XI
Duelo de titanes
COAÑA, era de 789.
Huma estuvo a punto de cruzar el umbral. Se asomó a los barrancos desdibujados que pueblan sus confines. Escuchó los ecos de criaturas sin rostro que la llamaban por su nombre, susurrando vagas promesas de olvido. Permaneció durante algún tiempo más próxima a ese mundo que a éste.
En la oscuridad de una noche infinitamente más negra que la que la había visto nacer, elaboró una receta milenaria mezclando veneno de tejo, agua de lluvia sagrada, hierbabuena de San Juan y unas gotas de miel pura. Con la mente invadida por un dolor similar al causado por el hielo cuando se agarra a los dedos y corta la respiración, se acicaló para el viaje: ungió su rostro con aceite perfumado, vistió la túnica que guardaba para las grandes ocasiones, se calzó unas abarcas sin estrenar y dedicó un rato largo a peinar esa melena que tanto le gustaba acariciar a Noreno.
Deseaba estar resplandeciente para él. Quería que la viera hermosa como un lirio en su reencuentro. Sin hacer ruido, salió en dirección a la parte alta del castro, donde pensaba reunirse con su hombre en el mismo lugar en el que tantas veces se habían amado en secreto, lejos de Aravo y de sus amenazas, al abrigo de las piedras que bendecían sus besos.
El cielo derramaba un llanto sordo. Los perros, heraldos de la muerte que aúllan su presencia al viento siempre que ella anda cerca, producían un concierto de ladridos lastimeros. Su estruendo era tal que habría delatado a la muchacha y tal vez frustrado sus planes, en caso de que alguno de los habitantes de Coaña, aparte de ella misma, hubiera sabido descifrar su lenguaje. Mas ella era la única capaz de hacerlo —se dijo Huma con cierta ironía desgarrada, mientras avanzaba a tientas entre callejones sombríos—. La última de un pueblo condenado a morir —recordó de improviso.
Como si un cuchillo hubiera rasgado el velo de tinieblas que envolvía su corazón, la muchacha se detuvo en seco. Ese recuerdo fortuito le hizo rememorar de golpe fragmentos enteros de la profecía que en su día le había revelado su madre, y se vio a sí misma transportada a un paraje remoto por esa voz de timbre familiar, cuya resonancia era tan real que habría podido jurar, sin mentir, oír a Naya susurrarle al oído las palabras secretas, acunando con ellas su agonía.
Sus sentidos entraron a partir de entonces en una suerte de trance, parecido a una ensoñación aunque infinitamente más intenso, que la llevó a emigrar de su cuerpo para volar a un plano distinto de aquél en el que se mueven los simples mortales, encadenados a un sinfín de limitaciones. Alguien tiraba de ella con fuerza. La Hija del Río estaba allí, a su lado, repitiendo cual letanía el augurio del tempestiario:
… No temas a la noche ni a la oscuridad, pues hay un mañana que alumbra ya y la luz no llega sino tras las sombras. El sueño precede al despertar. La vida se perpetúa transformándose y la propia Daganto, la Madre, te ha escogido como morada… Por dos veces llamarás a la muerte, buscarás su abrazo helado y ella te ignorará, pero cuando venga sabrás que acude y estarás preparada.
«¿De verdad habrá un mañana? —clamaba en su interior una parte de su ser—. ¿Es posible, es concebible el renacer de una esperanza en medio de este vacío?».
Luego esa otra Huma que habitaba en ella, o quién sabe si el espíritu de Naya, argumentaba:
«La muerte te buscó una vez, envuelta en olas, de las que un muchacho audaz supo salvarte. Seguramente fue entonces cuando una sirena solitaria se enamoró de él y empezó a tejer la red con la cual atraparle. Aquella mañana gris, mientras Noreno desafiaba a la mar que te arrastraba hacia el fondo, ella le vio, sintió celos de su amor por ti y urdió su trampa. Comenzó a atraerle con su canto zalamero en ese mismo instante, hasta emponzoñarle la razón con sus promesas de gloria. Se metió en sus pensamientos. Le empujó hacia sus dominios con ardides de ramera. Te lo robó sin remedio. Él está ahora allí, con ella, en la quietud de las aguas mansas tanto como en las tormentas. Acéptalo. No contemples el rostro de la muerte antes de tiempo. No le implores que acuda ni le supliques que te abrace. No busques refugio en su seno, sabiendo que no ha llegado tu hora. ¿Has olvidado lo que dijo el viejo asceta? Estaba escrito en las cenizas de la hoguera. Por más que la invoques a gritos, tampoco hoy responderá la muerte a tu llamada. Cuando venga, a su debido tiempo, sabrás que acude y estarás preparada».
¿Qué puede hacer un horóscopo frente a la determinación de un alma rota? Nada. ¿Qué valor tienen las palabras de un loco como el que ella había visto a la entrada de la gruta escondida, cuando la vida te ha golpeado con más violencia de la que puedes soportar? Ninguno. En cuanto se recuperó de la impresión producida por la intensidad de la emoción que acababa de experimentar, Huma, La Que Mana, retomó su camino hacia la ciudadela vieja, decidida a llevar a término lo que se había propuesto.
El brebaje que se disponía a ingerir seguía intacto dentro del ungüentario que sujetaba con fuerza. La aldea continuaba durmiendo. Nadie la molestaría mientras la poción hiciera su trabajo lento en el interior de sus entrañas, paralizando uno a uno todos los órganos. Incluso si no podía evitar gritar con los últimos estertores, nadie llegaría a tiempo para salvarla. Acudiría a su cita con Noreno, dijera lo que dijera un sacerdote alucinado por el consumo excesivo de ciertas hierbas.
De tu vientre nace un río caudaloso…
Más que formar en su mente una idea, la vio. La imagen de ese río caudaloso tomó cuerpo súbitamente en su cabeza, en contra de su voluntad, como si de nuevo un poder ajeno a ella se hubiese adueñado de su persona. La profecía la asaltaba una vez más con furia, hasta el punto de detener sus pasos. Y junto al río, o más bien por encima de él, Huma vio al águila que la visitaba en los últimos años de su niñez, atormentando sus sueños. Contempló con nitidez cómo una loba solitaria paría a un único cachorro a las puertas de su casa, en Coaña, mientras ella asistía al alumbramiento, aunque al mismo tiempo habitaba en la loba y era su vientre el que se derramaba en ese parto. Lo supo sin sombra de duda, al igual que lo sabía cuando narró esa extraña visión a su madre, quien no supo darle explicación alguna. Sintió la mirada fija de los ojos amarillos de la bestia, mientras acariciaba su pelaje sedoso. Cuando finalmente consiguió ver a la criatura recién parida, hija suya y de la loba, descubrió que era un águila enorme cuyas garras destrozaban a un tiempo sus entrañas y las de la fiera. Pero no experimentó dolor, como tampoco lo hizo el animal. Éste siguió tumbado en su regazo, lamiéndose las heridas, mientras el águila volaba cada vez más alto, recorría todo el paisaje que abarcaba la vista y se perdía más allá de las montañas, hacia el sur, superando las más altas cumbres…
Todo eso vio Huma en un instante, y en ese instante comprendió.
De tu vientre nace un río caudaloso, crece, se bifurca y alimenta innumerables arroyos, para verter luego sus aguas en el gran océano, donde alcanzan la catarata y se adentran en ella, pero no desaparecen. Por eso tu nombre ha de ser Huma, que significa «la que mana».
No podía ceder a su deseo de dormir un sueño eterno. El espíritu de Naya le enviaba una señal que había tardado en comprender, pese a que fuera tan clara como el amanecer de un día de verano: Noreno había dejado en ella su simiente, cual regalo postrero destinado a perpetuar su estirpe. En el transcurso de ese encuentro en el que por fin se habían amado sin reservas ni fronteras, explorando cada rincón de sus cuerpos hambrientos, conquistando hasta el último baluarte de una intimidad compartida a partir de esa hora bendita, ella había recibido su flujo vital y engendrado con él a una criatura que seguramente crecía ya en su vientre. Ése era el significado de la extraña aparición que la mantenía clavada en el sitio, incapaz de seguir caminando.
Respondiendo a un reflejo inconsciente, se llevó las manos a ese lugar que acababa de evocar, a fin de acariciar al niño que en su imaginación empezaba a cobrar forma definida, anhelos propios, rasgos similares a los de su amante, perdido para siempre en el océano al que su hijo habría de regresar un día, tal como le anunciara el Anciano. Y en esa promesa de continuidad encontró el consuelo que necesitaba para recobrar la confianza en un mañana que mereciese la pena conocer. Se aferró a ella con toda la fuerza de su voluntad, susceptible de medirse con los mismísimos dioses. Hizo voto solemne de resistir, fueran cuales fuesen las pruebas a las que la sometiese el destino, que parecía encontrar un placer perverso en cebarse con ella, como si su natural fortaleza le brindase la contrincante perfecta para un duelo una y mil veces repetido.
Huma había salido airosa del trance más difícil de su vida. Destapando el pomo que aún llevaba fuertemente asido, vertió en el suelo hasta la última gota de ponzoña, no fuera a flaquearle el ánimo en el último momento. Después tomó el camino de regreso a casa, con las huellas de la batalla que acababa de librar marcadas para siempre en el rostro.
La noticia de la desaparición del vaquero corrió como el fuego por un campo de rastrojos. Algunos familiares de Zoela hablaron de su barca escondida, un pescador dijo haberle visto alejarse en pos de un banco de ballenas, e inevitablemente se desataron las lenguas, llenando de fantasía exaltada el relato de su trágica aventura. Aravo fue de los primeros en enterarse, avisado por uno de sus informadores habituales. Inmediatamente le invadió una satisfacción tan honda como su sensación de triunfo, ya que lo primero que pensó fue que de ese modo, al fin, su hija le obedecería accediendo a concertar un matrimonio ventajoso para todos. Mas el instinto de perro viejo le llevó a actuar con cautela. Fingiendo un pesar que estaba lejos de sentir, se acercó a Huma esa misma tarde con impostada ternura:
—Ya me he enterado de que Noreno se ha perdido en la mar, persiguiendo a un monstruo. ¿Quién le mandaría a ese chico embarcarse en semejante locura? Sabes que no le apreciaba demasiado, pero lo siento… En fin, no te angusties, que hay más de un hombre esperando por ti ahí fuera, con muchos más méritos que él para convertirse en tu esposo. Un clavo saca a otro clavo. Verás cómo no tardas en olvidarle.
—En cuanto las aguas devuelvan su cuerpo —contestó Huma con una mirada glacial de la que había desaparecido el último vestigio de infancia—, celebraremos los funerales debidos a un gran guerrero. Nadie nunca antes se había enfrenado a un gigante de las profundidades marinas, como hizo él, y aunque sólo sea por eso, merece honores de héroe. Estoy segura de que su muerte fue digna del hombre valiente que siempre demostró ser. Coaña le debe al menos ese tributo postrero.
Sorprendido por la firmeza del tono de su hija, en el que no había miedo, ni afán de retar, ni mucho menos duda, sino la autoridad que emana de quien manda por derecho propio, Aravo concedió:
—Sea pues. Se hará como deseas. Celebraremos sacrificios en su memoria, correrá la sidra del lagar y sus restos descansarán junto a los de tu madre, bajo las piedras de los ancestros que guardan los acantilados. Cuando haya concluido tu luto, volveremos a hablar de tu boda.
—No lo haremos —replicó ella—. Te dije hace tiempo que me casaría con Noreno o renunciaría a casarme, y su muerte no cambia nada. Puedes disponer las cosas de manera que Pintaio te suceda en la jefatura del castro. Yo me ocuparé de buscarle esposa, tal como establece la tradición. En cuanto a mí, seguiré procurando aliviar el sufrimiento de quienes acudan a esta casa en busca de remedio para sus males. El poder no me interesa. Tu poder no me interesa. Haz con él lo que te plazca.
—La ira y el dolor son malos consejeros —insistió Aravo armándose de paciencia, consciente de que la mano de Huma se cotizaba mucho más entre los caudillos locales que la de su hijo, quien, por añadidura, se encontraba lejos del castro, guerreando junto al príncipe Alfonso en tierras del otro lado de la cordillera, sin intención aparente de regresar para aprender de sus mayores el arte de gobernar—. No tomes ahora una decisión de la que puedas arrepentirte mañana. Deja que sanen las heridas. Sabes tan bien como yo que Pintaio es demasiado joven y no tiene tu inteligencia.
»Piensa en tu madre —disparó su dardo después de una breve pausa, sabedor del efecto que esa mención perfectamente medida produciría en la chica—. ¿Habría querido ella que renunciaras a la herencia que te dejó? ¿Se alegraría de verte abandonar la lucha? ¿Estaría orgullosa de ti sabiendo que un simple mal de amores te apartaba de tu obligación como descendiente de su antigua estirpe?
Aquello era demasiado incluso para Huma. Esgrimir como argumento a Naya, que se había dejado jirones de piel en defensa de sus derechos, enfrentándose sin temor a la furia de su padre, era una bajeza muy propia de él. Ni en vida de su mujer ni después de su muerte le había importado lo más mínimo lo que ella pudiera sentir, pensar o querer, como nada le importaba lo que sintiera, pensara o quisiera su hija. Huma era consciente de ello. Mas en su caso la voluntad y los sueños de Naya sí eran un motivo de peso para la reflexión. Un acicate susceptible de contrarrestar sus propios impulsos y obligarla a anteponer la obligación al deseo. En todo caso, no era el momento de tomar esa decisión. Cuando naciera su pequeño, al cabo de unas nueve lunas, ya buscaría las respuestas que ahora se le escapaban.
Sin molestarse por tanto en responder a esa última trampa de su padre, se marchó de casa para vagar por el bosque, carente de rumbo, dejando que su mente se fundiera con el verde de los helechos y el perfume de la tierra húmeda.
La mar nunca devolvió a Noreno. Debió de quedarse entre las algas que danzan al ritmo de las mareas, atrapado por los brazos de esa enamorada celosa, mitad mujer mitad pez, que le entretendría con los secretos de su universo silencioso. Transcurrida prácticamente una estación desde que él emprendiera su fatal travesía, cansada de esperar en vano, Huma celebró su banquete a solas, obligándose a engullir los manjares que han de ofrecerse al vencedor de un gran combate singular. Y en la despedida dijo adiós también, con llanto quedo, a sus sueños de maternidad inminente.
El flujo menstrual había llegado a su debido tiempo, como siempre hacía, barriendo a su paso las últimas defensas levantadas por su espíritu con el fin de contener la tentación de rendirse. Claro que, para entonces, esa tentación ya estaba en franco retroceso. Pese a ello, el mañana se presentaba idéntico en todo al ayer. Del mismo gris sin matices. Una hora tardaba tanto en pasar como un día, un mes o un ciclo entero. La cosecha se plantaba y recogía en un único lapso de tiempo detenido. Su alma estaba en barbecho, yerma, o tal vez difunta. Su ser había dejado de fluir. Huma no era ya La Que Mana. Era agua estancada, turbia, donde la vida se va ahogando en su propia amargura hasta desaparecer.
¿Qué dolía más, la pérdida de su amante o la de la fe sin fisuras que guiaba su quehacer desde que tenía recuerdos? No habría sabido decirlo. Destruida la confianza que depositaba en esa profecía que, se suponía, había de forjar su destino, no le quedaba prácticamente nada a lo que agarrarse. El viejo mago que le había dado un nombre no debía ser más que un fantoche. Sus augurios, los desvaríos de una mente nublada por la demencia. ¿Serían embustes también todas las enseñanzas de Naya sobre la Luna, los dioses y el culto antiguo?
No, no podían serlo. Ella percibía la presencia de la Madre en todos los seres vivos: las rocas, el musgo, los pájaros. La notaba en su interior, alumbrando el don que le permitía ver y escuchar prodigios vedados a los demás mortales. ¿Sería todo ello producto de un engaño de los sentidos? Nadie a su alrededor estaba ya en condiciones de contestar a esa pregunta. A medida que transcurrían los años, el sentimiento de orfandad se hacía más lacerante, llenando sus días de tristeza y sus noches de pesadillas.
Cuando se había marchado Naya, siendo ella casi una niña, había sufrido un vacío similar, que Noreno lograba llenar, sin embargo, con su risa, su alegría, su energía desbordante y su amor. Ese amor a prueba de prudencia, capaz de superar cualquier obstáculo. En aquel tiempo dichoso, Pintaio era su aliado, su cómplice, su compañero, su acompañante. Un hermano con el que contar para lo bueno y lo malo, fueran cuales fueran las circunstancias.
De aquellos días dorados, le repetía ahora machaconamente la desesperanza, no quedaba absolutamente nada. Ni Pintaio, que desde su partida no daba señales de vida, ni Noreno, perdido para siempre en la mar. Ni rastro del amor en el que ella se había sentido abrigada. Ese amor incondicional, tan raro como precioso, que nos hace valientes sin esfuerzo al llenarnos el corazón de audacia. Ese amor mullido, cálido, seguro. Ese amor sin el que no hay inocencia posible, ni certidumbre, ni paz. Ese amor en cuya ausencia nos sabemos y sentimos huérfanos.
«Ama sin reservas ni medida si quieres llevarme siempre contigo», le había dicho su madre poco antes de dejarla sola. ¿A quién? ¿Dónde estaba el depositario de ese amor que Naya le había ordenado mantener ardiendo, una vez muerto Noreno y huido Pintaio? El amor escapaba de ella como si fuera víctima de una maldición sombría. El amor se le escabullía entre las manos apenas empezaba a dibujar su esbozo. Ella era hija, hermana y esposa de la soledad. La soledad era y sería siempre, estaba persuadida de ello, su única compañía.
Incapaz de afrontar un dolor más intenso que cualquiera de los conocidos se refugió en las plantas. Las conocía bien. Eran sus aliadas. Recurría a la valeriana, la amapola o algo más fuerte en grandes dosis, cada vez que necesitaba dormir un sueño similar a la muerte para huir de su tortura. Quemaba ciertos hongos secados y triturados con el fin de aspirar sus efluvios, siempre que la añoranza le llevaba a buscar en el recuerdo lo que le había sido robado. Esos trances, que prolongaba sin medida arriesgándose a no despertar, la llevaban a vagar por ese mundo mágico que tanto la asustaba de pequeña, cuando su don la introducía en él sin necesidad de llaves ni de pócimas. Mas a diferencia de lo que sucedía entonces, sus encuentros no eran con criaturas luminosas, juguetonas y aureoladas de colores, sino con seres deformes cuya visión resultaba aterradora.
Cuanto más se empeñaba en abrir las puertas prohibidas invocando al espíritu de Noreno o al de Naya, más absoluto era el vacío que poblaba sus ensoñaciones febriles. Estepas heladas. Planicies sacudidas por vendavales furiosos, en las que nada habita ni puede habitar, si no es la desesperación. Covachas dispersas aquí y allá, de cuyas bocas asomaban ojos de fuego y garras encadenadas. Pero ni rastro de su amante o de su madre. Ellos no podían encontrarse en aquel lugar siniestro. Su morada era necesariamente soleada e inaccesible para Huma en tal estado de tristeza. Ella, sin embargo, seguía empecinada en dar con ellos equivocando el camino. De ese modo iba convirtiéndose en fango, incapaz de reflejar nada.
Donde quiera que esté un alma atormentada, los poderes oscuros que desean alimentarse de su desgracia también están ahí, igual que los seres resplandecientes acompañan a la inocencia y los hijos del crepúsculo revolotean de aquí para allá entre la multitud de vagabundos que pueblan ese territorio intermedio. Quien, como era el caso de la muchacha, posee por nacimiento la facultad de penetrar en su morada oculta, puede ver con claridad a quienes una vez fueron hombres o mujeres, a quienes todavía lo son, aunque estén lejos, e incluso a quienes nunca vivieron en la tierra y se mueven lentamente con una malicia más sutil. Huma lo sabía, y se empeñaba en prolongar sin medida esa peregrinación absurda a través de lo sombrío, a pesar de intuir que, con la melancolía como única guía, no sería capaz de llegar a buen puerto.
Las fuerzas del mal, cuya fealdad adopta formas de horror infinito, se agarran a nosotros como los murciélagos a las ramas de un viejo árbol. Sólo necesitan que les demos la ocasión de hacerlo. Las criaturas luminosas son mucho más esquivas. Nos pasamos la vida intentando encontrar su hermosura en este mundo, movidos por un anhelo de belleza imposible de colmar, mas únicamente en contadas ocasiones, cuando los dioses nos miran con ternura, llegamos a percibir sus perfiles. ¿Querría la Madre algún día volver a mirarla de ese modo? ¿Se habría olvidado de Huma?
No. La Madre seguía ahí, velando por su criatura.
Y así, puesto que todo tiene un fin, tanto lo malo como lo peor, las heridas de su alma empezaron a cicatrizar. En parte fue debido a la acción del tiempo, cuyo fluir silencioso actúa como un suave bálsamo, y en parte a la imagen recurrente del augur de la cueva sagrada.
Mientras cebaba su pipa con una cantidad creciente de polvo generador de visiones, obcecada en la idea de acceder a lo prohibido, se le aparecía el mago tal como lo había visto la última vez que acudió a él: con la mirada extraviada, la cabellera enredada en una maraña inmunda recorrida por los piojos y el cuerpo escuálido envuelto en violentos espasmos. Lo recordaba rodeado de excrementos, babeante, transformado en una siniestra caricatura de sí mismo.
Sabía de sobra que su deplorable estado obedecía no sólo al hecho de haber perdido el favor de los dioses, sino también al consumo continuo de ciertas drogas, cuya potencia es tal que acaba cegando a aquéllos que las usan sin medida. Ella había sido instruida con celo por su madre, quien le enseñó los efectos que cabía esperar de cada hierba, advirtiéndole sobre los riesgos que se esconden en algunas de las más atractivas. Era consciente por tanto de estar bordeando el abismo con su desesperada búsqueda, lo que en un momento dado, sin un motivo aparente, hizo que abriera los ojos.
Llevaba varios años sometiendo a su cuerpo menudo a un régimen capaz de matar a un hombre. Si continuaba deslizándose por esa pendiente, no tardaría en reunirse con el viejo servidor de Lug, dondequiera que su deriva atroz le hubiera conducido, pues nadie daba razón de él desde hacía una eternidad. Y no era eso lo que deseaba. Perder el control de sí misma, adentrarse en la bruma perenne que anula el poder de la mente mientras nubla los sentidos, le parecía un destino más aterrador aún que afrontar la vida sin Noreno. Fuera lo que fuese ese designio singular que la Diosa había dispuesto para ella, por más que hasta la fecha su marca fuese el dolor, quería ser dueña de sus facultades a fin de apurar hasta el fondo la copa que se le sirviera. Nada sería peor que convertirse en un guiñapo zarandeado por el azar. De modo que un día cualquiera, en lugar de inhalar el humo familiar de la evasión hacia ninguna parte, optó por empuñar de nuevo las riendas de su existencia.
Rescatada de las garras de la locura por su férrea voluntad, ese legado de Naya que impregnaba todo su ser como la marea impregna la arena de la orilla, Huma se detuvo en su huida mortal sin rumbo y volvió poco a poco a su ser. Preparaba pócimas como siempre había hecho, recogía plantas en el campo y atendía a los enfermos que acudían a ella, sin descuidar la salud de los animales domésticos.
Solía deambular días enteros por el bosque, alimentándose apenas, aunque siempre regresaba de esos vagabundeos tan entera como al partir, con una abundante provisión de materia prima destinada a sus mezclas: verbena para los hechizos de amor, ruda contra las pulgas, caracoles cuya carne triturada devuelve la suavidad a la piel agrietada o quemada, artemisa, lavanda y milenrama, compuestos de una pomada infalible contra los abscesos. Agrimonia y roble, que preparados en infusión combaten los peores cólicos. Laurel como remedio universal. Y serpientes. Culebras, la mayoría de las veces, pero también víboras, si es que alguna se ponía a su alcance.
Todo el cuerpo de ese animal atesora un gran poder. Su piel, mezclada con ciertas resinas, proporciona alivio contra el dolor de cabeza cuando se pone en contacto con la zona afectada. Su grasa, cocida junto a algunos aceites esenciales, produce un ungüento eficaz en el empeño de aplacar el dolor de huesos que trae la edad. Y su esqueleto, hervido hasta hacer un caldo espeso, es de gran ayuda para las personas tullidas. Huma conocía a la perfección todos los secretos de esos preparados, algunos aprendidos de su madre y otros de creación propia. Los elaboraba con paciencia, dejando que los principios activos de cada ingrediente fuesen diluyéndose en su almirez o su olla, a la vez que recitaba fórmulas mágicas en la lengua antigua. Había superado con creces el talento sanador de Naya.
El ganado era igualmente merecedor de sus atenciones. Su reputación como curandera de personas y de bestias había ido creciendo a medida que se involucraba más y más en la tarea, lo que entrañaba una gran responsabilidad a la hora de actuar. Una vaca con las ubres llagadas, imposible de ordeñar, era señal inequívoca de mal de ojo, además de una desgracia equiparable para sus dueños a la desdicha de tener un hijo enfermo. Un buey renuente a caminar tirando del arado ponía en peligro la cosecha, lo que condenaba a pasar hambre a toda la familia de su propietario.
Cuando sobrevenía uno de estos flagelos, Huma hallaba la forma de resolverlo sin tardanza. Se presentaba en casa de los vecinos necesitados de ayuda y observaba con mirada experta al animal en apuros, para regresar al cabo de un rato provista de lo necesario a fin de curarlo: un ramo de laurel con el que esparcía por el cuerpo de su paciente agua de la fuente sagrada, y trataba sus ubres con alguna clase de unte. Un colmillo de lobo que pasaba por las patas del castrón perezoso, mientras le daba de comer la flor amarilla de la «yerba de la envidia» reducida a polvo. Y por supuesto siempre su «huevo mágico».
Ese amuleto especial, que portaba prendido del cuello dentro de un saquito de cuero, era el más poderoso de cuantos poseyera jamás Naya. Producido entre los anillos de siete serpientes y fraguado con el veneno de siete machos, el mero roce de su textura áspera era capaz de curar no sólo las mordeduras de estas criaturas, incluida la víbora, sino un amplio elenco de males. En apariencia no se trataba más que de una piedra de color gris claro, tamaño mediano y forma extraña, como si las colas de tres langostas se hubiesen alineado muy juntas para formar un único bloque. Mas con ese prodigio de energía entre sus manos no había enfermedad, herida, malestar o aojamiento que pudiera resistírsele.
A pesar del escepticismo nacido de su desengaño con la profecía, Huma mantenía también como podía el sagrado culto a la Madre, temiendo a las fuentes, dando su pan al fuego, encendiendo velas los días de fiesta grande en los cruces de caminos, e incluso convocando, mientras fue posible hacerlo, los ritos de fertilidad que agradecen la cosecha y reciben en la comunidad de adultas a las niñas convertidas en mujeres.
Llegó a presidir unas cuantas celebraciones secretas, con un número de acolitas cada vez más reducido, buscando emplazamientos recónditos en el empeño imprescindible de burlar al número creciente de espías dispuestos a denunciar esas prácticas. Mezcló el brebaje gracias al cual la alegría reinaría durante una noche despojada de vergüenzas. Emuló lo mejor que supo la actuación de su madre como maestra de ceremonias. Danzó, bebió el néctar liberador que ella misma preparó, lució sus mejores joyas, rió, gozó de esas horas carentes de normas, invocó a la Diosa, adoró al gran falo…
Todo eso hizo, y mucho más, antes de que llegara el sacerdote.
Era un hombre rudo de mediana edad, mal afeitado y peor tonsurado, que apareció por Coaña un día de verano del año 793. Otros habían pasado por el castro antes que él, aunque siguieron su camino al percatarse de la fría acogida que se les brindaba. Fedegario, que así se llamaba el recién llegado, optó en cambio por permanecer, se instaló en una de las chozas varías de la parte baja, cercana a los corrales, cuyo tejado arregló con ayuda de los pocos cristianos que vivían en la aldea, y empezó a predicar la palabra de Jesús.
Lo hacía esgrimiendo a tal fin un libro, el primero que veían tanto Huma como la mayoría de sus vecinos, en cuyo interior, aseguraba él, se hallaba la llave para acceder a la vida eterna, venciendo a la muerte que llega tras los padecimientos de este mundo, tránsito inexorable hacia aquélla.
La llave en cuestión no se veía por ninguna parte, ya que el objeto que manejaba el predicador no contenía más que láminas y más láminas de cuero fino, decorado con símbolos incomprensibles dibujados en tinta negra, que él, en cambio, parecía descifrar sin dificultad. Cada cosa que decía respondía, o eso al menos sostenía él, a lo que el hijo de su dios —«el único dios verdadero», insistía una y otra vez— había dicho o hecho, recogido más tarde por distintos escribas que compartieron su tiempo. Se trataba, en consecuencia, de una llave imaginaria, cuyo poder, no obstante, superaba según el sacerdote todo lo que los aldeanos habían conocido hasta entonces.
Para acceder a ese poder y asegurarse la resurrección del alma como de la carne, existía una sola condición: renunciar a todos los falsos ídolos, es decir, a las deidades a las que ellos habían rendido culto desde antiguo, y obedecer los mandamientos del Señor. Su papel de pastor que cuida con amor de su rebaño consistía precisamente —explicaba paciente, abriendo sus brazos jubiloso a cada nuevo converso— en enseñarles esos mandamientos y guiarles con su luz por la senda de la redención. Ése era el propósito que le había llevado hasta ellos.
A quienes acudieron a escucharle, Fedegario les habló con ardor de la misión apostólica que se había impuesto a sí mismo. Empeñado en llevarla a buen término, había abandonado su ciudad natal de Lucus, una vez recibida la orden de presbítero tras una instrucción somera en la escuela correspondiente. Investido con el poder de impartir los sacramentos, se había propuesto desarrollar su ministerio eclesiástico allá donde resultaba más necesario, que era precisamente entre los riscos, los bosques y las piedras paganas de un lugar como Coaña.
Las buenas gentes, cautivadas por su verbo encendido, quisieron saber cómo podían alcanzar la gloria que prometía, a lo cual él respondió trasladándoles su deseo de levantar una iglesia en la que rendir culto a Jesucristo, ese crucificado que se decía hijo de Dios y redentor de los hombres a través de su sacrificio. Les advirtió de que estaban todos en grave peligro, viviendo como vivían a su albedrío, ajenos a la religión cristiana y sujetos aún al yugo de la idolatría. Les pidió un humilde estipendio para subsistir, apenas lo necesario para llevarse un mendrugo a la boca y remendar la túnica gastada que le cubría el cuerpo flaco. Y, a cambio de aceptar con mansedumbre sus enseñanzas, les prometió conducirles hacia la salvación eterna.
La mayoría de los lugareños siguieron haciendo lo que hacían antes de su llegada; esto es, trabajar sin descanso, orar de cuando en cuando, más por costumbre que por devoción, e invocar a los viejos dioses tanto como al nuevo en busca de auxilio, cada vez que una enfermedad, una tormenta o un parto les recordaba lo frágil y quebradizo de su propia naturaleza. Mas las palabras del sacerdote no cayeron en saco roto.
Los cristianos que, con el tiempo, habían ido instalándose por la zona, no tanto en el castro en sí como en los campos ganados al monte, eran una comunidad pequeña aunque creciente, a la que se sumaron unas cuantas almas más gracias a la predicación de Fedegario. El fervor de esas gentes era tan ardiente, no obstante, como pobre su hacienda. Por eso apenas pudieron responder a la solicitud de contribuciones con las que levantar el templo que deseaba el diácono, quien hubo de conformarse con alguna limosna compuesta por un trozo de queso de cabra o un cuenco de potaje.
La falta de recursos no significaba, empero, tibieza de ánimo, y de hecho los hermanos se congratularon sinceramente de la presencia de un ministro del Señor, que les permitió celebrar su primera eucaristía en mucho tiempo. Lo hicieron con gran solemnidad en una de las plazoletas del castro, pocos días después de su llegada, ante la mirada atónita de quienes no comprendían que pudiera comerse el cuerpo de un difunto en forma de pan y beberse su sangre transformada en vino. Un licor que el celebrante había traído consigo en un pequeño odre desde su ciudad de origen, cual tesoro de rareza impagable y extraordinario valor.
Huma recibió al que consideraba un intruso con abierta hostilidad. En realidad, por un azar del destino, ese servidor de un dios ajeno sobre cuyo poder letal le había advertido el mago (Eres hija de un tiempo que ha quedado atrás. La era de la Madre toca a su fin. Este nuevo dios crucificado es hombre y es pastor. Es simiente que fecunda, no tierra que anhela ser fecundada. Eres la última, al igual que yo, de un pueblo condenado a morir…) resultó ser el acicate que necesitaba para reencontrar el rumbo de su propia vida. Se convirtió en su enemigo y en su razón de existir. Le brindó un motivo de peso para enfrentarse con brío, no con resignación hastiada, a cada nuevo amanecer. Mientras le quedara aliento, se prometió a sí misma, la hija de Naya no permitiría que en el castro de Coaña se levantara una iglesia cristiana.
El sacerdote y la sacerdotisa evitaron durante largo tiempo encontrarse, lo que no resultaba nada fácil teniendo en cuenta la angostura de las calles de la aldea y lo reducido de su extensión. Cuando no visitaba a sus parroquianos de las granjas cercanas, Fedegario transitaba fundamentalmente por el barrio más humilde del poblado, situado en el norte y adosado a la muralla, más expuesto que cualquier otro a la pestilencia de las pocilgas así como al riesgo de inundaciones. Huma, mientras tanto, reinaba en su lujosa casa, dispensaba sus remedios con un toque de altanería que jamás había mostrado antes, e incluso participaba en las reuniones del Consejo de la aldea adoptando un papel activo absolutamente inédito hasta entonces, que tenía sorprendidos a todos, empezando por Aravo.
—Veo que tu duelo ha concluido —le dijo un día a su hija mientras cenaban, en presencia de una Clouta a la que Huma debía dar de comer a la boca y asear cada día, pues había perdido el control de su cuerpo y sobrevivía perdida en un océano de confusión, sin reconocer nada ni a nadie—. Me alegra verte recuperar las fuerzas y las ganas de vivir.
—Mi duelo no tendrá fin —contestó Huma lacónica, adivinando las intenciones de su padre—. Si pretende volver a la carga con sus propuestas de matrimonio, padre, pierde el tiempo. Mi corazón está seco y así seguirá hasta que vaya a reunirse con el de Noreno en las praderas soleadas que guarda la Madre. Pero si se refiere al castro, tiene razón. Hay asuntos graves de los que debemos ocuparnos sin tardanza y que requieren movimientos calculados. La presencia de ese sacerdote cristiano constituye una amenaza muy seria, que supongo habrá calibrado y ante la que tendrá planeada alguna respuesta…
—¡Ya vuelves a comportarte como tu difunta madre! —replicó Aravo elevando el tono, evidentemente molesto por la seguridad casi insultante que demostraba su hija—. ¡Tenían que salir a relucir vuestras creencias absurdas y vuestro empeño en aferraros a un pasado que no volverá! ¿Por qué habría de ser una amenaza ese hombre inofensivo que ha venido en son de paz y que sirve al mismo dios que el rey Alfonso? En realidad, lo he estado pensando y he llegado a la conclusión de que nos interesa cultivar su amistad. Al fin y al cabo, la suya es la religión que se ha impuesto en todo el reino, lo que demuestra que su dios es más fuerte que los nuestros, mal que te pese. El crucificado ha vencido. Tal vez incluso me bautice para conseguir ese don de la inmortalidad que, según dicen los cristianos, se adquiere al sumergirse uno en agua previamente bendecida. Y te recomiendo que hagas lo mismo. Ya sé que ignoras mis consejos y desobedeces la prohibición que mil veces te he reiterado respecto de los ritos que llevas a cabo en el viejo santuario o en el bosque, pero te advierto que si él descubre esas prácticas te acusará de brujería y hará que te conduzcan a Cánicas para responder ante la justicia del príncipe. En cuyo caso yo no podré ayudarte.
Con el correr de los años y los enfrentamientos, Huma y su padre habían llegado a un armisticio tácito. La resistencia de la muchacha ante las palizas de su progenitor había terminado por aplacar a Aravo, que se reconocía incapaz de doblegar el carácter de su hija. De cuando en cuando le propinaba aún una bofetada o intentaba en vano amedrentarla a gritos, incapaz de contenerse, aunque sabía de sobra que no le sacaría nada de ese modo. Clouta tampoco podía ayudarle ya, puesto que yacía junto al fuego como un viejo saco de piedras sin el menor vestigio de humanidad. De ahí que él espaciara sus estallidos de cólera tanteando otros caminos, sin renunciar del todo a sus antiguas prácticas y mucho menos a sus pretensiones de siempre.
El tiempo había templado también la personalidad de ella, tan firme como siempre pero dotada además del aplomo que da la certeza de no tener nada querido que perder. Su inteligencia era así mismo más aguda. Ya no se oponía abiertamente al hombre a quien debía respeto, sino que buscaba el modo de conducirle hasta donde quería que fuera, sin que se apercibiera de que era ella y no él quien señalaba el camino. Su sabiduría había crecido en la misma proporción que su atractivo físico, que, superada la barrera de los veinte años, se hallaba en un punto álgido que a nadie pasaba desapercibido.
La sanadora de Coaña, servidora del culto a la Madre, ya no era únicamente un partido deseable por su poder e influencia. Su rostro era sereno, algo triste y con una expresión opaca, aunque de una belleza rara que parecía pulirse, refinarse y perfeccionarse cada día que pasaba. El óvalo que lo conformaba había adquirido la proporción que un artista habría definido como exacta, enmarcado en una melena azabache perfumada de lavanda que le llegaba prácticamente hasta las rodillas. Sus ojos, dos almendras color de miel, miraban con una intensidad capaz de traspasar el tiempo y el espacio, sumergiendo en su profundidad verdosa a cualquiera capaz de sostener el envite. La boca carnosa, sensual, escondía una dentadura completa que ella mantenía blanca además de sana, frotándosela a menudo con una pasta hecha a base de sal marina y menta. Su piel seguía siendo un regalo de la Luna, que la bendijo en la cuna con su palidez resplandeciente. Huma era la encarnación misma de la seducción capaz de colmar el apetito más exigente. Una mujer tan extraordinaria como inaccesible, empeñada en ese momento en conducir a su padre hasta su terreno.
—De modo que está pensando en aceptar el bautismo… —comentó como restando importancia al asunto—, Fedegario estará encantado de saberlo. En ese mismo momento se convertirá usted en un miembro más de su rebaño, sujeto a las normas que él dicte. Los cristianos le conceden ya más autoridad a él que a usted —deslizó sinuosa, sabiendo el efecto que producirían sus palabras—, pero no tema. Usted siempre será el jefe del castro, aunque el poder real, el que mueve o paraliza a los hombres, le pertenecerá a él.
—No lo había visto desde ese ángulo —admitió Aravo, quien conocía bien la agudeza de su hija para captar aquello que a él se le escapaba, además de ser consciente de que le superaba con creces en ingenio, por más que nunca lo hubiera reconocido ante nadie—. Efectivamente ese sacerdote está logrando atraer a algunos de los nuestros hacia su religión. Sus sermones son escuchados con tanta atención como lo eran las historias de la Narradora, lo que no significa que pretenda arrebatarme el puesto en el Consejo. He enviado informadores a escucharle y nunca le han oído decir o sugerir siquiera que esté dispuesto a desafiarme. De hecho, por lo que me han contado, siempre está hablando de peces, de pescadores, de carpinteros y de cosas así. No creo que represente el menor peligro.
—Le escuchan con reverencia, en efecto. Yo diría que lo hacen incluso con más interés del que ponen en oírle a usted —argumentó Huma, haciendo acopio de paciencia y astucia para llevar a su padre a tomar la decisión que ella buscaba sin que él se percatara de su influencia—. Pero la cuestión no es ésa. Lo realmente importante es que la Narradora, que la Madre haya acogido en su seno, relataba sagas que ensalzaban las hazañas de nuestro pueblo. Historias y leyendas que hablaban del valor y el coraje de los héroes que resistieron ante nuestros enemigos gracias a caudillos como usted. Fedegario sirve a un dios que sacrifica a su propio hijo en una cruz. Enseña que la respuesta ante la brutalidad es la mansedumbre, que ante una bofetada hay que poner la otra mejilla o que el reino de los cielos es de los pobres y los desheredados. ¿Qué clase de guerreros va a lograr reclutar usted, si el tonsurado convence a nuestros jóvenes de que ése es el proceder correcto?
—Alfonso es cristiano, lo que no le impide luchar sin miedo contra los sarracenos…
—… Hoy sí. Pero ¿qué sucederá mañana? ¿Quién empuñará la espada para defender el reino si empiezan a construirse iglesias y monasterios que llaman a los más jóvenes a encerrarse tras sus muros para servir a su dios? Las cosas del espíritu siempre han sido propias de las mujeres. Es la Madre Tierra quien nos protege de la furia de las tormentas y bendice cada cosecha con Sus frutos. Guárdese de ese sacerdote o acabará arrepintiéndose.
Algo en la voz de su hija hizo estremecerse a Aravo. Conocía el extraño don que anidaba en su interior, merced al cual era capaz de ver lo que nadie más veía. Temía su capacidad para descifrar misterios aparentemente insondables, provocar la lluvia, sanar a los enfermos o comunicarse con los poderes del más allá, de cuya existencia no dudaba, aunque más de una vez la hubiese negado ante su difunta esposa. En el fondo, la consideraba una hechicera, lo cual le llenaba de terror. Además, alguna razón tenía al advertirle de que cuanto más predicamento alcanzara Fedegario entre sus gobernados, menos autoridad le quedaría a él.
Sin acceder a dar su brazo a torcer, lo que habría significado rebajarse ante su propia hija, zanjó la discusión de una forma aparentemente neutral, que era exactamente la que Huma había esperado:
—Está bien. Aplazaré de momento cualquier decisión, hasta ver cómo respira nuestro huésped.
—¿Le negará la ayuda que pide para levantar su templo?
—Me las arreglaré para mantener a todo el mundo ocupado en otras cosas y le tendré vigilado. Si, como dices, ha venido con la intención de robarnos, me encontrará preparado.
No tardaron en hallar la ocasión de someter esa conversación a la prueba de los hechos. Apenas habían transcurrido un par de días, cuando un hombre se presentó en su casa a la caída del sol, diciendo que su pequeña necesitaba urgentemente ayuda. La chiquilla —relató angustiado el padre, que venía caminando desde una de las granjas más alejadas— sufría terribles convulsiones que habían obligado a encerrarla dentro de un hórreo, ante el riesgo de que hiciese daño a alguien o bien se lastimara a sí misma. Su señora le había enviado a buscar al cura, que ya había sido avisado, pero él conocía la reputación de Huma como sanadora y le suplicaba que acudiera también a visitar a la niña, aunque no tuvieran con qué pagarle.
Ella no perdió un instante. No era su costumbre escatimar sus servicios a nadie, pero en ese caso, además, la lucha abierta con el sacerdote constituía un aliciente más para darse prisa y acertar en el diagnóstico. Cargando en una cesta algunos frascos con los productos más básicos de su botica, se dirigió a la cuadra donde ensilló un caballo para ella y otro para el afligido padre. Antes de que se ocultara el sol los dos galopaban campo a través hacia el caserío en el que habitaba la enferma, donde llegaron prácticamente a la par que Fedegario.
Apenas si se saludaron. No había tiempo que perder en formalidades absurdas. La pequeña, de diez años, había sido rescatada de su encierro por su madre, quien hacía esfuerzos ímprobos por sujetarla con la ayuda de dos chicos algo mayores que debían ser sus hermanos. Ella, con las ropas desgarradas y la piel repleta de arañazos, aullaba como un animal herido, se retorcía de dolor, agitaba los brazos y las piernas sin control, y lanzaba mordiscos a todo el que se ponía a su alcance. Una espuma amarillenta y densa, como la del mar batido por las olas, le salía de la boca entreabierta. La sanadora ya había visto antes otros casos como aquél. Conocía el final horrible que aguardaba inexorablemente a la muchacha. De ahí que se mostrara sorprendida y aún más indignada al escuchar al sacerdote decir:
—Esta criatura está poseída por una fuerza maligna. El diablo se ha apoderado de su cuerpo, que lucha con todas sus fuerzas por expulsarlo. ¿Lo veis? Es menester ayudarla con plegarias y agua bendita.
La mera visión del agua hizo que la chiquilla se revolviera con más desesperación en el regazo de la mujer. Una vez que el frío líquido con el que la rociaban tocó su piel, reaccionó como si la quemara el fuego. Una actitud que, según Fedegario, confirmaba más allá de cualquier duda la posesión diabólica de esa desdichada.
No cabía sino rezar con fe confiando en la misericordia del Altísimo —sentenció— y esperar a que Él obrara el milagro de curarla.
—Ni tu fe ni todas las plegarias del mundo salvarán a esta pequeña de su destino —intervino Huma, que hasta entonces se había mantenido deliberadamente en un segundo plano, a fin de observar el comportamiento de su adversario—. Más bien deberíamos ayudarla a sobrellevar el trance, puesto que su hora ha llegado. ¿Ha sido mordida por alguna fiera en las últimas semanas?
—Teníamos un perro que se volvió loco —respondió el padre— y que hubo que sacrificar precisamente después de que atacara a la niña. Nunca antes había hecho una cosa así, pero a raíz de una pelea que mantuvo con una loba empezó a gruñir a todo el mundo, dejó de comer y beber y acabó por morder a Nadia. Entonces fue cuando decidí matarle, aunque me costó acercarme a él. Después de ser como un cordero con nosotros durante toda su vida, parecía una bestia furiosa. Pero de eso ya hace tiempo; más de una luna, diría yo.
—Él también debió de enfermar antes de morder a tu hija —explicó Huma con su habitual tranquilidad, a modo de justificación.
—¡Tonterías! —terció Fedegario—. Lo que padece esta criatura no es una enfermedad del cuerpo sino del espíritu. Es demasiado joven para ser una bruja, por lo que no cabe sino concluir que se trata de una víctima inocente de la maldad de Satán.
Sin molestarse en replicar al sacerdote, la sanadora se dirigió a la madre de la chiquilla, que poco a poco iba agotando sus fuerzas:
—No dejes que te lastime. Átala si es necesario. Si consigues abrirle la boca, hazle tragar unas gotas de esta pócima que apaciguará su agonía —dijo tendiéndole un frasquito de color ámbar. A continuación, pese a saber que no pasaría de la siguiente noche, añadió—: Volveré a verla en unos días y así recogeré el pomo.
No se encomendó a la Madre en voz alta por miedo a posibles represalias, aunque tampoco mencionó al dios de los cristianos. En su pugna feroz por imponer su dominio, ni Huma ni Fedegario parecían dispuestos a apiadarse realmente de la niña. Claro que tampoco su muerte supondría un gran quebranto para sus padres y hermanos, acostumbrados a convivir con esa visitante asidua. La muerte formaba parte de la vida y como tal era aceptada por las gentes más sencillas. Significaba simplemente un paso más, el definitivo, hacia la morada eterna. Un ciclo que se cierra. Una vida que se acaba mientras otra se abre paso. Traerían más hijas al mundo y a alguna la llamarían Nadia. De ese modo la recordarían.
Unos días después de ese episodio fue el diácono quien llamó a la puerta de la sanadora. Venía solo y con las manos vacías, rompiendo así la costumbre de ofrecerle un presente a cambio de su saber, porque no venía a consultarla, sino a medirse con ella.
—La paz sea contigo, Huma —se presentó solícito.
—Te saludo, Fedegario —respondió ella en tono gélido, deseosa de marcar las distancias desde el principio con ese huésped indeseado ante el que todo su instinto le gritaba que estuviera alerta. Ante él parecía otra mujer, despectiva y desagradable, a la que ni ella misma era capaz de reconocer—. ¿A qué debo esta visita? —añadió—. ¿Me traes acaso la noticia de que la infeliz a quien fuimos a ver se encuentra mejor de su mal?
—Me temo que no —contestó él manteniendo la misma actitud obsequiosa, todavía en el quicio de la puerta—. Sabes tan bien como yo que Dios la tiene ya en sus brazos. Sin embargo, hacía tiempo que deseaba venir a hablar contigo, pues he oído de la grey que pastoreo en esta aldea grandes cosas referidas a tu persona.
—No hace falta que me adules —cortó ella en seco—. Aborrezco el servilismo. Por si nadie te lo ha dicho, ésta es una tierra de hombres y mujeres libres, donde el orgullo se considera una virtud digna de aprecio.
—Te suplico que perdones mi humildad —se disculpó él agachando la cabeza, para exasperación de Huma, que le habría abofeteado gustosa—. Siervo nací y siervo he sido durante buena parte de mi vida, hasta que la Santa Madre Iglesia, a cuya familia rústica tuve la fortuna de pertenecer, me envió a predicar por los caminos la palabra de Dios. Gracias a ella pude recibir instrucción en la escuela presbiteral, conocer a Jesucristo y aprender a amarle, lo que constituye un regalo más valioso aún, si cabe, que la manumisión que me fue otorgada junto con la orden del diaconado, merced a la cual ejerzo mi ministerio eclesiástico con la ayuda del Todopoderoso. ¿No me invitas a entrar?
—Entra, si ése es tu deseo, pero será mejor que te des prisa en decir lo que hayas venido a decir, pues tengo muchas cosas que hacer.
—Hoy es domingo, hermana. El día del Señor, que merece ser honrado observando el descanso que sus mandatos establecen con el fin de que le dediquemos esta jornada a Él.
—Tal vez tú puedas permitirte ese descanso. Yo tengo un padre y una abuela que atender, un hogar que sacar adelante y un buen número de enfermos que necesitan mis remedios.
—¡Cuidado mujer! —la interrumpió el sacerdote, abandonando súbitamente su deje almibarado para tornarse amenazador. Con el brazo derecho levantado y el dedo índice apuntándole directamente a la cara, advirtió—: Hechizar hierbas, encender velas a piedras, árboles, cruces de caminos y manantiales, como dicen que haces tú; Omar la casa y la mesa con ramas de laurel, o celebrar el día de los ídolos, no son sino formas abyectas de rendir culto al diablo. Derramar grano y sidra sobre los troncos de los árboles, poner pan en las fuentes o arrojar sal a la lumbre, invocar a la Madre, a Minerva o a Venus mientras se siembra o se teje, es una manera vil de adorar al Maligno. Y se paga con la hoguera. Adivinar lo que está por venir o festejar las vulcanales y las calendas ofende al único Dios verdadero, que no manda a los hombres conocer el futuro, sino vivir siempre en su temor, procurando de ese modo obtener de Él protección y auxilio para su vida.
—Nadie puede haberme acusado de hacer alguna de esas cosas —se defendió Huma sin dejar de mostrarse altiva, confiada en que ninguna de las mujeres que habían participado en la última ceremonia secreta, celebrada hacía ya tiempo, se hubiera atrevido a contárselo a un extraño. Tampoco creía que la hubieran denunciado sus vecinos, beneficiarios de sus remedios, por lo que añadió, segura de sí misma—: Yo me limito a emplear hierbas para sanar o aliviar el dolor de mis hermanos. Nada hay de malo en ello. Se trata de un saber que aprendí de mi madre y que a ella le legó la suya, sin que medie más intervención que la de las plantas. No sé quién es ese diablo que mencionas. No le conozco siquiera, por lo que difícilmente puedo haberle invocado nunca.
—Te creo, te creo, hija —la tranquilizó Fedegario, volviendo a su papel de padre y pastor—. Pero te vigilaré de cerca. La salvación de tu alma está en mis manos, puesto que el Señor me ha puesto en tu camino. No dejaré que se pierda. En todo caso, si te asaltara la tentación, recuerda que el fuego purificador aguarda a las hechiceras, magas y adivinadoras.
Huma se propuso que aquel hombre se marchara de Coaña cuanto antes. Bajo esa apariencia de manso ternero —se dijo— era más peligroso de lo que había temido. Si se terminaba de instalar en la aldea, acabaría por imponer su dominio a todos, incluida ella, que vería así derrumbarse todo aquello que daba sentido a su vida. Era imprescindible actuar sin tardanza. En caso de que no quedara otro remedio, le entregaría a su padre lo que éste más anhelaba con tal de obtener su auxilio.
La vida del castro seguía entre tanto su curso, ajena a la disputa feroz que libraban dos de sus moradores. El otoño había llegado precozmente, con temperaturas muy bajas que obligaban a adelantar la matanza de los gorrinos a fin de conservar su carne para el invierno. En ello estaba Zoela esa mañana, con el sol ya alto, cuando apareció en su casa Huma, dispuesta a compartir faena e intercambiar confidencias.
A diferencia de su amiga, Zoela se había casado poco después de cumplir los diecisiete años, como era costumbre entre las lugareñas. A esas alturas ya había visto morir a su hijo mayor poco después de nacer, lo que no le impedía tener a otros dos varones colgados cada uno de un pecho, el menor todavía en mantillas y el otro dando sus primeros pasos. Su hermana Neva se ocupaba de ellos ese día, mientras ella se encargaba de dar muerte al animal que había estado criando durante meses con los escasos restos de su puchero, castañas rancias y bellotas, hasta lograr engordarlo.
Llegada la hora de sacrificarlo, después de atarle las patas con una soga, le había clavado en el cuello un cuchillo casi tan largo como una espada, hasta traspasarle el corazón, una vez hecho lo cual lo había colgado boca abajo de una viga con la ayuda de su marido, recogiendo su valiosa sangre en un recipiente de barro de gran tamaño que también se utilizaba para blanquear el lino.
Eso había sucedido al alba. Desde entonces, y a lo largo de una jornada que prometía resultar agotadora, Zoela había quemado la piel del animal muerto hasta eliminar de ella todo el pelo, la había raspado a conciencia, a fin de poder aprovecharla, antes de separarla de la carne que picaba en ese momento sobre una tabla. Su hombre se había llevado los jamones y paletillas, debidamente marcados, hasta el hórreo comunal en el que serían salados y puestos a secar, al tiempo que ella se ponía a la laboriosa tarea de entripar el resto del magro, previa limpieza de los intestinos que servirían de receptáculo.
Era un trabajo tan pesado que la llegada de Huma le pareció una bendición. No necesitó pedirle ayuda. La sanadora venía provista de un delantal enorme, como el que cubría a su anfitriona, que se anudó, sin dejar un palmo de túnica desguarnecido, antes de meter las manos en el revoltijo de sangre medio coagulada, cebolla, ajo y demás ingredientes que, una vez amasados, enfundados en su correspondiente tripa y curados sobre el fuego de la lumbre, se convertirían en morcillas. Sin dejar de picar, mezclar, separar o juntar distintos tipos de magro y grasa, que serían el alimento más consistente de la familia durante los meses de carestía, las dos compañeras se pusieron a charlar de las cosas que las unían, a pesar de que sus vidas avanzaban en direcciones opuestas.
—He oído que has tenido noticias de tu hermano —inquirió Zoela, que quería a Pintaio casi tanto como a Huma—. ¿Qué tal está? ¿Cuándo piensa venir a vernos?
—Está bien, según parece. El emisario que nos trajo nuevas de su paradero lo había visto recientemente en Cánicas, donde se preparaba con el resto del ejército para una nueva campaña de conquista. Precisamente de él quería hablarte…
—¿Le sucede algo malo? ¡No me asustes!
—Todo lo contrario. Dicen que se ha convertido en un guerrero formidable, tal como siempre soñó, además de alcanzar el favor del príncipe Alfonso. También que se ha hecho inseparable de un caballero godo, llamado Ickila, con quien ha tejido lazos de auténtica hermandad. ¿Te imaginas, Pintaio hermano de un godo?
—¿Qué hay de malo en ello?
—¿Qué hay de malo en que un perro y un gato intimen? Nada. Salvo que es una intimidad imposible. Los godos y los astures siempre hemos sido enemigos jurados. Sus reyes intentaron someternos durante siglos, enviaron numerosas expediciones contra nuestra tierra sagrada, hasta que fueron sojuzgados ellos mismos por los sarracenos. ¿No recuerdas las historias que contaba la Guardiana de la Memoria? He oído decir que nuestros antepasados, hasta fecha no muy lejana, tenían por costumbre sacrificar a los dioses a los enemigos que capturaban, incluidos esos godos, con el fin de que los augures inspeccionaran sus entrañas y pudieran determinar el desenlace de la guerra. ¿Cómo van a ser hermanos Pintaio y el tal Ickila? ¡A saber cómo habrá logrado envolverle!
—El tiempo pasa, Huma. Hoy muchos godos se han instalado aquí, incluso en Coaña, entre nosotros, sin que perdure enemistad alguna.
—Los enemigos tan enconados nunca dejan de serlo. Pero en todo caso no venía yo a hablarte de la Historia, sino de mi hermano. Ha cumplido ya los veinte años, lo que significa que necesita una esposa. ¿Qué te parecería tu hermana pequeña?
Zoela se quedó muda. Era consciente del origen humilde de su familia, lo que colocaba a alguien como el hijo de Aravo completamente fuera de su alcance. A pesar de haberle cuidado en compañía de Huma cuando no era más que un niño, a pesar de haber compartido con él juegos y travesuras, a sus ojos Pintaio era alguien parecido a un dios. Un héroe a quien se mira desde abajo, con la reverencia debida a un ser superior en todos los sentidos. Por eso contestó con gesto triste:
—Sabes que tu padre jamás aprobaría esa elección. Neva no posee ni siquiera una casa, puesto que yo heredé ésta cuando murieron nuestros padres. No podría aportar nada al matrimonio. Incluso en el caso de que Pintaio la aceptara, tu padre la rechazaría seguro.
—Deja que yo me ocupe de mi padre. Pintaio siempre miró a tu hermana con ojos tiernos cuando vivía aquí. Sé que le gustaba y que más le gustará ahora cuando vea la belleza en la que se ha convertido. Ella es dulce, está sana y no le asusta el trabajo. ¿Qué más puede desear un hombre? Si, tal como dicen, es cierto que mi hermano ha logrado un buen puesto en la corte, ya se encargará Alfonso de darle tierras. En caso contrario, yo le cederé parte de mi herencia. Sólo necesito tu consentimiento y el de Neva.
—Sea pues —concedió Zoela, con las manos y el rostro embadurnados de embutido—. No necesito preguntar a Neva, pues hemos hablado un millón de veces de Pintaio como del hombre que toda mujer evoca en sus sueños. Si él y tu padre acceden a la boda, ella será la novia más feliz del mundo. ¡Además, tú y yo emparentaremos al fin! Pero dime, ¿cómo piensas convencer a Aravo?
—Ya lo verás. Es posible que en Coaña se celebren dos bodas a la vez…
—¡¿Vas a casarte y me lo dices ahora?!
Zoela no daba crédito a lo que acababa de oír. Había visto sufrir a Huma de tal modo tras la desaparición de Noreno, que llegó a pensar que perdería el juicio. De mil y una maneras se había esforzado por mostrarle el lado amable del matrimonio, la dicha de criar hijos, el goce de compartir el lecho con un hombre decente, como el de ella, sin hacer la menor mella en el ánimo de su amiga. Tan cerrada estaba a la cuestión, que ya se había resignado a verla envejecer soltera. Y ahora resultaba que no, que un pretendiente desconocido acechaba desde las sombras…
—¿Quién es él? —quiso saber al instante—. ¿Le conozco yo?
—No le conozco ni yo —replicó Huma con cierta amargura.
Durante el resto de la tarde la sacerdotisa explicó a su futura cuñada el miedo que le infundía Fedegario. Le puso al corriente de la conversación mantenida entre ambos, así como de su decisión de expulsarle del castro a cualquier precio. La forma de conseguirlo pasaba por otorgar a su padre vía libre para escogerle marido, pero el trueque merecía la pena. Sería un matrimonio sin amor, pues el amor había muerto en su corazón al mismo tiempo que Noreno. En cuanto a lo demás, ya se encargaría ella de conquistar el respeto de su esposo. La Madre seguiría a salvo en Su santuario de Coaña y Naya la bendeciría desde la morada soleada donde descansaba eternamente.
Llegado el momento de cerrar el trato con su padre, no se anduvo por las ramas. Era inútil intentarlo con un hombre como Aravo, a quien ni siquiera la muerte de su querida madre, acaecida coincidiendo con las primeras nieves, logró provocar un duelo auténtico. Tampoco Huma lloró a Clouta, quien falleció mientras dormía, sin el menor dolor o agonía, por una extraña injusticia del destino. Lo que sí produjo la marcha de la anciana fue un cierto reblandecimiento de su hijo. Una desconocida disposición al entendimiento, o acaso un proceso de apocamiento de su persona, como si, privado del apoyo incondicional que la vieja le brindaba, se sintiese de repente más vulnerable ante los demás.
Aprovechando esa circunstancia, Huma planteó su oferta en términos inequívocos: si él se las arreglaba para echar del castro al sacerdote, ella daría el sí a un marido «adecuado». Al fin y al cabo, en ausencia de Noreno, nada tenía que perder y sí mucho que defender. El jefe aceptó de inmediato, dando carta blanca al mismo tiempo a que su hija negociara el matrimonio de Pintaio en los términos que estimara oportunos. Estaba a punto de realizarse al fin el plan que llevaba años urdiendo. Su poder se consolidaría a través de la boda de Huma, quien finalmente se había plegado a su voluntad. ¿Qué importancia podía tener lo demás?
A partir de ese momento el día a día de Fedegario se convirtió en un infierno. Aravo puso todo su empeño en perseguirle con saña, obligando al conjunto de los habitantes del poblado a mostrar un rechazo que la mayoría de ellos no sentía. Aplazó con mil pretextos el comienzo de las obras de la iglesia, que los cristianos estaban dispuestos a realizar robando tiempo al descanso, hasta que el invierno se echó encima impidiendo cualquier trabajo de construcción. Cargó a los seguidores del diácono con un sinfín de tareas tan penosas como extraordinarias, a fin de disuadir futuras conversiones. Inventó cada día una nueva manera de atormentarle, sin arriesgarse, eso sí, a ser acusado de herejía. De una manera sutil que sorprendió a la propia Huma.
El efecto buscado tardó poco en producirse. En cuanto llegaron los primeros brotes anunciando la primavera, Fedegario comunicó a todos que se marchaba. No confesó que se daba por vencido, aunque parecía evidente que así era. Según él, su misión apostólica le llevaba a explorar nuevos territorios hacia el oriente, donde abundarían las almas necesitadas de salvación. Coaña ya había recibido la semilla de la luz de Cristo, consoló a sus fieles. A partir de ese momento germinaría por sí sola, aunque él no estuviera con ellos.
El sacerdote se marchó tal y como había llegado, con las manos vacías. Huma celebró su partida con un júbilo salvaje, saboreando su victoria sin pensar en el precio que habría de pagar por ella. Ya lo haría más adelante, cuando llegara el momento de conocer a los candidatos seleccionados por su progenitor. Ésa era la hora de felicitarse por haber salvado el castro del avance arrollador de ese dios crucificado, a quien percibía como la peor amenaza a la que jamás se hubiese enfrentado su mundo. De ese dios, padre y pastor, enemigo jurado de la Madre.
Pese a ello, la sanadora sabía que nada volvería a ser como antes; lo veía con toda la claridad de sus ojos interiores. La sombra del presbítero permanecería entre ellos como una mancha indeleble. Su presencia, a través de los hombres y mujeres que habían abrazado su fe, sería suficiente para terminar de liquidar las antiguas tradiciones que sobrevivían desde tiempos inmemoriales, obligándola a esconderse bien si quería mantener el culto debido a su Diosa. Su triunfo no era por tanto más que un aplazamiento de la inevitable derrota que sobrevendría pronto o tarde. Pero esa batalla concreta la había ganado ella con astucia, arrojo y determinación, de lo que no cabía sino congratularse. No había sido una victoria gratuita, por supuesto. Como todas, había dejado heridas en su interior que probablemente no sanarían nunca. Destrozos irreparables en ese lugar oculto donde mora la inocencia, además de un cansancio más parecido al hastío que a la fatiga, que poco a poco iba mermando sus fuerzas. Con todo, la fortuna se había puesto de su lado, lo cual merecía ser celebrado.
Entonces sonaron los cuernos que anuncian nuevas de importancia. La voz de los vigías de la torre sur se proyectó por toda la aldea, avisando de que se acercaban extraños. Por un instante cundió el pánico ante la posibilidad de que la aldea fuera objeto de un ataque por sorpresa, lo que provocó que se cerraran las puertas a toda prisa, al tiempo que los niños eran enviados a lugar seguro y los hombres corrían a coger sus armas. Mas no había motivo ni necesidad.
A la luz anaranjada del atardecer, uno de los guardas de la fortificación, el que gozaba de mejor vista, reconoció a quien había sido su compañero de juegos en la infancia. Lo llamó por su nombre a gritos jubilosos, sin terminarse de creer que fuese él precisamente el oficial al mando de semejante columna, y su llamada resonó por todos los rincones de la antigua ciudad de piedra negra:
—¡¡¡Pintaio!!!