XIV
La cólera de los esclavos
TIERRAS de Alaba, era de 800.
Pintaio estaba allí, a su lado, protegiéndole escudo en mano del golpe de gracia que pretendía asestarle un jinete sarraceno con su alfanje. Había aparecido como por arte de magia, desde el extremo opuesto de la formación, respondiendo a la llamada silenciosa de una voz inaudible para todos excepto él, que le urgía a socorrer al hermano en peligro. Una voz tan misteriosa, y sin embargo tan real, como la fuerza que le había guiado a través de las filas enemigas sorteando obstáculos, derribando a cuantos soldados intentaron oponerse a su carrera, avanzando a gran velocidad entre muertos y moribundos, hasta alcanzar a Ickila.
Éste se sujetaba a duras penas sobre su montura, gracias a la resistencia de su naturaleza de gigante, aunque parecía un eccehomo a punto de rendir el alma. La sangre manaba a borbotones de su cuerpo martirizado. El casco, ese yelmo inconfundible de bronce bruñido adornado con cuernos de toro, se había inclinado hacia atrás en el fragor del combate, dejando su frente descubierta. Había perdido la rodela y el hacha. Se balanceaba con la mirada extraviada a un lado y otro de su formidable corcel de guerra, que permanecía inmóvil, tranquilo a pesar del ensordecedor ruido, intentando evitar la caída de su dueño.
La derrota estaba cantada. Los cristianos se habían batido con increíble valor, sabiéndose incapaces de vencer, pero había llegado la hora de tocar la retirada. Si los supervivientes de la matanza lograban esfumarse a través de alguno de los cañones que rodeaban el valle, dispersándose después por el terreno escarpado que les rodeaba, lo más probable era que no fueran perseguidos. Los caldeos darían sepultura a sus muertos, cortarían unas cuantas cabezas cristianas que serían expuestas en los muros de la medina de Corduba, a modo de trofeo, y continuarían con su marcha de regreso a Al Ándalus. Consumada su campaña victoriosa, Badr abandonaría Alaba llevándose consigo un magro botín compuesto sobre todo de esclavos, no sin antes asegurarse de sembrar la destrucción a su paso.
En tales consideraciones andaba sumido en esa hora el rey astur, quien intentaba agrupar a sus mermadas huestes con el propósito de salvarlas de la aniquilación total. Pero para Pintaio, que se consideraba liberado de cualquier deber de lealtad a ese soberano fratricida cuya llamada se había visto obligado, no obstante, a responder, lo que le sucediera al resto de la tropa carecía de importancia. Su empeño estaba puesto en rescatar a Ickila de las garras de la muerte, que parecían a punto de cerrarse sobre él.
Algo había aprendido de pequeño observando trabajar a su madre. Lo suficiente como para practicar al herido una cura de emergencia. Antes, sin embargo, era menester alejarse lo más deprisa posible de aquel lugar, para lo que no existía otro medio que recurrir a la audacia: confiar en que el godo fuese todavía capaz de asirse al caballo, empuñar sus riendas y espolear los flancos de Beleño, el tercer caballo al que daba el mismo nombre, a fin de salir volando de aquel infierno.
No hay mejor arma que la sorpresa ni acicate más poderoso que la necesidad. Ellos, además, contaban con la ayuda de entidades cuya existencia ni siquiera sospechaban, aunque fueran en gran medida las tejedoras de sus destinos. Fuerzas que hablaron un día lejano de tormenta junto a una piedra de poder incrustada en el corazón de un monte sagrado, mientras una niña, hija de la Luna negra, escuchaba junto a su madre la voz de la profecía.
En cuanto perdieron de vista el campo de batalla, Pintaio se detuvo junto a un arroyo para auxiliar a un Ickila que a esas alturas había perdido la conciencia. Era preciso detener el flujo de sangre que seguía manando de la llaga de su costado, lentamente, como si se estuviera agotando el caudal y no quedara más fluido. No conocía otro método que el del fuego, por lo que encendió una hoguera a toda prisa y esperó a que la leña seca hiciera brasas. En cuanto una de las ramas estuvo a punto, desnudó a su compañero, lavó superficialmente su cuerpo con el propósito de poner al descubierto sus heridas, y aplicó el ascua a las más feas, empezando por la que aún sangraba.
La operación arrancó un aullido inhumano al paciente, que obligó a Pintaio a taparle la boca con la mano que tenía desocupada, ante el peligro de que el estruendo les descubriera. Luego el godo se sumió en un sueño profundo, poblado de fantasmas a juzgar por sus quejidos, del que se mantuvo preso prácticamente hasta Coaña. Allí le condujo el astur después de vendarle con jirones de su propia túnica, atarle a la montura y alimentarle con miel y agua que le obligaba a tragar, después de un viaje interminable a través de un reino que exhibía por doquier las huellas de la devastación sufrida.
La historia parecía repetirse para ella, cerrando el trágico bucle que había marcado su existencia.
Cuando Huma vio llegar a su hermano acompañado de una sombra de lo que había sido Ickila, febril, demacrado y en los huesos, vio en él con toda claridad el rostro amado de Noreno. De nuevo tendría que luchar a brazo partido con la muerte para robarle una presa escogida. Una vez más sería puesta a prueba su destreza, amén de su dedicación, en un combate decisivo entre el mal que roe las entrañas y el afán de vivir de un hombre en plenitud de sus facultades. Y también en esta ocasión saldría airosa del trance. Estaba segura de ello.
Lo estaba así mismo Pintaio, quien tal vez por ello no se quedó para asistir al final del duelo. Le aguardaban a la vera del Durius su mujer y sus retoños; su hogar, su vida, su futuro. El castro había quedado atrás el mismo día en que partió con Neva a labrarse un porvenir lejos de aquel poblado que les negaba a ambos un techo. No había sido una despedida fácil, pues ninguna lo es, y menos cuando hay que arrancar de la tierra las raíces que dan forma a tu ser, pero ese adiós era definitivo. No había regreso posible, ni tampoco lo deseaba él.
Ickila estaba a salvo. Huma sabría sanarle y conquistar su corazón, por el bien de esa reliquia de piedra negra encaramada a un altozano que para ella representaba un legado irrenunciable. Se cuidarían mutuamente con lealtad. En cuanto a él, actor secundario de un drama que los dioses escribieron para otros protagonistas, se afanaría en descubrir su propio destino. Perseguiría a la suerte. Se agarraría con uñas y dientes a esa dicha que tantas veces hasta entonces se le había escapado de entre las manos. La buscaría lejos de Coaña, en la frontera entre dos mundos en abierta pugna, pues prefería esa confrontación de espadas, en la que se manejaba con soltura, a la lucha sorda, soterrada y traicionera que se libraba en su aldea natal entre dos modos opuestos de concebir la vida, ninguno de los cuales encajaba totalmente con su persona.
Así que se fue de allí sin apenas decir nada. Escribió su último adiós en el abrazo prolongado, cálido, en el que envolvió a su hermana, cerrando los ojos a fin de evocar en un instante todo lo bueno y menos bueno que habían pasado juntos. Le transmitió en él toda la fuerza de su corazón bondadoso, después de lo cual ensilló a Beleño, le acarició la cabeza y salió a galope tendido, sin volver la vista atrás.
La recuperación del enfermo fue lenta. Al despertar y encontrarse en una casa conocida, rodeado de atenciones, Ickila preguntó cómo había llegado hasta allí, pues sus recuerdos estaban impregnados de bruma. Primero Aravo, que se preocupaba de su bienestar mucho más de lo que jamás se hubiera preocupado por nadie, y después Huma, siempre atenta a calmar sus dolores, le explicaron el modo en que Pintaio le había rescatado de un final horrible. Le contaron, más el caudillo que su hija, los muchos desvelos que habían sido necesarios para impedir que se marchara antes de tiempo al otro mundo, y le animaron a descansar, alejando de su mente cualquier asunto que no fuera su restablecimiento.
El castro seguía sacudido por las disputas entre comunidades, a duras penas contenidas por la decadente autoridad de Aravo, quien con la repentina aparición del godo herido había visto renacer la esperanza de concertar un matrimonio sumamente oportuno para él, para su hija y para el empeño común de zanjar definitivamente los conflictos. Huma estaba dispuesta a cumplir la promesa de obediencia hecha a su padre respecto de su desposorio, tanto más cuanto que el hombre que yacía inerme en la antigua cama de su hermano no había abandonado sus pensamientos ni un solo instante desde que irrumpiera bruscamente en su existencia.
A pesar de que había desaparecido durante años, ella nunca había perdido la certeza de que estaba bien, de que la extraña atracción que sentían el uno por el otro seguía viva, y de que ninguna otra mujer había logrado desplazarla en el corazón de él. Lo sabía del mismo modo en que conocía la forma de invocar a la lluvia o adivinar la dolencia de un animal por el mero hecho de tocarle. Le bastaba para ello escuchar su propio lenguaje interior, abrir la mente a esas imágenes que desde la infancia la habían transportado a universos ocultos de hondo significado, en los cuales todo cobraba un sentido distinto del habitual pero mucho más comprensible.
Además, estaba esa sentencia de la profecía que volvía a su memoria como una letanía:
Un hombre venido de tierra extraña conquistará tu corazón y otro vendrá a robártelo.
¿Era Ickila el conquistador? Y si lo era ¿quién o qué había sido Noreno? ¿Era este último el hombre venido de tierra extraña al que se refería el presagio, lo que convertía a Ickila en un vulgar ladrón?
Fuera como fuese, él estaba allí, a su merced, más vulnerable que nunca y al mismo tiempo irresistible. El sufrimiento constante había dulcificado su expresión, devolviéndole ese encanto infantil que había llegado a perder con el paso del tiempo y los combates. Sus ojos miraban a Huma con una mezcla de deseo, gratitud y admiración, capaz de encender la pasión en la más fría de las mujeres. Y la sanadora de Coaña, servidora de la Madre, era cualquier cosa menos una mujer fría. Su cuerpo era experto en interpretar la danza ancestral de la fertilidad. Había sido educado en los secretos del placer. Estaba preparado para convertir el amor carnal en una experiencia mística, siguiendo las enseñanzas que Naya prodigara a sus neófitas en aquella iniciación a la vida adulta que ella misma transmitiera después a varias generaciones de chicas:
«Esto es lo que has de hacer para someter a un hombre a tu dominio. Usa tu poder. Siente ese poder en cada poro de tu piel y aprende a servirte de él para enloquecer a tu esposo. Niégale lo que te pida para luego dárselo poco a poco. Prométele, pero nunca le entregues todo lo que desee. Hazle sentir que eres tú quien enloquece, aunque midas hasta el más mínimo suspiro. La Luna será tu cómplice».
Sí, estaba preparada para enloquecer a Ickila.
En ese duermevela propio de quien camina en la frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos, Ickila también se había sentido transportado a lugares ignotos, poblados por seres irreales, hijos de su fantasía. Tan pronto era consciente de la actuación de Huma, quien le administraba cocimientos de sabor amargo, esparcía en sus llagas ungüentos calmantes o le daba de comer caldo a pequeñas cucharadas, demostrando una paciencia infinita, como se sumía de lleno en el delirio. Y en medio de éste, una y otra vez, volvía a rememorar la vieja historia que le contara aquella primera sierva de Cánicas, Arausa, sobre una sacerdotisa del antiguo culto practicado por los astures.
Según narraba la leyenda, durante la celebración de una ceremonia, esa joven sin nombre, que en su ensoñación tenía los rasgos de Huma, había entrado súbitamente en un profundo estado de trance que se había prolongado a lo largo de siete días con sus siete noches. Al despertar, había jurado que una fuerza desconocida la había llevado a viajar por el tiempo hasta descubrir todo lo que está por venir, aunque se había negado a desvelar lo que se le había mostrado. Únicamente había mencionado a un guerrero extranjero que llegaría hasta la tierra de los astures, procedente de un reino meridional, para fecundar a una hija de ese pueblo a fin de engendrar en ella a una nación de gigantes. ¿Podía ser que esa fábula tuviese visos de cumplirse al menos parcialmente? ¿Era él el guerrero venido de tierra extraña y ella, Huma, la madre de esa nación de gigantes?
En todo caso, era una mujer única. Su belleza no podía equipararse a la de antaño, aunque suplía la falta de lozanía con una serenidad que convertía su mirada en un estanque de aguas plácidas en el que descansar cualquier fatiga. Seguía sin mostrar la humildad o el recato propios de una dama de alta cuna, cierto; pero tenía motivos para estar orgullosa de sí misma. Su dominio de las plantas era extraordinario. Su capacidad para curar superaba todo lo que Ickila hubiese visto hasta entonces, lo que le otorgaba un estatus ante los vecinos igual o superior al de cualquier hombre. Además, a diferencia de la mayoría de sus congéneres, ella era silenciosa y jamás se expresaba a gritos. Su actitud, sus movimientos, el calor que desprendían sus manos, la agilidad con la que se movía, eran una invitación a nadar en sus profundidades, aun a riesgo de perecer ahogado.
Pasó la estación de los vientos, cayeron las primeras nieves, e Ickila comenzó a salir por los alrededores de la casa. Muchos le reconocían al haber viajado con él hasta Coaña desde sus antiguos hogares, y aprovechaban para formularle toda clase de quejas o cuitas. Que si la presura conseguida al cabo de tanto trabajo no se correspondía con lo prometido, que si los ancianos de la aldea no respetaban la ley, que si no había un clérigo que celebrase misa ni siquiera una vez al año… Nada que no pudiera rebatirse con apelaciones a la buena voluntad, hasta que aparecieron las primeras muestras de maledicencia referidas a su anfitriona:
—No deberíais compartir techo con la bruja, señor —le espetó un día susurrando una campesina entrada en años y prácticamente desdentada, que se santiguaba mientras hablaba. Antes de darle tiempo para contestar, añadió bajando todavía más el tono de su voz cascada—: Tiene tratos con el diablo, que es quien le ha dado esos poderes con los que dice que alivia la enfermedad, lo que no es verdad. Aunque parece que sana los cuerpos, lo que hace en realidad es entregar almas inocentes al maligno, que fue su padrino de bautismo. ¿Sabíais que nació en una noche negra como la pez, en la que la luna ocultó su rostro precisamente mientras ella venía al mundo? ¡No os fiéis de sus encantos, señor, está maldita a los ojos de Dios!
Ickila sintió la cólera ascender hasta su garganta con un grado de intensidad que no recordaba en mucho tiempo. Fue presa de una indignación tal, que habría estrangulado allí mismo a la anciana de no haber estado demasiado débil para realizar semejante esfuerzo. La ignorancia, de la que siempre abominara su padre, se sumaba a la superstición para alimentar un infundio tan inverosímil como injusto y peligroso para esa mujer generosa, que prodigaba su talento sin exigir nada a cambio. Pugnando por contenerse, respondió a la que acusaba:
—No te atrevas a proferir nunca más semejante calumnia. ¡¿Me oyes bien?! Ésa, a la que ensucias con tus mentiras, es mil veces mejor que tú, que no eres digna ni de rozarle la túnica. No vuelvas a escupir esa hiel sobre Huma, o yo mismo me encargaré de hacer que te arrepientas.
La vieja se alejó todo lo rápido que le permitieron las piernas, aterrada por las amenazas del caballero, diciéndose que debía estar ya hechizado sin remedio. En lugar de apreciar en todo su valor la información que le acababa de proporcionar, éste salía en defensa de la bruja, cargando contra una pobre desvalida. ¿Cómo luchar contra un contubernio semejante, capitaneado por el propio Satanás? Era mejor callar y agachar la cabeza, que al fin y al cabo era lo que habían hecho siempre las gentes de condición humilde ante los poderosos.
Ickila, entre tanto, se había quedado sorprendido de su propia reacción. La imputación era ciertamente inmerecida, lo que no justificaba por sí solo el enfado que le había producido. ¿Qué podía importarle a él lo que dijera una pobre desdichada de Huma, con la que a fin de cuentas no le unía lazo alguno? ¿O es que tales lazos sí existían? Rebuscando en su interior, desbrozando capas y capas de temor, prevención, prejuicios e inseguridades, llegó a la conclusión de que los sentimientos que le inspiraba esa mujer eran profundos. No se trataba de una simple atracción pasajera, toda vez que llevaba años obsesionándole, ni tampoco de un capricho. Había algo más. Algo potente. Algo imposible de explicar, aunque tangible.
Él era ya un hombre maduro, cercano a la cuarentena. No había hecho otra cosa en su vida que luchar, cumplir con su deber y sufrir apretando los dientes. Había purgado hasta la saciedad el pecado de su juventud. Estaba cansado. Le pesaba la soledad. Recordaba con frecuencia las palabras que le dijera su padre justo antes de morir, cuando, apenado por la culpa que percibía en sus ojos, le había asegurado: «Yo te perdono, hijo. Aprende tú a perdonarte a ti mismo. Aprende a amar, o el odio que llevas dentro acabará contigo».
Había llegada la hora de poner en práctica ese consejo.
Tomó su decisión mientras regresaba lentamente al hogar que le había acogido, lo que le produjo una placentera sensación de paz. El Ickila impulsivo de su juventud volvía a tomar la delantera sobre el hombre maduro y responsable. En esta ocasión iba a obedecer al mandato de la intuición, rechazando cualquier objeción procedente del cálculo.
Hacía mucho frío en Coaña. Las dos puertas de la casa permanecían cerradas, a fin de guardar el calor del hogar, por lo que el aire estaba muy cargado de humo. Junto a la lumbre, envuelto en un manto de lana, Aravo dormitaba antes de comer, esperando el regreso de su hija, que había salido para atender la llamada de un enfermo. Sin pensárselo dos veces, su huésped le despertó con una ligera sacudida, mostrando una expresión grave en el rostro:
—¿Qué sucede? —se asustó Aravo—. ¿Ha ocurrido algo malo?
—Vengo a pediros la mano de vuestra hija —contestó Ickila solemne, esforzándose por demostrar aplomo.
El caudillo se quedó de piedra. Tanto tiempo aguardando ese momento, tantos planes urdidos para verlos fracasar uno tras otro, y de repente aparecía ese godo indeciso, le despertaba de su siesta y le espetaba una cosa así, cuando menos se lo esperaba. Sin embargo, no era cuestión de hacer remilgos, por lo que no demoró la respuesta.
—No se me ocurre un mejor marido para ella. Tendrás que contar con su consentimiento, pues ya conoces nuestras tradiciones, mas tengo para mí que ella también aceptará tu propuesta. Los dos habéis superado con creces la edad a la que es habitual desposarse, por lo que no tenéis tiempo que perder. Y yo llevo ya demasiados años esperando.
Ickila era un caballero godo. Un exiliado, perseguido, expulsado de su patria, pero no por ello un patán. Había vivido lo suficiente entre astures como para saber que, a pesar de sus diferencias culturales, Huma era perfectamente equiparable a él en términos de dignidad y linaje, tal como imponían la ley y las costumbres de su pueblo germánico a la hora de escoger esposa. Le pesaba por ello en el orgullo no poder ofrecerle una dote acorde con su rango, por carecer de otra fortuna que su espada de guerrero y la destartalada residencia de Cánicas en la que vivía su madrastra. Apurado por esta carencia, le confesó a su futuro suegro:
—En este momento no dispongo de medios para entregar a vuestra hija un presente digno de ella, que selle nuestro compromiso matrimonial, mas confío en poder hacerlo en un futuro próximo. Acudiré al rey, que en más de una ocasión me ha demostrado su favor, y le solicitaré las tierras que hasta ahora nunca había ambicionado. Huma no carecerá de nada, os lo prometo.
—Ella es la propietaria de esta casa —le tranquilizó Aravo—, e incluso diría que en buena medida de este castro, que habrá de gobernar contigo. Tenéis una ardua tarea por delante. La convivencia entre mis gentes y las tuyas no está resultando tan fácil como creíamos, lo que va a obligaros a los dos a trabajar para imponeros. Yo ya estoy llegando al final. Ahora os toca a vosotros. Sólo puedo desearte suerte y recomendarte mano dura, ya que vas a necesitarla. ¡No te dejes dominar por Huma, que tiene la tozudez de su difunta madre! Si consigues domarla, será una buena mujer. Pero te lo repito: ¡mano dura! Luego no digas que no te advertí.
Ickila no añadió más. Él siempre estaría a las órdenes de su rey, ya fuera en Coaña o en cualquier otro lugar en el que se necesitaran sus servicios, mas era inútil entrar a discutir con Aravo la naturaleza de estos servicios o el modo en que habría de relacionarse con su esposa una vez que estuvieran casados. Sospechaba que no iba a ser fácil someterla a su autoridad, dada su ancestral rebeldía de matriarca astur, pero confiaba en encontrar el modo de convencerla. Claro que, para eso, antes tendría ella que aceptarle.
Cuando su padre salió aquella tarde, a pesar de la intensa nevada, pretextando ir a tratar un asunto urgente, Huma sospechó que algo estaba por suceder. Notaba a Ickila inquieto, dando vueltas de un lado para otro cual oso enjaulado, y además había creído adivinar una mirada cómplice en Aravo al despedirse de él. Sí, algo importante se cocía en el ambiente y ella creía saber lo que era.
¿Cuál sería su respuesta? ¿Dejaría atrás el pasado y se atrevería a afrontar una vida junto a ese godo que, lejos de encarnar la imagen hostil que siempre se había representado ella de esa raza enemiga, parecía encerrar un alma noble dentro de un cuerpo de atleta? ¿Rompería al fin esa promesa de fidelidad eterna hecha a un difunto cuyo abrazo nunca podría brindarle calor en las largas noches del invierno; cuyos besos no encenderían su pasión; cuya piel no se estremecería de placer con sus caricias? ¿Se olvidaría de la profecía?
Un hombre venido de tierra extraña conquistará tu corazón y otro vendrá a robártelo…
¿Y si la profecía se refiriera también a Ickila?
Sabía desde hacía tiempo qué era lo que iba a decirle. Fuera el hombre que la providencia le tenía reservado o fuera otro, era un hombre; un hombre de carne y hueso. Era valiente, cortés, audaz y respetuoso con ella, especialmente desde que ella le había puesto en su sitio en el transcurso de su primera visita a Coaña, plantando cara a su arrogancia y establedendo con claridad cuál era el lugar de cada uno. Él había comprendido con el tiempo cómo funcionaban las cosas por allí, con lo que la ayudaría a mantener vivo el castro, a pesar de las muchas dificultades a las que habrían de enfrentarse juntos. Y, con la bendición de la Madre, le haría hijos fuertes, igual que él, que darían continuidad a su linaje.
Nunca la maltrataría y menos aún la golpearía como había hecho Aravo con Naya; de eso estaba segura. Ni creía que estuviera en su naturaleza hacerlo, ni ella lo consentiría. Además, según le había contado él, su madrastra vivía lejos, en la capital, lo que le evitaría tener que cargar con su suegra, tal como les sucedía a la mayoría de las mujeres del poblado. Aquello representaba un acicate más, en absoluto despreciable, dada su experiencia pasada. Tal vez Badona no fuera parecida a la mezquina Clouta, pero era mejor no verse en la necesidad de comprobarlo.
Sin embargo, todos esos argumentos eran menores en comparación con su razón de fondo, que anidaba en el corazón. Ella no quería ser una amargada resentida con la vida como había sido su abuela. Tampoco una víctima resignada, siguiendo el ejemplo de su madre. Si no podía ser plenamente feliz, pues así lo habían dispuesto los dioses cuando le arrebataron a Noreno, al menos tendría paz. Si no se cumplía el destino especial y único que le había sido asignado al nacer, tal como le repetía siempre Naya, al menos tendría una vida. Un compañero. Alguien con quien compartir la manta cuando sopla el viento que viene del mar con sus aullidos furiosos.
Ickila no se decidía. Cada vez que iba a abrir la boca se paraba en seco, incapaz de encontrar las palabras adecuadas: Huma acudió en su ayuda, a su manera silenciosa, tomando las manos de él entre las suyas y llevándolas hasta su pecho. Emocionado, mucho más enamorado de lo que habría reconocido, le dijo al fin:
—¿Te casarías conmigo?
—Lo haré, si así lo deseas, aunque antes de que se formalice nuestro compromiso hay algo de mí que debes saber. Tal vez entonces no quieras ser mi marido.
—Nada de lo que digas me hará cambiar de parecer.
—¿Estás seguro?
Ickila calló, alarmado ante el cariz que tomaba la conversación. Deseosa de acabar cuanto antes con la tensa situación creada, Huma confesó:
—No soy doncella.
Para un caballero de sangre germánica desposar a una mujer que hubiese pertenecido antes a otro era poco menos que inimaginable, a menos que se tratara de una viuda escogida por razones de conveniencia patrimonial, lo que no era el caso. De acuerdo con las convicciones ancestrales de Ickila, el bien más preciado de una mujer era su virginidad. Esa virginidad era la que retribuiría el día siguiente a la noche de bodas con el morgengabe, o «regalo de la mañana», que agradecería con una compensación simbólica ese impagable obsequio entregado por su novia con su primera sangre en el lecho. Únicamente la virginidad garantizaría que los hijos habidos con ella fuesen suyos y no de otro. ¿Cómo iba él a sobreponerse a semejante impedimento?
Consciente de la gravedad que a los ojos de él revestía esta circunstancia, Huma le contó a grandes rasgos su romance con Noreno, incluida esa única vez, mágica y pura, que había permanecido intacta en su recuerdo. Habría podido ocultárselo —le dijo—, pero de hacerlo no habría sido digna de la consideración que le demostraba él con su proposición. Si habían de emprender un camino juntos, no podían empezar con una mentira. Él era libre, por supuesto, de retirar sus palabras, lo que no alteraría en modo alguno la amistad que les unía.
—Cásate conmigo, te lo ruego —insistió él al cabo de un rato.
La sinceridad de esa mujer valía más que unas manchas de sangre en las sábanas. Se había entregado al muchacho con el que había compartido una historia de amor apasionada que Ickila ya conocía por Pintaio, sí. Mas, ¿podía invalidar esa circunstancia la deuda de gratitud que tenía contraída con ella, las muchas virtudes que la adornaban y, por encima de todo, la corriente de emociones que le arrastraba hacia ella? La hubiera preferido doncella, por supuesto, pero creía poder perdonarla. Quería hacerlo. Su confesión había encendido aún más en su interior el deseo de explorar hasta el último rincón de esa piel que adivinaba ardiente, pues el modo en el que había relatado su encuentro, lejos de manifestar vergüenza, arrepentimiento o culpa, demostraba lo placentera que le había resultado la experiencia. Había amado a Noreno con un amor total, rotundo, pleno, del que no renegaba. ¿Conseguiría él despertar en ella un sentimiento así?
—Seré tu esposa en cuanto florezcan los manzanos —aceptó Huma con una sonrisa en la que parecía reflejarse todo el sol de la estación cálida—. Para entonces espero que hayas recuperado la salud, pues el festejo será sonado. Hace mucho tiempo que no se celebra en Coaña una boda semejante.
En lugar de responder, Ickila la tomó en sus brazos, venció la inicial rigidez con la que ella recibió la caricia, y se dio cuenta enseguida de que lo que estaba por descubrir superaría con creces todas sus expectativas.
Aravo estaba tan complacido por el modo en que sus proyectos parecían al fin tomar cuerpo, que propuso a su huésped una cacería destinada a festejar el compromiso. Se sentía rejuvenecido y deseaba probar suerte con la lanza contra una presa digna de la alcurnia de su futuro yerno: el jabalí, muy abundante en los bosques próximos al castro, venerado desde antiguo por su fuerza y ferocidad, así como por el coraje con el que se enfrenta a su perseguidor hasta la última gota de sangre, matando o muriendo en el empeño, pero sin huir jamás. Una representación perfecta de los guerreros de esa tierra.
Irían Ickila y él solos. Acecharían a la fiera más grande que pudieran encontrar para regresar con sus defensas colgando de un cordel a modo de trofeo. Ni siquiera se molestarían en despellejarla para conseguir su carne. No sería una partida de caza al uso, sino un ritual de fraternidad en el que un viejo caudillo exhausto cedería la vara de mando a un sucesor vigoroso, capaz de continuar su obra.
A tal propósito, desecharon más de una pieza por escuálida, antes de dar con un animal que mereciera la pena. Cuando lo encontraron, al atardecer del segundo día, estaba abrevando en un arroyo, con el viento soplando en la dirección precisa para delatarle la presencia de sus perseguidores. Era un ejemplar imponente, del tamaño de un cerdo doméstico de los que se utilizan para montar hembras, cuyos colmillos parecían tan grandes como los cuernos que adornaban el yelmo de Ickila. En cuanto vio a los intrusos que le amenazaban, se dio la vuelta con sorprendente agilidad, dispuesto a cargar contra ellos. Aravo se asustó y le arrojó su jabalina, pero erró el tiro por poco. El cochino emitió entonces un gruñido siniestro y embistió contra el cazador, quien se tropezó al retroceder precipitadamente, cayendo de espaldas sobre un lecho de barro y musgo. No había tiempo para ensayar un segundo lanzamiento.
Empuñando su espada con las dos manos y separando ligeramente las piernas para conservar el equilibrio, pues todavía se sentía débil, Ickila se interpuso entre su futuro suegro y la fiera que se abalanzaba sobre él, asestándole un profundo corte en el cuello. La sangre caliente del jabalí le salpicó en la cara, mientras éste pugnaba por levantarse a pesar de tener la yugular abierta. Quería vender cara su piel. Había peleado con el valor propio de su especie, lo que le valió la gracia de recibir un tajo en el corazón que acabó con su agonía de forma inmediata.
Aravo exultaba de gozo. El hombre al que iba a entregar a su hija reunía todos los atributos que necesita un caudillo para hacerse respetar: valentía, nobleza y decisión. Tal vez le faltara la ambición que siempre le había movido a él mismo, mas suplía esta carencia con un alto sentido del deber que no dejaba lugar a la duda. Coaña tendría un mañana luminoso.
De regreso al castro, contó a todo el mundo con detalle los pormenores de lo sucedido, ponderando con orgullo la actuación de su yerno. Éste, mejor soldado que cazador, restaba importancia a su intervención, alegando que había sido Aravo el auténtico protagonista de la gesta. Huma asistía incrédula a la transformación de su padre, a quien le costaba reconocer en ese anciano jovial que se desvivía por complacer al godo.
Integrado ya sin reservas en la vida de la comunidad, pronto empezó Ickila a participar en las reuniones del Consejo de Ancianos, donde se tomaban las decisiones importantes. A ellas se habían incorporado desde su llegada algunos representantes de los refugiados traídos por Pintaio, quienes protagonizaban agrias polémicas con los miembros veteranos del cónclave. Discutían por los tributos, por el modo de entender y aplicar la justicia, por el señalamiento de las fiestas de guardar, por la consideración de la propiedad individual y la comunal… por todo.
Recientemente había sido inaugurado el primer cementerio cristiano a las afueras de la aldea, con el enterramiento de una mujer practicante de esa religión, aunque todavía no habían logrado los miembros de la parroquia fundada por Fedegario hacerse con un sacerdote que consagrara ese suelo. De cuando en cuando pasaba un clérigo ambulante que celebraba misa a cambio de techo y comida, pero ninguno se quedaba. Y eso que el número de seguidores de Cristo iba en aumento a gran velocidad, lo que constituía un factor añadido de enfrentamiento entre dos modos opuestos de concebir el mundo.
Huma se esforzaba por practicar sus ritos con la máxima discreción, ocultando sus quehaceres sagrados de la vista de su prometido. Éste correspondía a la hospitalidad que se le brindaba haciendo cuanto podía por facilitar la convivencia entre los antiguos habitantes del poblado y los que habían viajado con él desde distintos lugares del valle del Durius. Al fin y al cabo, esos hijos del pueblo astur y las gentes de sangre germana compartían más de una tradición común: por ejemplo, el amor a la libertad. O la costumbre de resolver los asuntos de la guerra, la política y la economía mediante la celebración de asambleas populares en las que todos eran escuchados por igual. O la infinita capacidad de sufrimiento y resistencia a la fatiga. O el ancestral orgullo. O la bravura que les llevaba a crecerse ante la adversidad ignorando el peligro. O la dificultad para aceptar más vasallaje que aquél que cada cual quisiera imponerse a sí mismo, escogiendo servir a un caudillo.
Lo que les unía era mucho más de lo que les separaba, tal como intuyera Pintaio, por más que a muchos les resultara difícil fijar su atención en esos vínculos en lugar de acentuar las diferencias. Todos los esfuerzos de Ickila se centraban, por tanto, en convencer a unos y otros de que si no lograban entenderse sobre esas normas básicas para la organización de su pequeña sociedad, otros les obligarían a ello. Había un soberano poderoso, implacable e insaciable, deseoso de recaudar sus tributos y esquilmar su tierra, sin pararse a considerar si los siervos que incorporaba a su cuerda de cautivos procedían de raíz astur o goda. Se llamaba Abd al Rahman. Era la única alternativa al rey cristiano.
Empezaba ya a percibirse el deshielo en las cumbres cuando un emisario de la corte llegó repentinamente al castro, cabalgando sobre un corcel llevado hasta el límite de sus fuerzas, un mal día del año 806. Él también venía agotado. Iba recorriendo toda la región en busca de ciertos magnates, a fin de comunicarles cuanto antes la noticia: el rey Fruela había sido asesinado en su palacio, pocos días antes, por manos desconocidas aunque de su mismo entorno. El caos amenazaba con apoderarse del reino. Proceres de toda Asturias se dirigían en ese instante hacia Cánicas, a fin de intentar conjurar el riesgo de una guerra civil.
Ickila llenó unas alforjas con lo indispensable, mandó ensillar su caballo y partió a toda prisa hacia la capital, maldiciendo en voz alta esa herencia endemoniada que llevaba a los potentados de estirpe goda a destrozarse unos a otros. Hacía mucho que nadie llegaba tan lejos como para cometer un homicidio, pues los últimos monarcas destronados antes del desembarco de Tariq habían salvado la vida a cambio de profesar en un monasterio, lo cual no hacía sino evidenciar que los peores vicios del pasado revivían en la pequeña corte asturiana. ¿Cómo iban a lograr así recuperar lo que había sido suyo? ¿Con qué fuerzas harían frente a los caldeos, si el espectro de la división diezmaba sus filas antes de entablar batalla? No había respuesta para tales interrogantes.
En una posada situada a la altura de Gegio, engulló un guiso de pescado, descansó unas pocas horas y continuó con una nueva montura su carrera hacia el escenario del crimen, decidido a castigar duramente al regicida. Si lo descubría, si conseguía esclarecer lo sucedido, él mismo se encargaría de que el culpable o los culpables recibieran un escarmiento proporcional a la magnitud de su traición.
Al reunirse con el resto de los próceres acudidos al palacio desde diversos puntos del territorio, se dio cuenta, sin embargo, de que la mayoría no parecía interesada en averiguar nada, sino en correr un tupido velo sobre la suerte de Fruela, a fin de proceder cuanto antes a la elección del sucesor. Allí estaba por ejemplo ese Favila junto al cual había combatido en la última refriega librada contra los sarracenos en Alaba, quien, tras expresarle su alegría por verle restablecido de sus heridas, echó un jarro de agua fría sobre sus esperanzas:
—Olvídate de buscar la verdad —fue su contestación a las preguntas de Ickila referidas a las indagaciones llevadas a cabo hasta ese momento—. Aquí todos parecen dar por hecho que el asesinato del rey ha sido una venganza merecida por lo que él mismo le hizo a su hermano. Un acto de justicia en el que la mano del hombre no ha hecho más que empuñar la espada de Dios. «Ojo por ojo», siguiendo el mandato del libro sagrado. Pocos, por no decir nadie que yo conozca, reclaman una investigación formal.
—¡Pero ¿cómo ha sido?! ¡¿Qué se sabe?! —inquirió el recién llegado, profundamente decepcionado ante lo que oía.
—Fruela murió con la espada en la mano; poco más puedo decirte. Le encontró un siervo en este mismo salón a media noche, con el cuerpo cosido a puñaladas, lo que demuestra que intentó defenderse de sus agresores. Sus cuatro guardias yacían igualmente en el suelo, exangües. Es evidente que fueron varios los conjurados que llegaron hasta aquí sin llamar la atención, pues sería habitual su presencia en estas estancias, llevaron a cabo su sanguinaria acción, y salieron de igual modo. Si alguien vio algo, no quiere hablar. Sospecho que el alcance de la conspiración debe ser mayor de lo que podemos imaginar, pues, como ya te he dicho, no existe el menor interés por descubrir la verdad. Acaso tengan razón y esa verdad sea tan espantosa que merezca permanecer por siempre oculta.
—¡No hablas en serio! ¿Cabe algo más vil y aterrador que la traición perpetrada al amparo de la noche? ¿Puede quedar impune el asesinato de un rey?
—Mucho me temo que eso es exactamente lo que va a ocurrir, ya que al tratarse de un tirano fratricida sus asesinos son vistos con indulgencia. Esto es lo que hay, mal que nos pese. Yo en tu lugar no daría un paso al frente para exigir otra cosa, ya que no sólo tu vida correría grave peligro, sino que no conseguirías nada. Tanto los antiguos fieles de Fruela como los que rodearon a Vímara se han puesto ya de acuerdo en la persona de Aurelio, quien no despierta los recelos de nadie. Es cierto que tampoco suscita entusiasmos, pues todos le hemos considerado siempre un mediocre, mas ésa parece ser precisamente su mejor baza. Hasta ahora había pasado desapercibido, como corresponde a un príncipe de tan escasa estatura personal como la suya, lo que le ha librado de granjearse enemigos.
»Además —continuó fríamente su exposición Favila—, después de un reinado frenético, muchos ansían un periodo de tranquilidad. Estando así las cosas, el hecho de que la camarilla que rodea a este segundón nunca se haya distinguido por su arrojo juega doblemente a su favor. De ese modo ninguna de las dos facciones enfrentadas por el poder se considera lo suficientemente amenazada como para oponer resistencia, y otro tanto sucede con los señores levantiscos de Gallecia o con los caudillos vascones. Aurelio será el elegido porque de momento todos se sienten cómodos con él y confían en poder manejarle. Está por ver, por supuesto, cuánto durará esta placidez, pero tú sabes bien que la mirada de los hombres rara vez se dirige al horizonte lejano.
Ickila ahogó una protesta en la garganta. En el fondo, el sensato Favila tenía toda la razón y él era consciente de ello, por más que su honra de caballero le empujara a rebelarse. ¿Con qué fin? ¿Con qué posibilidades de éxito? Ninguna. En esa época convulsa, en la que, quien más quien menos, todos aspiraban a conservar su pequeña parcela de poder, influir en la corte en beneficio propio o aprovechar una oportunidad para alzarse con una buena canonjía, el hijo de ese otro Fruela, hermano de Alfonso el Cántabro, que a diferencia de su padre nunca se había caracterizado por su ardor guerrero, era el candidato ideal para una porción considerable de los comités congregados en Cánicas. No era un gran estratega, aunque tampoco un cobarde. Carecía de méritos sobresalientes en el campo de batalla, a cambio de lo cual parecía mostrar una disposición favorable a mantener la paz con los mahometanos. Y todos estaban cansados de guerra. También Ickila, por supuesto, que acababa de pedir a Huma en matrimonio.
—Que así sea pues —zanjó la conversación— ya que la suerte parece echada. Al fin y al cabo, por sus venas corre sangre goda mezclada con la sangre de Pelayo. Si los magnates le elevan hasta el solio real, no será este viejo soldado quien se oponga. Ahora bien, que nadie se llame a engaño. El talante de este Aurelio es ciertamente más conciliador que el del monarca asesinado, lo que puede inducir a algunos a pensar que el trato con él será más fácil. ¡Craso error! La serpiente nunca ataca de frente, como el oso o el jabalí, sino que clava sus colmillos a traición, lo que hace que su mordedura sea mucho más peligrosa. Yo no pienso quedarme a esperarla. Voy a prestar un último servicio al rey a quien juré lealtad, después de lo cual me retiraré al feudo de mi esposa y colgaré para siempre la espada. ¡Qué Dios se apiade de nosotros cuando los caldeos decidan atacarnos de nuevo!
Nadie le había ordenado que acudiera en su auxilio. Ickila era consciente, sin embargo, del grave riesgo que corría la vida de Munia en su palacio de Ovetao, ahora que su esposo y protector había muerto, lo que bastó para que tomara la iniciativa de socorrerla. Sin esperar a la proclamación del nuevo soberano, que nunca le había inspirado simpatía alguna, partió a uña de caballo hacia la villa que él mismo contribuyera a fundar unos años antes en una colina emplazada al sur de la capital, con el propósito de rescatar a la reina viuda y recibir de ella las instrucciones pertinentes respecto de su hijo Alfonso.
Tras varias jornadas agotadoras, en las que apenas se detuvo a descansar, llegó a la residencia de la antigua cautiva casi a la vez que la noticia del regicidio, por lo que encontró a la vascona sumida en una profunda tristeza, aunque entera. No era de esas mujeres que exteriorizan sus emociones con llanto y rechinar de dientes, por más que su pena fuera más auténtica que la de muchas de esas hipócritas plañideras que había visto en la corte.
Él sabía que, con el correr del tiempo, esa joven indomable, que a punto había estado en su día de arrancar un ojo a uno de sus captores, había llegado a amar con pasión a su marido. Sabía del cariño que sentía por ese hombre que, a su vez, se había visto embrujado por ella. Conocía y envidiaba el amor que compartían, construido lentamente a partir de un hecho violento y cimentado después sobre una convivencia percibida como único antídoto contra la soledad que ambos padecían. Era consciente del vínculo de mutua admiración que les unía el uno al otro, seguramente por tratarse de personas muy parecidas, con almas demasiado inquietas como para darse el lujo de encontrar una dicha duradera. Él daba fe de que su dolor no era fingido.
—Señora —se dirigió a ella hincando la rodilla en tierra, en la modesta sala de audiencias donde fue recibido a su llegada—, he venido para ayudaros a huir cuanto antes, pues habéis dejado de estar segura aquí.
—Agradezco tu gesto, Ickila. ¡Qué razón tenía Fruela al confiar ciegamente en ti! Sin embargo, no sé si tengo ganas de emprender esa fuga que me aconsejas. No puedo abandonar a mi hijo Alfonso. No debo rendirme a los enemigos de mi marido sin intentar siquiera luchar. Te confieso que estoy perdida, lo que no significa que tenga miedo —precisó, en un arranque de dignidad muy propio de su carácter vascón.
—Debéis hacerlo, señora. Vengo ahora mismo de Cánicas y puedo aseguraros que no os quedan amigos allí. Los que fueron partidarios del rey, nuestro señor, se han pasado vergonzosamente al bando de Aurelio, donde esperan encontrar acomodo incruento. Acaso halláramos un puñado de nobles dispuestos a defender vuestra causa, que es la del legítimo heredero, mas serían insuficientes para derrotar al sobrino de vuestro difunto esposo, quien probablemente a estas horas ya haya sido coronado. Marchad, os lo ruego, no me obliguéis a asistir impotente a vuestra derrota sangrienta.
—¿Y qué será de mi hijo? ¿Quién le protegerá si yo me voy? No, no puedo hacer lo que me pedís, por más que os agradezca vuestra preocupación por mí.
—Los monjes de Samos cuidarán del niño y le instruirán, estad tranquila. Mientras permanezca entre esos sagrados muros, donde prácticamente ninguno de los hermanos conoce su verdadera identidad, estará a salvo. Nadie en la corte parece acordarse demasiado de él, sumidos como están en sus escaramuzas por el poder. Y en cuanto vos desaparezcáis, Alfonso caerá en un olvido que puede salvarle la vida. Os lo suplico, permitid que os acompañe hasta vuestra tierra de Alaba, donde vos también estaréis segura y podréis preparar un refugio para el príncipe, en caso de que un día llegara a necesitarlo. Es lo que el rey, mi señor, habría querido que hicierais, no tengo la menor duda.
Munia calló durante un interminable lapso de tiempo, como si valorara los pros y los contras de la propuesta que le acababa de hacer ese soldado de pelo rubio del que tenía motivos sobrados para fiarse. Quisiera ella o no aceptar la negra realidad de los hechos, el godo estaba en lo cierto. No había más opción que la fuga o la muerte, a la que arrastraría probablemente a su único vástago. Tenía que decir adiós a Ovetao. Buscar el amparo de sus riscos salvajes. Regresar a la tierra que la había visto nacer para intentar construir un hogar en el que cobijar a Alfonso si es que lograba salir con bien de su actual escondite.
A tal fin, era indispensable mantener toda la operación en el más riguroso de los secretos. De ahí que, cuando finalmente habló, fuera para exigir a Ickila un nuevo juramento de lealtad, que él cumplió sin rechistar, aunque percibiendo la petición como una ofensa innecesaria a su honor.
—Júrame que nunca revelarás a nadie el paradero del legítimo heredero de Fruela ni tampoco el mío.
—Lo juro por Dios, mi señora. Mis labios quedan sellados. Os doy mi palabra de que jamás ha de saber nadie por mi boca nada relacionado con el príncipe o con vos. Puesto que me ordenáis callar, no sólo callo, sino que olvido.
Y así lo hizo.
Se demoraron únicamente el tiempo necesario para empaquetar algunas provisiones y pertrechos que necesitarían durante su viaje a los altos de Orduña, donde la vascona se acogería a la protección de su clan. Ickila la escoltaría hasta que pudiera dejarla en manos amigas, pues, de nuevo, anteponía su deber al deseo de regresar cuanto antes a Coaña, celebrar su boda con Huma y cambiar su vestimenta de guerrero por la de caudillo local de un próspero castro situado en la linde con la Gallecia, junto a la mujer que poblaba sus fantasías.
En Cánicas, entre tanto, Aurelio no había tenido tiempo de disfrutar de su triunfo. Apenas pasados los fastos de la entronización, el reino se había visto sacudido por un flagelo desconocido hasta entonces, que a punto estuvo de socavar sus cimientos todavía frágiles.
No era, en esa ocasión, la bárbara embestida de las tropas sarracenas. Tampoco un levantamiento protagonizado por alguno de los pueblos sometidos en sus confines. No se trataba ni de hambruna ni de peste, viejos jinetes del Apocalipsis heraldos de la peor muerte. No. Fue algo completamente diferente, inconcebible y, como tal, aterrador: una rebelión de siervos, a semejanza de la protagonizada por Espartaco en tiempos anteriores al nacimiento del Salvador, que desató la venganza de sus protagonistas sobre las gentes desprevenidas, con la furia de un temporal.
Habían llegado a Asturias en gran número, si bien poco a poco, con el correr de los años, acompañando a los fugitivos de la invasión mora que se instalaban en suelo cristiano, ya fuera voluntariamente, ya forzados por la política de vaciamiento del valle del Durius puesta en marcha por el rey Alfonso. Procedían de distintos lugares de Hispania, aunque compartían una misma lengua y un mismo destino atroz, toda vez que su suerte, ya de por sí mísera, se había visto agravada con el exilio de sus amos y su realojamiento en esa tierra áspera.
Eran muchos; demasiados tal vez para un entorno en el que la servidumbre resultaba ajena a las costumbres ancestrales, las cuales desconocían cualquier esclavitud que no fuera la reservada a los derrotados en la guerra. Se habían encontrado confinados en un espacio mucho más reducido que el de las antiguas posesiones de sus amos, por lo general dueños de grandes fincas agrícolas aisladas, lo que les había dado la oportunidad de relacionarse entre sí, intercambiar lamentos y, en el caso de los más audaces, urdir planes de revancha. Aurelio era la oportunidad que llevaban tiempo aguardando, pues, a diferencia de Fruela, no parecía tener los redaños necesarios para sofocar una insurrección bien organizada.
De modo que se alzaron en armas. Con las mismas guadañas que empleaban para segar la hierba de los campos, con las tijeras de esquilar ovejas, las hoces de podar huertos o los cuchillos utilizados en las cocinas domésticas, dieron muerte a sus señores de forma brutal. Forzaron a las damas a las que habían servido dócilmente hasta ese día. Quemaron sus cadáveres en el altar de un odio antiguo. Incendiaron las mansiones de los amos tras saquear su interior, y luego huyeron, junto a sus hijos y sus compañeras, de las presuras, monasterios, urbes, aldeas y castros en los que habían sido escarnecidos; de cualquier lugar en el que hubieran permanecido encerrados, compartiendo destino y labor con las bestias de tiro.
Formaron grandes partidas que se desplazaban sin rumbo fijo de un sitio a otro, sembrando el terror a su paso. Llegaron a adueñarse de algunos pueblos en los que impusieron su ley, para espanto de unos lugareños impotentes ante la magnitud de la revuelta. Destruyeron granjas, asesinaron a cuantos intentaron interponerse en su camino y, a lo largo de un tiempo que a muchos se les hizo eterno, dieron curso a una venganza cobrada con furia insaciable por cada afrenta recibida, siendo éstas incontables.
Mientras el nuevo rey trataba en vano de someter a los alzados, persiguiéndoles campo a través en compañía de una parte de su ejército, Cánicas quedó parcialmente desguarnecida y sufrió las consecuencias de tamaña imprudencia. Los más afortunados, atrincherados en sus residencias similares a fortalezas, se libraron de la cólera de los esclavos, pero otros, como Badona, no tuvieron tanta suerte.
En ausencia de Ickila se encontraban con ella su vieja aya, Marcia, quien apenas podía ya moverse y estaba además completamente ciega; el caballerizo, Paulo, encargado de las faenas pesadas; y la buena de Arausa, ya entrada en años, pero que aún se las arreglaba para cocinar y mantener la casa en orden, con la ayuda ocasional de alguna chica más joven. Su existencia era tranquila, toda vez que la señora apenas recibía visitas, y nada permitía sospechar que la violencia desatada por los siervos rebelados fuera a alcanzarles a ellos. Todos habían olvidado hacía mucho el incidente provocado por Paulo con el robo de una fíbula. Todos, menos él, que aún lucía en la espalda las cicatrices de la paliza recibida como castigo a una conducta que le habían imputado falsamente.
No había sido el ama quien le había azotado, pero eso a él le daba lo mismo. Era ella quien estaba allí al alcance de su mano, y ella pagaría por el daño que le había sido infligido de manera tan brutal como inmerecida, puesto que él siempre negó ser el autor de aquel robo, perpetrado por su compañero Lucio, vendido poco después del episodio a una familia conocida. Ella saciaría la sed de revancha que padecía él desde entonces. Y cuando Ickila se enterara del modo en que había hallado la muerte su madre, sabría lo que es sufrir, como lo sabía él desde que tenía conciencia.
La oportunidad que se le presentaba era única. Aunque la ciudad se mantenía bajo el control de la autoridad real, todo el mundo estaba al tanto de que los insurrectos no estaban lejos, lo que le permitiría unirse a ellos con comodidad si hacía bien las cosas. Sólo tenía que preparar meticulosamente su plan de acción.
En plena noche, mientras Cánicas dormía, se acercó con sigilo hasta la habitación de Badona armado de una navaja. El instinto, que no el ruido, despertó a la señora, quien gritó asustada al ver al caballerizo junto a su cama. Marcia, que descansaba en un jergón a su lado, hizo lo mismo, sin poder ver ni comprender lo que sucedía. Y sus voces fueron el resorte que desencadenó la tragedia.
Nervioso, aterrado por las consecuencias de su atrevimiento, temeroso de ser descubierto y capturado, Paulo degolló con precisión de matarife a la anciana sierva, que era la que estaba más cerca de él. Su gesto hizo enmudecer a la dama, incapaz de dar crédito a lo que acababa de contemplar. Para ella Paulo era algo tan familiar como los muebles que la rodeaban. Un objeto de su propiedad, incapaz de causar daño. ¿Cómo, en nombre del cielo, podía haber enloquecido hasta el extremo de actuar de ese modo? Estaba a punto de reprenderle casi como se reprende a un niño, convencida de que una palabra suya bastaría para apaciguarle, cuando sintió el filo del acero desgarrarle la garganta.
Murió de forma instantánea, con una expresión de incredulidad en los ojos. No llegó a experimentar pánico, pues para ello habría tenido que adivinar las intenciones asesinas de su siervo, cosa que le resultaba inconcebible. Había oído, como todos, las historias estremecedoras que circulaban de boca en boca sobre los crímenes protagonizados por la horda de esclavos huidos, aunque nunca se había sentido aludida por esos relatos. Una cosa eran los siervos agrarios, no muy alejados a su modo de ver de los animales, y otra muy distinta, su fámulo. ¿Cómo iba a temer ella algo malo de ese muchacho a quien había alimentado desde que era un niño? Murió sin esperárselo, sin sospecharlo siquiera, de un único corte fulminante que la liberó de su soledad.
Ickila no llegó a tiempo de dar sepultura cristiana a la mujer que le había hecho de madre. Cuando regresó a su hogar, después de un viaje endemoniado a través de un país azotado por la violencia, se lo encontró vacío. Antes de huir, Paulo se había apropiado de todos los objetos de valor que poseían, incluidas las joyas de familia, sin dejarle siquiera una sortija, un prendedor o un colgante que regalar a su prometida. Pero en ese momento amargo su preocupación era otra: ¿cómo habrían sido los últimos instantes de Badona? ¿A qué clase de vejaciones la habría sometido ese perro antes de acabar con ella?
Maldijo una y mil veces el nombre de su esclavo, prometiéndose despellejarle lentamente con sus propias manos si lograba cogerle vivo. No se le ocurrió pensar que aquel asunto del broche robado hubiese tenido influencia alguna en el proceder de ese criado traidor, cuya conducta atribuyó exclusivamente a la abyección intrínseca propia de su condición servil. Eso era lo que cabía esperar de ellos. Tal era su naturaleza vil, necesitada de la tutela implacable de los amos, y la razón de que fuera indispensable combatir sin piedad a los que habían osado desafiar el orden establecido. Por eso no eran de fiar príncipes como Mauregato, a quien consideraba instigador o cuando menos cómplice necesario en el asesinato del rey Fruela, engendrados por un soberano en el vientre de una sierva.
El Ickila iracundo, feroz, ayuno de misericordia, imprevisible, cruel, vehemente y brutal volvía a adueñarse de su persona, transformada por el asesinato de su madre en un océano de odio. Un ser primario, que se defendía del sufrimiento transformándolo en rabia, para quien no había más consuelo que la seguridad de tomarse de algún modo la revancha.
No albergaba duda alguna sobre cuál sería el desenlace de la revuelta y esperaba vivamente poder participar en él. Más pronto que tarde —estaba persuadido de ello—, acabaría con todos los cabecillas colgando de un bosque de horcas, mientras el resto de los siervos levantiscos serían reducidos de nuevo a la autoridad de sus señores, después de recibir el correspondiente castigo en forma de latigazos. Así habría de ser y así sería, pues la ley se cumpliría de manera inexorable. Esa certeza, sin embargo, no lograba disminuir un ápice su dolor, agravado por la sensación de culpa que le invadía al pensar que, de haber estado él allí, nada de lo sucedido habría llegado a producirse.
Arausa le tranquilizó, asegurándole que el rostro de su difunta madre no denotaba angustia alguna y que su honra no había sido mancillada. Le contó los pormenores de su funeral, celebrado por uno de los discípulos de Adriano, y le condujo hasta el cementerio donde sus restos descansaban en una tumba sin lápida. Allí aguardaría el día de la resurrección de los muertos, en el que despertaría a la eternidad con el semblante radiante de sus veinte años.
Ickila no se sentía ya tan cercano a ese dios al que siempre había servido sin escatimar esfuerzos. Estaba enojado con él. Profundamente decepcionado. Deseoso de pedirle cuentas aun a costa de acabar porfiando, como le sucedía a menudo siendo adolescente, al juzgar la conducta de Liuva. ¿Por qué le pagaba el Padre de ese modo su incansable batallar en las huestes cristianas? ¿Qué más tenía que hacer para purgar un pecado que parecía recaer una y otra vez sobre las espaldas de sus seres queridos? ¿Cuándo encontraría al fin la paz junto a los suyos?
Ese pensamiento trajo consigo otro, que le llenó de espanto. De pronto se acordó de Huma, a la que había apartado momentáneamente de su corazón abrumado por la pena, y la posibilidad de que también a ella le hubiera sucedido algo malo le heló la sangre. ¿Sería ésa la razón de que llevara varios días sin encontrarla en sus sueños? ¿Habría alcanzado Coaña la furia de los alzados, llevándose consigo a esa mujer que constituía su última esperanza de hallar la felicidad en esta vida?
Olvidando sus deseos de venganza y su ira justiciera, partió ese mismo día hacia el castro, rezando en silencio porque su prometida estuviera a salvo. Temeroso de que sus reproches quedos hubieran ofendido al Señor, le pidió perdón con humildad, pues había comprobado muchas veces hasta qué punto puede ser dura la penitencia que nos impone. Sentía en ese momento mucho más miedo que amor y no quería provocar Su ira. Imploró misericordia, suplicó, prometió…
Si Huma estaba bien, si estaba a salvo, si todo seguía igual, si aún le amaba…