas. Fallan para estados iniciales con momento angular cero —el momento angular es una medida de la rotación total— que son infinitamente raros porque cero es un único número entre la infinidad de los números reales. Además, no son series en la variable temporal como tal: son series en su raíz cúbica. El matemático finlandés Kart Fritiof Sundman descubrió todo esto en 1912. Algo similar es válido para el problema de n cuerpos, una vez más con raras excepciones, un resultado obtenido en 1991 por Qiudong Wang. Pero para cuatro o más cuerpos no tenemos una clasificación de las circunstancias precisas en las que las series dejan de converger. Sabemos que tal clasificación debe ser muy complicada, porque existen soluciones en las que todos los cuerpos escapan al infinito, u oscilan con infinita rapidez, al cabo de un tiempo finito (véase capítulo 12). Desde el punto de vista físico estas soluciones son artificios de la hipótesis de que los cuerpos son simples puntos (masivos). Desde el punto de vista matemático, nos dicen dónde buscar comportamiento incontrolado.
Se han hecho progresos espectaculares en el problema de n cuerpos cuando todos los cuerpos tienen la misma masa. Esto difícilmente es una hipótesis realista en mecánica celeste, pero es razonable para algunos modelos no cuánticos de partículas elementales. El interés principal es matemático. En 1993 Christopher Moore encontró una solución del problema de los tres cuerpos en la que los tres cuerpos juegan al juego de seguir-a-mi-líder a lo largo de la misma órbita. Más sorprendente todavía es la forma de la órbita: una forma de ocho, mostrada en la Figura 32. Aunque esta órbita se cruza a sí misma, los cuerpos nunca colisionan.
FIGURA 32. La coreografía en figura de ocho.
El cálculo de Moore era numérico, en un ordenador. Su solución fue redescubierta de manera independiente en 2001 por Alain Chenciner y Richard Montgomery, quienes combinaban un principio tradicional de la mecánica clásica, conocido como «mínima acción», con una topología realmente sofisticada para dar una demostración rigurosa de que tal solución existe. Las órbitas son periódicas en el tiempo: al cabo de un intervalo de tiempo dado todos los cuerpos vuelven a sus posiciones y velocidades iniciales, y después se repiten los mismos movimientos indefinidamente. Para una masa común dada hay al menos una solución de este tipo para cualquier período.
En 2000 Carles Simó realizó un análisis numérico que indicaba que la figura de ocho es estable, excepto quizá por una lenta deriva a muy largo plazo conocida como difusión de Arnold, relacionada con la geometría detallada de la aplicación de retorno de Poincaré. Para este tipo de estabilidad casi todas las perturbaciones llevan a una órbita muy próxima a la concernida, y conforme la perturbación se hace más pequeña, la proporción de tales perturbaciones se acerca al cien por cien. Para la pequeña proporción de perturbaciones que no se comportan de esta manera estable, la órbita se aparta muy lentamente de su localización original. El resultado de Simó fue una sorpresa, porque las órbitas estables son raras en el problema de los tres cuerpos con masas iguales. Los cálculos numéricos muestran que la estabilidad persiste incluso cuando las tres masas son ligeramente diferentes. De modo que es posible que en algún lugar en el universo tres estrellas con masas casi idénticas se estén persiguiendo unas a otras en una figura de ocho. En 2000 Douglas Heggie estimó que el número de tales estrellas triples se encuentra entre una por galaxia y una por universo.
La figura de ocho tiene una simetría interesante. Empecemos con tres cuerpos A, B y C. Sigámoslos durante un tercio del período orbital. Entonces encontraremos tres cuerpos con las mismas posiciones y velocidades que tenían al principio, aunque ahora los cuerpos correspondientes son B, C y A. Al cabo de dos tercios del período lo mismo sucede para C, A y B. Un período completo restaura las etiquetas originales de los cuerpos. Una solución de este tipo se conoce como una coreografía: una danza planetaria en la que todos intercambian posiciones cada cierto tiempo. La evidencia numérica revela la existencia de coreografías para más de tres cuerpos: la Figura 33 muestra algunos ejemplos. Simó en particular ha encontrado un número enorme de coreografías[58].
Incluso aquí, muchas preguntas siguen sin respuesta. Carecemos de demostraciones rigurosas de la existencia de tales coreografías. Para más de tres cuerpos todas parecen ser inestables; muy probablemente esto es correcto, pero está por demostrar. La órbita con figura de ocho para tres cuerpos de masa dada y período dado parece ser única, pero tampoco se conoce ninguna demostración, aunque en 2003 Tomasz Kapela y Piotr Zglicynski proporcionaron una demostración asistida por ordenador de que es localmente única: ninguna órbita próxima funciona. Las coreografías podrían ser otro gran problema en ciernes.
Entonces, ¿es estable el Sistema Solar?
Quizá sí, quizá no.
Siguiendo la gran intuición de Poincaré, la posibilidad de caos, ahora entendemos mucho más claramente las cuestiones teóricas implicadas en establecer la estabilidad. Resultan ser sutiles y complejas; y, lo que resulta irónico, no están relacionadas de ninguna manera útil con la existencia de soluciones en forma de series. Trabajos de Jürgen Moser y Vladimir Arnold han llevado a demostraciones de que varios modelos simplificados del Sistema Solar son estables para casi todos los estados iniciales, excepto quizá por el efecto de la difusión de Arnold, que impide tipos más fuertes de estabilidad en casi todos los problemas de este tipo. En 1961 Arnold demostró que un modelo idealizado de Sistema Solar es estable en este sentido, pero solo bajo la hipótesis de que los planetas tienen masas muy pequeñas comparadas con la estrella central y las órbitas son muy próximas a círculos y están muy próximas a un plano común. Por lo que respecta a una demostración rigurosa, «muy próximo» aquí significa «que difiere en un factor menor que 10-43», e incluso entonces el enunciado completo es que la probabilidad de ser inestable es cero. En un argumento de perturbación de este tipo, los resultados suelen ser válidos para discrepancias mucho mayores que cualquier cosa que pueda demostrarse rigurosamente, de modo que la inferencia es que los sistemas planetarios razonablemente próximos a este ideal son con toda probabilidad estables. Sin embargo, en nuestro Sistema Solar los números relevantes son aproximadamente 10-3 para las masas y 10-2 para la circularidad y la inclinación. Estos números superan con mucho a 10-43. De modo que la aplicabilidad del resultado de Arnold era discutible. Fue en cualquier caso alentador que algo pudiera decirse con certeza.
FIGURA 33. Ejemplos de coreografías. © Carles Simó. Del «Congreso europeo de Matemáticas», Budapest 1996, Progress in Mathematics n.º 168, Birkhäuser, Basel.
Las cuestiones prácticas en tales problemas también se han aclarado gracias al desarrollo de potentes métodos numéricos para obtener soluciones aproximadas de las ecuaciones mediante ordenador. Esta es una materia delicada porque el caos tiene una consecuencia importante: errores pequeños pueden crecer muy rápidamente y arruinar las respuestas. Nuestra comprensión teórica del caos, y de ecuaciones como las del Sistema Solar donde no hay fricción, ha llevado al desarrollo de métodos numéricos que son inmunes a muchas de las propiedades más molestas del caos. Se denominan integradores simplécticos. Utilizándolos, resulta que la órbita de Plutón es caótica. Sin embargo, eso no implica que Plutón se precipité contra el Sistema Solar provocando una catástrofe. Significa que durante un período de doscientos millones de años Plutón seguirá estando en algún lugar próximo a su órbita actual, pero no tenemos ninguna pista de en qué parte de dicha órbita estará.
En 1982 el Proyecto Lonstop de Archie Roy modeló los planetas exteriores (de Júpiter hacia fuera) en un superordenador y no encontró inestabilidad a gran escala, aunque algunos de los planetas ganaban energía a expensas de otros de maneras extrañas. Desde entonces dos grupos de investigación, en particular, han desarrollado estos métodos computacionales y los han aplicado a muchos problemas diferentes acerca de nuestro Sistema Solar. Están dirigidos por Jack Wisdom y Jacques Laskar. En 1984 el grupo de Wisdom predijo que Hiperión, un satélite de Saturno, debería bambolearse caóticamente en lugar de girar regularmente, y observaciones posteriores lo confirmaron. En 1988, en colaboración con Gerry Sussman, el grupo construyó su propio ordenador, hecho a la medida para las ecuaciones de la mecánica celeste: el orrery, un planetario digital. Un orrery es un aparato mecánico con bielas y engranajes que simula el movimiento de los planetas, que aquí son pequeñas bolas metálicas sobre varillas[59]. La computación original siguió los próximos 845 millones de años del Sistema Solar y reveló la naturaleza caótica de Plutón. Con las siguientes, el grupo de Wisdom ha explorado la dinámica del Sistema Solar durante los siguientes miles de millones de años.
El grupo de Laskar publicó sus primeros resultados sobre el comportamiento a largo plazo del Sistema Solar en 1989, utilizando una forma promediada de las ecuaciones que se remonta a Lagrange. Aquí algo del detalle fino se difumina y se ignora. Los cálculos del grupo demostraron que la posición de la Tierra en su órbita es caótica, muy similar a lo que sucede con Plutón: si medimos dónde está la Tierra hoy y nos equivocamos en quince metros, entonces su posición en la órbita dentro de cien millones de años no puede predecirse con ninguna certeza.
Una manera de mitigar los efectos del caos es realizar muchas simulaciones, con datos iniciales ligeramente diferentes, y obtener una imagen del abanico de futuros posibles y cuan probable es cada uno de ellos. En 2009 Laskar y Mickaël Gastineau aplicaron esta técnica al Sistema Solar, con dos mil quinientos escenarios diferentes. Las diferencias son extraordinariamente pequeñas: mover Mercurio 1 metro, por ejemplo. En aproximadamente un 1 por 100 de estos futuros, Mercurio se hace inestable: colisiona con Venus, se precipita contra el Sol, o sale despedido al espacio.
En 1999 Norman Murray y Matthew Holman investigaron la inconsistencia entre resultados como los de Arnold, que indican estabilidad, y simulaciones, que indican inestabilidad. «¿Son incorrectos los resultados numéricos, o simplemente los cálculos clásicos son inaplicables?», se preguntaron. Utilizando métodos analíticos, no numéricos, demostraron que los cálculos clásicos no son aplicables. Las perturbaciones necesarias para simular la realidad son demasiado grandes. La fuente principal de caos en el Sistema Solar es una cuasiresonancia entre Júpiter, Saturno y Urano, además de una menos importante que implica a Saturno, Urano y Neptuno. También utilizaron métodos numéricos para comprobar esta propuesta, que demostraron que el horizonte de predicción —una medida del tiempo que tardan los pequeños errores en hacerse suficientemente grandes para tener un efecto importante— es de unos diez millones de años[60]. Sus simulaciones muestran que Urano experimenta ocasionales encuentros cercanos con Saturno, cuando la excentricidad de su órbita cambia de forma caótica, y hay una posibilidad de que eventualmente sea expulsado por completo del Sistema Solar. Sin embargo, el tiempo probable es de unos 1018 años. El Sol se expandirá como una gigante roja mucho antes, unos cinco mil millones de años a partir de ahora, y esto afectará a todos los planetas porque el Sol perderá el 30 por 100 de su masa. La Tierra se moverá hacia fuera, y podría escapar de ser engullida por el Sol enormemente expandido. Sin embargo, ahora se piensa que las interacciones de marea empujarán hipotéticamente a la Tierra hacia el Sol. Los océanos de la Tierra habrán hervido mucho antes. Pero puesto que la vida media típica de una especie, en términos evolutivos, no es más de unos cinco millones de años, en realidad no necesitamos preocuparnos por ninguna de estas catástrofes potenciales. Antes nos ocurrirá alguna otra cosa.
Los mismos métodos pueden utilizarse para investigar el pasado del Sistema Solar: utilizar las mismas ecuaciones y correr el tiempo hacia atrás, un simple truco matemático. Hasta hace poco los astrónomos tendían a suponer que los planetas siempre han estado próximos a sus órbitas actuales, desde que se condensaron a partir de un nube de gas y polvo alrededor del Sol naciente. De hecho, sus órbitas y composición habían sido utilizadas para inferir el tamaño y composición de dicha nube de polvo primordial. Ahora parece que los planetas no empezaron en sus órbitas actuales. Cuando la nube de polvo se rompió en grumos bajo sus propias fuerzas gravitatorias, Júpiter —el planeta más masivo— empezó a organizar las posiciones de los otros cuerpos, y estos a su vez se influyeron mutuamente. Esta posibilidad fue propuesta en 1984 por Julio Fernández y Wing-Huen Ip, pero durante un tiempo su trabajo fue visto como una curiosidad menor. En 1993 Renu Malhotra empezó a considerar seriamente cómo podían influir los cambios en la órbita de Neptuno en los otros planetas gigantes, otros asumieron la historia y emergió una imagen de un primitivo Sistema Solar muy dinámico.
A medida que los planetas seguían agregándose, llegó un tiempo en el que Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno estaban casi completos, pero entre ellos circulaban números enormes de planetesimales rocosos y helados, pequeños cuerpos de unos diez kilómetros de tamaño. De entonces en adelante, el Sistema Solar evolucionó mediante la migración y colisión de planetesimales. Muchos fueron expulsados, lo que redujo la energía y el momento angular de los cuatro planetas gigantes. Puesto que estos mundos tenían masas diferentes y estaban a dispares distancias del Sol, reaccionaron de formas distintas. Neptuno fue uno de los ganadores en las apuestas de energía orbital y migró hacia fuera. También lo hicieron, en menor grado, Urano y Saturno. Júpiter fue el gran perdedor y se movió hacia dentro. Pero era tan masivo que no se movió muy lejos.
Los otros cuerpos, más pequeños, del Sistema Solar también se vieron afectados por estos cambios. El esquema actual, aparentemente estable, de nuestro Sistema Solar surgió gracias a una intrincada danza de los gigantes, en la que los cuerpos más pequeños se vieron lanzados unos contra otros en un motín caótico. Entonces, ¿es estable el Sistema Solar? Probablemente no, pero no será fácil averiguarlo.